Derrotabilidad, indeterminación del derecho y positivismo jurídico

Juan Carlos Bayón
Universidad Autónoma de Madrid., Argentina

Derrotabilidad, indeterminación del derecho y positivismo jurídico

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 13, 2000, pp. 87 -117



It is the job of a philosopher, so far as possible, to give an account of our practice rather than to tell us that we all ought to be doing something else. To the extent that this cannot be done, it is normally a fault in the philosophy rather than in the practice. 1

Fuente:

El artículo 109.b del Reglamento Penitenciario español establece que la desobediencia por parte de un recluso a las órdenes de un funcionario de prisiones en el ejercicio de sus atribuciones constituye una falta grave, que según el art. 111.b es sancionable con hasta siete fines de semana de aislamiento en celda. Según la doctrina del Tribunal Constitucional español, sin embargo, para que proceda la imposición de esa sanción no basta con que se haya producido de forma indubitada la desobediencia del recluso. En primer lugar, se ha de tener en cuenta si el cumplimiento de la orden desobedecida (p. ej., desnudarse y hacer flexiones tras una comunicación íntima, a fin de comprobar que el recluso no esconde ningún objeto en parte alguna de su cuerpo) hubiese entrañado o no la lesion de algún derecho fundamental del recluso (como su dignidad personal, o su intimidad). Pero además, si se contesta afirmativamente a esa primera cuestión, se ha de considerar en segundo lugar si se habría tratado no obstante, atendiendo a la forma y circunstancias concretas en que se hayan producido, de limitaciones de los derechos fundamentales del recluso necesarias y proporcionadas para salvaguardar otros derechos fundamentales (como la vida o la integridad física de otros reclusos o de los funcionarios del centro) o bienes públicos de relevancia constitucional (como el correcto funcionamiento de una institución penitenciaria) 2 . En suma, la pregunta acerca de las condiciones precisas bajo las cuales es pertinente la imposición de la sanción prevista en el art. 111.b parece tener, expresándolo por ahora en forma meramente intuitiva, una “respuesta abierta”: no bastará con que el acto individual acaecido sea subsumible en el acto genérico “desobediencia” que constituye el supuesto de hecho del art. 109.b, sino que la respuesta dependerá además de la ponderación de derechos o bienes en conflicto atendiendo a las circunstancias del caso concreto.

El supuesto descrito no tiene en modo alguno un carácter excepcional. Por el contrario, no es más que un ejemplo, tomado entre muchos posibles, de lo que –siguiendo los pasos del Tribunal Constitucional Federal alemán– el Tribunal Constitucional español denomina el “efecto de irradiación” (Ausstrahlungswirkung) de los derechos fundamentales en la fijación del alcance preciso de cualquier norma del ordenamiento. Parecidas consecuencias –y, por cierto, idéntica procedencia germánica– tiene también la llamada “doctrina del efecto recíproco” (Wechselwirkungslehre) entre las normas que reconocen derechos fundamentales y aquellas otras, de rango infraconstitucional, que establecen límites a su ejercicio. Así, p. ej., nadie duda que la norma penal que tipifica y sanciona el delito de injurias establece en términos generales un límite válido a la libertad de expresión. Sin embargo, la jurisprudencia constitucional española ha establecido que para determinar que se ha cometido dicho delito no basta con verificar que se ha proferido una expresión que las convenciones sociales vigentes consideran indubitadamente injuriosa y que ha concurrido el correspondiente animus iniuriandi, sino que “el valor superior o de eficacia irradiante que constitucionalmente ostenta la libertad de expresión [...] traslada el conflicto a un distinto plano” en el que se trata de determinar si el ejercicio de esa libertad, tomando en cuenta el conjunto de circunstancias concretas en que se produjo, “actúa o no como causa excluyente de la antijuridicidad” 3 . De ese modo, aunque el acto individual acaecido sea indudablemente subsumible en el acto genérico “injuriar”, y aunque en principio quien injuria no pueda justificar su conducta apelando a su libertad de expresión, las circunstancias del caso concreto –p. ej., que una información que contiene términos injuriosos sea no obstante, por la naturaleza de los hechos a los que se refiere y las circunstancias concurrentes en la persona injuriada, de suficiente interés o relevancia pública (en el sentido de que contribuya a la formación de una opinión pública libre)– pueden hacer procedente la apreciación de la concurrencia de una causa de justificación y determinar, por tanto, la ausencia de delito. De ese modo –y se supone que en esto consistiría el mencionado “efecto recíproco”–, el alcance de una norma que en general establece un límite válido a un derecho fundamental puede ser a su vez limitado en atención a ese mismo derecho en algunas circunstancias, cuya especificación parece remitirse, de nuevo, a la ponderación de derechos en conflicto –como la libertad de expresión y el derecho al honor del injuriado– en las circunstancias del caso concreto 4 .

No me parece que doctrinas como estas –por supuesto, bajo denominaciones muy diversas, o incluso sin ninguna denominación específica– sean exclusivas de la práctica jurídica española o de la alemana, sino que, por el contrario, creo que han de resultar familiares en cualquier estado constitucional moderno. La razón de fondo de que así sea –simple y bien conocida, pero esencial– radica en que ningún sistema constitucional establece una jerarquización precisa (un “orden lexicográfico”) entre todos los derechos fundamentales y bienes de relevancia constitucional que reconoce, que, sin embargo, pueden como es obvio entrar en conflicto de muchas maneras y en muy diversas circunstancias 5 .

Dejando ahora al margen estos rasgos característicos del constitucionalismo moderno, en nuestras prácticas jurídicas es perfectamente familiar, además, la idea de interpretación teleológica de las normas. En virtud de ella, para determinar cuál es el derecho aplicable a un caso tampoco basta con que el acto individual acaecido sea indubitadamente subsumible –con arreglo a las convenciones lingüísticas vigentes– en el acto genérico que constituye el supuesto de hecho de la norma, sino que se requiere además que aplicar a ese acto individual la solución normativa que aquélla estipula satisfaga realmente, atendidas todas las circunstancias concretas del caso, el fin, propósito o justificación subyacente de la norma: si no es así, se considera admisible su inaplicación a casos subsumibles en su supuesto de hecho (reducción teleológica), del mismo modo que –con restricciones para ciertos sectores del derecho o ciertas clases de normas– en atención a dicho fin o justificación se acepta igualmente su aplicación a casos que no lo son (extensión analógica). Y, en el límite, todos los sistemas jurídicos que nos son familiares aceptan el criterio interpretativo según el cual la aplicación de una norma a un caso indubitadamente comprendido en su tenor literal es improcedente cuando el resultado de dicha aplicación sea manifiestamente irracional o absurdo 6.

Todo esto no es más que un recordatorio muy sucinto de algunos rasgos de nuestras prácticas jurídicas que deben resultar notorios para cualquiera que esté familiarizado con ellas. Lo que, sin embargo, no es en modo alguno pacífico es cuál habría de ser la reconstrucción conceptual más apropiada de prácticas semejantes. En la teoría del derecho de los últimos años una de las propuestas que parece haber hecho mayor fortuna es la que recurre a la idea de derrotabilidad [defeasibility] 7 . Los antecedentes, ya relativamente lejanos, del uso de esta noción por parte de la teoría del derecho se remontan a alguno de los primeros escritos de Hart 8 , donde se sostenía que los conceptos jurídicos tienen un carácter sui generis –que hace que no sean susceptibles de definición per genus et differentiam y requieran un método de elucidación especial– que se manifiesta en la imposibilidad de establecer una lista de condiciones necesarias y suficientes para su aplicación (sólo sería posible enumerar sus condiciones normales o típicas de aplicación, acompañadas inevitablemente por una cláusula abierta –“a menos que...”– relativa a circunstancias excepcionales que no es posible anticipar por completo de manera genérica y cuya concurrencia haría inaplicable el concepto). Es precisamente a esa circunstancia a la que Hart –sirviéndose de un término procedente del derecho de propiedad inglés– denominaba su carácter “derrotable”. Aunque el propio Hart abandonó más tarde –por otras razones– la estrategia de análisis de los conceptos jurídicos ensayada en sus primeros escritos 9 , de dicho análisis puede independizarse en cualquier caso la idea (que sobrevive en escritos posteriores de Hart 10 ) de una norma “derrotable” o “abierta”, es decir, de una norma sujeta a excepciones implícitas que no pueden ser enumeradas exhaustivamente de antemano, de manera que no sería posible precisar por anticipado las circunstancias que operarían como genuina condición suficiente de su aplicación 11 . La idea tiene un paralelismo indudable con la de “deber prima facie”, de uso corriente –aunque no perfectamente claro ni pacífico– en la filosofía moral desde que la pusiera en circulación W.D. Ross 12 , así que, al menos en una primera aproximación intuitiva, las expresiones “norma derrotable”, “prima facie” o “abierta” pueden considerarse intercambiables.

Más allá del terreno estrictamente normativo –ya sea de la teoría del derecho o de la filosofía moral–, las ideas de condicional e inferencia derrotables han sido objeto de atención de los teóricos de la inteligencia artificial y la denominada “ciencia cognitiva” para dar cuenta de razonamientos de sentido común que nos parecen intuitivamente aceptables y que, no obstante, serían inválidos desde el punto de vista de la lógica clásica 13 . La lógica clásica es monotónica, en el sentido de que, al ser las premisas condición suficiente de la conclusión, ésta no puede quedar invalidada por el agregado de premisas nuevas. Sin embargo, en la vida cotidiana extraemos intuitivamente conclusiones a partir de generalizaciones que tienen excepciones –no enumerables exhaustivamente de antemano–, porque se refieren a propiedades típicas o normales –en relación a cierto contexto– de individuos en un dominio. La idea de propiedad “típica” o “normal” no encaja en un cálculo cuantificacional, porque no admite –sin quedar desnaturalizada– una cuantificación universal; y por lo tanto los enunciados condicionales que la contienen no admiten ser formalizados como condicionales estrictos (que expresan condiciones suficientes) sino sólo como “condicionales derrotables” (que expresarían condiciones “contribuyentes”, que sólo resultarían suficientes en conjunción con una serie de presupuestos implícitos en el contexto). De esta clase de generalizaciones, formalizables como condicionales derrotables, extraeríamos en el razonamiento cotidiano conclusiones –no seguras– en tanto en cuanto no haya evidencia en contrario, que pueden quedar desplazadas si se agrega información nueva, dando lugar a una forma característica de “razonamiento por defecto” –no monotónico– que parece intuitivamente apropiado para contextos en que se maneja información incompleta 14 . Si se parte de la base de que las normas tienen una estructura condicional –que correlaciona circunstancias genéricas con soluciones normativas–, entonces podría resultar atractiva la idea de aproximar la noción intuitiva de una norma prima facie o abierta a estas elaboraciones teóricas, sugiriendo en ese caso que para su formalización se ha de hacer uso de la idea de condicional derrotable y que el razonamiento que se ha de desarrollar para su aplicación sería justamente “no monotónico” o “por defecto” en el sentido indicado.

No obstante, la revigorización actual de la idea de derrotabilidad en la teoría del derecho se ha producido por encima de todo en el marco de las discusiones –suscitadas fundamentalmente a partir de los trabajos de Dworkin y Alexy– acerca de la distinción entre “reglas” y “principios”, la interacción entre ambos y el papel de cada uno de ellos en el razonamiento jurídico. Aunque en este momento sólo cabe abordar la cuestión de un modo muy superficial, no parece aventurado afirmar que en la presentación original de sus argumentos Dworkin venía a sostener que los principios son normas derrotables o abiertas y las reglas normas inderrotables o cerradas. Pero, si ello es así, y se acepta al mismo tiempo que los principios pueden justificar excepciones a las reglas, entonces parecería plausible la conclusión de que todas las normas jurídicas se vuelven derrotables 15 (o, si se quiere, que en el derecho no habría “reglas” en el sentido antedicho): porque, si no es posible determinar de antemano el conjunto preciso de casos gobernados por un principio, entonces tampoco podríamos determinar de antemano el conjunto preciso de excepciones obligadas a la presunta “regla”, lo que es tanto como decir que no podríamos determinar por anticipado en qué casos ésta es aplicable, con lo que, en definitiva, resultaría ser igualmente una norma derrotable 16 .

Es en este contexto en el que, con cierta frecuencia, se atribuye hoy día a la noción de derrotabilidad un papel destacado en la comprensión y reconstrucción conceptual de nuestras prácticas jurídicas 17 . Lo llamativo, no obstante, es que estas invocaciones a la idea de derrotabilidad se formulan desde concepciones globales del derecho sumamente dispares, hasta el punto de hacer dudar de que todos los que utilizan el término tengan en realidad en mente las mismas ideas. Por de pronto, un mero examen superficial revela ya algunas diferencias significativas. Algunos entienden que todas las normas jurídicas son derrotables, mientras que otros sostienen que sólo lo son algunas (y no pocos, por cierto, parecen dudar entre ambas posibilidades) 18 . La derrotabilidad se presenta a veces como una característica inevitable de las normas jurídicas, y otras como una propiedad meramente contingente de las mismas 19 . En ocasiones se predica la derrotabilidad de las propias normas, mientras que otras veces lo que se califica como derrotable parecen ser más bien las formulaciones normativas 20 , o nuestras creencias acerca de las calificaciones normativas que derivan del sistema. Y, por encima de todo, no parece que haya en absoluto acuerdo acerca de lo que cabría llamar las consecuencias de la derrotabilidad: la insistencia en la derrotabilidad parece estar encaminada algunas veces a poner en duda la viabilidad del positivismo jurídico, pero, a buen seguro, no todos los que atribuyen un papel destacado a esta idea en la reconstrucción conceptual de nuestras prácticas jurídicas están comprometidos con semejante objetivo 21 .

A la vista de estas disparidades e imprecisiones, recientemente se ha puesto en tela de juicio la fecundidad de la idea de derrotabilidad para el análisis de nuestras prácticas jurídicas. La impugnación más fuerte y mejor articulada de la misma se encuentra sin duda en una serie de trabajos de Jorge Rodríguez (de alguno de los cuales es coautor Germán Sucar) 22 . Rodríguez y Sucar sostienen que entre los diversos sentidos en que se predica derrotabilidad con relación al derecho “no existe [...] un núcleo común de significado, sino que responden a un conjunto muy diverso de problemas”, entre los cuales, todo lo más, “parece haber cierto parecido de familia” 23 . Pero la crítica de Rodríguez y Sucar no intenta mostrar meramente la diversidad de sentidos que encubriría una apelación poco precisa o cuidadosa a la idea de derrotabilidad. Lo que en realidad pretende sostener es que, una vez analizados apropiadamente, ninguno de ellos resulta verdaderamente interesante para nuestra comprensión del derecho: unos, porque, aun siendo aceptables, resultan en realidad triviales; el resto –y en particular la pretensión de que la derrotabilidad puede predicarse de las normas mismas–, porque serían el producto de confusiones conceptuales.

A mi entender, el análisis de Rodríguez –o de Rodríguez y Sucar– ha contribuido de manera sobresaliente al esclarecimiento del intrincado nudo de problemas que rodean a la idea de derrotabilidad en relación con el derecho, situando la discusión en un nivel de claridad y precisión que nunca había alcanzado antes. Sin embargo, aunque cabe extraer de él muchas ideas que me parecen certeras y fructíferas, no comparto plenamente sus conclusiones. En este trabajo intentaré mostrar –confrontando al hilo de la exposición mi punto de vista con los principales argumentos de Rodríguez y Sucar– que la derrotabilidad es una propiedad posible del derecho (o de parte de él) que desempeña un papel real en nuestras prácticas jurídicas, si bien más modesto que el que a veces se le atribuye.

1. Releyendo a Hart.

Para la comprensión del sentido en que la derrotabilidad es una propiedad posible del derecho creo que puede ser útil, como punto de partida, volver la mirada a lo que Hart escribió en el capítulo VII de El concepto de derecho 24 , donde, como es sabido, presenta su propio punto de vista contrastándolo con dos visiones deformantes del derecho de signo contrario, el “formalismo” y el “escepticismo ante las reglas”. Según la lectura convencional de ese capítulo, lo que Hart intenta mostrar en él es que el derecho es parcialmente indeterminado, en la medida en que “hay un límite, inherente en la naturaleza del lenguaje” (p. 157) al modo en que éste puede servir de guía para las conductas. Esa capacidad limitada del lenguaje para guiar las conductas se explicaría, como es notorio, del siguiente modo: los términos de clase tienen un núcleo de significado claro, que viene dado por el conjunto de casos respecto de los cuales hay “acuerdo general” (p. 158) acerca de la inclusión de objetos particulares en su denotación. Esta idea sería trasladable a las normas en la medida en que se formulan mediante lenguajes naturales, de manera que para toda norma habría un núcleo de casos claramente gobernados por ella, cuya identificación parece “no necesitar interpretación”, resultando por el contrario “automática” (ibid.). La existencia de ese núcleo claro haría posible identificar el derecho sin recurrir a consideraciones valorativas de ninguna clase –y aplicarlo mediante un simple “proceso de subsunción y [...] derivación silogística” (p. 158)–, así que resulta vital para la viabilidad de la distinción positivista entre el derecho que es y el que debería ser (e ignorar la existencia de este núcleo claro sería el pecado capital del escepticismo ante las reglas). Más allá de ese núcleo claro, es decir, donde ya no hay “convención firme o acuerdo general” acerca del uso de un término de clase, sino sólo “razones tanto a favor como en contra” de su aplicación a un objeto particular, “se precipita algo así como una crisis en la comunicación”, de manera que en esa zona de penumbra la inclusión o exclusión de un objeto particular de la denotación de un término de clase se presenta inevitablemente como “una elección entre alternativas abiertas” (ibid.), esto es, como una decisión discrecional que la norma general correspondiente deja indeterminada (e ignorar la existencia de esta zona de penumbra sería el pecado capital del formalismo).

Todo esto, por supuesto, es sobradamente conocido. Pero en ese capítulo VII de El concepto de derecho Hart dice algo más, que, sin embargo, no suele ser recordado o tenido en cuenta. Tras haber presentado las ideas que acabo de resumir, añade de inmediato que la textura abierta del derecho puede provenir también de otro factor “aparte de esta dependencia del lenguaje” (p. 160), es decir, al margen del problema de la vaguedad (y que, por tanto, va a afectar a lo que está comprendido en el núcleo lingüísticamente claro de las normas). Este factor suplementario tendría que ver con “nuestra relativa ignorancia de los hechos” y “nuestra relativa indeterminación de propósitos” (ibid.), esto es, con nuestra incapacidad para prever todas las posibles combinaciones de circunstancias que el futuro puede deparar y para tener una postura tomada respecto a qué se debería hacer en cada una de ellas. En relación con ese problema, no obstante, Hart señala que es “posible 25 adoptar una “actitud hacia las reglas verbalmente formuladas” 26 (p. 161) que consistiría en

aferrarnos a ciertas características presentes en el caso obvio, e insistir en que ellas son a la vez necesarias y suficientes para que todo aquello que las posea quede comprendido por la regla, cualesquiera que sean las restantes características que pueda tener o que puedan faltarle, y cualesquiera sean las consecuencias sociales que resulten de aplicar la regla de esa manera (pp. 161-162)

La adopción de esa “actitud” específica –y, no se olvide, meramente “posible”– implicaría “resolver por adelantado, pero también a oscuras” (p. 162) problemas que sólo pueden resolverse razonablemente en el momento en que surgen, de manera que con la decisión de adoptar una actitud semejante trataríamos de asegurar la certeza o predictibilidad del derecho al precio de “prejuzgar ciegamente lo que ha de hacerse en un campo de casos futuros cuya composición ignoramos” (ibid.) 27 . En cualquier caso –nos dice Hart– si esa actitud se adopta las normas jurídicas quedarían dotadas de un “rigor artificial” que haría posible que para su aplicación no se necesitara “algo distinto al razonamiento deductivo” 28 .

Pero lo que Hart sostiene es que, como cuestión de hecho, en nuestras prácticas jurídicas reales no adoptamos de manera generalizada esa actitud específica en relación con todas las “reglas verbalmente formuladas”. Admite que lo haríamos en relación con algunas de ellas, o en ciertos sectores del derecho en los que el coste de “prejuzgar ciegamente” se valora como un precio que merece la pena pagar en aras de la certeza y en los que “la incapacidad humana para anticipar el futuro”, que “varía en grados según los diferentes campos de conducta” (p. 164) es comparativamente más baja 29 . Pero subraya en cualquier caso que la medida en que se adopta dicha actitud varía en “diferentes sistemas jurídicos” o en “el mismo sistema en diferentes épocas” (p. 161). En definitiva, según el análisis de Hart no es el modo en que la regla está verbalmente formulada lo que nos indica si las “características presentes en el caso obvio [...] son a la vez necesarias y suficientes para que todo aquello que las posea quede comprendido por la regla, cualesquiera que sean las restantes características que pueda tener o que puedan faltarle” (pp. 161-162), sino la adopción de cierta clase de actitud o práctica interpretativa en relación con las formulaciones normativas 30 ; y que esa actitud o práctica se adopte o no constituye una cuestión contingente 31 .

Lo que, sin embargo, no queda perfectamente claro en el análisis de Hart es qué ocurre exactamente cuando esa actitud específica no se adopta. Que no se adopte implica que estamos ante una norma “abierta” 32 , lo que es tanto como decir que, por más que desde el punto de vista lingüístico haya “acuerdo general” en la inclusión de un objeto particular en la denotación de un término de clase que la “regla formulada verbalmente” convierte en su supuesto de hecho, no se acepta que tal circunstancia opere como condición necesaria y suficiente para que el caso “quede comprendido por la regla, cualesquiera que sean las restantes características que pueda tener o que puedan faltarle”. Si ello es así, se diría que el proceso mismo de decidir si en cada caso claramente comprendido en el supuesto de hecho de la “regla formulada verbalmente” concurre o no algún otro rasgo que justifique dejarlo fuera del alcance de la norma entraña una evaluación que debe ser considerada como una genuina elección o decisión discrecional, consistente en “hallar un compromiso, a la luz de las circunstancias, entre los intereses en conflicto, cuyo peso varía de caso a caso” (p.168). Y esta es, en efecto, la conclusión a la que parece llegar Hart, que se refiere en varias ocasiones a esta clase de situación como “un ejercicio adicional de elección” (p. 161) o como “tomar una decisión nueva” 33 . Sin embargo, cuando tras haber concluido su crítica al formalismo pasa a discutir el escepticismo ante las reglas, descarta expresamente la posibilidad de que “el hecho de que las reglas [tengan] excepciones que no son exhaustivamente especificables de antemano” (p. 173) preste alguna clase de apoyo a los argumentos del escéptico, una pretensión –nos dice– que implicaría “pasar por alto lo que las reglas efectivamente son” (ibid.):

Del hecho de que tales reglas [como, p. ej., la que obliga a cumplir las promesas] tengan excepciones no susceptibles de un enunciado exhaustivo, no se sigue que en todos los supuestos quedamos librados a nuestra discreción y que nunca nos hallamos obligados a cumplir una promesa. Una regla que concluye con la expresión ´a menos que...´ sigue siendo una regla (p. 174)

Creo que este último argumento de Hart resulta un tanto oscuro y difícil de armonizar con todo su análisis precedente de la idea de una norma sujeta a “excepciones no especificables exhaustivamente de antemano”. Pero, sea como fuere, Hart ha sugerido en mi opinión tres ideas básicas que, en principio, me parecen correctas: que la presencia en el derecho de normas derrotables es contingente (depende de la concurrencia de un cierto tipo de actitud o práctica); que dentro de un sistema jurídico puede haber normas derrotables y normas inderrotables; y –como hemos visto, no sin vacilaciones– que una norma derrotable deja el derecho indeterminado en lo que concierne a todos los casos subsumibles en su supuesto de hecho. Pero las tres ideas parecen estar rodeadas de problemas. En cuanto a la primera, no sólo haría falta explicar con mayor precisión en qué consiste la clase de “actitud” a la que Hart se refiere, sino que, además, ha de hacer frente a los argumentos que sostienen que la derrotabilidad de las normas no es ni contingente ni muchísimo menos necesaria, sino meramente aparente. En cuanto a la segunda, la sugerencia de Hart debe medirse con la crítica que afirma que en un sistema jurídico no pueden convivir normas derrotables con genuinas normas inderrotables, porque, si se acepta la posibilidad de que las primeras introduzcan excepciones en las segundas, de esa interacción resultaría en realidad la derrotabilidad de todas ellas. Por fin, en lo que concierne a la tercera, se ha de resolver la tensión interna que afecta al propio análisis de Hart aclarando en qué sentido “una regla que concluye con la expresión ´a menos que...´ sigue siendo una regla” y, en definitiva, si es o no correcto afirmar que una norma derrotable deja el derecho indeterminado en lo que concierne a todos los casos subsumibles en su supuesto de hecho.

2. Derrotabilidad como indeterminación

Consideremos en primer lugar la crítica según la cual la derrotabilidad de las normas es meramente aparente. El argumento que parece más efectivo en este sentido –y en el que hacen hincapié Rodríguez y Sucar 34 – es el que llama la atención acerca de la diferencia entre formulaciones normativas (o enunciados del discurso del legislador) y normas (o significados de las formulaciones normativas). Es obvio que a la hora de atribuir significado a una formulación normativa –esto es, a la hora de establecer qué norma expresa dicha formulación– se ha de tomar en cuenta el resto de formulaciones normativas del sistema y las relaciones de prioridad o preferencia entre los significados que, en principio, se atribuyen a cada una de ellas. Así, si la formulación normativa FN 1 parece expresar la norma “p ⇒ Οq”, pero otra formulación normativa FN 2 parece expresar la norma “r ⇒ Ο¬q”, entonces qué normas constituyan en definitiva el significado de una y otra depende de cuál de las dos tenga prioridad para el caso “(p∧r)” en el que entran en conflicto, de manera que si, p. ej., tiene prioridad la segunda, la norma que realmente expresa FN 1 sería “(p∧¬r) ⇒ Oq”.

Pero para dar cuenta de esta situación –por lo demás, perfectamente corriente– Rodríguez y Sucar consideran que sería totalmente inapropiado hablar de normas derrotables. Lo que ocurriría, en realidad, es que nuestra creencia preliminar de que la formulación normativa FN 1 expresa la norma “p ⇒ Oq”, generada en condiciones de información incompleta –i.e., no tomando en cuenta la existencia de FN 2, la norma que expresa y la regla de prioridad mencionada–, debe quedar desplazada, tan pronto como añadimos el resto de la información relevante, por la creencia de que expresa la norma “(p∧¬r) ⇒ Oq”. Por consiguiente, si es que tiene sentido decir de algo que es “derrotable”, sería en todo caso de nuestras creencias acerca de qué proposiciones normativas referidas al derecho son verdaderas, no de las normas mismas. Y no sería aceptable calificar a las normas mismas como derrotables porque “para que pueda decirse con sentido que una norma está sujeta a una excepción, es menester que otra norma que estipule una solución normativa lógicamente incompatible con la primera resulte preferida a ella para el caso de conflicto” 35 ; y, como el conjunto de enunciados que componen un sistema jurídico es finito, “en teoría se podrían identificar todas las excepciones que corresponde incorporar en una norma” 36 , de manera que “el producto final de la interpretación constituirá un sistema de reglas, de normas inderrotables” 37 , lo que es tanto como decir que se podría –aunque resulte engorroso o muy laborioso hacerlo– “especificar todas y cada una de las condiciones suficientes para el surgimiento de las soluciones normativas establecidas” 38.

A mi entender, esta crítica de Rodríguez y Sucar contiene en realidad dos argumentos independientes. El primero –obviamente correcto y que nadie, que yo sepa, pone en duda–, es el que nos recuerda que las formulaciones normativas que integran el discurso del legislador constituyen sólo un material en bruto, a partir del cual la identificación del derecho se desarrolla tomando en cuenta no sólo las convenciones semánticas imperantes en la comunidad de hablantes del lenguaje ordinario en que se expresan dichas formulaciones, sino toda una serie de convenciones interpretativas –entre las que se incluyen, en buena medida, esas reglas de preferencia o prioridad a las que se ha aludido– cuyo contenido está determinado por las prácticas de los operadores jurídicos correspondientes. Y, en este sentido, Rodríguez y Sucar tienen desde luego razón al destacar que hablar de la “derrotabilidad” –entendida como revisabilidad a la luz de informaciones completas– de nuestras creencias prima facie acerca de cuáles son las normas que pertenecen al sistema es una cosa, y otra, completamente distinta, hablar de la derrotabilidad de las normas mismas como un hipotético resultado al que sería posible llegar cuando se completa dicho proceso de identificación.

Lo que, en cambio, me parece cuestionable es su idea adicional –e independiente de la anterior– de que este hipotético resultado es imposible, es decir, su afirmación de que el producto final de la identificación del derecho tiene que ser un conjunto de normas inderrotables. Creo, por el contrario, que hay dos vías por las que cabría llegar a la conclusión de que, como producto final del proceso de identificación del derecho, éste puede contener normas derrotables (en un sentido y con unas consecuencias que habrá que precisar). Las dos vías, por cierto, son contempladas expresamente por Rodríguez y Sucar, así que lo que interesa examinar son las consideraciones que en cada uno de esos casos les llevan a rechazar la conclusión de que las normas jurídicas pueden ser derrotables.

1) La primera de esas dos vías nos lleva de nuevo al planteamiento de Hart. Los enunciados formulados por el legislador señalan expresamente como relevantes ciertas propiedades, en el sentido de que su presencia o ausencia determina diferencias en la calificación normativa de ciertas conductas. Ahora bien, en este nivel de las formulaciones normativas no es posible identificar nada más que propiedades prima facie relevantes: la relevancia final o concluyente de cierta propiedad sólo aparece en el nivel de las normas, es decir, una vez que se ha fijado el significado de las formulaciones normativas a la luz de la totalidad de convenciones interpretativas existentes (entre las cuales, como ya se ha señalado, se incluyen las relaciones de prioridad o preferencia entre los significados prima facie de las formulaciones normativas). Y se diría que aquí se abren dos posibilidades. Es posible, en primer lugar, que dichas convenciones incluyan lo que Rodríguez y Sucar llaman una “regla de clausura respecto a la relevancia” 39 , es decir, una prescripción de considerar el conjunto de propiedades relevantes obtenido al final del proceso de identificación de las normas como condiciones suficientes de las calificaciones normativas correspondientes, o, lo que es lo mismo, de considerar irrelevantes cualesquiera propiedades distintas de ellas. En ese caso las normas finalmente identificadas son obviamente inderrotables, lo que es tanto como decir que han quedado dotadas de aquel “rigor artificial” al que se refería Hart que permite que en su aplicación no se necesite “algo distinto al razonamiento deductivo”. Y de este modo es posible definir ahora con más precisión en qué consiste la “actitud” a la que Hart aludía y en virtud de cuya adopción una norma resultaba inderrotable: consiste en el hecho de que exista una convención interpretativa –aplicable a una, varias o todas las normas del sistema– que establezca una regla de clausura respecto a la relevancia.

Pero también es posible, en segundo lugar, que las convenciones interpretativas existentes no incluyan –en relación con una, varias o todas las normas del sistema– una regla de clausura semejante. Esta posibilidad es admitida expresamente por Rodríguez y Sucar, que afirman que la existencia de dicha regla de clausura es contingente 40. La cuestión que se plantea entonces es si no cabría acaso afirmar que una norma es derrotable cuando de hecho no existe en relación con ella una regla de clausura respecto a la relevancia 41 . Y a mi juicio ésa sería una conclusión perfectamente sensata: ello querría decir que la norma se acepta como una mera regla de experiencia [rule of thumb] 42 , lo que implica que sólamente a partir de ella no es posible derivar ninguna solución concreta respecto de ningún caso particular, puesto que para llegar a establecerla siempre será necesaria una evaluación, que por hipótesis no estaría guiada por criterio alguno proporcionado por el propio sistema normativo, acerca de la relevancia o irrelevancia de cualesquiera propiedades del caso concreto distintas de las que definen el supuesto de hecho de la norma derrotable. Si esta conclusión es correcta, cabría afirmar que una norma jurídica genuinamente derrota le deja el derecho indeterminado en lo que concierne a los casos subsumibles en su supuesto de hecho, de manera que la resolución de cualquiera de éstos requiere siempre una decisión discrecional entre alternativas abiertas por parte del aplicador 43 .

Esta conclusión, sin embargo, no es aceptada por Rodríguez y Sucar. Lo que ellos sostienen, por el contrario, es que tanto cuando existe una regla de clausura respecto a la relevancia como cuando no existe el sistema “correlaciona inderrotablemente ciertas soluciones a ciertos casos”, con la diferencia de que en el segundo supuesto los jueces estarían habilitados para cambiar el derecho, que, en su opinión, sería exactamente lo que estarían haciendo cada vez que decidieran considerar relevante alguna propiedad distinta de las que configuran el supuesto de hecho de las normas preexistentes 44 . Pero esta conclusión me parece poco plausible. Afirmar que el sistema “correlaciona inderrotablemente ciertas soluciones a ciertos casos” implica, según creo, decir que especifica condiciones suficientes para el surgimiento de las soluciones normativas establecidas. Pero a mi juicio no hay propiedades que puedan operar como genuinas condiciones suficientes cuando no es obligado considerar como irrelevantes cualesquiera propiedades diferentes (que es exactamente lo que implica decir que no existe una regla de clausura respecto a la relevancia). La solución de Rodríguez y Sucar, por tanto, borraría la diferencia entre una situación en la que el derecho establece genuinas condiciones suficientes de las calificaciones normativas correspondientes (que –siendo el derecho un sistema dinámico– obviamente pueden ser modificadas en el futuro por las autoridades normativas a las que el sistema atribuya competencia para hacerlo), y otra en la que el proceso de identificación del derecho no pueda cerrarse con el aislamiento de un conjunto de propiedades que quepa considerar genuinas condiciones suficientes de las soluciones normativas establecidas.

En el fondo, lo que verdaderamente les importa a Rodríguez y Sucar es subrayar que cuando –no existiendo una regla de clausura respecto a la relevancia– el juez decide considerar relevante una propiedad cualquiera distinta de las que definen el supuesto de hecho de una norma, aunque no quepa afirmar que está violando el derecho –que es lo que correspondería decir si aquella regla de clausura existiera–, tampoco podrá decirse que puede “justificar su decisión en las normas del sistema” 45 . Esta afirmación me parece correcta, pero creo que es perfectamente compatible con la idea de que una norma es derrotable cuando no existe en relación con ella una regla de clausura respecto a la relevancia. A condición, claro está, de que se acepte –como aquí he sugerido– que una norma jurídica genuinamente derrotable deja el derecho indeterminado en lo que concierne a los casos subsumibles en su supuesto de hecho, puesto que su aplicación requiere siempre una decisión discrecional entre alternativas abiertas por parte del aplicador acerca de la relevancia o irrelevancia de cualesquiera propiedades del caso concreto distintas de las que definen su supuesto de hecho. Así que, en suma, creo que puede mantenerse la conclusión de que un sistema jurídico puede contener normas derrotables, en primer lugar, cuando no existe en relación con ellas una regla de clausura respecto a la relevancia.

2) También hay, según creo, una segunda forma en que un sistema jurídico podría contener normas derrotables. Como se apuntó anteriormente, la identificación de las normas del sistema requiere fijar el significado de las formulaciones normativas a la luz de la totalidad de convenciones interpretativas existentes y, en particular, de aquellas que establecen relaciones de prioridad o preferencia entre los significados prima facie de las formulaciones normativas para los casos en los que entran en conflicto. Esas relaciones de prioridad, por cierto, pueden ser incondicionadas, de manera que quede preestablecida la prioridad de una de las dos normas 46 sobre la otra para todos los supuestos en que colisionen, o condicionadas, en cuyo caso queda preestablecida la prioridad de una de las normas sobre la otra para todos los casos individuales subsumibles en una cierta subclase –genérica– de los supuestos en que colisionen, esto es, para todos los casos individuales en que no sólo concurran las propiedades que determinan la aplicabilidad de ambas normas en colisión, sino además determinadas circunstancias C 47 . Para el resto de los supuestos de colisión entre esas dos normas es posible entonces tanto que exista otra regla de prioridad condicionada de signo inverso –es decir, que dé prioridad a la norma que queda desplazada cuando concurren las circunstancias C– como que no esté preestablecida la prioridad de ninguna de las dos normas sobre la otra.

Ahora bien, como el hecho de que las convenciones interpretativas existentes contengan tales o cuales reglas de prioridad es una circunstancia contingente, también lo es que el sistema deje preestablecido en todos, algunos o ninguno de los supuestos en que dos normas colisionan cuál de ellas representa una excepción a la aplicabilidad de la otra. Podría pensarse entonces que el producto final del proceso de identificación del derecho sólo será un conjunto de normas inderrotables cuando el sistema contenga una ordenación completa de todas ellas; y que por el contrario, cuando tal ordenación completa no exista, el sistema contendría tanto normas inderrotables (aquellas cuya relación de preferencia en caso de colisión esté preestablecida en relación con todas las restantes) como normas derrotables (aquellas otras cuya relación de preferencia no esté preestablecida en relación con alguna o algunas de las demás normas del sistema).

Rodríguez y Sucar, sin embargo, rechazan también esta segunda posibilidad de admitir que puede haber normas jurídicas derrotables. En su opinión, cuando no están predeterminadas relaciones de preferencia entre dos normas que pueden colisionar éstas no son “derrotables”, sino simplemente contradictorias 48 . Pero esta conclusión no me parece convincente. Porque de contradicción, en sentido estricto, creo que sólo puede hablarse cuando colisionan dos normas que previamente hemos caracterizado como inderrotables, es decir, cuando se verifican a la vez los antecedentes de ambas y consideramos cada uno de ellos como genuina condición suficiente de soluciones normativas incompatibles. Esta situación puede ser caracterizada también como un conflicto de deberes concluyentes. En cambio, cuando se verifican simultáneamente los antecedentes de dos normas, ninguno de los cuales es considerado como condición suficiente de las correspondientes soluciones normativas, lo que se produce es un conflicto de deberes prima facie. En el primer caso, es posible derivar de las normas en colisión dos calificaciones normativas concluyentes incompatibles para el caso individual en cuestión. En el segundo, en cambio, sólo de las normas en colisión no es posible derivar ninguna. Es cierto que en ambos casos se produce un resultado de indeterminación, pero a pesar de ello hay entre los dos una diferencia que me parece relevante y que la conclusión propuesta por Rodríguez y Sucar oscurece.

La cuestión, entonces, es cuál de esas dos reconstrucciones conceptuales posibles cuadra mejor a una situación en que las convenciones interpretativas existentes no establecen de manera genérica relaciones de prioridad entre dos normas para los casos en que colisionen, porque se entiende que el peso de los intereses, bienes o valores en conflicto no puede predeterminarse para clases de casos, sino que deberá apreciarse a la luz de las circunstancias de cada caso concreto. Eso equivale a decir que no hay conjunto de propiedades cuya concurrencia se considere genuina condición suficiente de ninguna de las dos soluciones normativas en colisión –y también, por cierto, que cualquier calificación concluyente que se dé a un caso individual requerirá una decisión discrecional entre alternativas abiertas por parte del aplicador–, de modo que en mi opinión no concurren las circunstancias que permitirían hablar de una auténtica contradicción normativa. Por tanto, me parece defendible la conclusión de que dos normas son derrotables cuando las convenciones interpretativas existentes no predeterminan relaciones de preferencia entre ellas para los casos en que colisionen.

3. Derrotabilidad como indeterminación y positivismo jurídico

Del análisis precedente se desprende, en mi opinión, que la presencia en el derecho de normas derrotables es contingente (dependiendo de que existan o no reglas de clausura respecto a la relevancia y relaciones de preferencia preestablecidas entre normas). Y también que dentro de un sistema jurídico puede haber normas derrotables e inderrotables (porque puede haber una regla de clausura respecto a la relevancia en relación no con todas, sino sólo con una parte de las normas del sistema; y porque el hecho de que haya normas cuya relación de preferencia no esté preestablecida en relación con algunas de las demás es compatible con que haya otras cuya relación de preferencia si esté preestablecida en relación con todas las restantes). Ahora me interesa insistir en la idea de que una norma derrotable deja el derecho indeterminado en lo que concierne a todos los casos subsumibles en su supuesto de hecho, lo que ha de servir para distinguir la derrotabilidad genuina de una norma jurídica de otras situaciones diferentes que a veces se tiende indebidamente a asimilar con ella, para justificar mi afirmación inicial de que la primera consituye un fenómeno con menor relevancia en nuestras prácticas jurídicas reales que el que a veces se le atribuye y también, finalmente, para sostener que la admisión de la posibilidad de que existan en el derecho normas derrotables es compatible con los postulados del positivismo jurídico.

Para ese fin puede ser útil comenzar examinando una idea propuesta hace tiempo por Raz (que, por cierto, no ha dejado de suscitar alguna que otra perplejidad). Según Raz, “[e]l derecho puede hacer que ciertas disposiciones jurídicas tengan fuerza prima facie sometiéndolas únicamente a consideraciones morales o a otras consideraciones no basadas en fuentes”, como sucedería, p. ej., si el derecho dispusiera que los contratos son válidos sólo si no son inmorales. En ese caso –nos dice Raz– podríamos considerar que un contrato cualquiera es prima facie válido si reúne el resto de requisitos “valorativamente neutros” para su validez que el derecho establezca, pero “[l]a proposición ‘es jurídicamente concluyente que este contrato es válido’ no es ni verdadera ni falsa hasta que un tribunal autoritativamente determine su validez” 49 .

Esta conclusión puede parecer sorprendente. En contra de ella cabría objetar que el concepto de “contrato inmoral” no es en modo alguno totalmente indeterminado, sino que, por el contrario, hay muchos casos paradigmáticos de contratos que consideramos clara e indisputablemente morales o inmorales; y que, para todos esos casos, la verdad o falsedad de la proposición “es jurídicamente concluyente que este contrato es válido” no depende –como dice Raz– de la decisión del juez, sino que es previa a ella. Es más, desde este punto de vista ni siquiera estaría claro por qué habría que afirmar en una situación semejante que esta disposición jurídica tiene una fuerza meramente prima facie. El concepto de “contrato inmoral” tendrá, como cualquier otro, casos claros y casos controvertidos de aplicación, pero no se alcanza a ver en qué sentido eso haría que la norma jurídica misma tuviese esa presunta fuerza prima facie que Raz le atribuye. Se diría, más bien, que lo que puede tener carácter prima facie –o derrotable– serán en todo caso nuestras creencias acerca de la validez de un contrato determinado generadas bajo condiciones de información incompleta: esto es, podemos pensar que el contrato es válido cuando sabemos que reúne los requisitos “valorativamente neutros” para su validez que el derecho establezca y no nos consta que concurra en el caso alguna de las circunstancias no usuales que reconocemos como supuestos claros de inmoralidad, revisando naturalmente dicha creencia tan pronto como lleguemos a saber que sí se da en el caso concreto una cualquiera de dichas circunstancias.

Me parece, sin embargo, que ésta es sólo una de las interpretaciones posibles de la situación (y, desde luego, no la que Raz tiene en mente). Para cualquier positivista la realidad del derecho es convencional, esto es, está construida por la actividad de seres humanos y consiste en un conjunto de creencias compartidas y de actitudes y expectativas interdependientes constitutivas de una práctica social. En ese sentido, los límites de las convenciones son los límites del derecho. Si el derecho dispone que los contratos son válidos sólo si no son inmorales, una primera forma de entender cómo habría de identificarse el contenido de la norma que expresa este enunciado consiste efectivamente en sostener que viene determinado por las creencias compartidas en la comunidad jurídica correspondiente acerca de qué cuenta a los efectos del derecho como un contrato inmoral. En ese caso, las condiciones de verdad de una proposición del tipo “es jurídicamente concluyente que este contrato es válido” incluyen todo ese conjunto de convenciones interpretativas, lo que es tanto como decir que hay que recurrir a éstas para identificar cuál es realmente la norma –que, por supuesto, puede ser considerablemente compleja y que, como toda norma, adolecerá de un grado mayor o menor de vaguedad– expresada por la formulación normativa aludida. Pero, una vez identificada, no parece que nada autorice a afirmar que la norma misma es derrotable o –como dice Raz– tiene fuerza prima facie.

La situación es diferente, en cambio, si existe la convención interpretativa según la cual la disposición que establece que los contratos sólo son válidos si no son inmorales no supedita la validez de éstos a criterios definidos convencionalmente, es decir, a las creencias compartidas en la comunidad acerca de qué es inmoral, sino justamente a criterios no convencionales (o, como dice literalmente Raz, a “consideraciones no basadas en fuentes”). Qué es lo que esto implica exactamente dependerá, como es obvio, de si se acepta o no alguna clase de objetivismo moral. Pero, en cualquier caso, la totalidad de convenciones constitutivas del derecho dejará entonces indefinido qué cuenta como contrato inmoral: puede decirse que dichas convenciones dejan librada esa definición a una presunta realidad moral objetiva –si es que se acepta que hablar de ese modo tiene sentido–, o puede decirse que la dejan librada al criterio del aplicador acerca de qué es inmoral; pero lo decisivo es que, en cualquiera de esos casos, no serán eventuales creencias compartidas de la comunidad las que cuenten para definir qué es un contrato inmoral. Y aquí sí parece cobrar sentido la idea de que –como dice Raz– “el derecho puede hacer que ciertas disposiciones jurídicas tengan fuerza prima facie”: lo que hace el derecho en supuestos así es disponer que debemos actuar según algún criterio que él mismo establece (es decir, convencionalmente determinado), a condición de que no haya razones para apartarse de él a la luz de criterios que no establece (o sea, no convencionales) con lo que serán éstos los que, en definitiva, gobiernen toda decisión.

Creo que para dar cuenta de una situación como ésta puede ser ilustrativo hablar de una convención que se autoanula. Una convención que se autoanula establece al menos cargas de la argumentación –de otro modo inexistentes– para justificar que procede apreciar la concurrencia en el caso concreto de alguna excepción al criterio convencionalmente fijado a la luz de los criterios no convencionales a los que la propia convención se supedita. Pero, precisamente porque se supedita a éstos, de ella no pueden derivarse calificaciones normativas concluyentes para ningún caso individual. Puede decirse, con las palabras de Hart, que en este caso la regla convencional concluye con un “a menos que...”, pero lo decisivo es entender que aquí los puntos suspensivos se rellenarían con criterios externos a la totalidad de convenciones relevantes (y por tanto, desde el punto de vista de dichas convenciones, cualquier decisión que se tome respecto a un caso individual será inevitablemente una elección entre alternativas abiertas, es decir, un ejercicio de discrecionalidad).

Completamente distinta es la situación en la que –volviendo a la primera de las interpretaciones posibles del ejemplo de Raz– se entiende que el derecho no sólo proscribe expresamente los contratos inmorales, sino que las prácticas de los operadores jurídicos incluyen convenciones interpretativas que se consideran definitorias de qué cuenta como tales. En ese caso no procede hablar de una convención que se autoanula. La totalidad de convenciones relevantes no sólo fija, en primer lugar, los “requisitos valorativamente neutros” para la validez de un contrato, sino que fija además, en segundo lugar, el conjunto de criterios en virtud de los cuales, a pesar de haber quedado satisfechos aquellos requisitos, el contrato será reputado inválido. Aquí podría hablarse, todo lo más, de derrotabilidad del significado prima facie atribuible a la formulación normativa correspondiente –lo que no sería sino una forma de aludir al carácter provisional de los pasos intermedios del proceso de identificación del derecho–, o, como dije anteriormente, de la derrotabilidad de nuestras creencias acerca de la validez de un contrato determinado generadas bajo condiciones de información incompleta. Pero el producto final del proceso de identificación del derecho será una norma que permite sin la menor duda derivar calificaciones normativas concluyentes para muchos casos individuales, y de la que, por tanto, no se alcanza a ver qué sentido tendría decir que su fuerza es prima facie o que es derrotable 50 .

Me parece que muchos casos de normas jurídicas que a veces se consideran derrotables son en realidad de este último tipo (y por eso, como señalé anteriormente, creo que la genuina derrotabilidad normativa ocupa en nuestras prácticas jurídicas un espacio menor que el que con frecuencia se le atribuye). En muchas situaciones en las que, por la vía de la reducción teleológica, se introducen excepciones en el supuesto de hecho expresamente configurado en una formulación normativa, puede afirmarse que ni se ha transgredido el derecho ni se ha tomado una decisión discrecional en el espacio de indeterminación generado por una genuina norma derrotable –como sucedería si no existiera en relación con ella una regla de clausura respecto a la relevancia–, sino que se trata de excepciones cuya admisibilidad está predeterminada por las convenciones interpretativas existentes. Del mismo modo, dichas convenciones predeterminan múltiples relaciones de prioridad –en especial, relaciones de prioridad condicionadas– entre normas en colisión, lo que hace posible que en muchas ocasiones –aunque, desde luego, no siempre– la llamada “ponderación” de derechos fundamentales o bienes de relevancia constitucional en conflicto no consista en una elección discrecional del aplicador entre alternativas abiertas (un “atribuir peso” a lo que hasta entonces no lo tenía), sino en el seguimiento de un criterio convencionalmente predeterminado (un “reconocimiento” del peso que algo tiene previamente atribuido).

Las genuinas normas jurídicas derrotables se ajustan en cambio a la idea de una convención que se autoanula. En el caso de ausencia de una regla de clausura respecto a la relevancia, la calificación normativa de una conducta se hace depender de la concurrencia de ciertas popiedades cuya relevancia está determinada convencionalmente, pero sólo en la medida en que no se juzguen también como relevantes otras propiedades distintas, seleccionadas según criterios que la totalidad de convenciones relevantes deja sin determinar. En el caso de ausencia de regla de prioridad entre dos normas en colisión, hay una determinación convencional de pautas de conducta cada una de las cuales supedita su aplicabilidad a que no proceda en cada caso, según criterios que las convenciones no determinan, dar prioridad a la otra. Por eso, cuando una parte del sistema jurídico se configura como una convención que se autoanula –en el sentido indicado– se ha de reconocer que en ese espacio el derecho queda indeterminado: una norma jurídica derrotable no determina por sí sola de manera completa ninguna decisión particular, porque hay siempre un hiato entre ella y sus aplicaciones que, para ser salvado, requiere inevitablemente ir más allá de la totalidad de convenciones que definen los límites del derecho 51 .

Cabría entonces preguntarse, para finalizar, si la admisión de la posibilidad de que existan normas jurídicas derrotables es compatible con los postulados básicos del positivismo jurídico. Esa compatibilidad parece haber sido puesta en duda, por ejemplo, por Jorge Rodríguez o Cristina Redondo. Según J. Rodríguez, “[a]sumir que las condiciones establecidas por el legislador para el surgimiento de cierta consecuencia normativa son condiciones suficientes y no meramente contribuyentes parece […] una consecuencia perfectamente sensata para un positivista” 52 . C. Redondo, por su parte, considera que “dentro de una teoría jurídica positivista, se puede afirmar como una tesis de teoría general del derecho que éste pretende controlar conductas por medio de reglas ‘genuinas’” (entendiendo por tal que estén estructuradas como condicionales universales lógicamente inderrotables) 53 .

Pero en mi opinión no hay ningún reparo para sostener coherentemente, desde las premisas del positivismo jurídico, que la presencia en el derecho de normas derrotables es contingente; que en un sistema jurídico puede haber a la vez normas derrotables e inderrotables; y que la derrotabilidad de una norma jurídica abre en el derecho un espacio de indeterminación. En cuanto a lo primero y a lo segundo, todo depende –como se ha visto– del modo en que estén configuradas las convenciones que constituyen la práctica jurídica: pero el núcleo irrenunciable del positivismo jurídico es la tesis según la cual el derecho es una realidad convencional, no la pretensión de que las convenciones que lo constituyen tengan cierto contenido en particular (el convencionalismo no dicta cómo debe ser el mundo social). Y en cuanto a lo tercero –que la derrotabilidad genera indeterminación–, que el derecho es parcialmente indeterminado es sin duda una tesis típicamente positivista (de hecho, es una consecuencia de la aceptación de la tesis convencionalista y del reconocimiento de que las convenciones tienen límites): pero es obvio que diferentes sistemas jurídicos pueden ser más o menos indeterminados, y el positivismo jurídico no es en modo alguno una teoría acerca del grado de indeterminación que, de hecho, haya de afectar a un sistema jurídico en particular.

Podría pensarse, en todo caso, que lo que un positivista no puede aceptar es la posibilidad de un derecho compuesto en su totalidad por normas derrotables 54 , es decir, configurado en su conjunto como una convención que se autoanula. Pero ni siquiera me parece claro por qué habría que aceptar esta conclusión. La tesis positivista fundamental de que el derecho es una realidad convencional y no existe más allá de las convenciones es compatible con el hecho de que todo lo que exista sea una convención que se autoanula, como lo sería también, por cierto, con que no existiera ninguna clase de convención en absoluto (i.e. con que en un lugar y un tiempo dados no existiera el derecho).

Ciertamente, la conclusión de que el derecho no puede estar compuesto en su totalidad por normas derrotables se podría intentar defender de otro modo: no porque semejante posibilidad esté en contradicción con la tesis convencionalista que constituye el núcleo del positivismo jurídico –que, como he dicho, creo que no lo está–, sino a partir de una pura definición estipulativa según la cual un sistema jurídico cuyas convenciones interpretativas fuesen configurándose de un modo tal que todas sus normas llegaran a ser derrotables no podría seguir siendo llamado “derecho” en sentido estricto. Si se acepta una estipulación verbal semejante, la tesis de que el derecho no puede estar compuesto en su totalidad por normas derrotables se vuelve tautológica y, como tal, obviamente inobjetable. Pero no está claro por qué un positivista debería aceptar esa estipulación, ni por qué, eventualmente, debería mantenerla frente a una comunidad de participantes en una práctica semejante que continuara refiriéndose a ella como su “derecho”. Porque, ciertamente, acabar dictándole a la realidad social cómo debería estar configurada sería un destino altamente paradójico para una teoría cuyo lema ha sido siempre ocuparse del derecho como es, y no como debería ser.

Notas

1 Jonathan Dancy, Moral Reasons (Oxford: Blackwell, 1993), p. 67.

2 STC 57/1994, FF JJ 5 y 6.

3 STC 15/1993, FJ 1.

4 Vid. una buena exposición de ambas doctrinas, con abundantes referencias jurisprudenciales, en J. M. Rodríguez de Santiago, La ponderación de bienes e intereses en el Derecho Administrativo (Madrid: Marcial Pons, 2000), pp. 26–28.

5 Y, naturalmente, la identificación del derecho aplicable a un caso se hace aún más compleja cuando no sólo falta esa jerarquización precisa, sino que además, como ocurre en algunos sistemas constitucionales específicos –p. ej., el canadiense o el sudafricano–, se admite que una norma infraconstitucional que limite un derecho fundamental será no obstante válida meramente con que quepa sostener, atendiendo a todas las circunstancias relevantes, que es apropiada o, en definitiva, justa. En Canadá el Tribunal Supremo estableció la doctrina de que determinados derechos reconocidos en la Charter of Rights and Freedoms pueden ser limitados siempre que la limitación pueda ser “demostrablemente justificada en una sociedad libre y democrática” (Regina v. Oakes [1986]1 SCR 103). Por su parte, el art. 36.1 de la Constitución vigente de la República de Sudáfrica –según el texto reformado el 11 de octubre de 1996– establece que “Los derechos contenidos en la Declaración de Derechos pueden ser limitados sólo por leyes generales en la medida en que la limitación sea razonable y justificable en una sociedad democrática y abierta basada en la dignidad humana, la igualdad y la libertad, tomando en consideración todos los factores relevantes incluyendo: a) la naturaleza del derecho; b) la importancia del propósito de la limitación; c) la naturaleza y la extensión de la limitación; d) la relación entre la limitación y su propósito; y e) los medios menos restrictivos para alcanzar dicho propósito” (la constitución sudafricana puede consultarse en http://www.constitution.org.za).

6 Sobre todo ello, cfr. D.N. MacCormick y R.S. Summers, Interpreting Statutes: A Comparative Study (Aldershot: Dartmouth, 1991).

7 El término inglés defeasible se traduce a veces como “superable” o “desplazable”. Aunque, en el fondo, todas las traducciones propuestas de defeasibility y defeasible me parecen escasamente elegantes, aquí utilizaré los términos “derrotabilidad” y “derrotable”, cuyo uso parece ser el más generalizado en las discusiones actuales en lengua castellana.

8 H.L.A. Hart, “The Ascription of Responsibility and Rights”, en Proceedings of the Aristotelian Society 49 (1948-49) 171-194 [ahora en A. Flew (ed.), Logic and Language, 1st. series (Oxford: Blackwell, 1960), pp. 145-166].

9 Cfr. H.L.A. Hart, Punishment and Responsibility (Oxford: Clarendon Press, 1968), p. v. En “The Ascription of Responsibility and Rights” Hart intentaba desarrollar una estrategia anti–reduccionista para el análisis de los conceptos jurídicos –claramente marcada por la ifluencia de J.L. Austin– centrada en la idea de que su uso primario es adscriptivo, no descriptivo. Esa pretensión específica es la que puede considerarse superada por sus desarrollos posteriores acerca de la distinción entre punto de vista interno y punto de vista externo. Según G.P. Baker –“Defeasibility and Meaning”, en P.M.S. Hacker y J. Raz (eds.), Law, Morality and Society. Essays in Honor of H.L.A. Hart (Oxford: Clarendon Press, 1977), pp. 26-57–, la idea específica de derrotabilidad de los conceptos jurídicos puede desgajarse de la estrategia global de análisis seguida por Hart en “The Ascription...” y ser considerada provechosa, a condición de que se revise la idea de que el uso primario de dichos conceptos es adscriptivo (p. 35) y, sobre todo, a condición de que se abandone una teoría del significado basada en la idea de condiciones de verdad y se reemplace por otra –que Baker denomina “constructivista”, y que hoy denominaríamos anti–realista– basada en la idea de condiciones de afirmabilidad (pp. 43-44 y 50-51). Pero ninguna de estas cuestiones es relevante para lo que aquí pretendo discutir.

10 Sobre ello, vid. las referencias a las que se hace alusión infra, en el apartado 1.

11 Un ejemplo temprano de adhesión a las ideas de Hart en “The Ascription...”, pero haciendo hincapié en la noción de norma derrotable o abierta y dejando en segundo plano sus tesis específicas acerca del método de análisis sui generis de los conceptos jurídicos, puede encontrarse en L.G. Boonin, “Concerning the Defeasibility of Legal Rules”, en Philosophy and Phenomenological Research 26 (1966) 371-378.

12 W.D. Ross, The Right and the Good (Oxford: Clarendon Press, 1930; reimp. 1967).

13 Vid. J.L. Pollock, “Defeasible Reasoning”, en Cognitive Science 11 (1987) 481–518; G. Brewka, Nonmonotonic Reasoning: Logical Foundations of Commonsense (Cambridge/New York: Cambridge University Press, 1991); C.E. Alchourrón, “Philosophical Foundations of Deontic Logic and the Logic of Defeasible Conditionals”, en J.J. Meyer y R.J. Wieringa (eds.), Deontic Logic in Computer Science: Normative System Specification (New York: Wiley & Sons, 1993); y, para una visión de conjunto clara y sintética, R.J. Carnota, “Lógica e Inteligencia Artificial”, en C.E. Alchourrón (ed.), Lógica. Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 7 (Madrid: Trotta, 1995), pp. 143–183.

14 Otra cuestión, en la que aquí no voy a entrar, es la de si resulta más apropiado entender esta clase de razonamientos por defecto a partir de una combinación de revisión de creencias e inferencias deductivas clásicas, o si, por el contrario, justifican el desarrollo de alguna clase de lógica no clásica (algo de cuya utilidad puede dudarse, dado el escasísimo poder inferencial –si es que posee alguno– que tendría un condicional derrotable: vid. en este sentido las dudas al respecto expresadas por Alchourrón y Carnota en los trabajos citados en la nota anterior).

15 El argumento según el cual si los principios son normas derrotables su interacción con las reglas convertiría también a éstas en derrotables puede encontrarse en J. Raz, “Legal Principles and the Limits of Law”, en Yale Law Journal 81 (1972) 823-854, p. 836; R. Tur, “Positivism, Principles and Rules”, en E. Attwooll (ed.), Perspectives in Jurisprudence (Glasgow: Glasgow University Press,1977), p. 54; R. Alexy, Teoría de los derechos fundamentales [ed. orig. 1986], trad. E. Garzón Valdés (Madrid: C.E.C. 1993), pp. 99-101; S. Utz, “Rules, Principles, Algorithms and the Description of Legal Systems”, en Ratio Juris 5 (1992) 23-45, esp. pp. 35 y 41; y ahora en H.L.A. Hart, “Postscript” a la 2a. ed. de The Concept of Law, ed. a cargo de P. Bulloch y J. Raz (Oxford: Clarendon Press, 1994 [1a. ed., 1961]), p. 262. También en J.C. Bayón, La normatividad del derecho: Deber jurídico y razones para la acción (Madrid: C.E.C., 1991), p. 361; o L. Prieto Sanchís, Sobre principios y normas: Problemas del razonamiento jurídico (Madrid: C.E.C., 1992), pp. 38-39. Por su parte, M. Atienza y J. Ruiz Manero –en Las piezas del derecho. Teoría de los enunciados jurídicos (Barcelona Ariel, 1966)–, aun admitiendo que “la aplicabilidad de toda regla está condicionada a que su aplicación no entre en conflicto con un principio que, en relación con las propiedades relevantes del caso, tenga un mayor peso” (p. 33), consideran –sobre la base de un argumento que aquí no es posible evaluar: p. 33– que ello no constituye un obstáculo para seguir manteniendo que en las reglas –a diferencia de lo que ocurriría con los principios– las condiciones de aplicación están configuradas de manera cerrada (vid. las observaciones críticas de Moreso en relación con este argumento de Atienza y Ruiz Manero en J.J. Moreso, “Come far combaciare i pezzi del diritto”, en Analisi e Diritto 1997, 79-117, pp. 87-88). Por su parte, J. Aguiló sostiene que todas las normas jurídicas –tanto principios como reglas– son derrotables en Teoría general de las fuentes del derecho (y del orden jurídico) (Barcelona: Ariel, 2000), pp. 106 y 137. Apoyándose o no expresamente en el argumento de la interacción entre principios y (presuntas) reglas, la afirmación de que todas las normas jurídicas están sujetas a la introdución de excepciones implícitas en el momento de su aplicación puede encontrarse en W. Twining y D. Miers, How To Do Things with Rules: A Primer of Interpretation (London: Weidenfeld & Nicholson, 1976; 2 ed., 1982) pp. 216-217; A.M. Honoré, “Real Laws”, en P.M.S. Hacker y J. Raz (eds.), Law, Morality and Society. Essays in Honor of H.L.A. Hart (Oxford: Clarendon Press, 1977) 99-118, p. 109; J. Habermas, Facticidad y validez [ed. orig. 1992], trad. M. Jiménez Redondo (Madrid: Trotta, 1998), p. 288; C. Sunstein, Legal Reasoning and Political Conflict (New York/Oxford: Oxford University Press, 1996), pp. 124-128; o G. Fletcher, Basic Concepts of Legal Thought (New York: Oxford University Press, 1996), pp. 57-58.

16 Por supuesto es posible rechazar esta conclusión si se empieza por poner en duda la caracterización de los principios como normas derrotables o abiertas (y se sostiene que entre principios y reglas hay una mera diferencia de grado en cuanto a su generalidad o vaguedad). Esta es la línea en la que Marmor ha criticado recientemente la idea de que todas las normas jurídicas son derrotables: cfr. A. Marmor, “The Separation Thesis and the Limits of Interpretation”, en Canadian Journal of Law and Jurisprudence 12 (1999) 135-150, pp. 143-150. Pero, por ahora, sólo pretendo poner de manifiesto cómo la discusión en torno al papel de los principios genera de inmediato la cuestión de en qué medida afecta la derrotabilidad al derecho en su conjunto, sea cual sea la forma en que dicha cuestión se responda.

17 Vid., p. ej., G. Sartor, “Defeasibility in Legal Reasoning”, en Rechtstheorie 24 (1993), 281-316; N. MacCormick, “Defeasibility in Law and Logic”, en Z. Bankowski et al. (eds.), Informatics and the Foundations of Legal Reasoning (Dordrecht: Kluwer, 1995), pp. 99-117; C.E. Alchourrón, “On Law and Logic”, en Ratio Iuris 9 (1996) 331-348, pp. 340-344; C.E. Alchourrón y E. Bulygin, “Norma jurídica”, en E. Garzón Valdés y F. Laporta (eds.), El derecho y la justicia. Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol 11 (Madrid: Trotta/CSIC/BOE, 1996) 133-147, pp. 145-146; H. Prakken, Logical Tools for Modelling Legal Argument. A Study of Defeasible Reasoning in Law (Dordrecht: Kluwer, 1997); A. Aarnio, Reason and Authority. A Treatise on the Dynamic Paradigm of Legal Dogmatics (Aldershot: Ashgate, 1997), pp. 176-177; A. Peczenik, “Second Thoughts on Coherence and Juristic Knowledge”, en A. Aarnio et al., On Coherence Theory of Law (Lund: Juristförlaget, 1998), 51–66, p. 56; F. Atria, “Games and the Law: Two Models of Institution”, en Archiv für Rechts– und Sozialphilosophie 85 (1999) 309-347, pp. 323 y 327.

18 P. ej., MacCormick sostiene en dos diferentes lugares de “Defeasibility in Law and Logic” (supra n. 17) que son derrotables todas las normas jurídicas (p. 100) y que lo son casi todas (p. 102). Alchourrón afirma que son derrotables “la mayoría [de las formulaciones normativas], si es que no todas”: “On Law and Logic” (supra n. 17), p. 341.

19 F. Schauer ha criticado recientemente la tesis de que la derrotabilidad es una propiedad necesaria de las normas jurídicas –sostenida, como documenta detalladamente, por autores de muy diversa orientación–, afirmando por el contrario que es meramente contingente: F. Schauer, “On the Supposed Defeasibility of Legal Rules” en M.D.A. Freeman (ed.), Current Legal Problems, vol. 51. Legal Theory at the End of the Millennium (Oxford/New York: Oxford University Press, 1998), pp. 223-240.

20 Alchourrón –“On Law and Logic” (supra n. 17), p. 341– se refiere a la derrotabilidad de “formulaciones normativas” o “expresiones normativas”. En “Norma Jurídica” (supra n. 17), p. 146, Alchourrón y Bulygin aluden a la “superabilidad” de “afirmaciones condicionales normativas”.

21 Alchourrón, p. ej., abre su discusión acerca de la idea de derrotabilidad en “On Law and Logic” (supra n. 17), p. 340 afirmando que esta genera una cierta “clase de indeterminación”: pero que el derecho esté afectado en mayor o menor medida por la indeterminación –de una u otra clase– no tiene por qué ser una tesis que suscite el rechazo de un positivista. Volveré más adelante sobre esta cuestión (apartado 3).

22 Vid. J. Rodríguez, “La derrotabilidad de las normas jurídicas”, en Isonomía 6 (1997) 149- 167; J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad. Niveles de análisis de la indeterminación del derecho”, en Analisi e Diritto 1998, pp. 277-305 [en lo sucesivo, “Las trampas de la derrotabilidad” (a)]; J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad. Niveles de análisis de la indeterminación del derecho”, en Doxa 21, vol. II (1998) 403-420 [en lo sucesivo,“Las trampas de la derrotabilidad” (b)]; J. Rodríguez, “Axiological Gaps and Normative Relevance”,en Archiv für Rechts– und Sozialphilosophie 86 (2000) 151-167. El primero de los trabajos citados –“La derrotabilidad de las normas jurídicas”– constituye una crítica de un trabajo mío –“Proposiciones normativas e indeterminación del derecho”– presentado en el Congreso de Vaquerías (Córdoba, R. Argentina) en 1996, que permanece inédito. En ese trabajo yo presentaba la idea de derrotabilidad en conexión con la de “positivismo incluyente” o “incorporacionismo”, una postura que entonces consideraba atractiva y que ahora, no obstante, no me parece defendible: sobre ello, véase mi trabajo “Derecho, convencionalismo y controversia”, que se publicará próximamente en un libro colectivo a cargo de P. Navarro y C. Redondo editado por Gedisa.

23 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 302.

24 H.L.A. Hart, The Concept of Law (supra, n. 15). Todas las citas en lo sucesivo siguen la traducción castellana de G. Carrió, El concepto de derecho (Buenos Aires: Abeledo Perrot, 1963); las referencias de página corresponden a esta traducción y se indican entre paréntesis en el texto.

25 H.L.A. Hart, “Jhering´s Heaven of Concepts and Modern Analytical Jurisprudence” [ed. orig. 1970], en H.L.A. Hart, Essays in Jurisprudence and Philosophy (Oxford: Clarendon Press, 1983); hay trad. de J.J. Moreso –por la que se cita–, “El cielo de los conceptos de Ihering y la jurisprudencia analítica moderna”, en P. Casanovas y J.J. Moreso, El ámbito de lo jurídico: Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo (Barcelona: Crítica, 1989), pp. 109-123, p. 114 (la cursiva es mía).

26 La cursiva es mía.

27 El mismo pasaje se reproduce en “El cielo de los conceptos de Ihering ...” (supra n. 25), p. 115.

28 “El cielo de los conceptos de Ihering ...” (supra n. 25), p. 114.

29 De manera que sería posible identificar de antemano un conjunto manejable de casos que integrarían una lista exhaustiva de excepciones explícitas a la norma (p. 166).

30 La misma idea puede encontrarse en F. Schauer, Playing by the Rules. A Philosophical Examination of Rule-Based Decision-Making in Law and in Life (Oxford: Clarendon Press, 1991), p. 128; y, aplicada específicamente a la cuestión de qué es lo que determina si una formulación normativa expresa una regla o un principio, en L. Prieto Sanchís, Sobre principios y normas (supra n. 15), pp. 52-54; o en C. Sunstein, “Problems with Rules”, en California Law Review 83 (1995) 953-1026.

31 Una posición similar es defendida por Alexy, que sostiene que es “concebible” un sistema jurídico en el que quede prohibida la limitación de las reglas a través de la introducción de cláusulas de excepción, añadiendo acto seguido que ese no es el caso del derecho alemán, en el que se acepta en muchos casos la posibilidad de recurrir a la reducción teleológica del alcance de una norma: cfr. R. Alexy, Teoría de los derechos fundamentales (supra n. 15), p. 100.

32 “El cielo de los conceptos de Ihering ...” (supra n. 25), p. 114. En este pasaje Hart afirma textualmente que “todas las reglas jurídicas son abiertas”. Afirmaciones como ésta, creo que tomadas fuera de su contexto, han dado pie a que se atribuya a Hart la tesis de que la derrotabilidad es una propiedad necesaria, y no contingente de las normas jurídicas, como hace F. Schauer, “On the Supposed Defeasibility of Legal Rules” (supra n. 19), p 237. Pero, como he intentado mostrar, a mi entender esa atribución resulta injustificada.

33 “El cielo de los conceptos de Ihering ...” (supra n. 25), p. 114.

34 J. Rodríguez, “La derrotabilidad de las normas jurídicas” (supra n. 22), pp. 165-166; J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 286.

35 J. Rodríguez, “La derrotabilidad de las normas jurídicas” (supra n. 22), p. 163.

36 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 301.

37 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 286.

38 J. Rodríguez, “La derrotabilidad de las normas jurídicas” (supra n. 22), p. 166

39 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 297; J. Rodríguez, “Axiological Gaps and Normative Relevance” (supra n. 22), p. 166.

40 Ibid.

41 Nótese que lo que se discute aquí es una cuestión de índole estrictamente conceptual: si cabe o no afirmar que una norma es derrotable cuando no existe en relación con ella una regla de clausura respecto a la relevancia. Este problema, obviamente, es independiente de la cuestión normativa de si es o no deseable la existencia de una regla de clausura de esa clase (que aquí no voy a considerar) y de la cuestión empírica de si dicha regla de clausura de hecho existe o no (sobre la que volveré más adelante).

42 Cfr. F. Schauer, “On the Supposed Defeasibility of Legal Rules” (supra n. 19), p. 233.

43 Referida al razonamiento moral, vid. una lúcida caracterización de la aceptación de normas derrotables como un supuesto de indeterminación de nuestro sistema moral –así como de la diferencia que existiría entre ello y la adopción de un particularismo moral radical al estilo del defendido por Jonathan Dancy– en S. Blackburn, Ruling Passions: A Theory of Practical Reasoning (Oxford: Clarendon Press, 1998), pp. 308–309.

44 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 298; J. Rodríguez, “Axiological Gaps and Normative Relevance” (supra n. 22), p. 166.

45 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 298.

46 Nótese que, en puridad, no correspondería aquí hablar de “normas” –que, como se ha dicho, sólo son identificadas una vez que se toman en consideración las relaciones de prioridad qué determinan qué cuenta como excepciones–, sino de “significados prima facie de las formulaciones normativas”. Por lo tanto, me refiero en este momento a “normas” sólo para hacer la exposición menos farragosa y en la confianza de que el contexto deje claro en cada caso cuándo se está haciendo uso del término “norma” en este sentido lato o impropio.

47 Para poder decir que existe una regla de prioridad condicionada auténtica, y no meramente aparente, esas circunstancias C deben quedar definidas de un modo que no equivalga en realidad a configurar una clase abierta de excepciones cuya identificación requiera evaluaciones caso por caso (como sucedería, p. ej., si dijésemos que N 1 prevalece sobre N2 en las circunstancias C, siendo C el conjunto de casos en que se salvaguarde con ello un bien de mayor importancia que el que se sacrifica, en que resulte necesario y proporcionado hacerlo, etc.). Dos buenos ejemplos de esta clase de reglas de prioridad condicionada aparentes creo que pueden encontrarse en la doctrina establecida por el Tribunal Supremo canadiense en Regina v. Oakes y en el art. 36.1 de la constitución sudafricana, a los que me he referido anteriormente (supra, n. 5). Sobre la necesidad de adoptar esta cautela, vid. G. Sartor, “Defeasibility in Legal Reasoning” (supra n. 17), pp. 305-306.

48 J. Rodríguez y G. Sucar, “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 289.

49 J. Raz, “Razones jurídicas, fuentes del derecho y lagunas”, en Raz, La autoridad del derecho. Ensayos sobre derecho y moral [ed. orig. 1979], trad. de R. Tamayo (México: UNAM, 1982), p. 101.

50 La diferencia entre las dos posibilidades expuestas puede apreciarse quizá con mayor claridad haciendo uso de algunos instrumentos formales. Una obligación derrotable suele simbolizarse como “p Oq”, donde “p” es sólo una condición contribuyente sujeta a excepciones implícitas; y esa fórmula es entonces equivalente a “ƒp Oq”, donde “ƒ“ es un operador de revisión tal que “ƒp” simboliza la “expansión de p”, esto es, el conjunto de todas las condiciones que, junto con “p”, están presupuestas en el antecedente del condicional derrotable. Lo que aquí estoy sosteniendo es que en el caso de una genuina norma jurídica derrotable la totalidad de convenciones que integran el derecho no permite generar un operador de revisión “ƒ“, porque la “expansión de p” viene determinada por consideraciones extra-convencionales (y, por lo tanto, extrajurídicas); y eso es tanto como decir que meramente a partir de una genuina norma jurídica derrotable no es posible derivar calificaciones normativas concluyentes para ningún caso individual (o lo que es lo mismo: una genuina norma jurídica derrotable deja el derecho indeterminado en lo que se refiere a todos los casos subsumibles en su supuesto de hecho). Si, por el contrario, la totalidad de convenciones interpretativas existentes permite identificar el contenido de “ƒp” (i.e., la expansión de p), entonces no estamos en presencia de una genuina norma jurídica derrotable. En resumen, si una norma jurídica es realmente derrotable, entonces no cabe derivar de ella calificaciones normativas concluyentes para casos individuales; y si es posible lo segundo, entonces no es cierto lo primero.

51 Creo que estas observaciones pueden ser pertinentes para evaluar algunas tesis defendidas acerca de los principios por M. Atienza y J. Ruiz Manero en Las piezas del derecho (supra n. 15), especialmente pp. 31–33, así como la crítica que les formula al respecto J.J. Moreso en “Come far combaciare i pezzi del diritto” (supra n. 15), pp. 80–90. Según Atienza y Ruiz Manero, los principios son normas que configuran sus condiciones de aplicación de forma abierta, “esto es, negativa –‘obligatorio p salvo que esa obligación sea desplazada por un principio que en relación con el caso tenga un mayor peso´– y carente de ordenación –pues el sistema no predetermina el orden jerárquico […] en caso de concurrencia de principios” (op. cit. p. 31). Ahora bien, si esto es realmente cierto, entonces estamos en presencia de normas genuinamente derrotables, a partir de las cuales, como con razón señala Moreso, “no podemos obtener deberes all things considered” (op. cit., p. 87). Esta conclusión, sin embargo, no parece ser la que Atienza y Ruiz Manero tienen en mente. Por un lado, señalan que “para resolver un caso en el que están involucrados principios [es] precisa una operación intermedia, esto es, el establecimiento (a partir de dichos principios) de una nueva regla” (ibid.; la cursiva es mía), operación a la que denominan “concreción”. Por otro –y contestando al argumento de que si las reglas pueden ser excepcionadas por principios el razonamiento jurídico sería “siempre radicalmente abierto”–, alegan la “evidencia de que, en relación con la inmensa mayoría de los casos individuales que se presentan ante los tribunales, su subsunción bajo el caso genérico contemplado en una regla general […] no da lugar a ningún tipo de controversia entre la comunidad jurídica” (op. cit., p. 33). En mi opinión, cuando realmente es posible la concreción de una regla a partir de los principios en colisión (y no como una decisión discrecional, esto es, no guiada por el derecho) es porque las convenciones interpretativas que acepta la comunidad jurídica sí que predeterminan alguna regla de prioridad entre ellos (y por eso la solución del caso puede recibirse sin controversia), esto es, porque no están involucradas normas genuinamente derrotables. Ello querría decir, en suma, que algunos de los casos en los que hablamos de colisión de “principios” implican realmente la presencia de normas derrotables y otros no. En los primeros, creo que tiene razón Moreso y el derecho queda indeterminado. En los segundos, tienen razón Atienza y Ruiz Manero al señalar que es posible concretar una regla que resuelve el caso “a partir de los principios” y que tal concreción sea percibida sin controversia por la comunidad jurídica como identificación de derecho preexistente, y no como una decisión discrecional del aplicador. Un problema subsiguiente –que aquí no es posible abordar– es el de cómo distinguir en la práctica ante cuál de esas dos clases de situaciones nos encontramos realmente en un supuesto dado. Ello depende de qué entendamos que constituye el contenido de una convención y, en particular, de si nos parece conceptualmente aceptable la idea de que una regla convencional puede ser controvertida. Sobre ello, me permito reenviar a mi trabajo “Derecho, convencionalismo y controversia” (supra n. 22).

52 J. Rodríguez, “La derrotabilidad de las normas jurídicas” (supra n. 22), p. 167.

53 C. Redondo, “Reglas ‘genuinas’ y positivismo jurídico”, en Analisi e Diritto 1998, 243-276, p. 244. La posición de Cristina Redondo, sin embargo, es más compleja. En primer lugar, en otro pasaje de ese mismo trabajo sostiene que “la afirmación de que el derecho guía conductas a través de reglas ‘genuinas’ presupone el reconocimiento de la inderrotabilidad lógica de los enunciados que propone el derecho. En este sentido, la verdad de esta tesis es claramente contingente” (p. 260; la cursiva es mía); pero si su verdad es contingente, creo que no queda claro en qué sentido habría de constituir “una tesis de teoría general del derecho”. En segundo lugar, C. Redondo distingue entre la “derrotabilidad lógica de un enunciado” normativo y la “derrotabilidad de la fuerza de una consideración normativa”, de manera que, a su entender, una norma “genuina”, si bien “no puede estar expresada en un condicional lógicamente derrotable”, sí que “puede ser superable en su fuerza” (p. 252). Aquí no me es posible entrar a considerar los méritos de esta distinción –aunque debo decir que en mi opinión se asienta sobre bases dudosas–; sólo pretendo poner de manifiesto que si la “derrotabilidad lógica” de las normas jurídicas es contingente, y además es compatible con la “derrotabilidad de su fuerza como consideraciones normativas”, entonces no está claro que C. Redondo discrepe realmente de la tesis que me interesa sostener: que no hay incompatibilidad entre la admisión de la posibilidad de que haya normas jurídicas derrotables (en el sentido que aquí se ha defendido) y los postulados del positivismo jurídico.

54 Rodríguez y Sucar, p. ej., sostienen que esta posibilidad supondría “un total aniquilamiento del derecho”: “Las trampas de la derrotabilidad” (a) (supra n. 22), p. 279. Rodríguez y Sucar añaden que la tesis de la derrotabilidad de todas las normas jurídicas “no parece viable”, porque, de hecho, el derecho cumple “de un modo más o menos satisfactorio” la función de servir para la “resolución de conflictos mediante la justificación a partir de normas generales”. Si con ello se quiere decir que la afirmación de que todas las normas son derrotables es falsa como descripción de nuestras prácticas jurídicas reales, estoy plenamente de acuerdo. En cambio, si al decir que “no parece viable” se quiere afimar que no es posible que todas las normas jurídicas sean derrotables, entonces ni me parece una conclusión correcta –a no ser, como se verá enseguida, que se pretenda hacerla verdadera por definición– ni veo cómo podría sustentarse su verdad en el hecho de que los sistemas jurídicos reales no estén configurados de ese modo.