Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 13, 2000
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Mario Bunge
Universidad McGil., Canadá
Como ustedes acaban de oír, yo no soy abogado. ¿Qué derecho tengo entonces para hablar sobre el derecho? Bueno, en primer lugar, el derecho es cosa que atañe no solamente a los jurisconsultos, a los legisladores y a los abogados, sino algo que nos atañe a todos. En segundo lugar, el filósofo es un entrometido, se mete con cualquier cosa y en cualquier campo. Y en tercer lugar, a mí siempre me interesó la ley porque, no en vano, mi abuelo paterno fue Presidente de la Corte Suprema de Justicia de Argentina y mi padre fue Legislador durante veinte años, además de Presidente de la Comisión de Legislación del Trabajo de la Cámara de Diputados de Argentina.
Siempre lo veía estudiando revistas y libros, referentes a la condición del trabajo, a la legislación laboral en varias partes del mundo, de modo que en mi casa se hablaba no solamente de política sino también de legislación y de los fundamentos sociológicos y económicos de la legislación. Es decir, que mi padre no consideraba el derecho como algo autónomo, o que se pueda imponer las leyes desde arriba, sino que juzgaba al derecho como parte de la vida política, social y económica de la nación.
1. Algunas posiciones jusfilosóficas fundamentales: jusnaturalismo, formalismo/ positivismo, realismo jurídico
Aunque el derecho es una herramienta importante para resolver conflictos de intereses, alcanzar la justicia y ejercer el control social, a pesar de todo esto, no es, filosóficamente, neutro. Como Uds. saben la filosofía del derecho está dividida en varios campos, en varias escuelas. Lo mencionó hace unos momentos el Vice Decano del Colegio de Abogados de Lima al recordarnos algunas orientaciones, entre ellas el jusnaturalismo, el derecho natural. Dicho sea de paso, esta expresión: derecho natural, a mí me parece una contradicción en los términos: no hay nada más artificial que el derecho, que es creación del hombre. No encontramos las leyes en las canteras, en las minas o en los bosques, sino que el derecho es una creación típicamente humana, como lo es la ingeniería. Pero, en todo caso, el viejo conflicto entre el idealismo o espiritualismo, por una parte, y el materialismo, por otra, se ve también reflejado en la división que hay, en la confrontación entre el formalismo jurídico, por ejemplo, el formalismo de Hans Kelsen, el positivismo jurídico, y el realismo jurídico, que viene de la tradición alemana de Savigny, de von Ihering y que ha sido recogido por la escuela escandinava y por la norteamericana; en particular, a partir de Roscoe Pound hasta llegar a Julius Stone.
El formalismo jurídico considera el derecho como un libro seco o una biblioteca; en cambio, el realismo jurídico enfoca su atención sobre la función social de los legisladores, de los jueces y de los abogados. El formalismo considera al derecho como una disciplina autosuficiente, mientras que el realismo jurídico estima al derecho como una rama de la ingeniería social. Ésta es una expresión acuñada, al parecer, por Roscoe Pound y que le fue sugerida por el filósofo norteamericano pragmatista, John Dewey. Naturalmente, el formalismo es legalista y conservador; en cambio el realismo jurídico es flexible y tiene preocupaciones sociales. Sin embargo, esta confrontación no es necesaria, no es inevitable. Hasta creo que el derecho hay que verlo a la vez como un cuerpo de ideas, códigos, opiniones, deliberaciones de los jurisconsultos, etc., y también como una herramienta social que se va transformando junto con las sociedades a las que sirve.
2. El derecho como una herramienta de cambio social. Juristas, legisladores y abogados
No solamente el derecho se va transformando en forma pasiva, como creía el marxista o semimarxista Ferdinand Lassalle, sino que es una herramienta de cambio social. Cuando el Congreso, en el Régimen Parlamentario, adopta, sanciona una nueva ley, al mismo tiempo modifica la conducta de la gente afectada por esa ley, es decir que si la ley es regresiva, la conducta va a ser regresiva en cierto modo; en cambio, si la ley es progresista, obliga a la gente a modernizarse, a adoptar una actitud más prosocial, etc. Esto es que el derecho no solamente refleja a la sociedad, sino que, a su vez, la cambia.
Al igual que se hace en la ingeniería, debemos distinguir entre el jurisconsulto y el legislador, por una parte, la gente que hace o modifica las leyes o que las reglamenta; de la persona que ejerce la profesión de abogado, de otra. En ingeniería está el ingeniero que diseña artefactos o procesos, y después el ingeniero que se ocupa del mantenimiento, por ejemplo de una fábrica, y a quien no se le pide que innove sino en algún detalle. No se le pide un diseño nuevo, sino que se le pide implementar los diseños creados por otros. De manera semejante, la profesión de abogado es un servicio, lo mismo que la profesión de médico, que debe distinguirse de la investigación médica.
Naturalmente que el abogado que está al día va a estar diariamente leyendo, estudiando, va a seguir estudiando, y si tiene ambiciones intelectuales y sociales va a intentar llegar a la judicatura, va a intentar llegar a ser juez para tomar partido, ya no por un cliente sino por la sociedad.
3. Posibles funciones de la filosofía del derecho
Ahora bien, la jurisprudencia, lo mismo que otras ramas de lo que yo llamo sociotécnica, hace uso de la filosofía; en particular de la lógica, la teoría del conocimiento, la filosofía moral, la filosofía política. En efecto, la historia del derecho muestra que éste siempre ha estado relacionado de diversas maneras con la filosofía. Desde la época de los romanos o, mejor dicho, de los bizantinos, quienes codificaron las leyes del Imperio Romano de Oriente, una preocupación central de los jurisconsultos fue siempre la coherencia lógica, algo que constituye una exigencia de la racionalidad.
Esta aspiración a la coherencia no es puramente conceptual, sino que refleja además la imposibilidad de actuar si se admiten dos proposiciones o dos normas que sean mutuamente incompatibles. Si en un mismo código hay un precepto que dice: “debes hacer A” y otro que dice: “no debes hacer A”, evidentemente el agente debe resignarse a la apraxia, a la inacción. Hay, pues, motivos tanto conceptuales como prácticos para sostener la necesidad de la coherencia, de la no contradicción.
El componente gnoseológico, epistemológico, se ve muy claramente. Dentro de las etapas del proceso jurídico existe la del fact finding, en inglés, que consiste en establecer los hechos, en tratar de determinar cómo fueron los hechos. Recuerden que un precepto del grande Cesare Beccaria, fundador del derecho penal, en su famoso libro escrito en 1764 Dei delitti e delle pene [De los delitos y de las penas], una magna obra que se lee en dos horas, dice: la primera tarea, la primera obligación del juez es establecer la verdad, averiguar la verdad, ¿Cómo hace para averiguar la verdad? Pues debe tener en cuenta no solamente los testimonios de la acusación y de la defensa. Muchas veces estos testimonios no son suficientes, porque se contradicen mutuamente ¿Qué hacer entonces? Se trata de una pregunta que me ha formulado algún juez canadiense: “¿Qué hacemos en estos casos?” Les digo, que en ellos van a tener que encomendar a alguien una investigación independiente -y no se la encomienden a la policía, porque los policías no están entrenados como científicos, por lo que van a tener que encomendársela a un sociólogo, a un psicólogo, a un asistente social, etc. para que él recabe los datos necesarios.
También ha sucedido que me pregunten: ¿Podemos hacer uso de la intuición? Decimos: me parece o tengo la intuición de que fulano es culpable o que es inocente. ¡No! De ninguna manera. Una persona, un acusado puede comportarse como si fuera culpable, porque está apabullado por las acusaciones injustas que le han hecho y puede confesarse responsable, pero no por eso se le va a declarar culpable. No, eso no demuestra mucho. La intuición puede darles a lo sumo una pista. Pero después habrá que seguirla hasta encontrar la verdad. Una sanción que se funda sobre una falsedad es una sanción injusta.
En otras palabras, la justicia depende críticamente de la verdad. Una persona o un filósofo que sostenga que la verdad es inalcanzable, como lo sostienen los actuales relativistas y constructivistas, no puede, a la vez, ser justo, no puede promover la causa de la justicia, ya que no hay justicia sin verdad.
Pero no basta conocer la verdad, sino que también hay que ajustarse a ciertas normas morales. A veces es preciso, contra lo que decía Kant, decir algunas mentiras blandas, blancas, mentirosas como las llamaba mi padre, para salvar la vida de una persona, o para salvar la tranquilidad de su conciencia, mentiras que no perjudiquen a otros; pero, en el Tribunal, tiene que reinar la verdad para que pueda reinar la justicia.
La filosofía del derecho y la jurisprudencia hacen uso de la lógica y de los valores, de modo que se puede decir que la filosofía del derecho está en la intersección entre la lógica y la ética. Es decir, que al jurisconsulto le interesan ciertos principios morales, y desde luego esos principios cambian con las sociedades, aunque también haya ciertos principios morales universales. Todos apreciamos o debiéramos respetar la vida, todos apreciamos o debiéramos respetar la lealtad, la reciprocidad, la preocupación por el prójimo, etc. De modo que un jurisconsulto que dijera, como Gustav Radbruch, el famoso positivista jurídico, Gesetz ist Gesetz [la ley es la ley], con lo que naturalmente repetía el viejo dicho romano dura lex, sed lex [la ley es dura, pero es la ley], ¿nos obligaría al cumplimiento de la ley? Yo creo que no, creo que en una democracia tenemos el derecho y el deber de combatir las malas leyes, y, precisamente, el progreso del Derecho en los países democráticos, a partir del siglo XVIII, ha consistido en gran parte en esa crítica social que se ha hecho a leyes injustas. Recuerden ustedes que hasta hace dos siglos se colgaba en Inglaterra a un ladrón; o si no se lo condenaba a una pena aún peor: se lo mandaba a Australia; y muchos decían: “¡no, por favor cuélguenme!, porque no puedo aguantar la mera idea de que me deporten a Australia”.
En todo caso hoy ya no se cuelga a la gente, ya no se ajusticia a los ladrones, lo que demuestra que ha habido un progreso jurídico, que es el resultado del progreso político, de la democratización y de un progreso moral: de la llamada suavización de las costumbres. Somos menos duros hoy en día. Y esto nos lleva a la relación que existe, o puede existir, entre la norma y la verdad, entre una norma que dice cómo proceder o cómo se debe proceder, y un enunciado que dice cómo son las cosas.
A partir de Hume, los positivistas han insistido en la diferencia enorme que hay entre los enunciados de hecho y los enunciados de deber. Es verdad que son diferentes. Desde luego, si yo digo: hay injusticia en este mundo, obviamente de aquí no sale la norma de que no debiera haber injusticia. Pero, aunque exista diferencia entre el enunciado de un hecho y el enunciado de una norma, esa diferencia no es infranqueable. Pasamos de uno al otro, como se ve, por ejemplo, de que al considerar la situación de la inmensa miseria existente decimos: ‘debes o debieras ejercer la caridad”, etc.
Lo anterior quiere decir que la norma nos conduce a una acción que podemos expresar, representar, mediante la oración: ‘fulano de tal hizo un acto de justicia o de caridad”, o de lo que fuere. Entonces esa diferencia que hay entre una norma y un enunciado puramente declarativo es una diferencia sí, pero no un abismo, pues ambos están relacionados entre sí.Más aún, las reglas –sean las jurídicas, las del ingeniero o las del administrador de empresas o de cualquier otra sociotécnica–, debieran fundarse sobre leyes, en el sentido de leyes naturales o de leyes a las que satisfacen las cosas artificiales que nosotros creamos.
Por ejemplo, los sistemas sociales que creamos, son todos artificiales, con excepción de la familia, único sistema social natural, aun cuando está sujeto desde luego a una cantidad de restricciones puramente artificiales y que cambian con las sociedades y en el curso del tiempo, etc. En todo caso, el problema que se le presenta al jurisconsulto moderno, al que no separa el derecho de la sociología, de la politología, de la economía, sino que lo concibe como una sociotécnica fundada sobre la psicología, la sociología, la economía y la politología, el problema es éste: ¿cómo se fundamentan las normas jurídicas?
Esa fundamentación, si recurrimos a la comparación con las reglas técnicas que usa el ingeniero debiera ser científica, es decir, que cada norma debiera fundamentarse sobre leyes, y, en el caso de las normas sociotécnicas, no solamente sobre ellas sino también sobre preceptos morales, por ejemplo sobre el precepto de la reciprocidad, el precepto de la lealtad, el de que la cooperación siempre es necesaria aunque no siempre sea suficiente, etc. Este precisamente es el punto de vista de la sociología jurídica, el punto de vista sostenido por la escuela realista del derecho al que me referí antes, y que ha florecido particularmente en Escandinavia y en los Estados Unidos.
El filósofo puede meterse, digamos así, con el jurisconsulto, cuando éste habla por ejemplo de la probabilidad de que el acusado sea culpable o inocente. Cualquier filósofo que haya pensado sobre el concepto de probabilidad se da cuenta que ese uso de la palabra ‘probabilidad’ es totalmente injustificado en este caso. ¿Por qué? Porque los hechos de que se ocupa el derecho no son hechos aleatorios, no son hechos casuales. Puede haber, sí, y los hay, accidentes, coincidencias, etc., pero éstas no obedecen al cálculo de probabilidades. No es posible asignar una probabilidad a una proposición y, menos aún, a una proposición del tipo de las que utiliza o enuncia un abogado o un juez.
Consideremos, por ejemplo, la probabilidad de que un asesino reincida. No hay manera de asignarle ninguna probabilidad a una proposición a este respecto; sería lo mismo que asignarle un área, una temperatura, una presión o una energía. No tiene el menor sentido, es un disparate. Insisto en esto, porque hay una escuela norteamericana que desgraciadamente está ganando prestigio, la New Evidence School, que defiende este punto de vista. Tenemos el famoso Teorema de Condorcet, según el cual a medida que aumenta el número de los jurados de un Jury, aumenta la probabilidad de que el veredicto sea justo. Este punto de vista es en mi opinión insostenible. La noción misma de probabilidad de un veredicto justo carece de sentido. Se puede hablar de su plausibilidad, que es algo completamente diferente y que no ha sido cuantificado. No sé si se podrá cuantificar alguna vez, pero de hecho no ha sido cuantificada.
En todo caso se puede usar la noción de plausibilidad, como cuando decimos que una hipótesis es plausible; por ejemplo, que Ticio haya podido matar o no a Cayo, es una hipótesis plausible o no, a la luz de un cierto cuerpo de datos empíricos; pero hablar de probabilidad e intentar aplicar el cálculo de probabilidades en este caso es un error particularmente grave. Criticar este uso indebido de la palabra “probabilidad” en este caso, es una de las tareas críticas que le caben al epistemólogo.
Lo mismo se podría objetar si un jurista empezara a hablar, por ejemplo, de la relación existente entre la presión ejercida sobre un acusado y el volumen de éste o algo así, y si se tratara de aplicar la ley de los gases. Esto sería un evidente absurdo.
4. La lógica del derecho: el razonamiento práctico
El abogado o el jurisconsulto usan la lógica ordinaria, pero cuando se trata de normas o cuando se trata de juicios de valor, yo creo que además utilizan el llamado silogismo práctico o el razonamiento práctico.
Yo he distinguido a este respecto dos modalidades, dos reglas de inferencia no lógica sino axiológica. La axiología se ocupa como ustedes saben de los valores. Las reglas de inferencia axiológica que he distinguido son dos. La primera es el modus volens. Tomemos una ley, en el sentido de las leyes naturales o de las leyes sociales, no de una ley sancionada por el Congreso. Decimos: si ocurre A, entonces también sucede B.
A → B
Después hay un juicio de valor, que dice que B es bueno, o conveniente, o al menos que es mejor que A.
B es bueno ó B > A
¿Qué se sigue de aquí? Lógicamente nada se sigue. En cambio, según el modus volens, de ambas proposiciones, o sea “Si A, entonces B”, y “B es bueno”, se sigue la norma “Haz A”.
Así como tenemos el modus volens, tenemos lo que llamamos el modus nolens –no hay como adquirir prestigio en derecho y en otras ramas, si no usando latinajos, entonces cualquiera puede pasar por sabio empleándolos. Y ese es el recurso del que me estoy sirviendo en este momento–. El modus nolens es paralelo: tenemos una ley según la cual: Si A ocurre o si se hace A, entones tiene A la consecuencia B. Además formamos el juicio de valor según el cual B es malo o injusto. ¿Qué se sigue? Se obtiene la norma: “No hagas A, si no quieres obtener la consecuencia indeseable B”. Esta no es una inferencia lógica, repito, sino una pauta de inferencia axiológica.
Este enfoque del llamado razonamiento práctico, es diferente del enfoque corriente, en particular del iniciado por Georg Henrik von Wright y otros. En realidad, el primero en hablar de razonamientos prácticos fue Aristóteles, pero el primero en intentar formalizarlos fue von Wright hace unos 40 años.
5. Derecho y moral
Ahora voy a pasar muy rápidamente a otro tema: ¿cuál es la relación existente entre la ley y la moral? Hay en principio varias relaciones posibles entre derecho y moral. Una posición al respecto es la del positivismo lógico. Este movimiento no tiene nada que ver con el positivismo filosófico, o tiene muy poco que ver con el positivismo que no es el lógico, entre otras cosas porque Kelsen no sabía, según me dice Eugenio Bulygin, ni una palabra de lógica moderna. Y nos lo confirma aquí, con la autoridad que tiene sobre el tema, Francisco Miró Quesada. Eso me libra de tener que probarlo. Según Kelsen la moral y el derecho son totalmente disjuntos, no tienen nada que ver el uno con el otro, la ley es la ley, y hay que ajustarse a ella. La representación gráfica de esta posición es la siguiente:
Una vez le pregunté a un positivista jurídico, Carlos Cossio, el famoso jurisconsulto y profesor de filosofía del derecho de la ciudad de Buenos Aires: “¿no cree usted que haya leyes injustas?”. “No” –me respondió–, “porque la justicia está definida por la ley. Justo es aquello que se sujeta a la ley”. Lo que es una monstruosidad moral y una monstruosidad política, porque la ley es una creación humana, un artefacto, algo artificial que, como toda creación humana, puede ser imperfecta. Este es entonces elpunto de vista del positivismo lógico.
Una segunda posición es la del legalismo que sostiene: “La moral debe someterse a la ley”. No sé si haya representantes de esa escuela. Me parece muy curiosa, pero en todo caso no la voy a tener en cuenta. Su representación gráfica sería:
Una tercera posición es la del moralismo que es una escuela idealista –digamos, en el sentido moral–, que pretende que la ley se sujete a los preceptos morales. La representación gráfica de esta tercera posición es la siguiente:
Esta posición es algo irrealista, porque la ley debe tener en cuenta las restricciones sociales, debe tener en cuenta intereses que muchas veces no son morales, la ley debe intentar resolver conflictos de intereses, etc.
Y, finalmente, hay una cuarta posición que es la que yo defiendo según la cual hay una intersección parcial, un solapamiento parcial entre el derecho y la moral, como se ve en esta representación gráfica:
A esta zona sombreada común a derecho y moral la llamo nomoética: la disciplina que se ocupa de estudiar los fundamentos morales –o la ausencia de fundamentos morales– de la jurisprudencia.
Es bastante obvio que distintas filosofías morales van a inspirar actitudes diferentes frente al derecho. Por ejemplo, el deontologismo de tipo kantiano que sostiene: “Cumple con tu deber, haciendo casi completa abstracción de los derechos”, conduce naturalmente al legalismo, a respetar la ley, al dura lex, sed lex o al Gesetz ist Gesetz, es decir, al conformismo jurídico.
En cambio, el utilitarismo se va al otro extremo. Esta posición afirma: “Aceptemos solamente las leyes cuya aplicación dé alguna utilidad práctica, dejando de lado lo que se llama el daño moral”. Pues bien, yo encuentro que hay muchos daños que no pueden evaluarse, a los que no se les puede poner un precio, de modo que el utilitarismo no da una utilidad determinada. Por ejemplo, a la maledicencia, al ‘libel’ en inglés –el libelo o la calumnia–, no se le puede poner precio en Estados Unidos, aunque a veces los Tribunales ponen multas de un millón de dólares, etc. en estos casos. Son daños morales. Pero, en todo caso, el utilitarismo ha tenido creo yo una influencia muy favorable sobre la evolución del derecho, suavizando las costumbres.
En cambio, yo encuentro que el deontologismo ha reforzado la idea según la cual hay derechos sin deberes. No obstante, el utilitarismo va a tener o tiene un aspecto negativo, y es que al subrayar o exagerar la importancia de los derechos, minimiza la importancia de los deberes. Y un teorema de mi sistema de ética es que a todo deber le corresponde un derecho y a todo derecho un deber. Incluso si yo tengo un deber de hacer algo, debo tener el derecho o la libertad de poder hacer aquello que debo hacer.
Además, hay principios que son tanto morales como legales, que están en esa intersección a la que llamo la nomoética. Así, por ejemplo, el peso de probar la culpabilidad de un acusado recae sobre la acusación, sobre el acusador. O tenemos otro ejemplo en el principio de que no hay delito sin ley, y en el de que no hay o no debe haber castigo sin delito. Estos son principios, viejos principios metalegales, principios que norman la construcción, el diseño de normas legales, metanormas. Y un tercer ejemplo es que solamente los agentes morales, es decir, gente consciente, puede ser sometida a juicio; no se puede someter a un juicio a las hormigas, aunque en la Edad Media hubo famosos juicios a las hormigas y a otros animales.
Hace poco en Canadá hubo alguien que tomó la defensa de los árboles frente a las personas que los talaban o los querían talar. Pues bien, lo que tenemos que hacer si queremos evitar una tala de bosques es acusar, llevar a los Tribunales a quienes talan bosques sin replantarlos; pero un árbol no puede estar representado, el árbol no tiene derechos, ni tiene deberes; no es un agente moral, simplemente.
En todo caso, a diferencia de lo que sostienen los positivistas legales, yo defiendo la tesis de que hay un solapamiento parcial entre el derecho y la moral. Por ello, creo que es deseable que interactúen ambos activamente, y que se debata en los Tribunales, en las Cortes de Justicia, sobre los principios morales y cómo ellos tienen relevancia o pertinencia, o no, con respecto a los principios jurídicos. O que se muestre abiertamente que las normas judiciales son inmorales etc. –lo habitual es que se dé por sentado ciertos valores en lugar de examinárselos, que se dé por sentadas ciertas normas morales en lugar de examinárselas, cuando muy bien puede ocurrir que los valores a los que se recurre no sean tales y que las normas no sean justas, etc.
Un ejemplo. Existe toda una escuela de jurisprudencia feminista. Las feministas académicas son muy diferentes a las políticas. Hay que distinguir el feminismo como un movimiento político de emancipación de la mujer, contra la discriminación sexual etc., que es muy respetable, del feminismo académico. Yo confieso que doy mi plena aprobación al feminismo político. Pero a su lado, hay un feminismo académico, que no sé si ha llegado aquí, que es una verdadera industria existente en Norteamérica, una industria muy próspera que tiene varias ramas que se llaman filosofía feminista, jurisprudencia feminista, terapia feminista, etc., feminismo con el que no estoy de acuerdo.
Hay en todo caso dos famosas juristas feministas, Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin que sostienen, por ejemplo, que la pornografía debiera prohibirse por generar discriminación y violencia contra las mujeres. Esta es una afirmación empírica, de hecho, y debemos averiguar si en efecto la pornografía aumenta la violencia contra las mujeres, las violaciones, la discriminación etc. Sin embargo, no hay la menor prueba empírica de que así sea. Además hay un principio jurídico o metajurídico bastante obvio que es el siguiente: la ley debe castigar a quien daña, no a quien ofende. Por ejemplo, la blasfemia religiosa en un Estado secular no es castigable. Esto no quiere decir que tengamos la libertad de blasfemar cuando se nos ocurra, porque podemos lastimar gratuitamente, innecesariamente, a gente religiosa; pero no es ni debiera ser punible o sancionable la blasfemia religiosa como tampoco la pornografía. Es decir, una norma tanto moral como jurídica tiene que estar fundada sobre los hechos. Lo que se castiga es el daño, pero no la ofensa. Si alguien nos dice: “eres un estúpido”, podemos punirlo a lo sumo dándole una trompada, pero difícilmente recurriremos a los Tribunales, manifestando: “Señor juez, esta persona me ha llamado estúpido”. Y no lo haremos porque en este caso habría que averiguar primero los hechos, lo que podría no resultar muy conveniente para el acusador.
6. Razonamiento jurídico y razonamiento científico
Como el tiempo apremia, voy a tratar muy rápido del razonamiento jurídico, del que se ha dicho que es muy diferente del razonamiento científico. Yo creo que no, yo tomo partido una vez más por Cesare Beccaria,quien, en 1764, sin decirlo explícitamente, esbozó de manera esquemática la tesis de que el razonamiento jurídico es paralelo al razonamiento científico. Lo que ocurre es que en la ley o en el derecho tenemos no solamente normas, leyes, sino que tenemos además principios legales de altísimo nivel, como aquel que mencioné ya, que no hay delito sin ley; o este otro, también muy corriente, que no se deben sancionarse leyes con efecto retroactivo, que tiene un fundamento moral, desde luego. O si no este otro: lex iniusta non est lex, contra los positivistas jurídicos. La ley injusta no es ley, o no es forzoso acatarla. Y además hay principios puramente ideológicos, tales como “El derecho de propiedad es sagrado”. O este otro: “El derecho de propiedad solamente puede infringiese, puede limitarse, en interés público”, que sería, digamos, una norma aceptable para John Rawls.
7. El imperio de la ley
Bueno, quiero terminar con algunas reflexiones acerca del poder de la ley. Los legisladores, jurisconsultos y filósofos legales tienden a creer que la ley es omnipotente, que ella no solamente regula sino que también impera. Por ejemplo, Ronald Dworkin, quien en un libro famoso del año 1986 titulado Law’s Empire, El imperio de la ley, dice lo siguiente, cito: “Vivimos dentro de la ley y por la ley, la ley nos hace lo que somos, nos hace ciudadanos y empleados, y médicos y esposos y gente que posee cosas.” (Londres: Fontana, 1991: vii). Fin de la cita. Esta es una versión particular de la idea o del principio idealista según el cual las ideas dominan al mundo. Pero además de ser un error filosófico, creo que es un error político y es bastante peligroso, porque nos lleva muy cerca del totalitarismo.
En primer lugar, el principio es falso. La ley no nos da la vida, la ley no nos da las habilidades que podamos tener, la ley no nos da amor, la ley no nos da odio, la ley no nos da propiedad, ni siquiera incentivos, sino que solamente regula la conducta social a veces para bien, otras veces para mal.
En segundo lugar, la ley es o debiera ser totalmente indiferente frente a todo comportamiento que no sea ni prosocial, ni antisocial: si yo me rasco la cabeza ése no es un comportamiento prosocial; es antisocial si tengo mucha caspa, y si la distribuyo entre mis vecinos, peor todavía. ¿Se acuerdan de aquel famoso político brasileño que para hacerse popular siempre andaba cargado de caspa y estaba vestido permanentemente en forma andrajosa, para ser tomado como una persona del pueblo? Bueno ése sí es comportamiento antisocial.
En tercer lugar, la ley no siempre interviene en la regulación de disputas de conflictos de intereses. La verdad es que la mayor parte de los conflictos de intereses los resolvemos en la vida diaria sin acudir a los tribunales, para nada. Eso ocurre particularmente en el campo, donde no hay tribunales, o están lejos, de modo que la gente no tiene más remedio que arreglárselas discutiendo y llegando así a un acuerdo. Entonces, la ley no siempre se mete en nuestras vidas. Más aún, es deseable que no se inmiscuya, que exista una esfera privada, que la ley no ingrese a nuestro dormitorio, que no invada nuestros cerebros, etc. Esto va contra la doctrina fascista expuesta por Giovanni Gentile, el único filósofo que tuvo el fascismo, quien fue Ministro de Educación de Mussolini. Para Gentile no existe la esfera privada, sino que todo es público, todos nuestros actos son públicos. Esto es monstruoso; es decir, es admitir que el Estado tiene el derecho de meterse en todo. Pues no, debemos luchar contra esto, debemos luchar por el derecho a la intimidad, por nuestro derecho a tomar iniciativas, y no tenemos solamente el deber de obedecer la ley. Pero ni siquiera la legislación social más avanzada puede cambiar por sí misma la sociedad. La legislación avanzada solamente será eficaz si va acompañada de otras medidas, de medidas de tipo social, económico, etc. Tomemos este caso: el Congreso de un país del Tercer Mundo aprueba una ley por la cual se prohibe el trabajo de menores de 14 años, lo que es muy humano, etc.; pero, de hecho, condena a una cantidad de chicos al hambre, o los condena a trabajar en negocios ilegales, en negocios protegidos –digamos– de la vista del público. O tomemos este otro caso: el divorcio demasiado fácil o divorcio sin compensación en favor del cónyuge menos aventajado. En este caso, el divorcio puede ser desastroso, para –pongámoslo así– una mujer, un ama de casa, que no tenga la capacidad de ganarse la vida. Lo que esto significa es que la ley tiene que distinguir y hacer el divorcio fácil para los matrimonios que no tienen remedio, mal avenidos, o que no tienen modo como dicen los mexicanos. Pero si el marido tiene medios superiores a la esposa y ella no tiene la capacidad de ganarse la vida, yo encuentro que debería dificultarse legalmente los trámites del divorcio, o que la ley debiera fijar que el esposo tiene el deber de proteger a su ex-cónyuge y seguirle pasando alimentos después de la separación.
Existe una estadística y una controversia muy interesante en los Estados Unidos, una discusión que yo encuentro muy actual y que acabo de leer en Footnote, que es el boletín de la American Sociological Association. En el año 1984, o algo así, apareció un libro que sacó mucha roncha, que tuvo un impacto muy grande sobre las leyes de divorcio en los Estados Unidos, de una socióloga, Weinberg, que sostuvo sobre la base de ciertas estadísticas que, en el caso de divorcio, los ingresos de la mujer bajaban un 40% y los ingresos del varón subían en un 20%, o algo así. Investigaciones posteriores, hechas el año pasado, han mostrado que esto no es cierto, que sí hay diferencia pero que no es tan grande: se trata de una baja de los ingresos de la mujer en un 20% y de un aumento del 10% del de los del marido. De todas maneras vemos que, efectivamente, una mujer que no tenga oficio u ocupación está en posición de desventaja y que queda a la merced entonces de la caridad pública. Por lo tanto, para casos como éstos antes de promover, de apoyar, o de rechazar una ley que parezca progresista, fijémonos en las consecuencias sociales que tiene el cumplimiento de esa ley.
Dicho sea de paso yo soy divorcista, soy partidario del divorcio, pero también naturalmente de la protección de la gente menos protegida. En estos casos, pienso que no hay que tener en cuenta sólo los principios sino también los efectos sociales de las leyes, pues algunas tienen efectos sociales perversos, como se dice; por ejemplo, una ley que prohíba el trabajo de menores puede tener el efecto indeseado e inesperado –o sea no deseado ni esperado por el legislador– de condenar al hambre a los chicos o a que trabajen en situaciones peores a las previas a la ley para burlar la prohibición. Estos casos son utilizados como un argumento por los conservadores para oponerse a toda legislación social. Esto, naturalmente, es especioso, es sofístico. Lo que debiera hacerse es lo siguiente: debiera haber paquetes de leyes, no leyes aisladas. Las leyes no debieran enjuiciarse, ni promulgarse de manera parcial una por una, sino que debiera haber paquetes de legislación. Por ejemplo: si se prohíbe el trabajo de menores también es necesario que el legislador tome medidas previsoras para aquellos chicos que necesitan trabajar para subsistir, o para ayudar a sus padres incapacitados, etc., es decir que les pasen una pensión o se adopte alguna medida semejante. No es permisible, en otras palabras, que el legislador, el jurisconsulto y el abogado, ignoren las condiciones sociales. El Derecho no es omnipotente, el imperio de la ley no es sino una ilusión de Dworkin y de los demás idealistas jurídicos. La ley puede iniciar, parar, entorpecer los procesos sociales, puede cambiarles el rumbo, puede acelerarlos o detenerlos, etc. Pero la ley no es suficiente, la legislación no basta para conducir a la sociedad. En otras palabras, el imperio de la ley es puramente imaginario.
8. Consideración final
Concluyo. La legislación y el estudio de la ley pueden considerarse como una sociotécnica, en un pie de igualdad con la administración de empresas, con la educación, con la macroeconomía normativa, con el urbanismo, con la epidemiología normativa, la que se ocupa de tomar medidas para impedir la propagación de una plaga, etc. Es decir, que es una técnica que, si es moderna, será fundada sobre la ciencia.
Por ejemplo, la criminología. Desde el siglo pasado se propuso que se fundara sobre la psicología y hasta se llegó a la exageración de creer con Lombroso que debía basarse en la genética, lo que, por supuesto, es monstruoso: no se nace criminal, sino que uno se hace criminal. Pero la criminología sí debe estar ligada al estudio empírico, al estudio científico del delito. Por ejemplo, sabemos que últimamente una cantidad de observadores de la escena social norteamericana se ha asombrado de que la delictuosidad haya decaído en los Estados Unidos en forma notable: en el curso de los cuatro últimos años, la criminalidad y el robo han decaído en un 20%, a pesar de que al mismo ritmo ha ido aumentando la aprehensión del público, su percepción de estos actos. Es decir, que la gente está cada vez más preocupada, cuando, de hecho, está disminuyendo la criminalidad o delictuosidad. ¿Por qué? se preguntan, y no saben la razón cuando dicen: “Ah, simplemente porque han puesto más policías”. No, el motivo es diferente y ha sido estudiado hace muchos años por los sociólogos. Y es éste: la criminalidad está asociada con la desocupación. Un desocupado, una persona que no tiene ocupación no tiene más remedio que robar para poder comer o dar de comer a su familia. Al disminuir la desocupación, disminuye el delito. Más aún, se sabe que la relación es lineal, por lo menos en una primera aproximación. Es decir, que la criminalidad sube, asciende en forma rectilíneo con el aumento del desempleo, de la desocupación; y baja, linealmente también, al incrementarse la ocupación. Esto es un hecho, un dato sociológico muy importante para el legislador. El legislador en lugar de ocuparse solamente de penalizar la criminalidad, debiera aunarse junto con otra gente, con otros especialistas, para impedir la criminalidad. La criminalidad no se impide aumentando el número de policías. Por ejemplo, se dice que la pena de muerte tiene un efecto disuasivo, que hace desistir a los posibles criminales. Las estadísticas muestran que no es así, que la pena de muerte no disminuye los asesinatos en todos los casos. Algunas personas sí son inhibidas; pero otras, por el contrario, son impulsadas a asesinar. ¿A quiénes? A los testigos. Si yo sé que por asaltar un banco o por matar a una persona me van a mandar a la silla eléctrica, entonces voy a matar a todos los posibles testigos. En lugar de cometer un asesinato voy a cometer media docena. De hecho, entonces se ha mostrado estadísticamente hace muchos años que la pena de muerte no es disuasiva. Lo que disuade es otra cosa: la educación, la posesión de habilidades capaces para resolver los conflictos de manera pacífica y, sobre todo, la capacidad de ganarse la vida de manera honesta.
En todo caso, en resumen, la sociedad no puede progresar sin leyes y sin reformas legales, pero tampoco puede hacerlo al impulso exclusivo de la reforma legal. La reforma legal debe ser solamente un aspecto de una reforma social multidimensional. Con una reforma social, económica, política y cultural, la reforma de la legislación es eficaz; pero no lo es sin ellas.
Notas
* Isonomía agradece a Mario Bunge y David Sobrevilla (editor), la autorización para publicar este trabajo que aparececió por primera vez en el fondo editorial de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres, Lima, 1996.