La intransigencia en el tiempo de los derechos*
La intransigencia en el tiempo de los derechos*
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 13, 2000, pp. 139 -157
Las reflexiones que propongo giran en torno a las siguientes interrogantes: a) ¿Qué cosa significa analíticamente “intransigencia”? b) ¿Con quiénes y respecto a qué cosas tenemos hoy el deber de ser intransigentes?, ¿existe algún criterio sólido para identificar aquello sobre lo cual no se debe “transigir”? c) ¿Qué cosa significa concretamente “intransigencia”?, ¿cuáles actitudes y comportamientos prácticos adoptará la persona intransigente hacia aquellas acciones, personas o instituciones respecto de las cuales ha establecido, con base en un determinado criterio, que no puede transigir?
Literalmente “intransigencia” es la actitud firme y rigurosa, o incluso rígida, de quién no está dispuesto a hacer concesiones, a ceder a compromisos, componendas o “transacciones” porque, o mejor aún, en la medida en que considera una determinada cosa –un principio, una norma, un valor, un bien- como irrenunciable. Puede decirse intransigente sólo quién esta convencido de que una determinada cosa no es negociable, no puede ser objeto de transacciones, y está dispuesto a defender con rigor inflexible la dignidad integral de lo que no tiene precio. En un mundo inundado por la aquiescencia de frente a la “transacción absoluta” (el mercado global) y en el que se difunde la apología acrítica de la “flexibilidad”, el intransigente tiene una vida difícil. No obstante, como tal no cede y no desiste. Diría que la máxima del intransigente es la opuesta a la del liberal-mercantilista: ne pas laisser faire, ne pas laisser passer. No tolerar lo intolerable. Pero en el estado de confusión moral producido por los propios procesos de globalización, el intransigente tendrá que defenderse, incluso, de la acusación –frecuentemente esgrimida como pretexto– de ser intolerante. Cosa no fácil en un clima cultural invadido por las retóricas de la tolerancia, que son formas de mala conciencia de la aldea global. Frente a las mismas considero sumamente oportuno un tentativo de redefinición del concepto de tolerancia y de los conceptos opuestos y afines al mismo 1 .
I. Una primera orientación la podemos obtener de la historia del concepto y, antes que nada, de la palabra. El término latino tolerantia, tal como se encuentra en Cicerón y en Séneca, implica la idea del aguantar y del sufrir, del padecimiento y, al mismo tiempo, la idea de la paciencia y de la resignación. El verbo tolerare también indica la capacidad de soportar, por ejemplo el dolor y las fatigas, y por lo mismo, asume en muchos contextos el significado de sostener, de resistir e incluso de aliviar (los sufrimientos de los demás). El acto de tolerare resulta, entonces, de por sí penoso y aquello que se tolera se presenta como algo gravoso, como algo negativo en sí mismo o en eso se convierte al ser el objeto del tolerare –al grado que algunos estudiosos sostienen que el verbo deriva de un hipotético sustantivo arcaico tolus, que habría tenido originalmente el significado de peso–.
Todas estas variantes de significado, asociadas a la negatividad o gravedad de una situación, de un evento, de una experiencia, de un dato de hecho, reaparecen en muchos usos comunes del verbo italiano “tollerare” y de los correspondientes en las lenguas neolatinas. Frecuentemente, si bien no siempre, estos significados negativos del objeto del tolerar (tolerado) son acompañados de una implícita valoración positiva del acto de tolerar y del sujeto que tolera: valoración positiva, de hecho, de la capacidad de soportar y de resistir lo negativo. Punto de partida y tema recurrente de las siguientes consideraciones sobre la noción de tolerancia es, precisamente, esta tensión, esta doble valoración: negativa por lo que hace al objeto tolerado, positiva en cuanto al sujeto; una duplicidad que, a primera vista, puede parecer tanto obvia como paradójica 2 .
Una tensión análoga entre ponderaciones opuestas, pero quizá más inasible, menos claramente definida, se encuentra presente de hecho en las dos familias de significados de la noción de “tolerancia”. Tanto en aquella específica que se ha afirmado y ha evolucionado en el campo de la experiencia y de la reflexión política moderna, como en aquella genérica y común que hace referencia a diversos aspectos de la experiencia cotidiana. Parto de un caso banal, recurrente en mi propia experiencia: la tolerancia que el director de una revista está dispuesto a otorgar a un autor en relación con los plazos establecidos para la entrega de un ensayo representa para él mismo algo gravoso, pero se valora como un beneficio desde la perspectiva del autor y, más en general, se considera como la expresión de una actitud positiva por sí misma y por sus consecuencias (por la buena calidad de las relaciones humanas y por el logro mismo de la empresa). Obviamente, dentro de ciertos límites: aquello que llamamos precisamente límites de tolerancia, más allá de los cuales el valor positivo de la tolerancia se extingue, y la tolerancia misma se desvanece.
Así pues, en la generalidad (o casi) de sus usos comunes, la noción de tolerancia se refiere a una cierta diferencia, a una divergencia o a una desviación que se está dispuesto a admitir y a soportar en relación con una regla establecida o con un principio que se considera conveniente, apropiado, recto, justo por naturaleza o por convención: el aspecto negativo de la tolerancia consiste, precisamente, en la existencia misma de esta divergencia. No obstante, la divergencia o desviación no pueden ser tan amplios que terminen por vanalizar la regla o por prejuzgar la validez del principio; todo lo contrario, su forma debe ser tal que permitan la eficacia y la realización práctica del principio o de la regla o, en su caso, el logro del objetivo final: el aspecto positivo de la tolerancia consiste en esta limitación de la divergencia. En ciertos usos técnicos, por ejemplo, relacionados con la precisión de instrumentos mecánicos o ópticos, “tolerancia” indica justamente la amplitud máxima de la desviación admisible respecto a lo que se solicita o considera correcto: y tal amplitud no puede ser más que contenida
También la noción específica de tolerancia, elaborada por la reflexión política moderna en relación con un cierto orden de cuestiones, revela un análogo núcleo de sentido atravesado por ciertas tensiones. En los usos más próximos al lenguaje común esta noción indica una actitud no-negativa, que puede ser de no-rechazo, no-cerrazón, no-hostilidad; o también positiva de respeto y de diálogo, que puede ser asumida por un sujeto de frente a las opiniones y convicciones o a las formas de vida y de comportamiento de otros sujetos, las cuales pueden parecer divergentes o contrastantes con aquellas que el sujeto tolerante (es decir; el sujeto que asume la actitud de la tolerancia) considera rectas o “justas”. Mientras que el que se considera el lado positivo y virtuoso de la tolerancia se expresa en la disposición a la apertura y a la flexibilidad propia de la actitud del sujeto tolerante; el lado negativo y gravoso se expresa en la aceptación de la efectiva divergencia entre el objeto tolerado y aquello que se considera (a titulo variado) “justo”: como si la virtud de la tolerancia consistiera en el dejar existir, o incluso, en el promover, vicios u horrores a veces peligrosos.
Lo anterior sugiere observar que mientras un sujeto considere creencias, comportamientos, estilos de vida de otro solamente como diferentes de los propios, pero no los conciba como contrastantes con aquello que retiene “justo”; es decir, mientras los considere axiológicamente indiferentes para él –como una diferencia que no hace diferencia–, una eventual actitud abierta y curiosa, o de interés y de interacción positiva no debería ser calificada como tolerancia. Debería, de hecho, incluirse en categorías mucho más generales como simpatía, o fraternidad o solidaridad. Con esto no quiero necesariamente sostener que las categorías de solidaridad y fraternidad no deban entrar en (o contrasten con) una redefinición aceptable de la noción de tolerancia; pero las versiones retóricas o ingenuamente apologéticas de la tolerancia que tienden a reducirla, sin más, a fraternidad o solidaridad con los “diferentes” son inaceptables porque ocultan el lado problemático, la dimensión negativa de la tolerancia. Y quizá son también peligrosas: las retóricas de la tolerancia tienden, conscientemente o no, a esconder o a poner entre paréntesis que no se puede –no en el sentido que sea ilícito, sino en el sentido de que es contradictorio– tolerar todo y a cualquiera; que la tolerancia por naturaleza (estaba por decir: por definición) tiene límites.
En sus versiones apologéticas y frecuentemente acríticas, la idea de tolerancia se desliza hacia aquello que propongo llamar transigencia y que se podría redefinir como la tendencia o disposición general (respecto de cualquiera) a conceder límites de tolerancia muy amplios en cada ámbito de la experiencia o del comportamiento y a ampliarlos indefinidamente o a estirarlos hasta hacerlos nulos o inoperantes. En forma simétrica podemos redefinir la intransigencia como la disposición a no conceder (a alguno) márgenes de tolerancia respecto a ciertas normas o a algunos principios determinados, o como la disposición a fijar límites estrechos y rígidos, no ampliables, para su aplicación y a exigir su riguroso respeto. Pero como la tolerancia no es transigencia (y viceversa), tampoco la intransigencia es de por sí intolerancia. Tal vez se podría redefinir la intolerancia como el rechazo a admitir alternativas o distanciamientos con respecto a una determinada concepción de la vida globalmente considerada: como una especie de intransigencia absoluta, la cual se acompaña con la creencia en la validez de un único modelo que se pretende permee a todo el sistema de las manifestaciones de la vida. La intolerancia es tendencialmente totalizante y absoluta: es una característica del fanático. La intransigencia, por el contrario, es parcial y relativa: intentaré demostrar que debe ser considerada como una característica propia del tolerante. La intransigencia, una determinada intransigencia, surge de aquella sensación de lo intolerable –la percepción de que existe algo intolerable– que esta constitutivamente conectada a la adopción de la tolerancia como valor. Me parece, si interpreto bien el significado de una famosa afirmación irónica, que así es como la entiende Bobbio. En el prefacio de aquél extraordinario manual de tolerancia que es la recopilación de retratos y testimonianzas titulada por Bobbio Italia Civile 3 , se lee: “Las personas sobre las que me he ocupado son diferentes entre ellas por profesión de fe, concepción filosófica, actitud política. De la observación de la irreductibilidad de las creencias últimas he obtenido la lección más grande de mi vida: he aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cada conciencia, a entender antes de discutir, a discutir antes de condenar”. Y a continuación viene la ironía: “ya que estoy en ánimo de confesiones, expreso una, quizá superflua: detesto a los fanáticos con toda el alma” 4 .
El odio por el fanatismo es una expresión radical de la intransigencia en su sentido más genuino: la intransigencia del tolerante. Diré que la intransigencia es casi una condición de posibilidad de la tolerancia; entiendo del reconocimiento de sentido y valor positivo a la tolerancia. Podemos afirmar, kantianamente, que es su límite y fundamento. Pero debe entenderse que el límite es recíproco, es una especie de confín. El límite de la intransigencia es, en efecto, la tolerancia: una termina en donde la otra comienza. En otras palabras: también la intransigencia tiene límites –no puede no tenerlos en tanto es parcial y relativa–: desvaneciéndolos se transforma en simple intolerancia; esto es, en otro fanatismo, un contrafanatismo, tan fanático como el que le dio origen.
2. Pero ¿cómo logramos establecer, sin caer en la arbitrariedad, que algún sujeto ha superado los límites?, ¿cómo es posible reconocer que en ésta o en aquella circunstancia concreta ha sido rebasado el confín más allá del cual, por un lado, la intransigencia portada al extremo se transforma en intolerancia y, por el otro, la tolerancia, excedida, se vuelve transigencia? De estas preguntas emerge claramente la necesidad de encontrar un principio al cual podamos dirigir nuestros juicios como criterio que permita distinguir rigurosamente la intransigencia, como no-tolerancia justificada, de la intolerancia, como intransigencia injustificada (y, al mismo tiempo, la transigencia como tolerancia injustificada, de la tolerancia, como transigencia justificada).
Sostendré que en nuestra época –el “tiempo de los derechos”– este criterio deber ser (precisamente) identificado con el principio que está en la base de los llamados “derechos humanos”, mejor definidos como derechos fundamentales, en las tres especies principales: derechos de libertad individual, derechos políticos y derechos sociales. Como ha explicado Luigi Ferrajoli, los derechos universales de libertad –paradigmática pero no únicamente la libertad de pensamiento- deben ser considerados como “derechos a la diferencia” que implican lógicamente un deber, también universal, de tolerancia ante las diferentes identidades individuales; por su parte, los derechos sociales (yo también incluiría en esta misma categoría a los derechos políticos) tienen que interpretarse como derechos “a la igualdad” que implican el deber, sobre todo de parte de los poderes públicos, de tratar a cada individuo como una persona igual a las demás por lo que hace a las necesidades esenciales y a los intereses vitales 5 . A partir de una concepción como ésta, fruto del momento más evolucionado del constitucionalismo, resulta justificada, o más bien obligatoria, la no-tolerancia –la intransigencia– frente a cualquier lesión a los derechos fundamentales: respecto a violaciones de los derechos políticos y sociales, la intransigencia será una reacción en contra de la exclusión de cualquier individuo del grupo de las personas; respecto a violaciones de los derechos de libertad, considerados como “derechos a la diferencia”, la intransigencia se revelará específicamente como un mecanismo de defensa de las diferencias (por ejemplo culturales) de frente a los intolerantes y, consecuentemente, como una manifestación activa de la tolerancia. Pero obviamente sería contradictorio defender la “diferencia” de convicciones y convenciones –de formas de ethos– que permitan y justifiquen comportamientos lesivos de los propios derechos fundamentales, respecto de los cuales tenemos el deber de la intransigencia.
A estas alturas debemos preguntarnos si la identificación de la esfera de lo intolerable con la violación de los derechos fundamentales constituye realmente un criterio riguroso, capaz de orientar de forma clara y segura nuestros juicios en matera de tolerancia y de intransigencia. Debemos reconocer que más de una duda resulta legítima. Ante todo, no obstante las declaraciones llamadas “universales”, el tablero de los derechos fundamentales es controvertido, sujeto a diferentes interpretaciones, modificable en el tiempo y en ciertos aspectos, como consecuencia de las modificaciones, incluso aporético. En segundo lugar, toda la concepción que lo soporta ha estado, en tiempos recientes, abiertamente impugnada, sobre todo por potentados orientales que han contrapuesto a la misma –frecuentemente como un descarado pretexto– una visión del mundo construida sobre la base de los llamados “valores asiáticos”: el reconocimiento de los derechos universales no es, entonces, de hecho universal, y este disenso conduce a recíprocas acusaciones de intolerancia (sobre las cuales, aparentemente, no se puede decidir por la ausencia de un tertium comparationis, es decir, de un punto de vista superior a las partes) 6 .
Pero el verdadero problema no se encuentra en la impugnación explícita (que hacen algunos) en vía de principio a la universalidad de los derechos, sino en su pesante negación en vía de hecho. Vivimos, desde hace dos siglos, en la Edad de las declaraciones de los derechos y de su sistemática violación. Quizá se puede afirmar, como suprema paradoja, que las declaraciones de derechos y las violaciones a lo mismos han crecido juntas, multiplicándose paralelamente. El siglo veinte concluye 7 mostrando un espectáculo intolerable de sufrimiento y de violencia. Ya desde hace algún tiempo asistimos con un sentimiento de creciente impotencia a la explosión de las más espantosas desigualdades planetarias, de las pobrezas inhumanas –que debemos considerar como una violación “objetiva” de los derechos fundamentales, aún cuando no fuesen imputables a alguno en particular (pero los culpables existen y son muchos)– y de las consecuentes e inevitables migraciones de masas de desesperados que además apenas han comenzado; pero han comenzado mal, fomentando intolerancias y fanatismos de ambas partes. A lado de estas intolerancias pero no sin intrincadas conexiones con las mismas han resurgido (o han sido “reinventadas”), a partir de los procesos de derrumbamiento y degeneración del mundo post-socialista y del post-colonial, identidades colectivas –étnicas, religiosas, políticas– recíprocamente y ferozmente intolerantes 8 .Este es el contexto en el que actualmente se replantean, con formas nuevas y agudas, difíciles problemas de tolerancia y de intransigencia. Precisamente en este último año del siglo fue emprendida una guerra, en el corazón de Europa, directamente en contra de la intolerancia llevada a las manifestaciones extremas (pero, por desgracia, no inéditas) de la “limpieza étnica”: ¿una guerra de la intransigencia?
Quién esté convencido del valor universal (aun si es impugnado) de los derechos fundamentales (aun si son controvertidos) no puede desconocer la obligación moral de ser intransigente respecto a las violaciones de los mismos. Pero ¿a quién corresponde juzgar la violación?, ¿estamos seguros de que los juicios serán siempre imparciales, que no serán deformados por una visión unilateral, o incluso viciados por un cierto grado de miopía?, ¿contra quién se debería ser intransigente? Parece ante todo evidente que se debe perseguir a los responsables de persecuciones en masa.
Pero, obviamente, sin exclusiones. ¿Y cuántos son en el mundo? ¿Y porqué no se debería también ser intransigentes con los xenófobos de nuestra propia casa, con los intolerantes defensores del privilegio occidental, los “chovinistas del bienestar” 10 , incluyendo a aquellos gobernantes que aprueban políticas en contra de la inmigración? Además: ¿en nombre de una interpretación amplia (¿o transigente?) de la tolerancia de la diversidad, que incluso tiene raíz en la propia universalidad de los derechos, nos deberíamos detener de frente a las “fronteras soberanas”, por decirlo así, de las culturas? ¿O la intransigencia debería atravesarlas, lanzándose contra los defensores de códigos culturales y/o religiosos “diferentes”, que al interior de sus propios grupos violan los derechos más elementales? Y, después: ¿de qué forma ser intransigentes? ¿Qué cosa se debe hacer, para serlo? ¿Se deben aplicar sanciones como las que se encuentran previstas en el artículo 41 de la Carta de la ONU –pero sin cómodas distinciones– a aquellos países que se considere responsables de violaciones sistemáticas de los derechos fundamentales?, ¿y no también a ciertas “minorías culturales” que discriminan a las mujeres, que prohíben el disenso, que reprimen la autonomía individual? ¿Y porqué una defensa intransigente de los derechos fundamentales no debería contemplar la posibilidad de procesar a las Ligas 11 barbáricas de los chovinistas, los partidos y movimientos xenófobos que infestan a los países europeos, eventualmente con el objetivo de excluir a estos partidos de la competencia política? ¿O acaso ser intransigentes significa solamente y sin rodeos hacer la guerra a estados cuyos regímenes son responsables de crímenes contra la humanidad, como la terrible “limpieza étnica”? En tal caso; ¿también bombardeando a las poblaciones civiles de dichos estados? En fin: ¿a quién corresponde sancionar la violación de los derechos fundamentales? ¿A cualquiera en cuanto persona moral, como en el estado de naturaleza lockeano, que justamente por eso, como enseñaba Locke, se transforma inevitablemente, a falta de un poder imparcial, en un estado de guerra generalizado? ¿A cada estado o a cada Liga de estados (considerados como individuos de un estado de naturaleza internacional), que se reconozcan en el ethos de los derechos? ¿O a un democrático Tercer, super partes, a instituciones sobre-estatales? ¿Y si no existen? ¿Pero, realmente no existen? ¿No existe el derecho internacional?
La sola formulación de estas preguntas y de muchas otras similares que pueden venirnos a la mente, levanta innumerables dudas en torno a las concepciones corrientes de la tolerancia y de la intransigencia. Quisiera iniciar a enfrentar algunas –pero sin otra pretensión que la de profundizar en las interrogantes, no de acercarme a respuestas convincentes–, adelantando alguna reflexión sobre los temas clásicos de la intolerancia y del fanatismo, sobre el problema recurrente de sí se pueda o se deba tolerar a los intolerantes, y sobre la idea inédita de una “guerra por los derechos”.
3. Concluyendo la voz homónima del Diccionario de Política 11 , después de afirmar que el fanatismo siempre está ligado a fenómenos de exaltación colectiva, y que por eso es equiparable con una epidemia, Bobbio sostiene que la acción de los fanáticos, fundadores o adeptos de sectas, “se desarrolla en un determinado contexto social que tolera o directamente provoca dicho contagio” 12 . Es evidente que el verbo tolerar aparece aquí con una connotación axiológica negativa. El propio término tolerancia (a la par de su opuesto, intolerancia) es usado por Bobbio como una vox media, capaz de soportar un significado de valor negativo (y, recíprocamente, para la intolerancia, positivo) al lado de aquél, más usual, positivo (y, recíprocamente, para la intolerancia, negativo). El significado negativo de tolerancia es afín a aquél que, al inicio de este texto, sugería redefinir con el nombre de transigencia; el significado positivo de intolerancia es afín aquél que sugería designar como intransigencia. Más allá de los diferentes usos lingüísticos, no me parece difícil reconducir el sentido de la afirmación de Bobbio apenas citada dentro del esquema conceptual que he propuesto al inicio de este escrito: la sociedad que “tolera” el contagio fanático es tolerante en exceso, o sea, rebasa los límites (razonables) de la tolerancia. La consecuencia prescriptiva parece clara: la sociedad tolerante para evitar convertirse en transigente o “permisiva”, y con ello fomentar el contagio fanático, incluso favoreciendo su triunfo, y su propio suicidio, no debería tolerar la acción de los fanáticos, es decir debería ser intransigente respecto a ellos.
Y bien, Bobbio prosigue considerando el problema del remedio al fanatismo, que “debe ser social en el sentido más amplio”, y así concluye: “las sociedades más inmunes a la infección del fanatismo, son aquellas en las cuales la educación intelectual y civil tiende a fundarse mucho más en la discusión libre de las ideas que en la enseñanza de sistemas de verdad previamente definidos, y cuyo régimen está inspirado en el principio de la multiplicidad de las vías de acceso a la verdad y, por lo tanto, en el rechazo de una filosofía o de una ideología de estado, que no sea aquella de la coexistencia pacífica de todas las filosofías o ideologías” 13 . Son palabras que expresan brevemente la concepción de la democracia liberal que Bobbio siempre ha defendido y a la cual me adhiero con plena convicción. No obstante lo anterior, una lectura atenta de este párrafo sugiere algunas interrogantes dilemáticas. ¿La coexistencia “de todas las filosofías o ideologías” no abarca, por definición, incluso a las propias filosofías o ideologías dogmáticas aún cuando éstas sean tendencialmente fanáticas y potencialmente intolerantes? Si en cambio las excluyera (si dichas filosofías o ideologías fuesen excluidas del régimen que hace suya a la filosofía pública tolerante), ¿no se reduciría a ser una coexistencia pacífica únicamente de las doctrinas pacíficas, esto es, de aquellas que son, ya de por sí, tolerantes, moderadas y “razonables”? ¿Una especie de sociedad tolerante para quien ya es tolerante? Al revés: una sociedad tolerante, que como tal promueva una educación fundada en la “libre discusión de las ideas”, ¿no debería por coherencia prohibir o al menos obstaculizar la “enseñanza de sistemas de verdad ya definidos” como el catolicismo o el islamismo? ¿No debería, por lo mismo, cerrar o penalizar a las escuelas católicas y tampoco consentir la apertura de escuelas confesionales de cualquier tipo? Sin embargo: el principio “de la multiplicidad de las vías de acceso a la verdad”, una vez más, ¿no abarca, por definición, incluso a las vías dogmáticas no obstante sean consideradas potencialmente fanáticas o tendencialmente intolerantes? ¿Cómo podría considerarse tolerante una sociedad que no las tolera? ¿Y cómo podría seguirlo siendo si las tolera, corriendo el riesgo de favorecer un “contagio fanático”, o más de uno, y de reinstaurar de nuevo las condiciones para las guerras de religiones? Si no se quiere aceptar la conclusión de que la verdadera sociedad tolerante es aquella que no tolera más que la tolerancia, esto es, a sí misma (¿una sociedad intransigente o intolerante?), entonces se debería aceptar que sociedad tolerante es precisamente aquella que tolera (incluso) a los dogmatismos opuestos y por lo mismo (potencialmente) a los fanatismos intolerantes. ¿Pero acaso no creímos leer antes que la sociedad tolerante, para no suicidarse, debería ser intransigente respecto a las fuentes potenciales de contagio fanático? El ministro de educación de la sociedad intransigentemente (¿intolerantemente?) tolerante debería quizá, para salvaguardar la potencial autonomía de juicio de todos, perseguir todas las religiones, todas las enseñanzas de creencias dogmáticas. Sería una especie de Torquemada a la inversa: de hecho, los perseguidos dirían que quema las almas para salvar (solamente) a los cuerpos.
Naturalmente he exagerado. Pero no se trata de meros sofismas. El efecto paradójico de estos razonamientos que parecen saltos mortales con un maniaco apremio por repetirse, está ya implícito de alguna manera en el propio concepto de tolerancia, en la duplicidad de acepciones de la noción de “tolerar” de la cual había partido. La paradoja de la tolerancia se revela con toda evidencia si formulamos la “máxima del tolerante” de la siguiente manera: “está bien no rechazar (no repeler, no negar) un mal”; o bien, “es justo no tratar un mal como un mal”. Pero si “el mal” que es objeto de la tolerancia es tal en la medida en que contrasta con un principio considerado justo o una regla considerada válida, la tolerancia de dicho mal –¿no prohibir?, ¿no condenar?, ¿no castigar?– puede provocar la crisis de validez de dicho principio o de dicha regla, y del entero sistema normativo al cual ambos pertenecen. Cualquiera puede observar que aquí se replantea, en sus términos más radicales, el problema de la racionalidad misma de la tolerancia, de su justificación moral (y también, en consecuencia, de su justificación jurídica y política): ¿por qué tolerar, por qué ser tolerantes? Y junto a esto se replantea inevitablemente el problema del criterio sólido –del principio de razón– con base en el cual se puedan establecer los límites de la tolerancia.
Comúnmente se considera que este principio, si acaso existe, coincide con la intolerabilidad de la intolerancia. Es un principio que no me convence: me parece (como he sugerido indirectamente) que, más que ofrecer una vía de salida, permanece anclado al reino de las paradojas. Sin embargo, Bobbio ha sostenido precisamente que “el único criterio razonable” para fijar los limites de la tolerancia “es aquel que deriva de la propia idea de la tolerancia y puede ser formulado de la manera siguiente: la tolerancia debe ser extendida a todos salvo a aquellos que niegan el principio de tolerancia o más brevemente, todos deben ser tolerados salvo los intolerantes”. Y agrega: “Esta era la razón por la cual Locke consideraba que no se debía extender la práctica de la tolerancia hacia los católicos”. Más adelante se lee: “Nadie hoy pensaría en renovar la interdicción de los católicos como quería Locke porque las guerras religiosas terminaron, al menos en Europa, y no es previsible su regreso” 14 . El ensayo en el que se encuentran estas afirmaciones es de 1986 y su siguiente publicación pertenece a un nuevo volumen de 1990. Pero pocos años después hemos encontrado el caso de Bosnia (y también en los conflictos de Kosovo está presente una dimensión de la guerra de religiones). Tal vez, esa especie de Torquemada a la inversa, que hemos imaginado como ministro de la sociedad intolerantemente tolerante, para defenderse de la acusación de ser él el verdadero fanático, después de Bosnia podría invocar la necesidad de hostigar y perseguir a todas las doctrinas religiosas ya no en cuanto tales, sino en la medida en la que tiendan a constituir un principio de identificación pública de sujetos colectivos y, por ende, a desarrollar un papel político. De hecho, la vía de escape de las históricas guerras de religiones en Europa fue encontrada, no sólo y no tanto, en la afirmación o la progresiva ampliación del principio de tolerancia, sino también y, tal vez sobretodo, a través de la neutralización (aunque difícil y en diversas circunstancias, a su vez, parcialmente neutralizada) de las pretensiones de la religión –de todas las religiones– de entrometerse directamente en el orden político de las cosas mundanas.
Pero el mismo Bobbio, retornando el problema desde la perspectiva de la consiguiente democracia liberal, concluía afirmando que el criterio de la intolerabilidad de la intolerancia “no puede ser aceptado sin reservas”: “Responder al intolerante con la intolerancia puede ser formalmente inobjetable pero es, sin duda, éticamente limitado y quizá también políticamente inoportuno. No es seguro que el intolerante, acogido en el recinto de la libertad, entienda el valor ético del respeto de las ideas de los otros. Pero es cierto que el intolerante perseguido y excluido no se convertirá jamás en un liberal. Puede valer la pena poner en riesgo a la libertad beneficiando con ella incluso a su propio enemigo, si la única alternativa posible es restringirla al punto de correr el riesgo de sofocarla o, por lo menos, de no permitirle brindar todos sus frutos” 15 . De nuevo, estoy plenamente de acuerdo. Pero ¿como no darse cuenta que la tolerancia iluminada, inspirada en una concepción liberaldemocrática coherente con las relaciones humanas, pasando de la democracia ideal a la democracia real –desde los ideales hacia la bruta materia 16–17 corre el riesgo de transformarse en una tolerancia sin límites, peligrosamente similar a una especie de transigencia permisiva y cómplice, capaz de aclimatarse, en nuestras sociedades estúpidas, vulgares y violentas, a una coexistencia paradójica con la intolerancia xenófoba?
4. Hoy la misma preocupación por el destino de la tolerancia exige que el problema de sus límites –el problema de la intransigencia– sea reexaminado a la luz de las múltiples, dramáticas y frecuentemente contradictorias, experiencias de nuestro tiempo. A mi entender, una renovada reflexión sobre los límites de la tolerancia no debería continuar identificándolos con la intolerancia en cuanto tal, sino tornar a las raíces, al principio fundante de la doctrina moderna de los derechos del hombre: el principio de la autonomía individual, hoy puesto en peligro por el resurgimiento de tribalismos, etnicismos, comunitarismos, patriotismos, nacionalismos pequeños y grandes. Un resurgir acompañado por la anuencia acrítica, cuando no por el favorecimiento, de parte de varias corrientes de la cultura política contemporánea.
No será nunca subrayado en exceso que este tentativo de poner al revés al primado moderno del individuo sobre la colectividad contradice a la idea misma de derechos del hombre y hace desvanecer la prospectiva de una garantía eficaz de los mismos. Sobre el problema de la garantía, otra enseñanza de Bobbio: “Los derechos del hombre pueden ser verdaderamente garantizados sólo cuando se hayan creado los instrumentos adecuados para garantizarlos no sólo al interior del estado sino también contra el estado al que pertenece el individuo, esto es; sólo cuando se reconozca al sujeto individual el derecho de recurrir ante instancias superiores a aquellas del estado, en última instancia, precisamente, a órganos internacionales, y se provea a estos órganos internacionales del poder suficiente para obtener el respeto de las propias decisiones” 18 . La protección última para aquellos que hace tiempo se llamaban derechos naturales y que ahora son llamados derechos humanos o (mejor) derechos fundamentales, que se convirtieron en positivos con su reconocimiento en las constituciones modernas y que aspiran a una validez universal y por lo mismo a una garantía internacional después de la Declaración de 1948, podría brotar, en el límite, solamente de la superación de todas las pertenencias particulares exclusivas o, lo que es lo mismo, de una cierta realización política, en forma democrática y articulada, de la pertenencia ideal de cada persona al genero humano. O sea de la edificación de la cosmópolis. ¿Puede ser ésta la utopía, o al menos, una idea regulativa para el nuevo milenio?
Pero se trata de una utopía inquietante si en nombre de ella, o de un ideal que pretende parecérsele mucho, ha estado justificada la intervención de la OTAN en el cielo de los Balcanes en la primavera de 1999: casi como si los bombardeos fueran el medio adecuado para realizarla. En realidad la constelación de ideas sobre las cuales ha estado fundada la justificación oficial de la guerra contra Serbia se asemeja a la utopía de la afirmación y tutela universal de los derechos del hombre, pero es más bien una ideología, en el sentido amplio y original del término, que encierra en sí aspectos de falsa conciencia. En esta especie de ideología occidental, la construcción de un nuevo orden planetario fundado sobre los derechos se presenta como la meta ideal para la humanidad civil que emerge de la tormentosa historia del siglo XX y al mismo tiempo, como una recuperación y un reforzamiento de los valores proclamados después del final de la segunda guerra mundial con la Declaración universal. Considerando esta meta como una idea regulativa, capaz de aportar criterios de orientación y modelos normativos para la conducta práctica, quienes sostienen la ideología occidental afirman que, ahí en dónde una violencia menoscabe los derechos fundamentales de ciertos sujetos, todo aquel que se encuentre en grado de intervenir eficazmente con la violencia para protegerlos, no sólo está legitimado para hacerlo (vim vi repellere licet, no sólo por “legítima defensa” sino también por “legítimo auxilio”), sino que tiene el deber de intervenir. Si la violencia contra los derechos es una violencia privada, de sujetos privados, entonces el derecho-deber de ejercer la violencia por los derechos en contra de aquellos que los pisotean corresponde naturalmente al sujeto público, esto es; al estado particular en cuyo interior ha tenido lugar la violación, dando por hecho que dicho estado tenga una constitución (moderna, o sea) que reconoce los derechos fundamentales, y a fortiori se ha adherido a la Declaración Universal de 1948 o a los numerosos pactos y convenciones internacionales sobre derechos que se han emitido con posterioridad. Si en cambio la violencia contra los derechos es una violencia pública, una violencia de estado –desde siempre y, por desgracia cada vez con mayor frecuencia, la violación de los derechos humanos es imputada precisamente a los estados, a los regímenes políticos– entonces el derecho-deber de ejercitar la violencia por los derechos corresponde a la comunidad internacional. Pero si los órganos colegiados que representan (actualmente) a la comunidad internacional non deciden intervenir, o no se encuentran en condiciones de hacerlo, o simplemente no lo hacen tempestuosamente, no por ello disminuye la obligación de tutelar, incluso con la violencia, los derechos violados: en cuanto universal, tal obligación corresponde a la “humanidad” o sea, políticamente, a la generalidad de los (otros) estados y, por lo tanto, también a estados en lo individual o a grupos de estados. Entonces en casos extremos el ejercicio de esta contra-violencia podrá asumir la forma de una guerra de estados en lo individual o de alianzas entre estados contra aquel estado, o aquel régimen, que viola derechos humanos y en cuanto tal se ha hecho “enemigo de la humanidad”: una guerra que podrá ser incluso considerada, por su objetivo, “humanitaria”.
No me parece difícil individuar el aspecto más deformante de esta visión ideológica: de la idea regulativa de un orden mundial fundado sobre el reconocimiento y la validez universal de los derechos fundamentales no se desprende en absoluto que cualquier sujeto pueda arrogarse arbitrariamente el derecho-poder de decidir si, dónde, cuándo y cómo intervenir en defensa de los derechos violados. La validez universal de los derechos fundamentales, que exige una tutela supra-estatal, en cambio, pone el problema de construir instituciones, autoridades y tribunales (siempre más) imparciales, en condiciones de emitir juicios (más) equitativos y eventualmente de decidir o autorizar intervenciones eficaces, pero en todo caso controlados y disciplinados por normas para la regulación del uso de la fuerza.
Pero el aspecto más inquietante es otro. En el marco de esta concepción ideológica adquiere forma una nueva idea de guerra, o mejor dicho, la idea de una nueva especie de guerra, o presuntamente tal: la “guerra por los derechos”. Nueva, se sostiene, porque en ella no subsisten, o cuando menos no prevalecen, intereses particulares de parte de quién inicia la acción bélica –los estados que intervienen militarmente no tendrían objetivos egoístas propios, también legítimos, por ejemplo defensivos–: tan es así que también es llamada, con un intencional ossimoro 19, sólo en ocasiones amargamente sarcástico, “guerra altruista”, fruto e instrumento de una nueva forma de política que habría finalmente dejado de ser Realpolitik, en conflicto permanente con la moral, pero así se habría transformado en …¡Idealpolitik! Una guerra totalmente diferente de lo que siempre ha sido la guerra, que en realidad, sostienen algunos, no debería ni siquiera llamarse guerra, sino más bien reconocerla como una “operación de policía” destinada a tutelar el orden público internacional, el nuevo orden mundial (en vías de construcción) fundado sobre la universalidad de los derechos. Si esta tesis se aplica a la intervención de la OTAN contra Serbia, muestra toda su debilidad: una operación de policía es tal –de hecho la “policía” misma es tal– sólo si es autorizada por un poder legítimo superior y si se desarrolla dentro de los límites prefijados por reglas para el uso de la fuerza. En el caso de los bombardeos sobre Serbia y Kosovo estas condiciones eran completamente ausentes 20 . Aquella ha sido siempre una guerra, esto es un conflicto violento entre estados mediante fuerzas organizadas; aunque una guerra extraña (“nueva” también, o quizá sólo, por su siniestra extrañeza): enormemente desproporcionada en las relaciones de fuerza y de riesgo. Pero sobretodo, sostienen los que la consideran desde la prospectiva de aquella que he llamado ideología occidental 21 , ha sido una guerra por su naturaleza “justa” 22 , en cuanto medio orientado a perseguir el objetivo justo, del fin bueno por excelencia: la tutela de los derechos humanos. La guerra por los derechos –la guerra contra Serbia y cada guerra que eventualmente se debiera combatir por el mismo fin– es (sería) entonces una guerra justa por definición.
La confrontación analítica entre la noción de esta (pretendida) nueva especie de guerra justa y las tres especies principales de justificación de la guerra contempladas por la teoría tradicional –la defensa frente a un agresor, el castigo de un culpable, la reparación de una injusticia– podría ser útil para iluminar los aspectos deformantes de esta visión ideológica. Pero lo dejo para otra ocasión. Aquí me limito, para concluir brevemente, a subrayar mi convicción de que el concepto mismo de “guerra por los derechos” es auto contradictorio. Muchos, en el trascurso del debate sobre la guerra contra Serbia, hemos sostenido lo inadecuado y, por tanto, lo injustificable, de la guerra en cuanto tal como medio para la protección de los derechos humanos y como sanción a la violación de los mismos. En cuanto uso desmesurado de la fuerza destinado a doblegar al adversario –y por más que este uso pueda ser tecnológicamente “dirigido” e “inteligente”- la guerra golpea inevitablemente al inocente y, por lo tanto, se debería más bien decir –como todo uso sano de la razón enseña– que la guerra es un medio, de hecho el medio más potente, para la violación en masa de los derechos humanos, del derecho a la vida como el primero entre ellos y como el presupuesto de todos los demás. La intervención bélica de la OTAN en el cielo de los Balcanes por desgracia, se ha encargado de demostrar con toda evidencia que el fin “protección de los derechos” no justifica el medio “guerra”, por la trágica razón que el medio provoca efectos opuestos al fin. Bastaría recordar la hipocresía continuamente repetida por aquellas muertes que el técnico cinismo del lenguaje militar definía “efectos colaterales inevitables”. ¿Cómo no ver que la confesión de esta inevitabilidad mete, por sí sola, en crisis al argumento de la justificación de la guerra con base en el fin “humanitario” declarado? Por no hablar de las muertes conscientemente provocadas en las acciones en contra de “objetivos civiles de interés estratégico”. ¿Es todavía descriptible –y por tanto justificable- como dirigida a la “protección de los derechos humanos” una acción que conlleva la violación inevitable y también intencional de los iguales derechos de otros seres humanos?
Estas consideraciones, que me parecen simplemente obvias, no buscan tanto mostrar la incredibilidad de las justificaciones de la guerra oficialmente adoptadas y, por tanto, de la ideología occidental dentro de la cual han sido elaboradas. De hecho, el aspecto que me resulta más inquietante es justamente la convicción con la cual, las unas y la otra, han sido defendidas por amplias franjas de la opinión culta. Temo que la “guerra de la intransigencia” sostenida por la ideología occidental al fin del milenio corra el riesgo de ser la manifestación (hasta ahora) extrema de una nueva forma de incipiente e inconsciente fanatismo, más peligroso entre más tiende a confundirse y materialmente a coincidir con el derecho del más fuerte.
Notas
* Titulo en Italiano “L’intransigenza nell’etá dei diritti”. Texto publicado en Teoría Política, vol. XV, No. 2-3, 1999, Milán, Italia. Traducción de Pedro Salazar Ugarte.
1 El tema de la tolerancia se encuentra entre los más complejos y difíciles de nuestro tiempo. Una dificultad que se refleja, produciendo confusiones, también al nivel del pensamiento teórico; el cual, en cambio, debería aclarar los términos del problema y sugerir las vías para afrontarlo. El concepto de tolerancia no sólo es ambiguo sino que, en sí mismo (como intentaré ilustrar), paradójico. Sin embargo, algunas de las conceptualizaciones de mayor boga hoy en día, desde mi punto de vista, tienden a ignorar o a simplificar y a distorsionar esta peculiar naturaleza del concepto, revelándose, por lo mismo, insatisfactorias cuando no inútiles. En esta ocasión una confrontación con la literatura reciente sobre el argumento sería no sólo imposible por razones de espacio (y de capacidad), sino también desproporcionada con relación al objetivo de reflexionar en torno de las interrogantes que he propuesto al inicio del texto. Considero más oportuno afrontar directamente cuestiones de redefinición, retomando algunas de las consideraciones que había desarrollado en la exposición sobre La tolleranza e i suoi limiti (La tolerancia y sus límites. N.T.) en el convenio promovido por el “Comitato torinese per la laicitá della scuola” (Comité turinés por la escuela laica. N.T.) en la primavera de 1996 y dedicado a Diritti umani e nuove prospettive laiche della tolleranza (Derechos humanos y nuevas prospectivas laicas de la tolerancia N.T.) El texto, reconstruido sobre la base de una grabación, ha sido publicado por la revista Laicitá, VIII, núm. 2-3, giugno 1996.
2 Dicha duplicidad es tratada de forma clara por Letizia Gianformaggio en el ensayo “Il male da tollerare, il bene del tollerare, l’intolerabille” incluido en Id., Filosofia e critica del diritto, Giappichelli, Torino, 1995.
3 “Italia Civil”. N.T.
4 El párrafo se encuentra en el prefacio a la primera edición del libro: N. Bobbio, Italia civile, Lacaita, Manduria, 1964, segunda edición, Passigli, Firenze 1986 (de donde tomo la cita), pp. 11-12.
5 Me refiero a L. Ferrajoli, Diritto e ragione, Laterza, Roma-Bari, 1989, cap. XIV, & 60, pp. 947 ss. Véase también el ensayo de Ferrajoli “Diritti Fondamentali” en Teoría política, XIV, 1998, núm. 2, y el debate correspondiente que se encuentra en el mismo número y que continúa dos números más adelante de esta misma revista (XV, 1999, núm. 1) en donde también aparece una larga réplica del mismo Ferrajoli intitulada “I diritti fondamentali nella teoria del diritto”.
6 Sobre este tema véase J. Habermas, “Legittimazione tramite diritti umani” en id., L’inclusione dell’altro, Feltrinelli, Milano, 1988, así como el ensayo de E. Vitale, “Valori asiatici e diritti umani: l’overlapping consensus alla prova”, en este mismo número.
7 Vale la pena recordar que el presente texto fue publicado originalmente en octubre de 1999. N.T.
8 L’imbroglio étnico, Dedalo, Bari, 1997.
9 La palabra original en italiano (en singular) es: Lega. En español también puede ser traducida como “confederación”. Vgr.: La Lega Nord que opera como un partido político italiano y se integra por movimientos y partidos políticos sobre todo del Norte de Italia. N.T.
10 La expresión, es sabido, es de Habermas.
11 Dizionario di politica. N.T.
12 N. Bobbio, “Fanatismo” en Dizzionario di Politica, a cargo de N. Bobbio, N. Matteucci, G. Pasquino, Utet, Torino, 1976, segunda edición, 1983.
13 Ibidem.
14 Así se encuentra en el ensayo sobre “Le ragioni della Tolleranza”, en N. Bobbio, L’etá dei diritti, Einaudi, Torino, 1990, tercera edición, 1997, pp. 243-45.
15 Id., p. 244-45.
16 Vale la pena retomar la expresión en italilano y recordar su origen. Se trata de la expresión “rozza materia” que Bobbio retoma del Doctor Zivago de Borís Pasternák. Concretamente cuando el amigo de Juri Zivago, Gordon, dice: “Ha sucedido muchas veces en la historia: aquello que era considerado de manera alta y noble se ha convertido en bruta materia (rozza materia). Así Grecia se ha transformado en Roma, así el iluminismo ruso se ha convertido en la revolución rusa”. N.T.
17 Esta expresión consta en el título del tercer apartado de uno de los ensyos más notables de Bobbio, “Il futuro della democrazia”, incluido en el volumen homónimo, Einaudi, Torino, 1984, varias veces republicado.
18 “I diritti dell’uomo e la pace”, en id., Il terzo assente, Sonda, Torino, 1989, p. 95.
19 Por ossimoro se entiende la reunión de términos que expresan conceptos opuestos. N.T.
20 Mientras en el caso de la Guerra del Golfo (aun cuando fácilmente impugnable) la cobertura de la ONU consentía, al menos parcialmente, la configuración de la intervención contra Irak como una operación de policía dirigida a sancionar un ilícito internacional, la invasión de Kuwait.
21 Pero no se puede olvidar que esta misma ideología ha sido sustancialmente elaborada precisamente en ocasión de aquella guerra específica: se podría decir que ha estado “construida” sobre de ella. También por ello es difícil no considerarla, al menos en parte, como una ideología en el sentido paretiano.
22 O “justificada”: ha sido Salvatore Veca (en L’Unitá del 30 de abril de 1999) quien ha sostenido la oportunidad de esta diversa calificación, tomando distancia de la idea de una “guerra ética”.