Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 12, 2000
Instituto Tecnológico Autónomo de México
José Ramón Cossío
Departamento de Derecho, ITAM, México
El propósito de este trabajo es presentar una descripción de las formas de relación entre dos términos fundamentales de la discusión pública de nuestro tiempo: el constitucionalismo y el multiculturalismo. Como habremos de ver, la mera exposición de esta relación es sumamente compleja debido, por una parte, a la ambigüedad de cada una de esas expresiones y, por la otra, a las cargas de sentido que cada uno de los términos presenta. El constitucionalismo, como enseguida expondremos con detalle, fue desde sus orígenes una forma de entendimiento de las Constituciones, con la pretensión de lograr su establecimiento, determinar sus contenidos y guiar sus procesos de interpretación. A lo largo de casi dos siglos, el constitucionalismo fue evolucionando y, por épocas, pareció tener un carácter lo suficientemente instrumental como para darle cabida a una serie de elementos que, en principio, parecía que no se avendrían a sus postulados originales. Sin embargo, en los últimos años, y por razones que veremos, el constitucionalismo se ha venido “sustancializando”, si puede decirse así, de manera tal que no está en posibilidad de cumplir con las funciones de incorporación de la diversidad que sí realizó antaño. Es precisamente en este momento del constitucionalismo cuando aparece el multiculturalismo y, por lo mismo, éste tiene grandes dificultades de insertarse en aquel. A nuestro juicio, entonces, válidamente se puede sostener que no es que el multiculturalismo no tenga cabida sin más en el constitucionalismo, sino que de un modo más explícito, no lo tiene en la forma específica en que este último se ha venido construyendo e impera en los discursos jurídico y de la filosofía política. A nuestro juicio, lo determinante de la relación entre estos dos elementos consiste, dicho ahora en términos por demás simples, en que el multiculturalismo busca insertarse en los órdenes jurídicos de manera que sus contenidos sean los contenidos de parte de sus normas, determinen la validez de ciertas porciones de la dinámica, y su ejecución se lleve a cabo a partir del uso legítimo de la fuerza del Estado. Sin embargo, y aquí está la otra parte de la cuestión, el tipo de constitucionalismo vigente en nuestros días impide el que se lleve a cabo tal inserción, sencillamente porque los presupuestos, valores y contenidos normativos de este multiculturalismo son contrarios a los del constitucionalismo.
Si lo expresado en el párrafo anterior constituye la hipótesis a seguir, al menos tenemos que resolver los siguientes problemas: ¿a qué se le llama constitucionalismo?, ¿cómo podemos distinguir entre un constitucionalismo instrumental y otro sustantivo?, ¿por qué se dio cada una de esas formas?, ¿qué caracteriza a cada una de esas formas de constitucionalismo?, ¿a qué se le llama multiculturalismo?, ¿qué características y funciones tiene el multiculturalismo?, ¿cómo se dan las relaciones entre multiculturalismo y constitucionalismo?, ¿por qué resulta tan complejo que el multiculturalismo se integre en el constitucionalismo?, ¿por qué es necesario que el multiculturalismo se integre al constitucionalismo, y no a la inversa?
Es evidente que la respuesta a cada una de las interrogantes anteriores es de suyo difícil, en tanto que requiere de una importante cantidad de información y de una serie de consideraciones muy puntuales. En un trabajo con las características que se nos han requerido, más que pretender la consideración cabal de cada uno de los elementos a estudio, trataremos de entender el sentido de su interrelación. Esta elección nos permitirá, considerar sólo aquellos elementos del constitucionalismo o del multiculturalismo que sean relevantes para comprender su interrelación, y dejar de lado muchos otros que, aún cuando de la mayor importancia, no son pertinentes a ese fin.
Uno de los problemas importantes en relación con el constitucionalismo radica en la pluralidad de sentidos que suele dársele a la expresión misma. Esta ambigüedad, a su vez, radica a nuestro juicio en dos razones principales: por una parte, en el hecho de que el término es usado indistintamente con fines valorativos y descriptivos, de modo que no se sabe si con él se está expresando un ideal a alcanzar o considerando la situación imperante en un ordenamiento; por otra parte, en el hecho de que en ocasiones se utiliza para dar cuenta de la ideología a partir de la cual se supone deben ser construidas las Constituciones y las prácticas derivadas de ella, y en otras para expresar lo que se supone son los contenidos de un determinado ordenamiento constitucional. Si se ponen en conjunción los diversos sentidos apuntados, se obtiene un ámbito de discusión sumamente abigarrado y de poca utilidad. Para no incurrir en esa línea de argumentación, parece necesario precisar cuál será el ámbito de discusión del constitucionalismo que pretendemos considerar a fin de determinar sus relaciones con el multiculturalismo. De las cuatro posibilidades apuntadas, nos parece que más pertinentes son aquellas que aluden al constitucionalismo como ideología a partir de la cual se deben representar las constituciones, determinar sus contenidos y llevar a cabo las correspondientes funciones interpretativas. ¿Por qué esta elección? Sencillamente por que como luego veremos, el multiculturalismo se enfrenta de modo fundamental a esa concepción constitucional, más que a los contenidos específicos que se vayan dando a los preceptos de un ordenamiento particular. El corte histórico que debemos hacer para comenzar a considerar este discurso lo fijaremos a mediados del siglo XVIII, pues fue entonces cuando se comenzaron a situar los presupuestos del propio discurso constitucionalista. Para entender esta relación, es importante considerar las funciones que comportaba tal discurso. A nuestro juicio, tales funciones eran de dos grandes tipos.
En primer lugar, es importante destacar que el constitucionalismo no fue un discurso originario ni autónomo, sino que fue la forma a través de la cual se pretendió juridificar otro tipo de discurso. A partir de la pérdida de sentido de la religión como factor de legitimidad y de ordenación del poder público, se tuvo que recurrir a consideraciones laicas que, a la postre, dieron origen a la filosofía política. Esos discursos, como hoy en día nos parece obvio, buscaban determinar la naturaleza del hombre y de la sociedad, las formas de establecimiento de esta última, los modelos y funciones del poder político, las formas de relación entre el hombre, la sociedad y el poder político, etc. La importancia de esas ideas fue enorme, y a partir de ellas perdió su legitimidad el modelo que permitía la sustentación del poder en dios. Mediante el contractualismo, los derechos inalienables, la noción del bien común y otros postulados semejantes se llevó a cabo la sustitución, si bien de inmediato se presentó un problema de la mayor importancia: ¿cómo darle forma jurídica a todos estos elementos a efecto de lograr su inserción normativa? Evidentemente, era necesario el establecimiento de un puente entre ese discurso político y las formas concretas de juridificación. Ese paso entre las formas correctas del ejercicio político y las formas concretas de regulación jurídica del ejercicio político, fue llevado a cabo mediante un nuevo discurso que, por lo mismo, no se identifica con ninguno de los dos anteriores: no se podía identificar con la filosofía política, pues ésta determinaba formas generales de organización del poder, la sociedad y el Estado; tampoco se podía identificar con el proceso de redacción o preparación de las Constituciones, pues ello suponía esperar los resultados de un proceso llevado a cabo sin ningún tipo de guía previa. Por el contrario, en este primer sentido, el constitucionalismo vino a desempeñar la función de transformar los postulados del modelo filosófico político en concretos contenidos constitucionales. Por estar encaminado a la positivización de ciertos contenidos normativos pero, sobre todo, de cierto entendimiento constitucional, el constitucionalismo adquiría autonomía respecto del discurso fundante y del resultado logrado. La autonomía respecto del discurso fundante obedecía al hecho de que era necesario encontrar las formas jurídicas mediante las cuales se pudieran traducir en contenidos constitucionales los grandes presupuestos políticos que se planteaban; la autonomía frente a los resultados se producía por el simple hecho de que no era posible suponer que a pesar de las formas de éstos, el constitucionalismo como visión constitucional podía continuar estando presente.
En segundo lugar, la articulación del constitucionalismo tuvo también la pretensión de permitir la crítica a los desvíos o inconsistencias de los textos constitucionales y de la práctica que a partir de ellos debía llevarse a cabo. Es decir, que mediante él no sólo se llevaba a cabo la tarea de construcción originaria de los textos jurídicos, sino que al tener autonomía respecto de éstos, bien podía servir como cánon de valoración del desarrollo de los textos en sí y de los sentidos que fueran adquiriendo en la dinámica jurídica.
Si las anteriores eran las funciones que se lograban mediante el constitucionalismo, preguntémonos ahora cómo es que ello fue posible. En primer lugar, y volviendo sobre lo ya dicho, al admitir que el constitucionalismo fue el medio a través del cual se pretendían introducir los postulados de la filosofía política al derecho. Esta sola exigencia provocaba que los elementos fundamentales del constitucionalismo tuvieran un origen y una base de sustentación mucho más amplia que la mera positividad del derecho, al punto que ésta última debía verse como el resultado necesario del constitucionalismo. En segundo lugar, porque el constitucionalismo se construyó con la pretensión de ser introducido en el derecho, esto con el propósito de guiar su construcción y determinar sus contenidos y los sentidos de las normas. En tercer lugar, porque para la realización de esta pretensión no se vislumbró la posibilidad de que uno y otro llegaran a confundirse, sino más bien la posibilidad de que el primero fungiera siempre como estándar del segundo. Estas funciones importantes, a su vez, debieron tener un origen o sustento lo suficientemente fuerte como para lograr que a pesar de las decisiones que en un sentido contrario llegaran a tomar ciertos hombres concretos en un determinado momento histórico en materia jurídica, el modelo constitucionalista fuera válido y pudiera cumplir con las funciones acabadas de mencionar. En otros términos, la única posibilidad de subsistencia del modelo constitucionalista era dotando a sus supuestos de una validez superior al de las propias normas jurídicas, pues de otra manera éstas hubieran terminado por imponerse frente al modelo que se quería construir.
Llegados a este punto es necesario formular otra pregunta: ¿en qué supuestos descansaba el constitucionalismo a efecto de que mediante el mismo se pudieran llevar a cabo las funciones que hemos apuntado? Como ya se dijo, los supuestos debían ser, primero, extranormativos pero, segundo, encaminados a lograr la positivización en cada ordenamiento normativo. El secreto con estos supuestos extranormativos, es fácil suponerlo, radicaba en que debían tener una entidad tal que fueran lo suficientemente fuertes como para imponerse en la dinámica jurídica, i.e., en la actuación concreta de los entes políticos de un Estado. En su primera versión, el constitucionalismo hecho mano de los elementos mediante los cuales se estaba tratando de renovar el modelo político hasta entonces imperante. Se formó a partir de las ideas del contrato social, mismas que en una apretada síntesis implican nada menos que lo siguiente: la existencia de hombres dotados (por el sólo hecho de serlo), de un conjunto de derechos inalienables; la total igualdad de los hombres entre sí; la concurrencia de esos hombres a la formación de un pacto social; la generación de un régimen político a partir de ese acuerdo social; el otorgamiento del carácter de representantes de todos a ciertos individuos nombrados por esa sociedad, y el reconocimiento del carácter de normas válidamente obligatorias a las decisiones de esos representantes. A pesar de su importancia, con los anteriores elementos no era factible formar al constitucionalismo, pues de seguirse su lógica el decisor tenía todas las posibilidades para determinar los contenidos de las normas jurídicas sin que existiera ningún medio de control sobre ellas. Lo relevante de este asunto es que el constitucionalismo parte de la lógica contractualista, pero desde luego lleva a cabo una superación de sus condiciones a efecto de permitir el control de las decisiones. Si el control no se realizó con base en el contractualismo pero necesariamente tuvo que tomarlo en cuenta, ¿a partir de qué se realizó? Desde nuestro punto de vista, se hizo a partir del elemento fundamental de todo el sistema contractual: los derechos de las personas. Así, por una parte se lograba que el constitucionalismo pudiera mantenerse en la corriente moderna de pensamiento pero, por la otra, no llegar al extremo de que el mismo terminará por confundirse con las expresiones del derecho positivo. Desde este punto de vista, el constitucionalismo tuvo en sus orígenes una base de sustentación en la idea de que habían una serie de derechos que le eran innatos a las personas, y que esos derechos eran iguales para todos. De este modo, con ello lograba insertar, como ya antes se apuntó, los presupuestos de la filosofía política en los órdenes constitucionales y, a partir de ahí, resultaba factible contar con un criterio para considerar las formas concretas de inserción y su debida actualización.
El constitucionalismo nació con el impulso del movimiento social y político que habría de imponer un nuevo estado de cosas. Por ello, mientras las condiciones sociales y políticas no se alteraran, no debían producirse mayores cuestionamientos hacia las formas constitucionalistas. En otros términos, el constitucionalismo se había formado a partir del discurso político dominante, de manera tal que mientras las condiciones que lo sustentaban no cambiaran, el propio constitucionalismo terminaría por verse como expresión de la naturaleza misma de las cosas. El resultado de esta visión fue el establecimiento de una muy compleja manera de considerar a la realidad constitucional, de manera tal que la visión propuesta en ese entonces y a partir de ciertos presupuestos quedó identificada como “el constitucionalismo correcto”, logrando con ello desplazar a otras visiones alternativas.
Conviene precisar que tal como podemos distinguir entre un momento norteamericano y uno europeo en lo que se refiere a la formación del constitucionalismo, también podemos distinguirlo en sus formas de plasmación y ejecución. Por una parte, el constitucionalismo francés se formó fundamentalmente a partir de las ideas de Rousseau, de manera tal que derivado del pacto social, la máxima autoridad política dentro de un Estado terminó siendo el órgano legislativo. Debido a la posición de ese órgano pero, sobre todo, a que llegó a admitirse que el ordenamiento se coronaba con la ley y ésta era la expresión de la voluntad de todos, lo que se produjo fue una pérdida de relevancia hacia los supuestos y los contenidos constitucionales. Esta situación puede verse, por un lado, en la inexistencia de un órgano competente para conocer de las violaciones a la Constitución pero, por el otro y de modo más destacado, en el hecho de que el discurso constitucionalista terminara por identificarse con las instituciones que hubieren quedado comprendidas en las correspondientes constituciones. Por el contrario, en el caso del constitucionalismo norteamericano, mucho más cerca de Locke y de su idea de los derechos preexistentes, se logró distinguir el discurso constitucionalista de la normatividad constitucional, dando lugar con ello a la necesidad de contar con un órgano competente para establecer si la práctica constitucional se adecuaba o no a los postulados del propio constitucionalismo. Si bien es cierto que las diferencias de recorrido histórico entre el constitucionalismo norteamericano y el francés son indudables, también lo es que debemos reconocer la existencia de una base común en cuanto a su objetivo de insertar los postulados de la filosofía política en los ordenamientos constitucionales.
Si a pesar de su brevedad consideramos que la descripción anterior es correcta, resulta que el constitucionalismo fue la forma dominante de representarse a las constituciones a efecto de insertar en ellas determinados contenidos normativos y, mediante ello, lograr ciertos fines sociales específicos. Su validez no provendría entonces de que se hubiera llegado o no a constitucionalizar (pues lo mismo pudo ocurrir con otros discursos acerca de la forma en que debieran establecerse e integrarse las constituciones), sino de la valía de sus propios supuestos. Si los mismos eran lo suficientemente sólidos y lograban un grado relevante de aceptación, esa forma adquiriría la cualidad de paradigmática (lo que de hecho sucedió). Ahora bien, ¿qué sucedió con el discurso constitucionalista y su carácter paradigmático? Para hacer justicia a las diferencias, distingamos entre el caso norteamericano y el francés.
En los Estados Unidos, y frente a la existencia de un órgano con facultades para imponer el texto de la Constitución y los elementos que subyacían a éste, la cuestión se resolvió en una dinámica fundamentalmente litigiosa, salvo el caso extremo y bien conocido de la Guerra Civil. Si se puede decir así, debido a que el constitucionalismo se introdujo en los Estados Unidos desde luego en la dinámica constitucional, las discusiones públicas implicaban su recreación cotidiana. Esto provocó el que a pesar de las notables diferencias entre los argumentos de las partes en disputa, se llegara a suponer que todas las soluciones provenían del constitucionalismo. Así, y en todo momento, llegó a admitirse que no sólo se estaba aplicando la Constitución en cada caso concreto, sino de un modo mucho más complejo, la serie de postulados en que la misma descansaba. La discusión en ese sentido pasó por diversas etapas, hasta llegar a una como la actual en donde lo relevante no es más (o no parece ser más) la discusión de los sentidos específicos que corresponden a las normas constitucionales, sino de un modo mucho más amplio, el de la determinación de los supuestos en que descansan la Constitución y todas sus normas. En otros términos, lo que puede presenciarse hoy en día no son discusiones constitucionales en su sentido tradicional, sino fundamentalmente discusiones de constitucionalismo, en donde lo relevante es determinar aquello que, de manera inequívoca, sustenta a la Constitución. ¿Cómo fue posible, sin embargo, lograr el mantenimiento del constitucionalismo norteamericano a pesar de la gran evolución que en todos los renglones tuvo ese país? La respuesta aquí no es simple. Es cierto que la sociedad, el poder y prácticamente todos los elementos de la historia norteamericana variaron, pero también que en todo momento se mantuvo la idea del constitucionalismo como guía rectora de la Constitución y de las acciones que con respecto de ella se realizaban. Por ello, la única razón por la que se pudo mantener ese discurso tiene que darse dentro de esta disyuntiva: o el discurso constitucionalista nunca cambio y la realidad se fue ajustando al mismo, o el propio discurso constitucionalista fue modificándose de algún modo frente a los procesos de cambio que se vivían. Sostener la primera opción es prácticamente imposible, pues ello supondría admitir, insistimos, que la materialidad del discurso se mantuvo incólume a través de dos siglos, lo cual es fácilmente refutable con la evidencia empírica que constituyen las sentencias de la Suprema Corte, las discusiones académicas, las razones que animaron a las distintas enmiendas, etc.
Lo que sí resulta posible inferir es que el discurso constitucionalista fue evolucionando a efecto de permitir la inserción de situaciones que no había aparecido con anterioridad. Por ejemplo, y a partir de los años cincuenta del siglo XX, la integración y redignificación de los negros vino a ser uno de los elementos fuertes del discurso constitucionalista (que no necesariamente de toda la práctica constitucional), mientras que unos siglos antes la situación de los negros no tenía cabida. Lo único que queremos dejar planteado ahora, para retomarlo más adelante, es que el constitucionalismo estadounidense estuvo sustentado en sus orígenes en una cierta filosofía política; que con posterioridad se insertó en la Constitución y pudo mantener un cierto grado de autonomía al extremo de que continuó siendo un discurso crítico frente a la práctica constitucional; que fue un discurso flexible que incorporó una serie de elementos adicionales, al extremo de llegar a calificar como no válido al propio ordenamiento constitucional norteamericano en aquellos momentos en los que no le dio cabida a los postulados constitucionalistas. La flexibilidad a que llegó el constitucionalismo norteamericano se logró, nos parece, de dos maneras: primero, manteniendo constante el discurso libertario y de la dignidad del hombre y, segundo, incorporando a él a buena parte de los nuevos sujetos o demandas que iban apareciendo. A su vez, la posibilidad de llegar a darle cabida a los nuevos sujetos o contenidos podía llevarse a cabo en tanto que de lo que se trataba era de insertarlos en las estructuras o procesos ya existentes, mas no en generar excepciones importantes respecto de ellos.
A diferencia del caso norteamericano, el francés fue mucho más dificultoso. Primeramente, porque en muchos casos ni siquiera se habían constituido los Estados nacionales, y en otros porque como vimos, el constitucionalismo perdió su autonomía discursiva frente a la Constitución y terminó por ser una construcción jusnaturalista en el más rancio sentido, incapaz de cumplir cualquier tipo de función respecto de la dinámica constitucional. Así, aislado de los procesos normativos reales, el constitucionalismo terminó por tener importancia sólo en aquellas situaciones en las que se veía amenazado el propio discurso constitucionalista o, más todavía, las normas en que esos sentidos se plasmaban. Por vía de ejemplo, ante la acometida de las posiciones de izquierda, fueran éstas marxistas o socialdemócratas, se hacía preciso utilizar al constitucionalismo como arma de lucha, ya que esas dos formas de pensamiento contenían propuestas contrarias a los planteamientos originarios. ¿Qué cabida podría tener en el viejo constitucionalismo un discurso que no contemplara la estricta separación entre Estado y sociedad, o que no supusiera que el hombre era un fin en sí mismo, o que no concediera a la libertad una posición determinante? Debido a la forma en que se utilizó al constitucionalismo, éste terminó siendo visto como la serie de argumentos que se presentaban desde la derecha a efecto de combatir las posiciones progresistas o radicales, por lo que en los turbulentos años que corren desde finales del siglo XIX hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, sufrió diversos embates. Por una parte, los positivistas se negaban a darle sentido en tanto sus consideraciones provenían de elementos extranormativos; por otra, los pensadores de derecha que seguían ligados a nociones cristianas se preguntaban por el fundamento teológico del pensamiento liberal que fundamentalmente animaba al constitucionalismo; finalmente, las izquierdas luchaban justa mente por destruir los supuestos en que este último descansaba. La lucha contra la noción imperante de constitucionalismo se plasmó desde luego en varias Constituciones (Weimar, 1918; Austria, 1920; España, 1931), mismas que de haber sido eficaces hubieran podido dar lugar a una forma nueva de entendimiento constitucional así como a la reformulación del constitucionalismo mismo. Sin embargo, debido a la falta de eficacia de esos ordenamientos, ello no su posible, y no es sino con el conjunto de Constituciones aparecidas después de la Segunda Guerra Mundial donde se logra una reformulación del constitucionalismo originario.
En este grupo de constituciones se lleva a cabo una compleja labor de síntesis entre los postulados del viejo constitucionalismo (denominados ahora “Estado de derecho”), con parte de las reivindicaciones que se venían formulando desde la izquierda (identificadas luego como “Estado social”), como con las demandas que se produjeron también por una más amplia democratización (“Estado democrático”). ¿El resultado? Una nueva y compleja fórmula denominada “Estado social y democrático de derecho” o, más recientemente, “Estado constitucional”, la cual fue constitucionalizada con el propósito de darle sentido a todas las normas del ordenamiento jurídico. Es a esta compleja fórmula a la que hoy en día, y de modo predominante, suele designarse como constitucionalismo europeo. En los países continentales que lo han establecido se ha producido un fenómeno semejante al que en los Estados Unidos se inició muchos años atrás, donde los supuestos del constitucionalismo se considera que animaron el establecimiento de los preceptos constitucionales, determinaron sus contenidos y fijan los lineamientos para llevar a cabo las correspondientes interpretaciones. Desde ese momento, lo que se ha logrado es que el constitucionalismo esté presente en todos los procesos de discusión constitucional y, por ende, en prácticamente todos los que se dan en el ordenamiento.
¿Cómo se logró esta solución a pesar de los enormes enfrentamientos existentes? La razón que a nuestro juicio la explica tiene que ver con una consideración distinta del fundamento del derecho, si bien apuntada desde el inicio en el constitucionalismo. Como se dijo, el sustento fundamental del modelo eran el contrato social y la voluntad general, y sólo como contrapartida a los poderes de la representación, la existencia de unos derechos fundamentales que, por lo demás, venían reconocidos u otorgados por el propio contrato. En el caso de los derechos sociales, su fundamento era una noción de la posición del hombre en la sociedad o bien una determinación a partir de las necesidades de éste. Para los sostenedores de la idea social, no era suficiente el fundamento contractual de la libertad, precisamente porque ese contrato social no había tomado en cuenta la distribución originaria de la riqueza y sólo estaba ocultando el modelo de dominación que justamente criticaban; en el caso del modelo social, los liberales no lo aceptaban en tanto suponía una indebida intromisión del Estado en la sociedad, lo cual era por completo ajeno al estatus de los individuos en cuanto a la necesidad de proteger su propia libertad. La solución que podía darse a este enfrentamiento fue dejando de lado la discusión acerca de si aquello que se iba a garantizar era una noción liberal o más bien social, para reconocer que se trataba de satisfacer la dignidad humana. Como esta dignidad humana tenía que estar determinada tanto por la protección a la libertad del individuo como por la satisfacción de sus necesidades materiales mínimas, lo que se produjo fue la reformulación de los dos extremos en conflicto. Esta reformulación tuvo forma jurídica y permitió la síntesis entre las formas liberal y social, pasando a considerarse que las dos venían a expresar una nueva forma de relación entre contenidos que no sólo no eran opuestos, sino que tenían que ser garantizados conjuntamente. Sin embargo, la mera introducción de la dignidad como elemento eje de las relaciones entre dos elementos, planteó un nuevo escalón en la discusión, precisamente aquél que tenía que ver con la dignidad del hombre. Con la dignidad del hombre en juego, se abrió una nueva etapa: el hombre no podía ser considerado como un instrumento al interior de los órdenes jurídicos, sino que su sustantividad debía determinar el contenido de las normas y la comprensión del derecho. Estamos frente a un discurso circular y, por ello, efectivo: la consideración de los hombres debe ser a partir de su dignidad; esta dignidad tiene una naturaleza sustantiva e indisponible para el poder; el poder únicamente puede tener como fundamento a la democracia en cuanto forma que permite la actuación de aquellos sobre los que recaerá ese poder, y la democracia no puede ir más allá de los elementos que le dan sentido, i.e., la dignidad humana. La tensión generada se percibe en la siguiente cuestión: si el hombre ejerce su poder de manera total al actuar en democracia, ¿es posible que mediante el actuar democrático pueda afectar a aquellos contenidos que son considerados como propios de la dignidad humana? La respuesta es evidente: no. Debido a que el hombre que actúa en democracia es uno, y lo es precisamente a partir de las calificaciones que supone verlo dotado por una dignidad, resulta entonces que mediante un actuar puramente procedimental no puede afectar a la esencia que le da sustento.
El constitucionalismo europeo presenta una dimensión diversa a la que se había considerado como derecho y como Constitución y, desde esa posición, afecta fuertemente al entendimiento constitucional de nuestros días. Esta afectación se realiza en varios niveles que conviene considerar: primero, en lo que toca a la fundamentación, la Constitución no es más la mera manifestación de poder constituyente, sino una manifestación del poder que recoge y hace suyos los valores que le confieren su legitimación; segundo, en lo que toca a sus funciones, se presenta como la encarnación misma de lo políticamente correcto, es decir, como la única forma adecuada de ejercicio del poder público, de las relaciones entre el poder y los ciudadanos y, más en general, de organización de todo el entramado político y social; tercero, en lo que toca a sus contenidos, debe ser vista como el continente de las normas, valores y principios que, precisamente, permiten la salvaguarda de la dignidad humana frente al ejercicio del poder público; cuarto, en lo que toca a sus posibilidades de entendimiento o a las técnicas de interpretación de sus normas (lato sensu), se trata de encontrar los caminos para dejar de expresar en exclusiva los sentidos textuales o gramaticales de los enunciados, para acometer el más complejo ejercicio de darle sentido a éstos a partir de los fines o funciones de la Constitución. A lo que se ha llegado es a hacer de las Constituciones la expresión correcta del constitucionalismo, en el entendido de que no se trata de un constitucionalismo cualquiera, es decir, de cualquier tipo de entendimiento previo de la Constitución, sino de un constitucionalismo dotado de ciertos supuestos y valores.
Si volvemos ahora a considerar las nociones de los constitucionalismos norteamericano y europeo, lo primero que podemos advertir es que ambos tuvieron orígenes semejantes y luego siguieron dos caminos diferentes. Sin embargo, lo que queda claro es que al recorrer esos caminos ambos modelos tuvieron la flexibilidad suficiente para admitir aquellas propuestas o reivindicaciones que, en principio, parecían contrarias al mismo constitucionalismo. Aun cuando fue más notable en Europa por las razones ya dichas, en los dos casos se pudo introducir esa posición inicialmente diferente a partir de la idea de que con ello se seguían actualizando o recreando los supuestos originarios, y siempre bajo la idea de que no existía una contradicción de fondo con el modelo general. En este sentido, al haberse insertado el constitucionalismo en los órdenes jurídicos, se logró que aquello que se había construido como mera propuesta comenzara a regir las relaciones jurídicas y a determinar el comportamiento social, lo cual permitió a su vez llegar a la idea de que en tanto aceptado, el modelo era correcto.
La segunda cuestión a apuntar tiene que ver con la situación que hoy en día guarda el constitucionalismo, toda vez que esa noción es la que deberemos enfrentar con el multiculturalismo. En este sentido, ¿conviene seguir considerando por separado a los constitucionalismos norteamericano y europeo, o es posible considerar que estamos frente a un solo tipo? Salvando las diferencias históricas, sí es posible comenzar a hablar de un mismo constitucionalismo, por el sencillo hecho de que se ha venido imponiendo el tipo norteamericano. Debido en buena medida a que el modelo más notable de la dinámica constitucional en el mundo de la Segunda Posguerra era el norteamericano, los países continentales con Constituciones propias comenzaron a imitar muchas de las soluciones jurisprudenciales y, de esa manera, fueron insertando en sus propios ordenamientos contenidos de fuerte raíz estadounidense. Sin embargo, y todavía con más presencia, los discursos constitucionales que se formaron a partir de los años ochenta encontraron grandes elementos en común, al punto que olvidaron muchas de sus diferencias históricas y comenzaron a plantear un discurso común. ¿Cuáles son los elementos fundamentales de este discurso? En primer término, se le asignó una posición superior al valor libertad, al punto de llegar a comprender que las funciones del constitucionalismo eran precisamente las de llegar a la juridificación del mayor número de posibilidades de realización de tal valor. En segundo lugar, se redujo considerablemente la consideración del valor igualdad (en su sentido material), de manera tal que las soluciones redistributivas que exige se vieron más como un producto de la política legislativa o del acuerdo partidista, que como un contenido constitucional a desarrollar. Finalmente, y como consecuencia de la posición determinante de la libertad, se produjo también el acotamiento de la democracia, esto en el sentido de que si bien es cierto que era un proceso abierto de toma de decisiones, el mismo quedaba sometido a las determinaciones previstas en la Constitución pero, sobre todo, a la particular forma de determinación de ésta a que daba lugar el constitucionalismo. La materialización del constitucionalismo se ha querido sustentar en una pluralidad de causas. Sin embargo, nos parece que lo que en realidad subyace es el cambio producido en el discurso de la filosofía política habido a comienzos de los años setenta, cuando nuevamente se entronizó a la libertad. Como había acontecido en sus orígenes, es la filosofía política la que determina el sentido del constitucionalismo. Sin embargo ahora, y una vez que se identificó el valor predominante, se reescribió la historia que va desde finales del siglo XVIII a fin de presentarla como un continuo (caso de los Estados Unidos) o la síntesis de una dialéctica (caso europeo). Cualquiera que haya sido el camino, lo que queda a final de cuentas es la libertad como eje fundamental a partir del cual debe concebirse al hombre, a la sociedad que éste construye, a los órganos que establece para su gobierno, a los preceptos constitucionales y al sentido que mediante la interpretación debe dársele a esos preceptos. Lo relevante aquí es que si bien es cierto que las bases fundamentales de éste discurso vienen dadas por la filosofía política, a final de cuentas se reformulan en un discurso constitucionalista a fin de que éste pueda cumplir sus funciones de puente entre esa filosofía y la positivización del derecho.
La propia necesidad del discurso constitucionalista por una amplia sustentación en el valor libertad, produjo lo que hasta entonces no se había dado: la progresiva materialización de sus elementos. En la evolución del constitucionalismo norteamericano o europeo, como ya vimos, existió cierto punto de flexibilidad o hasta de pragmatismo que permitió la incorporación de elementos que originariamente le resultaban antagónicos. A partir de tal incorporación, el discurso constitucionalista se veía engrosado, y aquello que en principio había producido rechazo, terminaba por conformarlo. Sin embargo, desde el momento en que el nuevo constitucionalismo ha materializado su concepto de libertad al punto de hacerlo irreductible, se está presentando la dificultad de que ni en las Constituciones ni, por ende, en las soluciones constitucionales, puede darse cabida a las posiciones “alternativas” que vayan apareciendo, lo cual se traduce en el hecho de que si estas posiciones son sustentadas por amplios colectivos, los mismos se encuentran en situación de irregularidad.
Una de las alternativas más importantes de nuestro tiempo, tanto por el número de personas que participa de ellas como por la combatividad de sus postulados, es sin duda el multiculturalismo. En su sentido más sencillo, el multiculturalismo plantea el reconocimiento de una serie de prácticas sociales y de ciertas formas de entendimiento del papel del hombre, la sociedad y el Estado que van en contra de las posiciones dominantes. En sus demandas, se plantea la necesidad de reconocer que al lado de ciertas prácticas generales, existen algunas otras que son completamente diversas y que deben ser reconocidas como válidas, permitir su establecimiento y, en caso de que así acontezca, admitir su expansión. Debido a que tales demandas se articulan frente a colectivos en posición predominante y, por lo mismo, debidamente respaldados por el orden jurídico, su posición no ha sido la de enfrentar directamente al orden jurídico, sino comenzar por plantear una pregunta mucho más básica y, en su concepción, preestatal: ¿por qué debe existir un modo único de convivencia o manifestación social? A partir de esta pregunta se impone de inmediato otra, en la cual se inquiere por las razones que llevan a sostener la existencia de una cultura única. Si se admite, en efecto, la existencia de una pluralidad de culturas como elemento social primigenio, el asunto está entonces en determinar por qué razones los órdenes jurídicos contienen únicamente los preceptos que expresan los contenidos de una cultura y no de otras.
Si, por vía de ejemplo, tomamos el caso de una de las manifestaciones más relevantes del multiculturalismo, el indigenismo, resulta que los movimientos indígenas tienen primeramente que delimitarse a sí mismo frente a los otros, entendiendo por éstos a otras comunidades indígenas y a aquellos grupos humanos que no tienen esa calidad. Para realizar este deslinde, tienen que recuperar, establecer o reformular, sus propios mitos, su propia representación de la sociedad y de sus autoridades, precisar sus formas de ejercicio de gobierno, las formas en que imaginan sus relaciones con los otros, etc. Una vez constituida esta posición, deberán llevar a cabo las demandas para lograr que aquel que está en una posición de dominio, comience por aceptar su diferencia, su autonomía, logrado lo cual se les podrá insertar en una nueva posición y jerarquía dentro del orden jurídico que continúa siendo dominante. Como puede verse, este complejo trayecto no inicia con las reivindicaciones jurídicas, sino que precisamente concluye con la juridificación de sus elementos distintivos, aquellos que les permitieron su diferenciación cultural respecto de otros colectivos.
Si quiere tener algún grado de eficacia, la lucha multiculturalista tiene que concluir con la juridificación de las diferencias culturales. En el pasado, muchas de estas diferencias fueron aceptadas como prácticas sociales válidas y después incorporadas a los órdenes jurídicos, al extremo de que hoy en día pueden formar parte de la cultura dominante. Sin embargo, muchas otras de esas prácticas no fueron aceptadas, y la razón fundamental de ello fue que con las mismas se quebraban los postulados fundamentales de la nación. Como ha sido bien explorado, una de las características generales de los Estados modernos es que se constituyeron bajo el mito de una sociedad perfectamente homogénea, conformada por hombres libres e iguales. Para lograr la imposición de este cambio fundamental, fue preciso elevar ciertos acontecimientos a la calidad de fundacionales, y desdeñar u ocultar muchos otros que guardaban algún sentido social. Este modelo imponía una cultura única dotada de ciertos contenidos, y excluía a los contenidos de otras culturas que fueran adversos al proyecto predominante. Mediante diversos métodos, que iban desde la persuasión a la cooptación o hasta la muerte, se logró una progresiva asimilación de los sujetos al punto que se vino a considerar que existía una cultura única en virtud de que existía una sociedad homogénea.
Al reaparecer los movimientos multiculturalistas en las décadas recientes, sus sostenedores tuvieron que hacer valer sus demandas de reconocimiento en un contexto nuevo a aquel que, por ejemplo, tuvieron los indígenas o los colonizados en los siglos XVIII y XIX, sencillamente porque debían aspirar a la constitucionalización de sus demandas. Las razones que determinaban llevarlas a esta nueva jerarquía eran, sencillamente, porque debido a la normativización de la Constitución, todo aquello que no estaba contenido en ella se consideraba disponible por las fuerzas políticas y no se entendía como uno de los elementos estructurales del Estado. Esta necesidad de constitucionalización provocó un severo problema, en tanto que las Constituciones se habían constituido ya en el espacio de expresión de cierto constitucionalismo. La juridificación de los contenidos propios de la expresión multiculturalista de que se tratara requería de su no contradicción con el constitucionalismo por dos razones: primera, porque el mismo constituía el discurso dominante que se había visto plasmado en los órdenes jurídicos; segunda, porque al ser los movimientos multiculturalistas no-dominantes y minoritarios, eran ellos los que habrían de incorporarse a los órdenes jurídicos, y no a la inversa.
Si el multiculturalismo requiere incorporarse a las Constituciones, y éstas están determinadas por el discurso constitucionalista, la pregunta de fondo que cabe plantear es la siguiente: ¿en qué medida es contrario el multiculturalismo al constitucionalismo, al punto que impida su inserción en las Constituciones dominadas por él? Para responder a esta pregunta no habremos de referirnos a un constitucionalismo histórico o ideal, sino exclusivamente a aquel que hoy en día está vigente, por la sencilla razón de que respecto a él pretende llevarse a cabo la incorporación señalada. Si volvemos a considerar los elementos que le dan sustento al constitucionalismo, fácilmente podemos apreciar que el multiculturalismo no se aviene a ellos. En primer término, está la diferencia entre las filosofías políticas de cualquiera de las expresiones multiculturalistas frente a la filosofía liberal del constitucionalismo. En este sentido, por vía de ejemplo, los indígenas sostienen una filosofía comunitaria que claramente choca con la liberal del constitucionalismo. En segundo término, está el problema de las formas de concepción de los individuos y su integración en la sociedad, pues ahí donde los multiculturalismos pueden considerar que esta última está fragmentada o se compone de una pluralidad de grupos o culturas que merecen reconocimiento y exigen formas específicas de regulación, el constitucionalismo sólo admite la existencia de una comunidad única con grados importantes de homogeneidad. En tercer lugar, la propia posición multiculturalista exige que los contenidos jurídicos reconozcan las diferencias entre los diversos grupos, de modo que lejos de demandar una regulación o aplicación uniformes, demanda que las normas se apliquen en razón de la pertenencia de los individuos a los distintos colectivos o culturas. Igualmente, demanda que la interpretación constitucional no se realice de modo que se pretenda darle satisfacción a un sólo valor o práctica social, sino que se generen métodos que permitan aplicar debidamente las normas propias de cada cultura, así como resolver los conflictos que se den por la aplicación de las mismas normas entre individuos pertenecientes a diversas culturas. En cuarto lugar, el multiculturalismo también demanda que para la determinación de los sistemas de elección de autoridades o de determinación de los contenidos jurídicos se tomen en cuenta los contenidos propios de cada cultura (sobre todo en la versión indigenista), mientras que el constitucionalismo no se aparta de los sistemas de democracia representativa o semidirecta. Finalmente, mientras el multiculturalismo exige admitir la fragmentación de la sociedad y, a partir de ahí, representarse a la Constitución como la expresión de esa fragmentación, el constitucionalismo demanda representársela como la expresión de una sociedad homogénea integrada por hombres libres e iguales.
Como se dijo, el problema con este tipo de enfrentamiento entre una forma constitucionalista como la que hoy en día es aceptada mayoritariamente, y la pretendida incorporación a los ordenamientos de cierto tipo de movimientos y demandas multiculturalistas, es que si los segundos son numéricamente importantes y cohesionados en cuanto a sus demandas, y éstas no son admitidas en el orden jurídico, habrá de producirse una situación de ilegalidad respecto de ellos. El asunto es relevante debido a que, en buena medida, muchos de los movimientos multiculturalistas plantean bases de legitimidad histórica y no pretenden la destrucción del orden jurídico, sino la incorporación de variados contenidos. Aun cuando en el pasado estos problemas se presentaron, terminó por dársele cabida a muchas de las alternativas planteadas debido a la flexibilización del constitucionalismo. Nos parece que el entendimiento fundamental del que se partió era que este último no debía constituirse en la forma de expresión de una sola filosofía política ni de un modelo unitario de sociedad, sino de modo mucho más complejo, que debía comprenderse como el discurso que permitiera darle cabida a diversas manifestaciones sociales. Si ello era así, y nos parece que lo fue, mediante ese discurso constitucionalista se podía llevar a cabo el diseño de los textos constitucionales, la determinación de sus normas, la interpretación de los sentidos de éstas, etc. En otras palabras, el constitucionalismo siguió sirviendo como el elemento discursivo que le daba cabida a las diversas opciones sociales y, desde ahí, determinaba el contenido de la Constitución a efecto de regular las relaciones que se dieran en una determinada sociedad. Si en nuestro días nos empeñamos en mantener un constitucionalismo como el imperante, resultará muy difícil lograr que en las Constituciones que se vayan estableciendo o aún en las establecidas, tengan cabida nuevas opciones sociales. Si llegamos a ese punto, el problema radicará en que quienes tengan que resolver los conflictos sociales a partir de sus disposiciones se encontrarán en dificultades pues necesariamente tendrán que marginar a todos aquellos cuyos proyectos sociales no se adecuen a la representación del derecho.
Debido posiblemente a las atrocidades cometidas en este siglo (nazismo, stalinismo, etc.), se ha ido buscando establecer las formas mediante las cuales se pueda sustentar como correcta una sola representación de la sociedad, del Estado y del hombre, misma que por lo mismo pretende ser llevada a las Constituciones para que desde ahí determine la validez de todas las normas del orden jurídico y, por ende, norme efectivamente las conductas humanas. Esta forma de ver las cosas se ha querido llevar a tales extremos que se pretende que la misma tenga una jerarquía superior, de manera tal que pueda ejercer un control efectivo aun frente a los procesos democráticos en los que se llegara a decidir la modificación en la Constitución de los supuestos del constitucionalismo. Quedando claro los orígenes y las preocupaciones de quienes sostienen esta nueva forma de constitucionalismo, el enorme problema que se presenta es, como ya se dijo, que el mismo impide la normativización de cualquier otra opción social o política que no tenga perfecta cabida en sus supuestos, lo cual se traduce en la negación del otro y en la imposibilidad de constituir un pluralismo que no pase estrictamente por el propio constitucionalismo. La cuestión aquí consiste en determinar si la búsqueda de solución a los problemas pasados, con todo y lo relevante que éstos hayan sido, no nos está impidiendo acometer los problemas que nos está imponiendo el cambio social que estamos viviendo.
Notas
* Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el IX Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad Libre de Derecho (ULD). El evento se llevó a cabo en la ciudad de México los días 8 y 9 de octubre de 1999.