Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 11, 1999
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Jesús Silva-Herzog Márquez
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México
La política supone un espacio, un territorio en el que se asienta una L comunidad y en donde se estructuran relaciones de poder. Porque es una actividad práctica necesita tierra. Ello lo ilustra claramente la filosofía política clásica. Para los griegos lo político estaba atado al espacio de la polis. Ahí, en la pequeña comunidad, en el diálogo cara a cara, podía haber política. La democracia de los antiguos requería un territorio público que, a la vez, fuera íntimo. Más allá de ese ámbito no era siquiera imaginable el cultivo de la ciudadanía. La enormidad territorial era una degeneración, una monstruosidad: la negación de la política misma; la privación de lo humano. Por ello el fin de la ciudad griega llevó a una profundísima crisis del significado de lo político en el mundo occidental.
Con la aparición de los estados nacionales el espacio se transformó radicalmente. Ya no se trataba de la ciudad sino del inmenso territorio de los estados. La idea de soberanía cumplió una función de enorme importancia: fundar un imperio sin restricciones, trazar una línea que separa dentro y afuera, nosotros y ustedes. Bajo esas categorías de confrontación se organizaba el universo de la política, quizá más importante: se hacía inteligible. A partir de entonces, cobra cuerpo la noción de Estado y se ubica el sentido de la política internacional. Impensable el juego político sin la bóveda última, sin la idea de límite que enmarca la lucha, sin esa hermética membrana que inventa el exterior. Indispensable para ubicar la provincia moderna del poder, la soberanía contiene filamentos de tiempos anteriores. Si regresamos hasta la fuente de la idea, podríamos advertir que en el concepto de soberanía hay un coletazo del mundo medieval. Vale recordar que Jean Bodin, el jurista que elaboró la primera teoría de la soberanía en 1576 era el autor de un manual de hechicería y un astrólogo que especulaba sobre el influjo de las estrellas en la ley y la política. Desde la publicación de los Seis libros de la República se ha definido al Estado a través de esa superstición, la soberanía. Un poder absoluto y perpetuo de hacer la ley sin el influjo de ningún otro poder. Las marcas de la soberanía eran, para Bodin, el poder dictar leyes, hacer la guerra, nombrar oficiales, juzgar en última instancia, establecer los impuestos, acuñar moneda, regular los pesos y las medidas. Poder impermeable y omnipotente.
A Carl Schmitt le debemos una de las exploraciones más interesantes y sugestivas del concepto. El abogado del nazismo argumentó que la soberanía –como buena parte de los vocablos de la política– no era más que teología secularizada. El Dios todopoderoso se viste de laico al convertirse en el soberano que todo lo puede. Si Dios demuestra su existencia a través del milagro, la soberanía habla en la excepción. Esta es la clásica fórmula de Schmitt: “soberano es quien decide en la excepción.” El poder soberano brota en el momento en que la regularidad se ha roto, cuando las reglas se han destrozado. Quien logra imponer su decisión cuando el manto de legalidad se ha aniquilado es el soberano. Es la crisis, no la normalidad, el momento privilegiado del introspección política. 1
Como se sabe, la idea de la soberanía de Bodin sirvió para afirmar el poder del Estado frente a las amenazas de fuera y dentro. Las monarquías contaban con un título jurídico para asentar legítimamente su predominio en su territorio y encarar los desafíos del exterior. La soberanía se convirtió así en la navaja que abre la política en dos hemisferios: el mundo de la política interna y el mundo de las relaciones internacionales. El tinte absolutista de la palabra es indeleble aunque diversos puedan ser sus titulares. Su nacimiento apuntala, en su primer tramo, a las monarquías absolutas. Sin embargo, el envase habría de ser empleado igualmente para albergar el proyecto democrático en su versión rudimentaria, preliberal. Rousseau coloca al Pueblo en el trono de la omnipotencia. Sin embargo, la naturaleza del sillón no cambia en lo más mínimo, no hay ninguna alteración de la idea subyacente: se trata de un poder absoluto e ilimitado que legisla sin ser legislable. El sustrato religioso continua: lo que hace Rousseau es sacralizar al pueblo y otorgarle los mismos atributos que los teólogos asignaban al Creador: lo sabe todo, lo puede todo, pero nunca puede obrar el mal. La soberanía es, irremediablemente, una idea con ansias de absoluto.
La democracia liberal asume que la soberanía popular es, apenas, título de legitimidad: un principio por el cual se entiende que sólo merece ser poder aquel que se construye de abajo, no el que cae de arriba. Pero si queremos penetrar en la dinámica misma del régimen pluralista, tendremos que valorar que, dentro del mundo de la democracia realmente existente el poder absoluto no tiene cabida. Como advirtió en su tiempo Benjamin Constant, la soberanía es un arma demasiado pesada para la mano del hombre. El sistema pluralista es, en consecuencia, un complicado régimen de moderación en donde no existe ninguna institución que pueda encarnar al pueblo. La democracia disuelve la idea de Pueblo. Así lo plantea Lefort, que entiende que el lugar del poder democrático es un sitio inocupable. Así lo reitera Roberto Esposito, quien plantea que la democracia “no es otra cosa que la ausencia de comunidad.” 2
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En uno de sus cuadernos personales, Paul Valéry escribió esta nota: “Hay que acabar con el dogma fatal de la soberanía y sostener el cada cual frente a los ídolos.” 3 Esta era la primera piedra de una teoría de la anarquía que el poeta solo llegó a bosquejar. Demoler el mito de la soberanía era el paso inicial para rechazar “la imposición fundada en lo inverificable.” No se necesita ser un poeta anarquista para observar los aprietos de ese “dogma fatal.” Vivimos el ocaso de la soberanía. Esa noción que, desde el siglo XVI, es la categoría fundamental para hacer y pensar la política, vive una profunda crisis. Sus marcas tradicionales se han evaporado. Ejército y moneda han dejado de ser prendas exclusivas del Estado. Las fronteras no detienen los flujos de dinero ni el intercambio de mercancías, no frenan la travesía de la información ni el vuelo de la cultura, no excluyen la interferencia de actores distantes en los procesos nacionales, ni sellan herméticamente el orden jurídico interno. Los bordes del Estado nacional, que antes era fortificaciones, se han convertido en coladeras. La poderosa corriente de la mundialización ha arrebatado al Estado el privilegio de ser el contenedor fundamental de la experiencia social.
Esa es una de las transformaciones más importantes de nuestro tiempo: la transfiguración del espacio político. Cuando hablamos de la internacionalización de la política interna, estamos atravesando un territorio vedado para la conciencia política moderna. Las coordenadas políticas de la modernidad se asientan sobre esa certeza: la sacralidad de la soberanía. Y lo que se resquebraja en estos momentos es, precisamente, ese basamento.
Pocos podrán repetir hoy la famosa frase de Fukuyama con reverencia. La idea del fin de la historia se ha convertido en el chascarrillo que exhibe la borrachera con que algunos celebraron el fin del comunismo. No ha terminado el tiempo pero a veces tenemos la impresión de que ha muerto el espacio. La globalización es, en ese sentido, el fin de la geografía. Los lugares más lejanos se enlazan cotidianamente, todo forma parte de una red universal, nuestra suerte está cifrada en las antípodas. El mundo se encoge: las noticias viajan velozmente por todo el planeta, caudales de dinero son trasmitidos electrónicamente en segundos, las fronteras hacen agua. La globalización no es resultado de una gran confabulación de los poderosos. Entender el fenómeno supone, en primer término, arrancarla de la lógica conspiratoria, esa fórmula mítica de entender al mundo como la sonaja que agita un personaje oscuro y omnipotente. Vivimos la globalidad porque, como señala Ulrich Beck, no hay espacios cerrados: “no hay ningún país ni grupo que pueda vivir al margen de los demás.” 4 El mundo se comprime por la revolución informática y de las comunicaciones, el carácter mundial de los mercados financieros, la internacionalización de la exigencia de respeto a los derechos humanos, la expansión multinacional de empresas y grupos no gubernamentales, la interdependencia ecológica. Todos estos hilos hacen de la globalización un fenómeno irreversible. Esa es la atmósfera de nuestro tiempo. Cualquier esfuerzo por pensar con seriedad nuestra realidad social y política necesita palpar la complejísima trama planetaria que se está formando. Querer evadir la globalización es tanto como querer largarse del planeta.
La mundialización no es, por cierto, cosa reciente. Para Edgar Morin la experiencia del mundo no nace del comercio o la guerra sino del contagio bacteriano. La era planetaria nace “con las primeras interacciones microbianas y humanas, luego con los intercambios vegetales y humanos entre el Antiguo y el Nuevo Mundo. Los bacilos y virus de Eurasia que siembran el sarampión, el herpes, la gripe, la tuberculosis caen sobre los amerindios, mientras que, desde América, el treponema de la sífilis salta de sexo en sexo hasta Shangai.” Ese es el principio biológico de la mundialización. Los siglos –agrega Morin– le han agregado un tejido comunicacional, cultural, comercial, tecnológico, mediático. Si antes vivíamos la Tierra-objeto, el nuevo siglo nos entregará una Tierra-Patria. 5
Decir que el mundo se integre históricamente como una comunidad de destino no significa que el mundo se uniforme. La mundialización no es igualación mundial: es, muy por el contrario, ligadura de diferencias. De ahí precisamente la intensificación de los intercambios: los capitales y los productos atraviesan el planeta porque hay enormes diferencias regionales. De lo contrario el viaje no se justifica. Decir por otro lado que la mundialización es imparable no significa que esa sea la única dirección del futuro. Actualmente recorremos también el camino en sentido contrario. Frente a la intemperie universal, el refugio de la identidad étnica, nacional, tribal, adquiere un nuevo atractivo. Lo cierto es que el Estado nacional, el viejo señor de la política, se encuentra aplastado por la pinza de lo planetario y lo provincial.
Hay que ver el fenómeno con realismo, es decir, alejados de cualquier idolatría. Se ha dicho que la globalización es un mito a la altura de un mundo sin ilusiones, una utopía postotalitaria, un marxismo puesto de cabeza que revive las tesis de la inevitabilidad histórica, el imperialismo de lo económico y la servidumbre de lo político. 6 La mundialización puede volverse un tapaojos doctrinario. Globalismo es, para Beck, la palabra que puede describir esta ceguera.
Por globalismo entiendo la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo. Ésta procede de manera monocausal y economicista y reduce la pluridimensionalidad de la globalización a una sola dimensión, la económica, dimensión que considera asimismo de manera lineal, y pone sobre el tapete (cuando, y si es que lo hace) todas las demás dimensines –las globalizaciones ecológica, cultural, política y social– sólo para destacar el presunto predominio del sistema de mercado mundial. 7
La globalidad se hace ideología cuando se coloca al mercado en el altar universal y se hace de cualquier regulación una herejía. Desde una perspectiva liberal, John Gray, biógrafo de Isaiah Berlin, advierte que los mercados no son fruto de la naturaleza sino artefactos construidos por el Estado. La política del dejar hacer, dejar pasar, fue posible en la Inglaterra del siglo XIX porque no había sólidas y eficaces instituciones democráticas. El mercado precisa reglas. Así, esta sociedad mundial de mercado adquere formas de “capitalismo globalmente desorganizado,” de “anarcocapitalismo.” De esta manera, en ausencia de sólidas instituciones políticas mundiales, la globalización se convierte en un proceso atropellado y pernicioso. Habitamos lo que Beck llama “sociedad mundial del riesgo”, la globalización hace de este mundo sin costillas institucionales un foco universal de contagios. La globalización ha liquidado los espacios aislados, secos, zonas intocadas por el flujo del mundo y nos ha convertido a todos en sujetos vulnerables. El globo como caldo infeccioso. En otras palabras: nada está lo suficientemente lejos para ser inofensivo.
Para ensayista francés Jean Marie Guéhenno, la globalización supone tal desarraigo, que lleva en sí el fin de la política. Nuestro mundo se ha vuelto perfectamente racional y sin embargo imprevisible: la modificación infinitesimal de una variable puede generar una fractura fundamental. La meteorología sería la ciencia mejor dotada para comprender estos fenómenos. Ese es el conformismo amenazante: pensar que no hay espacio para la inteligencia política, creer que la economía, como el clima, es incontrolable. 8 Frente a esta resignación vale la imaginación, la necesidad de reinventar la política en un mundo que empieza a salir del universo del Estado. Lo dice Václav Havel, Jefe del Estado checo, a partir de la guerra en Yugoslavia: la gloria del Estado–nación empieza su ocaso: “en el próximo siglo la mayoría de los Estados dejarán de ser entidades idolatradas y cargadas de emoción para convertirse en entidades mucho más simples y más civilizadas, en unidades administrativas menos poderosas y más racionales que representarán sólo una de las manera, complejas y compuestas de muchos niveles, en las que está organizada nuestra sociedad planetaria.” 9
El Estado abandona el territorio de la idolatría porque la soberanía deja de ser un dogma fatal. El viejo cuchillo conceptual de la soberanía ya no separa con nitidez el mundo de la política interna del mundo de la política internacional. Las fronteras del Estado no son ya las fronteras del sistema político. Pensando en México, es necesario reconocer que, más allá del Río Bravo, tras las costas del Golfo y del Pacífico, suceden cosas que afectan de manera importante y regular la vida nacional. E, incluso dentro de nuestras fronteras, actúan constantemente actores extranjeros. Mal entenderíamos estos fenómenos si seguimos considerándolos intervenciones repugnantes que deben ser rechazadas desde la trinchera emotiva de la soberanía. Se trata ya de una actuación constante de una multitud de actores extranjeros dentro de la política mexicana. La prensa norteamericana, los organismos internacionales no gubernamentales, el Congreso de los Estados Unidos, los medios europeos, los inversionistas extranjeros son ya parte integrante del sistema político mexicano. Más nos vale reconocerlo. No se trata de cuestiones diplomáticas, de asuntos propios de las relaciones internacionales. Es la actuación política cotidiana de agentes no nacionales.
Si logramos escapar de la coraza nacionalista de la soberanía podemos analizar la participación de esos agentes sin impugnarla por principio. La nueva política habrá de reconocer que sus componentes desbordan los linderos del Estado. El dogma del hermetismo se ha roto y eso exige abrirse a la innovación. Phillipe Schmitter ha sugerido, por ejemplo, el establecimiento de representaciones paralelas entre estados que tienen un intercambio especialmente intenso: insertar representantes un estado en los cuerpos legislativos de otro país. Luigi Ferrajoli traza las ideas centrales de un constitucionalismo global, David Held pretende contruir un modelo de democracia cosmopolita. Los horizontes de la imaginación son siempre intocables. Lo que sí parece claro es que el “dogma fatal” de la soberanía del que hablaba Valéry empieza a quebrarse.
Notas
1 Carl Schmitt, Political Theology, Boston, Massachusets, MIT Press, 1985.
2 Claude Lefort, “La cuestión de la democracia,” en Ensayos sobre lo político, Editorial Universidad de Guadalajara, 199. Roberto Esposito, Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política. Editorial Trotta, Madrid, 1996.
3 Los principios de anarquía pura y aplicada. Barcelona, Tusquets, 1987.
4 Ulrich Beck, ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona, Paidós, 1998. Anthony Giddens entiende por mundialización “la intensificación de las relaciones sociales en todo el mundo por las que se enlazan lugares lejanos, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia o viceversa.” Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza Universidad, 1993, p. 67
5 Edgar Morin y Anne Brigitte Kern, Tierra-Patria, Barcelona, Editorial Kairós, 1993, p. 17 y ss.
6 La más aguda crítica al perfil utópico de la globalización la he encontrado en el ensayo de John Gray, False Dawn, Londres, Granta, 1998.
7 Beck, obra citada, p. 27.
8 Jean Marie Guéhenno, El fin de la democracia. La crisis política y las nuevas reglas del juego, Barcelona, Paidós, 1995
9 Václav Havel, “Kosovo y el fin del Estado-nación,” Letras libres, agosto de 1999.
* Los cuatro primeros textos que se reúnen bajo este título fueron presentados enla mesa redonda Derecho, estado y globalización correspondiente al Coloquio deFilosofía del Derecho, XIV Congreso Interamericano de Filosofía y X CongresoNacional de Filosofía. El evento se llevó a cabo en la Ciudad de Puebla, México, el17 de agosto de 1999.