Globalización y federalismo*, a

Alberto Díaz Cayeros
Centro de Investigación para el Desarrollo, A.C. (CIDAC), y Profesor Visitante en la Universidad de Stanford, Estados Unidos

Globalización y federalismo*, a

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 11, 1999, pp. 57 -74

1. Introducción.

La globalización es un tema ubicuo en las discusiones actuales de las ciencias sociales. Es también uno de los más incomprendidos. Tanto economistas como sociólogos se han aproximado al fenómeno de la globalización desde perspectivas limitadas, que se beneficiarían mucho de tomar más en serio las aportaciones de los otros. La principal limitación de los economistas se relaciona con el modelo filosófico subyacente que comparten, en el cual se entiende a la sociedad como un conjunto contractual de individuos, culturalmente homogéneos, que no da cabida a la diversidad multicultural. La limitación más evidente en la aproximación de los sociólogos radica en una incomprensión del poder explicativo del enfoque económico y una falta de atención a la evidencia empírica sobre los procesos económicos que están estudiando.

Algunos críticos de la globalización han argumentado que, ante la debilidad del Estado nacional, son necesarias repuestas transnacionales (Beck, 1998, Soros, 1999). Si bien no hay duda de esto, este ensayo argumenta que la respuesta transnacional tiene que venir acompañada por una visión de cómo lograr acuerdos entre localidades en algo análogo a un pacto federal en el ámbito global que vaya más allá de los estados nacionales. El federalismo global pudiera ser el único diseño institucional capaz de responder a los retos que enfrentan los gobiernos de hoy. En esa visión federalista, el contractualismo de los economistas se vuelve necesario como marco conceptual desde el cual se puedan entender los límites y posibilidades de la cooperación. Sin embargo, se trata de un contrato en la diversidad, para el cual las respuestas sociológicas tienen mucho que ofrecer.

Antes de desarrollar la discusión, conviene aclarar un punto fundamental sobre la relación entre globalización y Estado nacional. Muchos debates sobre la globalización comparten un argumento falaz, que rara vez es expresado de manera explícita por los estudiosos, pero que debe ser extirpado de raíz para generar una discusión constructiva. El argumento resulta, además, inútil, pues no proporciona una respuesta práctica sobre qué hacer frente a la nueva realidad mundial. Aún y si el argumento fuera verdadero, su verdad resultaría trivial frente a la obligada reconceptualización del Estado que la globalización ha generado.

El argumento dice algo así como lo siguiente:

  1. Tesis 1: la globalización provoca condiciones de creciente desempleo y empobrecimiento de los habitantes en aquellos países inmersos en el mercado internacional.

  2. Tesis 2: el Estado nacional puede hacerse impermeable y conservarse territorialmente cerrado, por lo que un país puede, a través de su Estado nacional, abstraerse del mercado internacional.

  3. Por lo tanto: el estado nacional puede asegurar el empleo y la riqueza abstrayéndose de la globalización.

Para empezar, las dos tesis son probablemente falsas. En el caso de la primera, su validez dependería de evidencia empírica que indicara, por ejemplo, en un estudio comparativo que los países más insertos en los mercados internacionales fueran también los más propensos a la pobreza y al desempleo, a lo largo del tiempo. Se tendría que mostrar que al aumentar la apertura comercial o la inserción al ámbito global, aumentara también la pobreza y el desempleo. Los estudios recientes de Geoffrey Garrett (1998) y Charles Boix (1998) de hecho sugieren que esto no es así: en los países más insertos en la globalización, en los cuales los flujos de comercio internacional tienden a crecer más rápido, se desempeñan mejor en inflación y desempleo que aquellos menos abiertos.

Pero aún y si se encontrara evidencia en favor de la tesis 1, o supusiéramos que por falta de evidencia concluyente ésta tesis fuera correcta, la tesis 2 tiene problemas serios. Como uno de los estudiosos más lúcidos de la globalización reconoce, “No existe alternativa nacional a la globalización. Quizá si, en cambio, exista en el ámbito transnacional” (Beck, 1998:216). La argumentación que está detrás del comentario de Ulrich Beck tiene que ver con que “el monopolio de la violencia estatal se ha acabado, como otros monopolios” (Beck, 1998:221). Es decir, los Estados nacionales impermeables que se soñaron en el siglo XIX y se volvieron casi realidad con las políticas keynesianas de mediados del siglo XX, son hoy ya cosa del pasado.

Pero por si esto no fuera suficiente, la conjunción de las dos tesis en una conclusión no es necesaria: desde el punto de vista lógico nada asegura que un estado abstraído de la globalización pudiera garantizar empleo y riqueza. Esto es porque en realidad lo único que se puede afirmar si ambas tesis fueran verdaderas –que a mi modo de ver no lo son– sería que un país rico y con empleo no estaría globalizado. Los países ricos sufren de una crónica problemática de desempleo, pero claramente se encuentran globalizados. La evidencia contundente de países cerrados al comercio exterior, como Corea del Norte o durante décadas Albania, muestra que no existe una relación ni necesaria ni suficiente entre desarrollo económico o riqueza y autarquía económica.

¿Cómo construir respuestas a la globalización? Este texto se organiza en tres secciones además de esta introducción. Las siguiente sección discute los límites de los enfoques económico y sociológico que generalmente dominan las discusiones del tema de la globalización. Si bien se simplifica enormemente la visión desde esas profesiones, el punto que se persigue es enfatizar la manera como la visión contractualista es generalmente poco comprendida, y si bien tiene limitaciones, también tiene mucho que ofrecer. En particular, la sección 2 se pregunta de qué tradición filosófica proviene la disciplina económica al discutir la globalización, y discute brevemente la principal falla de los sociólogos que consiste en desconocer los fundamentos de dicha tradición filosófica además de frecuentemente relegar evidencia empírica sobre la globalización. La sección 3 discute qué respuesta es posible y necesaria para un mundo global, ofreciendo el concepto de “federalismo global” como base de una avenida promisoria. La última sección concluye con una serie de interrogantes que deberían orientar la discusión sobre la globalización en el futuro.

2. La tradición filosófica de los economistas.

Existen buenas razones para que los economistas tengan una visión relativamente pobre sobre la globalización. No es por una conspiración del gremio contra el resto del mundo que los economistas tienden a ver el mundo con ojos simplistas, perdiendo de vista complejos fenómenos culturales, sociales o políticos que han acompañado al proceso de globalización. Los mitos de lo que Ulrich Beck llamaría el “globalismo” son compartidos por la mayoría de los economistas porque la matriz filosófica de la que provienen resalta aspectos de la realidad relacionados con el libre intercambio y el interés material propio. Esto no es necesariamente negativo, pues la selectividad de la visión filosófica de los economistas les permite enfocar los problemas que les interesan con gran efectividad. Los economistas tienden a ser humeanos, utilitaristas, o –en las contadas ocasiones en que buscan una mayor sofisticación filosófica– rawlsianos. Sus concepciones de cómo se construye una sociedad colocan en un lugar central la idea de un contrato social de individuos libres, orientados a una moralidad más instrumentalista que deontológica. Dentro de la concepción de una sociedad bien ordenada (el término es de Rawls) subyace la idea del consenso mutuo al que se puede llegar por la vía racional de la negociación y las decisiones egoístas los individuos.

En el caso de los economistas más afines con la filosofía de David Hume, se rescata una de las herencias más ricas y que más ha contribuído a la economía política, a saber, la ilustración escocesa, tradición a la que perteneció también Adam Smith. Simplificando enormemente, en la visión humeana la reciprocidad se encuentra al centro de las relaciones humanas. Por medio de la simpatía (o en las formulaciones más contemporáneas, la empatía) los individuos pueden razonar en una posición naturalista original, en la que los hombres (y supongo que también las mujeres) pueden acordar un contrato social. Centrales en esta visión filosófica están la noción de equilibrio y los incentivos contractuales, que si bien no se formulan en Hume con estos términos, están ya presentes en su pensamiento.

La visión humeana en términos de la globalización pondría una gran esperanza en la posibilidad de llegar a arreglos institucionales multilaterales, en que las naciones pueden apreciar las ventajas de comerciar libremente y acordar tratos de reciprocidad, que precisamente constituye uno de los elementos centrales de la Organización Mundial de Comercio y los acuerdos regionales de libre comercio como el Mercosur o el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte).

El grupo más numeroso de economistas en cuanto a su matriz filosófica es probablemente el de aquellos cercanos a los utilitaristas, en particular Bentham, Mill y quizá Harsanyi (aunque la visión bayesiana de Harsanyi se aleja de maneras importantes de una visión utilitarista pura). El criterio básico de bienestar en esta visión filosófica consiste en maximizar la suma de utilidades individuales, o en la frase de Hutchinson, “la mayor felicidad para el mayor número”. Los esfuerzos conceptuales se dirigen en esta visión hacia construir funciones de bienestar que puedan resolver los complejos problemas no sólo técnicos sino también filosóficos de cómo hacer comparaciones interpersonales de utilidad o generar funciones de bienestar individual que pasen de la ordinalidad a la cardinalidad, para luego agregarlas socialmente. Al centro de esto se encuentra el problema del teorema de Arrow, de la imposibilidad de construir funciones sociales de utilidad que satisfagan una serie de criterios axiomáticos mínimos (transitividad, dominio universal, Pareto optimalidad, independencia de alternativas irrelevantes, y no dictadura).

La simplificación de encontrar un equivalente monetario de todo aquello que genera bienestar resuelve muchos de estos problemas, pues elimina el axioma de dominio universal: en lugar de permitir cualquier tipo de preferencias, se tiene una función monotónicamente creciente en que siempre se puede afirmar que más dinero es mejor que menos, y todo se puede medir en su equivalente monetario. Esto hace que los economistas sean acusados, con razón, de medir todo en términos monetarios. Pero al mismo tiempo el supuesto de utilidad monotónicamente creciente permite resolver problemas técnicos muy serios para asegurar que el riguroso aparato teórico que utilizan los economistas llegue a conclusiones simples y elegantes. Por supuesto que el artificio de funciones de utilidad cardinales no resuelve los problemas filosóficos, pero explica por qué a ojos de otros gremios los economistas son simplistas y poco sofisticados. En realidad haber llegado a esta solución fue un proceso sumamente sofisticado, aunque pocos economistas estén conscientes de los supuestos y argumentos que conlleva.

En la práctica, el salto crucial de las visiones utilitaristas que más se critica es otro, que tiene que ver con la pretensión de que el estándar de maximización de bienestar y Pareto optimalidad sea considerado como un visión neutral, a partir de la cual se habla de una “perfección moral” en la sociedad. En particular, una visión utilitarista pura no toma en cuenta la distribución, por lo que dada una cierta dotación inicial de factores, se considera como “bueno” un resultado en que coexistan ricos con pobres, aunque la desigualdad sea consecuencia de las dotaciones iniciales. En términos de la globalización, los utilitaristas enfatizarían que el libre comercio internacional acerca a los países, por medio del libre intercambio, a un óptimo de Pareto, sin importar el hecho de que algunos países estén especializados, dadas sus dotaciones iniciales de capital físico y humano, infraestructura, tecnología, trabajo y recursos naturales, en productos de bajo valor agregado, mientras que otros exportan productos de mayor valor agregado.

La visión de John Rawls es la más compleja de todas, y sin duda la más influyente en los debates filosóficos sobre el liberalismo. Simplificando enormemente, se puede hablar de que la construcción rawlsiana parte de una posición original que logra generar un imperativo categórico kantiano, por medio del artificio del velo de ignorancia. El primer Rawls de la Teoría de la Justicia es el más conocido por los economistas. Del artificio del velo de ignorancia se generan dos principios de justicia, uno relacionado con la libertad y el segundo con la diferencia. El segundo principio de justicia, el principio de diferencia, involucra asegurar ciertos bienes primarios a los individuos en peor posición. En términos concretos, el principio de diferencia se puede encontrar plasmado en la visión del desarrollo del Banco Mundial y otras agencias multilaterales, que proponen que la prioridad de la ayuda internacional se coloque en promover mejorías en educación, salud y nutrición, sin abandonar la inserción en los mercados internacionales como el modelo básico para el desarrollo económico. Así pues, la globalización es aceptada, pero no sin llevar a cabo acciones públicas para generar mínimos aceptables.

Aunque los debates en torno a Rawls son enormes, lo que deseo resaltar aquí es que la visión moral compartida por la mayoría de los economistas no es una visión rawlsiana, pues ésta no es consecuencialista, ni tampoco utilitarista, pues parte de una matriz kantiana y no acepta como correcta la suma de utilidades, sino que propone un ordenamiento lexicográfico de valores. Esto sugiere que aunque los economistas acepten un concepto como el de “necesidades básicas” para temas tales como el del combate a la pobreza, en la mayor parte su concepción de cómo funciona la sociedad esta basada en una concepción de un contrato de individuos aceptado exclusivamente por las consecuencias que genera en términos de mayor bienestar (utilidad) individual.

Una aspiración común de las visiones contractualistas de los economistas es extender la lógica del mercado para encontrar la manera de solucionar el problema del orden social. Esto se lograría por medio de compromisos individuales auto-cumplibles, que no dependan de un imperativo moral, aunque lo produzcan como equilibrio (Binmore, 1998). En otras palabras, la idea de partida es que los individuos crean un orden social en el que están dispuestos a superar el dilema hobbesiano en la medida en que individualmente están dispuestos a cumplir por interés propio con un compromiso de no violentar el orden social. Si su cálculo individual de beneficios y costos implica que sea mejor no cumplir con el orden social que cumplirlo, la idea básica es que se optará por la violencia, el oportunismo y el engaño. Así pues, promesas que no sean autocumplibles en el sentido del análisis costo-beneficio antes señalado, son promesas vacías, o en términos de teoría de juegos, estrategias no creíbles. Ahora bien, puede ser que millones de acciones individuales, por medio de un mecanismo análogo a la “mano invisible” smithiana, generen una sociedad en que las consecuencias son que nadie actúa dañando a los otros. Pero esto proviene del propio interés, no de un imperativo moral.

El problema central en esta visión es, pues, cómo crear un contrato que pueda ser autocumplible. Esto ha sido discutido en la forma más sofisticada por estudiosos de la teoría de juegos, que han sabido incorporar las discusiones de filosofía política a su aparato teórico, dentro de los cuales sobresale el trabajo de Ken Binmore (1998). Para Binmore, el proceso de negociación (bargaining) sobre un contrato social debe ser distinguido de un proceso previo a la negociación en donde se presenta el regateo (haggling). Ambos procesos –de regateo y negociación– pueden ser modelados formalmente. Pero lo importante desde su punto de vista es que mientras en una negociación prevalece una relación de tipo cooperativa, en que las partes pueden todas mejorar si logran llegar a un acuerdo, en el regateo lo que existe es una relación no cooperativa en que las partes conciben su problema como uno de juego suma cero, en que lo que gana un jugador lo pierde necesariamente el otro. Esta visión de Binmore corresponde muy de cerca de lo que los economistas conciben en su Weltanschaung como la manera en que se llevan a cabo las relaciones sociales. Por una parte, siempre se pretende regatear para obtener lo más posible; pero por otra parte el intercambio siempre es provechoso para las partes y siempre es mejor que no llevar a cabo la transacción.

Así pues, implícitamente el contrato social es para los economistas el producto de una combinación de comportamiento cooperativo y no cooperativo: lo primero porque se supone existen mejorías en el sentido de Pareto de vivir en una sociedad ordenada; pero lo segundo porque los actores individuales tienen dilemas de tipo distributivo que resolver en que uno gana a costa de otro. Binmore señala que esa visión contractual es acorde con lo que se conoce como el “programa de Nash” que consistía precisamente en que la teoría de juegos pudiera conciliar una visión cooperativa y no cooperativa dentro del mismo marco teórico.

Regresando al tema de la globalización, ¿es posible extender una perspectiva contractual como esta desde la pequeña comunidad, a las ciudades, pasando por los estados nacionales, hasta llegar al mundo? Las diferencias culturales reales que existen en ámbitos cada vez más amplias no necesariamente generarían el mismo entendimiento de lo que se está regateando y negociando. Esto es, quizá el problema más serio de las visiones contractualistas en el contexto de una sociedad multicultural (Kymlyka, 1997), o de un mundo de “choque de civilizaciones” (Huntington, 1996) es cómo saber qué mecanismos de coordinación sobre equilibrios pueden existir cuando las culturas son diferentes.

En un mundo previo a la globalización las culturas podían tener fronteras más o menos definidas geográfica y geopolíticamente, de manera tal que sus interacciones eran limitadas. Si bien en el siglo XIX existieron mercados muy abiertos al comercio internacional, esto sucedió en el contexto de enclaves comerciales de los grandes imperios europeos. Para la mayor parte de la población de los países con culturas diferentes a la europea la globalización no afectaba su forma de vida, pues Europa estaba muy lejos. Sin embargo, con la globalización el concepto de distancia se relativiza, pues esta ya no es función de la geografía y las barreras naturales o artificiales que pueden separar a los pueblos, sino de la información, la tecnología y la educación. En este contexto, los actores pueden interactuar, directamente no importa cuan distantes se encuentren en términos geográficos. Los actores políticos se enfrentan con un gran reto, pues los gobiernos tienen que proporcionar una serie de bienes públicos que permiten tener acceso a la información, la tecnología y la educación, pero se debe definir la distribución de los costos y beneficios de esos bienes públicos, en un contexto culturalmente heterogéneo.

Las diferencias culturales pueden ser una barrera real para llevar a cabo transacciones de manera exitosa. La teoría de juegos y el concepto de “puntos focales” es relevante en este punto. Uno de los problemas serios de la teoría de juegos como herramienta de pronóstico sobre la solución a un problema radica en la posibilidad de que existan equilibrios múltiples, esto es, una infinidad de soluciones que satisfagan criterios de racionalidad, pero que abarquen un amplio espectro. Si no existe un mecanismo evidente de coordinación sobre cuál equilibrio escoger, puede ser que los actores no logren alcanzar una solución. Una manera como los actores logran resolver este problema es cuando existe lo que se conoce como un “punto focal” que llama la atención sobre cual es el equilibrio natural a escoger.

Un ejemplo notable de la especificidad cultural de los “puntos focales” lo proporciona David Kreps. Consiste en un juego sencillo, en que dos personas tienen que repartirse 8 ciudades de Estados Unidos: Boston, Los Angeles, Miami, Nueva York, Portland, San Francisco, Seattle y Washington. Sin ponerse de acuerdo, ni poder comunicarse o negociar, deben repartirlas de manera tal que ninguno de los dos tenga una ciudad repetida. Si alguna ciudad se repite, no reciben ninguna recompensa. Si sobra alguna ciudad, no reciben recompensa alguna. No importa cuantas ciudades o qué ciudades tenga cada quien, si logran repartirse todas las ciudades sin repetir ninguna, obtienen una recompensa.

El juego es cooperativo en el sentido de que se obtiene recompensa sólo si ambos jugadores escogen las ciudades “correctas”, pero podría ser no cooperativo y de todas maneras generar resultados análogos en que conviene, por interés propio, escoger las ciudades “correctas”. Para hacer el juego más simple, al jugador A se le asigna Boston, y al jugador B se le asigna Portland, teniendo que repartirse el resto.

Este juego tiene múltiples equilibrios, pues existe una gran cantidad de combinaciones de ciudades que proporcionarían la recompensa. Por ejemplo, un equilibrio sería que A se quedara sólo con Boston, sin reclamar ninguna otra ciudad, mientras que B tomara todas las ciudades. En este juego los jugadores no se comunican, por lo que aunque éste es un equilibrio posible que proporciona recompensa a ambos jugadores, no resulta muy “natural”. Parecería más natural que a cada quien le tocaran cuatro ciudades, repartiendo “por mitad”, que es una forma comúnmente aceptada y acorde con ciertas nociones intuitivas de lo que es “justo”. Pero aún dividiendo cuatro ciudades a cada quien, queda la duda de qué ciudades escoger para tener un arreglo que no repita ciudades. Cuando Kreps ha hecho que estudiantes estadounidenses realicen este juego, se encuentra un división “natural” que consiste en que el jugador A toma todas las ciudades de la costa este de los Estados Unidos, y el jugador B toma las de la costa oeste. Este equilibrio se logra gracias a un “punto focal” que está culturalmente definido y requiere de cierto conocimiento de la geografía del país, además de una expectativa de que el otro jugador también conoce esta geografía. Cuando el juego se hace incluyendo estudiantes que no provienen de Estados Unidos, generalmente falla este punto focal. Algunos usan el orden alfabético como criterio de división. Otros piensan en la importancia de las ciudades. Pero generalmente el tema central es que los jugadores entran a un juego como el de Sherlock Holmes y Moriarty en que tratan de adivinar la estrategia del otro, sin tener elementos culturales comunes sobre los cuales se puedan construir las expectativas.

Este ejemplo debe ser suficiente para convencernos de que los sociólogos tienen toda la razón cuando afirman que los contratos entre individuos en un mundo multicultural son algo mucho más complicado de lo que la pura visión económica sugiere. Los sociólogos capturan correctamente tendencias muy amplias de las transformaciones culturales, políticas y de organización del trabajo que caracterizan el mundo actual. Ejemplos recientes de libros muy leídos, preparados por sociólogos, sobre la problemática global, son ¿Qué es la Globalización? de Ulrich Beck, El Horror Económico de Vivian Forrester o La Trampa de la Globalización de Hans-Peter Martin y Harald Schumann. La riqueza de análisis de dichos libros o ensayos se ve limitada, sin embargo, porque los sociólogos tienden a ser sumamente ingenuos respecto al proceso económico, probablemente debido a un entendimiento relativamente pobre de las teorías contractualistas. En particular, los sociólogos se caracterizan por un rechazo casi visceral al individualismo metodológico, tan preciado por los economistas, lo cual los coloca en marcos teóricos prácticamente ininteligibles para un economista. Existen, como en todo, excepciones a estas afirmaciones, piénsese, por ejemplo, en el sofisticado trabajo de Gary Gereffi (Gereffi y Korzeniewicz, 1996) sobre las redes de subcontratación y la producción en el Este de Asia.

Una buena respuesta sociológica a la globalización debe empezar por un entendimiento sofisticado de lo que la ciencia económica ofrece. Max Weber, entendía los avances más recientes de la economía marginalista y las discusiones austriacas contemporáneas de su tiempo, y aceptaba sus explicaciones para entender procesos de racionalidad instrumental. Su crítica radicaba en que esa racionalidad era insuficiente para entender los procesos sociales. Su pensamiento era incluyente desde un punto de vista teórico. Los sociólogos actuales tendrían mucho que aprender de los economistas neoclásicos, siempre y cuando estén dispuestos a reconocer que la explicación económica no lo es todo.

Pero existe un segundo problema más serio de los análisis sociológicos de la globalización, que –reconozco– son hasta el momento los más críticos, incisivos e interesantes. Paradójicamente para una profesión en que se tiende generalmente a la inducción y la observación del detalle, muchos de los estudiosos son poco cuidadosos con el uso de datos macroeconómicos o las tendencias de la información estadística que usan para apoyar sus argumentos.

Los ejemplos más típicos de un mal manejo de la evidencia por parte de los sociólogos son la manera en que se combinan flujos y acervos al hacer comparaciones, como se continúa analizando la distribución funcional del ingreso, cuando la desigualdad es fundamentalmente por salarios, no por ingresos de capital; o cuando se afirma que la base fiscal de un estado está en las empresas. Ulrich Beck, por ejemplo, discutiendo el tema de la base fiscal, menciona como un dato preocupante que en los países desarrollados, entre 1989 y 1993 cayó en 19% lo recaudado de las empresas. Sven Steinmo, en su excelente libro sobre los sistemas fiscales, muestra, sin embargo, que los países ya no dependen de los impuestos corporativos. Lo que pudiera ser impuestos redistributivos (renta, ganancias corporativas, propiedad y riqueza como porcentaje del total de la recaudación) constituyen en Suecia 46.7%, Reino Unido 52.4% (aunque 38.9% sin los impuestos a la propiedad) y Estados Unidos 54.5%. Esto se relaciona fundamentalmente con la importancia que tienen hoy en día los impuestos al consumo dentro de las bases fiscales modernas. Aunque la estructura fiscal varia entre países, en general, en los países de la OCDE los impuestos más importantes son: 1) seguridad social; 2) renta; 3) consumo; 4) propiedad (predial); y sólo en último lugar, 5) ganancias corporativas. Excepto Japón, Reino Unido y Bélgica, la recaudación por ganancias corporativas es de sólo un 2% del PIB (parecido a lo que se recauda por prediales), mientras que por renta personal o consumo está se encuentra por arriba del 10% cada uno. Así pues, una caída de los impuestos cobrados a las empresas que se ve como una de las consecuencias directas de la globalización no resulta particularmente preocupante si se piensa que la base fiscal con que los gobiernos financian los bienes y servicios que proporcionan está en otra parte.

El punto de este comentario no es poner en entredicho el análisis de Ulrich Beck, que en otros sentidos es sumamente lúcido, sino resaltar que para hacer un buen análisis de la globalización se tiene por fuerza que empezar por tener datos sólidos y un análisis económico sofisticado, seamos politólogos, sociólogos o abogados. Pero quizá yendo más allá del aspecto puntual del buen uso de datos empíricos, la cuestión es que los observadores y comentaristas de la globalización pueden aprender mucho de tomar a los economistas en serio. Existen buenas razones para que la visión de los fenómenos sociales de los economistas sea limitada y reduccionista, pero entre dichas razones no está una conspiración de los poderosos contra las débiles víctimas de la globalización.

3. Respuestas políticas a la globalización: un contrato para el federalismo global.

En el contexto de una globalización que no puede ser detenida, la visión contractual tiene algo importante que ofrecer, pues puede resolver el problema fundamental de “cómo vivir juntos”, en términos de Alain Touraine, pero siendo diferentes. En particular, la posibilidad de un “federalismo global”, en el cual unidades políticas pequeñas, más homogéneas que la unidad nacional, puedan establecer un contrato que les permita convivir de manera cooperativa, beneficiándose de los mercados globales en los términos que ellas mismas se propongan, pero teniendo al mismo tiempo una protección nacional frente a los riesgos del exterior, puede volverse central en la futura evolución del mundo en que vivimos.

Existen sobre la mesa varias propuestas de respuesta a la globalización. La Unión Europea como realidad es de hecho una respuesta clara, como lo son otros regionalismos en ciernes. Sin embargo, la gran pregunta que surge de los acuerdos multilaterales parciales es si éstos se pueden convertir con el paso del tiempo en “fortalezas” que abran el camino para verdaderas guerras comerciales entre bloques regionales. En el caso de la UE, los países europeos han estado dispuestos a renunciar no sólo a las fronteras internas, pero incluso al uso de monedas propias. El concepto de soberanía se ha desdibujado, para ser sustituido por una soberanía más amplia. Pero está por verse si un arreglo como el europeo, en el cual se parte de una matriz cultural relativamente homogénea, es suficiente. Nótese la enorme dificultad que los europeos mismos han tendido para integrar a sus minorías culturalmente diferentes como los migrantes del norte de Africa, los gitanos, o a los musulmanes de Bosnia.

Ulrich Beck habla de la posibilidad de una soberanía incluyente, en la que los estados actúen de manera colectiva buscando conservar el consenso, los empleos, los impuestos y la libertad. Pero esa soberanía incluyente no parece ser suficiente sin un andamiaje institucional que permita abrir foros y espacios de discusión en que se tomen decisiones para el futuro común, no sólo de los países sino de regiones enteras. Para Alain Touraine se debe buscar “una política del sujeto” en la que se reconozca la diversidad cultural, se rechace la exclusión (de las mujeres, los pobres o los migrantes), y se asegure el “derecho de cada individuo a una historia de vida en que se realice, al menos parcialmente, un proyecto personal (y colectivo)”. Curiosamente, la salida de Touraine no está demasiando lejos de la de un liberal que contemple y tome en serio las diferencias culturales como Kymlika. Pero aún esta salida no nos habla de las estructuras políticas que serán necesarias para que esos proyectos personales se realicen.

Un enfoque más promisorio consiste, a mi modo de ver, en tomar en serio la idea de que la globalización obliga a un “federalización de la política”, en términos del propio Ulrich Beck. Esto es, se tiene que pensar en acuerdos políticos que sean análogos a los que conocemos en los pactos o contratos federales, por medio de los cuales las localidades puedan disfrutar de los beneficios de la globalización, pero al mismo tiempo se protejan de algunos de sus riesgos. Esta federalización no implica una menor importancia de la política, aunque sí quizá de aquella circunscrita al ámbito de los estados nacionales. En un sistema federal la política no desaparece, sino que al contrario, se vuelve más compleja, porque como diría Josep Colomer, los actores con poder de veto se multiplican. Esto es, debido a que los intereses representados por los actores políticos son más localistas, y que existen varios ámbitos de representación que van desde la localidad más pequeña hasta la más amplia, los actores políticos tienen que negociar simultáneamente a varios niveles. Y los arreglos institucionales le otorgan poder a los distintos actores que pueden ejercer un veto sobre ciertas decisiones que afecten sus intereses. Lo que esto implica es que las capacidades de negociación y compromiso se vuelven esenciales en el oficio político. Se debe recordar, especialmente, que sin instituciones correctamente diseñadas las fuerzas centrífugas del federalismo pueden fracturar a la unidad política.

Ulrich Beck supone que de darse un estado transnacional éste abriría la puerta a un nuevo medievalismo, en que las localidades sean prácticamente autónomas, pero en el que no obstante la fragmentación se logre comerciar y aprovechar el contacto con otras localidades. Quizá esto es ir demasiado lejos, pues en realidad lo que es de esperar es que los Estados nacionales protejan sus potestades y busquen que los cambios involucren conservar un andamiaje institucional en el cual los gobiernos nacionales sigan jugando un papel prominente. Si esto es así, lo que se tendrá es un complejo entramado de relaciones intergubernamentales con una multitud de ámbitos de gobierno.

El principal riesgo de un arreglo de este tipo radica en lo que Fritz Scharpf (1988) llama la “trampa de la decisión conjunta” (Politikverflechtungs-Falle), que consiste en que el mismo entramado institucional lleve a conservar el status quo ante, aunque éste no cumpla con las expectativas de ninguno de los actores políticos relevantes, simplemente porque realizar cualquier cambio es demasiado costoso, o que se terminen tomando decisiones debido a la secuencia y el tiempo que lleva tomarlas con las cuales no hubiera estado nadie de acuerdo en primer lugar, pero que son consecuencia de enmiendas sucesivas a una propuesta inicial. En última instancia la pregunta central sigue siendo la de cómo construir sociedades bien ordenadas, en términos de Rawls, para el nuevo mundo global. El riesgo, como siempre en el problema del orden social, es generar sociedades mal ordenadas, más cercanas a un estado de la naturaleza hobbesiano, que al mundo riesgoso y anacrónico –pero finalmente conocido–, de los estados nacionales. Un federalismo global basado en una visión contractual puede ser la salida, aunque llegar a ella puede tomar mucho tiempo.

4. Comentarios finales.

Antes que contar con una conclusión acabada sobre el lugar de la globalización y las posibles respuestas nacionales a los retos que impone, esta última sección presenta algunas preguntas abiertas suscitadas por la discusión que requieren una respuesta urgente, si se quiere encontrar una manera efectiva para que los ciudadanos inmersos en los procesos globales puedan apropiarse de los beneficios, y no sólo ser víctimas de los riesgos de mercados mundiales abiertos y la internacionalización de los procesos productivos. La respuesta a estas preguntas no es evidente, y de hecho, las primeras respuestas tentativas que se han dado a las mismas son relativamente pobres, aunque hacer las preguntas correctas ya es un avance enorme hacia su solución.

En primer lugar, se presenta la cuestión de cómo crear un sistema económico capaz de establecer incentivos correctos para generar empleos y mantener estándares elevados sobre lo que constituye un trabajo digno. Este es el problema del “horror económico” que tan contundentemente ha formulado Viviane Forrester. La cuestión radica en que efectivamente la lógica del mercado lleva a que, por una parte, las empresas busquen maneras de reducir los costos laborales, adoptando tecnologías de producción en las que cada vez se necesitan menos personas, sustituyéndolas con máquinas, información y cambio tecnológico. Las pocas personas que conservan sus empleos lo hacen porque cuentan con el capital humano y la flexibilidad para adaptarse a un proceso cambiante de producción en el mercado global con modernas tecnologías. Como contraparte, subsisten empleos sumamente precarios, en los que no se necesita demasiada flexibilidad o formación a través del sistema educativo, con malos salarios, prestaciones limitadas, pocas posibilidades de avance y el riesgo de perder el empleo en cualquier momento. Este es un tema que se presenta tanto en países desarrollados como en países de desarrollo intermedio, pero es en éstos últimos en que coexiste el “horror económico” de que sólo algunas personas cuentan con empleo en los que se dignifican por su trabajo, coexistiendo con un segundo “horror” de las carencias, el subempleo, la pobreza y la falta de redes de protección característicos de los países pobres. El tema fundamental aquí radica en encontrar respuestas económicas sobre cómo organizar la producción, frente a la realidad global, de manera que los beneficios se distribuyan al mayor número de personas y familias a través de empleos bien remunerados.

¿Cómo crear un sistema político capaz de asegurar la convivencia en la diferencia? Este es el problema de “¿podremos vivir juntos?” desarrollado por Alain Touraine. El tema de la individualidad y la especificidad cultural y la posibilidad para los sistemas políticos de encontrar mecanismos a través de las formas de representación y la organización misma del poder para que éstas diferencias sean representadas, respetadas y oídas es una de las constantes en los estudios de política comparada. Encontrar un diseño institucional en que esto sea posible no es fácil, pues requiere ponderar un respeto a las decisiones de la mayoría con una garantía a los actores minoritarios que nunca alcanzarán por sí mismos a convertirse en mayoría.

En tercer término, y este es un reto que trasciende los temas estrictamente económicos y políticos, es cómo crear un sistema mundial capaz de atenuar los riesgos, especialmente el del deterioro ecológico. El mundo en el que nos encontramos esta efectivamente interconectado en maneras que van más allá de los flujos de bienes y servicios. Temas como el de la destrucción de la capa de ozono y el calentamiento global o el agotamiento de recursos naturales no renovables imponen la necesidad de pensar en formas de cooperación que van más allá de las fronteras nacionales, y para los que los sistemas políticos o los mercados no parecen ofrecer respuesta.

La democracia como forma de gobierno no garantiza que se tomen en cuenta en las decisiones de los gobiernos y los ciudadanos que éstos supuestamente representan los riesgos ecológicos, pues muchos de los costos en este tema serán incurridos por generaciones futuras, no las actuales. El mercado no tiene todavía una forma efectiva de poner un precio a ciertos bienes que se perciben como abundantes, aunque el ritmo de utilización de los mismos no sea viable, incluso en un futuro no tan remoto, pues las personas prefieren diferir al futuro el pago de la escasez que se dará eventualmente. Las redes sociales tampoco aseguran que las comunidades pequeñas puedan trascender sus ámbitos para ofrecer soluciones al riesgo ecológico global.

Respecto del Estado o los estados nacionales en específico, surge una pregunta final de cómo crear instituciones gubernamentales con la capacidad de cobrar impuestos en un entorno global, acompañado por la capacidad, del lado del gasto público, de ofrecer bienes públicos y crear políticas sociales compensatorias para los menos privilegiados ante los riesgos amplificados por la globalidad (sociedad de riesgo). Esto se vuelve particularmente complicado si se piensa que los gobiernos son los que determinan en gran medida la distribución de los costos y beneficios de la propia acción gubernamental y especialmente de los aspectos fiscales. En el prospecto de un federalismo global, este será el principal tema de discusión.

La capacidad de los gobiernos para extraer recursos para financiar sus actividades se complica debido al problema de los contribuyentes virtuales, que gracias a la globalización pueden esconder la base gravable moviéndola no sólo a otros países, sino incluso a “espacios virtuales” creados por la tecnología de información. Cada vez será más difícil para los gobiernos (locales, provinciales, nacionales) cobrar impuestos, pues las opciones de salida de los contribuyentes serán muy amplias. Para tener éxito recaudatorio, los gobiernos tendrán que ofrecer contraprestaciones muy evidentes y beneficios claros de su acción. Serán los gobiernos más locales, y más cercanos a los ciudadanos los que más posibilidad tengan de crear y mantener una base fiscal. Por otra parte, los bienes públicos proporcionados por los gobiernos serán tan necesarios como siempre, empezando por los que ofrecer un Estado mínimo en términos de protección y ausencia de violencia, pasando por infraestructura física como carreteras, puertos y comunicación, hasta llegar a redes de protección social. Este último bien público será el más importante y el más controvertido desde el punto de vista de los gobiernos nacionales, pues mientras que la protección y la infraestructura física podrá ser ofrecida por los gobiernos locales, el arbitraje de riesgos, que se ven amplificados por la exposición a los mercados internacionales lo podrá hacer mejor un ámbito de gobierno más grande, que utilice recursos de las regiones favorecidas para compensar a las más rezagadas.

Referencias

Beck, Ulrich (1998) Qué es la Globalización. Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Barcelona: Paidós

Binmore, Ken (1998) Game Theory and the Social Contract. Volume 2. Just Playing. Cambridge: MIT Press.

Boix, Charles (1998) Political Parties, Growth and Equality. Conservative and Social Democratic Strategies in the World Economy. Cambridge: Cambridge University Press.

Forrester, Vivian (1997) El Horror Económico. México: Fondo de Cultura Económica.

Garrett, Geoffrey (1998) Partisan Politics in the Global Economy. Cambridge: Cambridge University Press.

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Huntington, Samuel (1996) The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order. New York: Simon & Schuster.

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Touraine, Alain (1998) ¿Podemos Vivir Juntos? México: Fondo de Cultura Económica.

Notas

* Los cuatro primeros textos que se reúnen bajo este título fueron presentados enla mesa redonda Derecho, estado y globalización correspondiente al Coloquio deFilosofía del Derecho, XIV Congreso Interamericano de Filosofía y X CongresoNacional de Filosofía. El evento se llevó a cabo en la Ciudad de Puebla, México, el17 de agosto de 1999.

a Una versión preliminar de este texto fue presentada en el Tercer Congreso de Economía y Derecho, ITAM, 30 de octubre de 1998 y en el Foro Visiones Compartidas el 15 y 16 de abril de 1999 en Guanajuato. Agradezco los comentarios de los participantes en dichos foros, y especialmente a Jacqueline Martínez, Rodolfo Vázquez y Jesús Silva-Herzog Márquez. Por supuesto que los errores son responsabilidad exclusivamente mía.