Los zapatistas y lo político: Apuntes para otra modernidad*

Eric Herrán
Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), México

Los zapatistas y lo político: Apuntes para otra modernidad*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 11, 1999, pp. 149 -163

Al igual que otros movimientos indígenas en América Latina que han Allamado la atención sobre problemas seculares de justicia social, los zapatistas del EZLN han reivindicado el derecho de los pueblos indios a la propiedad de la tierra, así como a una mejor vivienda, alimentación, educación, servicios de salud, etc. Asimismo, y nuevamente en coincidencia con otros movimientos latinoamericanos del mismo signo, los zapatistas han integrado esta serie de demandas socioeconómicas a reclamos más propiamente políticos y culturales. Estos últimos se sintetizan en el derecho de los pueblos indios a existir bajo una forma de gobierno que permita el sostenimiento de sus ideales étnicos de vida comunitaria. 1 Tales reclamos políticos y culturales son observados, en la perspectiva zapatista, en consonancia con instituciones y prácticas representativas de la democracia liberal, 2 las cuales a su vez deben verse como formando parte importante del horizonte normativo del Estado mexicano contemporáneo. 3

Tal parece entonces que un rasgo de los movimientos indígenas con los que se asocia el tipo de demandas autonómicas planteadas por el EZLN, consiste en la percepción de la preeminencia de lo político en el planteamiento de cuestiones culturales y socioeconómicas de gran envergadura. En todo caso, este rasgo es particularmente notable en la retórica política del zapatismo. 4 Por sí mismo, el énfasis del EZLN en el carácter constitutivo –o, si se quiere, constitucional– de lo político puede ser de gran interés para el historiador de las ideas que desea investigar la evolución de las ideologías revolucionarias en el mundo contemporáneo. Sobre todo si reparamos en los orígenes izquierdistas o, más precisamente, marxistas del liderazgo no indígena zapatista. 5 Con todo, en las páginas subsiguientes no intento ofrecer una reflexión sistemática en este sentido. Sí pretendo, en cambio, abordar la relación que guarda la aguda percepción zapatista de la preeminencia de lo político con la manera en que el EZLN interpreta la consonancia entre sus ideales étnicos de vida comunitaria y lo que, en términos bien generales, podemos llamar la cultura democrático-liberal. 6

Es evidente que existen diferencias significativas entre estos dos tipos de culturas que no pueden ser fácilmente atenuadas. No obstante, es un hecho que la retórica política de los zapatistas ha llamado insistentemente la atención acerca de la compatibilidad esencial entre las formas de cultura indígena que defienden, por un lado, y los cimientos políticos más profundos de la cultura democrático-liberal, por el otro. Desde un principio, las comunidades zapatistas han resaltado la existencia de esta compatibilidad esencial como parte de su estrategia para conseguir el reconocimiento de sus derechos autonómicos por parte del Estado mexicano. 7 En otras palabras, me parece que cuando el EZLN reivindica para los pueblos indios el derecho “a elegir libre y democráticamente” su propio gobierno, 8 esgrime un argumento cuyo valor último no es otro que el de ofrecer una interpretación interna de ambos tipos de comunidades culturales, es decir, tanto de las zapatistas como de las democrático-liberales. 9

Seré un poco más claro acerca del punto exacto en el que esta interpretación interna busca radicar la compatibilidad esencial entre el zapatismo y la democracia liberal. De acuerdo con mi lectura de la retórica política del EZLN, lo que ambos tipos de comunidades comparten de un modo fundamental es el compromiso con la igualdad política. En esta perspectiva, la (doble) interpretación interna a la que aspira el zapatismo parece apoyarse en última instancia en las siguientes tres premisas: (1) que el compromiso con la igualdad es la piedra de toque de las estructuras políticas fundamentales tanto de las comunidades indígenas zapatistas como de las sociedades democrático-liberales; (2) que dichas estructuras políticas confieren a ambas formas societarias su carácter más general; y (3) que el concepto de igualdad política que puede extraerse de las anteriores premisas es neutral, por así decirlo, a estas dos formas societarias.

Debo decir que las primeras dos premisas me parecen acertadas, y que lo son únicamente en la medida en que adoptamos el punto de vista (global) de la preeminencia de lo político. Por el contrario, creo que la última premisa (que establece la coincidencia fundamental entre las comunidades zapatistas y las sociedades democrático-liberales en términos del valor central que ambas confieren a una concepción homogénea de la igualdad política) es falsa. Mi idea es que –en la medida en que tratamos con tipos ideales de sociedad política– la referida identificación esencial de las comunidades zapatistas con las sociedades democrático-liberales propuesta por el EZLN, es a un mismo tiempo equivocada e instructiva.

Es equivocada porque en una parte de la equivalencia identitaria el ideal igualitario se apuntala sobre la base de una figura de lo político que es claramente distinta de la figura de lo político que subyace a la defensa de la igualdad en la otra parte. En general, la figura de lo político que sostiene a la concepción zapatista de la igualdad es premoderna, en tanto que la figura de lo político en la que se asienta la igualdad democrático-liberal es moderna. Con todo, el equívoco zapatista no deja de ser en gran medida instructivo, pues la deliberada (y a menudo cuidadosamente elaborada) mezcla de modernidad y premodernidad sobre la que descansa el discurso político del EZLN, 10 debería servir al teórico político como un enérgico recordatorio de la indomable naturaleza de algunos problemas inherentes a la modernidad política que no pueden ser conscientemente desestimados. Mi impresión es la de que estos problemas podrían ser lo suficientemente profundos –o abismales– como para indicar la necesidad de reformular (de nuevo) nuestra idea misma de la modernidad, pero esta vez –paradójicamente– en términos del reconocimiento de una tensión insoluble entre dos figuras bien distintas de lo político, una moderna y la otra premoderna.

Sobra decir que mi interpretación del discurso teórico-político del zapatismo sólo puede adquirir pleno sentido en el marco de una interpretación específica de lo político. La que aquí suscribo es deudora de la tradición política clásica así como de la obra de pensadores tales como Claude Lefort, Pierre Clastres y Marcel Gauchet. En consecuencia, en la primera sección de este breve ensayo ofrezco los lineamientos principales de semejante interpretación de lo político y, posteriormente, en la segunda sección, utilizo estos lineamientos para establecer algunas tesis sobre la retórica política del zapatismo. En la tercera y última sección presento algunas conclusiones.

I

La noción de lo político propuesta por Claude Lefort es un compuesto interesante de filosofía política clásica y de perspectivas fenomenológicas contemporáneas. 11 Al igual que los clásicos, Lefort es de la idea de que lo político da forma, estructura o configura la coexistencia humana en un espacio social. La conformación (mise en forme) de la sociedad es “a un mismo tiempo una donación de sentido [mise en sens] y una puesta en escena [mise en scène]”. 12 Es una donación de sentido, pues “el espacio social se despliega como un espacio de inteligibilidad que se articula a partir de un modo singular de discriminación entre lo real y lo imaginario, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo lícito y lo prohibido, lo normal y lo patológico”. Pero es también una puesta en escena, ya que este espacio encierra una “cuasi-representación de sí mismo” como aristocrático, monárquico, despótico, totalitario, o lo que sea. 13

Tal parece entonces que lo político, según Lefort, se ofrece como una paradoja: de un lado, lo político confiere a la sociedad su carácter unitario; del otro, esta unidad se expresa fundamentalmente a través de la división social. En otras palabras, la unidad de la sociedad apunta a una división primaria, esto es, a la distancia que la sociedad asume frente a sí misma en el mismo instante en que se muestra como una sociedad. A juicio de Lefort, esta suerte de exterioridad que la sociedad experimenta ante ella misma se expresa en lo que él llama el “lugar del poder”, o sea, el lugar simbólico en referencia al cual la sociedad obtiene el sentido de su singularidad o la “cuasi-representación” de sí misma. 14

Ahora bien, puede afirmarse que, para Lefort, la democracia moderna (o la democracia liberal) constituye la figura política de la modernidad. 15 Lo que hace paradigmáticamente moderno al régimen democrático-liberal es el hecho de que éste se erige sobre una cierta visión del poder que reconoce abiertamente la escisión entre las dimensiones simbólica y real de la experiencia social. En la perspectiva de la democracia moderna, el poder es un “lugar vacío”: el poder no está concebido para ser propiedad de nadie (de individuos o de partidos); su ejercicio efectivo no autoriza su apropiación. Esto es así porque ningún individuo o partido puede legítimamente pretender encarnar el poder que, como ya se ha dicho, es el polo simbólico en referencia al cual la sociedad adquiere su significación global. De ahí que en el régimen democrático moderno las figuras de la autoridad deban recurrentemente inventarse y (re)inventarse como resultado de esta representación del poder y de los procesos que involucra. 16 Una consecuencia crucial de la democracia moderna así entendida, consiste en que el Poder, la Ley y el Saber deban pensarse como constituyendo diferentes esferas separadas, impidiendo con ello que la sociedad consiga descansar sobre alguna clase de fundamentos definitivos. Para Lefort, entonces, la modernidad política (o sea, la democracia liberal) se distingue por el hecho de que en ella “los últimos indicadores de la certidumbre se han disuelto”. La modernidad política engendra una sociedad “sin determinación positiva”. 17

Prestemos particular atención a la novedad radical que introduce esta forma de lo político que llamamos democracia moderna, al concebir al poder como un lugar vacío. Para empezar, a diferencia de las formas premodernas de lo político, ésta implica que no puede existir algo exterior a la sociedad, ningún afuera (dehors) que pueda servir como fundamento del poder. Pero, por otra parte, la figura moderna (democrático-liberal) de lo político se asienta sobre la premisa de que la sustancia de la vida social tampoco puede, de ningún modo, cimentarse interiormente (algo que pretende, por ejemplo, el marxismo al concebir la dependencia funcional de lo político en relación a la economía). 18 Puesto de otro modo, la modernidad política (entendida como democracia liberal) rechaza por principio cualquier forma de heteronomía. Por el contrario, todas las sociedades premodernas son fundamentalmente heterónomas en diversos grados y, por consiguiente, repudian por principio el tipo de autonomía que es emblemático de las sociedades democráticas modernas.

Los trabajos en antropología política realizados por Pierre Clastres y por Marcel Gauchet acerca de las llamadas sociedades primitivas, iluminan adicionalmente la comparación entre las figuras moderna y premoderna de lo político. Brevemente, para Clastres las sociedades primitivas –observadas a través de tipos ideales– son sociedades que dejan traslucir la intención sociológica de no permitir su división interna en gobernantes y gobernados; la intención de que el poder permanezca siempre inmanente a la sociedad en su conjunto. 19 En consecuencia, la peor catástrofe que puede abatirse sobre una sociedad primitiva es el surgimiento en su seno de un foco centralizado de decisión separado del cuerpo unificado de la comunidad. Pues semejante centralización del poder destruiría la base misma de la igualdad entre los miembros de la comunidad, e introduciría con ello una forma nueva de relaciones sociales basada en la división entre los que mandan y los que obedecen. En gran medida, pues, la obra de Clastres se aboca a interpretar el misterio antropológico de una institución política consustancial a la sociedad primitiva: la del jefe carente de poder, o si se quiere, la del líder que cuando manda no hace más nada que obedecer al grupo al que pertenece.

Por su parte, Marcel Gauchet contribuye al esclarecimiento de la sociedad primitiva recurriendo simultáneamente a la teoría leforteana de lo político y a los hallazgos antropológicos de Clastres. Según Gauchet, existe lo que él llama una “deuda del sentido” (dette du sens) que es inherente a la vida social. En otras palabras, toda sociedad experimenta la necesidad de “pensarse como dependiente de su exterioridad (son dehors) y de su alteridad (son autre) para poder pensarse de algún modo”. 20 Ahora bien, en la interpretación clastresiana de las sociedades primitivas, Gauchet pone de relieve el factor religioso para indicar la manera en que estos grupos se vinculan con su afuera. Brevemente, si bien es cierto que las sociedades primitivas descritas por Clastres son casi perfectamente igualitarias (siendo la sociedad en su conjunto la única entidad autorizada para ejercer efectivamente el poder), esto es posible únicamente porque estas sociedades asumen una relación de plena subordinación frente a sus dioses (esto es, frente a su afuera), a quienes deben todo su sentido. En consecuencia, “la separación entre los dueños del sentido y el común de los mortales no ocurre aquí entre los hombres”, sino que es proyectada hacia el exterior de la sociedad (en la oposición entre las deidades y los vivos, entre presentes y ausentes, etc.), de manera que todos los hombres aparezcan igualmente sometidos a las mismas fuerzas invisibles. La presencia de esta relación de sujeción en el tejido social es tan amplia y profunda que podría por sí sola explicar por qué las sociedades primitivas no toleran la existencia en su interior de la división entre dominadores y dominados: a ningún hombre le está permitido emular a los dioses relacionándose con otros hombres del mismo modo en que aquéllos se relacionan con éstos y la comunidad. 21 Por consiguiente, la clase de igualitarismo político que idealmente caracteriza a las sociedades primitivas no puede existir al margen de la relación absolutamente heterónoma que tales sociedades guardan con las deidades o los poderes de lo invisible (en tanto que su otro o su afuera).

La democracia moderna, en cambio, se vincula de un modo diferente con su afuera. Como he apuntado ya a propósito de Lefort, la singularidad de este tipo de régimen radica en su referencia a una exterioridad o alteridad que se presenta como un lugar vacío: el poder se muestra aquí sin rostro, por así decirlo. Por lo demás, también he indicado antes que la principal implicación de esta forma del poder (de esta forma que la sociedad tiene de relacionarse consigo misma) se sintetiza en el hecho de que no pueden existir fundamentos últimos (determinados) del sentido social: todo se desplaza y se transforma. La democracia moderna es, por ende, el único tipo de sociedad que puede estar en posición de reconocer su poder de auto-institución o, en otras palabras, de admitir para sí misma su propia capacidad de re-creación. Sólo la sociedad democrática moderna, en la medida en que su esencia es idéntica a semejante reconocimiento, puede experimentar un sentido de autonomía frente a sí misma y frente a otras sociedades.

II

Volvamos a los zapatistas. He sostenido aquí que el EZLN aboga por los ideales culturales de los pueblos indios en consonancia con dimensiones centrales de la democracia liberal. O lo que es lo mismo, que las comunidades indígenas zapatistas consideran que sus demandas de autogobierno o de autonomía no deben por principio ser contrarias a los valores políticos que informan a las llamadas democracias constitucionales. Pienso que los zapatistas tienen razón sobre este punto, por lo menos en el nivel teórico más general: es plausible hacer coincidir congruentemente los derechos, las prácticas y las instituciones fundamentales de la democracia liberal con el reconocimiento de ciertos derechos de grupo (culturales) de minorías nacionales que se encuentran en situación injustamente desfavorable (como es el caso de las comunidades indígenas de México). 22 En las páginas restantes, al discurrir en torno a algunos problemas planteados por la teoría política del zapatismo, quisiera que se tuviera presente en todo momento que no es éste, pues, el objeto de mi crítica.

Mi recusaciones se centran, más bien, en el hecho de que el EZLN –en su legítimo intento por presentar la conjugación de las comunidades indígenas y la democracia liberal como un componente principal de su discurso político– confunde dos distintas figuras de lo político. Esta confusión es sin duda trascendente, pues ella proporciona nada menos que la base sobre la cual se apoya la convicción zapatista en torno a la compatibilidad esencial entre la igualdad democrática moderna y el igualitarismo político (indígena) premoderno. Sin embargo, como he apuntado desde el comienzo de este ensayo, semejante equivocación no deja a un mismo tiempo de ser aleccionadora con respecto a lo que debería significar una interpretación interna de la democracia hoy en día.

Espero que con lo dicho en la sección anterior haya podido ofrecer razones para considerar infundada la premisa sobre la que se erige la creencia zapatista en la afinidad fundamental entre las prácticas político-igualitarias de las comunidades indígenas por las que abogan, por un lado, y las formas institucionales de la democracia moderna, por el otro. Para decirlo una vez más, el yerro de este señalamiento radica en que asemeja dos formas de igualitarismo político que no son, por principio, intercambiables, pues cada una de ellas hace referencia a una distinta concepción general de lo político.

No obstante, también he dicho que este equívoco es instructivo, cuando menos porque vuelve aún más visible la naturaleza del embrollo actual de la modernidad (si es que puedo emplear semejante expresión). Pues me parece que la pretensión zapatista de identificar concejos indígenas con parlamentos modernos debería interpretarse menos como una expresión de sus limitaciones teoréticas o de sus maniobras ideológicas en el campo de la Realpolitik, que como un indicador poderoso de nuestra (más que nunca) paradójica situación contemporánea. Creo que la mélange zapatista de dos figuras diferentes de lo político puede conducirnos –bajo ciertas condiciones de reflexión– a la idea de que cierta crítica normativa de la modernidad, emprendida desde fuera de la modernidad, debe en el presente considerarse como parte de nuestro entendimiento y nuestra defensa de la modernidad. Sin embargo, para apreciar cabalmente esta situación paradójica debemos primero estar dispuestos a distinguir, como ya he intentado hacerlo, entre las figuras moderna y premoderna de lo político. Por desgracia, esto no puede conseguirse desde dentro de la teoría política zapatista, como espero enseguida acabar de mostrar.

Ciertamente, en no pocas ocasiones la retórica política del EZLN ha sugerido que el igualitarismo político que caracteriza –por ejemplo– a las comunidades tzotziles del estado de Chiapas puede hacerse coincidir de un modo fundamental con el ideal igualitario de las democracia modernas. “Marcos”, quien es por mucho el líder público más prominente del EZLN, ha distintiva y conscientemente sugerido la manera en que debemos efectuar la interpretación de semejante rencontre. Observa que aquello que nosotros los modernos llamamos “democracia”, ha sido largamente practicado por las comunidades indígenas representadas en el EZLN. De hecho, añade, la práctica de la “democracia” ha sido parte central de la vida de estas comunidades desde su fundación misma y, en consecuencia, desde mucho antes de que el término surgiera por primera vez en la cultura occidental. 23 Sin embargo, esta afirmación no puede sostenerse en la perspectiva de la interpretación política tanto de la modernidad como de la premodernidad que vengo de presentar.

Sí puede sostenerse, empero, que las comunidades indígenas de Chiapas que encuentran expresión en el EZLN se entienden a sí mismas –por lo menos en el nivel de sus ideales normativos más generales– como configuradas políticamente por un profundo compromiso igualitario. Puede añadirse que trabajos antropológicos recientes sobre estas comunidades hacen pensar de inmediato en el tipo ideal de la sociedad primitiva desarrollado por Clastres (y enmendado por Gauchet). Por ejemplo, en un brevísimo (pero no por ello menos ilustrativo) ensayo, su autor avanza una idea cuya validez alcanza no sólo a todos los pueblos indios de México (incluidos, por supuesto, los de Chiapas), sino asimismo a comunidades indígenas en otras partes del continente americano. La idea es ésta: en conformidad con la autodefinición sociopolítica de tales comunidades, la única relación legítima de subordinación es aquélla que tiene lugar entre el conjunto de la comunidad y las deidades que han creado todo lo existente. 24 Ninguna relación de sometimiento de un hombre a otro (o de un pueblo a otro) puede, por tanto, ser vista como legítima. Pues para dichas comunidades, si “un hombre no puede ser señor de otro hombre”, por la misma razón “un pueblo –morada de hombres–, sólo puede ser poseído, es decir, cuidado, guardado por sus verdaderos habitantes; no deben entremeterse en sus asuntos pueblos ni gente extraños”. 25

Siguiendo a Clastres, podríamos decir que es evidente entonces el grado en que toda la vida cultural de estas comunidades se encuentra configurada por lo que aparece como su fin político irrestricto: la creación y el mantenimiento de las condiciones necesarias para que el conjunto de la sociedad pueda erigirse como la única entidad capaz y autorizada para detentar y ejercer efectivamente el poder. 26 No obstante, al mismo tiempo podríamos observar –esta vez atendiendo a Gauchet– que no es menos evidente la imposibilidad de que el igualitarismo político que subyace a dichas sociedades se sustraiga a la relación perfectamente heterónoma que éstas sostienen por principio con su otro o su afuera (es decir, con las fuerzas de lo religioso invisible).

Es claro, pues, que el igualitarismo político premoderno va aparejado con la convicción de que la sociedad humana no puede constituir por sí misma la fuente de su propio sentido. En contraste, el igualitarismo (democrático) moderno se vincula con la singular experiencia histórica de que el sentido último de la sociedad no puede anclarse exteriormente (por ejemplo, en los dioses o en la naturaleza), pero tampoco interiormente (por ejemplo, en la economía). De ahí que esta forma de sociedad se encuentre siempre al borde de su re-creación, en la vía de lo que Lefort ha llamado, citando a Tocqueville, la “revolución democrática”. 27 En suma, el igualitarismo democrático moderno se apoya en la percepción de que la sociedad no puede reposar sobre fundamento alguno. En esta perspectiva, y a despecho de las similitudes observables prima facie entre ambos, los igualitarismos moderno y premoderno difieren radicalmente entre sí en cuanto a sus condiciones sociopolíticas de posibilidad.

III

Aquí diré algo más acerca de la manera en que el discurso teórico-político del EZLN puede contribuir a la apreciación de lo que he llamado el embrollo actual de la modernidad. De entrada debo apuntar que no pienso que podamos superar tal embrollo, pues éste se origina en la naturaleza misma de la democracia liberal en tanto que el único tipo de régimen político en el cual “los últimos indicadores de la certidumbre se han disuelto”, y en donde el poder –y, en consecuencia, el perfil de la sociedadno puede adquirir una “determinación positiva”. En otros términos, si la democracia liberal es la única clase de régimen político que se esfuerza por tomar seriamente en cuenta la otredad de los otros al concebir ordenamientos sociales generales con una impronta igualitaria, entonces no debería extrañar que una interpretación interna de la democracia liberal deba de suyo convocar a otras interpretaciones de la misma que podrían, paradójicamente, percibirse como externas de acuerdo con lo que sería convencionalmente aceptado como “democrático-liberal” en un punto del tiempo. Esto no quiere decir, por supuesto, que cualquier interpretación externa de la democracia moderna ha de verse eo ipso como una interpretación interna. Más bien implica que toda interpretación interna de la democracia liberal, si realmente es tal, debe estar constitutivamente (constitucionalmente) abierta a interpretaciones externas. 28

Ahora bien, en el caso de la teoría política del zapatismo, no es difícil apreciar que su dimensión potencialmente refractaria a la modernidad se vincula con el horizonte simbólico proporcionado por el imaginario sociopolítico –para emplear un concepto de Cornelius Castoriadis– 29 en el cual se inscribe, ideal y retóricamente, el igualitarismo de las comunidades indígenas. Es evidente, pues, que la aceptación zapatista de lo que podríamos llamar (de un modo amplio, pero al mismo tiempo distintivo) la cultura moderna, no podrá nunca ser definitiva. Pero por el otro lado, y simultáneamente, la crítica cultural de la modernidad (por lo menos potencial y tácita) a la que apunta el EZLN, pretende dejar intactas la legitimidad y el alcance de los ideales políticos de la democracia liberal. Por consiguiente, la inclinación intrínsecamente antimoderna del zapatismo tampoco podrá ser jamás concluyente.

No considero que este entremedio constituya por sí mismo algo deplorable. Por principio de cuentas, semejante indeterminación enseña que si debemos conferirle algún significado a la idea de una crisis de la modernidad, éste se expresa en nuestra certidumbre de que la plena restauración de los ideales de la Ilustración (o la creencia irrestricta en la razón y el progreso, de un lado, y el sostenimiento de una referencia demasiado optimista a lo universal, del otro) no parece ser ya posible (y ni siquiera, tal vez, deseable). En la clase de contextos pluralistas que la razón crítica post-ilustrada ha vuelto posible, siempre será entonces razonable esperar que una crítica interna (aliada) de la modernidad política se realice, hasta cierto punto, desde enfoques normativos que podrían aparecer –prima facie al menos– como exteriores a la propia modernidad. En el entendido de que ser un aliado de la modernidad política, como bien lo ha visto Leo Strauss, no significa ser su adulador o el rapsoda oportuno de sus epopeyas. 30

Pero entonces, suponiendo que la interpretación del discurso teóricopolítico del zapatismo que aquí he presentado tiene alguna posibilidad de ser correcta, el embrollo actual de la modernidad quizá exija de nosotros nada menos que una revisión de la propia idea de la modernidad, pero –como ya he apuntado- esta vez en términos del reconocimiento de una tensión insoluble –generada prescriptivamente por la impronta política de la modernidad misma– entre dos figuras distintas de lo político, una típicamente moderna (la democracia liberal) y otra, hasta cierto punto (y sólo hasta cierto punto), premoderna. Para concluir: que esta tensión se admita como insoluble significa que ninguno de sus elementos (moderno, premoderno) deberá ser jamás pasado por alto, a no ser que dejemos de aspirar a una visión global de nuestro presente.

Notas

* Este texto se basa en una ponencia presentada en el congreso “The New Politics of Ethnicity, Self-Determination, and the Crisis of Modernity”, efectuado en la Universidad de Tel-Aviv, en junio de 1995.

1 Ver EZLN, Documentos y comunicados 1 (México: Era, 1994), esp. pp. 33-5 (en adelante EZLN1); Documentos y comunicados 2 (México: Era, 1995), esp. pp. 93-6 (en adelante EZLN2). Sobre los derechos de minorías étnicas en México, ver Jorge Alberto González Galván, El estado y las etnias nacionales en México. La relación entre el derecho estatal y el derecho consuetudinario (México: UNAM, 1995); Héctor Díaz-Polanco, La rebelión zapatista y la autonomía (México: Siglo XXI, 1997). Para el grueso de la región latinoamericana, ver Pablo González Casanova y Marcos Roitman (coords.), Democracia y estado multiétnico en América Latina (México: La Jornada/Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM, 1996); Héctor Díaz-Polanco, Indigenous Peoples in Latin America: The Quest for Self-Determination (Boulder: Westview Press, 1997). Para una discusión sobre el conjunto del continente americano, ver Bartolomé Clavero, Derecho indígena y derecho constitucional en América (México: Siglo XXI, 1994).

2 Ver, por ejemplo, EZLN1, pp. 295-300; EZLN2, pp. 100-104, 358-59, 441-44; EZLN, Documentos y comunicados 3 (México: Era, 1997), pp. 79-86, 161-64, 278-92 (en adelante EZLN3); Crónicas intergalácticas (México: Planeta Tierra, 1997), pp. 215-20, 225-26 (en adelante Crónicas). Ver asimismo Díaz-Polanco, La rebelión zapatista y la autonomía, pp. 127-224.

3 EZLN3, pp. 42-5, 77-155.EZLN3

4 Ver, por ejemplo, EZLN1, pp. 272-74, 277.

5 Para nadie es un secreto que la izquierda latinoamericana (en especial, su gradiente marxista) se ha mostrado –y, en general, continúa mostrándose– menos deseosa que su contraparte europea a confrontar cabalmente las consecuencias teóricas y prácticas del reconocimiento de los horrores vinculados con la experiencia del llamado socialismo real. Con todo, uno de los trazos característicos de la retórica política del EZLN –expresado en el papel central que asigna a los valores e instituciones democrático-liberales en la procuración de reformas políticas y sociales– es precisamente su intento de colocarse a distancia de las prácticas autoritarias típicamente asociadas con la vieja izquierda stalinista. Y ello, según parece, a despecho de que sus raíces marxistas se hunden en las estrategias revolucionarias más intransigentes. Acerca del modo en que los proyectos radicales de transformación social (inicialmente contemplados por los jefes no indígenas del EZLN) habrían sido sustancialmente atemperados en la perspectiva de las comunidades indígenas que conforman este movimiento, ver Subcomandante Marcos, El sueño zapatista, entrevista con Yvon Le Bot, trad. A. Cazés (México: Plaza & Janés, 1997), pp. 123-52; EZLN3, pp. 319-24; Crónicas, pp. 52-5, 65- 71; asimismo, Antonio García de León, prólogo a EZLN1, esp. pp. 20-21.

6 Desde luego, esto supone que podemos hablar de una “cultura democrático-liberal” de un modo similar a cuando nos referimos a la “cultura maorí” o a la “cultura japonesa de mediados del siglo diecinueve”. Recientemente, una aguda problematización de la idea de la unidad cultural de la democracia liberal ha sido propuesta por Jeremy Waldron. Ver Jeremy Waldron, “Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative”, University of Michigan Journal of Law Reform 25, núms. 3-4 (1992):751-93. Un rechazo de la visión “cosmopolita” defendida por Waldron, en términos que me parecen sustancialmente correctos, puede hallarse en Will Kymlicka, introducción a Will Kymlicka (ed.), The Rights of Minority Cultures (Oxford: Oxford University Press, 1995), pp. 7- 9; y en su Multicultural Citizenship: A Liberal Theory of Minority Rights (Oxford: Clarendon Press, 1995), pp. 84-6, 101-105.

7 Ver esp. EZLN1, pp. 175-77; EZLN3, p. 92.

8 EZLN1, p. 33.EZLN1

9 Echando mano de la terminología walzeriana, podría decirse que el propósito del EZLN no es otro que el de presentarse como un “crítico conectado” para ambos tipos de comunidades. Sobre el concepto hermenéutico de una “crítica conectada”, ver Michael Walzer, Interpretation and Social Criticism (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1987).

10 Apenas es entonces necesario apuntar que la compleja intención política del zapatismo muestra con claridad lo lejos que éste se encuentra no sólo de pretender abrazar programas revolucionarios característicos de la izquierda ortodoxa, sino también de aspirar a una crítica radical de la modernidad política en aras de una recuperación integral de visiones arcaicas de la sociedad. Al respecto ver, por ejemplo, EZLN1, pp. 97-9, 102-104, 295-300, 310; Crónicas, pp. 43-4, 49-55.

11 Ciertamente, un tratamiento de conjunto de la teoría leforteana de lo político debería comenzar por establecer el contexto intelectual y político en el cual ésta ha podido gestarse, para luego dejar en claro hasta qué punto (y de qué manera) esta interpretación puede considerarse como una mejor alternativa frente a otras importantes concepciones de lo político y, por último, considerar la clase de dificultades (internas y externas) a la teoría que aún permanezcan sin resolverse. Por mi parte, he hecho un primer intento por abordar la visión leforteana de lo político bajo estas exigencias en Eric Herrán, Between Revolution and Deconstruction: Ferry and Renaut’s Juridical Humanism (Universidad de Yale, tesis doctoral, 1995), cap. 1. En la elaboración de esta sección del presente ensayo he recurrido a este trabajo anterior. Para otras introducciones a la teoría política de Lefort, ver Claude Habib y Claude Mouchard (eds.), La démocratie à l’oeuvre. Autour de Claude Lefort (París: Esprit, 1993); Hughes Poltier, Claude Lefort. La découverte du politique (París: Michalon, 1997).

12 Claude Lefort, “La question de la démocratie”, en Essais sur le politique. XIXe -XXe siècles (París: Seuil, 1986), p. 20.

13 Ibid.Ibid

14 Claude Lefort, “Permanence du théologico-politique?”, en Essais sur le politique, pp. 264- 65; la cita proviene de la p. 264. Lo político no es, pues, la política. En contraste con lo que prescribe la political science, por ejemplo, no debemos confundir la dimensión política que es inherente a lo social (la visée totalisante que da forma a la sociedad) con la clase particular de hechos que los politólogos tienden a etiquetar como políticos (y que pueden, por consiguiente, estudiarse separadamente de otros hechos: económicos, religiosos, estéticos, etc.) El precio de adherirse a esta confusión no es otro que el de la incapacidad para percibir que “la política” es sólo una de las forma sociohistóricas en las que se des-cubre o revela “lo político”. Así pues, la diferencia entre lo político y la política se genera en el doble movimiento de ocultación y des-ocultación del ser social en cuanto tal. Desocultación o aparición “en el sentido en que se hace visible el proceso por el cual se ordena y unifica la sociedad a través de sus divisiones; ocultación, en el sentido en que un lugar de lo político (lugar en el que se ejerce la competencia entre partidos y en el que se forma y renueva la instancia general del poder) se designa como particular, mientras que se disimula el principio generador de la configuración del conjunto”. Lefort, “La question de la démocratie”, pp. 19-20.

15 Claro está, ello no significa que Lefort vea en la democracia liberal la única expresión moderna de lo político (pues, por ejemplo, el totalitarismo es también un fenómeno político moderno), sino más bien que aquélla se encuentra de un modo u otro en la base de las principales transformaciones políticas de la modernidad.

16 Lefort, “Permanence du théologico-politique?”, p. 265.

17 Ibid., pp. 268, 266.Ibid

18 Ibid., p. 266.Ibid

19 Ver Pierre Clastres, La société contre l’État (París: Minuit, 1974); Investigaciones en antropología política, trad. E. Ocampo (México; Gedisa, 1987). Para una excelente introducción a la obra de Clastres, ver Miguel Abensour (ed.), L’esprit des lois sauvages. Pierre Clastres ou une nouvelle anthropologie politique (París: Seuil, 1987).

20 Marcel Gauchet, “La dette du sens et les racines de l’État. Politique de la religion primitive”, Libre, núm. 2 (1977): 29.

21 Ibid., p. 7.Ibid

22 Sin duda, esto apunta a un debate mucho más amplio, el cual se ha ganado ya un lugar propio en la agenda de la teoría política contemporánea. No es mi intención ahondar aquí sobre este debate. Tan sólo dire al respecto que, a mi juicio, los derechos culturales a los que he aludido no sólo pueden acomodarse a la justicia democrático-liberal, sino que se encuentran internamente prescritos por ella. Los teóricos canadienses Charles Taylor y Will Kymlicka, cada cual desde su particular fundamentación filosófica, han abundado sobre esta línea argumentativa. Ver Charles Taylor, “The Politics of Recognition”, en Amy Gutmann (ed.), Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition (Princeton: Princeton University Press, 1994), pp. 25-73; Will Kymlicka, Liberalism, Community, and Culture (Oxford: Oxford University Press, 1989); Multicultural Citizenship. Para un vistazo a las principales cuestiones que involucra la discusión en torno al asunto de los derechos de grupo (culturales o de otra clase) en la perspectiva de la teoría política, ver Gutmann, op. cit.; John Horton (ed.), Liberalism, Multiculturalism and Toleration (Nueva York: St. Martin’s Press, 1993); Kymlicka, Liberalism, Community, and Culture; Multicultural Citizenship; Kymlicka (ed.), The Rights of Minority Cultures; Chandran Kukathas (ed.), Multicultural Citizens: The Philosophy and Politics of Identity (St. Leonards: Centre for Independent Studies, 1993); Ian Shapiro y Will Kymlicka (eds.), Ethnicity and Group Rights (Nueva York: New York University Press, 1997); James Tully, Strange Multiplicity: Constitutionalism in an Age of Diversity (Cambridge: Cambridge University Press, 1995). Para una visión panorámica del multifacético fenómeno del “multiculturalismo”, ver Avery F. Gordon y Christopher Newfield (eds.), Mapping Multiculturalism (Minneápolis: University of Minnesota Press, 1997).

23 EZLN1, pp. 175-77; EZLN3, p. 92.EZLN1

24 Jacinto Arias, “Nuestra batalla para pertenecernos a nosotros mismos”, en María Luisa Armendáriz (comp.), Chiapas, una radiografía (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), pp. 198-210.

25 Ibid., p. 201.Ibid

26 Al igual que Kymlicka, cometeríamos entonces un craso error si interpretáramos el hecho –que venimos de apuntar– de que “las culturas indígenas muestran una profunda antipatía por la idea de que una persona pueda ser el amo de otra” como una indicación de que dichas culturas “son a menudo bastante individualistas en su organización interna”. Kymlicka, Multicultural Citizenship, p. 172 (las cursivas son mías). Me parece que este error está ligado, en última instancia, a este otro: la confusión de las figuras de lo político que subyacen distintamente a los igualitarismos indígena y democrático-liberal. Por lo demás, creo que esta confusión (y su expresión en la interpretación individualista –no comunitarista– de las sociedades indígenas) sostiene finalmente el juicio general de Kymlicka de que estas y otras culturas minoritarias “suelen ser tan liberales como la cultura mayoritaria”. Ibid. Dicho sea de paso, semejante juicio sirve para entender cabalmente una tesis ímplicita en su propuesta de ciudadanía multicultural, a saber, que quizá la concepción liberal de los derechos minoritarios que recomienda pueda enfentar –en teoría– algunos problemas de congruencia interna al pensar la naturaleza y los alcances de la tolerancia liberal en presencia de minorías étnicas no liberales, pero seguramente no tanto –o por lo menos eso espera– en la práctica. Sobre Kymlicka y su idea de la tolerancia liberal, ver Will Kymlicka, “Two Models of Pluralism and Tolerance”; Analyse und Kritik 14, núm 1 (1992):33-56; Multicultural Citizenship, cap. 8. Sobre estas y otras cuestiones relativas al concepto de tolerancia en el marco de los pluralismos contemporáneos, ver David Heyd (ed.), Toleration: An Elusive Virtue (Princeton, Princeton University Press, 1996).

27 Ver Claude Lefort, L’invention démocratique. Les limites de la domination totalitaire (París: Fayard, 1981), introducción. Ver, naturalmente, Alexis de Tocqueville, La democracia en América, trad. R. Cuéllar (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), introducción.

28 Una reflexión sobre el constitucionalismo moderno que comparte algunos de los supuestos ontológicos y epistemológicos implicados en mi idea de una interpretación interna de la democracia liberal es la de James Tully. Ver Tully, op. cit. Sin duda, todo ello debe conducir no sólo a una (re)visión del pensamiento constitucional más atenta de inicio a su propia alteridad, sino asimismo a una reconsideración análoga del concepto de estado de derecho. Sobre la forma en que el liberalismo político se ha apropiado de manera histórica y conceptualmente arbitraria del concepto de estado de derecho, en detrimento de la justa apreciación de otras concepciones alternativas (existentes sobre todo en la modernidad temprana), ver Graham Walker, “The Idea of Nonliberal Constitutionalism”, en Kymlicka y Shapiro (eds.), op. cit., pp. 154-84.

29 Ver Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société (París: Seuil, 1975).

30 Ver Leo Strauss, Liberalism Ancient and Modern (Nueva York; Basic Books, 1968)