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El positivismo critico de Kaarlo Tuori*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 11, 1999

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Rodolfo Vázquez

Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM)., México

En los próximos minutos quiero comentar algunas ideas desarrolladas por Kaarlo Tuori en su libro publicado recientemente en México y que lleva por título Positivismo crítico y derecho moderno.*** Además de su lectura tuve la fortuna de participar en un curso impartido por el autor sobre la misma temática del libro, en el marco del seminario anual “Eduardo García Máynez”, que se lleva a cabo en la Ciudad de México. Espero con ambos antecedentes ser fiel a sus ideas, consciente, por las limitaciones de tiempo, de no abarcar la riqueza conceptual y metodológica de su propuesta filosófico-jurídica.

1. A partir de la distinción entre dos aspectos del Derecho, como conjunto de normas, y como prácticas jurídicas que interactúan entre sí –la primera propia de la ciencia jurídica normativa y la segunda de la ciencia social descriptiva–, Kaarlo Tuori propone que el Derecho, como fenómeno normativo, pueda analizarse desde tres estratos o niveles diferentes:

  • el nivel superficial propio de la dogmática jurídica,

  • el nivel de la cultura jurídica que compete a la teoría del derecho, y

  • el nivel de la estructura profunda del derecho que corresponde a la filosofía del derecho.

Tuori estratifica el Derecho considerando cada uno de los niveles con su propio ritmo de cambio y determinada historicidad. El primer nivel comprende las leyes específicas, las decisiones de los tribunales y los trabajos de la dogmática jurídica, por lo tanto, este nivel es el propio del discurso del legislador, de los jueces y de los académicos del Derecho. En el segundo nivel se ubica primordialmente la cultura especializada de los profesionales del derecho. Ésta incluye las doctrinas generales –principios y conceptos básicos del campo del Derecho en cuestión– y los cánones usuales de interpretación o formulación de normas. Para Tuori, y de acuerdo con el debate escandinavo, es la cultura jurídica de los expertos lo que favorece el tránsito del orden jurídico, que se mueve en el nivel superficial, al sistema jurídico, que guía las decisiones de los tribunales. Finalmente, el tercer nivel –y en el que quiero centrar mis comentarios– es un nivel más inerte y, por lo tanto, más resistente al cambio. Es la estructura profunda del Derecho, donde se pueden establecer las diferencias entre Derecho tradicional y Derecho moderno, y dentro de este último como sugiere el discípulo de Foucault, François Ewald en L’Etat providence (1986), la distinción entre Derecho liberal y Derecho social.

2. Este tercer nivel, propio de la Filosofía del derecho, lo comprende Tuori tomando en consideración las ideas con que Foucault cierra su primera etapa filosófica en L’archeologie du savoir (1969), y de Habermas, especialmente de su libro Between facts and norms (1992). La estructura profunda del derecho se entiende a partir de las ideas de “episteme” y “a priori histórico” de Foucault, que determinan lo que puede ser dicho, pensado y hecho durante cierto período histórico. Tales nociones ofrecen el cinturón epistemológico, las categorías fundamentales que caracterizan a un tipo determinado de Derecho. El cambio en la “episteme” –las rupturas epistemológicas- darían cuenta de los saltos históricos entre una y otra concepción del derecho.

Reconoce Tuori la limitación del modelo foucaultiano, que radica en el énfasis exclusivo sobre los aspectos cognitivo-instrumentales. La crítica de Foucault, según el autor, es una crítica “develadora”. Su propósito es quitar el velo de naturalidad y autoevidencia que se tiende sobre las relaciones y mecanismos sociales (las prácticas jurídicas) o sobre los patrones culturales cognitivos y normativos, con el fin de demostrar su contingencia y la posibilidad de su transformación. Esta crítica parece moverse mejor en el orden de la ciencia social descriptiva, pero sería ajena a la crítica del Derecho, que presenta siempre un carácter normativo. Por lo tanto, las categorías epistemológicas fundamentales no agotan la estructura profunda del derecho. Mucho menos la justifican.

3. Además de tales categorías, la estructura profunda comprende los principios normativos fundamentales de un tipo de Derecho dado. El intento de Habermas de reconstruir tales principios justificatorios –por ejemplo del Rechtsstaat– a partir de la noción de paradigmas jurídicos, puede considerarse como una interpretación de la estructura normativa profunda del derecho moderno. En efecto, para Habermas existen tres grandes paradigmas del derecho moderno: el liberal, el del estado de bienestar y el procedimental. Este último es el propuesto por Habermas para remediar el déficit de los otros dos: el debilitamiento del ejercicico de los derechos individuales en el estado de bienestar; y la preponderancia del mercado y de sus mecanismos que por sí mismos pretenden garantizar las condiciones de hecho para la realización de los derechos individuales, en el sistema liberal.

El paradigma habermasiano se basa en la teoría comunicativa, es decir, los ciudadanos que participan en los discursos públicos garantizan la concreción de sus derechos por los mismos flujos de comunicación. Este poder comunicativo de los ciudadanos tiene sus raíces en la sociedad civil, que adquiere forma en los discursos públicos y se convierte en leyes a través de procedimientos democráticos de creación de las mismas. En este sentido, los criterios últimos de legitimidad normativa –no de legitimidad empírica– del Derecho son de naturaleza procedimental y no sustantiva. Esto quiere decir que en un estado de derecho democrático no se reconoce autoridad a ningún orden de valor inmutable por encima del derecho positivo. Los mismos derechos fundamentales deben entenderse como un sucedáneo de los procesos de comunicación y formación democrática de la voluntad política, pero de ninguna manera como posibles criterios últimos de justificación.

Dicho lo anterior y a pesar del acuerdo inicial con Habermas –y con Alexy por lo que hace a la propia teoría del discurso– Tuori se aparta de ambos en su pretensión de una justificación universalista del principio discursivo: sólo pueden ser válidas aquellas normas de acción que podrían ser aceptadas por todos aquellos que están potencialmente involucrados en un discurso racional. Tuori se pregunta: ¿Acaso no podemos aceptar la solución rawlsiana y tratar los requisitos de la democracia para los asuntos públicos como un hecho cultural de la sociedad moderna?

4. A partir de lo expuesto, Tuori diseña su programa de positivismo crítico, que se distingue por dos características definitorias. La primera es que parte del carácter positivo fundamental del Derecho moderno, es decir, basado en decisiones explícitas que pueden ser cambiadas o refutadas por nuevas decisiones. Este Derecho, además, se enmarca en una cultura moderna entendida bajo el fenómeno del pluralismo de valores y del rechazo consiguiente de la posibilidad de un orden de valores totalizador, unificado y coherente compartido por todos los miembros de la sociedad.

La segunda es que al mismo tiempo que intenta reinvindicar una crítica inmanente de tal Derecho positivo, éste depende de la naturaleza estratificada del Derecho. Entre los tres estratos existen, según Tuori, cuatro tipos de relación: sedimentación, constitución, limitación y justificación. Esta última, a su vez, no sólo debe entenderse en su aspecto de fundamentación sino también, y sobre todo, de crítica. Si Habermas ha triunfado en su propósito de reconstruir los principios normativos fundamentales del Derecho moderno, también se pueden usar tales principios para juzgar la cultura prevaleciente (segundo estrato), así como los resultados de la legislación, de la resolución jurisdiccional y de la dogmática jurídica (primer estrato). Sin embargo, la crítica, normativa y no develadora, realizada por el académico crítico del derecho, no es autónoma sino inmanente. No existe para Tuori la única e imparcial narrativa contada por un jurista académico crítico, sino diversas y variadas narrativas. El académico crítico no es un observador del Derecho, él mismo es un participante y se involucra en la reproducción del Derecho como fenómeno simbólico-normativo. A lo más que puede aspirar una crítica es a reconstruir una historia de las diversas narrativas.

5. Las conclusiones a las que va arribando Tuori lo conducen finalmente a una toma de posición frente al debate contemporáneo entre liberales y comunitaristas. Tuori se inclina por estos últimos. De acuerdo con los tres usos de la razón práctica propuestos por Habermas, pragmático, ético y moral, piensa Tuori que el razonamiento y la voluntad ética –en donde las “evaluaciones fuertes”, usando la terminología de Taylor, constituyen los rasgos centrales de las identidades individuales y colectivas– fija restricciones sobre el razonamiento y la voluntad moral –en donde se buscan soluciones imparciales a los conflictos intersubjetivos de acción. Enfáticamente afirma el autor que no puede pedirse a los individuos que sacrifiquen sus formas de vida y sus identidades en el altar del razonamiento y las normas morales. Ahora bien, es verdad que el criterio último de legitimidad del derecho, según Tuori, implica la primacía del bien o de los valores sobre los derechos, pero tal legitimidad en el Derecho moderno, siguiendo en esto al segundo Rawls, debe contextualizarse en aquellas comunidades legales cuyos valores fuertes incluyen como elemento central el respeto por las formas democráticas de deliberación y solución de sus problemas prácticos. Es en este sentido que entiende Tuori la idea tan sugestiva de Habermas de “patriotismo constitucional”; un patriotismo centrado en el esquema de valores, derechos y obligaciones establecido por la Constitución.

Si he comprendido bien el programa del positivismo crítico planteado por Tuori, lo primero que quisiera destacar es el empeño del autor en hacer obvias las limitaciones de un positivismo tradicional, por ejemplo, en la versión de Kelsen e incluso en la del mismo Hart. Tuori toma una distancia crítica entre ambas propuestas y presenta una novedosa reformulación del positivismo. Buena parte de su esfuerzo se concentra en mostrar las implicaciones recíprocas entre normatividad y prácticas jurídicas, evitando caer en dos vicios opuestos: una normatividad sin controles empíricos y una práctica jurídica sin principios normativos. Por otra parte, me parece también muy sugestiva y didáctica la propuesta de una estratificación del Derecho, así como su análisis sobre el concepto de legitimidad en la estructura profunda del Derecho. Sin duda los méritos de la obra son obvios. Con todo, me surgen algunas dudas que quisiera clarificar y, también, algunas críticas al modelo. Seré breve y lo más directo posible en el planteamiento.

6. Una apreciación respecto del modelo en general es que por momentos resulta un tanto forzado el empeño del autor por mantenerse en lo límites propios del positivismo jurídico y, al mismo tiempo, recurrir a un aparato crítico deudor de algunas ideas de Foucault. Por ejemplo, la crítica de Foucault, como reconoce el propio Tuori, se mueve en el terreno de la ciencia social descriptiva, es una crítica “develadora”, no “normativa”. De aquí el reparo de Tuori al cuestionarse si en verdad es posible construir una filosofía del derecho a partir de las premisas de Foucault. Creo que Tuori tiene razón en su reparo. El contexto en el que se mueve Foucault responde mejor al de “explicación” que al de “justificación”, y no estoy muy seguro de si los análisis presentados por Francois Ewald logren instalarse en una crítica normativa. No sé tampoco si el recurrir a Foucault y sus categorías epistemológicas, por un lado, y a Habermas y su propuesta de principios normativos en el marco de una teoría comunicativa, por otro, con el fin de dar cuenta de lo que significa la estructura profunda del Derecho, no termina siendo, como el propio Tuori insinúa en algunas pasajes de su libro, un recurso ecléctico.

¿Cómo armonizar las categorías de “episteme”, “a priori histórico” y ruptura epistemológica” de Foucault, con la pretensión de universalidad del principio discursivo, de Habermas? O hacemos más kantiano a Foucault o más relativista a Habermas. Creo que lo segundo es más factible cuando asistimos en nuestros días a un replanteamiento de las premisas kantianas hecha por los propios defensores iniciales del kantismo. Sabemos que hoy se habla de un segundo Rawls, que Nagel ha abandonado el punto de vista de la imparcialidad –the view from nowhere– y que algunos han interpretado el “patriotismo constitucional” de Habermas con una fuerte dosis de convencionalismo. Estas concesiones a la crítica comunitarista parece ser la línea sugerida por Tuori, que le permite suavizar su eclecticismo inicial.

7. Pero abrir la puertas al convencionalismo y adentrarse en el discurso del comunitarismo tiene sus riesgos y problemas para una posible justificación del Derecho en el estrato profundo. Por lo pronto hay que estar de acuerdo con Tuori, de que si algo caracteriza al Derecho moderno es el reconocimiento de un pluralismo de valores y la imposibilidad de establecer un orden de valores totalizador, unitario y coherente. Pero rechazar este absolutismo ético no implica la aceptación de un subjetismo o relativismo moral. Como pensaba Berlin, la pluralidad de valores no está reñida con su objetividad. Entre el absolutismo y el relativismo moral cabe un objetivismo pluralista de valores. La exigencia de satisfacción de las necesidades básicas, patente a los ojos de cualquier ser humano con algún sentido de justicia y que se revelan, si no inmediatamente por su cara positiva sí por su terrible “mal-estar” y el dolor de su carencia, como sugiere Ernesto Garzón en sus últimos escritos, parece ser un buen punto de partida para una justificación objetivista de los derechos humanos, anteriores a cualquier procedimiento consensual o discursivo.

8. Es sin duda un aporte significativo de los comunitaristas haber explicitado el papel relevante que juegan las “evaluaciones fuertes”, como reconoce Tuori siguiendo a Taylor, o desde una posición distinta, las thick notions que propone Bernard Williams, como constitutivas de los rasgos centrales de las identidades individuales y, sobre todo, de las colectivas. Pero creo que de aquí no se puede inferir que debe existir una primacía de la razón ética sobre la moral, como termina aceptando Tuori. A diferencia de la razón moral o kantiana, la razón ética o hegeliana se mueve en una existencia concretamente determinada, que se expresa en las costumbres locales tradicionales portadoras de un sentido particular para las personas que viven en ellas. Responde más bien a una concepción descriptivista de la persona moral preocupada por contestar a la pregunta: ¿cómo son los individuos en sí mismos y en sus relaciones comunitarias?

Por el contrario, la razón moral kantiana, que se mueve en un orden normativo, responde a otro tipo de pregunta: ¿cómo deben ser tratados los individuos? Se asume deliberadamente “un punto de vista moral”, que no es otro sino el de la imparcialidad. Si nos queremos mover en el orden de la justificación debemos apelar a una razón moral, no a una razón ética. Por supuesto, partir de un punto de vista imparcial no es ignorar que el discurso moral también se mueve en un mundo real, pero se apunta a una empresa común más ambiciosa como es la posibilidad de lograr algún acuerdo entre puntos de vista distintos y encontrados. Para ello es necesario proporcionar razones objetivas y proponer una perspectiva universal e imparcial, que involucre a todos los seres humanos como agentes morales. Reitero, la exigencia de satisfacción de las necesidades básicas resulta una propuesta aceptable para tal propósito. En este sentido, a la afirmación de Tuori de que no puede pedírseles a los individuos que sacrifiquen su identidad personal en el altar del razonamiento moral, me pregunto: ¿por qué no? Si se comete un flagrante atropello a sus derechos individuales, éstos deben prevalecer sobre los valores culturales o tradicionales que definen su identidad. Resulta más aberrante sacrificar los derechos individuales en el altar de las culturas que, como tales, no tienen ningún valor intrínseco.

9. El principio de autonomía personal y los derechos que se desprenden del mismo, por lo tanto, deben prevalecer sobre el supuesto valor per se de las culturas. Esto significa que la defensa del valor de la autonomía personal, que supone la libertad para el ejercicio de la actividad deliberativa y la disposición al discurso y debate públicos, premisas fundamentales de la democracia, no debe entenderse como un plan de vida más entre otros posibles, propio de la cultura occidental y del derecho moderno de corte liberal, sino como la condición de posibilidad para la realización de cualquier plan de vida. Constituye el núcleo básico de legitimidad del Derecho y no solamente, como sugiere Tuori apoyándose en Rawls, un hecho cultural de la sociedad moderna.

Rawls piensa –no estoy seguro si Tuori sigue a Rawls en este punto– que vía un overlapping consensus un sistema democrático liberal puede ser compatible con un sistema no liberal, por ejemplo, con una wellordered hierarquical society. En estas sociedades, piensa Rawls, los individuos no ejercen el derecho a la libre expresión como en una sociedad liberal; pero como miembros de asociaciones y cuerpos corporativos tienen el derecho en algún punto del proceso de consulta a expresar su disenso político y el gobierno tiene la obligación de tomar seriamente en cuenta tal disenso y ofrecer una respuesta reflexiva.

Me resulta muy difícil aceptar la compatibilidad entre ambas sociedades, como pretende Rawls, si se debilita el principio de autonomía personal limitando o suprimiendo la garantía de libertad de expresión y abriendo las puertas a esquemas francamente corporativistas.

10. Por último, si Tuori parte de la premisa positivista de una crítica inmanente al derecho, algo así como una auto-legitimación del derecho y hace depender la crítica de la práctica moral o jurídica en un contexto o paradigma histórico determinado, puede dar lugar a un relativismo que, por un lado, como he dicho, es inepto para resolver conflictos entre quienes apelan a tradiciones o prácticas diferentes y, por otro, no permite la valoración de esas tradiciones o prácticas, ya que tal valoración presupondría esas mismas prácticas y no sería posible discriminar entre prácticas valiosas o disvaliosas sin contar con principios morales que sean independientes de ellas. La misma propuesta de Habermas sobre un “patriotismo constitucional”, centrado sobre los derechos y obligaciones que establece la Constitución, sería una propuesta conservadora si se hiciera depender la lealtad o el patriotismo de la vigencia convencional de la propia Constitución y no se sometieran los derechos y obligaciones contenidos en ella a una crítica imparcial.

Finalmente, la apuesta por el comunitarismo que hace Tuori puede significar, contra sus intenciones, el regreso a esquemas francamente conservadores, más cercanos a un derecho pre-moderno que a uno construido desde las premisas de la modernidad.

Notas

* Texto leído en el Seminario finlandés-español-italiano sobre Filosofía Jurídica celebrado en Murikka-Tampere, Finlandia, mayo de 1998.

*** Kaarlo Tuori, Positivismo crítico y derecho moderno (trad. del inglés por David Mena y Lorenia Trueba; Eduardo Rivera López y Josep Aguiló), Biblioteca de Ética, Filosofía del Derechoy Política, Fontamara, México, 1998.

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