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Corrupción política: Definiciones técnicas y sentidos sedimentados*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 10, 1999

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Nora Rabotnikof

Universidad Nacional Autónoma de México, México

Si revisamos la literatura sobre la corrupción de hace unos diez o quince años, encontramos una queja generalizada acerca de la poca atención teórica brindada al tema. En efecto, desde las ciencias sociales la cuestión era sólo y sobre todo abordada desde las llamadas teorías de la modernización. Hoy la situación es completamente distinta, y cualquier lego que pretende acercarse al tema encuentra una vasta bibliografía especializada, ordenada desde diferentes perspectivas disciplinarias (ciencia política, derecho, antropología, historia, economía) y desde distintos enfoques teóricos (utilitarismo clásico, teorías de la elección racional, cultura política). Incluso se ha desarrollado una suerte de especialización técnica en la detección y el control de la corrupción, una especie de «corruptología» que se encarna en consultoras y empresas dedicadas al problema y en manuales de uso sobre la cuestión (Moreno Ocampo, 1993). En el mismo sentido, se ha avanzado en la formulación de definiciones técnicas de este fenómeno, centradas en un sujeto decisor individual, o bien desde un enfoque más sistémico, en las interrelaciones entre la esfera económica y la política.

Sin embargo, pese a la existencia de estas modernas definiciones técnicas es también cierto que en el lenguaje político cotidiano, en la percepción social difusa (recogida a veces en los estudios y encuestas de opinión pública,) y en el periodismo político, el término corrupción se predica indistintamente de actos individuales, de procesos globales, se asocia a delito, expresa a menudo una denuncia moral y se incorpora en estrategias político-partidarias cuyo objetivo es descalificar al contrincante. Y todas estas apelaciones parecen referir más a algunos significados sedimentados que a definiciones técnicas.

En un artículo reciente sobre el caso Clinton, Thomas Nagel se refería a una suerte de corrupción del ámbito público-político por la intromisión, exposición a la luz pública o invasión de los asuntos privados (íntimos) de un hombre público. El artículo de Nagel iba dirigido a defender una esfera íntimo-privada. Pero de paso, ponía el acento en el desgarramiento de la esfera público-política. En la argumentación de Nagel, el espacio público, pensado y diseñado para el seguimiento y resolución de cuestiones públicas se corrompe cuando tiene que hacerse cargo de cuestiones incendiarias pero irrelevantes. Aquí corrupción no tiene que ver con la definición especializada. No se está diciendo que hay un agente corrupto, que utiliza la función pública para obtener un beneficio privado. Nagel parece querer decir que se corrompe el principio mismo de funcionamiento de la política moderna al corromperse la distinción entre esfera pública y privada. La corrupción en este caso se predica de la lógica de funcionamiento del poder político y de los criterios de su evaluación. Involuntariamente, Nagel vuelve a uno de los significados más generales del término corrupción, es decir a aquél que lo asocia a la depravación o perversión, a la alteración de una condición original o correcta, al vicio por error o adulteración. La corrupción no es entendida como infracción individual a la regla sino como alteración de un principio de funcionamiento. Corrupción política es, en este caso, corrupción de la política, de su lógica, de su demarcación respecto del ámbito privado y de sus propios valores (Nagel, 1998).

También a contrapelo de las definiciones especializadas, en el Diccionario de filosofa publicado por la prestigiosa editorial Routdlege encontramos que el autor de la voz «corrupción política» nos recuerda que en la tradición republicana (al menos tal comoésta ha sido rehabilitada o reinventada recientemente en los medios académicos anglosajones), la corrupción aparece sólo ocasionalmente asociada al soborno, el beneficio ilícito o incluso a los actos individuales. En esta tradición, el núcleo de la corrupción remitía a latransgresión sistemática o a la erosión de las prácticas, instituciones y creencias que dotaban a las sociedades de un conjunto compartido de propósitos, de una noción de utilidad común, y de una visión compartida del futuro y del pasado. Es decir, la corrupción era entendida como erosión de la virtud ciudadana y por ende, de la capacidad de reconocer el bien común. Para el autor de la voz mencionada, esta forma de entender la corrupción, que ponía el acento en las precondiciones culturales y materiales de la estabilidad de los Estados, fue posteriormente debilitada por dos tendencias. Una que separaría la idea de política de la de bien común (desplazándola progresivamente hacia los intereses individuales) y otra que habría estrechado la mira y reconceptualizaría la corrupción no como un fenómeno sistémico, sino como una forma de desviación o infracción por parte de los funcionarios públicos (Philp, 1998).

Tanto la visión centrada en los intereses como la que circunscribe la cuestión a la administración pública, habrían empobrecido el concepto de corrupción política. Según este autor, al faltar una caracterización normativa de la condición original, genuina u auténtica de la actividad política, el concepto de corrupción (que seguiría manteniendo el significado básico de desviación u alteración) perdería su sentido, por no estar claro respecto de qué tipo de orden normativo constituiría ésta una desviación. Cito textualmente: «En claro contraste con el modelo clásico, se ha prestado muy poca atención a la correlación entre la persistencia de una cultura cívica activa y la incidencia de la corrupción en el ámbito político. El resultado ha sido el desarrollo de modelos de política que, al soslayar la cuestión del carácter o la naturaleza de la política y al menospreciar la relevancia de los mores y creencias de la sociedad civil en la incidencia de la corrupción, no han podido proporcionar una adecuada comprensión de algo que sigue siendo un fenómeno muy expandido en muchos estados modernos» (Philp, 1998).

Pues bien, creo que este autor se equivoca, al menos, en seis cuestiones. Y es en torno a ellas que gira, un tanto libremente, mi artículo. Más allá de indudables cambios conceptuales relevantes, creo que aún puede sostenerse que: 1) La evolución del concepto de corrupción política incluyó siempre la referencia a la desviación o violación de un orden normativo. El tipo de orden normativo respecto del cual la corrupción constituye una desviación o transgresión (orden jurídico positivo, normas sociales, costumbres, etc.) ha sido y sigue siendo materia de discusión, y dicha caracterización incide en la tipificación del fenómeno (si como delito, como inmoralidad, etc.) (Garzón Valdés, 1998). Tampoco es tan claro que las definiciones «técnicas» que circunscriben la posibilidad de corrupción al ejercicio de la función pública especializada, utilicen sólo la legalidad positiva como orden normativo relevante. 2) Pero además, gran parte de las construcciones conceptuales modernas sobre la corrupción giran en torno a una brecha o a una distancia (que en realidad es una relación de mutua referencia) entre legalidad o sistema normativo positivo y prácticas sociales, o bien como los llama Riesman, entre sistema mítico y código práctico, o entre lo escrito y lo no escrito, o entre legalidad y cultura, o entre una dimensión simbólica (que parece hacer referencia a la adhesión puramente retórica a valores fundamentales) y una dimensión estratégica (Riesman, 1981). 3) Los mores y creencias de la sociedad siempre fueron tomados en cuenta para la caracterización de la corrupción, ya sea bajo la forma de «condiciones culturales» que propician la corrupción, o de manera más sustantiva para caracterizar aquello que en cada época o cultura se percibe como corrupción (Lommnitz, 1995). 4) Las prácticas políticas corruptas son a menudo identificadas como tales por contraste con un tipo ideal de moralidad cívica (en cualquiera de sus versiones). 5) Casi todas las estrategias de combate a la corrupción incluyen una u otra forma de ampliación de la participación y el control ciudadano, desde el perfeccionamiento de los mecanismos de responsabilidad pública (accountability), hasta la propuesta del ejercicio de funciones públicas por parte de organizaciones ciudadanas; desde la demanda de mayor control por parte del público hasta la idea de participación como solución para los problemas tanto de corrupción política como de eficiencia en la gestión pública (Laporta et. al: 1997). 6) Los rasgos que la llamada tradición republicana atribuía a la corrupción (pérdida de virtud ciudadana, erosión de la cosa pública, etc.) son ahora identificados como consecuencias necesarias de la difusión de las prácticas corruptas: procesos de deslegitimación, crisis no sólo de la representación política sino de la política misma.

Contrariamente a lo expresado por Philp, tengo la impresión que la progresiva «tecnificación» de las definiciones de corrupción, lejos de dejar de lado la dimensión normativa o una caracterización sustantiva de la actividad política, siguen conservando como trasfondo (es cierto que no siempre explícito) una idea de moralidad cívica, de interés público, una referencia fuerte a la cultura política y una preocupación por la integración. Y, dando un paso más, que son esos supuestos no explicitados los que llevan a que, en el análisis de casos concretos, se califique de «corruptas» a prácticas que, nos gusten o no, son parte de la actividad política moderna. O, por el contrario y con consecuencias más graves, a que muchas veces se fomente una «tolerancia» tan resignada como ilimitada a la corrupción.

El adjetivo «corrupto» entonces puede predicarse de actores y acciones individuales como de prácticas, sistemas y formas de vida. En los apartados siguientes me centraré en algunas dificultades que surgen en este último caso, es decir, allí donde no sólo comparecen definiciones técnicas acotadas, sino donde lo que parece estar en juego es un fenómeno más global, en el que no siempre está presente ni la violación de la legalidad positiva ni la percepción de un beneficio extraposicional.

Negociación y corrupción.

Cuando se analizan las diferentes definiciones de la corrupción política, surge una primera perplejidad (o tal vez una primera confusión conceptual): con una definición demasiado amplia o, al revés, demasiado estricta desde el punto de vista normativo, varios procesos que desde otra perspectiva aparecerían como fenómenos políticos «normales» de una sociedad compleja deberían ser caracterizados como «corruptos». Como dice un analista del tema: hay una especie de clima malsano que no permite distinguir entre reclutamiento correcto y nepotismo, entre asignación de recursos y clientelismo, entre pantouflage y tráfico de influencias, entre lobbying y corrupción.

En efecto, se tiene la impresión que si al analizar una transacción política se deja de lado o se minimiza como criterio la percepción de un beneficio económico individual o la apropiación de fondos públicos (criterios que sirven para definir al soborno, las extorsiones, los fraudes y las malversaciones), o se los reemplaza de modo un poco laxo por «beneficios políticos», hay una zona en la que diferentes formatos de intercambio político y prácticas corruptas pueden llegar a confundirse conceptualmente. Me refiero a aquellas formas de intercambio político por las cuales se negocian bienes de distinto tipo ubicados entre la economía y la política (salarios, facilidad de créditos, acceso a obras sociales, lealtad política, consenso democrático o detención del disenso, aplazamiento de sanciones, etc.), formas de intercambio político que desde una concepción normativa acerca de la naturaleza originaria de la política no pocas veces fueron caracterizadas como prácticas corruptas tout court. Es por ello que algunos autores hacen el esfuerzo de distinguir, por ejemplo, entre políticas públicas promocionales y actos de corrupción (Malem, 1997). Los criterios para esta distinción no son, sin embargo, inequívocos. En general se ha argumentado que: a) Toda política promocional (y aquí incluiríamos un abanico de políticas públicas, así como políticas promocionales resultantes de arreglos corporativos y de lo que alguna vez se caracterizó como prácticas populistas) tiene un carácter general mientras que la corrupción tiene un marcado tinte individual. Tal vez sea más claro decir que en un caso comparece un destinatario que ostenta una representación funcional (los sindicatos, los banqueros, los deudores) o representativos de una minoría, mientras que los actos de corrupción tendrían un marcado tinte personal, aunque el límite no está nada claro. b) Que la corrupción requiere del secreto o al menos de discreción, mientras que una política promocional o los resultados de una negociación corporativa tiene características públicas. c) Que la corrupción, a diferencia de otro tipo de prácticas políticas, supone un modo de influencia que repugna o atenta contra las reglas del juego democrático.

Vistas las cosas más de cerca, estos dos últimos criterios, el secreto y la compatibilidad con las reglas del juego democrático, no son tan tajantes. Cabría aquí recordar el debate de hace unos años en torno al corporativismo. Algunas posiciones afirmaban que se trataba de una práctica que se autolegitimaba a través del principio de eficiencia, en tanto operaba como mecanismo eficaz de vertebración del consenso o de articulación de intereses; y que podía fomentar más o menos la corrupción (éste era un problema empírico) pero que no tenía mayor sentido tipificarlo en sí como una «práctica corrupta». Sin embargo, en casi todos los procesos de transición a la democracia, la existencia de prácticas, mecanismos y hasta de una «cultura» de la mediación corporativa fue tematizada como un obstáculo fundamental para la democratización política (no sólo para la modernización económica). En aquel entonces se argumentaba que a) el corporativismo, aún en su versión «liberal», tendía a estabilizar situaciones existentes a costa de los sectores más débiles o no organizados (los sindicatos frente a los pobres, por ejemplo), es decir, era una forma de defensa de privilegios; b) fomentaba el egoísmo ciego a costa de una visión global y oponía y radicalizaba lo particular versus lo público (entendido como aquello que es común y general); c) restringía la agenda pública de las cuestiones sociales a organizaciones preestablecidas, distorsionándola y d) agravaba la pérdida de control ciudadano sobre instancias que finalmente decidían sus condiciones de vida. De allí a caracterizar al corporativismo como una práctica corrupta, había sólo un paso.

Tal vez mi primera duda se podría sintetizar de la siguiente manera: cuando en los tipos de corrupción se incluyen prácticas tales como la parcialidad, que se caracteriza como la discriminación deliberada en la formulación y aplicación de normas (Laporta et al., 1997), el favoritismo, el clientelismo político, el patronazgo, y no se incluye la percepción de un beneficio económico individual «extraposicional», estamos a punto de deslizarnos hacia una no discriminación entre formatos de negociación y prácticas corruptas. Ello puede llevar a caracterizar a ciertas formas de corporativismo, al lobbismo, a cualquier ejercicio de una representación funcional o asociación que obtuviera recursos políticos (prestigio, apoyo electoral, cargos públicos, etc.) como prácticas corruptas. El requisito de un beneficio económico privado u extraposicional parece entonces una condición conceptualmente más necesaria de lo que primera vista parece.

El tema de la corrupción vuelve a poner en cuestión, de manera oblicua, la legitimidad política de los intereses particulares. El tema ha desvelado a la teoría política moderna (desde Rousseau y A. Smith hasta la discusión sobre neocorporativismo) y no es éste el lugar para abordar el tema. Basta decir que a menudo, cuando la corrupción se predica de «formatos» de negociación, de prácticas de intermediación de intereses y no de acciones individuales, a menudo es la legitimidad del interés particular como opuesto a un interés público la que sigue estando en juego. Baste decir también que resultan poco útiles las definiciones de corrupción que no distinguen entre tipos de prácticas que pueden operar como condiciones favorables para la corrupción (por la existencia o no de mecanismos de control, publicidad, etc.) y los actos u actores corruptos. Cuando la corrupción se predica de los formatos de intercambio político tout court, cabe sospechar que, pese a lo que afirma Mark Philp, todavía sigue operando a las espaldas una concepción normativa tremendamente rigurosa de política. Esto puede llevar, como de hecho sucede, a que se pueda decir también, en una valoración aparentemente invertida, que la democracia, el parlamentarismo, o el sistema de partidos, son en sí corruptos.

Corrupción y cultura política.

Mi segunda perplejidad tiene que ver con el problema de la corrupción como «forma de vida». Se ha dicho que hablar de corrupción sólo tiene sentido cuando existe un sistema normativo de referencia, un sistema normativo relevante para el caso al que se oponen, que es transgredido por, o del que se alejan los actos o procesos corruptos. Algunos autores identifican este sistema con la normatividad jurídica positiva. Corrupción entonces se acercaría a ilegalidad. En otras definiciones se apela al uso ilegal o no ético del cargo público con fines de beneficio personal o político. Otras veces se toma como referente la moralidad social, o un conjunto de valores compartido. Habría mucho para discutir y problematizar en este punto. Yo quisiera limitarme a dos aspectos que refieren a la cultura en sentido amplio. El primero sería la relación entre lo que llamaríamos pautas culturales difusas o valores socialmente compartidos y caracterizaciones de la corrupción. Por ejemplo, ¿qué ocurre en una sociedad en la cual las afiliaciones familiares siguen siendo un referente fuerte de la acción, en el que un porcentaje muy alto de los entrevistados en una encuesta (a la pregunta si «Ud. tuviera un puesto de gobierno y tiene que contratar a un ingeniero: ¿a quién contrataría, a un buen ingeniero o a su hijo que es ingeniero?») contesta privilegiando los lazos familiares (Castaños, 1996), en la que la lealtad personal sigue teniendo un peso central? Podríamos preguntarnos si una sociedad con estos rasgos consideraría la afiliación familiar o la atribución de cargos públicos en función de consideraciones familiares como nepotismo, es decir como una práctica corrupta. Así planteado, el problema refiere a lo que en cada época histórica, en cada régimen político y en cada sociedad se tipifica como corrupción política. Y apunta, como es obvio, a la corrupción política como construcción cultural.

Pero hay otra veta para abordar la cuestión, que nos vuelve a las afirmaciones de Philp, y es la del modelo de moralidad cívica que sirve como tipo ideal con el cual contrastar los actos de corrupción. En otras versiones, también planteadas en este seminario (VIII García Máynez), la cuestión se enfoca como la de «las condiciones culturales para la implantación de un Estado democrático de derecho».

Cuando se habla de la corrupción como «modo de vida», en situaciones como las de varios de nuestros países latinoamericanos, la afirmación hace referencia no sólo a la extensión del fenómeno sino a la difusión de una variedad de pautas culturales que, contrastadas con un tipo ideal de moralidad cívica resultan altamente desalentadoras. Estudios como los de Femando Escalante para el siglo XIX mexicano, o los de Roberto Da Matta en Brasil, ponen de relieve una serie de rasgos constitutivos de una «forma de vida», de un orden informal, de una especie de «know-how» colectivo que se produce al margen de la ley y de las instituciones consagradas, y que en todo caso vuelven problemático el concepto de «orden normativo relevante». Estos análisis subrayan la existencia de formas de «actuar en comunidad» (no «en sociedad» según la antigua contraposición de la sociología clásica), afiliaciones particularistas, códigos de lealtad personales, imágenes también personalizadas de la autoridad, rituales de respeto ostensible por las jerarquías sociales; una serie de rasgos que podrían, para nuestro tema, sintetizarse en dos cuestiones: una distinción más que borrosa entre lo público y lo privado, y un conjunto de orientaciones sociales que parecen poner en duda reiteradamente la distinción entre ley y transacción entre privados.

Vistas así las cosas, efectivamente la distancia con la «moralidad cívica» como modelo de moralidad pública parece insalvable. Sin embargo, este modelo de moralidad cívica o, en otros vocabularios de «cultura política» suele terminar en dos alternativas de corto aliento. O bien se acepta resignadamente que «así somos» y que la corrupción como modo de vida es inerradicable (que es cualitativamente distinto a afirmar que el grado óptimo de corrupción puede no ser igual al grado cero como afirma Klitgaard, (1988). En este caso, el riesgo es arribar a una especie de reconciliación resignada con la «densidad» de la eticidad y la historia, con la consiguiente adaptación pragmática a la racionalidad histórica de la corrupción. Alguien podría decir que esto es un ejemplo de lo que H. Arendt llamaría la banalidad (en este caso la banalización) del mal. O bien, a la inversa y con optimismo ilustrado se termina postulando una especie de «pedagogía de la virtud», es decir, traduciendo la moralidad cívica a una cartilla de virtudes (honestidad, rectitud, tolerancia, respeto por la ley, etc.) que es posible enseñar y aprender. Tengo la impresión de que en ambos casos la cultura como forma de vida es entendida como un conjunto de valores últimos y no como un conjunto de destrezas, habilidades, pautas cognitivas, etc. (la famosa metáfora de la «caja de herramientas»), es decir, como un conjunto de elementos que pueden articularse de maneras diferentes. El problema es que entender la forma de vida como valores últimos impide dar cuenta de los aprendizajes (individuales y colectivos) entendidos éstos precisamente como transformación de las pautas cognitivas, afectivas y evaluativas. Es decir, esta idea de cultura política como forma de vida no puede dar cuenta de la transformación de los elementos que organizan la experiencia.

Una caracterización de la moralidad pública que no estuviera centrada en los «valores últimos» (no porque éstos no operen como ordenadores sino porque no operan permitiría, en «directamente») relación con nuestro tema, centrar la atención en instituciones y reglas que inducen comportamientos, exigen prácticas distintas y tal vez, en el largo plazo, generen una transformación valorativa. Los ejemplos abundan. Es probable que en la cultura política mexicana el nepotismo (según se desprende de los sondeos de opinión, de la historia política del país y de las declaraciones explícitas de varios ex presidentes) no sea socialmente considerado como una forma de corrupción. Sin embargo, hace poco tiempo el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, siguiendo las pautas de confianza familiar y política tradicionales, decidió el nombramiento de su hijo en un cargo de confianza. A las veinticuatro horas se vio obligado a revisar su decisión. La revisión de la decisión no surge de un arranque de honestidad del político en cuestión, ni de una súbita conversión de la moralidad pública, ni de un explícito aprendizaje en la virtud de gobernantes y gobernados. Aquello que antes era una atribución normal del detentador del cargo, es valorado ahora como un ejemplo de imprudencia política. Y esta valoración surge de una prensa más adiestrada en el escrutinio de la gestión pública, de la puesta en práctica de mecanismos de competencia política, de un sistema político más plural, de la existencia de un espacio público ampliado. En un sentido similar, Javier Pradera mencionaba el hecho de que la competencia interpartidista había trabajado más en favor de la participación política de las mujeres que la discriminación positiva y el sistema de cuotas en la izquierda. Es decir, las nuevas reglas habían hecho más por cambiar las tradiciones machistas de la derecha española que el aprendizaje explícito de las virtudes (Pradera, 1997). Con ello no estoy afirmando la ecuación «a mayor democracia, menor corrupción», ecuación difícilmente comprobable empíricamente. Sólo estoy señalando que al reconocer en la corrupción un «modo de vida» o una cultura, antes o después de la adaptación cínica o pragmática y de la pedagogía virtuosa, habría que pensar en las formas de comunicación política, en los diseños institucionales, en los mecanismos de escrutinio público que inducen transformaciones en los límites entre lo permisible y lo no permisible, lo correcto y lo incorrecto, generando nuevas rutinas y aprendizajes.

Corrupción e hipercorrupción.

A menudo, en el vocabulario de las ciencias sociales, en el lenguaje académico y en el debate intelectual en general se echa mano de prefijos significativos para dar cuenta de los cambios de época. Los prefijos más de moda indican tanto un retorno como un cambio superador. Tanto el «neo» del manido neoliberalismo, de los neoconservadurismos, neonazismos, etc., como el «post» de los post-liberalismos, post-tradicionalismos y post-modernismos hacen referencia a una continuidad (de una tradición teórica, de un problema, etc.) y a una superación, renovación o Por supuesto, las fronteras entre lo viejo y lo nuevo, entre las continuidades y las rupturas son motivo de debate y requieren de una permanente puesta a punto conceptual, que el recurso a los prefijos mencionados no siempre puede salvar. Sin embargo, hay un prefijo que a primera vista, parece ahorrarnos esas faenas interpretativas: el prefijo hiper, también de moda. Se habla así de hiperinflación para hacer referencia a procesos que están por encima de ciertos niveles determinables cuantitativamente. La ciencia política latinoamericana ha comenzado a hablar de hiperpresidencialismos, para hacer referencia a estilos de conducción política que potencializan las facultades constitucionalmente fijadas (Perú, Argentina, etc.). Las continuidades y rupturas en estos casos se apoyan en dimensiones cuantificables (tasas, número de decretos, etc.). Y se ha comenzado a hablar recientemente de situaciones de hipercorrupción. También aquí se ha elaborado un índice de percepción de la corrupción (IPC), construido con base en encuestas elaboradas por Gallup, aplicado por Transparencia Internacional, que nos podría proporcionar niveles indicativos, por debajo de los cuales estaríamos hablando de hipercorrupción (lamentablemente México, con un puntaje de 3.3 se colocaría en el nivel de la así cuantificada hipercorrupción). Otros autores reservan el término hipercorrupción para referirse a aquellas situaciones en las que comparecen «sistemas» altamente corruptos y distinguirlos así de acciones individuales relativamente localizables. En el caso de la hipercorrupción, estos sistemas de acción se insertarían en una cultura general permisiva de la violación a las normas, en la que el soborno y la extorsión resultarían mecanismos generalizados en todos los niveles y se distinguirían así de aquellos casos en los que la corrupción es «marginal». Replanteando la distinción entre países desarrollados y subdesarrollados, la corrupción marginal, no obstante involucrar personalidades importantes o cifras millonarias, aparecería acotada a situaciones relativamente aislables e identificables dentro de un contexto general de respeto por las normas y, a diferencia de las situaciones «hiper», se contaría con mecanismos de detección y control eficaces (Moreno Ocampo, 1993).

Sin embargo, tengo la impresión de que al utilizar el prefijo «hiper», se está haciendo referencia a algo más que a un dato cuantificable. Es decir que hay una dimensión «cultural» que a menudo comparece en la utilización del prefijo y que evoca, más allá de las dimensiones cuantificables, una erosión de la experiencia compartida. Tal vez esto sea más claro en el caso de la hiperinflación, más estudiada que la hipercorrupción. La hiperinflación no sólo se caracterizó por la rapidez de los procesos de devaluación monetaria. Un elemento central en todos los procesos así tipificados fue una brutal inestabilidad económica que se traducía, si no en inestabilidad política (en todos los casos), en una vertiginosa inestabilidad e imprevisibilidad de la calculabilidad social. Es sabido que la inestabilidad monetaria distorsiona las relaciones económicas, pero también la experiencia da cuenta de un deterioro de las relaciones sociales en general. Cuando el médico de un seguro pre-pago condiciona la atención profesional al pago al contado en el momento de la consulta (porque los quince días que tarda la obra social en reintegrarle el pago significan la evaporación lisa y llana de sus honorarios); cuando de un día para otro alguien percibe la mitad de su sueldo o puede adquirir la mitad de bienes en el mercado, o cuando los precios de bienes y servicios se modifican de la mañana a la noche, en realidad hay una distorsión de la percepción compartida de realidad. Es allí donde lo aludido por la noción de «mundo en común» de los fenomenólogos (distinta de la idea comunitarista de mundo común) se pone en cuestión. Las descripciones más vívidas de estos fenómenos de pérdida de realidad, de erosión de los parámetros y mapas cognitivos en un contexto hiperinflacionario provienen por supuesto no de la economía sino de la literatura (Canetti y Benjamin, entre otros, nos han legado testimonios de este tipo de experiencias). Otro tanto ocurrió, en un nivel más acotado sistémicamente, con lo que se ha dado en llamar hiperpresidecialismo. En realidad, este término (discutido y discutible teóricamente) pareció aludir, entre otras cosas, a una desconfianza o falta de credibilidad en la política pero también a una recurrente imprevisibilidad en las acciones del ejecutivo. Es decir, con la emergencia de este tipo de situaciones, volvían a desdibujarse, en la percepción cotidiana y en la reflexión, los límites entre lo políticamente posible y lo imposible.

Y otro tanto podría decirse de la llamada hipercorrupción. Pongo tres ejemplos. Hace pocos días la Secretaría de Finanzas del Gobierno capitalino denunció la existencia de una red de falsificación de unas 600,000 formas de pago de multas por incumplimiento de la verificación vehicular. En unos 600,000 casos, los contribuyentes cumplieron con la penalización impuesta por el incumplimiento de una obligación, creyendo así regularizar la situación de sus vehículos. No se trata aquí de la denuncia de un soborno para la obtención de un privilegio ni de una extorsión por parte de funcionarios involucrados, para cumplir con una obligación. Se trata más bien de un sistema paralelo en el cual comparecen formularios falsos, funcionarios de recaudación involucrados y sistemas de cómputo trucados. Al cabo de dos años y medio ni esos recursos llegaron al erario público ni los contribuyentes saben cuál es su situación (es decir si el que pagó la multa apócrifa cumplió o está en falta, etc.). En este caso hay algo más que un sistema corrupto de recaudación, por el cual algunos pueden salvarse y otros no, o a través del cual se aumenta el costo de un servicio. Me parece, aun a riesgo de sonar apocalíptica, que lo que está en juego es la construcción social de una realidad compartida. Pongo otro ejemplo. Una persona compra una propiedad. Después de firmar la escritura, obtiene su título de propiedad oficialmente inscrito en el Registro Público. Un año después se entera de que la casa va a ser rematada porque la inscripción no aparece en el Registro Público de la Propiedad y porque el documento público que ella ostenta no es, en primera instancia, testimonio fehaciente de propiedad. También resulta que el nuevo Director del Registro Público pide intervención a la Procuraduría General de Justicia ante las numerosas irregularidades detectadas en la gestión de la mencionada dependencia pública. En realidad, también aquí está en juego la validez del instrumento público (en este caso no por falsificación sino por improcedencia). De todos modos, la persona de nuestro ejemplo en principio no sabe si es o no propietaria legítima de un inmueble que compró a través de una operación legal y cuyo derecho registró de acuerdo a los procedimientos establecidos. Tercer ejemplo, un taxista en la Ciudad de México comenta «Raúl Salinas debe estar en el extranjero. Cada vez que pasan noticias sobre el caso en la televisión muestran la misma toma de Almoloya» (de archivo). Es decir, lo que se cuestiona aquí no es la interpretación que los medios ofrecen, ni la manipulación de la opinión en relación a los hechos, sino los hechos mismos. La incredulidad o la falta de credibilidad refiere en este caso al mundo en común frente al que se debe tomar posición.

Los teóricos de la construcción social de la realidad (esquematizando brutalmente) hablaban de externalizaciones que proporcionan coordenadas de realidad: los límites entre lo posible y lo imposible, entre lo lícito y lo ilícito, entre lo propio y lo ajeno. Para esta perspectiva teórica, la realidad social construida quedaba plasmada en instituciones, tradiciones, documentos públicos e informaciones periodísticas que permitían dar por sentado la existencia de un mundo en común. Cuando se habla de situaciones de hipercorrupción, además de los elementos que pueden definirse cuantitativamente, también estamos haciendo referencia a situaciones en las que ni el orden legal ni las normas del orden social brindan elementos suficientes para ordenar los mapas cognitivos o para ubicar a los actores en una realidad compartida (como propietario, como infractor, o como público).

Hace algunos años, Claudio Lommnitz, al inaugurar un seminario sobre la corrupción en México, marcaba la persistencia en la historia política mexicana del divorcio entre legalidad y ejercicio del poder. Señalaba esos largos períodos de nuestra historia política en los que la arbitrariedad del poder prevaleció sobre la ley y en la cual se forjó y se fue trasformando la llamada «tradición pragmática» de la política mexicana. Resulta significativo que este desafasaje entre orden normativo y ejercicio del poder haya sido definido como tradición. Sin embargo, Lommnitz señalaba que en esta larga historia de relaciones entre poder y corrupción, resaltan períodos en los que se percibe un «sistema» (al cual se le imputan, no obstante, rasgos corruptos) y otros que son percibidos como caos. Y la pregunta más general que sobrevolaba el recorrido histórico era: «¿en qué punto o en qué momento las prácticas corruptas llegan a minar el sentido compartido de realidad que llamamos hegemónico?» (Lomnitz, 1995). El término hipercorrupción parece apuntar a este salto en la percepción del orden. Tal vez, a nivel conceptual lo que esté en juego aquí es la distinción entre un sistema de corrupción integrador y otro desintegrador. Es decir, entre un sistema que vincula a las personas y genera redes de intercambio estables y de intereses compartidos y una corrupción que produce divisiones tanto entre quienes participan dentro de la empresa corrupta como entre ellos y los excluidos. Esto no significa hablar de una buena o mala corrupción, ni menos afirmar nostálgicamente que «corrupción era la de antes». Se trata simplemente de recuperar la afirmación que comparece en casi todos los análisis sobre corrupción política: es decir, que ella ha existido en diferentes épocas, ha coexistido con diferentes regímenes políticos y que constituye un fenómeno universal. Pero también de incorporar situaciones en las que la corrupción comienza a socavar ya no sólo la legitimidad de régimen político sino la percepción misma de un mundo compartido.

Bibliografía

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Philp, Mark (1998), «Corruption», en Encyclopedia of Philosophy, vol. II, Routdlege.

Riesman, Michael (1981), ¿Remedios contra la corrupción?, FCE, México.

Notas

* Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el VIII Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 9 y 10 de octubre de 1998.

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