La corrupción y el liberalismo del favor*

Jesús Silva-Herzog Márquez
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México

La corrupción y el liberalismo del favor*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 10, 1999, pp. 41 -50

La palabra corrupción es olorosa. No convoca al ojo sino al olfato. Al pronunciar estas sílabas, la nariz, convertido en órgano de nuestra buena conciencia, se arruga instintivamente como queriendo evadir un sonido maloliente. En ese infeliz aroma está la memoria del concepto. Corrupción evoca el deterioro de las carnes, la descomposición de la vida, la fermentación, la podredumbre de un cuerpo que ha sido infectado por la muerte. La corrupción desintegra los tejidos hasta que el organismo resulta irreconocible, privado del esqueleto de su identidad.

En el primer diccionario del español, el bello Tesoro de la lengua castellana o española de Don Sebastián de Covarrubias de 1611 se encuentra la siguiente entrada. «Corromper. Del verbo latino corrumpo, contamino, vitio, destruo. Corromper las buenas costumbres, estragarlas. Corromper los jueces, cohecharlos. Corromper los licores, estragarse, y ellos suelen corromperse. Corromperse las carnes, dañarse. Corromperse uno es desmayar, yéndose de cámaras. Corromper las letras, falsearlas. Corromper la donzella, quitarle la flor virginal. Corrupta, la que no está virgen. Corrupción, pudrimiento. Corrupción de huesos, cuando se pudren hasta los huesos; enfermedad gravísima y mortal. Corruptela, término forense». Corrupción es, en efecto, pudrimiento; una enfermedad gravísima y mortal.

La carroña es el ámbito de la corrupción. Como enfermedad del cuerpo moral, la pestífera palabra exhibe el linaje republicano de la noción. Éste es su primer universo: la tradición cívica que anhela la virtud y se percata, al mismo tiempo, del poder de sus contrarios. En la ambición, en la envidia, en la codicia está la ponzoña. El vicio todo lo trastoca; las instituciones públicas son ocupadas para el beneficio privado, la pasión somete al cálculo, la promesa es palabrería, el mandatario traficante 1 . Hay una imagen que captura esta sincronía de carnes y costumbres podridas: es la descripción de la peste en Tuccídides. El dramatismo de la descripción de estos pasajes, que por obvia simpatía existencial Hobbes tradujo en su tiempo, es insuperable. La sangre que estalla dentro de la piel, la úlcera insufrible, la diarrea incontrolable. La muerte tendida en el piso extendiéndose por el aire y los pájaros que destazan los cuerpos insepultos. Éste es el reino de la corrupción. La desesperación engendra la ilegalidad: los hombres, criaturas sin esperanza, se vuelven indiferentes a cualquier norma. La ley a nada ata.

La corrupción que pone al mundo patas arriba, lo dice el propio Tuccídides, invade el lenguaje. Las palabras también se avinagran con la degradación de las costumbres. «Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación a los hechos, para adecuarlas a su interpretación de los mismos» 2 . Un poco más recientemente Octavio Paz decía: «Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y el restablecimiento de los significados» 3 . La palabra, moneda del entendimiento, se desmorona. La corrupción es transgresión, abatimiento de fronteras: lo público se hace privado, lo privado público, la ley se convierte en mercancía, el deber se negocia.

Para el republicano la virtud es una sustancia viva, es decir, enfermiza. La vida de la república depende de esta frágil sustancia. Ahuyentar la maldición degenerativa es el secreto de la libertad. La clave está en el abandono de cualquier interés personal, en la entrega plena de cada uno al interés público, en el amor a la república como el máximo bien. El orden político se vuelve así prisionero del clima moral. Las instituciones, advierte Maquiavelo, pueden prevenir el envenenamiento de las costumbres pero, una vez que la corrupción ha implantado su dominio, las leyes y las instituciones son impotentes. Cuando los hábitos sociales son perversos, hasta el más genial de los príncipes está condenado al fracaso 4 .

El civismo, siendo la vacuna predilecta de los republicanos contra la corrupción, resulta entonces una medicina inservible. Quizá previene pero no cura. Si es que funciona, el remedio causa efecto tras décadas de aplicación. De ahí que el diagnóstico republicano nos deja inermes frente al problema. Si es imperativo regenerar la virtud de los ciudadanos, si resulta indispensable conducir el corazón de los hombres hacia el amor por la ciudad, si tenemos que inspirar abnegación patriótica en cada individuo, si de lo que se trata es de purificar el alma de los hombres, lo que necesitamos es el dictador por el que suspiraba Rousseau: ese hombre que «pudiese trabajar en un siglo para gozar en otro». El republicanismo, política que afirma al hombre, en este caso lo derrota. Si seguimos su manual, tendríamos que esperar una glaciación civilizatoria para exterminar el mal.

Pero hay -y eso es lo que quiero decir en estas líneas- otra ventana para enmarcar el problema, más allá del humanismo abdicante de los republicanos. Me refiero a una perspectiva liberal para detectar las raíces de esta plaga y las estrategias para combatirla. Ubicar la corrupción en ese marco nos permitiría ascender el segundo peldaño de liberalismo.

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En el principio fue el miedo. «A lo que más temo es al temor porque supera en poder a todo lo demás», escribió Montaigne. Del miedo emerge, como sabemos, el terrible monstruo del Leviatán, una bestia que concentra todo poder para desterrar la guerra. Si hemos de huir de la naturaleza es porque esa selva nos envuelve en el pánico de morir una muerte violenta. Sin embargo, no sólo bestias totalitarias generan el miedo. También el liberalismo encuentra ahí sus raíces más profundas: contener la violencia, limitar el poder, expulsar la crueldad de la vida social. Judith Shklar le ha dado nombre a ese ánimo: liberalismo del miedo. Los liberales deben asumir que el mayor mal es la crueldad y que la violencia excesiva es incompatible con la dignidad de la persona. Una sociedad libre debe confinar así el temor a su mínima expresión: el único miedo legítimo es el que se administra para evitar miedos mayores. La cito:

El primer derecho es el ser protegido contra el miedo a la crueldad. La gente tiene derechos como escudo contra éste, el más grande de los vicios públicos. Éste es el mal, la amenaza que hay que evitar a toda costa. La justicia misma no es más que una red de disposiciones legales necesarias para mantener a raya la crueldad, especialmente por quienes tienen a mano los instrumentos de la intimidación. Por ello, el liberalismo del miedo se concentra tan obsesivamente en el gobierno limitado y predecible. La prevención del exceso físico y la arbitrariedad deberá lograrse mediante una serie de medidas legales e institucionales destinadas a aportar los frenos que no se puede esperar que ofrezcan ni la razón ni la tradición 5 .

El poder es, a un tiempo la daga y el escudo del miedo, su vehículo y su corral, su cómplice y su adversario. Idénticos en su crueldad son los territorios del poder absoluto y del poder inexistente. Así los retos del liberalismo son constituir poder y restringirlo. Sólo entre estas orillas de excesos puede germinar la elección, la capacidad del hombre para tomar decisiones, para construir por sí su vida. Si admitimos que ese es el tablón primigenio del liberalismo, es indispensable advertir que el favor es su segunda tarima. En un primer momento, el liberalismo se levanta para detener el dolor, inmediatamente se constituye para atajar el premio que también esclaviza. Sometido es el aterrado y el agradecido; esclavo es quien sufre la arbitrariedad y quien goza lo inmerecido. Ese es el segundo escalón del liberalismo: después de decirle no al miedo, dice no al favor.

Hasta donde alcanzo a ver, en la opaca pero poderosa figura de John Locke podemos ubicar el asentamiento de este peldaño. El Estado constitucional que se proyecta en el Segundo ensayo sobre el gobierno civil no es solamente depósito del máximo poder coactivo, es también surtidor de cargas, ventajas y privilegios. Según el padre del constitucionalismo, del consentimiento emerge el poder legítimo de dar leyes y de castigar a los criminales. El acuerdo engendra también otra potestad: la fiscal. Los gobiernos «necesitan gran carga para su mantenimiento, y conviene que cuantos gozan su parte de la protección de ellos paguen de su hacienda la proporción que les correspondiere con aquel objeto» 6 . A pesar de la veneración de Locke por la propiedad privada, entiende que la vasija tributaria es legítima porque sostiene el poder común; ilegítimo sería, en consecuencia, que sus beneficios se derramaran en provecho de algunos. La legitimidad del poder no termina, como supuso Hobbes, en el instante de su fundación. El trato de los poderes con la ciudadanía es la cinta cotidiana de la legitimidad. El régimen de derecho se convierte así en la médula de la sociedad civil: gracias a él la gente conoce sus deberes y se halla segura dentro de sus fronteras; al mismo tiempo, los gobernantes «se guardarán en su debida demarcación, no tentados por el poder que tienen en sus manos para emplearlo en fines y por medios que no quisieran ellos divulgar ni de buen grado reconocerían». La corrupción, como secuestro del poder común para el beneficio de algunos, es la desgarradura de la confianza en la que se funda la convivencia. El Estado, además de disponer de instrumentos de intimidación, posee anzuelos del soborno. Tiene cárceles pero también dulces. El Estado liberal ha de regular, en consecuencia, el uso de la fuerza y la explotación del favor. El látigo y la miel envician la capacidad de la persona de elegir sus fines y abrazar sus deseos; ambos -uno desde la agresión, la otra desde la seducción- deshacen las alternativas. Brutalidad y hechizo del Estado.

De la misma manera que el liberalismo renuncia a conquistar el alma de los gobernantes para que éstos se abstengan de torturar a sus enemigos, confiando en dispositivos legales e institucionales que evitan tales abusos, también busca evitar la corrupción mediante reglas, institutos y prácticas que mitigan ese mal. Pluralismo político, mecanismos de vigilancia y fiscalización, autonomía de los medios de comunicación, rendición de cuentas son las columnas de la legalidad.

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Termino aquí mi excursión por la idea para tratar de hablar de la experiencia mexicana, de nuestro pasado reciente y el presente indeciso. Resulta indispensable discutir nuevamente la naturaleza del régimen extinto. Que fue un régimen autoritario es algo que poca gente discute. Sin embargo, el mexicano fue un autoritarismo exótico. Un régimen sin competencia entre partidos pero con una larga continuidad electoral; con una altísima concentración de poder discrecional bajo una Constitución y una legalidad formalmente democrática y pluralista; un autoritarismo civil, incluyente y en muchos sentidos, hegemónico. Es posible encontrar en el antiguo régimen mexicano rastros de lo que Andrés Molina Enríquez detectaba en el porfirismo: un gobierno regido por el sentido de la amistad. Decía el Los grandes problemas nacionales. «Las fibras que desde las unidades más humildes se enredan y tuercen en ese sistema hasta la personalidad del señor general Díaz, que es el nudo a que convergen todas, es la amistad personal» 7 . El régimen postrevolucionario, discípulo del régimen que depuso, extendió e institucionalizó esas ataduras de amistad, o de complicidad si se quiere.

La corrupción no fue una anécdota del régimen postrevolucionario: fue su principio. Las leyendas y los relatos de la corrupción llenarían una biblioteca. «La moral es un árbol que da moras o sirve para una chingada», decía Gonzalo N. Santos, condensando la extranjería del escrúpulo para el régimen postrevolucionario. Pero más allá del anecdotario, la corrupción se ubicaba en la médula del sistema político. Por eso decía Gabriel Zaíd que México era el país destinado a fundar una ciencia de la mordida. La disciplina podría tener distintas ramas. La dexiología (de dexis, mordida) antropológica exploraría los significados culturales de la corrupción, el psicoanálisis analizaría la vida esquizoide que debe vivirse para adaptarse a un ecosistema corrupto, un enfoque marxista exhibiría la falsa conciencia por la cual es debido realizar algunas expropiaciones revolucionarias para avanzar en la lucha de clases. México habría de engendrar esa nueva disciplina porque la corrupción no era un tumor del régimen sino su médula. «La corrupción -dice Zaíd- no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema. Consiste en declarar que el poder se recibe de abajo, cuando en realidad se recibe de arriba; en disponer de las funciones públicas como si fueran propiedad privada» 8 .

La corrupción estuvo en el centro del régimen porque era la práctica primordial de su mantenimiento. Si la mayor parte de los autoritarismos ha enfrentado el disenso con brutal represión, el mexicano lo ha hecho con la cooptación, el contrato, la concesión, los privilegios 9 . En esta vertiente, el régimen es heredero del carrancismo que descubrió en el soborno una vía barata y efectiva para comprar a los generales. Distribuir los frutos de la revolución entre sus protagonistas conjuraba el conflicto. La corrupción se convirtió desde muy pronto en un conveniente mecanismo de control político, un pegamento de lealtades y, sobre todo, un abortivo de rebeliones. La prosperidad de esta práctica es reveladora de todo un ecosistema político, de un régimen sin equilibrios, de un sistema carente de dispositivos de moderación, libre de cualquier cláusula de rendición de cuentas en donde el poder no tiene frenos.

No es difícil advertir que la corrupción crece al amparo de un deficiente sistema de alumbrado. Sólo muerde quien puede esconderse. Porque el cohecho implica simulación necesita oscuridad. La luz inhibe. El alumbrado político aparece de esta forma como una defensa eficaz. He ahí una de las deficiencias democráticas más notables del antiguo régimen: el defectuoso sistema de iluminación cultivó la impunidad. Por eso, exigiendo lo elemental, Daniel Cosío Villegas llamaba a hacer pública la vida pública. Los medios, que han de ser los órganos de la transparencia en un régimen democrático, estuvieron atrofiados durante la vigencia del sistema-político-mexicano en su etapa clásica. Su función primordial fue ser altavoces del poder. No es que se hubiera establecido una feroz política de censura y persecución, los mecanismos para supeditar la prensa a los dictados del gobierno y evitar la formación de una opinión pública informada y crítica fueron más sutiles pero tal vez más viciosos. Maurice Joly, el misterioso abogado que publicó en 1864 un diálogo imaginario entre Maquiavelo y Montesquieu, analizaba los servicios que la prensa podría prestar a un régimen despótico. Suprimir la libertad, establecer una grosera censura sería, dice el Maquiavelo de Joly, una imprudencia, una insensatez, una medida contraproducente. Hay que encauzarla, premiarla, disciplinarla. Incluso, hay que crear una escenografía liberal permitiendo que algún periódico a sueldo critique de vez en vez al poder. El secreto es «neutralizar a la prensa por medio de la prensa misma» 10 . Un teatro semejante se montó en México.

El régimen caminaba sin focos pero, sobre todo, sin frenos. Mientras toda la estructura respondía a la cúspide de la pirámide, ésta, la Presidencia, no tenía a quien ofrecer razones. Esperaré el sereno juicio de la historia, decían una y otra vez los presidentes mexicanos. Lo que confesaban con esa sobada fórmula retórica es que no esperaban ni buscaban el juicio de la opinión pública o del votante. Si el título de legitimidad se hundía en el pasado revolucionario, la actuación política no podría medirse con el rasero de lo inmediato. Sólo el concierto de los siglos podría colocar en su sitio a los gobiernos de la Revolución. Ese era el ámbito de la responsabilidad. El autoritarismo es negación del presente: la sumisión de los vivos ante el imperio de los muertos y de los que están por nacer. Por el contrario, el tiempo de la democracia es hoy. En ese culto del presente, habrá que escribir entre paréntesis, está también la miseria del régimen democrático: por la reversibilidad de todas las decisiones, por la inmediatez de la evaluación colectiva, la democracia tiende a favorecer lo precario, lo efímero.

Creo que México ha concluido ya su transición democrática porque camina ya sobre las arenas de la incertidumbre. Las elecciones son creíbles, las instituciones recobran vida, la Presidencia ha dejado de ser un poder despótico para convertirse en un poder entre poderes, la prensa investiga y cuestiona con agudeza, el antiguo vasallaje centralista empieza a ser suplantado por una rica dinámica regional. La incertidumbre es el elemento crítico de nuestra nueva condición. Nadie sabe quién ganará la próxima elección, como tampoco podemos estar seguros si las propuestas del presidente saldrán adelante en la legislatura, e ignoramos el sentido de la decisión que tomará la Suprema Corte de Justicia en este o aquel tema crucial para la vida nacional. Esa atmósfera justifica mi aserto: la transición es un hecho histórico.

Cuando hablo del fin de la transición no digo ni sugiero que el territorio que habitamos sea el manso paraje de la «normalidad democrática»; no vivimos, bajo ningún concepto, una democracia consolidada. Subsisten refugios autoritarios, nuevos feudos de la restauración y áreas del desgobierno, serios peligros de ingobernabilidad. Sin embargo, la atmósfera de la política nacional es pluralista. Por eso la tarea de nuestro tiempo no es dirigimos a un sistema democrático, sino consolidar el precario régimen competitivo al que hemos accedido. En este tiempo de consolidación democrática habrá que situar el problema de la corrupción.

Creo, con Sartori, que lo peor que podemos hacer con la democracia -y sobre todo con una democracia joven- es pedirle demasiado. Los ilusos no tardan en decepcionarse. Debemos, pues, administrar con mucha cautela nuestras expectativas. Es en ese sentido que debemos desterrar la ilusión moderna de que todo lo hermoso va junto. Las luces, la libertad, la democracia, la legalidad, el progreso, el conocimiento, la felicidad llegan en el mismo paquete de la inocencia. En consecuencia, todas las miserias son hermanas: la ignorancia, la esclavitud, la miseria, la tiranía, la corrupción. En este punto, vale decirlo claramente: la democracia no cancela la corrupción porque no produce una nueva sociedad ni regenera al hombre. En cierto sentido, el pluralismo ofrece nuevos huesos que roer 11 .

Sin embargo, considerando la condición anterior, el ascenso del pluralismo ofrecerá a México una plataforma institucional para exhibir y enfrentar la corrupción. No digo que se elimine sino que tras conocerse, podrá encararse. El panorama es, desde luego, claroscuro. No es iluso, sin embargo, pensar que la democracia puede desplazar la corrupción de la médula del sistema a sus márgenes. Hoy que el pluralismo ha llegado a las sedes del poder institucionalizado, la Constitución cobra vida y con ella se reaniman los dispositivos del control. Las instituciones congresionales de vigilancia y fiscalización están dando sus primeros pasos. Son alentadores. El ritual de rendición de cuentas a través del proceso electoral está inventando su tradición. El voto adquiere poder y empieza a convocar a la responsabilidad. Los escándalos son electoralmente costosos. La creciente independencia de los medios de comunicación que inspeccionan y exhiben regularmente los excesos del poder actúan como inhibidores del abuso.

También hay señales preocupantes. En algunos sitios, la descentralización ha avanzado más rápido que la democratización regional. Se levantan así, nuevos territorios de impunidad, cercas locales de corrupción que han salido de la tradicional subordinación centralista. El mercado prospera pero no ha sido dotado de la indispensable ordenación normativa. Así, la demolición del gran Estado paternalista ha dado lugar a un capitalismo mafioso y vulnerable. El proyecto modernizador se ha basado en una estrechísima relación entre élite política y élite económica que ha tejido una muy densa red de complicidades.

Lo cierto es que, si tomamos la ecuación de la corrupción que formuló Robert Klitgaard (Corrupción = monopolio de la decisión pública más discrecionalidad de la decisión pública menos responsabilidad por la decisión pública 12 ) el cambio político en México ha significado menos monopolio, menos discrecionalidad y más responsabilidad. Más actores, mayor vigilancia, menor espacio para el capricho. Desde luego, los focos y los frenos siguen siendo defectuosos. Quedan importantes cambios por hacer. Pienso en la profesionalización de la legislatura, en una administración despolitizada y eficiente, en el impulso a la democratización en las regiones, en la reducción de los todavía muy amplios espacios para la discrecionalidad, en el establecimiento de un régimen claro de información pública. El propósito, ambicioso y razonable, es desplazar la corrupción de la médula a los márgenes del sistema.

Notas

1 Me ha sido de gran utilidad el ensayo de J. Peter Euben, «Corruption,» en Political Innovation and Conceptual Change, editado por Terence Ball, James Farr y Rusell L. Hanson, Cambridge; Cambridge University Press, 1989.

2 Historia de la guerra del Peloponeso, 3.82.

3 Posdata, México, Siglo XXI Editores, 1970, p. 76.

4 El capítulo XVII del Primer Libro de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio analiza justamente el carácter insalvable del problema. El mejor análisis del republicanismo de Maquiavelo que conozco es The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, de J. G. A. Pocock, editado por la Universidad de Princeton. Ahí puede encontrarse un cuidadoso estudio sobre la idea de corrupción en Maquiavelo y otros republicanos.

5 Judith N. Shklar, Vicios ordinarios, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 377. En «The Liberalism of Fear» publicado en Political Thought and Political Thinkers, la antología editada por Stanley Hoffman, publicada por la Universidad de Chicago, 1998, desarrolla esta noción.

6 John Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, México, Fondo de Cultura Económica, 1941, p.92.

7 México, Editorial Era, 1985, p. 136

8 Gabriel Zaíd, «La propiedad privada de las funciones públicas», en La economía presidencial, México, Editorial Vuelta, p. 161. La idea de la ciencia de la mordida se encuentra en El progreso improductivo, México, Editorial Siglo XXI, 1979.

9 Adolfo Aguilar Zínser ha explorado esta faceta del autoritarismo mexicano. Véase «El compromiso de combatir la corrupción», en Los compromisos con la nación, México, Plaza y Janés, 1996.

10 Maurice Joly, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Barcelona, Muchnik Editores, 1974.

11 La reflexión de Ernesto Garzón Valdés puede ser un buen cubetazo de agua fría para templar nuestras ilusiones. En su ejemplar inspección del concepto de corrupción sostiene que las democracias son más vulnerables a la corrupción que los estados totalitarios. «Acerca del concepto de corrupción», en Francisco J. Laporta y Silvina Álvarez, eds., La corrupción política, Madrid, Alianza Editorial, 1997. Una opinión opuesta sostiene Laporta en la introducción a ese volumen.

12 La fórmula es citada por Francisco J. Laporta «La corrupción política: introducción general», en Laporta y Álvarez, obra citada.

* Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el VIII Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 9 y 10 de octubre de 1998.