Transición democrática y corrupción*, a

José Ramón Cossío
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México

Transición democrática y corrupción*, a

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 10, 1999, pp. 83 -97

I. Introducción.

El propósito de este texto es doble. Por un lado, queremos hacer algunas puntualizaciones acerca de la «cultura jurídica» en la que previsiblemente habrá de darse el cambio social y democrático que vivimos en México. Se trata de hacer algunos apuntamientos en torno al hábitat jurídico, si puede decirse así, que habremos de encontrar en los próximos años. Por otro lado, vale la pena señalar algunos de los más importantes problemas que pueden presentarse en relación con ese hábitat, fundamentalmente el relativo a la corrupción.

Desde nuestro punto de vista, la importancia y oportunidad de los dos temas planteados es más que manifiesta en la actualidad, toda vez que si bien es cierto que desde hace tiempo se están llevando a cabo entre nosotros una serie de reflexiones en torno al fenómeno de la transición, poco es lo que se ha explorado en cuanto a sus peculiaridades. La transición ha sido, ante todo, objeto de estudios desde el punto de vista de las elecciones o la posibilidad de sustitución de los titulares de los órganos del Estado pertenecientes a un determinado partido político, por parte de personas pertenecientes a otros partidos. El fenómeno, francamente, se ha reducido a la dimensión de una sustitución de las élites, y por ello se ha dejado completamente de lado una serie de facetas tan o más relevantes que aquélla. Así, por ejemplo, a la fecha es poco lo que sabemos acerca de las condiciones, posibilidades, obstáculos, etc. que pueden darse en nuestro propio y pintoresco movimiento transicional. En lo que sigue, trataremos de señalar la situación de la cultura jurídica en la que se están dando los cambios en el país, así como mencionar algunas de las consecuencias que significa iniciar un proceso de transición en una cultura jurídica que guarda poca relación con aquélla que sustenta el modelo ideal (Estado constitucional) al cual parece ser que aspiramos. Particularmente, apuntaremos los efectos de las condiciones de corrupción imperantes respecto de la cultura considerada como necesaria, si bien exclusivamente en lo que ve al ámbito de la legitimidad política.

II. Cultura jurídica.

Preguntarnos aquí por la cultura jurídica en nuestro país es atendible desde dos puntos de vista: primero, porque creemos que los cambios sociales fundamentales conllevan el replanteamiento de los contenidos normativos y de la determinación social de la «naturaleza» del derecho; segundo, porque con independencia de si los cambios sociales van a dar lugar a una modificación de la «cultura» del derecho, parte del proceso de cambio va a transcurrir conforme a la cultura presente. Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza o caracterización que al derecho suele darse en México? o, en otros términos, ¿cuál es o en qué consiste la representación común que del derecho tenemos en México? Debido a la casi total ausencia de estudios sociológicos o antropológicos que nos permitan acercarnos a las dos cuestiones planteadas, para dar respuesta a ellas podemos comenzar por exponer qué es aquello que en otros órdenes jurídicos se suele entender por «cultura jurídica».

En primer lugar, y por lo que toca a los Estados Unidos, desde hace tiempo se utiliza la expresión «religión cívica», misma que en concepto de autores como Gordon S. Wood comprende tanto la conversión de las creencias políticas en una especie de credo religioso, como la transformación de documentos seculares y temporales (la Declaración de Independencia, la Constitución y el Bill of Rights) en escrituras sagradas. La aceptación de la religiosidad del derecho hace posible sostener la idea del rule of law, es decir, el que todos los hombres tiendan y deban regir sus conductas por lo establecido en las normas jurídicas. La fe en el rule of law parece ser el punto de partida desde el cual los estadounidenses se acercan a la comprensión de los órdenes político y jurídico, al menos por parte de las élites y como parte del discurso de justificación en el cual respaldan sus decisiones normativas. Debido a esa posición, el derecho puede ser discutido como si fuera un objeto o un conjunto de objetos en el mundo, y como si pudiera ser descrito con independencia de las actitudes de los ciudadanos hacia el propio derecho. La concepción de lo que sea el derecho en los Estados Unidos no puede lograrse si se mira sólo como una serie de leyes y decisiones judiciales particulares, en tanto que el concepto de rule of law viene a ser un conjunto de creencias acerca de quiénes son los norteamericanos en su vida política, y esas decisiones son consideradas como existentes antes y con independencia de cualquier regla o decisión. Aun cuando es evidente que aquí se describe la creencia dominante en el derecho norteamericano, justamente por ello la misma resulta relevante. Si al menos el status quo jurídico estadounidense se plantea en tales términos el derecho, es de la mayor importancia entender que se está frente a una representación o ideología a partir de la cual es posible pensar el funcionamiento del derecho, extraer soluciones para los casos difíciles, considerar a ciertas posiciones como inaceptables respecto del sistema, o realizar otras funciones de aceptación o reconocimiento similares.

Un segundo ejemplo de cultura jurídica lo podemos encontrar en los trabajos académicos, las decisiones jurisdiccionales de carácter constitucional o el modo dominante de argumentar el derecho llevado a cabo de manera reciente en Alemania, España e Italia, denominado «constitucionalismo». En efecto, la aparición de los órganos constitucionales en diversos países europeos produjo dos tipos de disconformidades. Primeramente, la de quienes se preguntaban acerca de la conveniencia de subordinar la política al derecho. Estas inquietudes fueron respondidas desde la historia: los horrores que provocaron las dictaduras que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, aconsejaban la limitación de la política a partir de la comprensión sustantiva, y no sólo procedimental, del derecho. A partir de esta visión, los políticos y los juristas construyeron, y se aceptó como forma legítima de Estado moderno, una «ideología jurídica» llamada «Estado social y democrático de derecho». Además de la posibilidad de incorporar elementos materiales al derecho, se encontró una vía para reducir las tensiones liberales, sociales y democráticas que se habían venido acumulando en Europa desde finales del siglo XIX. Se logró también una fórmula de transacción entre la aceptación acrítica de un iusnaturalismo totalmente superado en sus aspectos teóricos pero sin duda alguna relevante para tratarle de dar un respaldo mínimo y superior al derecho, y la aceptación sin más de una visión positivista a la cual e indebidamente, se le atribuía el ascenso de los regímenes totalitarios europeos. La creación del modelo estatal que debía imperar a partir de la segunda mitad de nuestro siglo, se representó como un producto acumulativo (casi dialéctico) que pasó por tres etapas: primera, por la producción de un modelo de Estado liberal encaminado a proteger la libertad y dignidad del individuo frente al Estado, y en el cual los valores de solidaridad o las posibilidades de democracia carecían de relevancia; segunda, por el cuestionamiento de la libertad formal a que daba lugar el modelo anterior, con la consiguiente necesidad de ajustarlo mediante un modelo social en donde, fundamentalmente, el Estado se hiciera cargo de ciertas necesidades básicas y, tercero, por la necesidad de incorporar al modelo «social de derecho», los valores y procedimientos propios de la democracia. El entramado resultante de esas etapas adquirió un sentido «supra-normativo», de manera tal que se constituyó en el estándar del propio orden jurídico, y de esa manera determinó la producción de las normas jurídicas, los criterios del control de regularidad, etc. A partir de este modelo, quedaba debidamente garantizada y protegida la legitimidad del Estado, ya que, simultáneamente, existía la posibilidad de que se respetaran los derechos considerados propios de las personas, se ayudara a los más necesitados y se le confiriera legitimación al Estado en tanto sus decisiones tenían un origen democrático.

Las inquietudes de quienes se preguntan por los límites de los órganos constitucionales, han sido mucho más difíciles de solucionar y han originado un diálogo que constituye, en buena medida, la historia del derecho constitucional, y de parte de la teoría del derecho y de la filosofía política europea de los últimos cincuenta años. Para los interlocutores participantes en ese diálogo, las razones que justifican sus preocupaciones no son triviales: ¿por qué razón un órgano no legitimado de manera directa por procesos democráticos debe coronar orgánicamente y definir finalmente a todo un orden jurídico creado democráticamente?, ¿por qué razón las decisiones de ese órgano no pueden ser revisadas o cuestionadas por ningún otro órgano del Estado?, ¿con base en qué criterios deben resolver esos tribunales los problemas que le fueren presentados?, ¿debe intervenir ese órgano directamente en la producción de políticas públicas o debe limitarse a extraer las razones del derecho a fin de resolver los casos que tenga frente a sí?

La aparición de los tribunales constitucionales (y de su reconocimiento como órganos límite) y la aceptación del carácter normativo de la Constitución, se dan casi simultáneamente, y producen profundas consecuencias teóricas y una causa de malestar constante entre los miembros de la profesión: el reconocimiento de la indeterminación del derecho. A partir de entonces se comenzó a admitir que las normas jurídicas no tenían un sentido unívoco, no había una respuesta jurídica única, no había un método orrecto de interpretación y no existía una objetividad intrínseca al derecho. En particular, debido al grado de generalidad y ambigüedad con el que las normas constitucionales están redactadas, a la carga política que las mismas suelen contener o a la función suprema que cumplen respecto de todo el orden jurídico, es difícil suponer que las mismas tengan un sentido preciso que dé lugar a su aceptación generalizada o uniforme por todos los actores políticos y sociales. Más aún, y fuera de los movimientos alternativos de interpretación agrupados alrededor del posmodernismo, sí parece necesario admitir las tesis de la pluralidad de significados normativos y, por ende, el problema de la incertidumbre en la individualización del derecho.

Después de la aparición de los tribunales constitucionales y la percepción de la incertidumbre, no hubo más remedio que concluir que aquello que en un primer momento se pensó como la limitación objetiva de la política por el derecho, en realidad daba lugar a un sistema de limitaciones bastante menos objetivo y mucho más incierto. Un problema que se había venido evitando desde el siglo XVIII y que logró ser ocultado durante el XIX, se planteó luego con toda amplitud: la actividad judicial, como cualquier otra actividad del Estado, tiende a la politización de sus integrantes y a la de las resoluciones de éstos. Ante esta situación, las nuevas críticas y las respuestas. que se les han dado constituyen, como decíamos, la historia de diversas áreas de estudio del derecho o de conocimientos relacionados con él. Desde el derecho constitucional, la reacción fue producir métodos y marcos de interpretación «extraídos» de las condiciones sociales y culturales del momento, tales como las sintetizadas en las expresiones «Estado social y democrático de derecho», «Estado constitucional» o «constitucionalismo». Debido al carácter material de este tipo de conceptos, su utilización permitió, además de la pretensión de subordinar la política al derecho, la formulación de un modo completo y nuevo para referirse a este último. A partir de ese modelo normador, se pretendió que el estudio, producción, interpretación y cualquiera otra función relacionada con el derecho o con su estudio, se realizaran desde la óptica del «Estado constitucional». El tribunal constitucional mismo, así fuere en su carácter de órgano límite del sistema, debería «adecuar» sus interpretaciones a la materialidad, a la sustantividad, del constitucionalismo. La ordenación y formulación de una serie de representaciones históricas, de anhelos, de valores que se estimaron propios de la época actual, se utilizaron para lograr un concepto que permitiera hacer frente a la incertidumbre en el derecho. Ahí donde los teóricos del derecho y su positivismo habían conducido la concepción del derecho y su estudio a un problema fundamentalmente normativo, las dogmáticas del derecho público (y principalmente la constitucional), reaccionaron con la formulación de una sustantividad social para hacerle frente; ahí donde los órganos del Estado venían realizando operaciones normativas que pretendían mantener una expresión silogística, se exigió la consideración de los nuevos valores que desde la Constitución animaban a todo el orden jurídico. En adelante, la solución normativa rezaría así: ante la presencia de valores sociales compartidos y recogidos normativamente, los operadores jurídicos no deben sentirse presas de la confusión a que da lugar la pluralidad de sentidos normativos planteada por el juego democrático, sino que deben actuar conforme a los principios materiales que determinan el contenido de las normas que integrarán al orden jurídico. Desde el punto de vista de la filosofía política, la discusión ha versado sobre las teorías sustantivas (liberalismo, comunitarismo, etc.) o procedimentales, a partir de las cuales se debe determinar el sentido y el alcance de la interpretación de las normas constitucionales. Finalmente, desde la perspectiva de algunas teorías del derecho, los intentos han partido de posiciones de filosofía política o moral específicas, o de las características que deben satisfacer los razonamientos seguidos por los tribunales constitucionales para la producción «correcta» de sus resoluciones (teoría de la argumentación, lógica jurídica, nueva retórica, tópica, etc.). En el caso de estas teorías del derecho, se trata de salvar la racionalidad de la solución jurídica sobre la política, justificando que la primera tiene límites, es objetivamente válida (o, cuando menos, existen buenas razones para suponer su razonabilidad), que es determinable y que es aceptable para aquéllos que compartan los valores propios de la comunidad occidental.

A pesar de la importancia y el número de páginas que se le han dedicado a los temas apuntados, los problemas de los límites a los tribunales constitucionales y la incertidumbre en el derecho siguen sin ser resueltos de manera satisfactoria. Sin podernos ocupar ahora de la totalidad de los problemas apuntados, conviene precisar algunas consideraciones respecto de las tesis del constitucionalismo o Estado constitucional como factor de reducción de la incertidumbre en la interpretación constitucional. La primera cuestión a resolver atañe al tipo de conocimiento propio del constitucionalismo. En efecto, ¿se trata de un producto histórico, normativo o de la razón? Si la respuesta es en el primer sentido, ¿cómo se introduce normativamente tal tipo de conocimiento y cómo determina los posibles sentidos interpretativos de las normas constitucionales? Si se trata de un tipo de conocimiento normativo, también cabe preguntarse cómo es que éste se forma (¿inductivamente?, ¿como tipo ideal?). Finalmente, si es el resultado de la razón, cabría preguntarse ¿por qué ese resultado es «correcto» o «valioso» y por qué no otro? No habiéndose enfrentado estas preguntas por sus partidarios, desde mi punto de vista se trata de un producto de la razón a partir del cual se pretende darle racionalidad al juego normativo-constitucional. Estas legalidades, por ser tales, permitirán a su vez determinar las regularidades normativas, aquello que haya de ordinario y cotidiano en la interpretación-aplicación-creación del derecho, y justificar el desechamiento de todo aquello que aparezca como no regular o extraordinario. A final de cuentas, y como señala Tarello, se trata de una ideología mediante la cual se busca concebir al derecho y proceder a su estudio, con la cual se pretende ocultar el problema de las irregularidades, de las contradicciones y del conflicto social subyacente en aras de un más confortable y seguro modo de enfrentarse con el propio derecho.

El único modo en que el constitucionalismo puede valer normativamente, es si en su carácter ideológico se constituye en el sentido socializado a través del cual se lleva a cabo la individualización de las normas jurídicas. El problema con ello es que en ese momento se ve sometido a las condiciones mismas de la positividad del derecho, i. e., a la indeterminación originalmente apuntada. El constitucionalismo, creemos, es una manera de «domesticar», si vale la expresión, muchas de las mas complejas funciones (jurídicas y políticas) que se actualizan con el derecho positivo. Es, por ende, una manera específica de contar la historia del derecho en Occidente a partir de las experiencias inglesa, francesa y norteamericana, donde un continuo histórico se hace llegar a países como Alemania, España o Italia, en los cuales hubo pocas experiencias democráticas y constitucionales. Al insertarse en una corriente histórica en la cual originariamente no participaron esos países pero que reivindican para sí, estamos frente a un ejemplo particularmente interesante de lo que Hobsbawm ha llamado la «invención de la tradición».

El tercer ejemplo de cultura jurídica o identificación de la «naturaleza» del derecho, lo podemos encontrar en la serie de propuestas que se están haciendo desde las universidades norteamericanas, fundamentalmente, para lograr instaurar al «constitucionalismo» como paradigma. En este tercer caso, la propuesta constitucionalista se está haciendo como el modelo hacia el cual deben aspirar o tender todos aquellos países que desean transitar, están transitando o acaban de concluir su transición democrática. Como la mayor parte de los países en que esos fenómenos están ocurriendo no contaban con una tradición democrática ni constitucional, se trata de proponer un modelo completo para la comprensión del derecho que, evidentemente, recoja los aspectos de Constitución y democracia pero también, y de modo a veces implícito, de toda una forma de entendimiento del derecho y de la sociedad.

Volviendo a la pregunta planteada al inicio de este apartado y tomando como guía los ejemplos apuntados, ¿cuál es la representación que del derecho tenemos los mexicanos?, ¿de qué modo es predecible que opere la «cultura jurídica» nacional en los momentos de cambio social y jurídico que vivimos? En México no contamos con una identificación profunda y compartida del derecho como rule of law, Estado de derecho, constitucionalismo u otro concepto semejante. Es cierto que prácticamente desde los comienzos de nuestra vida independiente hemos realizado constantes apelaciones o planteamientos hacia conceptos de ese tipo. Recientemente y debido fundamentalmente a las condiciones autoritarias existentes en el país pero, sobre todo, a la gran extensión y profundidad de éstas, el derecho y la Constitución terminaron por ser identificados con las conductas cotidianamente realizadas por los titulares de los órganos del Estado y los particulares. Debido a que las conductas de estos últimos tuvieron una percepción negativa en tanto eran el sostén de actos con la misma carga (corrupción, prepotencia, abuso, etc.), la concepción general que se tuvo del derecho fue también en ese sentido. En México no existe una tradición para conceptualizar positivamente al derecho y mediante la cual sea posible trascender los actos concretos de creación o aplicación. Estas ausencias se pueden comprobar si se atiende al sentido de los constantes reclamos por los órganos del Estado o las oposiciones para constituir un Estado de derecho o hacer de México «un país de leyes».

No existe, entonces, una ideología compartida que permita conducir el cambio normativo (derivado del cambio social) por ciertos cauces. Tanto la discusión de los contenidos del derecho como la determinación de la «naturaleza» del derecho mismo (sus funciones, alcances, límites, etc.), están siendo discutidos. Lo que es dable esperar es, como pronóstico, la posible adopción de alguno de los siguientes extremos: de una parte, el inicio de un azaroso camino de discusiones en torno a los sentidos del derecho y de las normas jurídicas; de otra, y como ha acontecido en otros países (Alemania, España e Italia), la «invención de una tradición» jurídica que bien puede llamarse Estado de derecho, constitucionalismo o algo semejante. Sobre este último punto, me parece que ya han empezado a aparecer algunos trabajos de juristas y politólogos que quieren «inventar una tradición», en tanto sostienen la necesidad de construir una Constitución «constitucionalista», o de señalar como ineludible el arribo a un Estado constitucional una vez que hayamos concluido nuestro andar en la transición. Estos esfuerzos ponen de manifiesto nuestra falta de tradiciones y cultura jurídica, en el sentido apuntado, y los problemas que puede significar insertarse en un amplio proceso de cambio jurídico sin contar con un mínimo entendimiento y acuerdo acerca de los factores sociales, políticos y jurídicos necesarios para conducirlo.

III. Transición y cultura jurídica.

Las conclusiones a que arribamos anteriormente son poco optimistas, en tanto consideramos que en México no existe una cultura jurídica general ni, mucho menos, una cultura jurídica apropiada para procesar el modelo de régimen político que, en opinión de muchos, habrá de sobrevenir de un modo prácticamente natural al «finalizar» la transición política. El modelo que parece comenzar a guiar las discusiones nacionales, así sea en un sentido semántico, es el llamado «constitucionalismo», con todos los matices y diferencias que respecto de él postulen los partidos y demás fuerzas políticas.

Ese modelo, en su acepción más común, se compone de dos elementos fundamentales: primero, de un régimen democrático en cuanto al modo de nombrar a los representantes a ciertos cargos públicos y, segundo, de una serie de contenidos constitucionales tales como los derechos fundamentales, el principio de división de poderes, la supremacía de la norma constitucional, entre otros. Hasta ahora, y debido a la inercia misma de nuestro movimiento de transición, el acento en el cambio se ha puesto en las modificaciones electorales o, lo que es igual, en el elemento formal del constitucionalismo. Desde el momento en que las oposiciones alcanzaron la titularidad de los cargos públicos en distintos niveles de gobierno, y la legislación electoral fue recogiendo de manera progresiva sus demandas y los estándares internacionales en la materia, la discusión sobre ese primer aspecto quedó reducida a una serie de cuestiones puntuales y de posición partidista específica. En lo que hace a la parte sustantiva del constitucionalismo, sin embargo, las discusiones apenas empiezan, y la variedad y cantidad de los temas que la componen ha quedado identificada con la expresión «reforma del Estado». En esta última, como se sabe, hay una diversidad de propuestas de forma, de contenido y de oportunidad. En cuanto a la forma, la discusión radica en saber si se deben llevar a cabo reformas parciales a la Constitución o si se debe convocar a un Congreso Constituyente. En cuanto a los contenidos, las propuestas consisten en saber si se deben incorporar o no nuevas garantías individuales o, inclusive, el contenido de ciertos tratados internacionales en la materia; si se debe precisar el régimen de suspensión de garantías; si se deben modificar o no aspectos relacionados con la representación a efecto de incorporar mecanismos semidirectos; si se debe permitir la reelección y por qué periodos; si debemos adoptar o no un régimen parlamentario o continuar con el presidencial; si debemos crear un tribunal constitucional diverso a la Suprema Corte de Justicia; si los efectos de las sentencias de amparo deben ser o no generales, y un largo etcétera. Finalmente, en cuanto a la oportunidad, se discute si la «reforma del Estado» o el Congreso Constituyente deben ser realizados desde ahora a efecto de permitir un mejor tránsito a la democracia o si, por el contrario, las reformas deben ser hechas una vez que ese tránsito haya concluido.

Hasta este momento, prácticamente ninguno de los tres temas apuntados en el párrafo anterior está decidido, en tanto que respecto de prácticamente todos ellos existen diferencias fundamentales que penosamente empiezan a ser procesadas en diversas mesas, foros o comisiones. Los resultados de tales encuentros son todavía inciertos, y en buena medida habrán de definirse a partir de las correlaciones de fuerzas que vayan arrojando las elecciones en los próximos meses. Sin embargo, debido a las altas expectativas que se han formulado diversos agentes sociales en cuanto al significado que pueden tener las modificaciones a ciertas normas constitucionales o a la Constitución en su conjunto, se ha pasado por alto en los análisis sociales las condiciones de funcionamiento que, de un lado, ya está teniendo el derecho en nuestro país y que, de otro, previsiblemente habrá de tener una vez que tales reformas se lleven a cabo en cualquiera de las formas mencionadas. La dinámica del cambio social y político ha provocado ya una buena cantidad de alteraciones en el modo como se venían dando las conductas de los operadores jurídicos y, consecuentemente, del modo como se venía expresando o materializando el derecho.

Si analizamos «indicadores jurídicos» tales como sentencias, alegatos, estadísticas judiciales, entre otros, podemos estimar que el cambio apuntado se está dando de un modo acelerado y constante, y que el mismo se manifiesta, al menos, en las maneras que a continuación expondremos. En primer lugar, debido a la variación de las diversas condiciones prevalecientes con anterioridad, se está produciendo una acelerada «disputa por el derecho» y, particularmente, por la Constitución. Como en toda época de cambio, existen una serie de actores cuyos intereses y visiones del mundo se encuentran debidamente recogidas en las normas jurídicas y, simultáneamente, actores que ante la ausencia de esa posición normativa, consideran que sus visiones o demandas debieran estar recogidas en el derecho. Frente a una situación de eficacia del orden jurídico, esta dualidad de posiciones por parte de actores con fuerza social real, provoca que ambos traten de articular sus demandas normativamente, unos a través de argumentos que apelan a la estricta aplicación de la ley, otros mediante argumentos que invitan a considerar la justicia, la equidad u otros valores que se estiman como superiores a un derecho que no los reconoce de modo expreso. Frente a una situación como la acabada de describir, la lucha por el derecho es un factor relevante en tanto que es precisamente a través de él, y prácticamente sólo a través de él, como los diversos actores políticos legitiman sus posiciones. En segundo lugar, y partiendo de una situación como la acabada de describir, se observa también un incremento en la incertidumbre normativa, en tanto que el viejo derecho no tiene respuestas a las nuevas situaciones que se presentan, o se plantean una serie de nuevas interpretaciones respecto de normas que hasta ese momento tenían un sentido más o menos acabado. Lo que antes valía como respuesta o se miraba como una precisa objetivación del derecho, viene a ser un elemento de discusión y de disputa, lo cual genera la sensación de que el derecho dejó de cumplir sus funciones de regulador de conductas y que, por ende, los entes sociales están actuando fuera o al margen del derecho. En tercer lugar, se aprecia también una sensible disminución de la eficacia de las normas generales, es decir, de las leyes y reglamentos, fundamentalmente. Esta disminución de importancia normativa radica en el hecho de que las normas de ese tipo están diseñadas para regular situaciones sociales homogéneas, para incluir en sus supuestos a extensos colectivos sociales. Sin embargo, en las situaciones de cambio, es difícil que las normas puedan cumplir con tal función, de manera tal que se incrementa la importancia de las normas individuales, es decir, aquéllas que se aplican a personas concretas. En cuarto lugar, y debido al aumento de la indeterminación en las normas y la importancia creciente de las normas individuales, se hace necesario acudir en mayor medida a instancias de resolución de los conflictos y a la creación de normas de ese tipo. Como buena parte de los conflictos que se están presentando son políticos o entre entes políticos, éstos no están en posibilidad de resolverlos, de manera que acuden con tal propósito a las instancias judiciales correspondientes. Esto se traduce en un importante incremento en los litigios ante los órganos judiciales, así como en la mayor relevancia de los mismos en la asignación de los contenidos normativos o, lo que es igual, de los bienes sociales. En quinto lugar, la mayor importancia de los órganos judiciales, de un lado, así como la mayor apelación al derecho para la resolución de conflictos por parte de cualquier órgano, del otro, provoca dos consecuencias específicas y de la mayor relevancia: el aumento en la dificultad de legitimación de los propios órganos del Estado y el aumento en la politización del derecho. Efectivamente, la dificultad de legitimación es la consecuencia del número y tipo de conflictos que se están presentando ante los órganos, así como de la dificultad de éstos para presentar de un modo nuevo viejas soluciones o adoptar nuevas interpretaciones del derecho. El órgano de que se trate no puede pretender legitimarse sólo a través de la presentación de las viejas maneras de argumentar y a partir de la suposición de que el derecho tiene una respuesta objetiva o única para el caso de que se trate. Por el contrario, el órgano tiene que encontrar nuevas maneras de presentar sus argumentos o, lo que es igual, de legitimarse frente a quienes a él concurrieron y frente a la sociedad en general. Finalmente, la politización del derecho se produce como consecuencia de, prácticamente, la suma de los factores acabados de apuntar, en tanto se percibe que el derecho no tiene la objetividad que se había supuesto, que su determinación es el producto de fuerzas sociales actuantes, que los órganos del Estado son parte de esas fuerzas sociales, y que el derecho es sólo la vía para llevar a cabo la formalización legítima de una serie de decisiones con un alto contenido político y social.

IV. Transición, cultura jurídica y corrupción.

Si, como creemos, el derecho puede ser caracterizado en nuestro país por los factores que acabamos de apuntar, cabe preguntarse qué puede esperarse que cambie una vez que se hayan producido las reformas componentes de la «reforma del Estado» o se haya promulgado una nueva Constitución. Debido justamente a una falta de tradición constitucional, de una cultura constitucional, es difícil suponer que por la sola promulgación de unas reformas o un nuevo texto se establezca tal cultura y, consecuentemente, se modifiquen las condiciones de operación del derecho antes descritas. Al contrario, lo previsible es que buena parte de tales características se mantengan y el orden jurídico que habrá de resultar de tales modificaciones se comporte, si cabe la metáfora, como se comporta el orden actual. Así, cabe suponer que las normas constitucionales y legales estarán siendo ampliamente discutidas en cuanto a sus sentidos, que los tribunales tendrán una importancia fundamental en el permanente diseño de las instituciones y el juego político a través de la interpretación que hagan de las normas jurídicas y que los órganos del Estado estarán sujetos a constantes críticas por las resoluciones que tomen, por ejemplo.

La situación que acabamos de describir es consecuencia del camino que como sociedad hemos emprendido, y no parece haber más remedio que transitarla de la mejor manera posible en sus propios términos y condiciones. Sin embargo, y dentro de esa consciente y aceptada resignación, sí parece haber un elemento de importancia en cuanto al tránsito mismo, del cual conviene estar advertido desde ahora por los daños que puede causar: la corrupción prevaleciente en el país. Si bien parece indudable que como consecuencia de la transición habremos de pasar diversas etapas sociales y jurídicas, no podemos perder de vista que las mismas se agotarán, o al menos se habrán de intentar agotar, en una situación de corrupción nacional generalizada. El modelo constitucionalista que parece estarse queriendo construir (sea a través de importantes reformas constitucionales o a través de un Congreso Constituyente) supone, como ya se dijo, un ámbito formal-electoral y un ámbito sustantivo-constitucional y éstos, a su vez, una adecuada cultura jurídica y social para que puedan funcionar en los términos de su propio diseño. En el caso de que, por un lado, se logre que la Constitución recoja el modelo constitucionalista pero, del otro, las condiciones de corrupción prevalecientes se mantengan, lo único que se estará haciendo es conferir una enorme y poderosa legitimidad a los titulares de los nuevos órganos del Estado, sean del partido político que se quiera. Desde su nueva posición, y debido a la legitimidad con que contarían por el solo hecho de ser «demócratas» o «constitucionalistas», la sociedad quedaría en una posición de desventaja a efecto de realizar cualquier crítica, pues de inmediato se podría descalificar cualquier intento de ese tipo como antidemocrático, reaccionario o cualquiera otra expresión acuñada con tal propósito.

Se podrá decir que este tipo de comentario pretende impedir una reforma profunda y auténtica, o que está sustentado en una visión moralista por virtud de la cual se afirmaría que ningún cambio debe darse hasta en tanto no se satisfagan en la sociedad ciertas condiciones de ese tipo, o que francamente resulta exagerado sostenerla frente a lo que de por sí significa la transición democrática. En cuanto a estos hipotéticos cuestionamientos, se podría responder que no se trata de sostener argumentos frente a un cambio social que se está dando y no va a detenerse por esgrimir razones morales o de oportunidad, sino exclusivamente de alertar acerca del hecho de que los cambios normativos derivados de los cambios sociales difícilmente conllevan la modificación de las condiciones de operación del derecho. En el pasado, y dicho sencillamente, hemos transitado del régimen dictatorial de Díaz al de los revolucionarios, de éste al socialista de Cárdenas, de ahí al de los desarrollistas para luego pasar al de los populistas, y de este último al de los tecnócratas. En cada caso, y en diversas ocasiones con reforma constitucional de por medio, se anunciaron una serie de cambios que, de un lado, permitirían la superación del pasado y, del otro, permitirían alcanzar de una buena vez, mejores condiciones políticas, económicas y sociales. En retrospectiva se conocen los fracasos de esos intentos y, lo que aquí es más importante, los enormes niveles de corrupción que se suscitaron en cada una de esas modalidades de la historia nacional. En su momento, sin embargo, las críticas eran de difícil planteamiento por las condiciones autoritarias prevalecientes; porque cada uno de esos cambios fue visto con esperanza, y porque a quienes los encabezaron se les confirió la legitimidad necesaria para que trataran de superar los errores y desviaciones de quienes los habían precedido. Nos acercamos o estamos iniciando una nueva etapa de la vida nacional, denominada «democrática». En ella son y habrán de ser actores personas que han vivido las condiciones endémicas de la corrupción, de ahí que así como se les está confiriendo una importante legitimidad para actuar, también se les deba vigilar y cuestionar a efecto de hacer que ejerzan sus atribuciones en los términos y para los propósitos que les fueron conferidas. Hace pocos años, la tecnocracia desplazó a «los políticos» de un número importante de cargos públicos y sustituyó su discurso y sus formas de ejercicio del poder. Para hacerlo, los propios tecnócratas argumentaron en su favor su mayor preparación, su neutralidad técnica, su desvinculación de los juegos del poder, etc. Simultáneamente, para lograr el descrédito y la retirada del fiat social al quehacer de los políticos, sostuvieron la corrupción de éstos, su indebido proceder histórico, su vinculación con fuertes intereses, etc. Hoy en día, la deuda del Fobaproa, los términos de la privatización bancaria, la asignación de los contratos para construir carreteras, y otros acontecimientos semejantes, ponen en duda la validez de estos argumentos. Frente a la necesidad de enfrentar un proceso ineludible, no está de más el que nos advirtamos acerca de los peligros que encierra el permitir que las viejas prácticas de la corrupción puedan llegarse a ejercer al amparo de las formas de una etapa que aspira a ser democrática.

Notas

* Agradezco los comentarios al texto que me hicieron los profesores Sofía Charvel, Raúl Mejía y José Roldán.

a Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el VIII Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 9 y 10 de octubre de 1998.