Algunos límites de la teoría del derecho de Alchourrón y bulygin 1

Juan Ruiz Manero
Universidad de Alicante, España

Algunos límites de la teoría del derecho de Alchourrón y bulygin 1

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 10, 1999, pp. 109 -127

0. Introducción. Una tesis implícita.

Si yo tuviera que señalar a los filósofos del Derecho que me han proporcionado lo más importante del bagaje intelectual que hoy pueda tener, entre la media docena que citaría (Kelsen, Hart, Ross, von Wright, Raz) ocuparían un lugar muy destacado Carlos Nino, de un lado, y Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin, de otro. Tanto Nino como Alchourrón y Bulygin me han enseñado mucho y me han influido mucho, pero, además, fue gracias al primero como tuve las primeras noticias de los segundos. Fue, en efecto, en dos libros de Nino -Introducción al análisis del Derecho y Algunos modelos metodológicos de «ciencia» jurídica 2 - donde aprendí las primeras cosas que supe de Alchourrón y Bulygin. Poco después leí Normative Systems 3 y todavía me acuerdo de la sensación de deslumbramiento y de excitación de aquellas tardes. Borges, hablando de Paul Valéry, se refirió a él como «un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden» 4 . Yo puedo decir que, si he llegado a adquirir el gusto por los lúcidos placeres del pensamiento y por las secretas aventuras del orden y de la claridad, ello se lo debo, en muy amplia medida, a Alchourrón y Bulygin.

Hace unos seis años publiqué un libro con el título de Jurisdicción y Normas 5 en el que criticaba dos aspectos de la obra de Alchourrón y Bulygin: el primero de ellos tenía que ver con la interpretación por su parte de ciertos puntos de la teoría kelseniana; el segundo, con la concepción de la regla de reconocimiento expuesta por Bulygin en un artículo de 1976 6 . Estas dos críticas tuvieron rápida respuesta por parte de Bulygin en una ponencia presentada al Seminario kelseniano de Siena en 1991 7 y en el artículo, publicado en el número 9 de Doxa «Algunas consideraciones sobre los sistemas jurídicos», que dio lugar a una polémica en la que también participó Ricardo Caracciolo 8 y algo después, Ricardo Guibourg 9 . Aunque posteriormente retomaré algún detalle de esta polémica, no quiero referirme ahora a ella, pero sí me gustaría referirles a ustedes la enorme satisfacción que me produjo entonces el comprobar que Eugenio Bulygin me tomaba lo suficientemente en serio como para considerar que valía la pena discutir conmigo.

En los últimos años, mi trabajo fundamental ha sido la elaboración, junto con Manuel Atienza, de una teoría de los diversos tipos de enunciados jurídicos, que ha dado lugar a un libro que acaba de aparecer con el título de Las piezas del Derecho 10 (y gran parte de lo que les voy a decir hoy tiene su origen en ese libro). Repasando el índice de nombres que figura al final del libro, se puede comprobar que Alchourrón y Bulygin son los autores más citados. Y es que hemos ido construyendo nuestra teoría muy fundamentalmente a través de la discusión con Alchourrón y Bulygin. Hace ya tiempo, y en un artículo titulado «Homenaje a Hans Kelsen», Juan Ramón Capella señalaba que si los juristas actuales ven más lejos de lo que veía el autor de la teoría pura, ello se debe a que están montados sobre sus hombros 11 . Quizá resulte de un injustificado optimismo afirmar que Atienza y yo hemos llegado a ver más lejos que Alchourrón y Bulygin, pero si ello en alguna medida fuera así, resultaría de una fatuidad decididamente estúpida no reconocer que el mérito fundamental se halla en la calidad de los hombros sobre los que nos hemos montado.

Mi intervención lleva como título «Algunos límites de la teoría del Derecho de Alchourrón y Bulygin». Naturalmente, esto podría entenderse en diversos sentidos. Uno de ellos sería entender que dichos límites están constituidos por aquello de lo que Alchourrón y Bulygin no se ocupan (y de lo que, según el crítico, sería importante ocuparse). No me voy a mover en esta dirección. Lo que me interesa es algo de lo que A-B sí se ocupan: a saber, la tipología de los enunciados jurídicos y la estructura de los diferentes tipos de enunciados jurídicos distinguidos. A este respecto, me parece que a lo largo de toda la obra de Alchourrón y Bulygin hay una tesis implícita que es la siguiente: todos los tipos de enunciados jurídicos relevantes pueden reducirse a dos categorías: reglas de conducta o normas regulativas y definiciones o reglas conceptuales. Se trata, como digo, de una tesis implícita: A-B nunca la han enunciado, que yo sepa, explícitamente e incluso cabe recordar que Eugenio Bulygin, en su artículo de 1976 «Sobre la regla de reconocimiento» 12 , hablando, no del Derecho sino en general, advertía que puede haber otras muchas clases de reglas. Pero, para dar cuenta de los diversos tipos de enunciados jurídicos relevantes, A-B han utilizado, por lo que yo sé, únicamente estas dos categorías: normas regulativas, de una parte, y reglas conceptuales o definiciones, de otra. Estoy hablando de enunciados jurídicos «relevantes»: A-B señalan también que los sistemas jurídicos pueden contener enunciados que cabe calificar de «irrelevantes» por cuanto «no tienen influencia alguna sobre las consecuencias normativas del sistema», como es el caso de los enunciados «que presentan teorías políticas, expresan la gratitud del pueblo al jefe del Estado o invocan la protección de Dios» 13 . Así pues, la tesis implícita que atribuyo a A-B es la de que todos los enunciados jurídicos relevantes pueden entenderse satisfactoriamente en términos, bien de normas regulativas, bien de definiciones o reglas conceptuales.

Esta tesis implícita me servirá como marco para ordenar esta intervención. En la primera parte de la misma me ocuparé de las normas regulativas. A este respecto, mis críticas serán básicamente dos: la primera es que el modelo de correlación caso/solución a través del cual A-B presentan la estructura de las normas regulativas tan sólo da cuenta de un subtipo de las mismas y deja de lado a importantes y numerosos ejemplos de normas jurídicas regulativas que, bien por el lado del antecedente, bien por el lado del consecuente, bien por ambos, no se ajustan al modelo propuesto. La segunda crítica afecta a un aspecto más concreto: y es que creo que, pese a sus esfuerzos, la tesis de que el permiso prescriptivo constituye un carácter independiente de las normas no se encuentra satisfactoriamente fundamentada en su obra.

La segunda parte de mi intervención abordará el lado de las reglas conceptuales: mi crítica será aquí que, bajo el rótulo de «reglas conceptuales», en la obra de Alchourrón y Bulygin se encuentra indebidamente asimilados tres tipos distintos de enunciados jurídicos: las definiciones, las reglas que confieren poderes y las que llamaré reglas puramente constitutivas. Finalmente, la última parte de mi intervención se referirá a la regla de reconocimiento.

El eje de la discrepancia entre Bulygin y yo a este respecto se sitúa en que él entiende la regla de reconocimiento exclusivamente como una regla conceptual (como un criterio teórico de identificación del Derecho), mientras que yo entiendo que el criterio teórico de identificación del Derecho proporcionado por la regla de reconocimiento presupone su existencia como norma social regulativa. Dado que la polémica sobre ello fue publicada hace ya algunos años y que en ella, como ya he recordado, terciaron Pachi Guibourg y Ricardo Caracciolo, que hoy se encuentran aquí, procuraré no ser fastidioso y no aburrirles a ustedes repitiendo los argumentos y contraargumentos de ambas partes. En lugar de ello, me limitaré aquí a dos puntos del alegato bulyginiano contra el entendimiento de la regla de reconocimiento como norma regulativa. El primero de ellos es que entender así la regla de reconocimiento es, a juicio de Bulygin, innecesario para dar cuenta de la distinción entre órdenes jurídicos vigentes y no vigentes. Como quiera que Bulygin apela aquí al concepto de vigencia de Alf Ross, trataré de mostrar que tal concepto remite, bien es cierto que con una terminología diferente, precisamente al entendimiento de la regla de reconocimiento como norma regulativa y no como mero criterio conceptual; el segundo punto que encararé críticamente es la tesis de Bulygin de que la regla de reconocimiento, entendida como norma regulativa, resulta superflua, pues tal regla no proporciona ninguna guía o criterio de justificación de la conducta que no sean los proporcionados por las normas a las que la misma remite, esto es, por las demás normas jurídicas.

1. Las normas regulativas.

1.1. El esquema de A-B y la variedad de normas jurídicas regulativas.

Como es bien sabido, el concepto de norma regulativa utilizado por Alchourrón y Bulygin es el de enunciado que correlaciona un caso (esto es, un conjunto de propiedades) con una solución normativa (esto es, con la calificación normativa de una determinada conducta). En relación con este concepto, me parecen importantes dos acotaciones. La primera es que, de acuerdo con A-B, las propiedades que configuran el caso deben ser lógicamente independientes de las propiedades de la conducta que figura en la solución 14 . Y aunque esto no esté explícitamente dicho por A-B no me parece excesivamente aventurado afirmar que A-B excluyen que, entre las propiedades que configuran el caso figure el que las razones que justifican la conducta exigida por la norma tengan un mayor peso que eventuales razones en sentido contrario. La segunda acotación es que, en este concepto, la expresión «conducta» es sinónima de la expresión «acción». Así pues, de acuerdo con A-B, podemos entender por norma (regulativa) un enunciado que califica como obligatoria, prohibida o permitida una cierta acción, en el caso de que se den ciertas propiedades independientes de las propiedades de la citada acción e independientes asimismo de las razones en favor o en contra de realizar la acción. Esta última idea se encuentra, a mi modo de ver, muy próxima a la idea de Frederik Schauer 15 (recogida por Juan Carlos Bayón 16 ) según la cual lo propio de las reglas es que éstas poseen «autonomía semántica», en el sentido de que la determinación de si nos encontramos frente a un caso de aplicabilidad de las mismas puede hacerse sin referirse a las razones que justifican hacer lo ordenado por la regla. Y se encuentra asimismo muy próxima -aunque probablemente nuestra forma de expresión fuera quizá más metafórica y menos precisa- a la idea formulada por Atienza y yo mismo, de que lo propio de las reglas, frente a los principios jurídicos, se encuentra en la configuración «cerrada» de sus condiciones de aplicación.

Pues bien: lo que me interesa destacar ahora es que no todas las normas regulativas que encontramos en el Derecho se adecuan al modelo de A-B. Por el lado del consecuente, porque no en todas aparece modalizada deónticamente una acción, sino que en ciertas normas lo modalizado deónticamente es un estado de cosas. Por el lado del antecedente, porque no en todas las normas regulativas las propiedades que configuran el caso o condiciones de aplicación son independientes de las razones en favor de la acción que figura en la solución normativa; dicho en el lenguaje de Schauer, no todas las normas regulativas tienen «autonomía semántica»; o dicho, finalmente, en el lenguaje de Atienza y mío, no todas las normas regulativas configuran de forma «cerrada» sus condiciones de aplicación.

Empecemos por el lado del consecuente, atendiendo al tipo de normas regulativas al que podemos llamar «reglas de fin». Como ejemplo de las mismas podemos utilizar la disposición contenida en el art. 103, 3° del Código civil español. En esta disposición se dice que, una vez admitida la demanda de nulidad, separación o divorcio, y a falta de acuerdo entre las partes, el juez habrá de adoptar, entre otras, las siguientes medidas: «fijar la contribución de cada cónyuge a las cargas del matrimonio [...]; establecer las bases para la actualización de cantidades y disponer las garantías, depósitos, retenciones u otras medidas cautelares convenientes, a fin de asegurar la efectividad de lo que por estos conceptos un cónyuge haya de abonar al otro». Lo que aquí se ordena al juez es que logre un cierto estado de cosas (aquel en que se encuentre asegurada «la efectividad de lo que por estos conceptos un cónyuge haya de abonar al otro»), mientras que se le deja un margen de discreción a la hora de seleccionar las acciones que constituyan medios idóneos para lograrlo («disponer las garantías, depósitos, retenciones y otras medidas cautelares convenientes»). Por lo demás, el antecedente de esta norma aparece construido al modo de A-B: configurando el caso mediante propiedades independientes de lo ordenado en el consecuente: a saber, siempre que se haya admitido una demanda de nulidad, separación o divorcio y no haya acuerdo entre las partes.

Si las reglas de fin divergen del modelo A-B por el lado del consecuente, los principios en sentido estricto lo hacen por el lado del antecedente. Como ejemplo podemos utilizar el art. 14 de la Constitución española: «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Esta norma se adecua al modelo de A-B por el lado del consecuente, pues prohíbe la realización de toda acción discriminatoria, pero diverge de tal modelo -si mi anterior reconstrucción del mismo es correcta- por el lado del antecedente, pues las propiedades mediante las que se configura el caso no son independientes de las razones en pro o en contra de realizar la acción que figura en el consecuente: está prohibido discriminar siempre que las razones en contra de la discriminación tengan más peso que eventuales razones concurrentes que operen en sentido contrario.

Finalmente, las normas a las que podemos llamar directrices difieren del modelo de A-B tanto por el lado del antecedente como por el lado del consecuente. Como ejemplo de directriz podemos utilizar el art. 51.1 de la Constitución española: «los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los mismos». Por el lado del antecedente, tal disposición no determina cuáles son las propiedades que configuran el caso en el que debe hacerse lo ordenado por la misma; por el lado del consecuente, tal disposición no ordena ninguna acción determinada, sino la consecución de un determinado estado de cosas: a saber, aquel en que la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los consumidores y usuarios se encuentren eficazmente protegidos. Cuáles sean las acciones idóneas para lograr este objetivo no se encuentra determinado por dicha disposición, así como tampoco se encuentra determinado por ella la manera cómo haya de articularse la persecución de este objetivo con la persecución de otros objetivos asimismo constitucionalmente ordenados.

En resumen: frente a las normas regulativas que se adecuan al esquema de A-B, y a las que podemos llamar reglas de acción, un examen aun superficial de los sistemas jurídicos nos muestra que éstos contienen al menos tres tipos distintos de normas regulativas que no se compadecen con dicho esquema, que divergen de él bien por el lado del antecedente (los principios jurídicos), bien por el lado del consecuente (las reglas de fin), bien por ambos (las directrices). En este sentido, la reconstrucción de las normas regulativas llevada a cabo por A-B se nos aparece como claramente incompleta.

1.2. Los permisos.

El segundo aspecto del tratamiento de las normas regulativas por parte de A-B al que quería referirme es el de la permisión. Quizá nada se encuentre tan enfatizado en la obra de Alchourrón y Bulygin como la importancia de la distinción entre permisos fuertes y débiles. Como es bien sabido, esta distinción constituye uno de los ejes nucleares de Normative Systems -el trabajo con el que estos autores, por decirlo con palabras de von Wright, «pasaron al escenario internacional» 17 - y ocupa también un primer plano en trabajos posteriores como «La concepción expresiva de las normas» (1981), «Permisos y normas permisivas» (1984) o «Libertad y autoridad normativa» (1985) 18 . De todos ellos, «Permisos y normas permisivas» parece ser la elaboración más completa de sus posiciones al respecto. Empezaré resumiendo, de manera que creo fiel, lo que me parecen ser sus dos tesis esenciales.

(1) La primera de estas tesis se refiere a los conceptos de permisión. Según Alchourrón y Bulygin, debemos distinguir tres conceptos de permisión: el concepto prescriptivo de permisión más los conceptos descriptivos de permisión fuerte y permisión débil: «Cuando el término permitido figura en una norma expresa el concepto prescriptivo de permisión. Pero cuando el mismo término figura en una proposición normativa es ambiguo: cuando se dice que un estado de cosas p está permitido en un conjunto de normas α, esto puede significar dos cosas diferentes; o bien que existe una norma (en α) que permite p, o bien que p no está prohibido en α. Por lo tanto, hay dos conceptos de permisión descriptiva: permiso fuerte y permiso débil» 19 .

(2) Segunda tesis: A diferencia de lo que ocurre en sistemas normativos completos y coherentes, en los que la distinción entre permisos débiles y fuertes «se esfuma», pues «ambos conceptos se superponen» 20 , la distinción entre permisos fuertes y débiles tiene particular relevancia en el contexto de sistemas normativos incompletos (en los que hay conductas permitidas en el sentido débil que no lo están también en el sentido fuerte) o incoherentes (en los que hay conductas permitidas en el sentido fuerte que no lo están en el sentido débil, al formar parte de los mismos una norma que las prohíbe) (ibid., p. 220).

Estas dos tesis son, a mi juicio, inobjetables. Que una determinada conducta pueda estar simultáneamente permitida en el sentido fuerte y prohibida por parte de dos normas distintas del mismo sistema equivale a decir que los sistemas normativos pueden contener antinomias, lo cual es indiscutible. Pero esto, por sí solo, no es argumento suficiente para considerar lo que ellos llaman permiso prescriptivo como un carácter independiente de las normas, pues esa situación también se podría describir -sin necesidad de hacer referencia a permisos- como una antinomia entre dos normas, una de las cuales prohíbe una determinada conducta en un determinado caso, mientras que la otra niega esta prohibición (esto es, tendría la formulación «no prohibido p en el caso q» 21 ). Para poder considerar al permiso prescriptivo como un carácter independiente de las normas sería preciso, a mi juicio, demostrar -en primer lugar- que cuando una conducta está cubierta por una permisión prescriptiva (esto es, por una norma permisiva, lo que nos permite decir, en el nivel de las proposiciones normativas, que esta conducta está permitida en el sentido fuerte) el status normativo de esta conducta es distinto de cuando está permitida simplemente en el sentido débil y -en segundo lugar- que la alteración del sistema que se produce mediante la introducción de una norma permisiva es algo distinto tanto de la negación o cancelación de prohibiciones como de la introducción, mediante una formulación indirecta, de prohibiciones para conductas distintas, aunque relacionadas con, la conducta mencionada por la norma permisiva (esto es, de conductas consistentes en prohibir, impedir o sancionar la conducta mencionada por la norma permisiva). Como escriben ellos mismos, la cuestión crucial está «contenida en la siguiente pregunta: ¿cuál es, después de todo, la diferencia práctica entre el permiso fuerte y el permiso débil, es decir, entre acciones permitidas y acciones simplemente no prohibidas?» 22 .

Pues bien: con arreglo a los propios Alchourrón y Bulygin la «diferencia práctica» entre permiso débil y fuerte, esto es, la alteración producida por la introducción en el sistema de una norma permisiva, puede explicarse por completo en términos, bien de negación o cancelación de prohibiciones, bien de formulación indirecta de prohibiciones. Vamos a ver esto en tres pasos, con arreglo a textos de los propios A-B.

Primer paso: Supongamos, reformulando ligeramente un ejemplo de los mismos Alchourrón y Bulygin 23 , las dos normas siguientes:

N1: Si se dan las circunstancias A y B, prohibido p.

N2: Si se dan las circunstancias no-A y no-B, permitido p.

Imaginemos ahora, prosiguiendo con el ejemplo, que nos enfrentamos a un estado de cosas tal que se dan las circunstancias A y no-B. De acuerdo con Alchourrón y Bulygin, en una situación como la descrita, el intérprete no podría encontrar una solución satisfactoria, porque «el argumentum e contrario permite inferir dos soluciones incompatibles, según cuál de las dos normas se adopte como premisa». Por eso, la solución al problema tendría que venir dada por la introducción de una tercera norma

N3: Si se dan las circunstancias A y no-B, permitido p,

la cual posibilita solucionar el caso sin necesidad de decidir previamente si hemos de adoptar como premisa de un argumentum e contrario N1 o N2. Ahora bien, como es obvio, esa solución podría alcanzarse también (sin necesidad de introducir una norma permisiva) si en vez de N1 nos encontráramos con

N1': Sólo si se dan conjuntamente las circunstancias A y B, prohibido p.

Esto es: N3 no hace otra cosa más que limitar (precisándolo para un caso no previsto) el alcance de la norma prohibitiva N1. N3 niega que la prohibición establecida en N1 se extienda al caso que presente las circunstancias A y no-B. Si N1 se sustituye por N1', tanto N3, como también N2, resultan superfluas.

Segundo paso: Una función importante de los enunciados permisivos es, según A-B, la de derogar normas prohibitivas. Como ellos mismos dicen:

«Una prohibición no puede ser levantada por medio de otra prohibición. Para cancelar o derogar una norma imperativa tenemos que realizar otro tipo de acto normativo, que es radicalmente distinto del acto de prohibir.

Las normas permisivas a menudo (si no siempre) realizan la importante función normativa de derogar prohibiciones» 24 («Permisos y normas permisivas», en Alchourrón-Bulygm, 1991, p. 235).

Pero a esto cabe objetar que el tipo de acto normativo necesario para derogar una norma prohibitiva no necesariamente debe ser entendido como un acto de permitir. Puede entenderse simplemente como un acto de derogar (esto es, de cancelar una prohibición). Si entendiéndolo así explicamos lo mismo, esta alternativa resulta preferible en virtud del principio de economía, pues no necesitamos introducir el permiso como un carácter independiente de las normas. Y esto es lo que Alchourrón y Bulygin vienen a admitir en «La concepción expresiva de las normas». Bajo el epígrafe «Permisión», se plantean de qué manera una teoría expresivista de las normas puede dar cuenta de los actos que consisten en otorgar un permiso para realizar la acción p e indican que

«parece haber dos vías para enfrentar esta dificultad. (i) Una vía consiste en describir ese acto como un acto de levantar una prohibición, es decir, como una derogación de la prohibición de p. (ii) Una vía alternativa sería aceptar un nuevo tipo de acto normativo, el acto de permitir u otorgar un permiso. Si se acepta esta segunda vía, entonces ha de ser aceptado también que hay dos tipos de normas (en el sentido en que un expresivista usa el término norma), normas imperativas y normas permisivas [...] Uno se siente tentado a formular la pregunta: ¿son estos dos análisis realmente distintos? ¿Cuál es la diferencia, si hay alguna, entre promulgar una permisión y derogar una prohibición? [...] Uno tiene la impresión de que los dos análisis son sustancialmente equivalentes en el sentido de que representan dos distintas descripciones de la misma situación. Si esto fuera así, sería un resultado más bien sorprendente, pues mostraría la fecundidad del concepto de derogación y su importancia para la teoría de las normas. El concepto de norma permisiva resultaría teóricamente superfluo: se podría prescindir de él. Esto justificaría la posición de aquellos expresivistas que sólo aceptan normas imperativas, con la condición de que acepten la noción de derogación» 25 .

Tercer paso: Otra función importante de las normas permisivas es regular el ejercicio de los poderes normativos de autoridades de rango inferior al de aquélla que dicta la norma permisiva. Escriben así en «Permisos y normas permisivas», a propósito de la historieta de Echave-Urquijo-Guibourg relativa a Toro Sentado, el benévolo cacique que sólo dictaba normas permisivas:

«Supongamos que un día Toro Sentado decide nombrar un ministro [...] En tal caso el permiso dado por Toro Sentado de cazar los martes y los jueves funciona como una limitación de la competencia de su ministro: el ministro no puede derogar esas normas y de este modo no puede prohibir la caza en esos días, aunque pueda prohibir la caza en los demás días de la semana. De tal manera, estos permisos pueden ser interpretados como un rechazo anticipado de las prohibiciones correspondientes» 26 .

Así pues, de acuerdo con Alchourrón y Bulygin, los permisos concedidos por autoridades de rango superior no son más, en relación con las autoridades normativas subordinadas, que prohibiciones indirectamente expresadas. Tampoco desde este ángulo hay, por consiguiente, razones para considerar al permiso como un carácter independiente de las normas.

2. Las definiciones o reglas conceptuales.

Pasemos a la segunda parte, esto es, al examen de la manera cómo A-B entienden las definiciones o reglas conceptuales y a su caracterización como tales de las reglas que confieren poderes. Utilizaré para ello, principalmente, el artículo de 1983 Definiciones y normas 27 . En este artículo pueden distinguirse dos partes. En la primera caracterizan las definiciones como enunciados que no expresan normas (aunque tengan consecuencias normativas), sino que permiten identificar normas, al aclarar el sentido con que se usan ciertas expresiones («las definiciones -escriben- sirven para identificar las normas en las que figuran los términos definidos y ésta es la única función de la definición» 28 ); la forma canónica de una definición (y para ellos no hay distinción entre una definición legislativa y una definición privada o no oficial) es ésta: «...» significa..., donde la palabra o palabras entre comillas constituyen la expresión mencionada (definiendum) y las palabras no entrecomilladas se usan para indicar su sentido (definiens). Por ejemplo, «mayoría de edad» significa haber cumplido 18 años. En la segunda parte, Alchourrón y Bulygin caracterizan las reglas que confieren poderes como definiciones. Pues bien, mientras que la primera de esas tesis resulta completamente aceptable como caracterización de las definiciones, la segunda parece una tesis equivocada. Un enunciado como el siguiente: «llámase heredero al que sucede a título universal y legatario al que sucede a título particular» (art. 660 del Código civil) es efectivamente una definición, pues no hace otra cosa que especificar el sentido en que se utilizan los términos «heredero» y «legatario». Otros enunciados que Alchourrón y Bulygin consideran como definiciones son, me parece, ambiguos: tal sucede, por ejemplo, con el que establece que la mayoría de edad se alcanza a los 18 años. Tal enunciado puede interpretarse, desde luego, como una definición: «mayor de edad» significa «tener 18 años cumplidos». Pero también puede entenderse como un enunciado que establece que el que se dé un cierto estado de cosas (haber cumplido 18 años) determina la producción de un cambio normativo: se alcanza el status normativo de «mayor de edad» (esto es, se alcanza la plena capacidad de obrar en el plano civil, se pasa a ser titular de derechos políticos, etc.) Otro tanto ocurre, ya sin ambigüedades, con un enunciado como el siguiente: «los derechos a la sucesión de una persona se transmiten desde el momento de su muerte» (art. 657 del Código civil). Este enunciado no parece establecer el significado de expresión alguna, sino que sólo parece poder interpretarse como el establecimiento de un cierto estado de cosas (la muerte de una persona) como condición de un cierto cambio normativo (la transmisión de los derechos a la sucesión de la misma). Podemos llamar a estas reglas -cuya forma canónica viene a ser «si se da el estado de cosas X se produce el resultado institucional (o cambio normativo) R»- reglas puramente constitutivas. Y no parece, finalmente, que las reglas que confieren poderes, esto es, los enunciados que establecen que, dado un cierto estado de cosas X, si un sujeto Z realiza una cierta acción Y, se produce el resultado institucional (o cambio normativo) R, se limiten a aclarar el significado con el que el legislador usa determinados términos. Por ejemplo, el art. 160 de la Constitución española:«El presidente del Tribunal Constitucional será nombrado entre sus miembros por el Rey, a propuesta del mismo Tribunal en pleno y por un período de tres años». Siguiendo a A-B, tal enunciado no tendría otra función que señalar en qué sentido usa el constituyente la expresión «Presidente del Tribunal Constitucional». Parece más razonable entender que la función principal que cumple el enunciado en cuestión es la de indicar en qué condiciones, quién y a través de qué acción puede producir el cambio normativo de transformar a alguien en Presidente del Tribunal Constitucional (esto es, en titular de los poderes normativos y destinatario de los deberes que otras normas constitucionales atribuyen a quien ocupa tal cargo). Dicho de otra manera: mientras que las definiciones cumplen una función exclusivamente explicativa, las reglas que confieren poderes cumplen también, y fundamentalmente, una función práctica: la de indicar en qué condiciones y de qué manera se pueden producir determinados resultados institucionales o cambios normativos. Por seguir con un ejemplo favorito de los filósofos del Derecho, el enunciado que exige dos testigos para que un determinado testamento sea válido no pretende -o no pretende sólo, ni principalmente- aclarar el sentido en que el legislador usa la palabra «testamento», sino señalar el modo de proceder a quien desee obtener un determinado resultado institucional. Y otro tanto cabría decir en relación con la que establece las condiciones que deben reunirse para dictar una ley. Si Alchourrón y Bulygin tuvieran razón, ello significaría que enunciados como los anteriores no cumplen otra función que la de identificar determinados textos como «testamentos» y otros textos como «leyes». Pero eso suena en realidad a demasiado extraño, precisamente porque deja de lado la manera cómo «testadores» o «legisladores» usan tales enunciados. Hart ha insistido en que las reglas que confieren poderes son «semejantes a instrucciones acerca de cómo lograr determinados resultados» 29 . Cabría decir que la reducción de Alchourrón y Bulygin de las reglas que confieren poderes a definiciones tiene su raíz en que ellos ven el Derecho exclusivamente desde la perspectiva del reconstructor teórico del mismo -interesado en determinar qué enunciados forman parte de un determinado sistema jurídico- y no desde la perspectiva de sus destinatarios, tales como el ciudadano corriente -que puede ser «contrayente», «testador» o «contratante»-, el miembro de un parlamento -que puede promover con éxito un proyecto de leyo el juez -que puede cambiar autoritativamente la situación normativa de individuos determinados. Todos ellos ven las reglas que confieren poderes como instrucciones acerca de cómo actuar para producir determinados cambios normativos y no, como es el caso de las definiciones, como meras instrucciones para la comprensión de las normas.

3. La regla de reconocimiento.

Pasemos a la última parte. Como les advertía al comienzo, no voy a reproducir aquí mi polémica con Bulygin a propósito de la regla de reconocimiento, sino que me voy a centrar tan sólo en un par de puntos. El primero de ellos es la tesis de Bulygin de que para diferenciar entre órdenes jurídicos vigentes y no vigentes no es necesario entender la regla de reconocimiento como norma regulativa aceptada por la judicatura, sino que basta con su entendimiento como regla conceptual más el auxilio de algún criterio para diferenciar entre sistemas vigentes y no vigentes, tal como el proporcionado por el concepto de vigencia de Alf Ross. Partamos, para examinarlo, de la manera cómo Bulygin presenta en su artículo «Algunas consideraciones sobre los sistemas jurídicos» 30 su tesis de que «la unidad del orden jurídico y de cada uno de los sistemas que pertenecen a él está constituida por una regla conceptual (criterio de identificación) y no por una norma de conducta» 31 . El criterio de identificación en que según Bulygin residiría la unidad de un orden jurídico está compuesto por cinco reglas (o subreglas) conceptuales que sería innecesariamente pesado reproducir aquí porque, para los efectos que nos interesan, parece poder resumirse de la siguiente manera: Un sistema jurídico está constituido por (1) Normas que pertenecen directamente al sistema. Se trata de las normas independientes; (2) Normas que pertenecen al sistema en virtud del criterio de legalidad: esto es, en cuanto dictadas por una autoridad habilitada directa o indirectamente para ello por alguna norma independiente; (3) Normas que pertenecen al sistema en virtud del criterio de deducibilidad: esto es, en cuanto que constituyen consecuencias lógicas de las normas situadas en los niveles (1) y (2). La identidad del sistema cambia cuando cambia una cualquiera de sus normas. Sin embargo, diversos sistemas pertenecen al mismo orden jurídico siempre que no quiebre la continuidad de las normas independientes. La identidad del orden jurídico depende, así, de la identidad de sus normas independientes.

La cuestión capital, entonces, reside en determinar el carácter de los enunciados que afirman que una determinada norma (o conjunto de normas) pertenece directamente a un determinado orden jurídico. Esto es lo que sostuve en el artículo Normas independientes, criterios conceptuales y trucos verbales 32 que constituía una respuesta al de Bulygin al que acabo de hacer referencia. Decía en él que la cuestión decisiva era si los enunciados que afirman la pertenencia directa de determinadas normas a un determinado orden jurídico debían entenderse o no como enunciados empíricos, susceptibles de ser calificados de verdaderos o falsos. Pues, si fuera el caso de que no se entendieran como enunciados empíricos, Bulygin tendría razón en su tesis de la prioridad del criterio de identificación sobre cualesquiera normas; mientras que si fuera el caso de lo segundo -esto es, que tales enunciados debieran entenderse como sujetos a condiciones de verdad- lo prioritario sería el que determinadas normas fueran de hecho o no lo fueran las normas independientes del orden jurídico de que se trate.

A mi juicio -y así lo defendía en mi artículo- el considerar como no empíricos a los enunciados que afirman que determinadas normas son las normas independientes de un determinado orden jurídico sólo puede hacerse al precio de renunciar a distinguir entre órdenes jurídicos reales (como decía yo utilizando un término -como me hizo notar con razón Bulyginalgo impreciso, o «vigentes», como con sin duda mejor terminología prefiere decir Bulygin) y órdenes jurídicos imaginados, añorados o propuestos (o, sencillamente, no vigentes). Si lo que queremos -sostenía yo- es identificar el orden jurídico vigente en una determinada sociedad en un determinado período histórico hemos de tratar a los enunciados que afirman la pertenencia directa de ciertas normas a esos órdenes jurídicos como enunciados empíricos -que pueden ser, por tanto, verdaderos o falsos.

Escribía en este sentido que enunciados tales como (i) en 1932 la Constitución monárquica de 1876 pertenecía directamente al orden jurídico vigente en España y (ii) en 1932 la Constitución republicana de 1931 pertenecía directamente al orden jurídico vigente en España no parece que puedan ser interpretados razonablemente como enunciados analíticos, sino como proposiciones que dicen algo acerca del mundo, que tratan de identificar normas independientes pertenecientes al orden jurídico que, en efecto, estaba en vigor en España en 1932, y que, como tales, son verdaderas o falsas. Y en este sentido, concordará todo el mundo en que el primer enunciado es falso en tanto que el segundo es verdadero. Y también concordará todo el mundo en que sólo a partir del segundo podemos construir un criterio de identificación de las normas que pertenecían al sistema jurídico vigente en España en 1932 que identifique verdaderamente a las normas que, en efecto, pertenecían a tal sistema jurídico. Y ello es así porque en 1932 los órganos de aplicación españoles -los jueces y tribunales, en sentido amplio- reconocían en su conjunto como vinculantes para ellos la Constitución republicana de 1931 y las normas dictadas o recibidas de acuerdo con ella y no reconocían como tales a la Constitución monárquica de 1876 y a las normas dictadas o recibidas de acuerdo con ella. En definitiva, porque la regla de reconocimiento aceptada por los órganos de aplicación reconocía a la Constitución republicana de 1931 y no a la Constitución monárquica de 1876 como la fuente suprema del sistema.

Estas consideraciones fueron respondidas por Bulygin, en su nota titulada Regla de reconocimiento: ¿norma de obligación o criterio conceptual? 33 que constituyó el punto final de aquella polémica. La principal crítica que en ella me hacía Bulygin es la siguiente: «Juan Ruiz Manero confunde dos problemas totalmente distintos: el de la identificación de las normas que componen un sistema jurídico (que es un problema básicamente conceptual) y el problema empírico de determinar cuáles de tales sistemas tienen la propiedad de ser, como dice J.R.M., reales» (o como prefiere decir Bulygin, y reconozco que con buenas razones, «vigentes»). Continúo citando a Bulygin: «decir que el enunciado que identifica la primera constitución de un orden jurídico no es empírico, sino que forma parte de la definición de ese orden jurídico no implica en absoluto renunciar a la distinción entre órdenes jurídicos vigentes y los que no lo son. Vigencia (en un lugar y momento determinados) es una propiedad empírica de algunos órdenes jurídicos, así como la justicia es una propiedad no empírica de ciertos órdenes jurídicos. Ambas propiedades son contingentes en el sentido de que pueden darse o no; un orden jurídico puede ser vigente en un momento dado y no serlo en otro, puede ser vigente en un país y no en otros, así como puede ser justo o injusto. En cambio, la pertenencia de la constitución originaria (esto es, de las normas independientes) es definitoria del orden jurídico y, por lo tanto, es necesaria: si sustituimos la constitución originaria por otra distinta, estaremos en presencia de otro orden jurídico» 34 .

Termina la cita de Bulygin. Lo que Bulygin no nos dice es cómo diferenciar entre órdenes jurídicos vigentes y órdenes jurídicos no vigentes. La única pista que nos proporciona en este sentido es que hace suyo el concepto de vigencia de Alf Ross. Pues bien: a mí me parece que si tratamos de responder desde Ross a la pregunta por un criterio que nos permita identificar un orden jurídico vigente hemos de situar en la base de ese orden algo muy semejante a la regla de reconocimiento entendida como regla última aceptada por el conjunto de la judicatura y no meramente como criterio conceptual: me refiero a lo que Ross llama la «ideología normativa común» de la judicatura que, según él mismo dice, «constituye el fundamento del orden jurídico y consiste en directivas [...] que indican la manera en que debe proceder el juez para descubrir la directiva o directivas que son decisivas para la cuestión en debate»; esta ideología normativa común de la judicatura -sigue diciendo Ross- «consiste en directivas al juez que le ordenan aplicar reglas creadas de acuerdo con ciertos modos específicos de procedimiento» 35 . De manera que si preguntásemos a Ross qué elementos integran lo que él llama un «sistema nacional de Derecho» nos respondería que tal sistema está integrado por una ideología normativa compartida por la judicatura y por todas las normas que de acuerdo con esa ideología normativa compartida deben usarse como fundamentos de las decisiones judiciales. En el fondo se trata de algo sustancialmente semejante a la respuesta de Hart: el sistema está integrado por una regla última de reconocimiento aceptada por el conjunto de la judicatura y por todas las normas que, de acuerdo con ella, tienen los jueces el deber de usar como fundamento de sus decisiones. Es decir: tanto en uno como en otro caso, la base del sistema está constituido por una regla consuetudinaria de conducta (o ideología compartida) que no es válida ni inválida en el sistema, esto es, que en relación con el sistema es última; y tanto en uno como en otro caso el criterio teórico, conceptual, de identificación de normas resulta construido a partir de esa regla (o ideología) última. Así pues, el recurso a Ross no permite, a mi juicio, -y contra lo que piensa Bulygin- eludir el entendimiento de la regla de reconocimiento como norma.

El segundo punto al que quería referirme -y con el que concluyo esta intervención- es al carácter redundante y por lo tanto superfluo que, según Bulygin, tendría la regla de reconocimiento, entendida como norma, frente a las normas identificadas de acuerdo con ella. Si la regla de reconocimiento remite, como guía de conducta y criterio de valoración, a las normas que reúnen los requisitos que ella misma establece ¿qué guía de conducta y qué criterio de valoración proporciona la regla de reconocimiento que no se encuentre en las normas a que la misma remite? Este es uno de los principales argumentos en favor de la posición de Bulygin de que la regla de reconocimiento resulta, en cuanto norma, absolutamente superflua y que la misma debe entenderse meramente como un criterio conceptual de identificación de normas, esto es, como una definición. Ahora bien, a mi juicio, la obligación que establece la regla de reconocimiento de seguir, como guía de conducta, y de usar, como criterio de valoración, las normas contenidas en las fuentes a las que ella misma remite no es una pura redundancia con respecto al contenido de estas últimas. Lo que ordena la regla de reconocimiento es que, en los casos en que sean aplicables, se deben aceptar como normas (esto es, aceptar seguir como guía de conducta y usar como criterio de valoración) las convenciones o los mandatos de las autoridades a las que ella misma remite y no lo que el destinatario considere, sobre la base del balance de razones aplicables al caso, como el mejor curso de acción a seguir, o como la mejor decisión a dictar, o como la valoración más ajustada de la conducta que corresponde enjuiciar. Y esta aceptación como normas de determinadas convenciones o mandatos no puede, a mi juicio, y so pena de colocar el cuello entero bajo la guillotina de Hume, justificarse en base a un mero criterio conceptual, esto es, en base a un enunciado teórico.

4. Para terminar.

Y con esto he llegado al fin de mi intervención. Y, en este punto, tengo la impresión de haber sido excesivamente sintético en las dos primeras partes (pese a la duración excesiva del conjunto) y excesivamente fragmentario en la última. Espero, en todo caso, que sea útil como base para la discusión. Como les decía al principio, la mayor parte de lo que he dicho aquí tiene su origen en el libro, escrito conjuntamente con Manuel Atienza, Las piezas del Derecho. Quisiera terminar diciendo algo que me parece de estricta justicia: y es que, aunque Atienza y yo tuviéramos razón en todas nuestras críticas a Alchourrón y Bulygin, nuestra aportación no tendría más valor que el de una mera nota a pie de página en la obra de dos gigantes de la filosofía del Derecho de este siglo.

Notas

1 Este texto reproduce, con muy ligeras modificaciones, el de la ponencia presentada al Seminario de Teoría del Derecho de Vaquerías (Córdoba; R. A.) en agosto de 1996.

2 Carlos S. Nino: Introducción al análisis del Derecho, Astrea, Buenos Aires, 1980. Carlos S. Nino: Algunos modelos metodológicos de «ciencia» jurídica, Universidad de Carabobo, Valencia (Venezuela), 1979.

3 Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Normative Systems, Springer Verlag, Wien-New York, 1971. En adelante se cita, como IMCJ, por la traducción castellana de los autores: Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Astrea, Buenos Aires, 1974

4 Jorge Luis Borges: «Valéry como símbolo», en Otras inquisiciones (1952; se cita por J. L. Borges: Obras completas, Emecé, Barcelona, 1989, tomo II, p. 65).

5 Juan Ruiz Manero: Jurisdicción y Normas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990.

6 Eugenio Bulygin: «Sobre la regla de reconocimiento» en AAVV: Derecho, Filosofía y Lenguaje. Homenaje a Ambrosio L. Gioja, Astrea, Buenos Aires, 1976.

7 E. Bulygin: «Cognition and Interpretation of Law», en Stanley Paulson y Letizia Gianformaggio (eds.): Cognition and Interpretation of Law, Giappichelli, Torino, 1995.

8 Ricardo Caracciolo: «Sistema jurídico y regla de reconocimiento», en Doxa, N° 9, 1991.

9 Ricardo A. Guibourg: «Hart, Bulygin y Ruiz Manero. Tres enfoques para un modelo», en Doxa, N° 14, 1993.

10 Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero: Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1996.

11 Juan Ramón Capella: «Homenaje a Hans Kelsen», en Id.: Materiales para la crítica de la filosofía del Estado, Fontanella, Barcelona, 1976, p. 192.

12 Citado en n. 6.

13 IMCJ, p. 107.

14 IMCJ, p. 54.

15 Frederick Schauer: Playing by the Rules. A Philosophical Examination of Rule-Based Decision-Making in Law and in Life, Clarendon Press, Oxford, 1991.

16 Juan Carlos Bayón; «Sobre la racionalidad de dictar y seguir reglas», en Doxa, N° 19, 1997.

17 Georg Henrik von Wright: «Prólogo» a Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Análisis lógico y Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. XI.

18 Todos ellos se encuentran recogidos en Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Análisis lógico y Derecho, cit.

19 Op. cit., p. 218.

20 Ibid., p. 220.

21 Se dirá que «no prohibido p en el caso q» es una extraña formulación de norma, y así es. Pero: (1) «extraña» significa aquí únicamente «chocante», esto es, ajena a los usos estilísticos habituales, y no «carente de sentido» o «portadora de algún defecto lógico»; (2) los propios Alchourrón y Bulygin nos ofrecen ejemplos de formulaciones de normas muy semejantes, como por ejemplo, cuando hablan de «una norma de la forma No obligatorio p en el caso q» o de una norma expresada por -Op, o por -Ph-p (IMCJ, pp. 220-221).

22 Análisis lógico y Derecho, cit., p. 235.

23 IMCJ, p. 224.

24 Análisis lógico y Derecho, cit., p. 235.

25 Análisis lógico y Derecho, cit., pp. 146-149.

26 Análisis lógico y Derecho, cit., pp. 236-237; en términos similares, pp. 244 ss.

27 Hoy recogido asimismo en Análisis lógico y Derecho, op. cit.

28 Op. cit., p. 449.

29 Herbert L. A. Hart: «Legal Powers», en Id.: Essays on Bentham. Jurisprudence and Political Theory, Clarendon Press, Oxford, 1982, p. 219.

30 En Doxa, N° 9, 1991.

31 Op. cit., p. 268.

32 En Doxa, N° 9, 1991.

33 Asimismo en Doxa, N° 9, 1991.

34 Op. cit., p. 313.

35 Alf Ross: Sobre el Derecho y la justicia, trad. de Genaro R. Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1970.