Sobre relativismo cultural y universalismo ético en torno a ideas de Ernesto Garzón Valdés*

Luis Villoro
Universidad Nacional Autónoma de México, México

Sobre relativismo cultural y universalismo ético en torno a ideas de Ernesto Garzón Valdés*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998, pp. 35 -48

Entre el universalismo y el relativismo

La dominación de una cultura sobre otras consideradas inferiores ha aducido regularmente una justificación: la existencia de valores universales que esa cultura tendría el deber de realizar. El dominador se cree siempre portador de un mensaje “universal”, su revelación a otros pueblos es, según él, un bien impagable que justifica con creces el dominio. La expansión de la “única religión verdadera”, o de la “civilización” se pueden presentar como la cara benéfica del colonialismo, sólo porque se consideran de validez universal.

De parecida manera, la rebeldía contra el dominio colonial ha aducido la justificación contraria: todo valor es relativo a una cultura. La pretensión a la dominación de una cultura sobre otras se destruye si, debajo de su pretendida universalidad, se descubre una operación ideológica: la falsa universalización de los valores de una cultura particular. Sostener el valor relativo de todas las culturas desarma la justificación del dominador. Así como la ideología de dominación parece estar ligada a cierto universalismo, un relativismo cultural sería la respuesta a toda pretensión de dominio entre culturas.

Pero esa analogía no se sostiene. Algunos trabajos de Ernesto Garzón Valdés invitan a ponerla en duda 1 . Nos sugieren la posibilidad de fundar el respeto a un pluralismo cultural, sin tener que renunciar a principios y valores éticos de validez universal.

Garzón Valdés presenta argumentos sólidos contra un relativismo cultural radical. Un relativismo coherente sostendría que las reglas que rigen en cada sociedad son el criterio último de comportamiento de sus miembros. Sería la moral positiva, vigente en cada sociedad (Sittlichkeit), la encargada de dar legitimidad a cada comportamiento. Pero entonces “no se ve por qué ha de criticarse como injusta una moral social que incluya entre sus reglas la imposición de normas hegemónicas a las demás culturas” 2 . Para poner en cuestión los principios vigentes en una sociedad, debemos apelar a una ética superior, de carácter crítico. Y esa ética debería poder “ser compartida por los miembros de diferentes Sittlichkeiten 3 . “Un relativista radical carece de argumentos para postular la vigencia universal de la tolerancia si es que no quiere autocontradecirse” 4 . En efecto, si cada sociedad sólo puede regirse por sus propias normas morales, no se comprende por qué estaría obligada a incluir en ellas el respeto a la vigencia de otras reglas, en otras sociedades.

Frente al relativismo y al absolutismo culturales, Garzón Valdés elige la línea que llama “objetivismo ético”. Sin embargo no deja en claro en qué se distinguiría su posición de un universalismo ético. En efecto, Garzón Valdés pasa rápidamente de la necesidad de admitir una “moral crítica”, superior a las morales positivas, a la tesis de que esa moral debería ser compartible por los miembros de todas las culturas. Se trataría, dice, “de encontrar principios que, respetando la pluralidad, puedan ser compartidos por todos los agentes” 5 . Pero esta segunda proposición no se deduce, sin ulterior argumentación, de la primera.

En una línea distinta pero paralela a la de Garzón Valdés, en este trabajo trataré de defender las proposiciones siguientes:

  1. Todos los valores sólo pueden ser reconocidos y realizados en el marco de una cultura particular.

  2. Una cultura particular no sólo comprende los valores vigentes consensuales (moral positiva), sino también la proyección de valores disruptivos de la moral vigente (moral crítica).

  3. La comunicación entre culturas supone la existencia de condiciones de racionalidad universales, de carácter formal.

  4. La comunicación entre culturas hace posible el reconocimiento, en el marco de cada cultura particular, de valores transculturales, es decir, reconocidos y realizados en diferentes culturas.

Condiciones formales de una pluralidad cultural

Así como un relativismo cultural radical conduce a consecuencias inaceptables para quien quiera resguardar un orden racional, la hipótesis contraría, la existencia de valores universales, que serían cognoscibles con independencia de las culturas particulares, resulta contradictoria. En efecto, quien sostenga esa hipótesis afirma dos cosas: 1) Que es capaz de conocer algo con independencia de las condiciones que hacen posible ese conocimiento. 2) Que es capaz de seguir reglas de conducta con independencia del contexto que hace posible seguir una regla de conducta. En otro trabajo 6 he tratado de mostrar que todo saber objetivo tiene como condición la existencia de una “comunidad epistémica”, para la cual ese saber esté justificado en razones incontrovertibles. Ahora bien, toda comunidad epistémica es histórica, de modo que las razones que, en cada caso, debemos considerar para juzgar si son incontrovertibles, son las accesibles a esa comunidad; están pues condicionadas por un nivel de desarrollo científico y técnico y por ciertas creencias básicas propias de una cultura.

Las creencias y actitudes de una sociedad varían considerablemente de un grupo social a otro, aún de uno a otro individuo, pero, en la medida en que podemos referir esas variantes a una cultura, admitimos ciertas actitudes y creencias supuestas en todas ellas. Se trata de compromisos ontológicos acerca de lo que puede admitirse como existente en el mundo, de criterios comunes sobre lo que debe considerarse como razones válidas, de principios normativos acerca de lo que obliga a todo agente, y de preferencias últimas sobre los valores que orientan y dan sentido a la vida. Esas creencias constituyen el marco en que se configura el mundo para una sociedad, dibujan lo que podríamos llamar una “figura del mundo”. Cualquier enunciado sobre la realidad y el sentido, cualquier argumentación, en el seno de esa sociedad, sobre razones y valores, supone esa figura. Abandonarla por otra es cambiar de cultura. Una figura del mundo suministra la condición en que pueden darse cualquier conocimiento y conducta racionales, puesto que ofrece los criterios para determinar lo que puede considerarse como racional y como valioso.

El primer paso en la comprensión de una cultura ajena es tratar de reducir su otredad a las categorías de la propia figura del mundo. El otro se presenta entonces como un objeto ante nuestro marco conceptual, es juzgado según nuestra escala de valores y nuestro concepto de racionalidad. En un segundo paso, sin embargo, podemos intentar descubrir la manera como se configura el mundo para el otro y comprenderlo a partir de sus propias creencias y actitudes básicas. Sólo entonces reconocemos al otro como sujeto.

Comprender al otro como sujeto, a partir de su propia figura del mundo, no implica compartirla. Tampoco implica dejar de juzgarlo a partir de nuestra propia cultura. Más aún, no podemos prescindir de juzgar al otro según nuestros propios valores y razones, a menos de convertirnos a la cultura del otro y abandonar la propia. Por ello, comprender una cultura ajena no es incompatible con juzgar superiores las creencias y actitudes que corresponden a nuestra figura del mundo. Comprender las otras culturas nos obliga a considerar a sus miembros como sujetos ante los cuales se configura el mundo de manera distinta a la nuestra. Si hemos de tratarlos como sujetos, nos obliga a no imponerles nuestro marco cultural; sin embargo, no nos obliga a dejar de adherir a nuestras creencias y valores, según los criterios de nuestra visión del mundo; por lo tanto, nos invita a intentar que los otros compartan esos valores y creencias si las consideramos superiores. Ambas obligaciones: la de respetar al otro como sujeto de su propia cultura y la de intentar que comparta los valores de la nuestra, sólo pueden justificarse en el marco de nuestra cultura; de ella forman parte y, por lo tanto, no podemos esperar que obliguen a quienes no la comparten.

Nuestra obligación moral para con los miembros de otras culturas no se puede justificar en valores independientes de nuestra propia visión del mundo; se funda en creencias básicas de nuestra cultura (occidental moderna), que pueden o no ser compartidas por otras. El respeto del otro como sujeto autónomo, la exigencia de una comunidad entre todos los hombres, el dominio racional de las necesidades básicas son exigencias de nuestracultura. Nuestra obligación moral hacia las otras culturas está dictada por esas exigencias. Nuestros principios éticos nos obligan a respetar que el otro, en tanto sujeto autónomo, se rija por sus propias creencias y, a la vez, a intentar que reconozca valores que juzgamos superiores.

Intentar convencer implica argumentar. Argumentar entre dos o más sujetos sólo es posible si existe una base común reconocida por los interlocutores, susceptible de ponerlos de acuerdo. Para que dos culturas se comuniquen, por otra vía que no sea la violencia, es menester que compartan una base mínima de criterios comunes. Puesto que se trata de sujetos de distintas culturas, esa base sólo puede ser transcultural, es decir, tiene que estar presente en las distintas figuras del mundo que se contraponen. ¿Cuál puede ser?

Garzón Valdés propone las “necesidades básicas” 7 . Una “necesidad” se refiere a algo objetivo, las actitudes dirigidas a la satisfacción de necesidades básicas parecen buenos candidatos a ser considerados elementos compartibles por miembros de diferentes culturas. Sin embargo, es muy difícil establecer una demarcación entre las necesidades que dependen de un contexto cultural particular y otras independientes de él. En rigor sólo las actitudes (y los correspondientes valores) referidos a las “necesidades naturales” (alimento, vestido) mostrarían cierta independencia del contexto cultural. Y aún esto sería discutible. (Recordemos las observaciones sobre “lo crudo y lo cocido” de Levy Strauss, acerca de los alimentos, y las de cronistas del Nuevo Mundo sobre la desnudez y el vestido: en ambos casos se muestra como aún las necesidades naturales tratan de satisfacerse en contextos culturales). Por otra parte, el propio Garzón Valdés indica que entre las “necesidades básicas” habría que incluir las “derivadas de las respectivas estructura sociológicas”; y éstas difieren según las culturas.

Una vía más prometedora para determinar principios transculturales me parece el examen de las condiciones mismas que hacen posible toda cultura.

Toda cultura comprende creencias acerca de lo que puede considerarse como razones que justifiquen las creencias, acerca de las reglas que deben normar la conducta para alcanzar el bien común y acerca de los valores últimos que pueden otorgar sentido a la vida. Razones, reglas y valores difieren en cada cultura, pero cualesquiera que sean cumplen en todas una triple función que corresponde a distintas formas de racionalidad: 1) Explicar la realidad y asegurar el éxito de nuestras acciones en ella (racionalidad teórica e instrumental); 2) Regular nuestra conducta en conformidad con el bien común (racionalidad práctica, normativa). 3) Orientar y dar un sentido a la vida, tanto individual como colectiva (racionalidad valorativa). Por distintas que sean las culturas, las razones, reglas y valores admitidos son aquellos que se consideran aptos para realizar esa triple función; dicho con otras palabras: aquellos que satisfacen ese triple interés. La función que cumple admitir razones, promulgar normas y proyectar valores es, en todas las culturas, la misma, aunque su contenido difiera. Esa función tiene condiciones que se pueden considerar, por lo tanto, universales. Pero son universales porque son puramente formales.

Las condiciones comunes a toda cultura no pueden señalarnos cuáles son las razones, las reglas y los valores que debamos preferir, porque no nos dicen nada acerca del contenido de las creencias básicas. Sólo permiten, en el seno de cada cultura, medir si sus creencias son adecuadas para cumplir con sus funciones. Suministra así una base común de argumentación entre distintas culturas. En el intercambio entre portadores de diferentes figuras del mundo puede haber una posibilidad de confrontar las creencias de unos y otros, sobre la base de esas condiciones formales.

Las posibilidades de éxito en la argumentación variarán según el tipo de racionalidad de que se trate. Si el criterio para aceptar razones válidas es la justificación de la verdad de las creencias y, por ende, la garantía del éxito de nuestras acciones sobre el mundo, es claro que la eficacia en explicar la realidad y en lograr que nuestras acciones sobre ella sean exitosas, será argumento suficiente para aceptar la superioridad, en ese campo, de una cultura sobre otra. Para mostrar la superioridad de la ciencia y la técnica de Occidente, en ese campo, basta apelar a la práctica.

La situación no es la misma en las esferas en que tenemos que ver con normas y valores. Sin embargo cabe aquí también una argumentación indirecta. Por una parte, pueden los miembros de distintas culturas argumentar que sus formas de vida cumplen mejor con los requisitos formales de una vida ética, es decir, de una vida donde cada individuo pueda realizarse plenamente a sí mismo, identificando su interés con el bien común. Por otra parte, pueden referirse a los resultados de sus respectivas formas de vida, en la realización de valores. La falla en dar un sentido a la vida será un signo de inferioridad cultural tanto como la de ofrecer un sentido ilusorio.

Como resultado del intercambio entre culturas, sobre la base de condiciones formales comunes, puede eventualmente llegarse a cierto consenso acerca de razones, reglas y valores comunes. Estos serán transculturales. Pero no serán consecuencia de la universalización de una sola cultura sino del intercambio entre varias. Para que se dé ese proceso es, pues, condición necesaria que los miembros de las distintas culturas puedan intercambiar sus puntos de vista, en igualdad de condiciones de poder y en ausencia de toda coacción. Situación ideal ajena a la realidad histórica; exigencia ética a la que podemos acercarnos en la medida en que se elimine la coacción de una cultura dominante sobre las dominadas. Lo contrario a este proceso es la operación de universalización de una cultura particular y su imposición a las demás so pretexto de universalidad: justificación ideológica de la dominación.

La posibilidad de argumentación entre culturas para llegar a la admisión de creencias y actitudes transculturales implica la posibilidad de cambio en las figuras del mundo de cada cultura. Lo cual nos conduce al siguiente tema.

Identidad cultural y moral disruptiva

El relativismo cultural tiene la tendencia a reducir la moral de una cultura a los usos y costumbres establecidos en la sociedad, transmitidos por la educación y la tradición y aceptados sin disenso por la mayoría. Tiende a caracterizar a una cultura por su moral positiva, vigente en una sociedad: lo que Hegel llamaba su Sittlichkeit. Tiene razón Garzón Valdés al criticar esa reducción. En toda cultura, frente a la moralidad positiva hay la posibilidad de una “moral crítica”, susceptible de poner en cuestión las normas y valores comúnmente aceptados. Lo que no parece claro es que esa moral crítica tenga que sostener principios compartibles por todas las morales positivas, como sostiene Garzón Valdés. No se ve por qué la posibilidad de crítica moral no se consideraría propia de cada cultura, con el mismo título que la moral positiva. En cada una, se dan versiones e interpretaciones diferentes acerca de lo que debe normar la conducta colectiva. Unas pueden recibir aceptación general o ser impuestas por un poder establecido, otras, por el contrario, disienten de las convenciones establecidas y, por ende, de la estructura de poder. Pero ambas forman parte de la dinámica de la misma cultura. Porque una cultura no es una manera uniforme de vida, establecida de una vez para siempre, está transida de un conflicto permanente entre lo aceptado por la mayoría y las razones y valores que una minoría crítica propone, sin abandonar por ello las creencias básicas de esa cultura. No hay moral vigente sin posibilidad de disidencia de esa moral. No hay pensamiento reiterativo de creencias convencionales sin su contraparte: un pensamiento disruptivo de las ideologías establecidas. Toda cultura presenta una tensión constante entre los ideales proyectados no realizados y los valores reiterados día con día.

Cada cultura comprende criterios de racionalidad internos por los que, sin abandonar los presupuestos de una determinada figura del mundo, pueden someterse a crítica las creencias teóricas y valorativas vigentes y las formas de vida practicadas. Toda reforma radical se ha hecho en el seno de una cultura.

La cultura occidental moderna, por ejemplo, comprende la moral burguesa y las formas de dominación social aceptadas por convención, pero también las distintas versiones de morales críticas y de actitudes disidentes. La cultura del Islam es el integrismo tradicionalista tanto como los programas ilustrados y democráticos, que lo combaten a nombre del propio Islam. Las culturas de las etnias indígenas de América comprenden las actitudes misoneístas de refugio en la tradición heredada pero también los afanes de progreso de muchos grupos en su seno. Por ello no creo válido el intento de Garzón Valdés de refutar el relativismo cultural aduciendo ejemplos de “culturas inmorales” como el nazismo, el Apartheid o los integrismos religiosos. Porque ésas no son culturas, sino formas específicas de vida y sistemas ideológicos en el interior de una cultura, la cual incluye también las actitudes y creencias críticas que se les oponen. Pero el hecho de que las actitudes críticas se opongan a una moral vigente, no basta para concluir que sean “universales” y que rebasen una cultura particular. La cultura alemana del siglo XX no es el nazismo, ni la cultura holandesa el Apartheid. La ética ilustrada y humanista es un integrante esencial e esas culturas; la oposición al totalitarismo y al racismo no se entiende sin sus raíces ilustradas en la cultura occidental. Quizás la mejor manera de oponerse al integrismo musulmán no sea apelar a una mentalidad ética de raigambre cristiana, sino revivir la tradición ilustrada y tolerante que hizo la gloria del propio Islam.

En consecuencia: 1) No hay razón para identificar –como hacen algunos autores que Garzón Valdés critica con razón– 8 los principios éticos de una cultura con su moral vigente (Sittlichkeit). 2) Toda cultura tiene la capacidad de oponer a la moral vigente en una época otra moral crítica, disruptiva. 3) Esa no es razón suficiente para afirmar que esa moral crítica sea universal, pues se da en el marco de una cultura particular.

Tampoco puede reducirse la identidad de un pueblo a las características de sus usos, costumbres y formas de vida vigentes. Esa reducción supone una idea de la “identidad” como conjunto de notas que distinguirían a un pueblo de los demás. Definitorio de un pueblo sería lo que tiene de “propio”, frente a lo “ajeno”; un conjunto de características dadas, transmitidas por la tradición, inscritas en sus formas de vida, que permitirían discernir una colectividad frente a otras. Esa interpretación de la identidad es responsable del planteamiento de una falsa antinomia: en el enfrentamiento entre distintas culturas, sólo habría una manera de mantener la identidad de una etnia o nacionalidad: conservar las características que la vuelven “peculiar”: de lo contrario, correría riesgo su identidad. En la política cultural de una nación pluricultural esa postura conduce a un falso dilema: conservar las culturas minoritarias en estado de curiosidad etnográfica o de reservación, iguales a su espejo diario, o atentar contra su identidad para propiciar su progreso. Pero la situación real está lejos de ser tan clara y tajante.

De hecho, la identidad de un pueblo no es algo dado sino la imagen que un pueblo se forma de sí mismo. Esta cambia y se transforma según las circunstancias históricas. Tampoco es la misma en todos los sectores de la sociedad e imágenes distintas de sí pueden coexistir en una misma cultura. La identidad no es pues un conjunto de características peculiares por descubrir, sino una representación ideal por proyectar. No es algo hecho, transmitido por la tradición, sino un proyecto, renovado en cada momento, por el que se interpreta el pasado para darle un sentido en función de fines elegidos. Porque la tradición no sólo trasmite valores actualmente aceptados, sino también valoraciones originarias perdidas u olvidadas; comprende no sólo un legado de ideas y comportamientos consensuados sino también criterios para poner en cuestión ese legado y transformarlo siguiendo posibilidades abiertas de nuevas elecciones. La identidad así concebida no detiene necesariamente a una colectividad en la reiteración de sus formas de vida heredadas, obliga a reinterpretar continuamente el pasado para integrarlo en proyectos de vida colectivos. Y éstos pueden cambiar según las nuevas exigencias históricas. Un pueblo no se reconoce en un haber, sino en una figura que construye, en la cual el pasado y el futuro elegido puedan integrarse en una unidad.

Por otra parte, la imagen que un pueblo tiene de sí mismo no proviene sólo de su distinción frente a los demás; es resultado de un complejo proceso histórico de identificaciones con otros pueblos (sean dominantes o dominados) y de separación de ellos. No hay comunidad que se haya constituido a sí misma en el aislamiento total, no hay sociedad histórica que no haya forjado una imagen ideal de sí, mirándose en los ojos ajenos.

Si la identidad de un pueblo no es un conjunto de características que lo distingan, sino una imagen construida, la antinomia que suelen presentar los relativismos culturales no existe. El enfrentamiento de un pueblo con otros (dominantes o dominados) suele poner en crisis, ciertamente, su identidad; obliga a modificarla, pero no tiene necesariamente que destruirla. El contacto entre distintas culturas plantea un reto: aislarse en sí mismo o transformar la imagen que se tiene de sí. La transformación será más o menos destructora según la capacidad de un pueblo para proyectar nuevas imágenes de sí mismo que sean consistentes con su nueva realidad e integren en ella su pasado.

Lo que destruye la identidad de un pueblo no es, entonces, el cambio en sus formas de vida o de pensamiento, sino la negación de su capacidad para proyectar y realizar una imagen ideal de sí mismo, en la que el pasado se integre con la realidad actual. Es la supresión de la posibilidad de fraguar por nosotros mismos la imagen en la cual podamos reconocernos, lo que destruye nuestra identidad, no la pérdida de un haber heredado. La imposición violenta de formas de vida de otros pueblos destruye la identidad del dominado porque le impide reinterpretar con sus propias categorías su historia, decidir acerca de su curso y elegir libremente un futuro que le otorgue sentido. Es la dominación de otro la que enajena, no la identificación con él. Así, el respeto a la identidad de las otras culturas no conduce a la preservación de sus notas distintivas sino al mantenimiento irrestricto de su capacidad de decisión y de cambio.

Principios éticos en la relación entre culturas

Con las aclaraciones anteriores, podemos plantearnos mejor la cuestión de los principios que normarían la relación entre distintas culturas. La situación es diferente si se trata de culturas pertenecientes a países independientes o de etnias minoritarias en el seno de un mismo país, sometidas a un régimen constitucional republicano. Este es el caso de las comunidades indias en los países de América y es el único que aquí tocaremos. En relación a esta situación, Ernesto Garzón Valdés formula dos principios que llama de “homogeneización” y de “dinamización” 9 .

Todo sistema democrático requiere de cierta homogeneidad en sus ciudadanos. De hecho, las revoluciones democráticas tuvieron como resultado transformar sociedades heterogéneas, cuyos distintos grupos estaban sometidos a regímenes de derecho diferentes, en sociedades más racionales, constituidas por ciudadanos iguales en derechos. Garzón Valdés sostiene que el principio de homogeneización es esencial a una sociedad democrática.

La necesidad de una sociedad homogénea ha sido invocada a menudo para justificar una política de asimilación de las etnias minoritarias a la cultura nacional hegemónica. Se entiende entonces por “homogeneización”, supresión de las diferencias culturales y adhesión a las creencias y valores de una cultura dominante. Este sentido de homogeneidad forma parte de una ideología de unidad nacional, en detrimento del pluralismo cultural. Pero ése no es el caso de Garzón Valdés. El principio de homogeneización que él propone es compatible con el respeto a la pluralidad de culturas. Es el siguiente: “Una sociedad es homogénea cuando todos sus miembros gozan de los derechos directamente vinculados con la satisfacción de sus bienes básicos”. “Bienes básicos” son “aquellos que son condición necesaria para la realización de todo plan de vida, es decir para la actuación del individuo como agente moral” 10 . Todo miembro de una sociedad homogénea tiene derecho a esos bienes básicos. Estos pueden verse también como un conjunto de valores que no pueden ser objeto de negociación ni de compromiso entre los miembros de una sociedad. Corresponden al interés común y ningún interés particular puede ponerlos en cuestión. Con expresión de Garzón Valdés, forman una especie de “coto vedado”, a cubierto de toda transacción o compromiso. Cualquier compromiso o negociación, en una sociedad democrática, debe hacerse sobre la previa admisión de ese “coto vedado” 11 .

Esta tesis es esclarecedora; es quizás la mejor manera de distinguir entre un convenio social resultante del compromiso –a menudo forzado– entre grupos dirigidos por intereses particulares; y un convenio de carácter ético, que salvaguarde el interés común frente a todo compromiso entre las partes y reduzca la negociación interesada a lo que no afecte los derechos comunes a todo miembro de la sociedad. Sin embargo, algunas de las conclusiones que el propio autor infiere de su tesis no me parecen tan claras.

Quizás conviniera distinguir entre dos niveles en los “derechos” (y sus correspondientes valores) incluidos en el “coto vedado”. Unos son los que haya que admitir como condiciones de posibilidad de cualquier convenio, otros, los que pudieren resultar de éste. Los primeros comprenden los valores mínimos que tienen que ser respetados para que exista un convenio real, y no una imposición coactiva de una parte sobre otra. Incluyen el respeto a la vida, a la autonomía de los agentes y a su igualdad en relación con la situación de negociación. En el caso de las relaciones entre culturas distintas, el respeto a la integridad de vida y a la autonomía de cada una es pues una condición previa a la constitución del “coto vedado”. No podría considerarse como legítimo un convenio que fuera el disfraz de una imposición de valores de una cultura sobre la otra. Ahora bien, la autonomía no puede ejercerse si el grupo en cuestión está sometido a un control ajeno. Para poder entrar sin coacción y en un mínimo plan de igualdad en el convenio democrático, los pueblos deben tener el control de sus propias organizaciones representativas y poder sostener sus decisiones sin estar obligados a renunciar a su forma de vida. Para ser eficaz como base de un convenio, la autonomía implica control sobre sus propios medios culturales, como lo hace notar Guillermo Bonfil 12 . Sin él, no puede hablarse de un verdadero convenio ético y, por ende, de derechos vedados a la negociación entre partes.

Por desgracia, la realidad histórica de nuestras repúblicas democráticas poco se asemeja a un convenio de carácter ético. Los “derechos” homogeneizantes han sido establecidos por la cultura hegemónica, sin consulta ni respeto por las decisiones autónomas de las otras etnias. El pacto social que da nacimiento a las repúblicas latinoamericanas es realizado por la sociedad criollo-mestiza e impuesto a las demás. La situación de las etnias equivale a un “colonialismo interno”, según la expresión de Pablo González Casanova 13 . Es sin duda irreal pensar que la solución ética sería el rechazo del convenio vigente, expresado en las constituciones republicanas, pero sí sería posible su reforma progresiva para convertir un convenio impuesto en otro decidido con autonomía de las partes. Para ello resulta una condición previa el reconocimiento del carácter pluricultural y multiétnico del Estado, lo que incluye el respeto a la capacidad de decisión autónoma de los pueblos que lo forman. Este no es resultado sino condición de cualquier convenio legítimo. Cualquier forma de imposición de valores, aún en beneficio de las propias etnias, sólo podría justificarse moralmente sobre la base de un convenio libre. El principio de homogeneización –tal como Garzón Valdés lo define– exigiría como primera máxima de acción moral, por parte del Estado, la promoción de la autonomía (entendida como capacidad de decisión y de control sobre su propia cultura) de las etnias minoritarias. Aunque, en mi opinión, convendría mejor abandonar el término de “homogeneización” para este caso, puesto que se trata del reconocimiento del derecho a las diferencias de elección.

Un segundo nivel en los “derechos comunes” que constituyen el “coto vedado”, correspondería a los valores comunes que las partes convienen libremente en respetar. Estos serían resultados del convenio pero, una vez establecidos, estarían a cubierto de cualquier negociación. Me parece que Garzón Valdés tiende a identificar esos valores con los “derechos humanos” de la tradición liberal occidental 14 . No es éste el lugar para discutir si esos derechos expresan efectivamente “condiciones necesarias para la realización de todo plan de vida”. Habría que hacer notar empero que fueron promulgados en un momento del desarrollo de la cultura occidental y que tienen como condición una “figura del mundo” determinada. No discuto ahora si tienen validez universal o no. Me parece que para responder a esta cuestión habría que distinguir entre ciertos valores efectivamente transculturales (que mostrarían su superioridad en base a las condiciones formales de racionalidad práctica y valorativa) y su interpretación específica en un momento de la historia de Occidente (que corresponde al ascenso de la burguesía). Pero ésa no es cuestión que pueda tratar ahora. Lo que importa es que esos valores sólo pueden entrar en el coto vedado si han sido reconocidos en forma autónoma por las partes. Sean o no transculturales, no puede aducirse una base legítima para imponerlos a una de las partes sin su consentimiento autónomo. En cambio, el principio de homogeneización sí implica el deber de propiciar las condiciones reales para que las otras culturas puedan acceder por sí mismas al reconocimiento de esos valores. Lo cual nos conduce al segundo de los principios propuestos por Garzón Valdés.

Si el Estado nacional está obligado a la homogeneización en una sociedad democrática, las etnias minoritarias estarían obligadas al cambio. Este es el “principio de dinamización”. Es claro que Garzón Valdés no entiende por él la imposición de la cultura hegemónica. En efecto, un cambio dinámico, no impuesto, sólo puede hacerse sobre la base de la propia cultura. Esto es posible porque toda cultura contiene la posibilidad de actitudes y creencias disruptivas de las vigentes. Pero el cambio dinámico no puede interpretarse como la adopción necesaria de la cultura dominante, considerada universal.

Aquí es donde juegan un papel indispensable la argumentación y el convencimiento. Para lograrlo, siempre ha sido útil el contacto con los sectores esclarecidos y a la vez representativos de los pueblos en cuestión. El principio de dinamización no puede invalidar el de autonomía. Por lo general, la adopción de bienes de la cultura dominante suele ser conflictiva. Aún los que parecen más benéficos, como la introducción de la medicina moderna o de técnicas más eficaces de producción, traen aparejados otros daños en una sociedad no occidental, como pueden ser la destrucción de instituciones y modos de relación probados, el desamparo y la angustia colectiva ante procedimientos cuyo alcance se ignora, el temor de ser una vez más objeto de manipulación por el dominador, etc. Corresponde pues a la comunidad concernida decidir cuál es el mayor daño para ella, si el causado por la ausencia de esos bienes o el provocado por el cambio.

Notas

* Los textos que se reúnen bajo este título fueron leídos el 9 de octubre de 1997 enel Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM)

1 Consideramos aquí principalmente: “El problema ético de las minorías étnicas”, en Ética y diversidad cultural, Instituto de Investigaciones Filosóficas, U.N.A.M. México, 1993 (en lo sucesivo PE); “Representación y democracia”, en Doxa, nº 6, Madrid, 1989 (en lo sucesivo, RD) y “Algo más acerca del ‘coto vedado’ ”, en Doxa, nº 6, Madrid, 1989.

2 P.E., p. 8.

3 P.E., p. 9.

4 P.E., p. 12.

5 P.E., p. 9.

6 Creer, saber, conocer, México, Siglo XXI, 1982.

7 P.E., pp. 2-4.

8 P. E. pp. 2-4.

9 P.E., p. 19.

10 P.E., pp. 13-14.

11 R.D., pp. 160-162

12 “La teoría del control cultural en el estudio de procesos étnicos”, en Papeles de la Casa Chata, México, nº 3, 1987.

13 La democracia en México, Era, México, 1965.

14 R.D., p. 157.