Justicia, igualdad y eficiencia

Liborio Hierro
Universidad Autónoma de Madrid., España

Justicia, igualdad y eficiencia

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998, pp. 129 -171

1. Introducción 1

En dos trabajos anteriores (Hierro 1993 y 1994) me ocupé de las objeciones de Dworkin al “Análisis Económico del Derecho”. En el primero de ellos venía a suscribir las objeciones formuladas por él contra la posición “fuerte” o “radical” representada por Richard Posner. 2 En el segundo de ellos, por el contrario, me planteaba ciertas reservas frente a las objeciones de Dworkin contra el sector “débil” o “moderado” representado por Guido Calabresi. Concluía aquel segundo trabajo citando a Calabresi: “En todo caso claramente la relación entre los instrumentos (eficiencia, distribución) y el objetivo (justicia) necesita ser estudiada” (Calabresi 1980, p. 559).

Lo que ahora me propongo es precisamente avanzar ciertas hipótesis sobre la relación entre eficiencia y justicia. Para ello quisiera empezar por retomar la cuestión donde la dejé. Decía allí:

Si hiciésemos una interpretación muy restrictiva de las objeciones de Dworkin, tendríamos que llegar a la conclusión de que dos sociedades que tuviesen igual número de miembros (digamos, cien cada una) y en las que se cumpliese estrictamente un mismo principio de igual trato a las personas como resultado del cual la distribución actual de los recursos (en sentido amplio: bienes y derechos) –una vez tomada en cuenta la responsabilidad de cada uno por sus propias elecciones (Dworkin 1980, p. 270) e incluso el principio rawlsiano de diferencia– fuese, por ejemplo, de 10 el 15%, 45 el 47%, 35 el 33% y 10 el 5%, serían moralmente de igual valor por ser igualmente justas. Y ello aunque la primera tuviese unos recursos totales de 100.000 útiles y la segunda de 1.000 útiles, de modo tal que en la primera incluso los 10 que tienen el 5% (0,5 = 500 útiles para cada uno) dispusieran de alimento, vivienda, educación y un razonable ocio cultural, y en la segunda incluso los 35 que tienen el 33% (0,9 = 9,42 útiles para cada uno) tuviesen apenas recursos para la subsistencia física (Hierro 1994, pp. 965-966).

Parece evidente que la primera de estas dos sociedades es mejor que la segunda, lo cual implica a primera vista que o bien que la justicia no es la virtud social por excelencia, ya que entre dos sociedades igualmente justas es mejor una más rica, o bien que el volumen de riqueza constituye un ingrediente de la justicia de una sociedad. La cuestión así planteada se ofrece a una primera y clara objeción. La riqueza podría resultar, como el buen clima, una condición natural de una sociedad, una condición dada, y quedar por ello al margen de toda valoración. Dos sociedades del primer tipo de las citadas (esto es, de las que disponen de 100.000 útiles) podrían diferenciarse en que la una habita en un clima mediterráneo mientras que la otra lo hace en un clima ártico, y también entonces –argumentará mi objetor– parece preferible formar parte de la primera (supuestas las bondades del clima mediterráneo), y ello no quita ni pone nada a su respectiva justicia. La justicia sigue siendo su valor de excelencia aunque es preferible una sociedad justa en un clima benigno que una sociedad justa en un clima duro. La objeción me parece fácilmente refutable. Claro que prefiero vivir en una sociedad justa en un clima benigno, pero el clima es una condición natural del entorno donde la sociedad se encuentra, no un rasgo de su estructura. La riqueza, sin embargo, –o más estrictamente, la eficiencia como capacidad de maximizar la riqueza– es un rasgo de la estructura social y resulta por ello evaluable. O dicho de otro modo, el concepto de eficiencia no es un concepto descriptivo de hechos naturales sino un concepto descriptivo de prácticas, normas e instituciones; no se refiere al conjunto de bienes o recursos naturales dados (al maná) sino a la estructura social de producción y distribución de bienes o recursos. Y, siendo un concepto de este tipo, resulta susceptible de alojar valoraciones sobre tales prácticas, normas e instituciones.

Lo cual, volviendo al ejemplo de referencia, supone que si la segunda sociedad dispusiese de 1.000 útiles dados sus recursos naturales (su maná) y sin que ningún cambio en su esquema de medios y relaciones de produción pudiese incrementar tal cantidad, deberíamos aceptar que su pobreza es, como un clima duro, una condición dada que no podemos valorar en términos de justicia. Los problemas aparecen en cuanto, como es normal, la sociedad de nuestro ejemplo tenga la posibilidad de hacer movimientos en sus esquemas productivos para incrementar su riqueza, o disminuir su pobreza, es decir en cuanto pueda mejorar su eficiencia.

El “Análisis Económico del Derecho”, que era el objeto de los trabajos citados, es una corriente que, en su versión radical, trata de convertir la eficiencia –como maximización de la riqueza– en “el” criterio de la justicia; en su versión moderada trata tan sólo, y probablemente con buenas razones, de suscitar cuál es la posición que la eficiencia –entendida también como maximización de la riqueza– ocupa en la idea de justicia.

Mi punto de partida ahora es que, en efecto, la eficiencia resulta un ingrediente –en el sentido propuesto y negado por Dworkin– de la justicia. O dicho de otro modo, explicar en qué medida la eficiencia es instrumental para la justicia. 3 El análisis crítico de Dworkin planteaba un desafío: el de demostrar “cómo las variadas formas de la pretensión instrumental para la maximización de la riqueza podrían completarse especificando una concepción independiente del valor social que la maximización de la riqueza promueve”. Mi intención es responderlo sosteniendo que la maximización de la riqueza, dadas ciertas condiciones previas de justicia, promueve la satisfacción igualitaria de las necesidades humanas que constituyen lo que denominamos derechos morales básicos; es decir, que una Teoría de la Justicia entendida como Teoría de los Derechos incluye un puesto relevante para la eficiencia productiva.

Para desarrollar esta hipótesis explicaré primero cuál es el concepto de eficiencia que utilizaré (Sección 2); explicaré a continuación por qué las teorías procedimentales me parecen doblemente incompletas en cuanto no son teorías fundamentales (porque exigen un fundamento externo a la propia teoría procedimental) y tampoco son teorías exhaustivas por cuanto exigen un desarrollo de la justificación de las propuestas de decisión que cada uno incorpora al procedimiento o, para decirlo más claramente, exigen una teoría de la justicia de primer orden 4 , y por qué en la medida en que trascienden su incompletud se topan con la eficiencia (Sección 3); a continuación (Sección 4) explicaré cómo una teoría de los derechos morales de la persona puede ser una teoría completa de la justicia y, finalmente, la posición que la eficiencia ocupa como tal ingrediente instrumental en tal Teoría de los Derechos.

La tesis que sostengo no es, probablemente, muy novedosa y se ajusta, por otra parte, a las intuiciones fundamentales que están hoy ampliamente asumidas en las decisiones políticas que se discuten y toman en las democracias desarrolladas. Creo que Dworkin admitiría esta tesis, del mismo modo que Calabresi, si bien considerándola “trivial”. 5 No me parece, sin embargo, trivial. Uno de los problemas de la teoría y de la práctica políticas contemporáneas reside en la desequilibrada división del trabajo entre la filosofía política y jurídica, de un lado, que se ocuparía de la justicia, y la economía política, del otro, que se ocuparía de la eficiencia. Tal presunta división del trabajo se traduce en reducir el ámbito de la filosofía político-jurídica al establecimiento de las reglas del juego (de manera generalmente aceptada, las reglas de la democracia) y entregar a el ámbito de la economía política la elaboración de las concretas elecciones sociales, es decir de las alternativas a proponer para la elección democrática. De acuerdo con este esquema de división del trabajo resulta que la teoría de la justicia tiene poco que decir sobre las políticas sociales concretas, y que la economía política tiene poco que decir sobre las condiciones de justicia. La teoría de la justicia, por otra parte, ha pretendido buscar una base racionalmente aceptable y, por ello, muy neutral respecto a las concepciones particulares del bien; la economía política, por su parte, pretende asimismo una neutralidad de base científica en la propuesta de decisiones eficientes. 6 La suma de una y otra perspectiva arrojaría como resultado una teoría procedimental de la justicia más una teoría eficientista de la elección social, ambas de carácter neutral. Mi propósito incluye la convicción de que una y otra son pretensiones inalcanzables y, por ello, falaces. Tanto la teoría de la justicia, aun pretendiendo el máximo acuerdo, supone una construcción normativa que requiere algún fundamento último en una concepción de la persona (y, por tanto, una cierta concepción del bien, por amplia que ésta sea), como la economía política requiere (e implica) en todo caso una concepción de la justicia, de modo que la propuesta división del trabajo se hace imposible.

Quizá la pregunta que trato de plantear se exprese correctamente corrigiendo un poco el título de un trabajo de Dworkin. No se trata de preguntar “¿Por qué la eficiencia?”, sino “¿Para qué la eficiencia?”.

2. Conceptos de eficiencia.

En su presentación más generalizada el concepto de eficiencia es el concepto de optimalidad paretiana. Como es sabido, de acuerdo con esta noción de eficiencia una situación determinada (S2), sea de distribución o de producción, es superior a otra situación (S1) si en S2 se puede mejorar a alguien sin perjudicar a nadie o se pueden producir más bienes de algún tipo sin dejar de producir bienes de otro tipo. Una situación (So) es un óptimo de Pareto si no cabe hacer ningún movimiento hacia una situación Pareto superior. Una y otra vez se ha señalado que la concepción de eficiencia de Pareto trata de establecer un concepto neutral de eficiencia que no incurra en la problemática comparación interpersonal de utilidades. Y una y otra vez se ha señalado que, al hacerlo así, el concepto de eficiencia paretiano se convierte, bajo el punto de vista normativo (esto es, de su justificación) en un concepto de fundamentación kantiana ya que sólo podemos saber si una situación es superior a otra si nadie se opone al cambio de S1 a S2 y alguien, al menos uno, desea el cambio. Ello supone que la justificación de la eficiencia paretiana se basa sencillamente en el consentimiento.

El mayor inconveniente del criterio de Pareto estriba en que sólo permite medir situaciones óptimas pero no compararlas entre sí. El criterio es tan neutral, en efecto, que impide cualquier decisión interesante desde el punto de vista normativo. 7 Por otra parte, como acabo de indicar, en ausencia de comparaciones interpersonales de utilidad el criterio se muestra también incapaz de ofrecer un fundamento autónomo para su aceptación razonable y obliga a recurrir al criterio kantiano del consentimiento. Es decir que, como es sobradamente sabido, el criterio de optimalidad paretiana es de gran utilidad para la métrica económica y de nula utilidad para la filosofía política.

Parece ser que estas limitaciones del criterio paretiano de eficiencia dieron lugar a la introducción del criterio denominado de “superioridad paretiana potencial” o de Kaldor-Hicks que consiste en que para considerar que S2 es superior a S1 no hace falta que al menos uno mejore y nadie empeore sino que basta con que los que mejoren en el cambio tengan, como consecuencia de su mejora, capacidad para compensar a los que empeoren. Las virtualidades del criterio de Kaldor-Hicks para superar los problemas del criterio de Pareto son, sin embargo, limitadas.

Por una parte, requiere abiertamente las comparaciones interpersonales de utilidad (que constituyen el gran problema del cálculo utilitarista y que precisamente el criterio de Pareto trataba de eludir). En términos estrictos el criterio de Kaldor-Hicks pretende evitarlas, moviéndose así en la ortodoxia bienestarista, pero es más que dudoso que pueda hacerlo. Si realmente no incluye comparaciones interpersonales, entonces –como señaló J. M. Buchanan– sólo puede comprobarse a posteriori, esto es cuando las preferencias individuales se han expresado en la realidad, que las ganancias fueron mayor que las pérdidas, en cuyo caso la compensación hipotética (a priori) es imposible de establecer. Si la compensación se puede calcular hipotéticamente, y por tanto no exige que las compensaciones se lleven a efecto en la realidad, entonces hay que recurrir a una comparación interpersonal de utilidades. 8 Por otra parte, la justificación de los cambios, que potencialmente podrían ser compensados pero de hecho no requieren ser compensados, parece que sólo puede apoyarse en la idea de una compensación “ex ante” conforme a la cual los participantes ya han prestado su consentimiento previo a todos los cambios en que otros pueden mejorar más de lo que ellos pueden ser perjudicados. Interpretado de esta forma, y difícilmente cabe interpretarlo de otra, la fundamentación ética del criterio de eficiencia de Kaldor–Hicks viene a ser nuevamente el consentimiento, si bien un consentimiento presupuesto. 9

Una sencilla globalización del criterio de Kaldor-Hicks ha conducido al Análisis Económico del Derecho a propugnar un concepto de eficiencia mucho más simple: la eficiencia es la maximización de la riqueza, y la maximización de la riqueza se consigue atribuyendo cualesquiera bienes a aquellos que están en disposición y voluntad de pagar más por ellos. 10 Este criterio de eficiencia tiene ciertas ventajas frente al criterio de Pareto y al de Kaldor-Hicks, pero supone –si ha de valer como criterio normativo– que la riqueza (el tamaño del pastel) es un valor, de modo que la eficiencia como maximización de la riqueza constituye un principio normativo (incrementar algo valioso). 11

Me parece que un análisis sobre la posición de la eficiencia en la teoría de la justicia aconseja escoger precisamente este criterio de eficiencia (la maximización de la riqueza social) y ello al menos por tres razones: la primera porque el criterio así enunciado, con toda su simplicidad, constituye un criterio independiente de otros criterios de justicia a los que estamos más habituados los filósofos, como sería el del consentimiento. En la medida en que el criterio de Pareto o el de Kaldor-Hicks terminan por fundamentarse en el consentimiento no parecen arrojar ninguna problemática ética nueva para cualquier teoría de la justicia que se apoye en la autonomía o en el contrato. La segunda porque el criterio de eficiencia así entendido constituye el criterio más generalmente aceptado por el Análisis Económico del Derecho que constituye el objeto de mi análisis. Y la tercera porque la eficiencia así entendida constituye asimismo el criterio habitualmente manejado por la economía política del bienestar para la medición de los resultados de las políticas económicas. 12

3. Eficiencia y teorías procedimentales de la justicia.

Cualquier teoría de la justicia que sea exclusivamente procedimental parece poder prescindir de toda consideración de eficiencia. Una teoría de la justicia exclusivamente procedimental es aquella que considera como objeto de la justicia el establecimiento de reglas de decisión colectiva aceptables razonablemente por todas las partes que estén implicadas en una convivencia común. Tengo serias dudas de que existan, en realidad, teorías de la justicia exclusivamente procedimentales. Y ello, como indiqué al principio, porque sospecho que una teoría de la justicia exclusivamente procedimental es una teoría doblemente incompleta. Una teoría de la justicia exclusivamente procedimental parece pretender establecer una serie de reglas de decisión colectiva aceptables por personas razonables e iguales (y eso es lo que considera el objeto de la justicia). Prescindiendo de que sitúen la motivación de tal búsqueda en el mutuo provecho, en la reciprocidad o en la mera imparcialidad 13 , todas ellas implican necesariamente una determinada concepción de la persona, una concepción por cierto fuertemente igualitaria. Todas las concepciones procedimentales demandan el acuerdo de personas razonables sobre reglas básicas de la convivencia, pero suponen que todas las personas razonables, cuyo acuerdo se pretende, tienen una común razonabilidad, unos intereses y preferencias particulares que son en principio del mismo valor, unas concepciones del bien diferentes ninguna de las cuales tiene características objetivas que la haga superior a otra, y un interés compartido en hacer posible la convivencia común. Para cualquier persona que niegue cualquiera de estos rasgos, esto es que no opere con una racionalidad común, que considere sus intereses o preferencias más valiosos que los de otros, que estime su concepción del bien objetivamente superior a otras, o que no tenga interés en compartir un proyecto común, la teoría procedimental resulta tan gratuita como inaceptable.

En definitiva esto ocurre (la posibilidad de rechazo) porque cualquier teoría procedimental implica una determinada concepción de la persona. Y me parece que no sería más pretencioso ni más difícil convencer a alguien que no comparta esta concepción de la persona de su corrección o superioridad moral, que pretender convencerlo de que, sin aceptarla, acepte determinadas reglas de procedimiento. En definitiva, no me parece más difícil convencer a un comunitarista radical de la superioridad de una concepción éticamente individualista, que convencerlo de que, sin asumir tal concepción, acepte un procedimiento metodológicamente individualista. Se podrá objetar que el procedimentalismo sólo requiere que el otro acepte las reglas mínimas de una convivencia pacífica, la exclusión de la violencia (la superación, en definitiva del estado natural hobessiano), pero me temo que si acepta tal propósito (lo que a lo largo de la Historia y todavía hoy muchos se han negado a aceptar) necesariamente acepta ya una cierta concepción ética del valor de la persona (esto es, del valor de su propia supervivencia y del valor de la supervivencia del otro, y del valor de coordinar ambas).

Si estoy en lo cierto, la concepción de la persona que está necesariamente implícita en cualquier teoría procedimental permite extraer más consecuencias de las que las teorías procedimentales extraen de ella. Entre ellas, algunas que tienen que ver con la eficiencia.

El segundo motivo de incompletud de las teorías procedimentales reside en que proponen una concepción de la justicia de segundo orden, esto es que sólo establece la legitimidad de las decisiones colectivas tomadas conforme a las reglas de justicia, pero carecen de una teoría de la justicia de primer orden, esto es de una teoría que permita a cada participante justificar las propuestas de decisión que formula para que los demás eventualmente las apoyen. Y probablemente cada participante en una decisión, a tomar conforme a las reglas de justicia de segundo orden aceptadas, requiere argumentos de justicia (razones de moralidad pública) para, respetando el procedimiento establecido por aquellas reglas, proponer, o en su caso aceptar, unas u otras decisiones. Por lo tanto cualquiera que suscriba una teoría de la justicia exclusivamente procedimental (de segundo orden) necesita una teoría de la justicia sustantiva (de primer orden) en la cual los argumentos de eficiencia pueden encontrar un lugar.

Para discutir esta hipótesis parece oportuno empezar por repasar cuál es el puesto que han adjudicado a la eficiencia algunas de las teorías procedimentales de la justicia predominantes en las últimas décadas. Me limitaré a analizar la cuestión en la teoría de la justicia como imparcialidad de Barry, en la teoría –que me parece muy cercana pero más completa– de Nagel, en la teoría de la justicia como igualdad de Dworkin y en la teoría de la justicia como equidad de Rawls. Mi hipótesis podría enunciarse así: en la misma medida en que una teoría procedimental de la justicia hace más explícito su fundamento y/o pasa de consideraciones de segundo orden a consideraciones de primer orden, la eficiencia se hace presente como ingrediente instrumental de la justicia.

3.1. La justicia como imparcialidad según Barry.

Un buen ejemplo de una teoría de la justicia casi– exclusivamente procedimental sería la idea de “justicia como imparcialidad” de Brian Barry. El objeto de la justicia es, y esto parece un factor común en las teorías procedimentales, “sentar las bases de un acuerdo razonable” (Barry 1997, p. 29). Las reglas de justicia son “aquel tipo de reglas que toda sociedad necesita si se ha de evitar el conflicto” (ibíd., p. 112). Para conseguir este objetivo es necesario manejar una noción de justicia que sea autónoma respecto a cualquier concepción particular del bien, una concepción por lo tanto que no proponga ninguna idea normativa sobre cómo vivir, sino que se limite a proponer una idea normativa sobre cómo convivir (ibíd., p. 118).

La justificación de este objetivo de la justicia parte de la imposibilidad de obtener un acuerdo en una sociedad donde todos pretendan la maximización del bien pero difieran respecto a su naturaleza, o incluso respecto a los medios que conducen a él (ibíd., pp. 53, 56 y 58). Para superar este obstáculo se han propuesto diversos modelos teóricos. En primer lugar, la idea de justicia como provecho mutuo (que, partiendo de Hobbes, tiene hoy su “campeón contemporáneo” [ibíd., p. 76] en David Gauthier); pero según Barry esta propuesta fracasa al menos por dos razones: porque es inestable ya que tiene la estructura del dilema del prisionero (ibíd., p. 84) y porque no puede dar cuenta de algo que “normalmente esperamos que una concepción de la justicia haga, y es proporcionar una base moral para las reivindicaciones de los relativamente desprovistos de poder” (ibíd., p. 77). En segundo lugar, la teoría de la justicia como reciprocidad, representada por Allan Gibbard, que trata de introducir una motivación de equidad a favor del provecho mutuo, de tal modo que el acuerdo se impone a las partes que buscaban el mutuo provecho, incluso aunque no lo obtengan, en base a su propia equidad. Para Barry esta propuesta no resulta coherente pues no explica adecuadamente la relación entre el criterio de justicia (el mutuo provecho) y la motivación para ser justo (el sentido de equidad).

Una teoría de la justicia –dice Barry– tiene que responder tres cuestiones: ¿cuál es el motivo para obrar justamente? ¿cuál es el criterio de un conjunto justo de reglas? ¿cómo se conectan las respuestas a las dos primeras preguntas? (ibíd., pp. 77-78). De acuerdo con Barry, como acabamos de ver, ni el modelo del mutuo-provecho ni el modelo de la reciprocidad consiguen responder coherentemente las tres preguntas y conducen a una débil fundamentación de la justicia. Lo que me interesa ahora destacar es en qué sorprendente forma Barry propone que su teoría de la justicia como imparcialidad es capaz de responder a ellas:

Producirá equidad lo que puedan acordar libremente partes igual de bien situadas. La justicia como imparcialidad ... puede ofrecer una respuesta satisfactoria a las tres preguntas... En términos aproximativos, el criterio de las instituciones y reglas justas es que deben ser equitativas, y el motivo al que se apela es el deseo de obrar con equidad. La respuesta a la tercera pregunta es que las dos casan perfectamente. (ibíd., p. 84).

Casan perfectamente –!claro!– pero ¿por qué debo desear obrar con equidad y no, cómo parece más plausible, en provecho propio (o en busca de satisfacer mis preferencias, egoístas y altruistas) con la mínima constricción necesaria para poder hacerlo? Me parece que la respuesta de Barry incurre en cierta petición de principio porque al afirmar que la justicia requiere instituciones equitativas porque la gente desea obrar con equidad (lo cual no resulta empíricamente nada obvio), parece dar por supuesto que, desde un punto de vista normativo, la gente “debe” desear obrar con equidad. Y este principio obviamente requiere un fundamento moral externo y distinto al de que sólo bajo esta motivación se obtendrían instituciones equitativas. Esto muestra, en mi opinión, el primer nivel de incompletud de la teoría. Pero creo que la respuesta está en el mismo Barry. Al principio de su obra señala algo que, desafortunadamente, luego apenas se hace presente: “La idea entera de que debemos buscar el acuerdo entre todos descansa en un compromiso fundamental con la igualdad de todos los seres humanos” (ibíd., p. 29). Es decir, que el presunto deseo de obrar con equidad, que será la base de una teoría de la justicia como imparcialidad, requiere que asumamos la idea de que todos los seres humanos son iguales, o para decirlo mejor, valen moralmente igual.

Respecto al segundo nivel de incompletud la teoría de la justicia como imparcialidad de Barry es particularmente explícita, precisamente en la medida en que es una teoría casi-exclusivamente procedimental. Una vez rechazadas las concepciones liberales del bien, la de la autonomía porque aun siendo liberal no es neutral, y la de la satisfacción de deseos (utilitarismo) porque aun siendo neutral puede no ser liberal, Barry admite que su alternativa, la justicia como imparcialidad, sólo tiene algo que decir sobre “cómo” desarrollar la política y la legislación pero no dice nada sobre “cuál” es su contenido, admite resultados heterogéneos, y, en definitiva, “no tiene pretensiones de ser una ética política completa” (ibíd., p. 212). La explícita aceptación de la incompletud de la teoría, en este nivel, lleva a Barry a reconocer que la justicia como imparcialidad sólo exige una imparcialidad de segundo orden, pero ni exige ni recomienda una imparcialidad universal de primer orden. 14 La conclusión parece ser que “si las reglas que definen el abanico de elecciones legítimas son justas, entonces la justicia también se puede atribuir a los resultados que se produzcan cuando la gente haga elecciones dentro del abanico permisible” (ibíd., p. 290), 15 de modo que, mientras que podemos afirmar que un resultado es justo por el procedimiento, “no hay manera de decir lo que es una distribución justa anticipándose a las decisiones que la gente opta por tomar de hecho” (ibíd., p. 295). Lo que significa que si uno quiere proponer en una discusión pública, entre gente situada en una posición original scanloniana y sometida a todas las reglas de un procedimiento justo, una determinada forma de distribución justa o bien se limita a utilizar la justicia como imparcialidad y en tal caso nadie puede proponer nada pues todos saben que la distribución justa será sólo aquella que se decida de hecho (todos votarían a favor de la que obtuviera mayor número de votos, y ninguna propuesta obtendría ningún voto) o bien tiene que recurrir a una teoría de la justicia distinta, esto es una teoría de la justicia de primer orden.

Evidentemente no es posible hacer un juicio final sobre la teoría de Barry puesto que anuncia dos tomos más sobre ella. Sin embargo, en función de lo que hasta ahora deja planteado, la justicia como imparcialidad puede juzgarse como una teoría claramente incompleta. “Sólo podemos hablar de igual trato –dice en el penúltimo capítulo– cuando hemos resuelto la cuestión previa de lo que se debe considerar pertinente y lo que se debe excluir como no pertinente” (ibíd., p. 310). Y me temo que precisamente esto es una buena parte de la teoría de la justicia, la parte en la que resultaría pertinente plantearse si la eficiencia es o no es pertinente.

3.2. La justicia como imparcialidad según Nagel.

Thomas Nagel ha propuesto una teoría de la justicia como imparcialidad que es menos exclusivamente procedimental que la de Brian Barry, en la medida en que incluye una cierta imparcialidad universal de primer orden 16 . No será por tanto extraño, de acuerdo con mi hipótesis, que en la teoría de Nagel la eficiencia haga aparición. Y ello en dos sentidos. En primer lugar porque, de los cuatro escenarios en que –de acuerdo con Nagel– se revelan los valores para construir una teoría política, el primero de ellos consiste en “la percepción básica que aparece desde el punto de vista impersonal... (de) que la vida de cada uno importa, y no es más importante que ninguna otra” (Nagel 1991, p.11). Entiendo esta afirmación como explicitación de una concepción atributiva de valor moral a la vida humana y fuertemente igualitaria, esto es como una concepción normativa del igual valor moral de la persona. A ello añade Nagel inmediatamente, en el segundo escenario, una especificación de la consideración impersonal que supone algo así como un “principio de diferencia” rawlsiano situado a nivel ético. Dice:

Mi creencia es que la forma correcta de consideración impersonal para cualquiera es una imparcialidad entre individuos que es igualitaria no simplemente en el sentido de que cuenta a todos ellos por igual como datos (inputs) para alguna función combinatoria, sino en el sentido de que la función misma da un peso preferencial a las mejoras en las vidas de aquellos que están peor en contra de aumentar las ventajas de los que están mejor –aunque todas las mejoras cuenten positivamente en algún grado... Creo también que el grado de preferencia a los que están peor depende no sólo de su posición relativa respecto a los que están mejor, sino también de cuán mal están, absolutamente. El alivio de las necesidades urgentes y la privación grave tiene una importancia particularmente fuerte en la resolución aceptable de los conflictos de interés (ibíd., p. 12).

Tanto cuando Nagel sitúa en el tercer escenario, en el que la ética –dice– ha de asumir una forma kantiana, la pregunta procedimental (“¿Qué podemos todos acordar, si es que hay algo, que deberíamos hacer dado que nuestros motivos no son meramente impersonales?” [ibíd., p. 15]) como cuando define el cuarto escenario como aquél en que aparecen las instituciones políticas como respuesta a una demanda ética (la demanda de un contexto en que “sea posible para cada uno de nosotros vivir una vida decente e integrada [ibíd., p.17]) hace explícita la necesidad de completar una justicia de segundo orden con una justicia de primer orden. No basta, por así decirlo, con encontrar unas reglas equitativas que justifiquen la aceptabilidad de los acuerdos tomados en base a ellas, es necesario satisfacer mediante estos acuerdos la demanda de un contexto para una vida decente. Lo que él llama el segundo escenario parece ser la consecuencia de una concepción explícita del valor moral de la persona, y lo que llama el cuarto escenario es la exigencia que se deriva de aquella concepción.

En virtud de estos puntos de partida Nagel rechaza, naturalmente, lo que denomina utilitarismo restringido (coincidente con el criterio de KaldorHicks) que justifica una eficiencia global sobre la base de que, dado que todos cuentan igual, cualquiera debiera aceptar sacrificios si los beneficios que originasen para otro fuesen lo suficientemente grandes como para compensar los sacrificios (ibíd., p.78). Señala que aunque, dada la utilidad marginal decreciente, generalmente la eficiencia requerirá el sacrificio de los más favorecidos en favor de los más desfavorecidos, su fundamento es sólo la maximización del beneficio total por lo que el argumento utilitarista también permitiría –añade– que “si tal razón está ausente, no hay(a) otra razón para abstenerse de beneficiar a los más favorecidos a expensas de los más desfavorecidos” (ibíd., p. 78). Y ello ignora –concluye– un hecho psicológico fundamental: “Es más fácil aceptar sacrificios o renunciar a ventajas en beneficio de los que están peor que tú que en beneficio de los que están mejor que tú” (ibíd., p. 78). En definitiva la asimetría valorativa entre los sacrificios de abajo-arriba y los de arriba-abajo es lo que hace que “la imparcialidad igualitaria sea tanto teóricamente más plausible como motivacionalmente más razonable que la imparcialidad utilitarista” (ibíd., p. 80).

Nagel también descarta como alternativa a la imparcialidad igualitaria aquella tesis que propone un “mínimo garantizado” (constituido por derechos personales y libertades, ciertas condiciones de seguridad, autorespeto y la satisfacción de necesidades materiales básicas). Esta alternativa se resume en tres criterios: (a) es razonable para cualquiera rechazar un sistema que no le garantice el mínimo; (b) no es razonable rechazar un sistema porque no le ofrezca ventajas sobre el mínimo; (c) es razonable rechazar un sistema que le exige renunciar a beneficios sólo para facilitar a otros ventajas por encima del mínimo. De acuerdo con esta tesis, dice Nagel, “los más favorecidos pueden rechazar la igualdad en favor del mínimo garantizado, y los más desfavorecidos no pueden rechazar el mínimo garantizado en favor de una mayor igualdad” (ibíd., p. 80). Para Nagel el argumento contiene un “error fatal”. Si los más favorecidos pueden rechazar un sacrificio para mejorar por encima del mínimo a los más desfavorecidos, entonces éstos tienen el mismo motivo para rechazar cualquier sacrificio en beneficio de los más favorecidos y, en concreto, el sacrificio de permanecer en el mínimo garantizado sólo para garantizar los beneficios de los más favorecidos.

Nagel acepta que cuando alguien está en una posición radicalmente mala sus pretensiones tienen una prioridad especial “incluso con alguna pérdida de eficiencia” (ibíd., p. 68) aunque el modelo ideal sería el de una sociedad igualitaria y eficiente:

Si las desigualdades económicas pudieran ser reducidas extensamente por un método compatible tanto con la democracia como con el mantenimiento de la productividad, podríamos tener una sociedad verdaderamente decente (ibíd., p. 94).

Este ideal igualitario puede afrontarse con dos opciones. La primera, que según Nagel coincide con el ideario socialdemócrata, tendería a satisfacer un mínimo social alto, algo así como “un standard decente de vida” en cuanto sea económicamente factible y, una vez satisfecho, cualquiera podría obtener cuanto sea (ibíd., p. 124). La segunda, que es según Nagel un opción utópica, implicaría “una transformación psicológica e institucional que permitiera la innovación y la cooperación productiva sin generar desigualdades sustanciales en la recompensa” (ibíd., p. 125) Esta segunda opción, familiar a la tradición socialista, no le parece alcanzable a Nagel porque “el deseo de tener más, pero no más que los demás, parece muy difícil de situar como incentivo para el esfuerzo productivo” (ibíd., p. 127).

La conclusión de Nagel es, en este punto, un tanto escéptica. Resulta difícil de imaginar una sociedad fuertemente igualitaria, así que hemos de conformarnos con una posibilidad más real (la primera opción, la socialdemócrata):

La intolerancia de la pobreza extrema recibe al menos una atención de boquilla en la mayor parte de las sociedades liberales, y debería ser posible desarrollar esa atención hasta una insistencia en un mínimo social más y más alto, hasta que resulte intolerable en una sociedad rica que alguien no tenga un standard de vida decente y una igual oportunidad de llegar tan lejos por encima de aquel standard como sus talentos naturales le lleven (ibíd., p. 128).

Como hemos visto, en la misma medida en que Nagel hace explícita una concepción ética de la persona, que requiere una vida decente e integrada, y en la misma medida en que traspasa el umbral del procedimiento, la eficiencia hace su aparición tanto en el diseño de un modelo ideal de sociedad decente, en que el procedimiento justo (la democracia) sea compatible con la eficiencia (productividad) y arroje una extensa reducción de la desigualdad, como en la opción por un modelo posible, en que se haga compatible un mínimo social cada vez más alto (lo que requiere la eficiencia productiva), con una igualdad de oportunidades para situarse por encima de aquel mínimo (lo que motiva la eficiencia productiva). Mis discrepancias respecto a la conclusión de Nagel son dos: la primera, que el modelo posible (el que él denomina socialdemócrata) no sea un modelo fuertemente igualitario; la segunda, que en ese modelo la motivación (el impulso adquisitivo, en sus propias palabras) se resuelva necesariamente en favor de una mayor desigualdad (Doyal y Gough 1994, p. 296).

3.3. La justicia como igualdad de recursos según Dworkin.

Parece prudente, al referirse a la teoría de Ronald Dworkin, empezar por señalar su extraordinaria complejidad (Kymlicka 1995, pp. 91, 93 y 100). En cualquier caso puede darse por sabido que, para Dworkin, la justicia consiste en un ideal de igual consideración y respeto que se resuelve en una igualdad de recursos. De forma probablemente no muy sistemática Dworkin hace explícito el fundamento último de su concepción de la justicia que, una vez más, resulta ser la igual dignidad (o valor moral) de la persona: “cualquiera que declare que se toma los derechos en serio... debe aceptar, como mínimo, una o dos ideas importantes. La primera es la idea, vaga pero poderosa, de la dignidad humana... la segunda es la idea, más familiar, de la igualdad política, que supone que los miembros más débiles de una comunidad política tienen derecho, por parte del gobierno, a la misma consideración y el mismo respeto que se han asegurado para sí los miembros más poderosos...” (Dworkin 1984, p. 295). Aunque en este pasaje Dworkin afirma no defender ni elaborar tales ideas, sino sólo afirmar que están implícitas en la defensa de los derechos morales, resulta evidente que –puesto que él se toma en serio tales derechos– asume tales ideas.

Sus ensayos ya clásicos sobre la igualdad 17 construyen un cierto “procedimiento” de la igual consideración y respeto basado no en una concepción de las condiciones originales de un contrato ideal, como la de Rawls o la de Scanlon, sino en una combinación –compleja, ha de señalarse una vez más– de la subasta y el seguro. Como en el caso de Nagel también el esquema de la igualdad de Dworkin se plantea no como el modelo idealmente deseable, que pudiera expresar una absoluta igualdad de tratamiento sensible a las ambiciones e insensible a las dotaciones, sino como una segunda opción menos buena (“second best”) dada la imposibilidad de igualar totalmente las circunstancias de todos sin agotar los recursos disponibles. 18 El esquema tiene, entonces, dos partes. La primera se corresponde con la idea de una subasta hipotética en la que todos los miembros de la sociedad participarían con un poder idéntico de compra (un número igual de las famosas “conchas”) de modo que el resultado que cada uno obtendría de su puja debería superar el “test de la envidia” (Dworkin 1981/2, pp. 283-290). Cada uno ha optado, en circunstancias equitativas, por el lote de recursos que ha preferido, y los ingresos (o el bienestar) que le reporte su lote expresan al mismo tiempo la equidad del procedimiento y la responsabilidad de cada uno por sus propias elecciones (sensibilidad a la ambición). La segunda parte del esquema se corresponde con un seguro hipotético que viene a compensar las desventajas naturales (insensibilidad a la dotación). Puesto que una transferencia directa de recursos para compensar tales desventajas resulta inviable pues podría llegar a agotar los recursos disponibles, tal trasferencia ha de adoptar la forma limitada de la cobertura que la gente estaría dispuesta a pagar por asegurarse contra tales eventualidades (Dworkin 1981/2, p. 299) 19 ; los impuestos vienen a expresar en la realidad las primas de ese hipotético seguro, y las prestaciones del Estado del bienestar son la cobertura de los riesgos de esta forma asegurados.

Dos observaciones me parecen inmediatamente pertinentes. La primera es que tanto una subasta como un seguro son claramente dos figuras contractuales, de modo que ambas hipótesis (la subasta hipotética y el seguro hipotético) se ofrecen exactamente a la misma crítica que Dworkin formuló contra la posición contractualista de Rawls; a saber, que del mismo modo que un contrato hipotético “lisa y llanamente no es contrato”, una subasta hipotética y un seguro hipotético no son “lisa y llanamente” una subasta ni un seguro. 20 Pero no es mi propósito extenderme en los fundamentos sino en los resultados de la teoría de Dworkin.

Aunque reconoce que “los recursos deben figurar de alguna manera como parámetros, porque no podemos describir el reto de vivir bien sin realizar algunos supuestos sobre los recursos que debería tener a su disposición una vida para ser considerada una buena vida” (Dworkin 1993, p. 136). Dworkin insiste en una conclusión que podríamos justamente considerar que se mantiene (o que se queda atrapada) en el nivel procedimental: que la justicia no estriba en atribuir una porción determinada de recursos sino en atribuir una porción justa de recursos, y una porción justa de recursos es “una porción igual para todos” (ibíd., p. 172). En consecuencia dos sociedades pueden ser igualmente justas con independencia de su riqueza global y de su consecuente capacidad para satisfacer las necesidades de sus miembros o para ofrecerles un determinado standard de bienestar. La teoría de la justicia como igualdad de recursos puede así prescindir de alojar cualquier consideración eficientista, es independiente de la riqueza global y sólo atiende al procedimiento de distribución de los recursos, sean estos cuales sean. 21 Y lo hace al precio de reducir a una sola aquellas dos ideas importantes que él mismo consideraba implícitas en cualquier apelación seria a los derechos. Porque aquella primera idea de la dignidad humana, “vaga pero poderosa” y “asociada con Kant” como él mismo recuerda, se reduce así a la segunda: la de igualdad política. Una sociedad justa es una sociedad en que el gobierno trata a todos los ciudadanos con igual consideración y respeto y, en virtud de tal tratamiento, les adjudica una igual porción de recursos, sea esta porción del tamaño que sea, les sirva para lo que les sirva. “Cualquiera puede esperar –añade Dworkin– que la porción justa para él sea una porción grande, pero no por ello deja de saber que una porción grande no es buena para él a menos que sea justa” (ibíd., p. 173). Pues bien, yo diría que cualquiera puede esperar (y debe esperar) que la porción suficiente para él sea una porción justa, pero no por ello deja de saber que una porción justa no es buena para él a menos que sea suficiente. Suficiente para, dadas las condiciones económicas y las posibilidades de maximizar la producción de recursos, satisfacer en términos igualitarios sus necesidades básicas para desenvolverse, en tales circunstancias, como agente moral. Dworkin insiste en que tener más riqueza no está en los intereses de la mayoría de la gente a no ser que el esquema de asignación sea justo (ibíd., p. 175) pero esto no niega que esté en los intereses de la mayoría de la gente tener más riqueza si el esquema de asignación es justo, o, más restringidamente, tener el suficiente volumen de riqueza equitativamente repartida.

Bajo su punto de vista el volumen global de recursos parece, en consecuencia, irrelevante para una distribución justa, de modo que Dworkin confirmaría que una y otra de las sociedades que al principio describí, ambas con unos criterios idénticos de reparto (que incluían la responsabilidad por las propias elecciones, como él mismo defiende razonablemente) son igualmente justas, y que el volumen de riqueza es indiferente a una teoría de la justicia.

En la medida en que Dworkin sostenga esto –como parece– su teoría se mantiene en un nivel de segundo orden, y puede así descartar cualquier posición para la eficiencia en la teoría de la justicia.

3.4. La Justicia como equidad según Rawls.

Se ha dicho, con razón, que Dworkin pretendía superar algunas de las críticas que el comunitarismo dirigió contra el individualismo de Rawls y, al hacerlo, se incardinaba más en la tradición del republicanismo (Vallespín 1983, pp. 24-25). En este sentido su teoría debería resultar menos exclusivamente procedimental que la de Rawls. Creo que no es así, o al menos no lo es en aspectos muy importantes. Una de las muchas virtudes de la teoría de la justicia propuesta por John Rawls (Rawls 1971) reside en la pluralidad de puntos de vista que acopió. Entre ellos, y de forma destacada, los puntos de vista o enfoques elaborados en los años anteriores por la Teoría Económica y hasta entonces generalmente ajenos a la Filosofía Político-jurídica, y particularmente las aportaciones más relevantes de la Teoría de la Elección Pública. No es de extrañar, en consecuencia, que Rawls aborde ya en los comienzos de su Teoría de la Justicia el problema de la eficiencia. Tras una breve explicación del concepto económico de eficiencia –entonces poco familiar en las obras generales de Filosofía política y jurídica– Rawls sitúa como cuestión central de una teoría de la justicia como equidad la relación entre justicia y eficiencia. Creo que, esquemáticamente, su argumentación inicial sobre este tema puede resumirse así:

  1. Un acuerdo sobre la concepción de la justicia no es el único prerrequisito para una comunidad humana viable, sino que se requiere resolver otros tres problemas fundamentales y conectados con la justicia: son los de coordinación, eficiencia y estabilidad (Rawls 1971, p. 6).

  2. Las partes en la posición original aceptarían el principio de optimalidad paretiana para juzgar la eficiencia de los acuerdos económicos y sociales (ibíd., p. 67).

  3. Para la justicia como equidad los principios de justicia son más importantes que las consideraciones de eficiencia de modo tal que puede resultar preferible una situación menos eficiente pero más igualitaria (ibíd., p. 69)

  4. En consecuencia, el principio de eficiencia no puede servir por sí solo como concepción de la justicia, sino que ha de ser suplementado de algún modo (ibíd., p. 71).

  5. El principio de diferencia es el que corrige la indeterminación del principio de eficiencia (ibíd., p. 75) pero el principio de diferencia es compatible con el principio de eficiencia (ibíd., p. 79).

  6. La segunda regla de prioridad de los principios de justicia ordena la prioridad de la justicia respecto a la eficiencia y el bienestar del siguiente modo: “el segundo principio de justicia es léxicamente anterior al principio de eficiencia y a la maximización de la suma de ventajas, y la igualdad de oportunidades es anterior al principio de diferencia” (ibíd., pp. 302-303).

La conclusión es que la justicia es consistente con la eficiencia siempre y cuando ambos principios estén satisfechos (ibíd., p.79). Si la justicia no está satisfecha entonces puede exigir sacrificios en la eficiencia, pero un esquema perfectamente justo es también un esquema eficiente (ibíd., p. 80).

Naturalmente sobraría toda la discusión sobre las restricciones igualitarias del principio de eficiencia y su compatibilidad con el principio de diferencia si se prescindiese de la primera afirmación (1), esto es que la eficiencia constituye, junto a la coordinación y a la estabilidad, uno de los tres problemas sociales fundamentales estrechamente conectados con el de la justicia. Rawls no es mucho más explícito sobre las razones que hacen de la eficiencia un problema social fundamental, hasta el punto de que las partes en la posición original se lo planteasen, y aceptasen como criterio de eficiencia el principio de Pareto. Su construcción implica, sin embargo, que la eficiencia constituye un valor pues, utilizando los términos de la crítica de Dworkin al “Análisis Económico del Derecho”, sólo si entendemos que la eficiencia es un valor tiene sentido plantearse su relación de inferioridad jerárquica, y su eventual compatibilidad, respecto a otro valor como la justicia. La respuesta, según creo, ha de encontrarse en otro punto de la teoría de la justicia de Rawls.

En primer lugar la teoría de la justicia de Rawls es menos incompleta en el nivel de sus fundamentos como él mismo se apresuró a poner de manifiesto, 22 señalándolo como una omisión y una ambigüedad de su Teoría de la Justicia (Rawls 1986, pp. 135 y 187). La teoría se apoya en “una determinada concepción de la persona” 23 que constituye una de las dos ideas intuitivas fundamentales de la teoría de la justicia (Rawls 1989, p. 4) 24 . No es una concepción psicológica ni metafísica sino una concepción normativa: “la concepción política y normativa de los ciudadanos como personas libres e iguales” (ibíd., pp. i, 4, y 15-19). Creo que por esta autoconciencia de que la justicia como equidad obedecía a una determinada concepción normativa, moral y política, de la persona, su teoría también era menos incompleta en el nivel de primer orden, es decir no se limitaba a establecer las condiciones y reglas de un procedimiento justo de decisión sino a aventurar los principios y reglas que, dado tal procedimiento, deberían extraerse. De este modo los dos principios de justicia traspasaban un poco los límites del procedimiento y el principio de diferencia se ataba a una concepción de los “bienes primarios” que, en los trabajos posteriores a 1971 a los que estoy haciendo referencia, no hace sino alcanzar un protagonismo cada vez mayor en la teoría rawlsiana; aunque con algunos límites porque Rawls era, y continuó siendo, muy cauto respecto a las concrecciones del principio de diferencia.

La posición que, como hemos visto, inicialmente atribuyó Rawls a la eficiencia me parece en buena parte ingenua. Porque si la gente en la posición original se plantea el problema de la eficiencia y acepta el principio de Pareto, en realidad no acepta nada; no acepta ningún principio que exceda al de sus propios acuerdos originales. Y ello porque si, como es hoy sabido, el principio de Pareto se reduce a un principio de consentimiento unánime, lo que de acuerdo con la primera formulación de Rawls se hubiera aceptado en la posición original sería lo siguiente: “respecto a la eficiencia, aceptamos unánimemente que aceptaremos en la vida real cualquier acuerdo que aceptemos unánimemente”. Y esto es lo mismo que no aceptar nada, o que no fijar principio alguno respecto a la eficiencia.

Me parece por ello que tiene especial interés considerar cómo queda la eficiencia –y cómo debería quedar– tras las correcciones sistemáticas que Rawls mismo ha formulado. La eficiencia pierde, en las rectificaciones de Rawls, su protagonismo inicial. Ni siquiera merece ahora una consideración específica. 25 Sin embargo, sí se introducen aclaraciones que promueven su consideración. En principio, la justicia distributiva es sólo una derivación de la justicia puramente procedimental (es decir, no hay esquema de distribución justo sino que es justo cualquier esquema de distribución que resulte de un esquema que respeta los principios de justicia, incluido el principio de diferencia) (Rawls 1989, pp. 40 y 42). Pero el principio de diferencia está ligado a la idea de los menos favorecidos, y los menos favorecidos se definen por su relación con los bienes primarios:

¿Quiénes son (los menos favorecidos) y cómo identificarlos? Para contestar estas cuestiones introducimos la idea de bienes primarios. Estos son las diversas condiciones sociales y los medios para cualquier fin que son generalmente necesarios para capacitar a los ciudadanos adecuadamente para desarrollar {/ˆ`•“•y‚152 Ì`˝” •"DàL•˝§$Œá¤„Ì& D’)J•RD•(&˝ÊdÐ152•²`!P‰Ê(Šd´&$˝•%’-D…˝ ¤eIˆI˝ É˝ ’$¡˝BP••˝ •‘RX-!-”

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Pues bien, del mismo modo que un principio de utilidad restringida puede abogar por un mínimo social, también el principio de diferencia requiere un mínimo pero precisamente un mínimo que maximice las perspectivas de los más desfavorecidos, y ese mínimo está por encima del mínimo que requeriría la satisfacción de necesidades básicas para una vida decente entendidas desde un punto de vista psicológico o biológico; el mínimo requerido por la reciprocidad “depende del contenido de la cultura política pública” (ibíd., p. 107). Rawls defiende que, concebidos de este modo, los bienes básicos tienen en cuenta las “capacidades básicas”, en la forma en que las entiende Amartya Sen, y constituyen un conjunto flexible. 27 Esta flexibilidad hace que los bienes primarios no puedan especificarse con detalle en la posición original. Y es aquí donde Rawls ofrece dos criterios de determinación que resultan, al menos, problemáticos.

En un primer caso nos encontramos con diferencias entre las capacidades de los ciudadanos por encima del mínimo requerido para ser un miembro plenamente cooperador de la sociedad. 28 Estas diferencias no es necesario ni posible compararlas entre sí o medirlas. Su acomodación será la que resulte de un procedimiento justo. En un segundo caso nos encontramos con diferencias (por enfermedad o accidente) que sitúan a algunos por debajo del mínimo. En este caso el índice de bienes primarios a satisfacer debe ser especificado por el legislativo. Encuentro que ambas determinaciones son enormemente ambiguas. En primer lugar porque Rawls no determina, ni ofrece criterios para determinar, cuál es el mínimo a partir del que podamos definir si una situación está por encima o por debajo de él. Afirmar que el mínimo es el nivel normal para ser un miembro cooperador de la sociedad tiene un grave riesgo de circularidad: porque la gente tiene diferentes ideas sobre las condiciones que requiere alguien para ser un miembro cooperador de la sociedad y, por lo tanto, sobre cuál es el mínimo en cuestión. Rawls recurre al ejemplo de la enfermedad, que puede resultar el más sencillo; pero si en lugar de pensar en la salud/enfermedad, pensamos en otras alternativas como educación básica/educación media, nivel de renta 1/2, vivienda 25m/250m, etc. necesitaríamos algún criterio para saber cuándo alguien se encuentra por debajo del mínimo y cuándo por encima, ya que en el segundo caso cualquier desigualdad resultante de un esquema de procedimiento justo sería justa, y en el primero el legislativo tendría que intervenir para restaurar el mínimo (pero ¿qué mínimo?) (vid. Rawls 1989, p. 139). Una vez más, me parece, topamos con un nivel de indeterminación propio de una restricción procedimentalista. Como hemos visto, establecer el mínimo es requisito previo para decidir si estamos por encima o por debajo de él. En otro caso sólo podríamos decirle al legislativo que algo está por debajo del mínimo si la gente cree que está por debajo del mínimo. Pero una teoría normativa (una teoría de la justicia) no puede decir que está por debajo lo que la gente cree que está por debajo; tanto la gente como el legislativo necesita una teoría de la justicia precisamente para decidir qué está por debajo y qué está por encima del mínimo, esto es para decidir dónde está el mínimo.

3.5. Conclusión.

No continuaré exponiendo el puesto que la eficiencia desempeña en otras teorías de la justicia. Naturalmente que desempeña un papel protagonista en cualquier teoría utilitarista que, con mayores o menores restricciones, considera que lo justo es algún tipo de suma agregada de satisfacción de preferencias. Pero en otros casos resulta sorprendente que no se tome en consideración. Citaré sólo dos ejemplos de esta ausencia en dos teorías, una liberal y la otra antiliberal, pero ambas cercanas a algún tipo de procedimentalismo. Ackerman dedica un largo capítulo de “La justicia social en el estado liberal” (Ackerman 1993) a la cuestión de la riqueza, pero su propio punto de partida consiste en un rocambolesco ejemplo que tiende a establecer una posición original más scanloniana que rawlsiana en la que el millón de pasajeros de una nave ha de ponerse de acuerdo sobre el reparto del “maná”, recurso único que encuentran en un nuevo planeta. El maná sirve para muchas cosas pero es escaso para la demanda y ello plantea un sinfín de problemas distributivos que han de solucionarse en un diálogo racional. Pero el ejemplo delimita firmemente el horizonte del procedimiento, pues se trata de “maná” y, por lo tanto, no incluye problemas de producción. El maná constituye una riqueza dada, no producida, de modo que no se suscitan cuestiones respecto a la eventualidad de maximizar la producción de maná. Walzer, por su parte, en su teoría de la igualdad compleja (Walzer 1993) –tan llena de sugerentes anécdotas– tampoco se plantea la cuestión de la eficiencia. Sorprendentemente al responder a la crítica de Jon Elster reconoce que “la eficiencia es un principio moral implicado en todas las decisiones distributivas –y nunca discutido en ´Las esferas´ ” (Miller y Walzer, 1995, p. 295) pero, tras haber reconocido que es un principio moral, se limita a subrayar que también tiene que ver con la significación social de los bienes, lo que –a decir verdad– no es mucho decir.

Pero mi intención no era agotar ni siquiera de forma aproximada la posición que la eficiencia encuentra, o no encuentra, en cada una de las múltiples teorías de la justicia de que disponemos. Era sólo tratar de demostrar que –una vez asumida la crítica de Dworkin contra cualquier pretensión puramente economicista, en términos utilitaristas o ultrautilitaristas (como cabría calificar los de Posner y sus seguidores) de reducir la justicia a eficiencia– permanece un problema respecto a las relaciones entre justicia y eficiencia. Y que este problema es eludido por las teorías de la justicia exclusivamente procedimentales (o cuasi–exclusivamente–procedimentales) sólo en la medida en que, de un lado, no hacen explícita la concepción de la persona que necesariamente las fundamenta y, de otro lado, se mantienen en una justicia de “segundo orden” dejando sin resolver los problemas de “primer orden”. Una comparación entre Barry y Nagel o entre Dworkin y Rawls muestra, según creo, que en tanto en cuanto la concepción de la persona se hace más explícita los problemas de “primer orden” adquieren relevancia. Y cuando los viejos problemas de “primer orden” aparecen en el horizonte de la justicia, cuando no podemos evitar plantearnos cuál es el “ius suum” de cada cual, qué es lo que una persona moral requiere para desenvolverse como persona moral, entonces la eficiencia hace su incómoda aparición.

4. Eficiencia y Teoría de los Derechos.

Si mi hipótesis es cierta, como he pretendido demostrar, entonces cuando una teoría de la justicia liberal y procedimentalista hace explícito su fundamento (una determinada concepción normativa de la persona moral) se ve abocada a abordar ciertas consideraciones de primer orden que transcienden el ámbito del procedimiento, le ponen límites, y permiten justificar las propuestas que, como justas, habría que introducir en el procedimiento. Esto no resta importancia alguna al procedimentalismo. Más bien explicita su ámbito. Del mismo modo que si el procedimiento no respeta el requisito de igual consideración y respeto de todos los participantes y las condiciones relativas a la equidad procedimental 29 , yo no tengo por qué sentirme vinculado por sus resultados, lo que establece sus límites de segundo orden (legitimidad en origen), del mismo modo si el procedimiento justo arroja resultados que no satisfacen mi convicción de lo que la justicia exige como tratamiento a las personas, entonces yo debo respetar las decisiones derivadas del procedimiento, pero no tengo por qué renunciar a continuar introduciendo en el procedimiento mis razones en favor de tal tratamiento, lo que establece sus límites de primer orden. Este planteamiento podría interpretarse como indicador de dos niveles de la teoría de la justicia incomunicados entre sí, independientes el uno del otro. Cabría entonces hablar de “dos” teorías de la justicia con dos objetos distintos. Deberíamos incluso ponerles dos nombres distintos: por ejemplo, “teoría de la legitimidad” a la de segundo orden, y “teoría de la equidad” a la de primer orden. Sin embargo esta no es una conclusión necesaria. La teoría de la justicia como teoría del orden social justo permite una construcción unitaria si, como sospecho, el hacer explícito el fundamento normativo del procedimiento justo arrastra necesariamente consecuencias de primer orden. Creo que algo así es lo que permite y exige una teoría de la justicia concebida como “Teoría de los Derechos”.

Ronald Dworkin –a quien antes he criticado por entender que su concepción de la igualdad queda atrapada por razones procedimentales– es, sin embargo, un claro apoyo de esta tesis. Su trabajo “La Justicia y los derechos” (Dworkin 1984, Cap. 6), aparecido originalmente en 1973, es un intento lúcido de traducir a Rawls a una teoría de los derechos (si bien es cierto que reducida a un derecho a la igualdad). 30 Lo que me interesa subrayar es que la tesis de los derechos de Dworkin supone que “la institución de los derechos es, por consiguiente, crucial, porque representa la promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de éstas serán respetadas” (ibíd., p. 303), es decir que los derechos son expresión de la igual dignidad moral de las personas y, por ello, son anteriores (o externos) al procedimiento y son límites del procedimiento. Por otra parte, los derechos unen los dos niveles de la teoría de la justicia hasta el punto de que la injusta invasión de un derecho moral legitima “en sentido fuerte” –según el mismo Dworkin (ibíd., p. 286)– el derecho a desobedecer una ley.

La justicia concebida como Teoría de los Derechos tiene la ventaja de ser una concepción de la justicia unitaria y exhaustiva, porque ofrece bajo un mismo principio normativo (el del igual valor de las personas como agentes morales y por tanto libres) tanto los fundamentos del procedimiento justo de decisión pública como el de los objetivos hacia los que la acción colectiva ha de encaminarse. 31 El mismo principio normativo satisface la justicia de segundo orden y la justicia de primer orden. Bajo este punto de vista los derechos son las situaciones normativas positivas de una persona cuya satisfacción es condición necesaria y suficiente para su desenvolvimiento como agente moral en un contexto normativo dado. 32 Aunque no he de extenderme ahora en detalles, los derechos morales básicos así concebidos delimitan el ámbito de la viabilidad moral de la persona como destinatario de un orden normativo y pueden, en cuanto son condiciones “necesarias” de tal viabilidad, entenderse como necesidades.

4.1. Derechos y necesidades.

Eludiré las complicaciones que puede añadir a nuestra discusión entrar ahora en las diversas manifestaciones de la “teoría de las necesidades” que también han encontrado un pujante desarrollo en los últimos años 33 , pero me parece interesante dedicar un momento de atención a la relación posible entre la idea de los derechos como necesidades y la idea rawlsiana de los bienes primarios. En definitiva la cuestión parece meramente semántica. Rawls sostiene la idea de los bienes primarios que, como ya sabemos, nos habría de servir para diseñar el mínimo de referencia bajo el cual situar a los más desfavorecidos y hacia el que dirigir las políticas legislativas de compensación incluso al precio de la eficiencia. Para Rawls estos bienes básicos incluyen libertades negativas, libertades positivas, y ciertos niveles de renta y riqueza y de autoestima. Rawls admite expresamente que se trata de “necesidades” si bien no todas las necesidades revisten el carácter de bienes primarios.

“Que los bienes primarios son condiciones necesarias para realizar las facultades de la personalidad moral y que son medios omnivalentes para una gama suficientemente amplia de fines últimos, es algo que presupone diversos hechos generales en relación con las necesidades y las capacidades humanas, sus fases características y las exigencias de su fomento, las relaciones de interdependencia social, y otras muchas cosas más.

...de los tres tipos de consideraciones que acabamos de mencionar (las que involucran deseos, necesidades y merecimientos), la idea de restringir las pretensiones apropiadas a pretensiones sobre los bienes primarios es análoga a la de tomar sólo ciertas necesidades como relevantes en cuestiones de justicia. La explicación de ello es que los bienes primarios son cosas generalmente requeridas o necesitadas por los ciudadanos en tanto que personas morales libres e iguales... Las necesidades de los ciudadanos son objetivas de un modo que no lo son los deseos... En efecto, la concepción de la persona y la noción de bienes primarios simplemente caracterizan un tipo especial de necesidad a los efectos de una teoría de la justicia. Las necesidades en cualquier otro sentido, así como los deseos y aspiraciones, no juegan papel alguno.” (Rawls 1986, pp.193-194, 199-200, subrayados míos).

No sería difícil convenir –supongo– en denominar “necesidades básicas” a aquellas cosas que forman parte de los bienes primarios, como tampoco sería difícil convenir –sigo suponiendo– que las libertades negativas y positivas que forman parte de los bienes primarios tienen ese mismo carácter de “necesidad básica” en cuanto su satisfacción (o respeto) es condición necesaria (y suficiente) para que la persona se desenvuelva como agente moral. De hecho, Rawls ha terminado por enunciar claramente esta concepción de los bienes primarios como necesidades del ciudadano (Rawls 1993, p. 187). Ahora bien, cabe señalar que todos los bienes primarios básicos, en términos rawlsianos, se corresponden con derechos subjetivos fundamentales: los de los renglones primero y segundo son las libertades o inmunidades que constituyen el ámbito de la libertad negativa, los del tercer renglón son las libertades y pretensiones de participación política y social, activa y pasiva, que constituyen el ámbito de la libertad positiva, los del cuarto renglón son las pretensiones (claims) a prestaciones que aseguren las capacidades para desenvolverse y constituyen el ámbito de los derechos a la seguridad y los de carácter económico–social. Una mención especial merece el quinto renglón (las bases sociales del respeto de uno mismo) que, tal y como Rawls lo define (1986, p. 193) parece tener una estrecha relación con la idea dworkiniana de igual consideración y respeto y, por ello, de la igualdad como derecho.

4.2. El ámbito de la igualdad y la hipótesis del mínimo.

Es cierto que las teorías actuales de la justicia son todas en alguna medida teorías de la igualdad, como señaló Dworkin (Kymlicka 1995, p. 14). Es, por otra parte, cierto que la igualdad plantea dos cuestiones: la del sujeto y la del objeto. Como gráficamente indica Bobbio la igualdad permite cuatro alternativas: entre todos en todo, entre todos en algo, entre algunos en todo y entre algunos en algo (Bobbio 1993, p. 83). Finalmente parece cierto que en la filosofía política contemporánea la primera de las cuestiones se da por resuelta; como ha señalado Singer, “el principio de que todos los seres humanos son iguales es hoy parte de la ortodoxia ética y política dominante” (Singer 1988, p. 28), y ello es un supuesto común de las teorías utilitaristas, las procedimentalistas y las de los derechos. Así que la cuestión que permanece abierta en la teoría de la justicia es la de ¿igualdad de qué? (Sen 1988). Esta cuestión está recibiendo diferentes respuestas. Un resumen bastante completo podría ser el siguiente (Hausman y McPherson 1996, pp. 139 y ss.): (1) igualdad de bienestar, (2) igualdad de recursos o bienes primarios, (3) igualdad de oportunidades para el bienestar, (4) igualdad de capacidades y (5) igualdad compleja. Aunque los matices de la discusión son complejos es muy probable que “haya poca diferencia práctica entre las políticas dirigidas a disminuir las desigualdades en los recursos, a igualar la oportunidad para el bienestar, o a incrementar la igualdad de capacidades” (ibíd., p. 148). La idea de las capacidades de Sen parece tener ventajas sobre la idea de los recursos de Dworkin y estar muy cercana a la noción de los bienes primarios de Rawls; por otra parte, no tiene grandes diferencias con la idea de las necesidades defendida, por ejemplo, por D.D. Raphael (1983, p. 206). 34

Ni entendida como igualdad en las capacidades, ni como igualdad en las necesidades básicas (o en los derechos humanos, si admitimos a aquéllas como equivalentes a éstos), se requiere una igualdad de resultados, ni una igualdad de bienestar, ni una igualdad de renta o riqueza. Se requiere tan sólo una igualdad en la satisfacción de las necesidades o derechos básicos que permiten a todas las personas desenvolverse como agentes morales en un contexto dado. Esto, por cierto, puede implicar una cierta desigualdad de recursos para compensar en el grado necesario desventajas de carácter natural o social, desventajas en las dotaciones. Pero el grado en que han de compensarse no es para igualar absolutamente en oportunidades a todas las personas, pues como bien ha analizado Dworkin no es posible igualar –por recurrir al caso más claro– al ciego con las personas (visualmente) normales. Es verdad, por ello, que nuestro requerimiento no obliga a que el ciego se encuentre en una exacta igualdad de oportunidad con el que ve, pero sí obliga a dedicar los recursos necesarios para que el ciego se desenvuelva como persona moral lo que hoy, en nuestros contextos, implica recursos para que acceda a la lectura, a una movilidad adecuada a sus circunstancias, y al mercado de trabajo. La cuestión, por tanto, podría reducirse a establecer ese índice de capacidades, necesidades básicas (o derechos fundamentales) cuya igual satisfacción, incluso al precio de la eficiencia, es condición de una sociedad justa y que, una vez satisfechos, permiten cualquier ulterior desigualdad de recursos, riqueza, renta o bienestar que se obtenga sin vulnerar las reglas del procedimiento justo. Ese índice constituiría el mínimo que la justicia exigiría satisfacer igualmente para todos.

Si pudiesemos establecer este mínimo (o incluso mínimos distintos para sociedades con diferente grado de riqueza natural o de capacidad productiva) la eficiencia productiva sería un requisito de la justicia sólo si los bienes disponibles no permitiesen, con una distribución igualitaria, satisfacer el mínimo para todos y la producción se encontrase en un nivel paretianamente subóptimo. En tal caso, la justicia requeriría tanto una distribución igualitaria de los recursos (en porciones no formalmente iguales, sino proporcionales a las carencias de satisfacción de las necesidades básicas de cada uno) como, en cuanto fuese paretianamente posible, un incremento de la producción (eficiencia productiva) hasta poder asignar a cada uno un lote suficiente (esto es, situándole en el mínimo) (Figura 1).

Siendo m2 el mínimo no de recursos sino de capacidades o necesidades básicas, el punto J es el punto de la justicia
Fig. 1.
Siendo m2 el mínimo no de recursos sino de capacidades o necesidades básicas, el punto J es el punto de la justicia


Bajo la hipótesis de que fuera posible establecer un mínimo absoluto para una sociedad dada, hipótesis a la que me estoy refiriendo, y dados los eventuales conflictos entre eficiencia (maximización de la riqueza) y distribución igualitaria, habría que dar prioridad a una formulación estricta del principio de diferencia según la cual se justificaría cualquier movimiento que, aun incrementando la desigualdad, acercase al mínimo absoluto a los que están por debajo de él, y no se justificaría ningún movimiento que, aun incrementando la igualdad, rebajase más la distancia entre los que están por debajo y el mínimo. Una vez satisfecho este esquema, cualquier ulterior desigualdad de recursos resultaría indiferente para la justicia. Entre una sociedad más rica y una sociedad más pobre, ambas habiendo satisfecho el mínimo, no habría diferencia de justicia, sino tan sólo de riqueza. Bajo este supuesto la eficiencia requerida por la justicia sería una eficiencia impropia (y probablemente no aceptable conceptualmente por los economistas) pues no requeriría alcanzar una situación pareto–óptima, ni ningún otro tipo de mejora en sentido Kaldor–Hicks, o en el de cualquier otra métrica de la “maximización de la riqueza”, sino tan sólo un volumen dado de bienes y recursos (el necesario para cubrir el mínimo). En tal caso, una vez satisfecha la justicia, la racionalidad económica estricta –tal y como es concebida por la economía del bienestar– sería el único parámetro de la decisión social. 35 Si tomamos la representación gráfica habitual e introducimos la hipótesis del mínimo (por ejemplo, un punto situado en el nivel 2), entonces un punto . situado por encima del mínimo, aun no siendo igualitario, satisfacería la igualdad en el mínimo. Si ese punto S fuera, además, subóptimo, entonces aparentemente la cooperación sólo podría ser racional si acarrease movimientos hacia la frontera del óptimo paretiano (Coleman 1992, p. 24) (Figura 2). Cualquier punto entre . e . es superior al punto . sea cual sea la distribución entre . y .. Puesto que ambos mejoran, ninguno empeora y ambos tienen el mínimo satisfecho, cualquier movimiento en la zona subrayada sería indiferente para la justicia.

Bajo la hipótesis del mínimo, todos los movimientos desde S hacia la curva t–y son eficientes pero irrelevantes para la justicia.
Figura 2.
Bajo la hipótesis del mínimo, todos los movimientos desde S hacia la curva t–y son eficientes pero irrelevantes para la justicia.


Pero hay que añadir que bajo esta hipótesis tan indiferente sería para la justicia cuál fuese la distribución como el hecho mismo de que el punto alcanzado estuvierse situado en la frontera del óptimo o por debajo de ella. Las pretensiones normativas del Análisis Económico del Derecho habrían fracasado y Dworkin tendría razón. Supongo que muchos economistas neoclásicos suscribirían esta tesis para subrayar, una vez más, que la eficiencia no tiene nada que ver con la justicia o, en el mejor de los casos, que la justicia es una exigencia mínima (Figura 3). Pero esto no parece ser así.

La zona J–t–y es la zona de la eficiencia.
Figura 3.
La zona J–t–y es la zona de la eficiencia.


4.3. La expansión de las necesidades.

La razón de que el esquema de porciones-proporcionales-para-satisfacer-las-necesidades-mínimas no resuelva el problema de la igualdad puede explicarse de diferentes formas. Una de ellas podría atenerse al último renglón de los bienes primarios de Rawls. La autoestima no depende para un agente moral de la satisfacción de un nivel objetivo (o natural) de necesidades mínimas sino de ciertas bases sociales que le permiten ser un miembro cooperador normal de la sociedad. Otro enfoque, que según creo conduce a las mismas conclusiones, es el de la Teoría de las Necesidades. La justicia exigiría una igual satisfacción de ciertas necesidades básicas (por ejemplo, supervivencia, salud y autonomía) (Doyal y Gough 1994, pp. 82–83), 36 pero su satisfacción depende de la existencia de una serie de “objetos, actividades y relaciones” (ibíd., p. 200), y la igualdad en la satisfacción de las necesidades básicas requiere una comparación entre las características de los bienes, servicios, y actividades que satisfacen aquéllas, los cuales, en la medida en que puedan considerarse comunes a cualquier contexto cultural (por ejemplo, el “aporte diario de calorías” [ibíd., p. 202]) pueden considerarse entonces como necesidades intermedias. 37 Pero ni las necesidades básicas ni las necesidades intermedias pueden ajustarse a un patrón fijo mínimo. Las posibilidades de que un agente moral se sienta un cooperador normal de una estructura social dependen en gran parte de cuáles sean las posibilidades de la acción individual en ese contexto social dado, de modo que las necesidades obedecen a una construcción social que hace experimentar a cada uno como necesario aquello que, si hubiese sido tratado con igual consideración, podría llegar a alcanzar en ese contexto. Las necesidades de cada uno son una función de las posibilidades de satisfacción en un contexto dado. Lo que se siente como una injusticia no es padecer una determinada enfermedad, sino padecer una enfermedad que con un reparto más igualitario de los recursos uno podría haber evitado; lo que se siente como una injusticia no es carecer de un nivel de renta determinado, sino no haber tenido la posibilidad de conseguir el nivel de renta que permite desenvolverse como un miembro normal en un contexto social dado; lo que se siente como una injusticia no es carecer de determinadas comodidades, sino carecer de la oportunidad de disfrutar las comodidades que se han incorporado como capacidades normales en un contexto dado. Ello significa que tanto las necesidades básicas como las necesidades intermedias son socialmente construidas, y su construcción depende de las posibilidades de la producción social y de su distribución. Doyal y Gough proponen como patrón de satisfacción de las necesidades, en lugar del mínimo absoluto o el de una cultura determinada, el de un “óptimo crítico” (ibíd., p. 205) que se define “con arreglo a los patrones más recientes logrados por los grupos sociales que gozan de los niveles generales más elevados de satisfacción de necesidades básicas” (ibíd., p. 206). 38

Sea que lo expliquemos a partir de la autoestima o que lo expliquemos a partir de la construcción social de la satsfacción de las necesidades el resultado es que no hay un mínimo que pueda establecerse como listón de satisfacción de las necesidades del sujeto como agente moral, sino que ese “mínimo” (o ese “óptimo crítico”), una vez que se acepta la igualdad moral de las personas, se ve arquimédicamente empujado hacia la posición de los que más han alcanzado, y entonces la igualdad requiere movimientos redistributivos que, una vez satisfechos, pueden dar lugar a nuevos incrementos en la riqueza social que requieren nuevas redistribuciones que pueden dar lugar a nuevos incrementos, y así sucesivamente. Estos movimientos igualdad-eficiencia-igualdad-eficiencia, que enuncio en forma muy simplificada, no pueden obedecer a una secuencia cronológica estricta, ni siquiera a una secuencia lógica, puesto que puede haber movimientos redistributivos hacia la igualdad que se traduzcan en pérdidas de eficiencia (retrocesos de la frontera paretiana) y que sólo una vez alcanzados permitan un nuevo avance de la frontera. El problema estriba, precisamente, en que el mínimo se mueve de acuerdo con los movimientos de la frontera.

4.4. Conclusión.

Recientemente Laporta se ha referido, citando a Habermas, a la idea de una “prótesis generalizada”:

Lo que denomino una ‘prótesis generalizada’ no es otra cosa que un arsenal de recursos que incluye tecnologías, energías, educación, salud, comunicación, transporte y todos aquellos bienes que hacen posible el bienestar y el florecimiento personal. Cómo se producen todos estos recursos, quién los produce y bajo qué condiciones se producen y distribuyen son todas ellas cuestiones que no tienen sólo un mero significado económico, sino una dimensión tan importante como para afectar a la identidad misma de las personas como agentes morales y al contenido de lo que es para ellos una buena vida (Laporta 1997, p. 16).

Esto ratifica, como mínimo, la idea de que la justicia y la eficiencia no son ámbitos independientes. La teoría de la justicia no puede limitarse a fijar los requisitos del procedimiento, sino que tiene que dar cabida a las cuestiones relativas a la producción y distribución de los bienes y recursos que permiten a los seres humanos desarrollarse como agentes morales en un contexto social dado. La economía, por su parte, no puede limitarse a cuestiones de maximización de la riqueza, pues la maximización de la riqueza sin una distribución adecuada no puede pretender seriamente encontrar apoyo normativo. Quedan, por supuesto, muchos problemas. El primero es, quizá, la posibilidad de establecer cuál es ese nivel de igualdad en la satisfacción de necesidades que no es un mínimo absoluto sino que es relativo a la satisfacción de las necesidades de los más aventajados. Como hemos visto, los filósofos suelen detenerse ante el desafío de concretar, dejando el terreno a la decisión política (o al imperio de la economía). 39 El segundo es que la justicia, al incluir la eficiencia productiva (maximización de la riqueza) como parámetro de satisfacción de necesidades permanentemente crecientes, parece abocada a una tarea prometeica. Pero la tarea de la justicia siempre ha sido prometeica y, al fin y al cabo, “es precisamente esta capacidad ilimitada para la expansión de la producción lo que distingue al ser humano de todas las otras especies” (Doyal y Gough 1994, p. 287).

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Notas

1 Agradezco las sugerencias, comentarios y correcciones que me han formulado mis compañeros del Área de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, los profesores Juan Carlos Bayón, Elena Beltrán, José Luis Colomer y Francisco J. Laporta. El profesor Pablo de Lora me ayudó además en muchos aspectos de la confección técnica.

2 Si yo he entendido bien la posición de Dworkin frente al Análisis Económico del Derecho entonces resulta sorprendente la interpretación de Rosenkrantz (1996, pp. 96 y ss.) que sitúa a Dworkin entre los defensores de la riqueza como un valor. Según él, Dworkin en Why Efficiency? (1980) apoyaría a Posner al proponer una meta-regla de interpretación de la responsabilidad extracontractual (la denominada Beta) que aportaría un fundamento kantiano a la maximización de la riqueza. Me parece que en realidad Dworkin, con el principio Beta, sólo propone que una regla de responsabilidad basada en el principio Beta (esto es, que la responsabilidad por los costes de los accidentes corresponda a quienes la tendrían atribuida por la legislación de una comunidad ideal en que cada uno actúe y vote con sentido de justicia y con mutuo e igual respeto y consideración, sobre la base de información pública y fácilmente asequible) podría resultar maximizadora de la riqueza en algunos casos, y que en tal supuesto la maximización de la riqueza encontraría un fundamento kantiano. Aparte de que la observación de Dworkin es muy marginal a su crítica y parece tener un mero carácter hipotético, lo que en todo caso demuestra es que incluso en tal supuesto la maximización de la riqueza no es un objetivo que se justifique por su valor intrínseco, sino que su justificación se apoyaría en el consentimiento.

3 Dworkin distingue entre dos posibles articulaciones de la justicia y la eficiencia para construir su crítica a Calabresi. En la primera de ellas, cabe entender que se propone un compromiso entre ambas, en cuyo caso quiere decir que ambas, justicia y volumen de riqueza (o alternativamente, igualdad y riqueza, si éstos son los términos del compromiso) son valiosas por sí mismas; en la segunda, lo que se propone es una recetaen la que los ingredientes no tienen valor por separado sino en cuanto contribuyen a formar el producto deseado (por ejemplo, la utilidad social máxima). Dworkin, propone frente a tales fórmulas la idea de una receta de la igualdad, en la cual los movimientos hacia el incremento de la riqueza cuando ocasionalmente se producen son el resultado del igual tratamiento a las personas. En una línea muy parecida a la de Dworkin, e inspirada en sus argumentos, lo que aquí voy a proponer es una especie de receta de los derechos humanos, en la cual ciertos movimientos hacia el incremento de la riqueza no se justifican sólo por ser un resultado del ejercicio de algún derecho (por ejemplo, la libertad) sino que también se justifican porque son requeridos para la satisfacción de ciertos derechos, con lo cual cierta eficiencia aparece, no como mero resultado, sino como instrumento o ingrediente de la justicia.

4 Utilizo la distinción entre “segundo” y “primer” orden en un sentido similar, aunque no idéntico, al que Barry utiliza para distinguir entre universalidad de segundo y de primer orden (Barry 1997, p. 267).

5 Calabresi (1983, p. 92) afirma: “Is ´efficiency´ in some sense what Professor Dworkin calls a component of a just society? Yes, but as both he and I have pointed out, only in a trivial sense. For efficiency is an appropriate component of a just society only when it is defined in strict Pareto terms, and not as ´wealth-maximization´.”

6 Por ejemplo, R. Coase (1988, p. 28): “Economic policy consists of choosing those legal rules, procedures, and administrative structures which will maximize the value of production”; A. Schotter (1987, p. 140): “desde el punto de vista económico, el único requisito exigible a un sistema es su eficiencia y toda cuestión de moralidad carece de sentido”; F. Ovejero (1994, p. 25): “Parecen suponer que nos encontramos con áreas excluyentes, que de una parte está la eficiencia y el mercado y de otro, los valores y el romanticismo... En la primera las decisiones se toman por razones técnicas, por criterios de eficiencia, mientras que en las otras se regularían por criterios ´menos racionales´, por criterios morales.” Una discusión sobre el punto de vista dominante en la economía (respecto a su relación con la ética) y su crítica en Hausman y McPherson 1996, pp. 209-220.

7 A. Sen (1989, p. 51) señala muy gráficamente que “en la pequeña caja en la que se confinó a la economía del bienestar, donde la optimalidad de Pareto era el único criterio de valoración y el comportamiento egoísta la única base de elección económica, las posibilidades de decir algo interesante se hicieron extremadamente pequeñas.” Vid. también Allen Buchanan 1985, pp. 9-10.

8 Vid. Antoni Casahuga 1985, pp. 85-86 donde se refiere a J.M. Buchanan 1959. Vid. también Jules L. Coleman 1983, p. 105, donde sostiene que la satisfacción del criterio de Kaldor-Hicks no requiere la comparabilidad, pero su utilización como índice de utilidad sí la requiere.

9 Una discusión más detallada en Hierro 1993, pp. 392-395.

10 Vid. también Hierro 1993, pp. 395 y ss. sobre el criterio en Posner y sobre la crítica de Dworkin (asunto Derek-Amartya). Morton J. Horwitz (1980, p. 911) supone que el paso desde la eficiencia a la maximización de la riqueza “es una respuesta a una década de ataques contra las pretensiones de la eficiencia de obtener un status científico.”

11 Es complejo decidir cuál es finalmente el fundamento ético que Posner propone para la maximización de la riqueza y que oscila desde negar que tenga un fundamento moral, pasando por defender sus consecuencias (la promoción de las “virtudes protestantes”), hasta proponer lisa y llanamente que conduce a la felicidad (con lo que parece recaer en el utilitarismo del que huía). En todo caso parece que la construcción de Posner requiere, en efecto, considerar que la riqueza es un valor en sí. Una discusión más amplia en Hierro 1993, pp. 399-406.

12 Vid. supra nota 5. A la misma conclusión llega Albert Calsamiglia que entiende la eficiencia como “aquel criterio que maximiza la riqueza social” (Calsamiglia 1988, p. 335).

13 Utilizo esta triple distinción siguiendo a Barry 1997, capítulos 2 y 3.

14 En un pasaje que me resulta bastante críptico Barry afirma que “lo que exige la justicia como imparcialidad es, en otras palabras, ni demasiada imparcialidad de primer orden ni demasiada poca imparcialidad de primer orden, sino justo la cantidad correcta –o, más exactamente, una cantidad dentro de un abanico cuyos límites serían establecidos por las partes situadas en una posición original scanloniana–” (ibíd., p. 282). La incompletud se muestra aquí claramente: ¿con qué criterios establecen las partes en una posición scanloniana tales límites? Conviene recordar que la diferencia principal entre la idea de una posición original propuesta por Rawls y la propuesta por T. M. Scanlon estriba en que, para éste último, las partes en tal posición son conscientes de su identidad y de sus intereses. Lo que el diseño de Scanlon exige en lugar de un “velo de ignorancia” es una información general.

15 La afirmación me parece contradecirse con la crítica que en p. 153 Barry hace a Michael Walzer por afirmar que la autoridad de una ley es función de la voluntad popular y no de la razón, suponiendo– como supongo– que Barry aceptaría que la voluntad popular es en términos generales una forma indiscutible de legitimidad, aun cuando esta afirmación le parezca banal (según dice refiriéndose a Walzer).

16 Vid. Barry 1997, p. 335, nota d.

17 Dworkin 1981/1, 1981/2, 1987/1 y 1987/2.

18 Dworkin 1981/2, p. 300: “Nevertheless the suggestion that a design of equality of resources should provide for an initial compensation to alleviate differences in physical or mental resources is troublesome in a variety of ways. It requires, for example, some standard of “normal” powers... In fact, no amount of initial compensation could make someone born blind or mentally incompetent equal in physical or mental resources with someone taken to be “normal” in these ways. So the argument provides no upper bound to initial compensation...”

19 Dworkin reconoce que la hipótesis del seguro afronta ciertas cuestiones contrafácticas, pero afirma que “tendría sentido suponer, por ejemplo, que la mayoría de la gente haría aproximadamente el mismo cálculo del valor de asegurarse contra las desventajas generales, tales como la ceguera o la pérdida de un miembro, que afectan a un espectro amplio de diferentes tipos de vida” (ibíd., p. 299). Y añade que, además, los mercados reales nos pueden ofrecer ciertos datos.

20 “Un contrato hipotético no es simplemente una forma desvaída de un contrato real; lisa y llanamente, no es un contrato” (Dworkin 1984, p. 235). Compárese esta contundente afirmación contra Rawls con la afirmación que sostiene, en otro lugar, Dworkin: “La igualdad de recursos prefiere las subastas más abstractas a las menos abstractas, no porque los costes de recursos particulares sean más altos o más bajos en las subastas más abstractas, ni porque el bienestar sea globalmente mayor o más igual, sino porque el propósito general de aquella concepción de la igualdad, que es hacer la distribución tan sensible como sea posible a las elecciones que diferente gente hace al diseñar sus propios planes y proyectos, se alcanza mejor mediante la flexibilidad que la abstracción proporciona... El principio (de abstracción) reconoce que el auténtico coste de oportunidad de cualquier recurso transferible es el precio que otros pagarían por él en una subasta cuyos recursos se ofreciesen en una forma tan abstracta como fuese posible...” (Dworkin 1987/1, p. 28). Más adelante concluye que los costes de oportunidad así entendidos son el gozne que une libertad e igualdad (“El coste de oportunidad es una idea con el rostro de Jano: con una cara mira hacia la igualdad, con la otra hacia la libertad, y funde las dos virtudes”) (ibíd., p. 54). Insisto, por mi parte, en que una hipotética y abstracta subasta no es una forma desvaída de subasta, lisa y llanamente no es una subasta. En consecuencia, difícilmente puede permitir calcular coste de oportunidad alguno. Y si un contrato hipotético no es un argumento independiente –como sostiene Dworkin contra Rawls– para considerar equitativo imponer su contenido, una subasta hipotética tampoco parece argumento independiente para considerar equitativo imponer su contenido.

21 Aun cuando Dworkin admite allí mismo (Dworkin 1993, pp. 136 y 137) que si bien “una buena vida es una vida adecuada a las circunstancias en las que los recursos están distribuidos de un forma justa”, ello no significa “evidentemente, que el valor o la calidad absoluta de los recursos de que dispone una persona no influya en la vida que éste pueda llevar siempre que disponga de una porción justa de los recursos disponibles.”

22 En particular en Kantian Constructivism in Moral Theory (1980) y en Social Unity and Primary Goods (1982). Ambos forman parte de la excelente edición española de trabajos de Rawls preparada y presentada por M. A. Rodilla (Rawls 1986). Por otra parte, Rawls ha defendido expresamente la completud de su teoría de la justicia como equidad (Rawls 1993, pp. 207-211), si bien es cierto que para entonces la justicia como equidad tiene la forma explícita de una “teoría de los derechos”: “The priority of right gives the principles of justice a strict precedence in citizens´ deliberations and limits their freedom to advance certain ways of life” (ibíd., p. 209). Por otra parte, la completud de su teoría tal y como es reivindicada por Rawls lo es, creo, en un sentido distinto al que yo me refiero, diría que en un sentido meramente formal: “With the ideas of good used (including the intrinsic good of political society), justice as fairness is complete in this way: it generates from within itself the requisite ideas so that all perform their complementary roles with its framework” (ibíd., pp. 207-208).

23 Sobre el concepto de “persona moral” como fundamento de la teoría de la justicia de Rawls insiste especialmente Enrique Bonete: “lo que pretendo es mostrar –dice– que el concepto que otorga mayor coherencia y unidad a toda la teoría ético-política rawlsiana es el de persona moral” (Bonete 1990, pp. 91-92. Vid. también pp. 126 y 128).

24 Debo agradecer a Elena Beltrán haber conocido y haber podido utilizar el trabajo inédito de Rawls, Justice as Fairness. A Guided Tour, Harvard University, Cambridge, 1989.

25 En Rawls 1989 la eficiencia ha perdido ya todo tratamiento autónomo como principio específico, y ello es significativo por cuanto este trabajo de Rawls contiene una guía sistemática de aclaraciones y rectificaciones a la Teoría de la Justicia. Tampoco tiene ningún tratamiento específico en Political Liberalism (Rawls 1993).

26 Como es sabido, los bienes primarios incluyen, según Rawls, (1) los derechos y libertades básicos, (2) la libertad de movimiento y la libre elección de ocupación, (3) poderes y prerrogativas de cargos y posiciones de responsabilidad, (4) renta y riqueza y (5) las bases sociales del respeto de sí mismo. Los principios de justicia y sus reglas de prioridad sólo permiten diferencias entre cuotas de bienes primarios de los grupos 3, 4 y 5 (Rawls 1986, p. 190).

27 “In fact, the index of those goods is drawn up by asking what things, given the basic capabilities included in the (normative) conception of citizens as free and equal, are required by citizens to maintain their status as free and equal and to be normal fully cooperating members of society”. (Rawls 1989, p. 133-134)

28 “Important here is the use of the conception of the citizen as a cooperating member of society over a complete life, which enables us to ignore differences in capabilities and endowments above the minimum; and it directs us to restore, or in appropriate way to make good, our capabilities when by illness and accident we fall below the minimum and are unable to play our part in society” (Rawls 1989, p. 139).

29 Arrow suscitó la imposibilidad de satisfacer todos los requisitos de un procedimiento colectivo de decisión racional, entendiendo que tales requisitos son (1) el dominio irrestricto (indiferencia de cualquier tipo de preferencias), (2) el principio de Pareto, (3) la independencia de las opciones irrelevantes y (4) la ausencia de dictadura. Aunque la inmensa literatura originada por el “teorema general de la posibilidad”, como se le ha denominado, excede con mucho mis posibilidades de análisis, creo que Sen ha señalado con razón cuál es la “vía de escape” frente al teorema: estriba en las comparaciones interpersonales de utilidad (que cuestionan la primera condición); incluso es más que una “vía de escape”: “La introducción de comparaciones interpersonales –dice– es más que una «salida» de la imposibilidad; es también una «incursión» que conecta la teoría normativa de la elección social con las tradiciones éticas inveteradas que han recibido gran atención crítica en las discusiones filosóficas recientes” (Sen 1995, p. 182). En este sentido me parece más útil apelar, en efecto, a esas tradiciones entendiendo las reglas del procedimiento justo como las reglas del procedimiento democrático (vid., por ejemplo, Bobbio 1977, pp. 16-17).

30 “Parece adecuado suponer, pues, que la teoría profunda que respalda la posición original debe ser algún tipo de teoría basada en los derechos” (Dworkin 1984, p. 267). Dworkin a continuación rechaza que el derecho básico que subyace a la teoría de Rawls pueda ser la seguridad (ibíd., p. 269) o la libertad (ibíd., p. 270) y opta porque se trata de la igualdad: “La posición original está bien diseñada para hacer valer el derecho abstracto a igual consideración y respeto, y se ha de entender que tal es el concepto fundamental de la teoría profunda de Rawls” (ibíd., p. 273).

31 Puede también tener otras ventajas. Sen, por ejemplo, defiende los “sistemas enfocados a los derechos” (goal rights systems) frente al consecuencialismo puro generalmente acusado de ignorar la autonomía e integridad de las personas, y frente al deontologismo puro (tipo Nozick) que ignora las consecuencias e impide, por ello, valorar estados de cosas. “A moral system –dice– in which fulfilment and non–realization of rights are included among the goals, incorporated in the evaluation of states of affairs, and then applied to the choice of actions through consequential links will be called a goal rights system” (Sen 1995, p. 425). Entiendo que coincide con lo que aquí denomino Teoría de los Derechos como teoría en la que los derechos expresan las posiciones normativas necesarias y suficientes para la realización de la persona como agente moral y que, por ello, establecen el fundamento del procedimiento y permiten evaluar las consecuencias de las decisiones y los estados de cosas a que las decisiones dan lugar.

32 Sobre los derechos como posiciones normativas vid. Robert Alexy 1993, pp. 186–245. Vid. también Hierro 1982, pp. 56-60.

33 Hace tiempo ya propuse entender el concepto de “derechos humanos” como necesidades básicas (Hierro 1982) siguiendo en gran medida la inspiración de MacCormick (1976). Desde entonces la teoría de las necesidades ha alcanzado su propio desarrollo. Vid. en particular L. Doyal-I. Gough 1994, y un estudio general sobre las teorías de las necesidades y las teorías de los derechos en M.J. Añón 1994. Como dice Bayón (1991, p. 442), comentando esta orientación, “la idea de un derecho remite a principios morales acerca del bien de los individuos y acerca de la distribucióndel mismo, de manera que afirmar que los individuos tienen un derecho (general) equivaldría a afirmar que cierta situación o estado de cosas se considera moralmente una necesidad o un aspecto del bienestar de cada uno de ellos suficientemente importante como para garantizarles el acceso a esa situación o estados de cosas... (lo que) justifica la imposición en favor de cada uno de obligaciones generales tanto positivas como negativas.”

34 Aunque Raphael atribuye la igual satisfacción de necesidades al modelo de Estado del Bienestar, que considera un mínimo básico de igual satisfacción de necesidades fundamentales para todos con independencia de su mérito o de su trabajo como un derecho (“como algo que exige la justicia”), luego concluye que ese mínimo “ha de ser establecido para sí misma por cada sociedad políticamente organizada, a la luz de su propia situación económica y de la valoración que haga de las diferentes demandas. El análisis filosófico no nos puede proporcionar un modelo de necesidades básicas de aplicabilidad universal” (Raphael 1983, p. 208). Con lo cual el mínimo vuelve a quedar indefinido y los problemas de primer orden sin resolver.

35 Toda decisión social obedecería al paradigma del mercado para el cual, como señala Coleman, la cooperación política sólo sería racional si fuese productiva (Coleman 1992, p. 22). Aunque Coleman reconoce que la justicia no puede ser concebida como un criterio de valoración situado más allá del reino de la elección racional (ibíd., p. 25) por lo que la cooperación racional “necesariamente tiene que ser tanto productiva como distributiva” (ibíd., p. 27).

36 “...puesto que la supervivencia física y la autonomía personal son condiciones previas de toda acción individual en cualquier cultura, constituyen las necesidades humanas más elementales: aquellas que han de ser satisfechas en cierta medida antes de que los agentes puedan participar de manera efectiva en su forma de vida con el fin de alcanzar cualquier otro objetivo que crean valioso” (Doyal y Gough, 1994, pp. 82-83).

37 Doyal y Gough (ibíd., pp. 201–205) construyen el concepto de “necesidades intermedias”, siguiendo en parte a Sen, incluyendo once renglones: (1) alimentos nutritivos y agua limpia, (2) alojamientos adecuados a la protección contra los elementos, (3) ambiente laboral desprovisto de riesgos, (4) medio físico desprovisto de riesgos, (5) atención sanitaria apropiada, (6) seguridad de la infancia, (7) relaciones primarias significativas, (8) seguridad física, (9) seguridad económica, (10) enseñanza adecuada y (11) seguridad en el control de nacimientos y en el embarazo y parto. Aunque ellos reconocen que la lista es “en cierto sentido, arbitraria” (ibíd., p. 204), lo que me parece importante resaltar ahora no es su posible arbitrariedad, sino su patente vaguedad (adjetivos como “adecuado”, o sustantivos como “seguridad” son patentemente vagos).

38 “Nuestra formulación de la satisfacción óptima de necesidades, por consiguiente, estará empíricamente ligada al rendimiento real de las naciones que poseen los niveles más altos de salud física y autonomía crítica” (Doyal y Gough 1994, p. 206).

39 Ya hemos visto que en unas ocasiones se remiten a cada contexto cultural y en otras a la decisión que se tome por el procedimiento justo. Raphael es muy claro al respecto: “El análisis filosófico no nos puede proporcionar un modelo de necesidades básicas de aplicabilidad universal” (Raphael 1983, p. 208). Sin embargo, esta es la tarea que se ha atrevido a abordar la teoría de las necesidades: “La tarea crítica al elaborar índices de satisfacción de necesidades consiste en averiguar la proporción mínima de satisfacción intermedia de necesidades que requiere el logro del nivel óptimo de satisfacción de necesidades básicas medidas en términos de salud física y autonomìa del individuo” (Doyal y Gough 1994, p. 208, donde denominan a esta proporción como mínimum optimorum).