Más allá de la soberanía y la ciudadanía: Un constitucionalismo global*

Luigi Ferrajoli
Universidad de Camerino, Italia

Más allá de la soberanía y la ciudadanía: Un constitucionalismo global*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998, pp. 173 -184

Los significados tradicionales de soberanía y ciudadanía han sido puestos en cuestión por la crisis total del estado nación al que ambos están ligados: el primero, en tanto designa la completa independencia del estado de vínculos jurídicos internos y externos; el segundo, en tanto representa el status subjetivo de pertenencia a una comunidad política dada. La tesis que desarrollaré aquí es que los cambios asociados con esta crisis no pueden interpretarse como el advenimiento de nuevos tipos de soberanía y ciudadanía. Más bien, han supuesto un cambio de paradigma en el derecho internacional y en la estructura de los derechos de los estados. Este cambio ha trastocado las viejas categorías de la visión estado-céntrica del derecho, dando lugar a profundas antinomias entre las nociones tradicionales de soberanía y ciudadanía por un lado y constitucionalismo y derechos humanos por el otro. En realidad, los conceptos de soberanía y ciudadanía continúan informando las relaciones de cohabitación y conflicto, inclusión y exclusión, que existen entre los estados y entre los pueblos y las personas. No obstante, ambas nociones no sólo han perdido mucho de su efectividad y legitimidad como medios para proporcionar paz interna e integración política y para garantizar derechos fundamentales, sino que además están reñidas con lo que llamaré el paradigma constitucional que informa tanto la idea de Rechstaat como el actual entendimiento del derecho internacional.

Soberanía, ciudadanía y derecho constitucional interno.

La primera antinomia que querría explorar concierne a la relación entre soberanía y derecho público interno. La historia de la soberanía, según la clásica definición de Bodin (1962) ‘potestas legibus solutus’, incorpora dos desarrollos paralelos y opuestos. La historia de la soberanía interna supone su progresiva disolución con la formación de estados democráticos y constitucionales. La historia de la soberanía externa comporta su progresiva concentración, proceso que alcanza su apogeo en la primera mitad de este siglo con las catástrofes de las dos guerras mundiales.

La primera historia comienza con el fin del absolutismo monárquico y el nacimiento del estado liberal. La declaración francesa de derechos de 1789 y la constitución que la siguió cambiaron la naturaleza del estado y, con ella, el principio de soberanía interna. La división de poderes, el principio de legalidad y los derechos fundamentales representaban tantas limitaciones y, en última instancia, negaciones de la soberanía interna, que la relación entre el estado y el ciudadano se transformó en la relación entre dos sujetos con soberanía limitada.

Dentro de las concepciones del estado liberal del siglo XIX, un elemento de absolutismo subsistió en la concepción positivista legalista de la supremacía de la ley y la omnipotencia del parlamento como agente de la soberanía popular. Pero incluso este elemento remanente se vio atenuado por la invención en nuestro siglo de constituciones rígidas y control judicial de la constitucionalidad de las leyes; El positivismo legalista y la doctrina ‘democrática’ de la omnipotencia del legislativo y la soberanía del parlamento fueron suprimidos y reemplazados por la idea de Rechtstaat, según la cual incluso el poder legislativo de la mayoría está sujeto al derecho constitucional. En las democracias constitucionales no existen ya los poderes o sujetos absolutos y soberanos. El mismo principio de soberanía popular incluido en muchas constituciones no es más que un homenaje verbal al carácter democrático representativo de los sistemas políticos contemporáneos.

En contraste, el principio de soberanía externa ha seguido una trayectoria en dirección precisamente opuesta. La sociedad internacional, que al comienzo de la era moderna Francisco de Vitoria (1934), Alberto Gentili (1933) y Hugo Grotius (1925) habían concebido como una sociedad de repúblicas libres e independientes sujetas a la misma ley humana fundamental, pasó a ser vista por la filosofía política contractualista como una sociedad salvaje, aún en estado de naturaleza. Para escritores como Hobbes (1991) y Locke (1960), los estados se encontraron a si mismos en una situación de bellurn omnium; una condición natural y no simple y puramente teórica, que tal como fue imaginada podría haber existido entre los seres humanos antes de la formación de las sociedades políticas. En palabras de Hobbes (1991, p.149)

...en los Estados y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones... tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o la asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Sin ello, viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes...

La superación hacia adentro del estado natural y su conservación (o establecimiento) hacia afuera, se convirtieron de este modo en las dos líneas de desarrollo a lo largo de las cuales se desenvolvió la historia de los estados modernos, ambas inscritas por la filosofía política de la tradición del derecho natural en su código genético. En consecuencia, el estado moderno es un sujeto soberano basado en dos principios opuestos: la negación y afirmación del estado natural. Lo niega en tanto el estado civil se opone al estado natural del hombre salvaje y la civilización se contrapone a la barbarie como fuente de legitimación de nuevos tipos de desigualdad y dominación. Lo afirma como consecuencia de la sociedad salvaje aunque artificial que existe entre los estados soberanos, que se encuentran en una condición virtual de guerra entre sí pero que al tiempo están unidos, como ‘mundo civilizado’, por el derecho-deber de civilizar las restantes partes ‘bárbaras’ del mundo.

Estas tendencias opuestas alcanzaron su más completo desarrollo durante el siglo pasado y a comienzos del actual. Mientras el estado-nación liberal-democrático se basaba internamente en la sujeción de todos los poderes públicos al estado de derecho y a la representación popular, en sus relaciones externas se mantenía libre de todo límite legal. Los dos procesos fueron simultáneos y estaban paradójicamente conectados. El estado sometido a derecho en lo interno y el estado absoluto en lo externo crecieron juntos como las dos caras de una misma moneda. Mientras el estado más limitaba su soberanía interna y ganaba en legitimidad imponiendo sobre sí esos límites, más absoluta y legítima se volvía su soberanía externa con respecto a otros estados –particularmente en lo que concernía al mundo incivilizado. Mientras más se superaba el estado de naturaleza hacia adentro, más se desarrollaba hacia afuera. Y mientras el estado más se desarrollaba como un ordenamiento jurídico, más se afirmaba a sí mismo como una entidad auto-suficiente, identificada con el derecho pero, precisamente por esto, no sujeta al derecho.

Este fenómeno da lugar a una segunda antinomia: la existente entre el universalismo de los derechos fundamentales y su realización en los limites estatales a través de la ciudadanía. A pesar de que estos derechos, con excepción de los políticos, son siempre proclamados como universales, desde la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 en adelante, pasando por todas las constituciones sancionadas e incluso en los códigos civiles (“el ejercicio de los derechos civiles” establecido en el artículo 7 del Código napoleónico, por ejemplo, se declara como “independiente del status de ciudadanía”), el ‘universo’ judicial ha acabado coincidiendo con el orden interno de cada estado. Esta antinomia ha salido a la luz en los últimos años con la explosión de la inmigración. Los derechos en cuestión fueron proclamados universales cuando la distinción entre hombre y ciudadano no creaba ningún problema, al ser improbable e impredecible que los hombres y mujeres del tercer mundo llegaran a Europa y que estas declaraciones de principio fuesen tomadas literalmente. En realidad, en los dos últimos siglos ha ocurrido lo opuesto, esto es, la invasión y colonización del resto del mundo por europeos, en apoyo de la cual, vale la pena recordarlo, fueron teorizados hace casi cinco siglos por Francisco de Vitoria (1934) el ius migrandi y el ius accipiendí civitatem como los derechos naturales más básicos de los seres humanos.

Hoy el universalismo de los derechos humanos es puesto a prueba por la presión en nuestras fronteras de hordas de pueblos hambrientos, de modo tal que ser una persona ha dejado de constituir una condición suficiente para poseer dichos derechos. Estos se han convertido, siguiendo la ya clásica tesis de T.H. Marshall (1950), en ‘derechos de ciudadanía’. Así, la ciudadanía se ha vuelto el prerrequisito del derecho de entrada y residencia en el territorio de un estado. De este modo, la ciudadanía ha dejado de ser el fundamento de la igualdad. Mientras internamente la ciudadanía se ha fracturado en diferentes tipos de ciudadanías desiguales correspondientes a nuevas diferenciaciones de status que van de ciudadanos plenos a semiciudadanos con derecho de residencia, refugiados e inmigrantes ilegales; en lo externo funciona como un privilegio y una fuente de exclusión y discriminación con respecto a los no ciudadanos.

Soberanía y ciudadanía en el nuevo derecho internacional: un constitucionalismo global.

Con el nacimiento de Naciones Unidas, esta antinomia entre los conceptos tradicionales de soberanía y ciudadanía, por un lado, y el derecho constitucional interno de los estados, por otro, ha despuntado también a nivel del derecho internacional. Tanto el principio de soberanía externa como la idea de ciudadanía como presupuesto de los derechos humanos, están reñidos con la Carta de Naciones Unidas de 1945 y con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948.

Al menos en un plano normativo, estos dos documentos transformaron el orden jurídico del mundo, llevándolo del estado de naturaleza al estado civil. Los estados signatarios quedaron legalmente sujetos a normas fundamentales: el imperativo de la paz y el mantenimiento de los derechos humanos. Desde aquel momento la soberanía se tornó un concepto inconsistente desde él punto de vista lógico. Por una parte, la prohibición contra la guerra defendida por Naciones Unidas suplantó el ius ad bellum que siempre había sido su principal atributo. Por Otro lado, la santificación de los derechos humanos en la Declaración de 1948 y los tratados de 1966 hizo de ellos no solo derechos constitucionales sino supra-estatales, transformándolos en límites externos y no simplemente internos de los poderes de los estados. Se ha producido un cambio de paradigma en el derecho internacional, transformando un sistema contractual basado en relaciones bilaterales e iguales entre estados soberanos en un verdadero orden jurídico de carácter supra estatal.

A esta altura, la soberanía, que ya había sido vaciada de cualquier contenido real en su dimensión interna con el desarrollo del estado constitucional, decreció también en su dimensión externa, revelándose finalmente como una categoría incompatible con el derecho. Ahora podemos afirmar que su crisis tanto interna como externa comenzó en el momento que entró en relación con el derecho. Ya que los atributos de la soberanía, esto es, la ausencia de limites y reglas, residen en la negación del derecho y viceversa.

La idea de ciudadanía como presupuesto de los derechos se desmoronó al mismo tiempo, al menos a nivel jurídico. Esta idea resultaba contradictoria con el universalismo de los derechos tanto en el derecho interno como en el internacional. Si la subjetividad legal consiste en ser portador de derechos y la ciudadanía implica que sólo se pueden ejercer derechos a través de la pertenencia a una determinada comunidad política, en el nuevo paradigma todo ser humano es de por sí sujeto del derecho internacional y por lo tanto es ciudadano no sólo de un estado determinado sino también de las comunidades internacionales, sean estas regionales, como la Unión Europea, o de carácter global, como Naciones Unidas.

Naturalmente, esta transformación prácticamente ha tenido lugar sólo en el plano normativo. En lo que se refiere a las actuales relaciones internacionales, tanto el principio de la soberanía como la visión excluyente de ciudadanía aún ejercen su influencia. Pero la soberanía no es ahora más que un agujero negro legal, siendo su regla la ausencia de reglas, o en otras palabras, la ley del más fuerte. En lo que respecta a la ciudadanía, se ha convertido en el último privilegio personal, el último factor de discriminación y la última reliquia premoderna de las diferenciaciones por status; como tal, se opone a la aclamada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales.

Este cambio de paradigma nos permite ver un complejo de antinomias y lagunas en las nociones de soberanía y ciudadanía: antinomias entre los principios normativos de paz y justicia y su inobservancia debida a la resistente soberanía de los estados y entre el universalismo de los derechos y la persistente naturaleza excluyente de la ciudadanía; lagunas en la ausencia de instrumentos efectivos capaces de garantizar y asegurar la eficacia práctica del nuevo paradigma y remediar su continua violación y negación.

Reconocer estas antinomias entre los principios de soberanía y ciudadanía, por un lado, y el nuevo paradigma del derecho internacional, por el otro, significa tomar en serio, según la feliz expresión de Ronald Dworkin (1978), el existente ordenamiento jurídico internacional. Es reconocer la embrionaria constitución global que ya existe en la Carta de Naciones Unidas y en los diversos pactos y declaraciones de derechos humanos. Implica ver la realidad desde el punto de vista de un constitucionalismo global que ya ha sido formalmente establecido, incluso aunque carezca de garantías institucionales. Más específicamente, supone concebir la guerra, la opresión, las amenazas al ambiente y la condición de hambre y miseria en que viven miles de personas, no como maldades naturales o incluso como simples injusticias sino como violaciones de los principios inscritos en esas cartas como normas vinculantes de derecho positivo. También significa ver la ausencia de garantías, en el sentido de instrumentos capaces de accionar estos derechos, no como algo que los vuelve inútiles, sino como una laguna indebida que tenemos la obligación de llenar. Como establecía la constitución francesa del Año Tres: «La declaración de derechos contiene en sí los deberes de los legisladores». Esta afirmación resume la esencia del constitucionalismo.

Tres cuestiones para un constitucionalismo global.

Un constitucionalismo global suscita tres cuestiones principales a la teoría jurídica: a) la ausencia de garantías judiciales a nivel internacional; b) el cambio de lugar de las respectivas garantías constitucionales como consecuencia de la debilitación de la soberanía estatal; c) la posibilidad de un derecho de asilo como contrapeso; si bien débil, de la concepción estatista de los derechos humanos derivada de la ciudadanía.

a) La principal laguna en el paradigma constitucional global del derecho internacional es la ausencia de garantías judiciales en apoyo de la paz y los derechos humanos. Es a tales garantías, más que a un improbable e incluso indeseable gobierno global, a las que hace cincuenta años Kelsen (1944) confió la tarea de limitar la soberanía de los estados. Con frecuencia, dicha laguna es explicada como producto de la falta de una autoridad internacional con el monopolio de la fuerza –el tercero ausente, como lo llama Bobbio (1989).

Sin embargo, este argumento subestima la disponibilidad de sanciones económicas u otras no violentas. Más aún, pasa por alto la autoridad política y la legitimidad que, a largo plazo, derivaría de las decisiones de una Corte independiente basadas en tales leyes universalmente apoyadas, como aquellas destinadas a proteger la paz y los derechos humanos, particularmente en la era de las comunicaciones de masas.

Frente a esta nueva situación, las instituciones legales internacionales existentes son de valor limitado. En contraposición a la actual Corte Internacional de Justicia, cuya jurisdicción se encuentra limitada a controversias entre estados y sólo procede si los propios estados la reconocen, un tribunal internacional que garantice la paz y los derechos humanos debería ampliar sus competencias para decidir tanto acerca de la constitucionalidad de las deliberaciones de Naciones Unidas como de las responsabilidades en materia de guerra, amenazas a la paz y violaciones de derechos humanos. Estas decisiones no deberían tomarse ya bajo la forma de arbitrajes sino como juicios vinculantes para las partes involucradas. A diferencia del tribunal especial para crímenes de guerra cometidos en la ex Yugoslavia, este nuevo tribunal internacional no debería operar ex-post sino como una institución permanente. Los crímenes internacionales –como la guerra, daños permanentes al medio ambiente y graves violaciones de los derechos humanos– deberían ser previamente tipificados y enunciados en un código penal internacional.

b) La segunda cuestión que querría destacar tiene que ver con la dificultad de establecer una jerarquía entre las fuentes del derecho. Este problema está presente dentro de cualquier paradigma constitucional. Sin embargo, se suscita con particular urgencia cuando los procesos de integración internacional alcanzan una etapa avanzada, como ilustra la Unión Europea. El desplazamiento de la toma de decisiones fuera de los estados nacionales en materias que hasta entonces habían reservado a su poder soberano, tales como defensa o la política social y monetaria, altera todo el sistema de fuentes jurídicas y amenaza con debilitar, en el proceso, la autoridad de las constituciones nacionales. Basta pensar con el valor supra-legal comúnmente atribuido a las fuentes de derecho europeo –directivas, regulaciones de la comunidad europea y, luego de Maastricht, decisiones militares y económicas– todas las cuales provienen de cuerpos que no están sujetos ni al control de los parlamentos nacionales ni a constreñimientos constitucionales. Es evidente que, en tanto prevalezcan sobre las leyes e incluso las constituciones de los estados miembros, estas nuevas fuentes normativas amenazan con frustrar la estructura constitucional de las democracias europeas y abrir así oportunidades a un revivido neoabsolutismo.

Esta nueva situación exige repensar el constitucionalismo. Ella subraya la necesidad de diseñar no sólo a nivel nacional sino también supranacional garantías constitucionales de la paz y los derechos humanos capaces de controlar a las agencias que, de facto, toman en forman creciente una amplia gama de decisiones vitales sin ser políticamente responsables y en ausencia de controles constitucionales de todo tipo. En nuestros días, debido a la irracionalidad de su estructura internacional, la Unión Europea es un particular actor político que opera sin una constitución. Posee un Parlamento con funciones consultivas y de control, pero no legislativas; un Consejo de Ministros con funciones normativas pero libre de control parlamentario; una Comisión con funciones administrativas, pero ampliamente independientes de aquellas del Consejo; y una Corte de Justicia con muchas aunque en gran medida irrelevantes competencias.

El único fundamento democrático de unidad y cohesión en un sistema político es su constitución y el tipo de lealtad que ella puede generar, el llamado ‘patriotismo constitucional’ (Habermas, 1992). Por esta razón, me parece que el futuro de Europa como una entidad política depende en gran medida del desarrollo de un proceso constituyente abierto a debate público, dirigido a diseñar una constitución europea. Esta constitución debería proveer criterios de validez estrictamente superiores a las fuentes de derecho nacionales y comunitarias, y debería garantizar derechos humanos universales, independientemente de los requerimientos de ciudadanía.

c) La tercera cuestión se refiere a la presión migratoria que interminables masas están ejerciendo en las naciones occidentales. Debido a que no reúnen los requisitos de ciudadanía a estos emigrantes les son denegados los derechos vitales y son condenados a una suerte de apartheid. Debería advertirse que no se trata de un fenómeno transitorio, sino que crecerá exponencialmente en el futuro cercano. En el largo plazo, debido a su insostenible y explosiva naturaleza, la antinomia entre la universalidad de los derechos y la ciudadanía sólo se resolverá mediante la superación de la ciudadanía y la desnacionalización de los derechos humanos. Sin embargo, es claro que si avanzamos gradualmente hacia una ciudadanía universal al tiempo que proveemos algunas soluciones inmediatas a un problema que ya se ha convertido en el más grave que enfrenta la humanidad, el derecho de asilo debe extenderse y no, como está ocurriendo, ser restringido en forma creciente.

El derecho de asilo padece el defecto de ser, para decirlo de algún modo, el otro lado de la moneda de la ciudadanía y la soberanía y de la concepción estado-céntrica que ellas ofrecen de los derechos fundamentales. Tradicionalmente, se ha restringido a personas sujetas a persecuciones políticas, raciales o religiosas y no se ha aplicado a refugiados cuyos derechos de subsistencia han sido infringidos. Esta limitación refleja la fase paleo-liberal del constitucionalismo, en la cual, por un lado, los únicos derechos reconocidos fueron los derechos políticos y aquellos basados en libertades negativas y, por otro, las migraciones tuvieron lugar ampliamente entre los estados occidentales, especialmente de los países europeos a los de Norte y Sudamérica, y para su mutuo beneficio.

Actualmente, las cosas son muy diferentes. Sumados a los derechos clásicos de libertades negativas, las constituciones europeas contemporáneas y las cartas de derechos reconocen hoy una larga lista de derechos humanos positivos, no sólo a la vida y la libertad sino también a la subsistencia y la supervivencia. Estos derechos no se fundan en la ciudadanía y también constituyen la base de las nociones modernas de igualdad legal y de dignidad de la persona humana. No hay razón por la cual no proteger también estos derechos frente a graves violaciones, haciéndolos extensivos a refugiados económicos del mismo modo que a los políticos. En verdad, esta política resulta directamente de los artículos 13 y 14 de la Declaración Universal de 1948, que se refiere a la libertad de movimiento dentro de “cada estado”.

Por el contrario, en el presente es la tesis restrictiva la que parece prevalecer, como consecuencia de leyes de inmigración más duras y de más rígida aplicación, o, peor aún, de su tácita violación. De esta política resulta la clausura de Occidente. Entraña el riesgo tanto de minar el diseño universalista de Naciones Unidas como de deformar nuestras democracias a través de la creación de una regresiva identidad europea, cimentada en torno al odio “del otro” y a lo que Habermas ha denominado el “chovinismo del bienestar”. En realidad, existe un vinculo íntimo entre democracia e igualdad, por un lado, y entre desigualdad de derechos y racismo, por el otro. Así como la paridad de derechos genera un sentido de igualdad basado en el respeto del otro como un igual, la desigualdad en su titularidad produce una imagen del otro como diferente, como alguien que debe ser antropológicamente inferior porque lo es legalmente.

Realismo a corto y largo plazo: el papel de la ciencia jurídica.

El proyecto universalizante de paz e igual titularidad de derechos fundamentales para todos los seres humanos contenido en las garantías de la Carta de Naciones Unidas es comúnmente criticado como utópico. Aunque tiene su base en el derecho internacional existente, se dice que tal proyecto no es práctico porque se estrella con las relaciones de poder que siempre han dominado la historia.

Esta oposición entre realismo y utopismo no describe apropiadamente la situación. La distinción real debe hacerse entre realismo a corto y a largo plazo. La más irreal de las hipótesis es imaginar que la realidad permanecerá igual para siempre, que podremos mantener indefinidamente democracias ricas y cómodas y seguros niveles de vida con hambrunas y miseria en el resto del mundo. Desde un punto de vista realista, nada de esto puede durar. Aunque aparezca como poco realista en el corto plazo, como quedó demostrado con muchos de los recientes fracasos de Naciones Unidas, el proyecto jurídico que está en la base del constitucionalismo global es la única alternativa realista a la guerra, la destrucción, el surgimiento de una variedad de fundamentalismos, los conflictos étnicos, el terrorismo, el aumento del hambre y la miseria general. Luego del fracaso de las utopías revolucionarias de este siglo, basadas en la devaluación “realista” del sistema de derecho, debería reconocerse que no hay alternativa realista al estado de derecho. Después de todo, aún el realismo político esta fundado en una utopía jurídica: así, la creencia que las leyes internas pueden detener la presión de los excluidos en las fronteras nacionales. Como ocurre siempre que la ley es desplegada para detener un fenómeno masivo (como el aborto o las drogas, por ejemplo) el único resultado es volverlo clandestino y arrastrar a la gente involucrada en él hacia el crimen. En este sentido, el preámbulo de la Declaración de 1948 identifica la violación de los derechos humanos como la principal causa de la guerra y la violencia.

El argumento precedente sugiere que la cultura filosófica y jurídica tiene un deber importante. Hay una paradoja epistemológica en el corazón de estas disciplinas. Y es que somos parte del universo que describimos y por eso contribuimos, quizás más de lo que somos conscientes, a hacerlo. El modo en que el sistema de derecho es y el modo en que será también dependen de la cultura jurídica prevalente. Más aún si queremos que el derecho constitucional e internacional sean tomados en serio. La ciencia jurídica nunca se ha limitado al estudio y al comentario de cómo es el derecho o de cómo debería ser desarrollado. Siempre ha producido imágenes del derecho y del orden jurídico, que implican un sentido compartido de las razones para la obediencia política. Esto fue verdad con el Rechtstaat y sigue siéndolo con nuestras aún frágiles democracias. No hay razón para creer que esto será diferente con el derecho internacional, especialmente si se considera que el nuevo paradigrna de la primacía y garantía de los derechos humanos como condiciones para la paz mundial y la coexistencia refleja las crecientes expectativas y el sentido común de los pueblos a medida que toman conciencia gradual del incremento de la interdependencia global.

Bibliografía

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