Entrevista a Luigi Ferrajoli

Gerardo Pisarello
Universidad Complutense de Madrid, España
Ramón Suriano
Universidad Complutense de Madrid, España

Entrevista a Luigi Ferrajoli

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998, pp. 187 -192

Luigi Ferrajoli nació en Florencia en 1940. Ha ejercido como juez entre 1967 y 1975, vinculado el grupo conocido como Magistratura Democrática. Desde 1970 es profesor de Filosofía del Derecho y de Teoría General del Derecho en la Universidad de Camerino. Es autor de una Teoría assiomatizzata del diritto (Milán, 1970) y del libro Democrazia autoritaria . capitalismo maturo, en colaboración con Danilo Zolo (Milán, 1978). En 1989 publicó Diritto. Ragione. Teoría del garan-tismo penale (editada en español por Trotta, Madrid, 1995), considerada uno de los mejores manuales contemporáneos de Derecho penal y Filosofía del Derecho. Entre sus últimas producciones se encuentra La sovranità nel mondo moderno (Roma, 1997).

La presente entrevista fue realizada en ocasión de la estancia del Profesor Ferrajoli en la Universidad Carlos III de Madrid, en mayo de 1997.

1. ¿Qué papel desempeña el garantismo en el paradigma del Estado constitucional?

La palabra garantismo es nueva en el léxico jurídico. Fue introducida en Italia en los años 70 en el ámbito del Derecho penal. Sin embargo, creo que puede extenderse a todo el sistema de garantías de los derechos fundamentales. En este sentido, el garantismo es sinónimo de Estado constitucional de Derecho.

De ahí que en un sistema jurídico concebido como Estado de Derecho en sentido fuerte, en el cual la ley no es sólo condicionante sino que también está condicionada por el respeto a los derechos fundamentales, el elemento distintivo respecto del paradigma paleopositivista es la mutación de las condiciones de validez. En el Derecho moderno primigenio la norma de reconocimiento consistía simplemente en el principio de legalidad, acorde a la fórmula hobbesiana auctoritas facit legem. La validez equivalía a la existencia de las normas y la existencia implicaba a su vez validez, en el sentido kelseniano pero también de Hart o Bobbio. Por el contrario, en el paradigma constitucional las leyes están subordinadas no sólo a normas formales sobre su producción sino también a normas sustanciales, esto es, a los derechos fundamentales establecidos en la constitución. Por eso, las condiciones de validez de las normas son también sustanciales, con el resultado de que mientras el respeto del procedimiento formal es suficiente para asegurar su existencia o vigencia, la validez de las mismas exige coherencia con los principios constitucionales.

Esta disociación entre validez y existencia, entre validez y vigencia, comporta una virtual ilegitimidad de las normas de grado inferior. Una de las características del Estado de Derecho es la potencial ilegitimidad del propio Derecho. En otras palabras, en el Estado constitucional de Derecho se incorpora no sólo el ser sino el deber ser del Derecho, por lo que el Derecho legislativo queda sometido al propio Derecho y por lo tanto es posible su ilegitimidad. Esto era inconcebible en el positivismo primitivo e incluso en la teoría primitiva de la democracia, caracterizada por la omnipotencia del Parlamento, de la política, del legislador. Hoy, esta omnipotencia no es aceptable. El Estado constitucional de Derecho es un Estado de Derecho perfeccionado en el que no existe poder que no esté sujeto a las leyes. Aún el legislador está sujeto a la ley.

2. ¿Podría interpretarse esta propuesta garantista en términos de más Locke y menos Rousseau?

En un cierto sentido, sí. El valor principal de la idea de democracia en Rousseau es la primacía de la voluntad general como expresión de la soberanía popular. Es claro que Rousseau está en los orígenes de la democracia política, que si bien es una dimensión esencial de la democracia, en la democracia constitucional no es ya una dimensión exclusiva. En el paradigma constitucional o garantista deja de ser cierto que todo aquello que decida la mayoría tenga validez. Ninguna mayoría, ni por unanimidad, puede decidir la supresión, la limitación de los derechos fundamentales. Esto significa por tanto que a la dimensión política de la democracia, que yo llamo formal porque garantiza la forma de producción de las normas, el quién. cómo se decide, se agrega una dimensión sustancial, referida al qué no es lícito decidir por las mayorías y al qué cosa deben decidir incluso las mayorías.

En este aspecto, se trata de un paradigma definitivamente liberal, lockeano. Sin embargo, la diferencia reside en el desarrollo de los derechos fundamentales. Ya no se trata sólo de derechos negativos, derechos de libertad o de propiedad. Estos últimos, incluso, aparecían ambiguamente asociados a los de libertad cuando los derechos patrimoniales tienen una estructura totalmente diferente a los derechos fundamentales.

En el constitucionalismo moderno, por el contrario, junto a los derechos negativos de libertad existen también derechos a prestaciones positivas, derechos sociales a la educación, a la salud, a la subsistencia, al trabajo, es decir, derechos que involucran una expectativa de comportamiento ajeno y a los que deberían corresponder obligaciones o deberes públicos de hacer.

3. ¿Y cuál sería el papel de la jurisdicción en la protección de los derechos?

Cuanto más se desarrolla el sistema de límites y vínculos a los poderes públicos más aumenta el papel de la jurisdicción como órgano de control de la elaboración del Derecho.

Por un lado, el juez, en un sentido amplio que comprende la jurisdicción constitucional, tiene a su cargo el control de la legalidad producida por los poderes públicos. Por otro, en una teoría garantista, la jurisdicción aparece potentemente limitada. La fuente de legitimación de la jurisdicción no es democrática al modo de los poderes políticos o la tarea ejecutiva, por lo que su legitimidad viene dada por su sujeción a la ley. Y en una acepción más amplia de la palabra, por la verdad de sus decisiones. Ningún acto jurídico, a excepción de la sentencia, exige estar fundado sobre una motivación verdadera para ser válido. Las leyes, los negocios jurídicos, son actos que se caracterizan por la discrecionalidad o la autonomía de sus autores, y evidentemente no requieren de una motivación verdadera para tener validez. Por el contrario, las sentencias son actos cuya validez reposa sobre la prueba de los hechos que se discuten, sobre la fundamentación o verdad de su cualificación jurídica.

En esto radica la diferencia entre la legitimación de los jueces y la de los órganos políticos. Una sentencia es fundada, no sólo válida sino también justa, si su motivación es verdadera. A propósito de ello, el sentido de la célebre frase “siempre habrá jueces en Berlín”, es que siempre debe existir un juez en condiciones de absolver cuando todos piden la condena y de condenar cuando todos piden la absolución. En otras palabras, el consenso de la mayoría no hace verdadero lo que es falso ni falso lo que es verdadero; no transforma en verdadera una sentencia fundada en pruebas falsas o en la falta de pruebas, ni falsifica una sentencia que condene debidamente.

Esta especificidad de la jurisdicción, como digo, hace de ella un poder cuya legitimación difiere de la de los poderes políticos. Pero una vez más, esta posibilidad de fundar una sentencia sobre la verdad de la motivación de la decisión, depende de la existencia de garantías y de la observancia del principio de estricta legalidad. Por ejemplo, las hipótesis de actos castigados por el derecho penal deben ser taxativamente previstas, estrictamente dotadas de connotación empírica, de extensión determinada.

Cuando las leyes formulan delitos genéricos, como los delitos por “asociación subversiva”, “vilipendio”, y otras especies indeterminadas, las hipótesis acusatorias no resultan falseables ni verificables. En estos casos, existe un poder discrecional impropio por parte de los jueces. Todo el sistema de garantías penales y procesales está dirigido a minimizar el poder del juez, transformándolo en una actividad potencialmente cognitiva.

Naturalmente esto es imposible ya que el sistema de garantías puede reducir el espacio de discrecionalidad judicial pero no eliminarlo. Siempre hay un elemento de discrecionalidad, tanto en la valoración de las pruebas, que sólo permite justificar una afirmación de tipo probabilístico, como en la interpretación de la ley, igualmente opinable. Sin embargo, pese a que el principio de estricta legalidad constituye un modelo regulativo, lo importante es que la existencia de garantías eleva el grado de limitaciones al juez y facilita la decidibilidad de la verdad.

4. ¿Como se concibe el garantismo frente a la corrupción de los macropoderes estatales y privados?

El garantismo, en mi opinión, es un paradigma de carácter general, en el sentido que procura un sistema de límites y vínculos no sólo respecto del poder judicial sino de todos los demás poderes.

Es claro que la corrupción política equivale a la violación de la ley por parte de los poderes públicos. En este sentido, supone una ruptura del paradigma del Estado de Derecho, que exige la sujeción de los poderes a la ley, como también del sistema democrático, ya que la corrupción significa un doble Estado y, como fenómeno estructural, comporta la lesión de todos los principios democráticos: la publicidad, la transparencia, la responsabilidad, la visibilidad del poder. Por lo tanto, la corrupción, la ilegalidad del poder en general, violan el principio mismo del Estado de Derecho y de la democracia.

Sin embargo, incluso en Italia, hay quienes quieren ver el garantismo como la imposición de límites sólo para el juez, mientras existen poderes económicos y políticos que se pretenden absolutos. Esta idea es tributaria de la democracia liberal, y refleja una concepción verdaderamente neoabsolutista: la democracia consistiría en el poder ilimitado de la mayoría y la libertad, en el poder ilimitado del mercado.

El Estado de Derecho consiste, por el contrario, en la sumisión de estos poderes a la ley. Y la jurisdicción es el instrumento de control de la ilegalidad del poder. Por lo tanto, el garantismo, al ser una teoría general, no pude entenderse como la limitación exclusiva de la jurisdicción, como si los poderes políticos y económicos no estuvieran sujetos a límites que representen una garantía para los ciudadanos.

5. ¿Qué entiende usted por constitucionalismo global y qué relación guarda este concepto con el de ciudadanía?

Desde el punto de vista jurídico, disponemos ya de una embrionaria constitución global, integrada por la Carta de la ONU, la Declaración de derechos del 48, los Pactos de derechos del 66. Son cartas que han cambiado la naturaleza del derecho internacional subordinando también los Estados a la ley. El Estado de Derecho puso límites a la soberanía interna sujetando todos los poderes, incluso el legislativo, a las leyes. La Carta de la ONU, por su parte, ha puesto final a la soberanía externa, y con ella, al derecho a la guerra derivado de la misma. En cierto sentido, la ONU ha cambiado la naturaleza de las relaciones internacionales. Estas han pasado de estar regidas por un vínculo fáctico a constituir un ordenamiento jurídico, en el que los Estados se encuentran limitados, por un lado, por la prohibición de la guerra, y por otro, por la existencia de derechos fundamentales que ya no son protegidos sólo dentro de los Estados sino también frente a ellos.

El hecho es que todo esto descansa en la normatividad de la Carta. Por eso nos encontramos hoy frente a un constitucionalismo global carente de efectividad, fundamentalmente por falta de una jurisdicción internacional penal, constitucional, que pueda transformar estos derechos en justiciables. Ahora bien, lo que quiero decir es que tras la positivización de la Carta de la ONU y los demás Pactos de derechos, debemos hablar de una profunda ilegitimidad jurídica, antes que política o moral, en el sistema de relaciones internacionales. Y si tomamos el derecho internacional “en serio”, en el sentido de Dworkin, debemos leer la falta de garantías como lagunas de derecho que la cultura jurídica tiene que denunciar y la política colmar.

Naturalmente, el constitucionalismo global en este sentido aparece como un horizonte muy lejano y, en cierto modo, utópico. Pero no debemos olvidar que la construcción de la democracia misma, con todas sus imperfecciones, ha sido un proceso largo, de siglos. No creo, sin embargo, a propósito de esta contraposición entre realismo y utopismo, que sea realista pensar que un futuro de discriminaciones y desigualdades pueda prolongarse por mucho tiempo sin violencia, guerras, etc. Esto lo dice ya el preámbulo de la Carta de la ONU cuando sostiene que la convivencia pacífica sólo puede alcanzarse sobre la base del respeto a los derechos fundamentales.

Todo esto tiene que ver también con el problema de la ciudadanía. Y es que la ciudadanía, que nace como una categoría propia de la idea de soberanía, como fundamento de derechos, como base de la igualdad entre los ciudadanos, como base de la inclusión, se está transformando, en el actual sistema internacional, basado en la exclusión, en un verdadero privilegio de estado, en un requisito premoderno, en el último elemento que distingue a las personas por un accidente de nacimiento.

Esta concepción se presenta reñida con las constituciones internas que confieren ciertos derechos no sólo a los ciudadanos sino a las personas, pero sobre todo con la legislación internacional que garantiza derechos del hombre en general. Aunque se trata de un problema que no puede resolverse de la noche a la mañana, al menos es importante asumir la ilegitimidad de esta desigualdad, de las fronteras, la ilegitimidad vergonzosa, por ejemplo, de ciertas reacciones que se suscitan en mi país ante la desgracia albanesa. Pasará un tiempo muy largo para que ésto se resuelva, pero la toma de conciencia de esta situación por parte de la cultura jurídica me parece un primer paso fundamental.