ENTREVISTA A RODOLFO VÁZQUEZ

Interview to Rodolfo Vázquez

Manuel Atienza
Universidad de Alicante, España

ENTREVISTA A RODOLFO VÁZQUEZ

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 45, 2016, pp. 191 -218

Fecha de recepción: 03 Octubre 2016

1. La primera pregunta que quiero hacerte en esta entrevista que se publicará en la Revista de Filosofía del Derecho que tú fundaste es de carácter biográfico. Me gustaría que nos contaras cómo fue que te interesaste en la Filosofía del Derecho, y cuál fue tu trayectoria intelectual antes de convertirte en iusfilósofo.

Desde mediados de 1974 mi familia, padres y hermanos de origen argentino, estábamos ya instalados en la Ciudad de México. Para entonces había decidido estudiar filosofía, y por diversas circunstancias, ingresé en una universidad jesuita, la UIA, donde concluí los estudios de licenciatura y maestría. En ese periodo concentré mi atención en la filosofía clásica y medieval, y en áreas teóricas como la epistemología y la metafísica. Había iniciado, también en la UIA, la licenciatura en Derecho, interesado sobre todo en aquellas materias que consideraba de frontera con la filosofía –teoría del Estado y constitucional, derechos humanos, penal, por ejemplo– y motivado más por una responsabilidad de justicia y servicio social acorde con el ideario jesuita de la universidad que por un genuino interés por la profesión jurídica. Aun así, recuerdo con gran satisfacción las asignaturas que cursé con un jurista y humanista ejemplar de nombre Efraín González Morfín. En 1979 ingresé como profesor de tiempo completo en la que ha sido hasta la fecha mi universidad, el ITAM. Entre actividades administrativas y docentes, que requerían de una inmersión total, postergué el inicio del doctorado y la continuación de los estudios jurídicos, hasta que, como suele suceder, el encuentro con algunas personas, la lectura más selectiva de obras, y el mero paso de los años con un poco más de madurez intelectual, me encaminaron a la que sería mi vocación por la filosofía del derecho.

Bajo la guía de Fernando Salmerón, hacia fines de los ochenta, inicié el doctorado en filosofía en la UNAM, lo que me permitió familiarizarme con la filosofía analítica anglosajona y con autores modernos y contemporáneos, especialmente en las áreas de ética y filosofía política. Salmerón conocía también la filosofía del derecho argentina, que se venía desarrollando con grandes resultados académicos y que él mismo había promovido en México desde la dirección del Instituto de Investigaciones Filosóficas. Poco a poco me fue introduciendo en la lectura de sus autores más representativos. Por ese entonces, la revista Doxa, que tú fundaste, llevaba ya varios números publicados y, literalmente, los fui leyendo de cabo a rabo comenzando por ese estupendo número inaugural, de 1984, que me abrió las puertas al vasto mundo de los pensadores y de los problemas contemporáneos de la filosofía del derecho, y que en ese momento me resultaban toda una revelación.

Creo que este periplo, que he resumido apretadamente, me fue preparando para el que sería uno de los encuentros personales que más cambiaría sin duda mi vida académica y, en muchos sentidos, personal, que tuvo lugar en 1989, en uno de los congresos nacionales de filosofía celebrado en Xalapa, Veracruz: el encuentro con nuestro común maestro Ernesto Garzón Valdés. Había leído algunos escritos suyos y reseñado un libro que editó en 1985, Derecho y filosofía, donde había reunido los trabajos de varios iusfilósofos alemanes contemporáneos y en cuyo prólogo criticaba el uso indiscriminado de la expresión “positivismo jurídico” y la sospecha sobre la “complicidad positivista en la implantación de la barbarie nazi”. Con esas pocas armas –y ahora veo que con gran audacia– me le “apersoné” en el Congreso, y con su pro-verbial generosidad y ese trato jovial y siempre igualitario que tanto lo caracteriza, iniciamos una plática que se ha mantenido hasta el día de hoy. Como era de esperarse con Ernesto, comenzaron a surgir proyectos académicos de todo tipo. Uno de estos proyectos, producto de esa primera conversación, fue la organización al año siguiente de un par de seminarios en México. Uno de ellos estaría a su cargo y, para el otro, él me proponía invitar a un joven profesor español, disciplinado y brillante –son los términos que usó Ernesto–, que resultó ser Manuel Atienza. Esos seminarios se llevaron a cabo en 1990 y en ese momento dio inicio, además de nuestra amistad, otro capítulo de mi vida académica.

2. Pasemos entonces a tu producción iusfilosófica. En primer lugar, me gustaría que nos trazaras un mapa de tu recorrido intelectual durante estos últimos 25 años. ¿Cuáles son los temas de que te has ocupado? ¿Por qué esos temas y no otros? ¿Ha habido algún cambio de marcha en ese recorrido o más bien habría que hablar de un avance progresivo en una misma dirección? ¿Cuáles consideras que han sido tus principales aportaciones en el ámbito de la filosofía del Derecho?

La obra de Ernesto para los inicios de los noventa abarcaba una gran variedad de temas, fruto de su amplia producción intelectual. En 1993, sería reunida en su libro Ética, Derecho y Política. Este libro, junto con el de Carlos Nino de 1989, Ética y derechos humanos, y tu Introducción al Derecho, que habías publicado en 1985, marcarían en buena medida mi orientación hacia una filosofía del derecho normativista, crítica del positivismo jurídico y del jusnaturalismo, y ciertamente enmarcada dentro del giro hacia la “rehabilitación de la razón práctica” que se había inaugurado desde los setenta al impulso de, entre otras, la obra de John Rawls.

En 1992 concluí mis estudios de doctorado y opté por trabajar alrededor de una problemática que me había acompañado desde los ochenta y que sigue siendo un tema de permanente preocupación: la educación. Era una temática en la que confluían la filosofía práctica y el derecho, y que constituía un laboratorio de trabajo fecundo para poner a prueba una concepción liberal de la misma, crítica de los modelos, libertario, comunitarista y conservador, y justificada a su vez desde un enfoque igualitario y democrático. Los trabajos de Amy Gutmann, como los propios trabajos de Nino, en la línea de una educación democrática, desde un objetivismo constructivista, me dieron las pautas epistémicas para comenzar a valorar la necesidad de un acercamiento deliberativo en el ámbito de la educación –que podía ser igualmente aplicable, con mucho provecho, a otras problemáticas sociales–. A mediados de 1993 se presentó la oportunidad de hacer una estancia sabática en la Universidad de Oxford, donde pude redactar la tesis bajo la asesoría del propio Ernesto desde Alemania, de un querido profesor del ITAM –Carlos de la Isla– y de James Griffin, en Keble College. Al mismo tiempo, en los diferentes periodos en que se divide el calendario académico en Oxford tuve la fortuna de asistir a los seminarios de Ronald Dworkin, Gerald Cohen, Bernard Williams y Joseph Raz. Todo un privilegio que reafirmó mi firme dedicación a la filosofía del derecho. La tesis quedó concluida en 1995 y se publicaría en 1997 con el título Educación liberal. Un enfoque igualitario y democrático.

En 1991 Ernesto me había invitado a dirigir con él una colección de libros que comenzarían a publicarse bajo el título de “Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política” en la editorial Fontamara de México. Nunca imaginé que podía dedicar parte de mi tiempo a labores de editor, y creo que hoy no dudaría en decir que si tuviera una segunda vida me dedicaría a respirar y vivir entre libros. Me acompañan siempre, los toco, lo huelo y los apilo cerca de mí. Me entusiasman, y de vez en cuando me releo y me descubro en ellos. Me han vacunado, para bien –o quizás para mal– de toda mediación tecnológica para acceder a ellos: prefiero el trato directo y “personal”. En el mismo año de 1991 daría inicio el Seminario “Eduardo García Máynez” sobre Teoría y Filosofía del Derecho, y un poco más adelante, en el otoño de 1994, haría su aparición el primer número de la revista Isonomía. Menciono estas tres actividades porque tenía la convicción de que, a partir de los libros, el seminario y la revista, sumado a un reforzamiento de la docencia en las áreas teóricas de la licenciatura en Derecho, se podía contribuir a revitalizar y actualizar la Filosofía del derecho en México. Por supuesto, no se estaba descubriendo el hilo negro, pero sí que después de un cierto letargo que caracterizó a la década de los ochenta, era necesario y, en cierta forma, urgente, ponernos al día con lo que se estaba produciendo y debatiendo en otras latitudes.

Con todo, poco se podía avanzar si al mismo tiempo no se apoyaba la formación de posgrado de nuestros estudiantes, fuera del país. Muchos de nuestros actuales profesores realizaron sus estudios en universidades extranjeras y se beneficiaron de esa gran red académica que se iba construyendo poco a poco con la generosidad de nuestros amigos y colegas. Esto era posible solo en la medida en que siguiéramos en la idea de superar cualquier tipo de actitud parroquial y de ser capaces de unir fuerzas entre las distintas universidades del país.

Concluido el doctorado, en los años siguientes completé la licenciatura en Derecho en el ITAM. Durante un buen tiempo pensé, con cierta culpa, que el camino debía haber sido a la inversa: desde el derecho hacia la filosofía, quizás por aquella idea de Bobbio de que la filosofía del derecho más robusta es la que realizan los juristas, y no los filósofos desde cosmovisiones preconcebidas. Hoy pienso que esta dicotomía bobbiana esconde una concepción escindida entre el derecho que es y el derecho que debe ser, que no da cuenta de la dimensión totalizadora de la filosofía en su carácter justificatorio. La filosofía del derecho es un saber de orden práctico, orientado a resolver conflictos y procurar la cooperación pacífica en la sociedad. Si es así, el análisis descriptivo de las normas debería constituir, en el mejor de los casos, una etapa inicial en el proceso que debe concluir en una función, como decía, justificatoria. En este sentido, me uno a los críticos del positivismo analítico, que es la mejor versión del positivismo, no para rechazarlo, sino para cuestionarlo y trascenderlo en lo que se ha dado en llamar un postpositivismo. En cualquier caso, para fines de los noventa, estaba terminada mi tesis de licenciatura, que se publicaría en 2001, con el título Liberalismo, estado de derecho y minorías, con un prólogo espléndido de Ernesto.

Junto con el tema de la educación, los problemas relacionados con la ética médica y la salud ocuparon también un lugar central en mis intereses académicos. He abordado su problemática desde la filosofía del derecho o, si se quiere, desde la bioética y el derecho. De nueva cuenta, la bioética constituye un campo muy fértil para reflexionar sobre temas de frontera, de mucho vértigo intelectual por el mismo carácter novedoso que introducen los descubrimientos de la ciencia y el dinamismo propio de las aplicaciones tecnológicas. Gracias a la hospitalidad y amistad de Paolo Comanducci, Cristina Redondo y Riccardo Guastini, aproveché una estancia sabática en Génova, en el año 2000, donde pude iniciar una investigación más disciplinada sobre algunos problemas de la bioética que culminaría con la publicación del libro Del aborto a la clonación. Principios de una bioética liberal en 2004. En este libro abordé temas como el aborto, la eutanasia, la reproducción asistida, el trasplante de órganos, la genética, la clonación, e incluí un capítulo inicial sobre “Teorías, principios y reglas” en el que intenté desarrollar la idea de “equilibrio reflexivo” de Rawls, aplicada al campo de la bioética, y proponer varios ejercicios de ponderación entre principios y derechos a partir del análisis de algunos casos paradigmáticos. Asimismo, con destacados científicos como Ruy Pérez Tamayo, Rubén Lisker y Ricardo Tapia, y con el apoyo decidido de una reconocida académica y feminista, Marta Lamas, decidimos fundar el Colegio de Bioética A. C. Uno de los principales propósitos era desarrollar y consolidar en el país una bioética laica, liberal, incluyente, con perspectiva de género y solidaria, que sirviera de contrapeso a la bioética confesional y conservadora que tenía y tiene como principal portavoz a un buen sector de la iglesia católica. Si algún activismo he incorporado a mi vida académica es éste que te comento.

Después de varios años dedicados a la docencia creo que nace de una manera espontánea la necesidad de poner en blanco y negro los temas, problemas e ideas que has ido desarrollando clase por clase, y que en mi caso correspondieron a los cursos de Filosofía y de Teoría del Derecho. En 2006, con una reedición ampliada en 2010, publiqué Entre la libertad y la igualdad. Introducción a la Filosofía del Derecho, y en 2008, con la colaboración de Farid Barquet, Jorge García Azaola y Andrea Meraz, Teoría del Derecho. El primero de estos libros daba cuenta de una filosofía analítica del derecho dispuesta sin falsos temores a incorporar conceptos metafísicos como condición de cualquier discurso racional, en la línea de una metafísica descriptiva a la Strawson y Platts, y anclada en una metaética objetivista “mínima” para responder a la multiplicidad de problemas ético-jurídicos. Una filosofía del derecho que, en tanto crítica, incorporase en su argumentación principios de justicia y permitiese a los juristas ofrecer vías de solución a los problemas, en tanto juristas, y no en tanto moralistas o politólogos. La teoría subyacente a esta pretensión era la liberal igualitaria, y desde ella, intenté responder a temas como la relación entre el derecho y la moral; la valoración moral de algunos problemas de interés jurídico como la justificación de las penas, los supuestos filosóficos del análisis económico del derecho, o las relaciones entre privacidad y publicidad; la igualdad y los derechos humanos; la justificación del Estado de Derecho en un entorno de globalización y –no podía estar ausente– para cerrar el libro el tema sobre modelos teóricos y enseñanza del derecho.

Por su parte, en Teoría del Derecho traté de ajustarme al plan de estudios de la Facultad de Derecho de la UNAM, tomando todas las libertades necesarias para escribir un libro moderno y actualizado respecto de los debates contemporáneos sobre la materia. El índice incluía una teoría de las normas y de los ordenamientos jurídicos, un análisis de los conceptos jurídicos fundamentales, así como una exposición de las diversas teorías de la argumentación jurídica y de los diversos argumentos interpretativos. Una de las unidades bisagra entre la teoría y la metodología jurídicas estuvo dedicada a explicar los diversos modelos de ciencia jurídica desde Kelsen hasta nuestros días –pasando por autores como Hart, Alchourrón y Bulygin, Dworkin, Schmill, entre otros– en una síntesis muy apretada, como demandaban las condiciones del libro, pero necesaria para explicar los debates sobre epistemología contemporánea.

A partir de la crisis de 2008 resultaba casi obligado dirigir la atención a su impacto en la organización política de los Estados, comprendidos éstos en un entorno mundial, así como las relaciones sociales hacia el interior de los mismos. En nuestra región latinoamericana había buenas razones para pensar que el proyecto de una democracia constitucional había cumplido muy escasamente con las promesas anunciadas, y a los ancestrales problemas de pobreza, desigualdad y corrupción se sumaban ahora los de una creciente impunidad, violencia e ingobernabilidad. Durante una estancia sabática en Madrid, gracias a la generosa invitación de Isabel Wences y José María Sauca, y a los encuentros y diálogos con tantos amigos de diversas universidades del país, pude dar un poco de orden a algunas ideas relacionadas con el Estado de derecho, el constitucionalismo, los derechos sociales y la justicia global. Intenté analizar estas ideas desde lo que me parecía que podía ser el proyecto de un nuevo consenso socialdemócrata para nuestros países. Debía tratarse de un consenso liberal y progresista, que tomara distancia de los excesos populistas, de la cerrazón nacionalista y de cualquier tipo de dogmatismo autoritario, y reafirmara la necesidad de una democracia plural, incluyente y representativa, con la mirada siempre puesta en los grupos más vulnerables. ¿Cómo construir una socialdemocracia sin nostalgias por un Estado de bienestar rebasado por las demandas sociales, en un contexto mundializado? Traté de ofrecer algunas respuestas desde la filosofía del derecho en un libro que se publicaría en 2012 con el título Consenso socialdemócrata y constitucionalismo.

En los últimos años y a raíz de una reforma constitucional en materia de derechos humanos en México –reforma de gran calado de mediados de 2011– retomé algunas ideas que había trabajado sobre derechos humanos y las organicé distinguiendo los diversos ámbitos: individual, social –a partir de algunos colectivos concretos–, e institucional. Suena ambicioso pero mi pretensión era muy modesta: realizar una lectura crítica de algunas propuestas normativas sobre los derechos humanos en sede legislativa, judicial y doctrinaria, que requieren de una reflexión filosófica atenta, y que no siempre es asumida ni comprendida a cabalidad por los propios operadores jurídicos. Reuní estas reflexiones en el libro Derechos humanos. Una lectura liberal igualitaria, publicado en 2015.

Siempre he pensado que la formación de un jurista queda incompleta si carece de una comprensión de la historia de las instituciones y si es incapaz de situarse política y socialmente en la realidad nacional y mundial que le ha tocado vivir. Estoy convencido, también, que todo jurista debe familiarizarse con los pensadores clásicos para que pueda percatarse con una buena dosis de humildad de que las grandes preguntas han sido ya formuladas por cabezas pensantes que cimentaron o pusieron las bases de nuestra cultura contemporánea. La enseñanza del derecho debe imbricarse, entonces, con los estudios históricos y con la impartición de seminarios sobre clásicos que alimenten la capacidad de asombro y la posibilidad de ejercitar la duda de forma inteligente. Desde 2007, con varios colegas del ITAM y de otras universidades, dimos inicio al Seminario “Lectura contemporánea de los clásicos”, formulándonos una pregunta canónica: ¿por qué leer [al clásico en cuestión] hoy? Iniciamos, como recordarás, con tu seminario sobre Marx, quizás motivados por aquella frase que te gusta citar, con toda razón: “a quien no ha leído a Marx, se le nota”. Con el tiempo, junto al Seminario “Eduardo García Máynez”, se han ido incorporando otros seminarios, en respuesta a la necesidad de ampliar la reflexión filosófica, y de derecho comparado, a otras áreas jurídicas más específicas, como el derecho privado, el constitucional y el penal. Para mí, todos estos seminarios han sido y son la necesaria culminación, como decía, de una formación jurídica integral.

Si volteo la mirada hacia atrás, en estos últimos 25 años, desde aquellos seminarios iniciales de 1990, no creo percibir rupturas o grandes desencantos, sino más bien, como creo que se desprende de la respuesta, una continuidad que se ha ido desarrollando progresivamente y por incorporación de nuevos problemas y necesidades propias de la profesión. Eso sí, de lo que no tengo duda alguna es de que, cuanto más profundizas en este vasto mundo de la filosofía del derecho, mayor conocimiento vas adquiriendo de su riqueza y de sus potencialidades, aunque al mismo tiempo también adquieres una enorme conciencia de tus propias carencias y limitaciones.

3. Me gustaría ahora que profundizáramos en alguna de las cuestiones de las que has hablado y que transcurren por todos los campos de la Filosofía del Derecho. Empecemos por el tema de la educación. ¿Crees que está en peligro la enseñanza de la Filosofía del Derecho de cara al futuro, o te parece que, por el contrario, la Filosofía jurídica está adquiriendo, en los últimos tiempos, más peso del que antes tenía en lo que podemos considerar como nuestras culturas jurídicas? Y tú que posees una formación tanto jurídica como filosófica y que has tenido mucho contacto tanto con filósofos no juristas como con sociólogos, politólogos, etcétera, ¿por qué crees que, al menos en el mundo latino, los filósofos y los científicos sociales no parecen tener por lo general mucho interés en el Derecho y suelen carecer lisa y llanamente de cultura jurídica? ¿O te parece que no es así? Y, en fin, ¿qué piensas de lo que suele llamarse “nueva pedagogía” y del papel que está jugando en la forma de encarar la enseñanza del Derecho y la investigación jurídica –me refiero a lo de la educación basada en competencias, a lo que en España llamamos “plan Bolonia” y a cosas por el estilo–? ¿Te parece compatible con lo que tú entiendes por “educación liberal”? ¿Qué peligros amenazan hoy tu modelo de educación liberal?

Permíteme comenzar por el último paquete de preguntas. El plan Bolonia y la nueva pedagogía por competencias no son fenómenos aislados sino que se inscriben en un programa intelectual y político más amplio que, aun con todo lo ambiguo y denostado del término, podríamos denominar “neoliberal”. El término no debe circunscribirse sólo a la economía: abarca también a la política, al derecho, y ciertamente a la educación. Lo que me parece importante entender es que para el neoliberalismo la institución del mercado es algo bueno per se: es un procesador de información que, a partir del sistema de precios y de un ejercicio competitivo, permite determinar con eficiencia qué, cuánto y cómo producir los bienes que demandan los consumidores. El mercado se vuelve un fetiche que, en su propio dinamismo, en la medida en que se minimicen los factores de distorsión, producirá las bondades requeridas para cualquier sociedad medianamente decente. La democracia misma debe entenderse en términos de mercado con actores racionales que maximizan sus preferencias electorales, al menor costo posible. El Estado tiene la encomienda de supervisar que las transacciones se realicen de la manera más segura posible estableciendo correctamente, entre otras cosas, los derechos de propiedad. Se trataría de un Estado gendarme y regulador. Cualquier otro tipo de atribución para el Estado se deslizaría hacia un bienestarismo paternal contrario al desarrollo pleno de las libertades individuales. En el proceso educativo hay consumidores racionales y las instituciones encargadas de satisfacer sus preferencias deben estar atentas a las señales del mercado para identificar el tipo de competencias o capacidades que se requiere satisfacer para que, en definitiva, el futuro egresado se desempeñe con productividad y eficiencia, y sigamos reproduciendo el proceso económico. Por supuesto, aquellos conocimientos o habilidades que no satisfagan las exigencias del mercado, o aquellos cuyo costo de implementación sea mayor que el beneficio producido para la sociedad, deben eliminarse. En esta lógica las ciencias sociales y las humanidades tenderán a desaparecer de los curricula universitarios.

Un esquema como el que acabo de describir en sus líneas generales no es compatible con lo que he defendido como una educación liberal, igualitaria y democrática. El mercado no es algo bueno per se: debe ser usado como un instrumento más, poniéndolo al servicio de una lucha real y efectiva contra la pobreza y las desigualdades sociales. En el contexto de esta concepción el Estado no debe comprometerse exclusivamente con deberes negativos, sino también y primordialmente con deberes positivos en términos de garantizar un piso parejo y condiciones de igualdad de oportunidades tanto en el acceso como en el punto de partida, sin olvidar las condiciones que hacen posible la permanencia del educando a lo largo del proceso educativo –a través de, entre otras, cuando sea el caso, un robusto sistema de becas–. En términos democráticos, sería insuficiente garantizar las reglas procedimentales de competencia electoral: también deben garantizarse las precondiciones sustantivas que hacen posible el mismo juego democrático y que no son otras que los derechos humanos, tanto individuales como sociales. Bajo estos supuestos, una educación liberal no debe quedar determinada por las exigencias del mercado, sino más bien por finalidades que lo trasciendan, de modo tal que el futuro egresado sea capaz de “domarlo” y de poner los límites que exige la salvaguarda incondicional de los derechos humanos, con un responsable “sentido de justicia”. Si esto es así, creo que la primera obligación de las universidades es reforzar sus áreas de sociales y humanidades. Deberían esforzarse, en primerísimo lugar, por formar buenos ciudadanos. Aclaro: no ciudadanos buenos (sigo siendo un ferviente liberal), sino buenos ciudadanos. Pretender encorsetar la educación en un esquema Bolonia, orientado exclusivamente a las habilidades competenciales de especialistas, emprendedores, técnicos o líderes, se encontraría algo así como en las antípodas de mi propuesta educativa.

Uno de los efectos colaterales de la educación neoliberal es separar las competencias deseables según las áreas de especialización, jurídica, económica o política. Se elimina el sentido unificador de las ciencias sociales y, por supuesto, cualquier pretensión normativista o justificatoria. En los curricula de Economía y Política prácticamente se ha eliminado toda referencia a una posible filosofía de la economía o filosofía política. La expresión “Teoría de…”, le ha ganado la batalla a la de “Filosofía de…”. Como decía más arriba, el ser se ha escindido radicalmente del deber ser. Si quieres ser científico de la economía o de la política, piensa como científico: asume un punto de vista externo, neutral-avalorativo y empírico-descriptivista. Todo lo demás son meras charlas de café. Da la impresión de que en la práctica nos hemos instalado eficaz y confortablemente en una concepción pre-rawlsiana de las ciencias sociales. Thomas Piketty, en su libro El capital en el siglo XXI decía –creo que con razón– de que era hora ya de que la Economía supere su pasión infantil por las matemáticas y por la especulación puramente teórica, que deviene en ideológica, y recupere su dimensión interdisciplinaria, histórica y práctica. El Derecho no ha sido ajeno a esta atomización de las ciencias sociales, y yo diría que ha operado un desinterés tanto de los economistas y politólogos por la cultura jurídica, como de los propios juristas por la cultura económica o política. La solución se dice fácil, pero presupone una renovación curricular en cuyo contexto se comprenda de nueva cuenta al derecho –y a la economía y a la política– como una subdisciplina de la ciencia social. Parafraseando a Piketty, creo que ya es hora de que el Derecho supere su pasión infantil por el positivismo formalista y la pretendida neutralidad axiológica, que también deviene en ideológica, y se comprenda como un saber práctico.

Para ser más específicos, a la Filosofía del derecho he procurado situarla dentro de lo que podría ser el paradigma de la modernidad ilustrada, liberal y democrática, y he tomado distancia de otros dos paradigmas: el paradigma pre-moderno, tradicionalista, “jurisprudencial y doctrinal”, en los términos de Ferrajoli, relacionado con algunas concepciones jusnaturalistas, y el paradigma posmoderno, escéptico y decisionista propio de algunas propuestas realistas del derecho. No soy de los que piensan que es posible construir una suerte de síntesis superadora de estos tres paradigmas que tome lo mejor de cada uno y construya… ¿qué? Cualquier intento en esta dirección, me parece, ha terminado por diluir cada concepción en una suerte de lugares comunes irrelevantes. Creo que desde Rawls y siguiendo la ruta de una rehabilitación de la razón práctica en el marco de la modernidad –y a diferencia de lo que ocurre con la Economía y la Ciencia Política–sí que se está operando poco a poco un reposicionamiento de la Filosofía del Derecho–que también se va desprendiendo de su ropaje formalista sin necesidad de levantarle un acta de defunción al positivismo analítico– a partir de la aceptación de dos proposiciones en las que recojo tus ideas y la de otros pensadores afines, entre los que me incluyo, a saber: I) El Derecho debe entenderse como una realidad dinámica que consiste en una práctica social compleja que incluye, además de normas y procedimientos, valores, acciones y agentes; que considera enunciados que juegan un papel relevante en el razonamiento práctico incorporando otras esferas de la razón práctica como la moral, la economía y la política; y que se concibe como instrumento para prevenir o resolver conflictos y, al mismo tiempo, como un medio para la obtención de fines sociales. II) La razón jurídica no debe entenderse como razón estratégica o funcional medida por criterios de éxito o de eficiencia, sino por pretensiones de corrección, de justicia o de legitimidad, que se determinan a partir del diálogo y del consenso como criterios de justificación; y que esta justificación sólo es posible bajo la convicción de que existen criterios objetivos, contra la arbitrariedad, que le otorgan un carácter crítico y racional, así como un conjunto de necesidades y capacidades básicas de los seres humanos con las que el Derecho se encuentra vinculado.

4. ¿Cómo ves la enseñanza del Derecho y de la Filosofía del Derecho en México y en el conjunto de los países latinos, de América y de Europa? Aunque ya has dicho algo en la respuesta anterior ¿cómo diseñarías tú un programa de Filosofía del Derecho para estos países? ¿Y qué materias que caen en el ámbito de lo que solemos llamar Filosofía del Derecho deberían incluirse en un plan de estudios jurídicos?

Con mucha tenacidad, con el objetivo de incorporarnos a los debates contemporáneos en las ciencias sociales, y debido a la necesidad misma de replantearnos los problemas jurídicos desde un enfoque global, crítico y propositivo, en el mundo latino hemos ido abandonando las concepciones iusnaturalistas y iuspositivistas ortodoxas, así como sus correspondientes modelos de enseñanza. Esto no quiere decir que no existan en nuestros países instituciones universitarias ancladas en concepciones estatistas, legalistas y dogmáticas del derecho, reforzadoras del statu quo. Sorprende en verdad su capacidad de resistencia, pero pienso que irán desapareciendo poco a poco. Lo que sí no hemos sabido incorporar a nuestros curricula han sido las concepciones críticas del derecho, y si bien desde una postura liberal presentan muchos puntos cuestionables, ha sido una gran omisión no incluir sus reflexiones en los contenidos de las materias jurídicas. Han sido los críticos quienes mejor han cuestionado los modelos clásicos en la enseñanza del derecho, quienes han arriesgado propuestas creativas para el diseño de los programas jurídicos y quienes mejor han comprendido la necesaria interdisciplinariedad del derecho con las ciencias sociales, así como la importancia de la narrativa histórica para la mejor comprensión de sus instituciones. Pienso que una concepción liberal del derecho, argumentativa y democrática, robustecería su propio modelo pedagógico dialogando y contrastándose con las propuestas de los críticos.

Dicho lo anterior, y si aceptamos que nuestros egresados deben ser ante todo unos “guardianes” de la deliberación democrática y unos “promotores activos” de la justicia, con un conocimiento sólido de su entorno histórico y socio-cultural, entonces necesitamos reforzar nuestros programas de derecho con una serie de cursos que me parece podrían ser los siguientes: 1) Teoría de las normas y de los ordenamientos jurídicos; 2) Conceptos jurídicos fundamentales y fuentes del derecho; 3) Historia de las ideas e instituciones jurídicas (con lectura de los clásicos en sus fuentes primarias); 4) Teoría y práctica de la argumentación jurídica (judicial, legislativa y litigiosa); 5) Sociología y crítica del Derecho; 6) Teoría de la democracia y derechos humanos; 7) Teoría de la justicia y derechos humanos. Este sería el cuerpo compacto de materias que integraría lo que en un sentido amplio entendería por Filosofía del Derecho. Estos cursos deberían impartirse a lo largo de la carrera jurídica del estudiante, y en interacción y diálogo con cada una de las llamadas materias “dogmáticas”. En la etapa final de su licenciatura se ofrecería un conjunto de materias opcionales, tipo seminario, sobre temas sociales selectos impartidas desde un enfoque interdisciplinar y abiertas a todos los alumnos de Economía, Derecho y Ciencia Política.

Como ves, no soy muy imaginativo como para proponer una reestructuración radical de nuestros curricula de Derecho; creo que con algunas reformas de fondo sería suficiente. Las preguntas que quedan pendientes son complicadas y se mueven en ese difícil terreno de la política educativa que supone la elección de alternativas y su impacto en la selección de profesores para integrar la facultad, o en la selección de alumnos de acuerdo con el perfil de egresado que se quiera. Pero esto ya es otro asunto.

5. Otro campo de estudio al que has dedicado mucha atención es el de la bioética. Dices haber tratado de desarrollar y consolidar en el país (en México)“una bioética laica, liberal, incluyente con perspectiva de género y solidaria”, y que eso te ha llevado también a incorporar cierto activismo en tu vida académica. Al respecto, quiero plantearte dos preguntas. Primera: ¿Ha sido realmente un proyecto exitoso? ¿En qué sentido? Y segunda: ¿Podrías aclararnos un poco más de qué manera sirve la noción de “equilibrio reflexivo” de Rawls para solucionar los problemas bioéticos? ¿Qué tipo de dificultad involucran: teórica, conceptual, o de otro tipo?

Hoy día es un lugar común afirmar que la medicina, según la célebre frase de Stephen Toulmin, “ha venido a salvar la vida de la ética”, es decir, a rescatarla de la rigidez y la abstracción excesiva que la caracterizó hasta principios de la década de los setenta. Si pensamos que el término “bioética” fue empleado por primera vez por Potter en 1971, y que uno de los libros vertebrales sobre la materia, Principles of Biomedical Ethics, de Beauchamp y Childress, fue publicado a finales de esa década, debemos reconocer que esta disciplina es una recién llegada al escenario de la filosofía y del conocimiento en general. Tradicionalmente los temas de la bioética eran objeto de preocupación de los propios médicos y eran ellos mismos quienes se planteaban de manera poco rigurosa los grandes dilemas morales. Asimismo, los problemas de vida o muerte parecían, por lo general, ser un coto cerrado y exclusivo de los teólogos. De manera un tanto improvisada los legisladores–no necesariamente con formación jurídica y sin ningún conocimiento científico– dictaban leyes sobre la materia. De modo que la bioética como actividad practicada profesionalmente por filósofos y juristas es una ciencia joven.

Pese a su juventud, debemos reconocer que la literatura generada a partir de los setenta es quizás de las más abundantes en el campo de la ética aplicada, y cada día cobra más relevancia e interés en la propia literatura jurídica. Profesionalizar la bioética, y acercarse a su temática con una mirada científica, laica, plural y con pretensión de normarla desde un punto de vista jurídico, ha sido una batalla ardua en países que, como los nuestros en América Latina, se asientan en tradiciones profundamente conservadoras. Pero no hay marcha atrás. Creo que no se trata tanto de pensar en términos de éxitos o fracasos sino de aprender a leer los “signos de los tiempos” y acompañar los avances de la ciencia y la tecnología, sin prejuicios y con un ánimo de tolerancia y respeto por las diferencias. Desde este punto de vista, los logros alcanzados son incuestionables y en México no hemos sido la excepción. Sin duda, una asociación civil como el Colegio de Bioética ha contribuido significativamente a normalizar los conocimientos de bioética en el país y contribuir a su consolidación desde una visión, como decía, laica y liberal.

Desde el punto de vista de la filosofía del derecho tiene sentido preguntarse si las teorías éticas y los principios y reglas normativos deben considerarse relevantes para orientar las decisiones de los legisladores, del personal sanitario, de los funcionarios públicos de la salud y, de manera especial, de los diversos comités de ética hospitalarios. Y si deben serlo, cabe preguntar qué características deben reunir tales teorías, y tales principios y reglas, para resultar pertinentes. En general, se puede decir que respecto de esta problemática existen dos puntos de vista encontrados. Por una parte, se cree que, ante la imposibilidad de alcanzar algún consenso entre las diferentes teorías morales, el filósofo “modesto” debe limitarse al oficio de técnico en su disciplina. Por la otra, el filósofo “ambicioso” piensa que cualquier decisión pública se inscribe en un marco teórico que debe aplicarse a la resolución de cada uno de los casos que se presenten a su consideración. Los filósofos ambiciosos, a su vez, abogan por una concepción generalista de la moral (ética deontológica, utilitarista, de derecho natural, por ejemplo) o bien por una concepción particularista (contextualismo, casuística, ética del cuidado, de la virtud, entro otras posibles). En un terreno intermedio, que señala las limitaciones de cada una de las dos posiciones extremas, se ubican aquellos filósofos que apelan a un “equilibrio reflexivo” entre principios generales y convicciones particulares. Pienso en los propios Beauchamp y Childress a partir de la quinta edición de su libro, en 2001, o rawlsianos como Norman Daniels o Dan Brock, o en tus contribuciones a la bioética en un trabajo que titulaste “Juridificar la bioética”.

En una síntesis rigurosa diría que los principios normativos (y las reglas) son relevantes siempre que se acepten las siguientes condiciones: 1) su pluralidad y objetividad en tanto que expresan la exigencia de satisfacción de necesidades y capacidades básicas y presuponen una “moralidad común” –lo que Beauchamp y Childress llaman pretheoretical commonsense moral judgments en la línea del “sentido de justicia” de Rawls que, como sabemos, recupera la teoría de los sentimientos morales de la escuela escocesa; 2) el recurso al “equilibrio reflexivo” que permita la justificación de decisiones a partir de los llamados por Rawls “juicios ponderados”, “razonables” o “considerados”, con el fin de evitar el universalismo principalista deductivo, así como el particularismo relativista y, en el extremo, escéptico; 3) su valor prima facie y el recurso a la ponderación cuando dos principios o derechos entran en conflicto; 4) la distinción, si es necesaria, entre principios primarios (autonomía, dignidad e igualdad) y secundarios (paternalismo justificado, utilitarismo restringido o diferencia) y la prevalencia de los primeros sobre los segundos para determinar la carga de la prueba; finalmente, 5) la “subsunción”, que significa el tránsito necesario de los principios a las reglas con la mirada puesta en los casos concretos. El conjunto de principios y reglas –de resoluciones que fueran emanando de cada uno de los comités hospitalarios, estatales y a nivel nacional– irían conformando una suerte de “jurisprudencia”, que garantizaría continuidad en las decisiones y seguridad entre los ciudadanos, como paso previo para su formal incorporación a la normatividad oficial.

6. A propósito de tu libro de 2006, Entre la libertad y la igualdad. Introducción a la Filosofía del Derecho, afirmas haber incorporado “conceptos metafísicos” en la línea de Strawson y Platts. ¿Podrías poner algunos ejemplos de esos conceptos y de cómo los has analizado?¿Cómo se relaciona todo ello con la propuesta de un objetivismo moral “mínimo”?

Creo que para quienes tuvimos una formación filosófica inicial de corte clásico y tradicional no resultaba fácil tomar distancia del dualismo platónico, judeo-cristiano y cartesiano. La necesidad de dar respuesta a algunos problemas de la bioética, de la ética en general, y también de la filosofía política y jurídica, de un modo más acorde con el estado del arte de la ciencia y con un “sentido de justicia” en y para este mundo, obligaba a replantearse los supuestos antropológicos dualistas y cualquier tipo de filosofía práctica que implicara alguna referencia a algo trascendente. Con Strawson asumí una concepción de la persona entendida como particular básico al que se le pueden atribuir tanto propiedades corpóreas como estados de conciencia. A diferencia de lo que ocurre en el dualismo cartesiano, la noción de mente no es inteligible independientemente de la noción de persona. La lectura de Platts, en línea con Hart, me permitió comprender la importancia de las necesidades básicas entendidas como “categóricas, graves, urgentes, básicas y no sustituibles”, y la idea de que los derechos humanos deben tener correspondencia con ellas, sean estos derechos jurídicamente reconocidos en la sociedad o no. Esta concepción de los derechos, por otra parte, era perfectamente compatible con la idea de “coto vedado” de Garzón Valdés, que había incorporado ya en mi libro sobre Educación liberal. También Ernesto me había dado algunas claves de comprensión para un acceso negativo a la justicia que, sin duda, permitía un mayor consenso empírico y racional que las propuestas positivas. Esta vertiente negativa la usaría después para acceder a conceptos como el de dignidad personal, o para trazar una tipificación de las sociedades de acuerdo con las propuestas de Margalit, Shklar y Sen, entre otros autores. La lectura de Sen me permitió complementar la noción de necesidades básicas con la de capacidades, asumiendo las limitaciones de las primeras en términos de pasividad, mínimos de bienestar material y carácter estático. La noción de capacidades comprendía también a las libertades positivas con un sentido interdependiente y dinámico.

Desde el punto de vista de la metaética intenté fundamentar la propuesta de un liberalismo igualitario y democrático en una concepción objetivista que, siguiendo a Fishkin, se presentaba como crítica tanto de una concepción absolutista como de una concepción subjetivista de la moral. Pero no de cualquier objetivismo. No de teorías objetivistas que se proponían deducir principios morales a partir de las propiedades naturales o de los deseos o preferencias del ser humano, ni tampoco en teorías objetivistas que descansaran en la aceptación de premisas normativas obtenidas a partir de un consenso fáctico. Ambas teorías incurrían en la conocida falacia y no conseguían distinguir con claridad que –como tú lo has expresado correctamente–“objetivismo moral no equivale a realismo moral”. Desde Rawls hasta Nino, la vía más coherente con los postulados kantianos –racionalidad, coherencia e integridad–y con la tradición empirista inglesa hasta la metafísica descriptiva, me pareció la del constructivismo, que toma como punto de partida la “práctica social de la discusión moral”. Desde esta práctica es posible inferir como supuestos a priori un conjunto de principios normativos –autonomía, dignidad, igualdad– y derivar de los mismos una serie de derechos que, por ejemplo, constituirían las pre-condiciones de todo discurso democrático –en correspondencia, claro está, con las necesidades y capacidades–. La misma noción de persona moral, coherente con la definición propuesta por Strawson, debía entenderse como aquel particular que posee las propiedades fácticas necesarias–físicas y mentales– para ejercer tales derechos: capacidad de elegir fines, adoptar intereses y formar deseos; un sujeto subyacente a tales capacidades; separabilidad; independencia e individualidad. Esto para mí constituía el núcleo básico requerido para justificar una antropología y una ética normativa que diera cuenta de los problemas propios de la bioética, la filosofía política y la filosofía del derecho.

7. En tus últimos libros has abordado con detalle los temas del Estado de Derecho y de los derechos humanos (incluyendo los derechos sociales) que, obviamente, constituyen dos elementos básicos de cualquier teoría del Derecho. ¿Podrías aclararnos en qué sentido tu concepción postpositivista del Derecho se diferencia, desde ese punto de vista, de las orientaciones positivistas?

En la historia contemporánea de las ideas jurídicas y políticas hay dos momentos de quiebre con relación al iuspositivismo. El primero, desde la teoría del derecho, es la distinción propuesta por Dworkin entre principios y reglas que, como sabemos, obliga a Hart a revisar su concepción positivista de meros hechos, a partir de la tesis de la fuente social, para terminar proponiendo un híbrido que denominó “positivismo suave”, poco convincente. Creo que si incluimos límites sustantivos en el ordenamiento jurídico, en términos de imperativos morales de justicia, debemos hacernos cargo que ya desde el problema de la identificación del derecho hay que asumir un punto de vista crítico, interpretativo o argumentativo, ajeno al descriptivismo y a la pretendida neutralidad axiológica de la propuesta positivista. Aquí no hay concesiones posibles, ni términos medios. Es verdad que el positivismo analítico funciona muy bien como una herramienta fina de disección normativa (sin exageraciones estériles), pero creo que los logros indudables que se han obtenido se deben más a la herramienta analítica que a la propia concepción positivista. Desde este punto de vista, Normative Systems es un libro modélico, pero también diría que nada impide a un postpositivista hacer uso del método analítico y que, de igual manera, Las piezas del derecho sería otro libro modélico.

El segundo momento viene de la filosofía política a partir de la obra de Rawls. Una teoría de la justicia es el intento más serio, junto con el de Habermas, de ofrecer una fundamentación racional de las normas morales. Las condiciones ideales de racionalidad e imparcialidad para la construcción de los principios de justicia ofrecen un marco teórico sólido para la crítica del utilitarismo, del intuicionismo y de toda forma de emotivismo. Las vertientes escépticas o subjetivistas del positivismo jurídico parecerían situarse en una etapa anacrónicamente pre-rawlsiana. Por cierto, si algo debemos agradecerle a Dworkin es haber trasladado al mundo del derecho toda la discusión en torno a la teoría de la justicia de Rawls y el debate en torno a los problemas de igualdad. Por otra parte, uno de los conceptos básicos de la filosofía política es el de “autoridad normativa” y su vinculación lógica con la pretensión de obediencia. Esta pretensión implicaría una presunción de corrección (Alexy) o de legitimidad (Garzón Valdés) por parte de quien ordena con respecto a lo ordenado. Si esto es así, se puede decir que tal pretensión de corrección tiene una connotación moral y sostener, además, la tesis de que existe una conexión necesaria débil –en tanto se trata de pretensiones–entre derecho, política y moral.

Bajo tales premisas, pienso que a partir de Rawls y Dworkin había que replantearse seriamente el tránsito de un Estado legislativo a un Estado constitucional y democrático de derecho. En el mundo latino ese tránsito vendría de la mano de autores como Elías Díaz, Carlos Nino o Luigi Ferrajoli, y creo que hoy resultaría difícil e inútil pretender justificar un Estado de derecho desde enunciados formalistas y legalistas, en la línea de lo que el propio Ferrajoli ha llamado un “paleopositivismo”. He defendido en mis trabajos una concepción del Estado de derecho a partir de la satisfacción de cuatro exigencias: 1) primacía de la ley bajo el principio de imperatividad; 2) reconocimiento, protección, garantía y promoción de los derechos humanos; 3) control judicial de constitucionalidad y principio de independencia; y 4) responsabilidad de los servidores públicos bajo el principio de publicidad. Todas ellas condiciones necesarias y, en el conjunto, suficientes, para que exista un Estado de Derecho.

Ya me he referido en alguna respuesta anterior a la comprensión de los derechos como pre-condiciones del discurso democrático, justificados a partir de los principios de autonomía, dignidad e igualdad, pero quisiera decir algo más con respecto a los derechos sociales. Lo que me parece importante remarcar es que desde un punto de vista estructural, los derechos sociales no son derechos de una naturaleza necesariamente distinta a los llamados derechos civiles y políticos. No es correcto decir, sin más, que los derechos sociales son derechos de prestación mientras que los derechos civiles y políticos son derechos de libertad. Entre los derechos sociales encontramos libertades en sentido estricto, pero también entre los derechos civiles más básicos encontramos derechos de prestación. Creo que a estas alturas no se necesita insistir más en la idea de que la dualidad irreconciliable entre libertad negativa y libertad positiva, para dar cuenta de los derechos civiles y políticos y de los derechos sociales, respectivamente, resulta un binomio conceptual simplificador de una realidad interdependiente y mucho más compleja.

Por otra parte, se ha querido llevar la oposición “principio de libertad vs. principio de igualdad” al terreno de la justificación de los derechos civiles y políticos y de los derechos sociales; y de paso calificar a los partidarios de la primera justificación como de “derechas” y a los de la segunda como de “izquierdas”. Lo cierto es que la mera distribución igualitaria de bienes y recursos carece de una justificación independiente. Por ello se comprende que, como dice Laporta, la igualdad de riqueza, de bienes primarios, de necesidades, de capacidades básicas, es necesaria sólo en la medida en que sirve para alcanzar la igual consideración y respeto de las personas (Dworkin), la libertad para promover en nuestras vidas objetivos que tenemos razones para valorar (Sen), la libertad para elegir, organizar y ejecutar nuestros planes de vida (Nino). El acceso a bienes y recursos se presenta entonces como una condición necesaria, aunque no suficiente, para el logro de una vida autónoma y digna. Existe, de nueva cuenta, una unidad compleja entre derechos civiles y políticos y derechos sociales; una suerte de influencia recíproca y convivencia continua que neutraliza cualquier pretensión de apropiación de los mismos por la derecha o por la izquierda. En los Estados democráticos modernos, la constitucionalización es la instancia en la que suele diseñarse el tipo de poder estatal al que se encomendará la protección de los derechos, y este carácter supremo de la Constitución ha significado su necesaria rigidización, así como la creación de instituciones que permitan salvaguardar los derechos –incluyendo los sociales– contra cualquier imposición mayoritarista.

8. ¿Y qué piensas en relación con dos cuestiones vinculadas al Estado de Derecho y que, como sabes, fueron temas de discusión en el Congreso de Filosofía del Derecho del mundo latino que celebramos en Alicante: el papel de los jueces en la democracia y el fenómeno de la anomia?

La primera cuestión nos remite al argumento contramayoritario, y la segunda, entre otros temas, al problema de la corrupción y a la responsabilidad de los servidores públicos. Como bien dices, ambos se discutieron profusamente en el Congreso, y no podía ser de otra manera. Si algo ha caracterizado a nuestros países de América latina, por ejemplo, han sido los altos niveles de corrupción y de impunidad de que gozan nuestros funcionarios, incluidos nuestros jueces. Con respecto a la relación entre jueces y democracia creo que ha sido notoria en la región la emergencia del poder judicial como una condición necesaria para garantizar la gobernabilidad de nuestros países. En buena medida esto es explicable por el descrédito que han alcanzado los partidos políticos y la ineficacia del poder administrativo. Por supuesto, esta presencia activa del poder judicial ha presentado el lado oscuro y luminoso de las decisiones, aciertos e inconsistencias y una cierta incapacidad para reaccionar adecuadamente ante la opinión pública y sus demandas legítimas. Digamos que buena parte de nuestros jueces no están entrenados para participar en el debate público y contribuir a reforzar una democracia deliberativa. Hay que trabajar mucho para que salgan de esa caverna oscura del formalismo legalista en el que fueron educados y entrenados. Llevará tiempo, pero de nueva cuenta, no hay retorno.

Dicho lo anterior, soy de los que se toman en serio el valor intrínseco de la democracia constitucional, es decir, el derecho de todos los miembros del cuerpo político a participar en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas, pero al mismo tiempo estoy igualmente convencido de que es necesario mantener y reforzar un control judicial de constitucionalidad y de convencionalidad. ¿Se puede ser demócrata y al mismo tiempo privilegiar a un cuerpo de decisores con serias carencias de legitimidad democrática de origen? Pienso que sí, y sin extenderme mucho en la respuesta contestaría que más allá de intentar asegurar algunos mecanismos de legitimidad de origen (por ejemplo, la participación de la Cámara de diputados en el proceso de selección y elección de los jueces), es el poder judicial el que tiene la tarea de garantizar las condiciones que hagan posible precisamente el ejercicio deliberativo de la democracia. No la tienen el poder legislativo o el poder popular, por la sola razón de que si el proceso mismo está viciado éstos se hallarían imposibilitados para arbitrar sobre su corrección, ya que carecerían del valor epistémico necesario.

Son los jueces quienes deben verse a sí mismos como controladores del mismo proceso democrático (Ely) y maximizadores de la capacidad epistémica de la democracia (Habermas, Nino), haciendo efectivas sus propias condiciones de posibilidad: ampliación de la participación de los afectados por las decisiones o medidas que se discuten (amicus curiae, consultas abiertas, publicidad de los proyectos de resolución); la libertad de expresarse en el debate y en la discusión; garantizar la igualdad de condiciones con que se participa; exigencia de justificación de las propuestas, etcétera. De igual manera, son los jueces quienes deben asegurar que en el proceso de deliberación no se viole el derecho a no ser discriminado y en consecuencia queden garantizados no solo los derechos derivados del principio de autonomía y dignidad personal, sino también los propios derechos sociales como conditio sine qua non del mismo ejercicio democrático. Y quizás en este punto deba de ser más preciso. La exigibilidad judicial de los derechos sociales se justifica en términos de garantizar el mínimo necesario al que toda persona debería tener acceso. Ese mínimo no sólo supone una carencia, sino que tal carencia presenta una propiedad de urgencia, justificando que los jueces intervengan prohibiendo que se viole ese mínimo, u ordenando que se tomen medidas encaminadas a su satisfacción. Más allá de ese mínimo, debe haber un sentido de deferencia del poder judicial hacia el poder legislativo. No me extiendo más en otros argumentos justificatorios para depositar “la última palabra” en los jueces, pero sí mencionar que sólo garantizando su independencia de los poderes fácticos y exigiendo y monitoreando la calidad argumentativa de sus decisiones es como se construye una legitimidad ex post facto. De lo que se trata finalmente es de formar jueces para la democracia, no contra o por encima de la democracia.

Sin duda, uno de los disolventes más efectivos de la convivencia democrática, de la confiabilidad en las autoridades y del estado de anomia ciudadana por lo que hace al cumplimiento efectivo de las normas, es el fenómeno de la corrupción y su pareja indisociable: la impunidad. Ya Klitgaard, en una ecuación básica, sintetizó este fenómeno: corrupción es igual a monopolio de la decisión pública, más discrecionalidad en la decisión pública, menos responsabilidad (en el sentido de obligación de dar cuentas) por la decisión pública. Y enfatizo lo de “decisión pública” porque si bien el estado de degradación cívica y política no es atribuible en exclusiva a las autoridades, y es legítimo que se piense en alguna participación de la ciudadanía en general, toca a los primeros cargar con la responsabilidad que supone detentar el poder público: tener en sus manos la posibilidad de construir y aplicar leyes, administrar los recursos del Estado y asegurar el orden social sancionando los actos de ilegalidad y domesticando a través del derecho cualquier manifestación de violencia social. Si queremos construir una sociedad decente (Margalit) entonces debemos exigir que nuestras autoridades e instituciones no nos humillen. El concepto de humillación tiene que ver con una “pérdida de control”, con una temerosa impotencia de la víctima de proteger sus propios intereses y, finalmente, con la destrucción de la misma autonomía personal. No hay soluciones mágicas, ni mucho menos redentores populistas, se trata de recuperar la “fe democrática” y la posibilidad de aprender a vivir bajo un Estado de derecho y no sólo con derecho.

9. Para finalizar esta entrevista me gustaría que nos dijeras algo sobre la situación política en nuestros países. En uno de tus últimos libros, Consenso socialdemócrata y constitucionalismo (de 2012) criticas a fondo la creciente desigualdad –que es particularmente lacerante en países como México, pero que se hace notar en todas partes (también, por supuesto, en España)– y las consecuencias nefastas (las “patologías”) vinculadas a ella, a la desigualdad y a la pobreza; defiendes la necesidad de regular los mercados, de promover los derechos sociales, el laicismo y, en fin, todas las causas vinculadas a un pensamiento socialdemócrata. En particular, la pregunta que quiero hacerte es la siguiente. Dado que esas ideas tuyas son, me parece, compartidas por muchos intelectuales de nuestros medios y por una parte importante de las poblaciones de nuestros países, ¿cómo es posible que no tengamos partidos políticos que las representen, las defiendan, de manera satisfactoria? Los obstáculos objetivos para que esas ideas se traduzcan en hechos son evidentes, pero ¿no dirías que existen también dificultades de otro tipo, vinculadas a la incapacidad de quienes sustentan esas ideas para organizarse políticamente? En Europa, como sabes, se da la situación paradójica de que los partidos social-demócratas atraviesan una crisis muy profunda (el último episodio de ello es lo que está ocurriendo ahora con el PSOE) pero, al mismo tiempo, la mayoría de la población parece tener una ideología de ese tipo. ¿Qué es lo que falla entonces? ¿Quizás una mayor radicalidad y claridad a la hora de configurar esa ideología y el “mensaje político” que tendría que transmitir? A mí me sorprende que en Latinoamérica casi nadie habla de “socialismo” (pero de ahí, del socialismo, es de donde vienen los derechos sociales y los valores de la igualdad “real”, de la solidaridad…); he visto que en tu libro empleas alguna vez la expresión “socialismo reformista”, pero creo que lo haces con cierta prevención. El término preferido parece ser el de “liberalismo igualitario” que, naturalmente, procede de un país (de los intelectuales de un país) en donde no ha habido mucho Estado del bienestar y en el que la palabra “socialismo” es todo un tabú. ¿Qué piensas de todo eso? ¿Y qué es lo que podría hacer al respecto un filósofo del Derecho o, en general, un intelectual en nuestro tiempo y en nuestros países?

Creo que yo mismo podría extender la pregunta con más interrogantes y, lamentablemente, dejar las respuestas abiertas. “Algo va mal”, como diría Tony Judt, pero, con todo, siempre vale la pena intentar entender y ordenar un poco las ideas. En efecto, podemos convenir a estas alturas que es posible llegar a un consenso en el sentido de que hay que tomarse en serio las reglas del juego democrático; que la in- corporación de los derechos humanos, con su vocación de universalidad, en la normatividad nacional, legal y constitucional (incluyendo los tratados internacionales en la materia) es una condición necesaria para cualquier Estado de derecho; que es falsa la dicotomía entre Estado y mercado y que el primero resulta necesario para garantizar mejores condiciones de competencia y ausencia de privilegios (Adam Smith dixit); que en sociedades modernas la defensa de libertades individuales, el respeto a la privacidad y un espacio laico para las deliberaciones públicas son elementos imprescindibles para una convivencia plural. Quien acepte estas premisas se sitúa en el contexto de una modernidad ilustrada, liberal, moderadamente conservadora –si de lo que se trata es de conservar las viejas conquistas sociales– y en un socialismo reformista ajeno a reivindicaciones ilegal e ilegítimamente violentas. Quizás ninguna de estas propiedades, por separado, sean “exclusivas” de la socialdemocracia y puedan ser compartidas por un liberal igualitario o un demócrata cristiano progresista, pero sí que estoy convencido que sólo un socialdemócrata es capaz de darles un sentido unitario a partir de una profunda sensibilidad hacia la injusticia de la pobreza y de lo que hoy, a buena hora, se ha puesto en la mesa de debate, el problema de la desigualdad y sus lacerantes patologías.

Es necesario repensar el Estado en un entorno global y no voltear la mirada con cierta nostalgia a los “gloriosos treinta” de la postguerra, cuando a todas luces hace tiempo que el Estado bienestarista ha sido rebasado por las demandas sociales internas, y por fenómenos mundiales como los movimientos migratorios y la crisis ambiental. La pregunta es cómo preservar las grandes conquistas del Estado de bienestar en términos de salud, educación, espacio público, seguridad social, etc. y, al mismo tiempo, no claudicar ante las exigencias de políticas neoliberales, o bien, ante la ilusión populista, maniquea y xenofóbica. Creo que éstos son los dos frentes que se le abren a un socialdemócrata, conscientes de que ha sido la hegemonía neoliberal la que ha permeado desde mediados de los setenta y que se ha fortalecido con la debacle del socialismo real, con el incremento del terrorismo y, paradójicamente, con la crisis financiera de 2008. La idea no es construir una suerte de globalización contrahegemónica desde abajo, sino subirse al tren de la dinámica propia del mercado y aprovechar el empujón del crecimiento para reorientarlo con criterios redistributivos robustos. Tampoco se trata de sustituir la democracia representativa por una democracia participativa directa, sino al contrario fortalecer la primera para que sea más factible introducir las demandas de la segunda: consulta popular, referendum, revocación de mandato, etc. ¿Qué ideas se han propuesto en este entorno mundial, con cierto grado de realismo, y que merecen ser analizadas y adaptadas a los diferentes contextos socio-culturales? Algunas de ellas son las siguientes: el “plan para una pensión global” (Blackburn) que beneficiaría directamente a toda persona de edad avanzada; el “fondo de impacto en la salud” (Pogge) que ofrezca a los descubridores médicos incentivos financieros para atender las enfermedades de los pobres; el “ingreso básico universal” (Van Parijs) que propone el pago a todos los miembros de la comunidad política de un estipendio mensual capaz de ofrecer un estándar de vida por encima de la línea de pobreza; “la economía solidaria” (Boaventura de Sousa Santos) que consiste en la recuperación del proyecto cooperativista en donde los medios de producción son propiedad de los trabajadores. Sin duda, son propuestas audaces que deben acompañarse también de una política fiscal agresiva focalizada en el 10% y, más específicamente, en aquellos que ocupan el 1% de la población mundial (Piketty).

A diferencia de Europa, la socialdemocracia en América Latina es una recién llegada a la escena política, por eso creo que hay que tener mucho cuidado en los análisis comparativos. Aun a riesgo de simplificar vale la pena recordar que nuestra región ha quedado rezagada en relación con las tres conocidas revoluciones científico-políticas: se educa en el dogmatismo de la contrarreforma sin haber conocido la reforma; se importa una concepción liberal e ilustrada del Estado sin una burguesía que la instrumente; y se compra el discurso de la globalización ignorando las profundas desigualdades ancestrales de nuestros pueblos. La izquierda en nuestros países ha transitado desde el anarquismo hasta la guerrilla, con variantes radicalizadas del comunismo, y lo que quizás ha sido una de nuestras “fatalidades”, el populismo gremial y corporativista (Vargas, Perón, Cárdenas) y el neopopulismo (Chávez-Maduro, Correa, Morales, los Kirchner) caracterizado por: jefe carismático, clientelismo partidario, demagogia popular-patriótica, charlatanería mesiánica, desinterés en las reglas, concentración personal de los poderes del Estado, corrupción cortesana, atención a los más pobres como benevolencia del líder y reparto clientelar (Pipitone). Desde la derecha, la instrumentación del neoliberalismo ha sido posible con la complicidad de los regímenes militares y el conservadurismo autoritario de la jerarquía católica con las consecuencias trágicas que todos conocemos. Lo cierto es que ni por la izquierda, ni por la derecha, transitamos por un Estado de bienestar, es más, no transitamos siquiera por un Estado medianamente funcional. En varios de nuestros países la apertura democrática se ha hecho con base en muchas concesiones hacia la derecha en una suerte de “tercera vía” latinoamericana, en México, Panamá, Colombia, Perú, y ahora Argentina. Este híbrido ha desdibujado también a los partidos socialistas en Europa, de los que el PSOE en España no ha sido la excepción. Y, sin embargo… hemos podido abrir el nuevo siglo en América Latina con gobiernos de perfil socialdemócrata que despertaron el entusiasmo de los que veníamos teorizando sobre esta posibilidad y que, pese a que algunos de ellos han sido víctimas de sus propios éxitos, sería muy mezquino no reconocerles sus grandes logros sociales. Los binomios Lula-Rousseff, Lagos-Bachelet y Vázquez-Mujica han mostrado que las propuestas socialdemócratas no se mueven en el terreno de la utopía y que, quizás, de cara al futuro, la posibilidad de un consenso socialdemócrata sea la única alternativa ética y jurídicamente posible si queremos tener alguna viabilidad política y social.

Notas de autor

manuel.atienza@ua.es