Testimonios sobre la filosofía del Derecho Contemporáneo en México - Óscar Correas

Óscar Correas
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México

Testimonios sobre la filosofía del Derecho Contemporáneo en México - Óscar Correas

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 7, 1997, pp. 30 -36

Mi trayectoria, hoy lo veo, como investigador ligado a la filosofía del derecho mexicana, comenzó en los años cincuenta con la formación, laica pero cristiana, obtenida de un curioso personaje que se ocupaba de eso entonces en Córdoba (Argentina). Se trataba de la enseñanza de un cristianismo que, sólo años después, sería recogido por el espíritu renovador de Juan XXIII. Sin embargo, puedo decir hoy que esa enseñanza quedaba aún a la izquierda del famoso concilio Vaticano II. Con este bagaje a cuestas, que implicaba la creencia firme en la igualdad, la tolerancia, el antirracismo, el desprecio a los señores del dinero, la solidaridad con los pobres, los débiles en general, como valores superiores, me inicié en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Córdoba, dirigida por los jesuitas. Mi profesor fue un ilustre jusnaturalista, Alfredo Fragueiro, que nos enseñó a Francisco Suárez pero también a Kant, Hume, Leibniz, Descartes, Grocio, Puffendorf, Tomasius, Locke, Hobbes y Rousseau. Esos años sesenta fueron de alternancia entre dictaduras y gobiernos electos constitucionalmente. El bagaje ideológico de la infancia al poco tiempo chocó con la intransigencia, la intolerancia, la estrechez, el conservadurismo, de la Iglesia católica y la dirigencia jesuita de la universidad (nos topamos, tal vez, con los únicos jesuitas reaccionarios de la orden). Un grupo de alumnos nos radicalizamos al calor de las discusiones políticas y, al finalizar la carrera, sin haber sido expulsados sólo por milagro por nuestra militancia estudiantil y como acto de repudio a lo que significaba para nosotros, social y políticamente hablando, esa Iglesia y esa universidad, resolvimos no asistir al acto de entrega de los diplomas que nos acreditaban como abogados. Las discusiones teóricas hoy se mostrarían como ridículas: defendíamos la suareziana idea de que el poder social proviene del pueblo, frente a la idea de que proviene de dios, directamente otorgado al príncipe. Se entiende el asunto: defendían las dictaduras.

Al salir a la calle a ejercer nuestra profesión, nos ligamos a toda clase de grupos, como los barriales –seguíamos en el cristianismo, de izquierda desde luego, aunque eso no duró más de un año–, sindicales –siempre en contra de las jerarquías burocráticas que maniataban la acción de los obreros—, y las organizaciones de abogados –la nuestra se llamaba Agrupación de abogados de Córdoba dedicadas a la defensa de presos políticos (ahora sería llamada de “derechos humanos”). En esta militancia, cumplida como tarea ad later del ejercicio profesional, encontramos el pensamiento marxista. Intelectuales de primer nivel, como José Aricó, cumplieron una importante tarea en aquellos años: la aproximación del marxismo a los espíritus cristianos contestatarios. Eran los tiempos del comienzo del reinado de Althusser, de los partidos leninistas, de los cordobazos, de la rebelión estudiantil en Francia y México, y de la gesta romántica del Ché. Eran tiempos en que, por una deformación que hoy me resulta difícil explicar, se leía más a Lenin que a Marx, a Plejánov que a Gramsci, quien apenas comenzaba a ser descubierto en América Latina (debemos a Aricó y a su generación intelectual la rectificación del rumbo leninista).

Mis lecturas en esos años, además de Lenin, Engels y Plejánov –del cristianismo inicial no quedaba nada, aparte de la adhesión a las causas justas que compartían, por cierto, cristianos y marxistas–, eran algunos clásicos, como Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza –al que me acerqué por primera vez entonces–, Leibniz, Locke, Kant y Hume. Pero eran lecturas personales, sin ninguna guía teórica. En 1973, la nueva –y fugaz–, apertura democrática, encabezada por Héctor Cámpora y los montoneros, me condujo de las lecturas personales a la Facultad de Filosofía como alumno, y del ejercicio profesional, que de todos modos continué pero con menos intensidad, a la universidad como profesor.

En la Facultad de Filosofía, ahora en la Universidad Nacional de Córdoba, encontré un gran maestro que me enseñó a leer la filosofía: Nimio de Anquin. Fui su discípulo y me inscribí en todas sus clases. Era un hegeliano irredento, un estudioso de la filosofía griega –que me enseñó a entender–, un discípulo de Heidegger, un antitomista –Tomás había tergiversado a Aristóteles–, y no comprendía aún entonces por qué toda su filosofía, que provenía por otra parte de un personaje de extrema derecha, era tan coincidente con el racionalismo de Plejánov, de Engels e incluso de Lenin. Faltaban unos años para que, gracias al siguiente episodio, lo comprendiera.

Los acontecimientos políticos, la dictadura anunciada de 1976, mi participación en las lides de los abogados democráticos, me indujeron a salir del país; jamás se me ocurrió otro destino que no fuera México. Recalé, con gran suerte, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Puebla, donde me dediqué a enseñar la filosofía griega que había aprendido de Nimio de Anquin. Fue entonces que conocí al tercero de mis maestros: Óscar del Barco. Con él leímos, por fin, a Marx. Pero además, recibí todas sus enseñanzas, especialmente las que me condujeron a comprender el racionalismo como el núcleo fuerte del pensamiento occidental. Puedo decir que ése fue el último paso que me condujo a una filosofía del derecho que, como no podía ser de otra forma, está comandada por la actitud antirracionalista y democrática de Kelsen. Para entender cómo Kelsen es “antirracionalista” basta leer sus trabajos contra el stalinismo.

A mi llegada a México, traía ya ciertas preguntas que me harían retornar a la filosofía del derecho, a la cual había dejado completamente de lado desde mi salida de la Facultad de Derecho. La pregunta era, muy marxista por cierto, “¿por qué el derecho dice eso que dice y no otra cosa?”. La respuesta que intenté consta en mis trabajos de entonces, que van de 1976 a 1984, más o menos (algunos de ellos serán publicados por Fontamara en la colección que dirigen Ernesto Garzón Valdés y Rodolfo Vázquez).

En esta etapa, y ya terminado el trabajo de lectura de Marx, me encontré, en la increíble biblioteca del ya fallecido licenciado José María Cajica (que él abrió generosamente para mí), con el positivismo jurídico, especialmente con uno que desconocía: el de la manera analítica de hacer filosofía del derecho. Las enseñanzas de Del Barco acerca de la necesidad de disponer de un espíritu amplio en los avatares de la filosofía, me sirvieron entonces para no caer en la estúpida actitud de descalificar sin leer. Leí todo lo que cayó en mis manos de esa tendencia, y puedo decir que mi autor preferido es Roberto Vernengo.

Del lado de la filosofía del derecho marxista y contestataria en cambio, me ligué, a sus textos primero y amistosamente después, a Juan Ramón Capella. Aprendí de él ese marxismo jurídico-político que, creo, actualmente se refleja en mis trabajos.

A mediados de los ochenta encontré, gracias a Kelsen, que la pregunta que siempre he intentado responder –“¿por qué el derecho dice eso que dice?”–, pertenecía a la sociología jurídica. Me ligué entonces a ella obteniendo hoy un lugar, estimo que bueno, en las asociaciones, revistas e institutos dedicados a esta ciencia.

Entretanto, en 1983 fundé la revista Crítica jurídica, con el decidido apoyo de quien entonces iniciaba un exitoso rectorado en Puebla, Alfonso Vélez Pliego. La revista, también apoyada por el director de la Facultad de Filosofía de esa universidad, Adrián Gimate, consiguió llegar a su número 9. Participaron en su fundación algunos compañeros de un grupo que existía entonces en la UAM-Azcapotzalco, entre quienes se cuentan Jorge Luis Ibarra, Antonio Azuela y Graciela Bensusan, que hoy continúan formando parte de su consejo editorial. En 1991 ingresé al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, de donde salí a principios de 1997.

Hacia 1988 descubrí la semiótica y todo lo que ella significa para el pensamiento jurídico. Redacté entonces la que fue mi tesis de doctorado y que se publicó como Crítica de la ideología jurídica. Ensayo sociosemiológico (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México, 1993; edición en portugués: Sergio Fabris Editor, Porto Alegre, 1995), el libro al que tengo más afecto después del viejo Introducción a la crítica del derecho moderno (Universidad Autónoma de Puebla, 1982; Triana, México, 1996). Posiblemente porque el primero, que es posterior, es en realidad una justificación teórica más cuidada que el segundo, que es anterior (de 1978, aunque publicado tardíamente en 1982). Por cierto que ambos han corrido con relativamente buena suerte por la traducción al portugués del primero, y la tercera edición con que ya cuenta el segundo.

Actualmente me intereso en los temas de la hermenéutica jurídica y la teoría de la argumentación, los cuales, sostengo, deben recibir atención privilegiada de parte de los teóricos del derecho, habida cuenta de que las luchas democráticas de los próximos años incluyen el mejoramiento de la administración de justicia. Esto es, debemos desde la enseñanza interesar a los futuros abogados en las cuestiones metodológicas centrales que, me parece, son la interpretación y la argumentación. Es lo que pretende decir mi último libro, Metodología jurídica. Una introducción filosófica (Distribuciones Fontamara, México, 1997). En este mismo orden de cosas, intento ahora desarrollar un proyecto de informatización de la justicia en los estados, que incluya la cuestión de los precedentes judiciales –“jurisprudencia” se llama en otros países–, que permita a los litigantes orientarse en la interpretación de los textos jurídicos a través del conocimiento de las sentencias de los jueces. Si se pudiera, buscaría también alguna forma de informatización de los argumentos utilizados por los jueces. Me parece que la publicidad de sentencias y argumentos, y el estudio de ellos en la universidad, no puede sino redundar en un mejoramiento del ejercicio del derecho entre nosotros.

“¿En qué áreas he trabajado?”, dice la pregunta del cuestionario. Respondo: sin salir nunca de la matriz filosófica, he escrito sobre lo que llamo crítica jurídica y, en tal sentido, creo haber contribuido a una visión marxista del derecho positivo moderno. Esta crítica jurídica también puede ser vista como sociología del derecho y también como semiótica jurídica (subtitulé mi Crítica del derecho moderno como “ensayo sociosemiológico”).

Encontrándome con que en México no existía una clara definición de la sociología jurídica, escribí Introducción a la sociología jurídica (Coyoacán, México, 1994; Signos, Barcelona, 1995; María Jesús Bosch, Barcelona, 1995; edición en portugués: Ediciones de Crítica Jurídica, Porto Alegre, 1996) pretendiendo hacer tal definición tanto como promover tesis de jóvenes abogados en tales temas. Este libro tuvo una historia peculiar: rechazado en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, fue publicado por Editorial Coyoacán, de México. Pero además, fue adoptado en la Universidad de Barcelona como libro de texto, lo cual hizo su fortuna en dos ediciones más. Por otra parte, por su traducción al portugués, es actualmente utilizado en varias universidades brasileñas: “nadie es profeta en su propio instituto”.

También en la línea de la sociología jurídica, coordiné la edición del conjunto de ensayos Sociología jurídica en América Latina, publicado por el Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñati (colección Oñati Proceedings, 1991).

Interesado en corregir el rumbo de la materia llamada Metodología Jurídica, en la Facultad de Derecho de la UNAM, escribí Metodología jurídica. Me interesa especialmente sacar la cuestión metodológica de la discusión acerca de si el derecho es o no ciencia, para instalar la materia en los temas de la hermenéutica y la argumentación jurídicas. Sostengo allí que la manera analítica de hacer filosofía del derecho tiene mucho que decir a la tradición de la hermenéutica, y que la metodología jurídica saldrá ganando mucho de este nuevo interés del positivismo en temas de los cuales había estado ausente alguna vez. El positivismo ha discutido mucho acerca de la cientificidad de la dogmática; es hora de que aporte de su bagaje analítico a las cuestiones de la retórica, la interpretación y la argumentación.

En otro orden de ideas, me interesó rescatar un otro Kelsen, y por ello publiqué El otro Kelsen (compilador, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México, 1989), libro que, sin haberse agotado, ha sido muy bien recibido por muchos que, como antes yo, desconocen estas facetas de nuestro autor. Interesado también en un diálogo que no incluyera malos entendidos ni prejuicios entre marxistas y kelsenistas, publiqué Kelsen y los marxistas (Coyoacán, México, 1994), libro que ha sido, creo, el menos leído, pero al que tengo también afecto; trata de decir que los marxistas harían muy bien en dejar de lado sus prejuicios, leer a Kelsen –al “otro” principalmente–, porque encontrarían en este autor la teoría del Estado y el derecho que siempre han confesado no tener.

Interesado también en promover una teoría del derecho que tome en serio la idea de que la normatividad es una técnica de control social, publiqué, como resultado de mi estancia por una año en la Universidad de Barcelona, una Teoría del derecho (María Jesús Bosch, Barcelona, 1995). Este libro trata de recoger los resultados de la tradición analítica de la teoría, pero sin excluir, como hacen los analíticos, la reflexión acerca del derecho tal cual es en la experiencia de los abogados. Contiene la crítica principal hacia la actitud de la tradición analítica, según la cual las normas se encuentran en la superficie de los textos. La idea contestataria es otra: las normas sólo existen porque alguien “las lee” en textos; el derecho dice solamente lo que alguien dice que dice; las normas no pertenecen a un sistema porque disponen de ciertas características, sino porque alguien dice que pertenecen; las normas no son válidas por alguna propiedad que les es inherente, sino porque alguien las usa o dice que son válidas. Lo importante es darse cuenta de que el derecho es, en verdad, un instrumento de control social, y que ese control sucede en su uso. Ésta es la posición que sostienen todos quienes, como yo, se consideran parte de una tendencia crítica que, sin ser una escuela, permite a muchos reconocerse en cierta actitud frente al derecho y a las formas apologéticas del mismo.

Finalmente, me he interesado en el tema del pluralismo jurídico, pero desde el punto de vista de la teoría del derecho, más que desde el punto de vista de la sociología jurídica. Publiqué varios ensayos siendo el último el que creo es más atinado: “Pluralismo jurídico y teoría general del derecho” (en Derecho y libertades, Madrid, núm. 5, 1995), también como fruto de mi estancia en Barcelona (año académico 1994-95). Considero este trabajo, como uno de mis aportes a la teoría del derecho. Sostiene, en definitiva, que la teoría general del derecho no es tan “general” porque no dispone de una buena definición de “juricidad”.

Si se me preguntara por algunos conceptos que crea haber aportado, diría que las siguientes distinciones: entre sentido deóntico y sentido ideológico del discurso del derecho, entre ideología jurídica e ideología del discurso del derecho, entre categorías y técnicas jurídicas, y entre teoría sociológica del derecho y sociología jurídica (las cuales recibieron una opinión favorable de Jerzy Wróblewski, que me honró con su amistad; han sido, por lo demás, recogidas por algunos autores).

Creo también que he contribuido a la modernización de la filosofía del derecho en la Facultad de Derecho de la UNAM. Fui responsable de formular los programas del área para el posgrado. Creo que no se están respetando pero debería hacerse porque fueron consultados con varios colegas (Manuel Atienza y Rolando Tamayo, entre otros) y porque, si se cumplieran, tendríamos la seguridad de que la facultad está enseñando la moderna teoría del derecho.

Si se me preguntara mi filiación teórica, tendría que mencionar, sin dudas, a Weber, Kelsen y Marx. Más allá, por filiación filosófica de fondo me convencen Gorgias, Hume, Nietzsche y, menos estudiados, Freud y Foucault.

Respecto de cómo estamos en México en punto a la filosofía del derecho, para decirlo con un aporte nacional a las picardías de la lengua, estamos en la calle. Tenemos no más de una decena de autores en activo. Si lo comparamos con Argentina, para mencionar un país latinoamericano comparable con México, pero de casi tres veces menos habitantes y con más de una cincuentena de autores activos, la respuesta surge sola. Claro que hay que buscar las razones de nuestro retraso en peculiares características de la política del país. La formación de los abogados es un tema central en el ejercicio del poder en una sociedad y en este respecto el poder ha sido implacable. ¿Se puede revertir la situación? Por supuesto que sí. Y hay signos de que eso puede suceder. Hay ahora al menos dos revistas de nivel internacional dedicadas a esta disciplina: Isonomía y Crítica jurídica, lo cual no era el caso hace diez años. Otro signo promisorio es esta misma apertura de los analíticos hacia otros temas y hacia perder algo de su tradicional aislamiento ninguneador de otras tendencias. Otro signo promisorio es el hecho de que la Facultad de Derecho de la UNAM, que funciona como modelo (esperemos ahora) de facultades provinciales, ha abierto muchos espacios para ser ocupados por los filósofos del derecho. Allí tenemos Introducción al Derecho, Filosofía del Derecho, Metodología Jurídica, Teoría del Derecho y Ética, cursos que deben ser ocupados por profesores que conozcan la moderna teoría del derecho. Por otra parte, tenemos en el pos-grado un doctorado en Filosofía del Derecho, el cual no ha podido abrirse por falta de interés de los doctorandos. Pero creo, también, por incapacidad o desinterés de apoyarlo eficazmente con una correcta política de cooptación de estudiantes extranjeros. Se trata del único doctorado especializado, con un programa y contenidos modernos, en muchos miles de kilómetros a la redonda. Esto puede cambiar el panorama de manera muy favorable para la filosofía del derecho.

¿Qué esperar de la enseñanza del derecho? Poco. Los abogados son los funcionarios del sistema; por tanto, son sus apologetas naturales. No puede esperarse una transformación total de esto. Pero sí puede esperarse incidir en la formación de alguna parte del alumnado, interesado en la democracia y el cambio social. La tarea vale la pena. Lo que podemos hacer, los dedicados a la filosofía del derecho, es dar clases lo mejor posible, escribir artículos y libros modernos, y tener una actitud receptiva y generosa para con los estudiantes. Ser tolerantes y amigos entre nosotros, discutir respetuosamente, no descalificar ni ningunear tendencias, actitud en la que son tan fervientes los iusnaturalistas y los analíticos.