La sabiduría del temor. Miedo, ciencia y eco-autoritarismo en la bioética de Hans Jonas

The Wisdom of Fear. Fear, Science and Eco-Authoritarianism in the Bioethics of Hans Jonas

Alberto Coronel Tarancón
Universidad Complutense de Madrid, España

La sabiduría del temor. Miedo, ciencia y eco-autoritarismo en la bioética de Hans Jonas

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 59, 2023, pp. 38 -66

Recibido: 21 septiembre 2022

Aceptado: 22 marzo 2024

Financiamiento

Fuente: Ministerio de Universidades del Gobierno de España y la Unión Europea (Next Generation EU)

Nº de contrato: PID2020-113413RB-C31

Descripción del financiamiento: Este trabajo, vinculado al proyecto de investigación “La contemporaneidad clásica y su dislocación: de Foucault a Weber” (PID2020-113413RB-C31), se ha realizado en el marco de las ayudas Margarita Salas del programa de recualificación del sistema universitario español, financiado por el Ministerio de Universidades del Gobierno de España y la Unión Europea (Next Generation EU).

Resumen: la “heurística del temor” constituye uno de los ejes vertebradores del pensamiento bioético de Hans Jonas y, quizás, uno de los esquemas filosóficos más valiosos para explorar el valor heurístico del miedo en el despliegue de formas de racionalidad preventiva. Frente a la crisis ecológica actual, la sabiduría del temor defendida por Hans Jonas a lo largo de toda su obra sugiere que solo la imagen científica de la catástrofe ecológica hará políticamente tolerables las formas de autoridad necesarias para su prevención. El pensamiento de Jonas ofrece una valiosa articulación filosófica y bioético del miedo racional, el conocimiento científico y la autoridad política, elementos que analizamos como ingredientes indispensables para hacer valer el principio de responsabilidad en el siglo XXI.

Palabras clave: ecología, bioética, heurística del temor, responsabilidad, eco-autoritarismo.

Abstract: the “heuristics of fear” constitutes one of the backbones of Hans Jonas’ bioethical thought and one of the most valuable philosophical schemes for exploring the heuristic value of fear in the deployment of forms of preventive rationality. In the face of the current ecological crisis, the wisdom of fear advocated by Hans Jonas throughout his work suggests that only the scientifically realistic image of ecological catastrophe will make politically tolerable the forms of authority necessary for its prevention. Thus, Jonas’ thought offers an important philosophical and bioethical articulation of rational fear, scientific knowledge and political authority, elements that we deem indispensable ingredients for asserting the principle of responsibility in the 21st century.

Keywords: ecology, bioethics, heuristics of fear, responsibility, eco-authoritarianism.

El miedo requiere de cierta esperanza de salvación por la que sentimos ansiedad

Aristóteles, Retórica.

I. Introducción

En El principio de responsabilidad, publicado en 1979, la “heurística del temor” aparece como un elemento que, de forma más o menos explícita y retrospectiva, permite vertebrar el pensamiento de Hans Jonas. En el prólogo de El principio de responsabilidad, Jonas define esta “heurística” con una fórmula tan concreta y luminosa como su escritura: “Solo la previsible desfiguración del hombre nos ayuda a alcanzar aquel concepto de hombre que ha de ser preservado de tales peligros. Solamente sabemos qué está en juego cuando sabemos que está en juego” (Jonas, 1979, p. 16). Esta idea nos permite abordar una de las preguntas de la ecología política contemporánea: ¿cómo advertir la catástrofe sin caer en las formas paranoides del catastrofismo?; ¿cómo comunicar la cercanía de la catástrofe sin producir la parálisis de quien está llamado a reaccionar?; ¿cómo hablar de la catástrofe sin que el emisor quede desacreditado por ser catastrofista? Estas preguntas enraízan en el problema de la autoridad del discurso científico, pues es precisamente esta autoridad la que se diluye cuando se introduce la sombra de una angustia paranoide. Como respuesta a este riesgo, muchos actores políticos y mediáticos apuestan por la esperanza como matriz emocional de su discurso bajo el supuesto de que el miedo producido por los discursos apocalípticos es paralizante (Feinberg y Willer, 2011; Tejero et al. 2019).

Las emociones juegan un rol decisivo en la creación de respuestas adaptativas. La esperanza nos ayuda a sostenernos en los procesos caracterizados por la lentitud y la dificultad (Lazarus, 1991, 1999). Sin embargo, otros estudios concluyen que los mensajes positivos y esperanzadores producen efectos menos movilizadores que los discursos pesimistas: “Los recientes avances en la reducción de las emisiones de carbono a nivel mundial son bienvenidos, pero no encontramos pruebas de que los mensajes centrados en estos avances constituyan una estrategia de comunicación eficaz” (Hornsey y Fielding, 2016, p. 26). Para la comunicación política, el debate en torno a las emociones es decisivo para pensar estratégicamente cómo comunicar los efectos presentes y futuros de la crisis ecológica. En el plano filosófico, epistemológico y metafísico, sin embargo, el problema va más allá de la dimensión comunicativa: ¿pueden decir el temor y la esperanza lo mismo de formas distintas, o el temor puede comunicar algo que no está al alcance de los mensajes esperanzadores? La heurística del temor de Hans Jonas permite responder que no. El temor produce en la subjetividad algo cualitativamente distinto que la esperanza. Para el autor de El principio de responsabilidad, el temor tendría razones que la esperanza ignora. El temor añade un contenido empírico-trascendental (una nueva forma de autopercepción mediada por la amenaza), mientras que la esperanza prolonga y extiende al futuro la autopercepción actual (Jonas, 1979, p. 65-70). De ahí la fórmula: solo la previsible desfiguración del ser humano nos ayuda a alcanzar el concepto de humanidad que ha de ser preservada de tales peligros. Ese es el núcleo de la respuesta de Jonas a El principio Esperanza (1954) del historiador marxista Ernst Bloch y, en líneas generales, una crítica a la antropología presupuesta en las proyecciones utópicas.

Como exploración de la heurística del temor en el pensamiento de Jonas, el artículo distingue cinco apartados. Primero, se analiza el sentido de la heurística del temor en el marco biográfico de Hans Jonas. Este gesto, lejos de ser arbitrario, responde a la cercanía del autor con las catástrofes imprevistas del siglo XX: la muerte de su madre en Auschwitz y su disposición a luchar contra el nazismo ilumina un primer aspecto vital, que no teórico, del principio de responsabilidad basado en el temor. En segundo lugar, se muestra cómo el principio vida arrastra un elemento gnóstico –la vulnerabilidad del ser al no-ser– que introduce una teoría de la libertad y del ser vivo que soporta su concepción antropológica. La tesis según la cual el ser humano puede producir imágenes desligadas de lo real nos permite integrar la diferencia entre un miedo paranoico y proclive a fomentar el autoritarismo, y un miedo racional y preventivo, que tiene la potencia de transferir al poder político la legitimidad del conocimiento científico. Esta distinción nos permite dialogar con las teorías del miedo en Aristóteles y Franz Neumann y nos sitúa en el tercer apartado frente al problema central del trabajo: la heurística del temor de Jonas fundamenta en qué sentido la aceptación de la verdad científica de la catástrofe resultaría necesaria para aceptar las medidas gubernamentales orientadas a su prevención1. En los dos últimos apartados, cuarto y quinto, trasladamos la heurística del temor al análisis del “dilema eco-autoritario”, que nos sitúa en el horizonte donde lo ecológicamente necesario sería políticamente intolerable. Frente a este dilema se argumenta, de nuevo, que la imagen del mal mayor (la catástrofe) es necesaria para hacer de las acciones preventivas males menores, lo que justificaría la importancia filosófica de la heurística del temor en el siglo XXI.

II. El sentido autobiográfico de la “heurística del temor”: pérdida de la madre y ruptura con Heidegger

Hans Jonas nació en 1903 en Mönchengladbach, Alemania. De origen judío, recibió una formación humanística a través del estudio de los textos de los profetas hebreos. Fue discípulo de Martin Heidegger y combatiente en la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, es internacionalmente reconocido por su obra El principio de responsabilidad [Das Prinzip Verantwortung], publicada en alemán en 1979 y traducida al inglés en 1984. En ella, Jonas ofrece una reformulación histórica y metafísica del imperativo categórico kantiano que invierte la relación entre el poder –fundamento de la ética orientada a futuro de Jonas– y el deber –fundamento de la acción moral en Kant.2 Concretamente, Jonas invierte el principio kantiano “puedes, puesto que debes” para situar el poder como antesala del deber, y afirmar: “debes, puesto que puedes; es decir, tu enorme poder está ya en acción” (Jonas, 1979, p. 212).

Contra el formalismo moral kantiano, Jonas argumenta, primero, que la exclusión del saber lo que el ser humano puede excluye de la esfera moral la responsabilidad colectiva respecto de los efectos remotos de la acción humana. Segundo, que el abismo entre el ser y el deber, como imposibilidad de deducir normas a partir de hechos, puede ser superado retornando al concepto religioso de lo sagrado (Jonas, 1979, p. 145-160). Afirmando el carácter sacrosanto del proceso evolutivo (1979, p. 73), Jonas defiende que las generaciones presentes no tienen derecho a arriesgar la existencia futura y digna de la humanidad. Ambos argumentos (la tecnología pone en peligro la continuidad de la vida humana y la continuidad de la vida humana es sagrada) vertebran su ética orientada a futuro.

En el interior de esta propuesta, la profundidad conceptual de la heurística del temor solo se comprende si se interpreta al trasluz de las distintas etapas de su itinerario intelectual. La primera etapa (1921-1944) comenzaría con sus clases como discípulo de Heidegger (su mentor intelectual en esta época), continuaría por los estudios del gnosticismo cristiano primitivo que desembocan en la publicación de su tesis doctoral Gnosis und spätantiker Geist en 1934; el mismo año en que se verá obligado a exiliarse de Alemania por el ascenso del nazismo. En este periodo posee una ideología afín a posiciones sionistas y a su experiencia militar como soldado del ejército británico contra el ejército nazi. La segunda etapa (que iría de la década de 1950 hasta finales de la década de 1960) desemboca, en 1966, en la publicación de El principio vida. Hacia una biología filosófica. Esta etapa, inmediatamente posterior a su participación en la guerra árabe-israelí de 1948, marca su distanciamiento con el sionismo y su retorno a la filosofía en un peregrinaje geográfico y filosófico (Inglaterra, Israel, Canadá) que reorienta su pensamiento. La tercera etapa (década de 1970 en adelante) se caracteriza por el tránsito de su reflexión de la vida a la ética. De este movimiento emergerá El principio de responsabilidad (1979), obra que lo convertirá en uno de los referentes filosóficos más importantes del pensamiento ecológico y bioético de la segunda mitad del siglo XX.3

De la primera a la última etapa, la heurística teológica (primer momento) va a desembocar en una heurística profética de carácter ecológico, mediada por el modo en que Jonas teoriza la relación entre la existencia y la vida (segundo), y la existencia biológica del ser humano con su responsabilidad en la era tecnológica (tercero). En un artículo de 1995, Richard J. Bernstein rescata un fragmento autobiográfico de gran valor para pensar los orígenes de la heurística del temor en el pensamiento de Hans Jonas:

Cinco años como soldado en el ejército británico en la guerra contra Hitler marcaron el comienzo de la segunda etapa de mi vida teórica. Alejado de los libros y de toda la parafernalia de la investigación, forzosamente tuve que dejar de trabajar en el estudio de la gnosis. Algo más sustantivo y esencial estaba involucrado. El estado apocalíptico de las cosas; el amenazante colapso de un mundo; la crisis climática de la civilización, la proximidad de la muerte; la cruda desnudez con la que se desvelaron todas las cuestiones de la vida, todo ello fue motivo suficiente para echar una nueva mirada a los fundamentos mismos de nuestro ser y revisar los principios por los que guiamos nuestro pensamiento sobre ellos. Así, arrojado sobre mis propios recursos, fui arrojado de nuevo sobre el deber básico del filósofo y sobre los oficios propios de su tierra natal. Mientras se vive en tiendas y cuarteles, estando en movimiento o en posición, cuidando las armas o disparándolas, todo el primitivismo reductor y el derroche ordenado de la vida del soldado en una larga guerra son muy desfavorables para el trabajo académico. No impiden, sin embargo, o incluso son eminentemente propicios, pensar y pensar en la medida en que existe la voluntad de hacerlo (Jonas 1974, citado en Bernstein 1995, p. 13. La traducción es nuestra).

El pasaje está plagado de huellas. Su pacífica vida como académico se ve “arrancada de raíz” por un exilio motivado por el auge del antisemitismo, no directamente por la guerra. Jonas marcha en 1934 y retorna a Europa en 1940 para unirse a la brigada especial formada por judíos alemanes y voluntarios que querían luchar contra Hitler. El voluntario, sin duda, es quien entiende que no haciendo algo también se hace algo. Como advirtió Edmund Burke, lo único que se necesita para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada.4 De hecho, Jonas estuvo dispuesto a morir con tal de asumir su parte de responsabilidad frente al devenir catastrófico del mundo. Promete que solo volverá a Alemania como soldado de un ejército victorioso, y lo cumple tras ser destinado a Italia, primero, y más tarde a su lugar de nacimiento. La “parafernalia” de la investigación académica termina con el “estado apocalíptico” de las cosas; el amenazante colapso del mundo, la “crisis climática” de la civilización… y, sin embargo, entre el día en que se exilia y el día en que se alista han pasado seis (comprensiblemente insoportables) años. Cuando vuelve a Mönchengladbach para buscar a su madre descubre que esta fue asesinada en el campo de concentración de Auschwitz.

La envergadura del trauma ofrece una clave de lectura, quizás no necesaria, pero en absoluto irrelevante: simbólicamente, la madre puede ser al individuo lo que la Tierra a la humanidad; el origen, la raíz y el cordón que une al humano, en calidad de mamífero, con la vida y la evolución. No se trata, por supuesto, de sugerir que la muerte de la madre desemboque necesariamente en una forma sublimada de responsabilidad biológica (la responsabilidad de cuidar la vida en la Tierra como madre de la humanidad); se trata, más bien, de no pasar por alto que este acontecimiento biográfico tiene la forma de una catástrofe irreparable respecto de la cual toda prevención política resulta, en retrospectiva, incurablemente racional. Se puede temer perder algo y aun así perderlo, pero esto no muestra la irracionalidad del temor. Más bien, ilumina su sentido profundo: el horror es que un día podamos llegar a recordar que no nos preocupó lo terrible.

Como toda idea, la heurística del temor de Hans Jonas está repleta de huellas biográficas. En primer lugar, sin El principio vida no se entiende la orientación ecológica y religiosa de El principio de responsabilidad, y sin el periodo gnóstico no se entiende su definición de la vida como exposición absoluta al no-ser. De hecho, el modo en que la muerte se presenta ante Jonas arroja algo de luz sobre la compleja ruptura con su mentor, Martin Heidegger, quien mostró una clara inclinación a favor del nazismo durante los años 1933 y 1935, para más tarde retirarse de toda actividad política (Faye, 2009). Aunque ha sido muy discutido si la resignificación filosófica del principio vida por parte de Jonas constituye una ruptura con Heidegger o, más bien, la reorientación de las categorías de Heidegger del ser al ser-vivo (Das-Leben), las críticas de Jonas a Heidegger reflejan claramente lo que el autor detesta: Jonas acusa a Heidegger de abrazar una ontología anónima incapaz de llorar la pérdida de vidas con nombre y apellido (como la de su madre).5

Ya sea ruptura con o bifurcación desde la ontología del cuidado de Heidegger, hay un aspecto a caballo entre lo intelectual y lo biográfico que alumbra muy bien la diferencia entre la actitud teórica y la actitud práctica en cuidado del ser. Si atendemos a las palabras del autor, vemos como un ser-en-el-mundo .Dasein) comienza en la reflexión filosófica como un ser arrojado hacia la muerte; pero la ruptura de Jonas con el academicismo coincide, biográficamente, con la disposición a perder la vida en la guerra. Su alistamiento en el ejército configura, si se quiere, una forma de ser-contra-la-muerte como sinónimo de ser-para-la-vida. Es decir: si se le compara con la ontológica obra de Heidegger, su encuentro con la finitud de sí mismo y del ser no es el fruto de una reflexión filosófica: “la obvia o simple desnudez frente a la cual todas las cuestiones vitales se despojan de sus veladuras” [the stark nakedness to which all the issues of life were stripped] llega de la mano de la violencia de los paramilitares, el supremacismo racial, la persecución y la humillación sistemáticas, el sojuzgamiento, el aislamiento económico y la ferocidad de la guerra. La frase: “la vida del soldado en una larga guerra es muy desfavorable para el trabajo académico” no debe entenderse simplemente en términos de incomodidad, sino, más bien, de incompatibilidad. Una incompatibilidad que legitima a Jonas para percibirse en las antípodas de Heidegger.

En Sobre Heidegger. Cinco voces judías (2008), Franco Volpi recuerda que Jonas evitó siempre enfrentarse al pasado nazi de su mentor. Sin embargo, ya en 1964, en un artículo publicado por la revista The Review of Metaphysics titulado Heidegger and Theology,Hans Jonas revela (y caricaturiza) la dimensión teológica del concepto de ser en Heidegger; y la falsa humildad de su retorno al ser como la más “enorme hybris en la historia del pensamiento” (1964, p. 228): “La reivindicación, es decir, de una posible inmediatez que quizá tenga cabida en la relación de persona a persona, pero no en la relación con el ser impersonal y las cosas y el mundo. Realmente no hay precedentes de esto en toda la filosofía occidental” (Jonas, 1964, p. 228; la traducción es nuestra). A juicio de Jonas, el filósofo ideal de Heidegger sería un ventrílocuo del ser, y con un cuadro de glosolalia (don de lenguas), al que haría hablar ocultando que es él quien mueve la boca: “El pensador primigenio de Heidegger sería el ventrílocuo del ser, ventriloquia que denota entonces el equivalente secular de la glosolalia” (1964, p. 229). Concretamente, Jonas denuncia como el “terrible anonimato del ‘ser’ de Heidegger, ilícitamente revestido de caracteres personales, bloquea la llamada personal. No por el ser de otra persona soy captado, sino simplemente por el ‘ser’.” (1964, p. 229). Sea o no una lectura legítima de la ontología de Heidegger (cuestión muy debatida), esta indiferencia ontológica a las vidas concretas prefigura ya la némesis filosófica de su pensamiento bioético.

En efecto, lo que está denunciando Jonas es el reverso exacto del mismo concepto de responsabilidad que explica su alistamiento para la guerra, y su posterior negativa a vivir en Alemania. En términos autobiográficos e intelectuales, la muerte de la madre permite interpretar la distancia que Jonas toma con Heidegger. Por un lado, la responsabilidad ya aparece en 1964 como aquello que debe caracterizar la relación entre la filosofía y su objeto. Pero esto, como señalamos, no rompe con el problema heideggeriano del cuidado (Sorge),6 sino que lo hace retornar del ser indeterminado a las concreciones del viviente. El hecho de que su posterior itinerario intelectual se inclinase hacia el problema de la vida muestra que Jonas hace con Heidegger exactamente lo contrario que su compañera y amiga Hannah Arendt, para quien la biologización de lo humano es uno de los rasgos característicos del totalitarismo. Para Arendt, el cuidado de lo eterno –no de lo biológico– es el objeto de la tarea política. Sin embargo, Hans Jonas considera que la degradación de lo biológico a lo inhumano, y no la reducción de lo humano a lo biológico, es el tipo de operación llevada a cabo por el nazismo. A su vez, y respecto a la relación entre la política y lo eterno, Jonas argumenta que ni Hitler ni Stalin fallaron a la hora de hacerse inmortales, y nos mostraron que para conquistar la eternidad, tratar de imponer un Reich de mil años, el mal es una herramienta francamente útil. Frente a las ansias de inmortalidad histórica, Jonas espeta: “¿Tendremos que añadir que solo el vanidoso anhela la inmortalidad de su nombre, mientras que el varón verdaderamente orgulloso y bueno se satisface con la anónima perduración de su obra?” (Jonas 2000, p. 305). Contra la degradación espiritual de lo biológico, y contra la asociación de lo político con los valores de la eternidad, Jonas emprende una nueva forma de pensar la vida humana que, en vez, de elevar lo humano sobre lo biológico, incorpora la dignidad de lo viviente en su concepto de humanidad: “La meta de una filosofía de lo orgánico, o de una biología filosófica, apareció ante mis ojos, convirtiéndose en mi programa de posguerra” (Jonas, 2001, p. 148).7

III. Vida, libertad y temor: una relación ontológica

Que el temor enraíce en la existencia biológica del organismo humano –que no repose en su apertura lingüística al mundo– pasaba por resignificar el Da-Sein bajo la forma del mismo Das-Leben que Heidegger exploró y abandonó en su trayectoria intelectual. Para Hans Jonas, el humanismo enraíza en la forma específica de la “vida humana”. Por ello no podía aceptar que el lenguaje o “el logos” –como significante de lo humano o no-animal– dejara al organismo biológico por fuera de su carga normativa. Tampoco que el imperativo categórico kantiano se quedara suspendido en la estructura formal del entendimiento sin enraizar en las condiciones históricas de la supervivencia de la vida humana en la Tierra. 8

La vida, para Jonas, se mantiene a flote entre el ser y el no ser, enfrentada siempre a la posibilidad de su negación: “El ser que de esta manera flote en la posibilidad es por entero un factum polar, y la vida manifiesta constantemente esta polaridad en las antítesis fundamentales entre las que su existencia está tensada: la antítesis entre ser y no ser, entre yo y mundo entre forma y materia, entre libertad y necesidad” (Jonas, 2008, p. 22). Reformulando el gran axioma kantiano, Jonas asume que no hay responsabilidad ética sin libertad, sin embargo, la libertad no se agota en una condición trascendental sin la cual no es posible la ética: libertad es lo que el organismo es, o, dicho de otro modo, la libertad describe la forma en la que se constituye un organismo entre medias del ser y la nada, la vida y la muerte. “Ya el metabolismo”, escribe Jonas, “el estrato básico de toda existencia orgánica delata libertad, incluso es la primera forma de libertad (…), un principio de libertad del que nada saben los soles, los planetas y los átomos” (Jonas, 1973, p. 15).

Para Jonas, el animal-humano9 difiere del resto de los seres vivos por el tipo de relación que mantiene el organismo humano con el mundo de las imágenes. Esta consistirá en poder escindir el reino de las imágenes de su actualidad objetiva, es decir, de poder disociar la imagen del objeto extenso del objeto extenso y así puede ser presentada (Darstellung) sin su objeto bajo la forma de la representación (Repräsentation). En este elemento (que nos remite a las primeras evidencias del arte pictórico en cuevas) Jonas encuentra el icono de la libertad biológica que distingue al ser humano de otras formas vivas precisamente por haber conquistado la acción inútil (sin conexión posible con la autoconservación) al repertorio de su agencia.10

Pero en el momento en que las imágenes se divorcian de la actualidad objetiva, estas pueden fundirse y confundirse con lo real. Bajo su forma voluntaria, la imagen que no representa la realidad puede ser artística, creativa, deseable. Bajo su forma involuntaria, la imagen que no representa la realidad puede ser delirante, paralizante y confusa; capaz de disminuir, que no de aumentar, la capacidad adaptativa del organismo humano, tal y como se distingue en la experiencia onírica diferenciada de sueños y pesadilla. Esto es lo decisivo: dado que la imagen no es el reflejo automático del principio de autoconservación, su utilidad para orientar al organismo humano en la prevención de lo catastrófico está atravesada por una ambivalencia irresoluble. El miedo a la muerte puede producir una imagen correcta o incorrecta del curso de los acontecimientos.

Así, la ansiedad y el miedo pueden alumbrar imágenes que conduzcan a la prevención creativa (miedo beneficioso) o pueden conducir a la parálisis y a la inacción (miedo patológico). Y dado que ambas formas de imaginación pueden ser políticamente capitalizadas, la relación entre el poder político y las imágenes que generan temor constituye una de las relaciones más importantes para pensar las ambivalencias internas de la relación entre la imagen y el poder político. Precisamente, porque el ser humano depende de imágenes defectivas para actualizar su comprensión de los peligros existenciales realmente existentes, la dialéctica entre el miedo protector y el miedo paralizante enraíza en la constitución misma del ser humano como una suerte de a priori bio-histórico por el cual la relación entre la imagen y lo real no tiene una correspondencia garantizada.

La distinción entre miedos beneficiosos y perjudiciales cuenta con relevantes antecedentes filosóficos, como la concepción aristotélica de la relación entre el miedo (phóbos) y la prudencia (phronēsis), o las distinciones de Franz Neumann en torno a las relaciones entre angustia y política. Para Aristóteles,11 tanto el exceso como el defecto de miedo se alejan de la virtud ética ubicada en el término medio entre los extremos de la temeridad y la cobardía (Aristóteles, 2011, p. 46). La raíz aristotélica de la obra de Jonas se evidencia en el hecho de que, para Aristóteles, el miedo pertenece al ámbito de las costumbres (éthos) y de los hábitos que la conforman (hexis), y no de la naturaleza (physis) (Domínguez, 2003). Para Aristóteles, al igual que para Jonas, aunque el miedo enraíza en la condición psico-somática del animal humano (psyché y sôma), aquello que lo provoca no viene determinado por la naturaleza, sino por la creencia o la convención a través de la cual pensamos que un determinado hecho es peligroso o no. Por ello, dice Aristóteles en su Retórica: “Si efectivamente el temor va acompañado de una cierta sospecha de que se va a sufrir algo destructivo, es evidente que no tienen miedo ninguno los que creen que no va a pasarles nada, ni tememos lo que creemos que no va a ocurrirnos ni a las personas de quienes no esperamos que nos hagan nada” (Aristóteles, 2002, p. 158). Desde este punto de vista, resultaría prudente, que no demagógico ni cobarde, el gobernante que aspirase a cultivar la prudencia en la ciudadanía ya sea retirando las creencias falsas acerca del peligro, o bien fomentando el temor a un peligro cercano.

Otro antecedente importante para pensar la relación entre el miedo y la política se encuentra en The Democratic and the Authoritarian State de Franz Neumann, publicado en 1964. A juicio de Neumann, quien sigue a Freud en este punto, resulta imprescindible diferenciar la ansiedad real (Realangst) de la ansiedad neurótica. La primera –la ansiedad verdadera– aparece, pues, como reacción a situaciones de peligro concretas; la segunda –ansiedad neurótica– es producida por el yo, para evitar de antemano incluso la más remota amenaza de peligro (Neumann y Marcuse, 1964, p. 271). La ansiedad verdadera se produce, pues, a través de la amenaza de un objeto externo; la ansiedad neurótica, que puede tener una base real, en cambio, se produce desde dentro, a través del yo. En ambos casos, Neumann distingue tres tipos de consecuencias o efectos posibles de la ansiedad. En primer lugar, el efecto protector advierte de un peligro externo y permite tomar precauciones para alejar ese peligro. En segundo lugar, el efecto destructor estaría ligado al elemento neurótico y puede bloquear e incapacitar al sujeto para tomar distancia del peligro o luchar contra él: “puede paralizar al hombre y degenerar en una ansiedad de pánico”. En tercer lugar, el efecto catártico fortalece al sujeto que ha evitado exitosamente un peligro o que se ha impuesto a él. Un miedo derrotado es un miedo menos opresivo. En palabras de Neumann, el sujeto “puede ser más capaz de tomar decisiones en libertad que el que nunca ha tenido que luchar seriamente con un peligro” (Neumann y Marcuse, 1964, p. 275-276).

La sabiduría del temor, entonces, no solo sirve para cultivar una forma cívica de prudencia, sino también para cultivar una ciudadanía capaz de enfrentarse al miedo sin paralizarse ni evadirlo. Para ello, sin embargo, la distinción entre el peligro real y el imaginario exige la mediación del saber científico, al cual Jonas concede la prerrogativa de informar acerca de los efectos remotos y de comparar futuros posibles. De Aristóteles a Jonas pasando por Neumann, la libertad ontológica de la vida humana tiene como correlato cierta biopolítica de las creencias: exige al buen gobernador diferenciar entre las creencias que refuerzan o debilitan la percepción social de un peligro. Frente a la catástrofe ecológica, la consciencia del peligro exige algo más o algo distinto a la conciencia de la finitud existencial: exige la conciencia de la finitud biofísica de los sistemas terrestres frente a los poderes de la tecnociencia moderna, así como una pedagogía política sobre los efectos remotos de la acción colectiva. No basta, por tanto, atender a la relación entre vida, miedo y libertad; es necesario añadir el problema que resulta de la convergencia entre la vida humana, la sabiduría del temor y el conocimiento científico sobre los efectos ecológicos de la acción humana tras los umbrales de la civilización tecnológica.

IV. Vida, temor, ciencia y tecnología: una relación histórica con consecuencias metafísicas

La necesidad de actualizar la imagen del ser humano al trasluz de los peligros que amenazan su existencia constituye uno de los elementos centrales de su Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Del ser-vivo al ser-vivo-humano, la libertad primigenia del metabolismo queda resignificada como una libertad orgánica obligada a actualizar el repertorio de imágenes que median la relación entre su organismo y su entorno. Esta concepción antropológica, implícita en su pensamiento bioético, defiende la ambigüedad insondable de la libertad humana frente a cualquier optimismo o pesimismo antropológico:

La sencilla verdad, ni sublime ni humillante, pero que respetuosamente debemos aceptar, es que el “hombre auténtico” estuvo ahí presente desde siempre, con su nobleza y su bajeza, con su grandeza y su miseria, con su felicidad y su tormento, sus justificaciones y sus culpas, en definitiva, con la ambigüedad que le es indisociable. Pretender suprimirla equivale a acabar con el hombre en su insondable libertad (Jonas, 1979, p. 348).

No se trata de una naturaleza buena socialmente corrupta (Rousseau), ni de una naturaleza corrupta políticamente civilizada (Hobbes). Lo relevante es que la ambigüedad transhistórica del ser humano se ve trastocada por la irrupción de la técnica moderna. El poder tecnológico modifica esencialmente la estructura de la acción humana, y esto exige actualizar la imagen de su poder y de su responsabilidad para con su entorno. De este modo, el texto de Hans Jonas dialoga fácilmente con las lecturas contemporáneas de los riesgos existenciales (Bostrom, 2013) y con los estudios del Antropoceno (Steffen et al., 2007, p. 614), que ponen el acento en los riesgos que emergen de la transformación antropogénica y tecnológica de los sistemas terrestres. De lo frágil, y casi imperceptible, a lo colosal y planetario, el ser humano ha transitado desde la recolección de semillas hasta la modificación genética y la clonación, del fuego al refinamiento del petróleo, de la lanza a la bomba atómica. Pero ninguna transición está exenta de riesgos. El calentamiento climático, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la deforestación o la desertificación, entre otros fenómenos, nos ubican más allá de la crisis climática en una crisis planetaria sin antecedentes en la historia de la civilización humana. En términos de Jonas: “Definitivamente desencadenado, Prometeo, al que la ciencia proporciona fuerzas nunca antes conocidas y la economía un infatigable impulso, está pidiendo una ética que evite mediante frenos voluntarios que su poder lleve a los hombres al desastre” (Jonas 1979, p. 15).

A estos fenómenos de naturaleza antropogénica remite la comparación de la responsabilidad de los antiguos con la de los modernos (Jonas, 1979, p. 66 y ss.). Para los antiguos, la invulnerabilidad de la naturaleza como todo (physis) y la ignorancia respecto de su propia existencia en términos biológicos (genéticos, celulares, zoológicos) justificaban que toda la reflexión ética fuese antropocéntrica y basada en la inmediatez de los efectos: lo bueno y lo malo eran resultados del aquí y del ahora. Sin embargo, la nueva vulnerabilidad del planeta a la acción humana declara ontológicamente obsoletos los fundamentos de estas orientaciones, dando lugar a la obligación de pensar una ética transespecie, de orientación ecológica y capaz de procurarse –primer deber de la ética orientada a futuro (Jonas, 1979, p. 66) – una representación de los efectos remotos de nuestras acciones.

Esta representación de los efectos remotos de la acción humana ocupa un lugar privilegiado en la heurística del temor, precisamente, porque permite la demarcación entre miedos reales y paranoides. De aquí se siguen tres consecuencias fundamentales. En primer lugar, no hay ética a futuro posible o realista (no utópica) sin conocimiento científico. A la preocupación filosófica le sobreviene “una verdad totalmente distinta, que es asunto del saber científico: la verdad referente a las extrapolables condiciones futuras del hombre y del mundo” (Jonas, 1979, p. 64). Y en el caso en que no podamos saber las consecuencias últimas, primará el principio de moderación: “Ante el potencial escatológico de nuestros procesos técnicos, la ignorancia de las consecuencias últimas será en sí misma una razón suficiente para una moderación responsable” (1979, p. 56). En segundo lugar, y sumándose a lo anterior, este conocimiento científico conlleva, necesariamente, una relación de responsabilidad que desborda el marco del conocimiento objetivo e implica la responsabilidad para con el ser. De este modo, saber científico, poder técnico y deber ético se fusionan como resultado de la nueva estructura de la acción humana. En tercer lugar, la modificación del alcance de la acción modifica el alcance de los problemas metafísicos vinculados a ella. Ya no se trata del por qué existe la vida sino del por qué debería seguir existiendo. Entre lo científico y lo ético, y ante la nueva proximidad del no-ser, la metafísica irrumpe como fundamento último de su propuesta bioética: “La cuestión fundamental es si podemos tener una ética sin recuperar la categoría de lo sagrado” (Jonas 1979, p. 58).

El ser humano debe buscar en sí mismo el sentido de su propia salvación: este es el objetivo del apartado titulado “El carácter sacrosanto del sujeto evolutivo” (Jonas 1979, p. 73-76), donde el filósofo alemán afirma que la libertad y la autosuficiencia de la naturaleza humana (incluso para destruirse a sí misma) es “algo grandioso que surge en el transcurso del proceso evolutivo” (1979, p. 73). La lógica intrínseca del argumento sacralizador de la vida humana radica en la inconmensurabilidad de lo finito y lo infinito de la existencia humana: “Hay un infinito cuyo flujo hay que preservar, pero también un infinito que perder” (1979, p. 74). Para el autor, no es posible arriesgarse por una ganancia finita ante el riesgo de una pérdida infinita. Asomándose al infinito inscrito en la posibilidad de no poder volver a ganar nada, Jonas encuentra lo sagrado en lo absoluto: “Un absoluto que, por ser el bien más alto y más vulnerable encomendado a nuestra tutela, nos impone como primer deber su conservación” (1979, p. 75). Pero, de nuevo, esto exige que dispongamos de la imagen o representación de lo catastrófico (summum malum) a partir de la cual pueda emerger una nueva imagen de la humanidad: tanto la humanidad amenazada por la catástrofe, como la humanidad en condiciones de prevenirla.

La heurística del temor se verifica de este modo como actualización ontológica del ser que somos a partir de aquello que lo amenaza: “decimos que la comunidad de destino del hombre y la naturaleza, comunidad recién descubierta en el peligro, nos hace redescubrir la dignidad propia de la naturaleza y nos llama a preservar, más allá de lo puramente utilitario, su integridad” (Jonas, 1979, p. 228).

Podemos ilustrar toda la cuestión con un ejemplo indudablemente catastrófico: el de una gangrena que amenaza con extenderse del pie a la pierna y al resto del cuerpo. Si una persona a la que reconocemos un conocimiento médico experto nos dice que solo amputando el pie salvaremos la pierna, aceptamos amputar el pie. Si no creemos al médico que nos decía la verdad, perderemos la pierna (o la vida) mientras esperamos que se nos cure el pie. Por supuesto, si creemos al médico que mentía, perderemos el pie inútilmente. En todo caso, la ambivalencia del temor y de la esperanza dependen de la capacidad predictiva de un saber experto. La esperanza de no perder el pie puede llevarnos a perder la pierna o, en el caso de que la autoridad epistémica se equivocase, a salvar el pie. Luego, solo si se acepta la premisa de que el pronóstico es verdadero, el temor convierte en deseable algo tan indeseable como la pérdida de un pie. En eso reside el poder benefactor del miedo: en su capacidad para convertir un mal en algo deseable al trasluz de un mal mayor. ¿Qué significa esto a la hora de pensar la convergencia entre autoridad científica y autoridad política?

V. El imperativo de la responsabilidad en el siglo XXI: el dilema ecoautoritario

Desde hace cinco décadas, la comunidad científica advierte acerca de los riesgos vinculados al aumento de la temperatura por encima de 1,5ºC y 2ºC respecto de los niveles preindustriales. Se estima que ese medio grado de diferencia evitaría que unas 10 millones de personas se vieran afectadas por el aumento del nivel del mar. A su vez, la diferencia en el aumento de la acidez oceánica sería decisiva para la protección de los corales marinos, de los cuales depende una gran parte del flujo oceánico de nutrientes (Livingston y Rummakaien, 2020). Sin embargo, la posibilidad de mantener el aumento de temperatura en torno al 1,5ºC exigiría que, o bien, ya se hubiesen tomado medidas drásticas a escala global (Toleffson 2018), o bien se estuviesen comenzando a aplicar de forma masiva y acelerada. Sin embargo, nada de esto está sucediendo al ritmo y volumen proporcionales a la escala del problema.

La inacción gubernamental, contraria tanto al principio de precaución como al principio de responsabilidad, obliga a retomar uno de los aspectos más controversiales de la obra de Jonas: la problemática del “eco-autoritarismo” frente a la crisis planetaria, tal y como esta se desarrolla en el apartado tercero del capítulo quinto de El principio de responsabilidad, donde Jonas defiende las ventajas de un marxismo igualitarista (noutópico o tecno-optimista) frente al capitalismo competitivo (Jonas, 1979, p. 237250). Toda su argumentación se comprende en el marco de su ética orientada a futuro, para la cual las generaciones futuras tienen derecho a existir (1979, p. 84-85), y por la cual dicha existencia exige algo más que la mera supervivencia: el “deber de conformar una auténtica humanidad” (1979, p. 86). Vemos, en este sentido, la importancia del giro metafísico inscrito en la ética de Jonas como cuidado del ser que involucra la idea de la humanidad: “El primer principio de una “ética orientada al futuro” no está en la ética en cuanto doctrina del obrar –a la que pertenecen todos los deberes para con los hombres futuros–, sino en la metafísica en cuanto doctrina del ser, de la que una parte es la idea del hombre” (1979, p. 89).12

En el corazón de esta ética orientada a futuro, Hans Jonas prepara su reformulación del imperativo categórico kantiano rechazando dos de los grandes postulados de la metafísica tradicional: (i) que no existe verdad metafísica y (ii) que del ser no puede derivarse ningún deber. Para él, de la idea metafísica de lo humano se sigue el deber de su cuidado en base a la irracionalidad antes señalada de apostar el infinito; lo óntico (podríamos decir en términos heideggerianos) no puede apostar lo ontológico por mucho que el acceso de la pregunta por el ser esté limitado por la diferencia ontológica. Por ello, y en relación con la ya mencionada ruptura con Heidegger, Jonas defiende que: “El sacrificio de la propia vida por la salvación de otros, por la patria o por un asunto que afecta a la humanidad, es una opción por el ser, no por el no-ser” (Jonas, 1979, p. 93). El ser humano, que ya no es simplemente el ulterior ejecutor de la obra de la naturaleza, sino también su potencial destructor, “tiene que asumir en su querer un “sí” global e imponer a su poder un “no” al no-ser” (1979, p. 231). Tanto el primer momento (gnosis) como el segundo momento (vida) de su pensamiento se proyectan en el último (responsabilidad), dando lugar y sentido a la célebre reformulación del imperativo categórico kantiano:

“Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra” o, expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”; o, simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra” (Jonas, 1979, p. 40).

Cuando este imperativo es trasladado a la praxis gubernamental se ponen de manifiesto los límites de las democracias liberales para garantizar su cumplimiento. Estos límites ya fueron advertidos por Jonas en el capítulo titulado “¿Quién puede afrontar mejor el peligro, el marxismo o el capitalismo?” (Jonas, 1979, p. 237-250). En este apartado, Jonas asocia al marxismo con el ejecutor del ideal baconiano (1979, p. 237) y analiza el abrazo utópico del marxismo a la industrialización como portador de un nuevo hombre en una sociedad sin clases: “expresado crudamente: es la magnitud del premio que se ofrece al proletariado lo que hace a la revolución merecedora del esfuerzo. Esto es absolutamente legítimo” (1979, p. 239). Frente al marxismo utópico de Ernst Bloch, Jonas defiende una versión renovada del marxismo que dé la espalda a la utopía para abrazar una racionalidad preventiva. Es decir, que priorice: “la condición de la conservación de la humanidad ante la inminencia de una etapa crítica” (1979, p. 239). Este marxismo preventivo y antiutópico se apoya en una serie de principios tales como la defensa de la “economía de la necesidad” frente a la “economía del beneficio” y la subordinación de la búsqueda de rentabilidad a la planificación no-despilfarradora de la economía (1979, p. 241); la capacidad para promocionar e incluso imponer medidas impopulares (1979, p. 242), y la de introducir las virtudes de una moral ascética en sociedades igualitarias, pues estas estarían mejor predispuestas a aceptar sacrificios si las exigencias son democráticamente distribuidas: “La identificación de la comunidad con el gobierno –incluso con un gobierno dictatorial– es necesaria cuando se exigen sacrificios duraderos” (1979, p. 243).

Todo ello se enfrenta con un problema central, la necesidad de sustituir el complejo democrático-liberal-capitalista por una élite capaz de asumir moral e intelectualmente “la responsabilidad orientada al futuro que hemos propuesto, ¿cómo se produce esa élite y cómo se dota del poder necesario para ejercer tal responsabilidad?” (1979, p. 242). Aterrizando la pregunta en los horizontes del siglo XXI, ¿qué supondría una transición del mercado global y del sistema-mundo a formas de producción, consumo y uso de recursos ecológicamente compatibles con el imperativo de la responsabilidad? Ambas preguntas nos sitúan en el corazón del dilema eco-autoritario: o bien se impone sobre una generación aquello que es compatible con la vida de las generaciones futuras, o bien se impone sobre las generaciones futuras el daño aceptado unilateralmente por las élites gubernamentales y económicas de las generaciones presentes. Frente a este dilema, la distinción entre temores reales y paranoicos vuelve a ser crucial. Porque el principio de responsabilidad no puede ser esgrimido ante amenazas irreales, el gobernante y el científico deben actuar de forma coordinada para que la autoridad epistemológica de la comunidad científica se transforme en la legitimidad política de la acción preventiva.

VI. Las ambivalencias del temor y el falso dilema del eco-autoritarismo

Si bien el marco histórico del argumento de Hans Jonas es anterior a su desengaño respecto de la experiencia soviética, el núcleo filosófico de su propuesta hunde sus raíces en la heurística del temor. En esta línea, denominaremos “ambivalencias del ecoautoritarismo” a la convivencia de elementos positivos y negativos en su análisis del autoritarismo, y “dilema eco-autoritario” a la situación en la que nos sitúa la siguiente pregunta: ¿y si lo ecológicamente necesario ya es políticamente contrario a nuestros estándares democráticos? ¿Y si el grado de intervención estatal necesario fuese, dentro de nuestros marcos culturales, identificado como un modo de gobierno autoritario? Y por último, ¿qué formas de eco-autoritarismo despuntan como posibles (deseables o no) en el siglo XXI?

La idea básica es la siguiente: el miedo que anticipa una catástrofe es positivo y necesario conforme al principio de responsabilidad, mientras que el miedo que imposta la catástrofe es negativo e innecesario conforme al principio de responsabilidad. Por tanto, y en respuesta a la última pregunta, habrían de quedar descartadas todas las formas del temor no legitimadas por la comunidad científica internacional. Es decir, el rol del saber científico como órgano capaz de diferenciar entre futuros reales e irreales –lo posibilidad de una “futurología comparada” (Jonas, 1979, p. 64)– deviene aquí decisivo, pues solo la mediación del saber científico permite diferenciar entre catástrofes futuras reales y catástrofes futuras irreales debido a la naturaleza remota de las consecuencias. Frente a la pregunta, ¿cómo puede la heurística del temor evitar la producción de un miedo paralizante?, en Esto lo cambia todo Naomi Klein ofrece una respuesta convergente con la heurística del temor de Jonas:

¿Qué deberíamos hacer en realidad con un miedo como el que nos provoca el hecho de vivir en un planeta que se muere, que se va haciendo menos vivo a cada día que pasa? En primer lugar, aceptar que el temor no se va a ir sin más y que es una respuesta perfectamente racional a la insoportable realidad de vivir en un mundo agonizante (…). A continuación, aprovecharlo. El miedo es una respuesta de supervivencia. El miedo nos impulsa a correr, a saltar; el miedo puede hacernos actuar como si fuéramos sobrehumanos. Pero tiene que haber un sitio hacia el que correr. Si no, el miedo solamente es paralizante. Así que el truco de verdad, la única esperanza, es dejar que el horror que produce la imagen de un futuro inhabitable se equilibre y se alivie con la perspectiva de construir algo mucho mejor que cualquiera de los escenarios que muchos de nosotros nos habíamos atrevido a imaginar hasta ahora (Klein, 2015, p. 45).

La antropóloga española Yayo Herrero resume esta idea de Naomi Klein con una fórmula brillante por su simplicidad: el miedo solo paraliza cuando no sabes hacia dónde correr (Herrero, 2021). En esta idea cristaliza la que, a nuestro juicio, constituye la mejor lectura posible de la heurística del temor de Jonas: aquella que no cae en la dicotomía temor-esperanza, sino que alumbra que la única esperanza no ilusa es aquella que nace de la sabiduría del temor. Dicho sencillamente, hay que pasar por el miedo que produce la verdad para elaborar una respuesta realista.

Actualmente, el aumento de las probabilidades relativas a los efectos catastróficos del cambio antropogénico de los sistemas terrestres es el leit motiv de los informes elaborados por organismos como el IPCC, la NASA, o las Naciones Unidas. En palabras del jefe de las Naciones Unidas, António Guterres: “Esto no es ficción ni exageración. Es lo que la ciencia nos dice que resultará de nuestras actuales políticas energéticas. Estamos en camino de un calentamiento global de más del doble del límite de 1,5 grados (Celsius, o 2,7 grados Fahreinheit) que se acordó en París en 2015”. En términos del propio Guterres, mediante el ritmo actual de emisiones estaríamos “cavando nuestras propias tumbas” (Guterres, 2022).

Esta idea puede sonar alarmista, pero no paranoica. El 9 de septiembre de 2022 se publicó en la revista Science un estudio que constataba que el planeta está a punto de sobrepasar cinco puntos de inflexión (los llamados climate tipping points). A saber: “el colapso de la capa de hielo de Groenlandia y en la Antártida occidental, la pérdida abrupta del permafrost boreal, la muerte masiva de los corales tropicales y el colapso de las corrientes en el Mar de Labrador, ubicado frente Canadá en el Atlántico” (Planelles, 2022). La dimensión catastrófica de estos umbrales se concreta, precisamente, en la irreversibilidad de sus efectos: si el permafrost se derrite, la superficie terrestre deja de reflejar la radiación y pasa a absorberla, por lo que el calentamiento climático impediría la regeneración de hielos permanentes. Es decir, la crisis climática nos arroja al interior de una terra incognita, muy distinta a aquella en la que han podido florecer las civilizaciones humanas.

Retornando al dilema eco-autoritario: como advirtió Jonas hace ya más de cuarenta años, cuanto más tiempo pasa, menor es el margen de actuación y mayores son las dificultades ligadas a la implementación de políticas ecológicas efectivas (Jonas, 1979, p. 73). Cada década ha agravado el dilema ecoautoritario, alejándonos de la posibilidad de llevar a cabo una transición ecológica y energética paulatina. De hecho, como señala Naomi Klein en Esto lo cambia todo, lo ecológicamente necesario ya sería, en gran medida, políticamente intolerable:

Es verdad que un cambio climático catastrófico inflaría el papel del Estado hasta niveles que probablemente molestarían a la mayoría de las personas sensatas, tanto de izquierdas como de derechas. (…) [pero] tampoco existe modo alguno de conseguir las reducciones de emisiones del nivel y la rapidez suficientes para evitar esos catastróficos escenarios de futuro sin aplicar unos niveles de intervención estatal que jamás resultarán aceptables para los ideólogos de derechas (Klein, 2015, p. 77).

Ante esta situación, grupos de interés como el instituto negacionista Heartland en Estados Unidos llevan décadas propagando información falsa acerca del cambio climático para evitar las consecuencias políticas que se derivarían de los programas gubernamentales preventivos (Klein, 2015, p. 49-88). Porque lo ecológicamente necesario ya ha sido políticamente indeseable para muchos actores del mercado global, entonces, los poderes fácticos antiecologistas del Norte Global (como la industria petrolera, ganadera o armamentística y sus respectivos lobbies) han retratado al movimiento ecologista como un movimiento político paranoico, apocalíptico, estratégico, histérico y alarmista (Proctor y Schebinger, 2008; Hendlin, 2009). Así se ha aprovechado la naturaleza indeterminada del miedo para hacer de la paranoia política una forma de realismo científico (la catástrofe no sucederá aunque sigamos como hasta ahora) y del realismo científico una forma de paranoia política (la catástrofe sucederá si seguimos como hasta ahora).

Esta inversión del valor del temor en nuestra sociedad es el resultado del largo y exitoso trabajo de los lobbies y los mass media. Estos no solo han logrado identificar la ecología con el catastrofismo paranoide, sino que han apuntalado jurídicamente los privilegios de las industrias contaminantes a través de tribunales amparados por la Organización Mundial del Comercio (Klein, 2015, p. 90-95). Por ello, la tesis según la cual el “ecologismo” puede servir de coartada a políticas autoritarias (Shahar, 2015) debe ser contrapuesta a la tesis según la cual la demonización de políticas ecológicas duras –la crítica liberal al eco-autoritarismo de estado– sirve a la legitimación del business as usual. Es decir, la denuncia al autoritarismo estatal frente a la libertad de mercado no puede seguir eclipsando el modo en que el autoritarismo de mercado interfiere con la creación de leyes capaces de velar por la perpetuidad de la vida humana digna. Precisamente, aquellas que tendrían la capacidad de proteger la vida humana frente al libertinaje ecocida de las grandes empresas multinacionales. Ya existe una forma de eco-autoritarismo invertido consistente en evitar la interferencia de los poderes democráticos en los intereses corporativos. Por ello, solo la institución y constitución de nuevos poderes de intervención política (amparados por la comunidad científica) podrían poner freno a la irresponsabilidad normalizada de los poderes corporativos, las grandes multinacionales y los estados que protegen sus intereses. A estos poderes, Luigi Ferrajoli los llama poderes salvajes. Contra ellos, y en un sentido muy afín a la propuesta de Jonas, defiende la necesidad de promover una “Constitución de la Tierra capaz de imponer límites y vínculos a los poderes salvajes de los estados soberanos y de los mercados globales, en garantía de los derechos humanos y de los bienes comunes de todos” (Ferrajoli, 2022, p. 15).

Pero, ¿cómo podría el temor facilitar la construcción de un movimiento político capaz de presionar en la dirección de un gobierno responsable? ¿Y en qué aventaja la sabiduría del temor a la esperanza? Jonas responde, primero, que el principio de precaución obliga a atender antes a las consecuencias negativas que a las positivas, pues solo las negativas exigen prevención. Segundo: nos resulta “infinitamente más fácil el conocimiento del malum que el conocimiento del bonum” (Jonas, 1979, p. 65). El malum es más apremiante, está menos sujeto a la diversidad de criterios y es más fácilmente reconocible. A su vez, la esperanza de que el mal no llegará a suceder puede desestimular la respuesta adaptativa. Esto coincide con la conclusión a la que llegan Matthew J. Hornsey y Kelly S. Fielding en “Una nota de advertencia sobre los mensajes de esperanza”. Constataron que: “cuando esta información [el descenso de las emisiones] se presentó a los miembros de la comunidad, (…) el mensaje optimista diluyó la sensación de riesgo y angustia que es eficaz para motivar los esfuerzos de mitigación” (Hornsey y Fielding, 2016).

No todos los miedos son paralizantes, y no todas las esperanzas son estimulantes. Por ello, antes de que el diagnóstico realista de la situación permee culturalmente en la población, la apuesta por una estrategia esperanzadora puede reforzar imaginarios poco realistas. Este problema puede ser identificado, por ejemplo, en la esperanza con la que los defensores del Green New Deal –entre ellos, la propia Naomi Klein (2020)– apuestan por el New Deal de Roosevelt como referente histórico de la transición necesaria. Más allá de los límites minerales y los impactos extractivos de este modelo de transición acelerada a infraestructuras de bajas emisiones (Zografos y Robbins, 2019; Dunlap y Larette 2022),13 la transición a nuevas fuentes de energía eclipsa la envergadura de la transición ético-política que demanda la crisis ecológica. Por ello, conforme a la heurística del temor, resultaría necesario desplazar la esperanza que genera el tecnoptimismo por las imágenes que nos ayuden a prepararnos ante la gravedad de lo inevitable; a apostar por mensajes políticos claros que preparen el terreno a decisiones impopulares pero deseables en comparación con la catástrofe.

Por último, ¿debemos rechazar el uso político del temor por sus virtuales derivas totalitarias? Cabría afirmar que sin poderes científico-democráticos dotados de la autoridad suficiente para imponer el interés general de las poblaciones (presentes y futuras), no hay esperanza. Sin embargo, un poder dotado de una autoridad semejante nos confronta con la amenaza de sus excesos. Desde la óptica de la heurística del temor este dilema –clásico en las tesis liberales sobre la amenaza eco-autoritaria– se transforma en un falso dilema. Primero, es necesario apuntar que la idea de que la transición de la democracia al totalitarismo se sigue necesariamente del aumento de la intervención estatal en el proceso económico (tesis fundamental de Camino de servidumbre de Friedrich Hayek) es un mantra neoliberal obsoleto que ha servido durante las últimas cuatro décadas para legitimar el fundamentalismo de mercado basado en el imperativo “crecer o morir” (Klein, 2015, p. 35). Segundo: dado que el business as usual es la inercia que nos conduce con mayor probabilidad a la catástrofe ecológica en ciernes, su defensa no puede ampararse en las probabilidades catastróficas de las alternativas que trataran de evitarlas. Es decir, aun cuando no consideremos los mecanismos políticos (i.e. democracia por sorteo, asambleas ciudadanas, rotación de cargos, etcétera) existentes para prevenir los excesos patológicos del poder político, ambas opciones no serían equivalentes. Con un poder semejante la catástrofe sería probable, sin él, la catástrofe está garantizada.

Esto nos permite concluir, en tercer lugar, con la que, a nuestro juicio, constituye la principal advertencia de Jonas para el siglo XXI. Habida cuenta de que las leyes han sido transformadas a favor de los intereses privados frente a los intereses de la humanidad, ¿pueden ser enfrentados los poderes corporativos globales sin dotar a los gobiernos democráticos de poderes excepcionales? ¿Pueden las democracias liberales, jurídicamente diseñadas para no interferir con la libertad de mercado, responder de forma adecuada a los retos que enfrentamos? La respuesta es no. La esperanza de que la alianza entre la competencia capitalista y la innovación tecnológica traerá consigo la solución a los problemas que ha generado lleva más de medio siglo siendo refutada. La defensa jurídica, política y científica del principio de responsabilidad exige desmantelar el optimismo paranoide y diseminar los temores verdaderos. Porque la verdadera esperanza solo nace tras la muerte de los falsos optimismos. O, como dice, Terry Eagleton: “Cuando más necesaria es la verdadera esperanza es cuando la situación es más extrema y reviste una gravedad que el optimismo se suele resistir a reconocer” (Eagleton, 2016, p. 27).

VII. Conclusión

El recrudecimiento de la crisis climática ha reducido nuestra capacidad de acción y dilapidado la posibilidad de actuar de forma paulatina. En este escenario, la defensa de la sabiduría del temor defendida por Hans Jonas en El principio de responsabilidad ha sido presentada como una herramienta imprescindible para la ecología política contemporánea. Este carácter insustituible de la sabiduría del temor para los ingentes retos del siglo XXI cristaliza en las cinco siguientes conclusiones.

Primero, la historia del siglo XX nos muestra los grandes fracasos del optimismo. La experiencia biográfica del propio Hans Jonas es el recuerdo vivo de esta falta de precaución: quien niega la sabiduría del temor se entrega ingenuamente al optimismo, y quien se entrega al optimismo suele confiar excesivamente en la inercia del presente. Segundo, la defensa filosófica del valor del temor exige la distinción entre temores adaptativos-racionales y temores neurótico-paralizantes. Esta distinción permite rechazar la dicotomía temor-esperanza a favor de una relación de complementariedad, en la que la verdadera esperanza (adaptativa o no ilusa) es aquella que nace del temor capaz de identificar las vulnerabilidades y las flaquezas del presente. Tercero, el rol del saber científico para la producción de imágenes no paranoides del futuro depende de la defensa cultural y política de la verdad científica. Necesitamos del saber científico para hacer verdadera la creencia en torno a las consecuencias remotas de nuestras acciones: sin ciencia no hay concepción del impacto de las emisiones de gas de efecto invernadero. Porque el avance del negacionismo y del pensamiento anticientífico confunde lo predictivo con lo profético y lo probable con lo imaginario, no es posible ninguna apología del temor que no esté mediada por una defensa democrática de la comunidad científica. Cuarto, cuando la situación es más grave de lo que parece, la confrontación del ecologismo con las inercias económicas y culturales del business as usual exige que el temor permee en la población para que las políticas orientadas a mitigar los efectos del cambio climático resulten tolerables. Ello no debe justificar desatender las profundas desigualdades entre países y clases, al contrario: debe justificar la aplicación drástica de medidas orientadas a corregir simultáneamente, y en términos aristotélicos, las formas de extrema pobreza y de extrema riqueza actualmente existentes. Quinto, de las ambivalencias del temor se siguen las ambivalencias del eco-autoritarismo: si la racionalidad preventiva es obstaculizada por intereses privados irresponsables, el despliegue de autoridades democráticas fuertes no debe ser identificado a priori con el autoritarismo, de lo contrario se condenará a las generaciones futuras a habitar una tierra inhabitable para proteger los privilegios de una pequeña parte de la población actualmente existente.

Los cinco argumentos convergen en el principal: solo la imagen científica de la catástrofe ecológica hará tolerables las medidas necesarias para su prevención. Como se observó en la experiencia pandémica padecida a escala global entre 2020 y 2022,14 aquellos países y grupos sociales que percibieron el consenso científico como falseado o interesado declararon el intervencionismo estatal como arbitrario y autoritario. Allí donde la mediación de la comunidad científica fue percibida como verdadera y desinteresada, la acción autoritaria del gobierno fue mayoritariamente tolerada como adecuada o proporcional a la gravedad de la amenaza. Porque solo sabemos lo que está en juego cuando está en juego, quizás debamos seguir el consejo de Demetrio Velasco, y dejar que el temor a la amenaza nos alcance a todos:

hay una razón para el optimismo que paradójicamente se basa en que la amenaza de la destrucción puede alanzarnos a todos. El miedo puede convertirse una vez más en un aliado para lograr el consenso en los mínimos que garanticen la supervivencia de la humanidad y del planeta. Quizá deberíamos releer a Hans Jonas y aprender que el miedo puede servirnos para, desde “el principio de responsabilidad”, hacernos cargo del mundo que hemos creado (Velasco, 2020, p. 95).

Agradecimientos

Este trabajo, vinculado al proyecto de investigación “La contemporaneidad clásica y su dislocación: de Foucault a Weber” (PID2020-113413RB-C31), se ha realizado en el marco de las ayudas Margarita Salas del programa de recualificación del sistema universitario español, financiado por el Ministerio de Universidades del Gobierno de España y la Unión Europea (Next Generation EU).

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Notas

1 A esta hipótesis es necesario añadir un matiz geográfico y cultural: la mediación de la verdad científica no es geográfica ni culturalmente universal. De hecho, la heurística del temor de Hans Jonas sirve también para pensar la sabiduría del temor en formas de saber que no encajan con la categoría eurocéntrica de “saber científico” y que, a su vez, permiten la activación de medidas preventivas racionales (i.e. saberes indígenas). Con todo, la centralidad del conocimiento científico respecto a la crisis ecológica enraíza en la estructura de la acción humana en tanto que históricamente modificada por la civilización tecnológica. Dado que la tecnociencia arrastrada por la reproducción capitalista ha modificado el planeta, solo una imagen tecnocientífica puede alumbrar la estructura de dichas modificaciones y sus orígenes históricos, tecnológicos y políticos. De ahí que toda su reflexión ética se sitúe “bajo el signo de la tecnología” pues “la ética tiene que ver con acciones –si bien ya no las del sujeto individual– de un alcance causal que carece de precedentes”, y con unas “capacidades de predicción, incompletas como siempre, pero que superan todo lo anterior” (Jonas, 1979, p. 16).

2 Esta reformulación vuelve a situar el problema de la ética en el ser (teleología), y no en el deber (deontología), revirtiendo la crítica kantiana a la teleología de raíz aristotélica. Para Kant la ética solo podía estar fundamentada en el deber, sin embargo, el imperativo axiológico jonasiano recupera el motivo teleológico por el cual del ser (de una determinada forma) se deduce el deber (o la responsabilidad respecto de los efectos reales del actuar de esa determinada forma). Para un análisis más detallado de este giro véase Restrepo Tamayo (2011). Para un análisis exhaustivo del consecuencialismo ético que liga la moral a las consecuencias de la acción véase Santos (2012).

3 En una conferencia de 1986 titulada Ciencia como experiencia personal [Wissenschaft als persönliches Erlebnis], el propio Jonas hace referencia a las tres grandes etapas de su itinerario filosófico: “La primera se caracteriza por el estudio de la gnosis tardía bajo la influencia de la analítica existencial, la segunda, por el encuentro con las ciencias naturales en la perspectiva de una filosofía del organismo, la tercera, por un cambio radical que me ha llevado de la filosofía teorética a la filosofía práctica, o sea a la ética, y esto en respuesta a los desafíos de la técnica que se podían descuidar cada vez menos” (Jonas, 1987, en Becchi, 2008, p. 103).

4 En Más cerca del perverso fin (2001) Jonas recuerda que el ascenso del nazismo, desde finales de los años veinte, fue previsto y, aun así, no fue prevenido: “Desde finales de los años veinte me pareció evidente que un gran peligro se acercaba. Cualquiera podía verlo: en el crecimiento del partido nazi, antes incluso de que Hitler subiera al poder, veía yo una cierta fatalidad, a saber, que estos tipos, un día u otro, llegarían al poder. Pero lo que jamás imaginé es que se mantendrían en él” (Jonas 2001, p. 81). La experiencia de una catástrofe prevista y no evitada se refleja en la racionalidad preventiva de su pensamiento bioético.

5 El principio vida de Jonas conserva una poderosa influencia del pensamiento de Heidegger. Por ello, autores como Lawrence Vogel (1995) o, recientemente, Daniel M. Herskowitz (2022), entre otros, han argumentado que el núcleo del argumento desarrollado en El principio vida puede interpretarse como la extensión de la ontología del cuidado a la naturaleza en su conjunto (Vogel, 1995, p. 55).

6 Como se señala en un profundo estudio dedicado al análisis de la enfermería desde la categoría de cuidado de Heidegger: “Heidegger refiere que el cuidado, cure o Sorge –en alemán–, significa ‘cuidar de’ y ‘velar por’, al cuidado de las cosas y al cuidado de otros. Así mismo, significa inquietud, preocupación, alarma y en el sentido más amplio es un desvelo por “sí mismo”, por asumir el destino como un interés existencial, no intelectual” (2015). Vemos claramente cómo este desvelo propio de quien se reconoce responsable de la tarea de cuidar no es extraño al pensamiento de Heidegger.

7 Como ha escrito Richard Wolin en Los hijos de Heidegger: “En respuesta directa a la agónica catástrofe histórica de la que Jonas había sido testigo [...] se impuso una ingente tarea intelectual: descubrir los orígenes filosóficos de la crisis de la civilización occidental y con ello sugerir, aunque sea de manera experimental, una nueva y positiva orientación a la humanidad” (Wolin, 2003).

8 Como señala Valdivielso (1999, p. 211), el imperativo kantiano no incluía el mandamiento de continuidad: “Esto hace de cada acto singular algo moralmente relevante pero inabarcable para la concepción tradicional del derecho (como contrapartida de un deber), incapaz de tener en cuenta el futuro remoto, las condiciones globales de la vida humana e incluso la existencia misma de la especie. Esto es patente, por ejemplo, en el imperativo kantiano: este no excluye la posibilidad de la inexistencia, el mandamiento de que la serie deba continuar está ausente”.

9 “Es tiempo [...] de meditar o bien de dirigir el pensamiento a lo esencialmente transanimal en el humano, sin negar su ‘carácter’ animal. [...] Todo aquello que excede a la animalidad, podemos comprenderlo precisamente en cuanto un nuevo nivel de una mediación de la relación con el mundo que se forma en el Dasein animal, la cual, por su parte, ya estriba en lo mediato de toda existencia orgánica en cuanto tal y en la que se construye la reiterada e intensificada mediación de la relación humana consigo mismo y con el mundo –pero en cuanto una ‘relación’ esencialmente nueva, no solo gradual” (Jonas, 1992, citado en Téllez, 2014, p. 112).

10 Para una visión ampliada de la ontología de la imagen como clave de la diferencia animal/ humano en Hans Jonas, véase Téllez, 2014.

11 Aristóteles se ocupa del problema del miedo en el De anima, en la Retórica, en la Ética eudemia, pero su análisis sistemático se encuentra en la Ética a Nicómaco. Para una visión más detallada del problema del miedo en Aristóteles, véase el breve pero detallado estudio de Domínguez, 2003.

12 La fundamentación ontológica de la ética ha suscitado un extenso debate. Para un análisis que justifica la necesidad de fundamentar la ética orientada a futuro en la ontología, véase de Oliveira (2012). Para una visión panorámica de las críticas y los límites acusados en el principio de responsabilidad de Jonas, véase Rosales, 2004, o Restrepo Tamayo, 2014.

13 Muchas propuestas tecno-optimistas, como los llamados Green New Deals chocan con los costes del extractivismo: la necesidad de explotar zonas como el triángulo del litio entre Argentina, chile y Bolivia, o la República Democrática del Congo, en aras de la transición de los países del Norte Global.

14 Aquellos líderes que, como Trump, Bolsonaro o Boris Johnson, despreciaron las advertencias de la comunidad científica retrasaron gravemente la elaboración de respuestas preventivas, mientras que los países con líderes comprometidos con los consensos de la comunidad científica reaccionaron con mayor grado de anticipación. Sobre este tema véase Yamey y Gonsalvez (2020) o Fuccille (2020). Ambos trabajos ponen de manifiesto el vínculo entre el personalismo autoritario y el desprecio al consenso científico como signo de distinción política.