El diálogo metafórico de El principio de responsabilidad con el gnosticismo
The Metaphorical Dialogue of Das Prinzip Verantwortung with Gnosticism
El diálogo metafórico de El principio de responsabilidad con el gnosticismo
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 59, 2023, pp. 5 -37
Recibido: 10 abril 2022
Aceptado: 14 mayo 2023
Resumen: En este texto estudiamos en qué medida La religión gnóstica, obra de juventud de Hans Jonas, determinó su obra cumbre, El principio de responsabilidad. Por un lado, Jonas habló del existencialismo como un nuevo gnosticismo, pues en ambos movimientos se habla de estar arrojado, de la angustia de vivir, etc. Su propuesta ética es, de hecho, una lucha contra las antiguas éticas verticales, y contra la visión “acósmica”. Sin embargo, algunas de las ideas gnósticas le sirvieron a su vez de inspiración para el desarrollo de conceptos clave de su principio de responsabilidad: el “retrato eterno” ante el que la humanidad debe mirarse al espejo; la extralimitación del poder propio como causa de la debacle; el temor como “primer deber”; etc. El modo de alcanzar nuevas éticas que respondan a los retos del futuro debe pasar –como en el caso de Jonas– por redescubrir imaginarios alternativos al occidental, que nos inspiren y nutran con conceptos hoy olvidados.
Palabras clave: estudios del imaginario, antropología filosófica, problema mente-cuerpo, mitología comparada, nihilismo, cosmos.
Abstract: In this article we study how The Gnostic Religion, Hans Jonas’ youthful work, determined his masterpiece, The Principle of Responsibility. On the one hand, Jonas spoke of existentialism as a new Gnosticism, since both movements speak of being thrown, of the anguish of living, etc. His ethical proposal is, in fact, a fight against the old vertical ethics, and against the “acosmic” vision. However, some of the Gnostic ideas served as inspiration for the development of key concepts of his principle of responsibility: the “eternal portrait” before which humanity must look itself in the mirror; the excess of one’s own power is the cause of disaster; fear as the “first duty”; etc. The way to achieve new forms of ethics that respond to the challenges of the future must happen –as in the case of Jonas– by rediscovering alternative imaginaries to the Western one. These will inspire and nourish us with concepts that are now forgotten.
Keywords: imaginary studies, philosophical anthropology, mind-body problem, comparative mythology, nihilism, Cosmos.
Hombre, no hagas sentir tu superioridad a los animales, que están exentos del pecado, mientras tú manchas la tierra, dejando a tus espaldas un rastro de podredumbre.
Esas gentes que designan con el nombre de hermanos a los hombres más viles juzgan indigno de este nombre al sol, a los astros del cielo y al alma del mundo; ¡tan ciega se muestra su lengua!
Plotino, Enn II.9.18 (citado en Jonas, 1958, 282)
I. En la semilla está el fruto
La vida intelectual de Hans Jonas fue especialmente larga. Sirva la siguiente anécdota reveladora. En junio de 1997, tras dar una conferencia en la Biblioteca Nacional de París, Paul Ricoeur fue interpelado por un estudiante americano que le preguntó si el señor Jonas del gnosticismo era pariente del Jonas de la responsabilidad. Como sabemos, quien publicaba en 1930 no era ni el padre ni el tío de quien lo hacía en 1980: era la misma persona (Frogneaux, 2001, 327, citado por Arcas, 2007, 28). La anécdota no delata tanto la ignorancia del estudiante –excusable en una época sin internet– como dos de las particularidades del filósofo: la diversidad temática de su obra y su longevidad.
Su itinerario intelectual suele dividirse en tres grandes etapas: en la primera, como alumno de Heidegger, estudia profundamente el pensamiento gnóstico; en la segunda, que inicia cuando se exilia de la Alemania nazi y lucha contra el régimen de Hitler como brigadista, consolida una rica trayectoria como docente e investigador en Montreal, Ottawa y Nueva York; y en la tercera, la de la jubilación, se dedica con mayor ahínco y libertad a la investigación (Sánchez Pascual, 1995, 7; Becchi, 2008, 103; etc.). La labor intelectual de cada una de estas etapas queda condensada en un libro: la primera, en La religión gnóstica. El mensaje del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo; la segunda, en El principio vida. Hacia una biología filosófica, y que concibió justamente durante la Segunda Guerra Mundial, en una época en la que no tenía acceso a bibliotecas y trabajó sin libros, a partir de lo que tenía al abasto, a saber, la percepción de su propio cuerpo (Sánchez Pascual, 1995, 7); la tercera, en El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Entre los especialistas en gnosticismo, Jonas goza de gran reputación, aunque a menudo su obra al respecto se considera, más que una revisión histórica del movimiento, una lectura filosófica del mismo (Becchi, 2008). En este texto, indagamos en qué medida tal lectura pudo contribuir a la gestación de su principio de responsabilidad. En ocasiones, Jonas apuntó que no había conexión alguna entre su trabajo sobre el gnosticismo y su propuesta ética; otras, sin embargo, apuntó justamente lo contrario, a saber, que en ambos casos partió de un mismo sentimiento, “la desorientación del ser humano en un mundo alejado de Dios” (Jonas, 2001, citado por Arcas, 2007, 26).
La modernidad separó tajantemente la res extensa de la res cogitans, la materia del espíritu, el cuerpo del alma. Esta separación esencial en las lecturas predominantes de las religiones monoteístas fue más tajante todavía entre determinados grupos de cristianos, los gnósticos, que llegaron a defender que Dios es ajeno a la creación, y el mundo fue creado por un Dios falso. Tales ideas servirían para legitimar la explotación de la naturaleza, puesto que en lo material no habría rastro de lo espiritual. Si tenemos en cuenta que Jonas apunta un paralelismo entre estas ideas y una de las principales corrientes filosóficas de su época, y de la cual es hijo, entendemos la urgencia de analizar ambos pensamientos para repensar nuestra relación con el medio ambiente. Al final de La religión gnóstica, hablando del existencialismo, escribe:
Al dejar el hombre de compartir un significado con la naturaleza, y limitarse, a través de su cuerpo, a participar en su determinación mecánica, la naturaleza deja de compartir con el hombre sus preocupaciones internas. De este modo, aquello por lo cual el hombre es superior a toda la naturaleza, lo que lo distingue, la mente, abandona la integración superior de su ser en la totalidad de los seres, y, por el contrario, señala el abismo insondable que le separa del resto de la existencia. Separado de la comunidad de ser en una totalidad, su consciencia no hace sino convertirlo en un extraño en el mundo, y en cada uno de sus actos de verdadera reflexión nos habla de este desolado extrañamiento (Jonas, 1958, 339-340).
Esta idea existencialista tiene su precedente indudable en la célebre frase del Crátilo de Platón (“el cuerpo es la tumba del alma”), en innumerables pasajes gnósticos y, también, en los textos, muy posteriores, cátaros (Zambon, 1997). En el siglo II d.C., el gnóstico Marción de Sinope acuñó el término haec cellula creatoris para referirse a este mundo como una celda cerrada, una habitación cósmica, una morada temporal (en oposición a la eterna, la celestial) (Jonas, 1958, 90). Esta oposición radical, que hallamos atenuada en el pensamiento occidental dominante, habría servido para legitimar la explotación de la naturaleza.
En este texto, revisamos las ideas principales que recorren La religión gnóstica y sus ecos en la obra posterior de Jonas, sobre todo en El principio de responsabilidad. Jonas utiliza el gnosticismo para explicar el nihilismo moderno; otras veces, el estudio del gnosticismo le sirve para comprender mejor el “desplegarse” de la metafísica occidental; también, para tomar conciencia de otros modos de imaginar el mundo y, por tanto, de que el modo occidental de hacer metafísica es mutable y puede cambiarse, como él propuso; en ocasiones, incluso se inspira en metáforas gnósticas para desarrollar su propia filosofía.
Hay trabajos que estudian la obra de Jonas en su conjunto (Oelmüller, 1988; Becchi, 2008; Morris, 2013; Quesada, 2005; Lecaros, 2005; etc.), pero son escasos los que profundizan en la lectura que hace de cada mitema gnóstico y los ecos que de ellos se hallan en su ética (Fossa, 2019). Aquí, pretendemos contribuir a tender puentes entre el estudio de la historia de la filosofía y el de la filosofía contemporánea, que no debieran ser compartimentos estancos. Estudiar el pasado no solo sirve para registrar lo acontecido, sino también para vislumbrar los lastres del pensamiento actual y, asimismo, para hacerlo germinar por nuevos derroteros, como fue el caso de Jonas. Si la cosmovisión con la que vive un grupo humano determina su modo de vivir, la filosofía contemporánea debe sumergirse en el estudio de imaginarios alternativos al dominante, pues una “nueva” ética que respete el medio ambiente exige repensar la ontología, misión que el propio Jonas tomó como propia: “solo una ética que esté fundada en la amplitud del ser, y no únicamente en la singularidad o peculiaridad del hombre, puede tener relevancia en el universo de las cosas” (Jonas, 1994, 327).
Así, en primer lugar, profundizamos en la visión que –según Jonas– tenían los gnósticos de la naturaleza a partir de La religión gnóstica; en segundo lugar, apuntamos los ecos de estas ideas en El principio de responsabilidad; finalmente, inspirados en El principio vida, subrayamos la importancia del estudio de cosmovisiones alternativas a la nuestra para hallar soluciones a los problemas éticos más acuciantes. El legado de Jonas no solo está en su propuesta ética, sino también en su modo de alcanzarla, a saber, la búsqueda de otros modos de “habitar”.
Antes, es necesario definir qué es el gnosticismo. En un sentido amplio, se califica de gnóstico aquel pensamiento que defiende que el “conocimiento es salvación”, o que “la salvación llega a través del conocimiento”. Una definición tan general permite calificar como gnóstico un amplísimo abanico de textos de épocas y lugares dispares, como la República de Platón –se encontraron fragmentos de ella en Nag Hammadi, junto a textos indudablemente gnósticos como el Tratado tripartito, Zostriano o los Evangelios de Felipe y de Tomás (Piñeros et al., 2018)– o el Libro rojo de Jung –que incluye los Siete sermones de los muertos, publicados en 1917 bajo el seudónimo de Basílides de Alejandría, célebre gnóstico (Jung, 2019; Nante, 2010)–.
No obstante, cuando Jonas habla de textos gnósticos se refiere a un corpus no tan amplio. Tradicionalmente, los Padres de la Iglesia consideraron que el gnosticismo era una “herejía cristiana” (Jonas, 1958, 66) (por ejemplo, los ofitas naasenos o Simón Mago). Sin embargo, progresivamente los especialistas fueron incluyendo en este corpus escritos “gnósticos” judíos precristianos, paganos helenísticos, mandeos e, incluso, maniqueos que, si bien no comulgan con la idea de que el “conocimiento es salvación”, sí comparten con gran parte del resto del corpus “el espíritu dualista y anticósmico” (Jonas, 1958, 67).
Ante este amplio panorama, los estudiosos del gnosticismo distinguen entre dos tipos de fuentes: las secundarias o indirectas, y las primarias o directas. Las indirectas están formadas, fundamentalmente, por textos cristianos que se dedicaron a refutar las ideas gnósticas, para lo cual las citaban. Ejemplo de ellas son los tratados de Ireneo, Hipólito, Orígenes, Epifanio y Tertuliano. Tito de Bostra, San Agustín y Teodoro bar Konai exponen, por su lado, el maniqueísmo. Además, para estudiar el gnosticismo se acude también a los textos que describen las religiones mistéricas, a cierta literatura rabínica e incluso a la literatura islámica, que también contiene relatos sobre la religión de Mani (Jonas, 1958, 71ss). Por el otro lado, las fuentes directas incluyen los libros sagrados del mandeísmo (secta que todavía hoy existe en Irak, único ejemplo continuado de religión gnóstica hasta nuestros días); escritos cristianos copto-gnósticos, en general valentinianos, y a los que pertenece la biblioteca de Nag Hammadi; el corpus de textos griegos atribuidos a Hermes Trismegisto y conocido como Poimandres. Apócrifos del Nuevo Testamento; los papiros maniqueos. Ante tal diversidad, puede decirse que el gnosticismo es, en cierto modo, una abstracción elaborada a partir de textos de muy diferentes lugares y épocas, y escritos en lenguas diferentes: griego, latín, hebreo, siríaco, árabe, turco y persa. No obstante, y a pesar de su heterogeneidad, el gnosticismo “contiene un indisoluble núcleo mitológico” (Jonas, 1958, 80), en el cual se pueden encontrar dos grandes familias: el gnosticismo originario de Persia (en donde el sustrato zoroastriano se refleja en un dualismo claro y un principio del mal) y el gnosticismo originario de Egipto, Siria y Palestina (de mayor vuelo teológico).
Hans Jonas elaboró uno de los más importantes estudios del siglo XX sobre este corpus, en el cual desgranó algunos de los mitemas fundamentales del imaginario gnóstico: el Dios Extraño, los otros mundos, la prisión cósmica, la vida como pesadilla, la Caída, la llamada, Eva, el Dios falso, el pleroma, Sofía, etc. La llegada de ideas orientales al mundo griego tras las conquistas de Alejandro Magno, la desaparición de las ciudades estado (y la pérdida de libertad consecuente) y la consolidación del imperio romano provocaron un desencanto profundo hacia el orden político establecido, que se vería reflejado en el espíritu del gnosticismo. Este espíritu rebelde contra un estado del mundo imposible de cambiar e impuesto desde arriba habría precipitado en una doctrina “acósmica”, que no reconoce orden bueno en esta realidad, pues considera el mundo físico y toda determinación física fruto de una voluntad demoniaca (Jonas, 1958, 301). De este núcleo doctrinal se derivan consecuencias muy relevantes: la primera, que el principio del bien debe estar fuera de la realidad ordinaria; la segunda, que los pneumáticos (que es como se autodenominan los poseedores de la gnosis) rechazan firmemente el mundo, lo cual los lleva, unas veces, al ascetismo riguroso y, otras, al libertinaje, puesto que, “de la misma forma que el pneumático no está sujeto a la heimarméne [el destino determinado por las esferas celestes y demás arcontes], está libre también del yugo de la ley moral. Para él, todas las cosas están permitidas, ya que el pneuma está “a salvo en su naturaleza” y no puede ensuciarse por acción alguna” (Jonas, 1958, 80). Según Jonas, esta idea nuclear permanece en la actitud occidental hacia la naturaleza. Para comprenderla mejor, a continuación exponemos la concepción de la naturaleza que Jonas les atribuye a los gnósticos.
II. La visión gnóstica de la naturaleza
En un seminario con Heidegger, Jonas afirmó que “un dogma es la objetivación de una “concreta experiencia existencial”” (Jonas, 1965, 80, citado por Becchi, 2008, 105). La idea de que toda religión parte de una experiencia numinosa primigenia, primordial y predominante es bastante común. Al respecto, Alan Watts decía que la tradición occidental (grecorromana y judeocristiana) experimenta la realidad como una creación de Dios, que es artesano y hacedor; la tradición extremooriental experimenta la realidad como un organismo vivo y total en donde todo está interconectado; las tradiciones de la India experimentan la realidad como una obra de teatro, en la cual el espectador, la obra, el teatro y el guionista son todos el propio Dios, aunque no nos demos cuenta (Watts, 1999). En consecuencia, Occidente se habría centrado en “hacer” la realidad, Oriente en “equilibrarla” y la India en “desapegarse” de ella.
Por su parte, los gnósticos experimentaron la realidad como una pesadilla. El pasaje conocido como “la parábola de la pesadilla” así lo ilustra:
eran ignorantes del Padre, al que no veían. Puesto que existía terror, turbación, inestabilidad, vacilación y discordia, eran muchas las ilusiones y las vacuas ficciones que los ocupaban, como si estuvieran sumergidos en el sueño y convivieran con sueños inquietantes. Bien huían a algún lugar, bien se daban vuelta extenuados, después de perseguir a otros, bien daban golpes, bien los recibían, bien caían desde grandes alturas, o bien volaban por el aire, aunque sin poseer alas.
A veces les sucede como si alguien fuese a matarlos, aunque nadie los persiga, o bien como si ellos mismos mataran a sus vecinos, porque se encontraron manchados con su sangre. Una vez que los que pasan por estas cosas se despiertan nada ven, aunque estaban en medio de todas estas confusiones, puesto que ellas no existen. Semejante es el modo de los que han rechazado la ignorancia lejos de sí, igual que no tienen en ninguna consideración el suelo, así tampoco consideran sus acciones como algo sólido, sino que las abandonan como un sueño tenido en la noche. El conocimiento del Padre lo aprecian como el amanecer. De esta manera ha actuado cada uno de ellos, como cuando estaban dormidos mientras eran ignorantes. Y éste es el modo como ha llegado el conocimiento, como si se despertara (Evangelio de la Verdad, 29; en Piñero et. al., 2016, 154).
La experiencia fundamental del gnóstico “empieza cuando una persona experimenta “la angustia y el terror” de la condición humana, como si se hubiera extraviado en la niebla o su sueño se viese turbado por pesadillas aterradoras” (Pagels, 1992, 197). La influencia platónica en el gnosticismo es clara en este punto: se trata de salir de este mundo, que es una cueva, y dar con el verdadero conocimiento. La consecuencia de esta visión es que nuestras acciones en este mundo no son sólidas, lo cual puede entenderse como un alejamiento de la ética, que no prescribe más que la necesidad de despertar. Uno de los fundadores de los Estudios del Imaginario, Gilbert Durand, encuentra la razón psicológica de esta actitud: “semánticamente hablando, puede decirse que no hay luz sin tinieblas, mientras que lo inverso no es verdadero: porque la noche tiene una existencia simbólica autónoma” (Durand, 2004, 69). A la luz se llega arrancándose de las tinieblas.
Los gnósticos creían que el mundo material fue creado por un Dios falso, “artesano”, el Dios del Antiguo Testamento, y que imita al verdadero Dios, “oculto”, “abismal”, el del evangelio, quien creó el verdadero mundo, el del espíritu. El Apócrifo de Juan desarrolla esta idea profusamente. El argumento que subyace es que “el diablo es un símbolo de Dios invertido” (Schuon, 2002, 107), que, como dijo Justiniano, “la falsedad no es nada más que una imitación de la verdad” (citado por Lombardt, 2011, 254), y que “la obscuridad no es nada sino la privación de luz” (Coomaraswamy, 1947, 32). La escisión de los dos mundos sucedió, según algunas versiones, cuando los seres primigenios (los arcontes) se percataron de que Dios había creado a Adán más inteligente que a ellos mismos. Entonces, por envidia, y encabezados por el arconte principal y demiurgo (llamado Yaltabaot), estos seres
tomaron fuego, tierra y agua e hicieron una masa compacta, originando un gran trastorno. Entonces arrastraron a Adán hacia la sombra de la muerte a fin de modelarlo otra vez con tierra, agua y fuego y con el espíritu que procede de la materia –que es la ignorancia de la oscuridad y el deseo– y con su espíritu contrahecho. Ésta es la tumba, la nueva plasmación del cuerpo, el andrajo con que los facinerosos lo vistieron, la cadena del olvido. De esta manera fue ya un hombre mortal. Ésta es la primera caída y la primera ruptura (Apócrifo de Juan, 20; en Piñero et. al., 2018, 250).
Nos hallamos ante un desarrollo de una de las metáforas fundacionales de la filosofía occidental, a saber, que el cuerpo (soma) es sepultura (sema) del alma (Platón, Crát., 400c) y que “Nosotros en realidad quizás estamos muertos” (Platón, Gorg. 493a). En la Eneida, se narra que el rey Mezencio sometió a la ciudad etrusca de Agila a una violencia atroz: “Llegó al extremo de atar los cuerpos muertos con los vivos, enlazando las manos con las manos, las bocas con las bocas –tortura horrible–. Y así en horrendo abrazo con la podre y el flujo de sangre corrompida acababa con ellos en lenta muerte” (Virgilio, En., vv. 485-489). Jámblico retomó esta imagen para describir cómo se enlazan cuerpo y alma: “los tirrenos torturan a muchos de sus prisioneros. Atan vivos a cada uno de ellos cara a cara y miembro a miembro con un cadáver. De igual modo el alma parece haberse estirado y unido a todos los órganos sensibles del cuerpo” (Protréptico, 77, 27; citado por Bernabé, 2003, 233). Al respecto, Voegelin escribía que “la gnosis es, al mismo tiempo, el conocimiento de la caída en la prisión del mundo y el medio de escapar de él” (Voegelin, 2014, 84).
Marción de Sinope acuñó el término haec cellula creatoris justamente para referirse al mundo material, y consolidó de este modo la metáfora fundacional gnóstica: la vida ordinaria es una pesadilla, porque el cosmos es una celda cerrada, una habitación sin hendiduras, en la cual estamos sometidos a la implacable heimarméne, la ley impuesta por las estrellas y los planetas, que a menudo son identificados con arcontes principales (Jonas, 1958, 90). Es probable que la gestación de esta idea haya estado influida por la religión de Zaratustra, que protestó “contra la actitud de sumisión a la naturaleza” típica de las religiones indias (Campbell, 2013, 52). Mientras que en la Grecia clásica los planetas eran generadores de la armonía celestial admirada por pitagóricos y platónicos, entre los gnósticos los planetas eran vistos como los generadores de una rígida ley opresora. El cielo es para ellos “la bóveda de hierro que mantiene al hombre en el exilio” (Jonas, 1958, 280). Podríamos emplear la expresión que acuñó Bachelard (2017, 55) para referirse a la obra del escultor Chillida y utilizarla para describir cómo veían los gnósticos el mundo: como un “cosmos del hierro”. Jorge Luis Borges expresó magistralmente tal angustia esperanzada: “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer […]. No te rindas. La ergástula es oscura, la firme trama es de incesante hierro, pero en algún recodo de tu encierro puede haber un descuido, una hendidura. El camino es fatal como la flecha pero en las grietas está Dios, que acecha” (Borges, 2011, 462).
Si las leyes del cosmos no son armónicas, sino opresoras, “la violación intencional de las normas demiúrgicas permite al pneumático desbaratar los planes de los arcontes y, paradójicamente, contribuir a la tarea de la salvación” (Jonas, 1958, 80). Es decir, saltarse las leyes de la naturaleza es para los gnósticos una prescripción ética. Tertuliano (Adv. Marc. 1.13) escribió sobre ellos: “con engreimiento, los desvergonzados marcionistas se dedican a destruir la obra del Creador”, porque no ven en la naturaleza nada divino, puesto que el Dios de Marción es “desconocido naturalmente y sólo revelado por el Evangelio” (Tertuliano, Adv. Marc. V. 16) (citado por Jonas, 1958, 171). Según Marción, el verdadero Dios no participa en el gobierno del mundo físico (Jonas, 1958, 172).
Se deriva de esto también otra consecuencia muy relevante y opuesta a la del cristianismo: si el mundo material es obra del demiurgo diabólico que imita al verdadero Dios, entonces la historia toda es obra del diablo y, por tanto, el verdadero Cristo es ahistórico, y no padeció la crucifixión, sino que Simón de Cirene ocupó su lugar (Ireneo, Adv. Haer, I, 3). “Era otro… quien bebió la hiel y el vinagre; no era yo. Me golpearon con la caña; era otro, Simón, que cargaba con la cruz en la espalda. Era otro sobre quien colocaron la corona de espinas. Mas yo me regocijaba en las alturas ante… su error… Y me reía de su ignorancia”, pone en boca de Cristo el Segundo tratado del gran Set (56, 6-10, en Pagels, 1992, 118-119). A diferencia de la gran mayoría de cosmovisiones de la tierra, que vivieron con una concepción del tiempo cíclico (cfr. las de la India, China, Mesoamérica, etc.), la característica distintiva de la tradición judeocristiana es que promulga una concepción del tiempo lineal: hubo un mesías único, habrá redención final, etc. (Eliade, 2001). Los gnósticos, sin embargo, creyeron que esa historia era falsa, que ni tan siquiera el Cristo de la cruz era el verdadero y, por tanto, pusieron en duda el concepto mismo de linealidad del tiempo. Esta idea ha sido divulgada en obras de ficción, entre las cuales cabe destacar la novela Valis, de Philip K. Dick, o la película The Matrix, inspirada en aquella (Martínez Villarroya, 2023). El premio Nobel Elias Canetti la formulaba así: “Una idea penosa: que más allá de un cierto momento preciso del tiempo, la historia ya no ha sido real. Sin percibirse de ello, la totalidad del género humano habría abandonado de repente la realidad” (citado por Baudrillard, 1985, 12). Creer no solo que la naturaleza es falsa, sino también la historia, imposibilita creer en el progreso y en la ética. No importa las acciones que hagamos en este mundo: por un lado, porque la naturaleza es obra del diablo y, por tanto, debemos luchar contra ella (Jonas, 1958, 269); por otro, porque no importa lo que hagamos, pues, si no hay historia, tampoco puede haber progreso. Por tal razón, los Padres de la Iglesia se dedicaron a refutar con tanto empeño la imagen de un Cristo ahistórico e inmaterial implícita en Marción.
Otra característica propia del gnosticismo es la idea de que Dios es ajeno a la realidad: “este Dios no sólo era desconocido, sino también extraño; de hecho, él es “el Extranjero”, y tanto el mundo como la historia enseñan que antes de Cristo él nunca se reveló, y la experiencia enseña que ningún hombre por naturaleza sabe nada de él” (Harnack, 1990, 80). Por tal razón, el gnóstico deviene él mismo un “extraño en el mundo”. El título del tratado gnóstico Allógenes, “el extranjero”, literalmente “el de otro origen”, alude tanto al Dios abismal y extraño como al receptor de la revelación del texto, la “persona espiritualmente madura que se convierte en un “extraño” para el mundo” (Pagels, 1992, 191). Mil años después, los cátaros mantenían vivas estas ideas, antes de ser exterminados en una cruzada auspiciada por el Papa Inocencio III (Rahn, 1992), y hablaban del dios “inicuo”, “extranjero”, “extraño”, y de este mundo como una “gran ciénaga”, una “tierra última”, un “infierno profundo”, como puede leerse en el Evangelio cátaro del pseudo-Juan (Anónimo, 1985, 343). El libro de los dos principios (#49) dice: “Yo afirmo que el creador que ha creado y hecho las realidades visibles de este mundo no es el verdadero” (citado por Zambon, 1997, 100). Dostoiewski expresó magistralmente ese sentimiento típicamente gnóstico de un origen celestial:
En este mundo somos ciegos para muchas cosas. En cambio, tenemos la sensación misteriosa del lazo de vida que nos liga al mundo de los cielos. Las raíces de nuestras ideas y de nuestros sentimientos no están aquí, sino allí. Por eso dicen los filósofos que en la tierra es imposible comprender la esencia de las cosas. Dios ha tomado las semillas de los otros mundos y las ha sembrado aquí abajo para tener en la tierra su jardín. Lo ha formado con todo lo que podía crecer, pero nosotros somos plantas que sólo vivimos por la sensación del contacto con esos mundos. Cuando esta sensación se debilita o se extingue, lo que había brotado en nosotros perece. Llega un momento en que la vida nos es indiferente e incluso la miramos con aversión (Dostoiewski, 2014, 315).
Entre algunos gnósticos, se hablaba de mundos intermedios entre este mundo –falso– y el verdadero. Los mundos intermedios son estandarizados en siete o doce, como entre los mandeos, en alusión clara a las siete esferas planetarias y a los doce signos zodiacales: “La “Vida” debe pasar a través de todos ellos (representantes de la multitud de grados que nos separan de la luz) para encontrar la salida” (Jonas, 1958, 87). El Redentor dice en los escritos mandeos: “Vagué a través de mundos y generaciones” (Jonas, 1958, 88). La cadena áurea de los antiguos deviene en el gnosticismo una escalera expiatoria por la que las almas deben ascender para liberarse del cuerpo y del mundo sin vida en los que habitan. En la cuarta esfera de este proceso de ascensión (psicanodia), el alma es interrogada por siete formas, la tiniebla, la concupiscencia, la ignorancia, la envidia de muerte, el reino de la carne, la loca inteligencia de la carne y la sabiduría irascible, y el alma responde diciendo:
Lo que me ata ha sido matado y lo que me atenaza ha sido aniquilado, y mi concupiscencia se ha disipado y mi ignorancia ha perecido. A un mundo he sido precipitada desde un mundo, y a una imagen desde una imagen celestial. La ligadura del olvido dura un instante. En adelante alcanzaré el reposo del tiempo [kairós, “la oportunidad”], del tiempo [chrónos, “la duración”], de la eternidad, en silencio (Evangelio de María, 16; en Piñero et. al., 2016, 136).
Si los alquimistas buscaban despertar el espíritu que dormita en la materia (Jung, 2007), los gnósticos buscaban liberar la vida que está atrapada en la materia. Por ello, consideraban el “amor” o “deseo” como la principal trampa con la que el mundo material mantiene encerrados a los seres humanos: “No améis el mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que está en el mundo, la lujuria de la carne, la lujuria de los ojos y la vanagloria de la vida, no provienen del Padre sino del mundo” (Jonas, 1958, 106). En el sistema valentiniano, la “restauración de la Unidad” a la que se llegaría con la redención final suponía la “asimilación de la Materia por el ser universal”, y consistía en una “disolución del mundo inferior” (Jonas, 1958, 95). Esta psicanodia o ruta de ascenso del alma que los gnósticos defendían habría perdurado en algunas leyendas. Se contaba que Simón Mago murió en una de sus actuaciones en Roma, cuando intentó volar (es decir, desprenderse de su cuerpo), con el nombre de Faustus y acompañado por una mujer que, supuestamente, era Helena resucitada. Esta leyenda le hace sospechar a Jonas que Simón Mago fue una de las inspiraciones principales para del Fausto de Goethe (Jonas, 1958, 143), con lo cual Goethe lo habría precedido a él mismo en identificar en el gnosticismo (y su desarrollo ulterior) el mal de la modernidad.
La postulación de dos dioses, el Artesano y el Oculto, tiene además una importante consecuencia: hay una antítesis entre el dios “justo” (el primero) y el “bueno” (el segundo). Si bien el Dios cristiano es “justo y bueno”, esta unidad es insostenible en el gnosticismo. Así, “Marción simplifica a san Pablo excesivamente, entiende la “justicia” de la Ley como algo meramente formal, estrecho, retributivo y vindicativo (“ojo por ojo, diente por diente”): esta justicia, no la maldad absoluta, es la principal propiedad del dios creador” (Jonas, 1958, 171). En consecuencia, el gnóstico no puede conseguir la salvación mediante las obras (todas de este mundo), y toda moralidad positiva era para él una “versión de esa Ley por medio de la cual el creador ejercitaba su poder sobre el alma del hombre y a la cual los salvados dejaban de estar sujetos: continuar con su práctica equivaldría a consolidar una pertenencia al cosmos” (Jonas, 1958, 173). Si el estoico trataba de “brindarse al Destino”, pues “Gran consuelo es ser arrastrado junto con el Universo” (Séneca, Sobre la providencia, V, 8), el gnóstico buscaba rebelarse contra ese destino, “menguar el mundo”, puesto que, como dice Hipólito (Refut. 19.4), “[Marción] cree que, al mantenerse alejado de lo que el Demiurgo ha creado o instituido, se venga de él” (Jonas, 1958, 174). En consecuencia, los seguidores de Marción renunciaron a las relaciones sexuales y al matrimonio, pues como también formularon los seguidores de Mani, la reproducción sería una estrategia de los arcontes para retener a las almas en el mundo de la materia. Alejandro de Licópolis escribía: “Ya que la ruina de la Hýle [materia] es decretada por Dios, uno debería abstenerse del matrimonio, de las delicias del amor y de la procreación, de modo que la Potencia divina no permanezca en la Hýle a lo largo de generaciones” (Jonas, 1958, 251). No en vano, relata el Poimandres, los arcontes castigaron al Hombre Primordial “hundiéndolo en la carne”. Las consecuencias ecológicas de esta actitud radical –y que no hallamos en otros textos gnósticos– son evidentes: por un lado, la bondad no tiene que ver con leyes de este mundo, lo cual convierte cualquier legislación (enfocada en proteger a la naturaleza o en cualquier otra cosa) en expresión de la opresión, de un sistema firme que nos aleja de la bondad; por otro, la extinción de las especies se vería como un empequeñecimiento de este mundo material y, en consecuencia, como algo positivo.
En este panorama, el estatus de los animales no puede ser muy elevado. El Poimandres (15), texto gnóstico no cristiano, explica por qué “de todos los animales de la tierra sólo el hombre tiene una doble naturaleza, mortal en razón de su cuerpo, e inmortal en razón de su Hombre esencial” (citado por Jonas, 1985, 180). El texto comienza cuando su narrador, profundamente concentrado en la meditación, contempla la presencia de un inconmensurable ser que resulta ser Poimandres, el Nous del Poder Absoluto. Esta experiencia recuerda las relatadas por algunos textos hinduistas, en los cuales el meditador se encuentra –y se identifica– con el Atman universal (Zimmer, 2013). En la experiencia, el meditador gnóstico observa una luz absoluta que, poco a poco, se va opacando por una oscuridad que nace abajo, y mantiene una conversación sobre el origen del mundo con Poimandres. Según relata el texto, el Dios Padre era la luz y el Nous, pero creó luego por medio de la palabra otro Nous, el Demiurgo, quien con fuego y aliento creó los círculos del mundo sensible, a los siete Gobernadores, y cuyo orden es llamado Heimarméne, Destino. En ese momento, la Palabra de Dios se separó de los elementos recién nacidos, y de este modo los “elementos inferiores de la naturaleza quedaron sin razón, de modo que ahora fueron mera Materia” (Poimandres, 11; citado por Jonas, 1985, 179). Entonces el Demiurgo hizo rotar todos estos elementos y de los elementos inferiores extrajo animales irracionales. Luego, el hombre entró en la esfera demiúrgica porque deseó también crear y, entonces, recibió permiso del Padre: y el Hombre, “que tenía un poder absoluto sobre el mundo de las cosas mortales y sobre los animales irracionales, se inclinó a través de la Armonía y, después de rasgar la bóveda, mostró a la Naturaleza Inferior la hermosa forma de Dios” (Poimandres, 14; citado por Jonas, 1985, 179). Nótese que “el Hombre precede a la creación”, que hay un Adán celeste y un Adán terrenal, y que el primero no está hecho de barro, sino que es mera Vida y Luz. De este modo, “el poder que se le entrega [al ser humano] no es efectivo sobre la fauna terrenal solamente, como sucede en el Génesis, sino también sobre el macrocosmos astral” (Jonas, 1958, 184), y esto se debe a que los Gobernadores de cada esfera (los planetas) le cedieron una parte de su poder. En la cosmogonía gnóstica, pues, no solo se legitima la conquista de la fauna y flora por los seres humanos, como sucede en la Biblia, sino también la “conquista del espacio”, comenzada por la humanidad en el siglo pasado. El núcleo fundamental gnóstico determina el pensamiento occidental:
Por mucho que el hombre esté determinado por la naturaleza, de la cual es parte esencial o integral […], queda todavía un centro aún más profundo que no pertenece al reino de la naturaleza y por el cual el hombre se encuentra por encima de las urgencias y necesidades de ésta. La astrología es una verdad del hombre natural, es decir, de cada hombre como miembro del sistema cósmico, pero no del hombre espiritual que vive dentro del natural. Por primera vez en la historia, se señala la diferencia ontológica radical entre el hombre y la naturaleza […]. Esta grieta entre hombre y naturaleza no volverá a cerrarse nunca (Jonas, 1958, 188).
¿Cuál es la “naturaleza de la naturaleza”? Para los valentinianos, “la materia sería una función más que una substancia por sí misma, un estado o ‘afecto’ del ser absoluto” (Jonas 1958, 201), es decir, el síntoma o solidificación de la caída. Si el estado original del Absoluto es el conocimiento, la ignorancia no es una carencia, sino una perturbación del estado original: la materia es la solidificación del estado de ignorancia, que incumbe por tanto a todo el cosmos. En consecuencia, el conocimiento (y la ignorancia) es un asunto ontológico, no solo epistemológico, y la salvación no es un mero episodio personal, sino un acontecimiento cósmico que se produce en cada alma. En este razonamiento hay mucho de lo que luego halla Jonas en el pensamiento de Heidegger y en la imbricada relación de epistemología y ontología en la posmodernidad (Herskowitz, 2021). El conocimiento no solo salva al conocedor, sino también a lo conocido: “Si os despojáis vosotros mismos de lo que es corruptible, entonces os convertiréis en iluminadores entre los mortales” (Carta de Pedro a Felipe, 137, en Piñero et. al., 2016, 254); si “contemplaste a Cristo, te transformaste en Cristo” […]; “Si dices ‘Soy un cristiano’, el mundo temblará” (Evangelio de Felipe, 61-62, en Piñero et. al., 2016, 33-34).
Este resumen nos permite dar cuenta del concepto de naturaleza que, según Jonas, subyace en el imaginario gnóstico, y que él califica de “acósmico”. El tutor de su tesis doctoral dedicó importantes trabajos a explicar cómo, al traducir, a menudo perdemos la esencia del concepto original. Para ejemplificar esto, además de estudiar palabras como alétheia, logos y moira (Heidegger, 2014), Heidegger se centró especialmente en los términos griegos phýsis y cosmos. El término phýsis a veces lo traducimos por “naturaleza” y otras por “esencia”; sin embargo, en griego antiguo este concepto era indivisible: se entendía que la esencia es natural, y lo natural, esencial (Heidegger, 2001). Es decir, el griego daba por supuesto que la naturaleza (esencia) de algo formaba parte de la naturaleza (la vida). Solo después, y tras mucho poner en cuestión los axiomas de partida, se pudo imaginar una esencia que no es natural, y una naturaleza que no es esencial (Martínez Marzoa, 2000; Martínez Marzoa, 2006). En la Edad Media, como se puede observar en El libro de la rosa, “naturaleza” no tiene nada que ver con ciencia experimental (Walter, 2021, 207). Los gnósticos fueron los primeros en la historia en marcar tan tajantemente la separación y que, si bien tiene rasgos en común con el pensamiento dominante en Occidente, se halla en las antípodas del pensamiento oriental. El término chino tzu.jan, que normalmente se traduce por “naturaleza”, no significa natura (“una clase de cosas”), sino literalmente “lo que es así” o “lo que es así por sí mismo”, con lo cual incluye de forma más clara el todo, y supone que “cuanto más libertad y más amor demos, y cuanto más dejemos que las cosas sucedan en nosotros mismos y en nuestro entorno, más orden tendremos” (Watts, 1996, 125).
¿A qué se refiere entonces Jonas cuando dice que el gnosticismo es un movimiento “acósmico”? En la modernidad, cosmos y cosmética no tienen nada que ver. El cosmos es la totalidad de las cosas, un sinónimo de universo, y un cosmético es un producto que se utiliza para embellecer. Sin embargo, para los griegos la relación entre estas dos palabras no era casual. Pensaban que “todo orden es bello” y, a la inversa, que “toda belleza es ordenada”. No puede haber belleza inarmónica ni armonía fea (Martínez Marzoa, 2000). Así, “aplicado al universo y asignado a éste como su manifestación más exacta, la palabra [cosmos] no significa simplemente el hecho neutral de “todo lo que es”, una suma cuantitativa (como sucede con el término “el Todo”), sino que representa una cualidad específica de esta totalidad y, para la mentalidad griega, ennoblecedora: el orden” (Jonas, 1958, 261). Para los antiguos griegos y romanos, el cosmos era perfecto, y el mundo supralunar, superior al sublunar por su regularidad. Cicerón sostenía que el ser humano está en función de la totalidad, y “fue engendrado con el fin de contemplar e imitar el mundo; el hombre no es en modo alguno perfecto, sino que es ‘una pequeña parte de lo que es perfecto’” (Sobre la naturaleza de los dioses, II. 11-14; citado por Jonas, 1958, 265). Por ello los antiguos en general, y los estoicos en particular, insisten en buscar y honrar el orden universal. Marco Aurelio escribió: “Todas las cosas se hallan entrelazadas entre sí y su común vínculo es sagrado y casi ninguna es extraña a la otra, porque todas están coordinadas y contribuyen al orden del mismo mundo (vii, 9)”, y por ello debemos decirle al destino: “Mis deseos son los tuyos” (x, 21). Esta idea estaba tan arraigada que los estoicos acaban “igualando heimarméne con prónoia, destino cósmico con providencia” (Jonas, 1958, 268). Que yo cumpla mi papel contribuye al cumplimiento del plan divino; y a la inversa.
Los gnósticos cambiarían la connotación de la palabra cosmos totalmente. Continuaron usándola para referirse al todo, pero en lugar de ver en ello un orden bello, vieron un orden rígido y hostil, y, para contrarrestarlo, concibieron la idea de una deidad transmundana. Sin embargo, “el Dios gnóstico no es simplemente extramundano y supramundano, sino, en su significado último, también contramundano” (Jonas, 1958, 270). El cosmos no es ya un “mero hecho físico neutral e indiferente”, sino la prueba de la existencia de una voluntad que desea estar lejos de Dios, el príncipe de este mundo, el dios falso y, así, mientras que para los estoicos ese orden natural era un objeto de amor y reverencia, en el gnosticismo –según la lectura de Jonas– pasa a ser un objeto de odio y temor. Por ello, ya desde la antigüedad los gnósticos fueron acusados de “blasfemos”: de “detractores del mundo”.
Jonas halla una profunda conexión entre el descubrimiento de un orden acósmico y el descubrimiento del yo, que emerge en soledad absoluta, aherrojado a un mundo sin espíritu, y superior a cualquiera de sus elementos (los animales, la luna, los astros…). Nosotros somos los herederos de esa actitud (Jonas, 1958, 283).
La fractura entre el mundo natural y el espíritu producida en el pensamiento gnóstico provoca otra: el nihilismo moral. Como lo virtuoso es ir contra el mundo, no puede haber una fundamentación de la moral en la ontología, puesto que la moral atañe a cómo nos comportamos en el mundo (sin espíritu), y la ontología atañe justamente al espíritu (del más allá). Por tal razón, según sus detractores, los gnósticos se abocaron al ascetismo total o a un hedonismo sin freno. Ireneo los denuncia por libertinos (Adv. Haer. 1.6.2-3): “entregados a fondo a los placeres de la carne, dicen que dan lo carnal a lo carnal y lo espiritual a lo espiritual”. “Las normas del reino no espiritual no pueden obligar a aquel que pertenece al espíritu”, escribe Jonas (1958, 291). En este panorama, nada es “naturalmente” bueno o malo, y quien sigue las leyes del mundo está abdicando de la libertad de su yo.
Como se trasluce leyendo al primer Jonas, su interés por el gnosticismo fue genuino y profundo. El gnosticismo inspiró su lectura del existencialismo, y a la inversa. Además, su estudio del gnosticismo determinó, por un lado, la lectura que hace de la historia de la filosofía occidental (en la cual halla latente –aunque no siempre visible– la concepción gnóstica de la naturaleza); por otro, el estudio del gnosticismo moldeó su forma de pensar, como esbozaremos a continuación.
III. Gnosticismo y principio de responsabilidad
Como también hicieron Eric Voegelin y Hans Blumenberg (Styfhals, 2019), Jonas encontró conexiones esenciales entre la filosofía contemporánea y el gnosticismo. En el ensayo titulado “Gnosticismo, existencialismo y nihilismo”, que se encuentra tanto en La religión gnóstica como en El principio de la vida, argumenta que el existencialismo contemporáneo es un nuevo gnosticismo, pues ninguna otra doctrina filosófica como la predominante hoy ha señalado un abismo tan grande entre el ser humano y la naturaleza, y una lejanía tan grande entre las leyes y la naturaleza. En el mundo premoderno, el iusnaturalismo es común, las leyes se basan de algún modo en la naturaleza; en el moderno, la importancia del iuspositivismo crece progresivamente, y las leyes cada vez más se alejan de un modelo a imitar que se considera subyacente en la naturaleza.
Jonas no defiende una relación de “identidad” entre el pensamiento gnóstico y el de Heidegger, sino una relación de “analogía” (Herskowitz, 2021). Son diversas las características del nihilismo moderno que sirven para fundamentar tal analogía. En primer lugar, el “Dios ha muerto de Nietzsche”, idea fundamental en el pensamiento heideggeriano, significa “El Dios del cosmos ha muerto” (Jonas, 1958, 348ss). En segundo lugar, las normas no pueden fundarse en un principio oculto de la naturaleza. En tercer lugar, en su Carta sobre el humanismo, Heidegger argumenta contra la definición del ser humano como “animal racional” porque considera que esto sitúa al hombre en “un lugar demasiado bajo”, pues tal “definición sitúa al hombre dentro de la animalidad, especificada solo por una differentia que se convierte en una cualidad particular dentro de la especie ‘animal’ ” (Jonas, 1958, 350). En cuarto lugar, en la literatura mandea hallamos ya la fórmula programática del existencialismo: “la vida ha sido arrojada al mundo”. En quinto lugar, la situación actual es más grave, pues, aunque tanto gnósticos como existencialistas consideran al ser humano arrojado a la temporalidad, a diferencia de estos, los gnósticos se saben nacidos en la eternidad. En sexto lugar, la interpretación heideggeriana “enmudece” la naturaleza, que es el conjunto de “cosas utilizables” o simples “cosas ante mí”, pero que ya no tienen intención; por ello, el existencialismo contemporáneo supone un escenario más radical que el antiguo, puesto que la degradación de la fuerza ontológica de la naturaleza es tal que la naturaleza ya no puede preocuparse por el ser humano (a diferencia de lo que sucede en el gnosticismo, la ciencia ha “desencantado” el mundo) (Becchi, 2008, 110).
Como cualquier otra, esta analogía tiene limitantes: Jonas utiliza una determinada lectura del gnosticismo y una determinada lectura de Heidegger. Para hacer dialogar mejor ambas posturas, las simplifica, aunque no por ello se le pueda acusar de recurrir a la falacia de “hombre de paja”. Por un lado, la analogía orbita en torno a una lectura pesimista del gnosticismo, muy alejada de la hecha por la psicología profunda, según la cual el gnosticismo es el “inconsciente del cristianismo” (Jung, 2019; Nante, 2010); una lectura “perenne”, según la cual el mensaje esencial gnóstico permanece vivo (Schuon, 2002); o una lectura “simbólica” hoy en boga, según la cual del gnosticismo hay que rescatar principalmente la idea de que la vida de Cristo sucede en nuestro interior (D’Ors, 2021; Jodorowsky, 2007). Por otro lado, la analogía orbita alrededor del nihilismo expuesto en Ser y tiempo, y los conceptos de “estar arrojado”, “inautenticidad”, “llamado de la conciencia”, “cura”, etcétera (Heidegger, 2000). Desde luego, no funciona con eficacia si el lector piensa en el Heidegger posterior al giro, ocupado en el “habitar” y en “la fundación del ser por la palabra de la boca” (Heidegger, 2000b, 30). Tampoco si perdemos de vista diferencias esenciales: por ejemplo, mientras para el gnosticismo la naturaleza es demoniaca, para el nihilismo contemporáneo es simplemente neutral. Téngase en cuenta que Jonas no está discutiendo con “un” pensador u otro, sino que está tratando de lidiar con el despliegue del pensar y, en concreto, con la crisis que supone el pensamiento existencialista. Como el propio Heidegger escribía al preguntarse por la esencia del nihilismo, “la metafísica puede recibir el nombre de un pensador. Pero esto no quiere decir en absoluto […] que la correspondiente metafísica sea el resultado y la propiedad de un pensador en su calidad de personalidad inscrita en el marco público del quehacer cultural. En cada fase de la metafísica se va haciendo visible un fragmento de camino que el destino del ser va ganando sobre lo ente en bruscas épocas de la verdad” (Heidegger, 2010, 157).
Del diagnóstico que Jonas hace mediante la analogía expuesta, infiere que es imperativo que la filosofía descubra un modo de “evitar la grieta dualista, y que sin embargo conserve el suficiente dualismo como para mantener la humanidad del hombre” (Jonas, 1958, 357), un modo de acabar con el “divorcio entre la existencia y el mundo” (Pommier, 2017, 584). Ese es el proyecto en El principio de responsabilidad, cuyo objetivo primordial es lograr fundamentar la ética en la ontología (Lecaros, 2005; Morris, 2013). En este número especial de Isonomía se habla suficientemente de esta obra, pero vale la pena enumerar algunos de los pasajes en los que resuenan las ideas fundamentales del nihilismo antiguo.
En la antigüedad, la ética tenía que ver con las relaciones entre seres humanos; fuera de la ciudad, las personas se limitaban a comportarse de forma inteligente: “La naturaleza no era responsabilidad humana. Ella cuidaba de sí misma y del hombre” (Jonas, 1979, 28). Entonces, la ética exigía buena voluntad, pero no era necesario un conocimiento técnico concreto para “actuar bien”. Los principios de los que debe partir la nueva ética son diferentes. Primero: la naturaleza es vulnerable, tanto como para que nuestra acción acumulada durante milenios, talando bosques, cambiado el rumbo de los ríos, secando innumerables lagos, etc., haya provocado un aumento de la temperatura planetaria, extinguido a centenares de especies y puesto en riesgo el futuro de nuestros descendientes. Segundo: la moral ya no solo depende de la intención, sino también de los conocimientos que se tengan, pues hay que “saber” cómo actuar ante la situación de emergencia global: “la sabiduría nos es más necesaria precisamente cuando no creemos en ella” (Jonas, 1979, 55); en este sentido, hallamos un eco del gnosticismo, que defiende que el conocimiento es salvación. Tercero: dado que la técnica forma parte de la esencia humana, no puede haber homo sapiens sin homo faber (Jonas, 1979, 36). Cuarto: la ética planteada por Jonas propone una perspectiva mayor que las antiguas, una dimensión global más allá de la esfera inmediata de acción de un individuo. Quinto: para el gnóstico y el existencialista hay una fractura entre la esencia humana (el espíritu) y su tumba (la materia); la nueva ética apunta la contradicción de tales propuestas, pues también somos lo que hacemos aquí, en este mundo.
El principio de responsabilidad trata de responder a la acuciante necesidad que vivimos desde el siglo XX de una ética compatible con la sostenibilidad, que dé respuesta a la situación de explotación de la naturaleza crónica, y que se hallaba ya crípticamente enunciada en el “Dios ha muerto”. Esta icónica frase
ilumina un estadio de la metafísica occidental que, presumiblemente, es su estadio final […]. Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la metafísica sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se convierte en un producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a su opuesto, lo sensible niega su propia esencia. La destitución de lo suprasensible también elimina lo meramente sensible y, con ello, a la diferencia entre ambos (Heidegger, 2010, 157).
Esta dinámica ha llevado a que “La propia tierra ya sólo puede mostrarse como objeto del ataque que, en cuanto objetivación incondicionada, se instaura en el querer del hombre. Por haber sido querida a partir de la esencia del ser, la naturaleza aparece en todas partes como objeto de la técnica” (Heidegger, 2010, 190).
Ante la situación de explotación de la naturaleza y su justificación metafísica, Jonas apunta que si las éticas anteriores a la suya han estado siempre orientadas hacia el presente, la nueva ética debe orientarse hacia el futuro: “La humanidad no tiene derecho al suicidio” (Jonas, 1979, 79), “no es lícito apostar la existencia del hombre” (Jonas, 1979, 80); tenemos un deber con los descendientes, con la posibilidad de su existencia, pero también con la necesidad de que puedan conformar una verdadera humanidad, esto es, que también ellos puedan cumplir su principio de responsabilidad: “Una herencia degradada degradará también a sus herederos” (Jonas, 1979, 359). O en palabras del maestro Eckhart: “Nunca gozas del mundo rectamente hasta que el mismo mar fluye en tus venas, hasta que te visten los cielos y te coronan las estrellas; y percibes que eres el único heredero de todo el mundo, y más que eso, porque hay hombres en él, y cada uno de ellos es heredero único así como tú” (citado por Huxley, 2000, 92).
Esta nueva ética concierne tanto a las políticas públicas como al comportamiento individual. El nuevo imperativo categórico debe ser el siguiente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la tierra” (Jonas, 1979, 40). Se identifica aquí otro rasgo que va contra los fundamentos del gnosticismo: es necesario pensar la ética “en” el tiempo, y no solo desde la eternidad, y por ello Jonas habla de la importancia de fundar una ciencia sobre las implicaciones futuras de nuestras acciones, en la cual le demos mayor importancia a las previsiones pesimistas que a las optimistas (y así velar por los futuros humanos). En la Biblia, Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant, etc., los sentimientos que acompañan a la razón como motor para hacer el bien tienen el anhelo de integrar lo perecedero en lo imperecedero (Dios, el cosmos), “lo imperecedero invita a lo perecedero a participar de ello y excita en él el placentero deseo de alcanzarlo […]. En total contraposición a eso, el objeto de la responsabilidad es lo perecedero qua perecedero” (Jonas, 1979, 156).
En “La inmortalidad y el concepto actual de existencia”, Jonas reflexionó sobre ello, en una argumentación libre inspirada en el mito. El contexto actual es que el existencialismo se “lanza a las aguas de la mortalidad sin disponer de la seguridad que podría darle un chaleco salvavidas. Y nosotros, seamos o no seguidores de esa doctrina, en nuestra calidad de hijos de nuestro tiempo participamos lo suficiente del espíritu de la misma para ocupar nuestra solitaria posición en el tiempo entre la doble nada del antes y el después” (Jonas, 1994, 308). Ante esta situación, Jonas trata de mostrar la utilidad de pensar la eternidad de tal modo que permita afianzar la ética. Se puede pensar en una “sede intemporal del Derecho”, en “la inmortalidad de la obras”, en “el retrato total” y fundamentar la eternidad en el ahora: “actuar como si se estuviese en presencia del final es actuar como si se estuviese en presencia de la eternidad” (Jonas, 1994, 310). Para explicar su propuesta, explícitamente parte de una imagen gnóstica: “que existe un doble celeste de la persona terrena, con el que el alma del difunto se encuentra tras la muerte. En un texto mandeo podemos leer: ‘Voy al encuentro de mi imagen y mi imagen viene a mi encuentro’ ” (Jonas, 1994, 314). Pensar en el retrato “total” que, como a Dorian Gray, se nos mostrará a su debido tiempo “pone en relación nuestras obras no con una eternidad de nuestro sí mismo separado, sino con la consumación del sí mismo divino” (Jonas, 1994, 314). Los seres humanos no solo somos responsables de nuestros actos, sino también de “las repercusiones de nuestros actos sobre la esfera eterna, en la que jamás se pierden” (Jonas, 1994, 323). Así, aunque desde la muerte de Dios no es posible pensar “desde” la eternidad, sí lo es pensar “para” la eternidad: “El hombre no ha sido creado tanto “a” imagen de Dios cuanto “para” la imagen de Dios” (Jonas, 1994, 320). Y así es como la imagen del retrato total puede sernos de tremenda utilidad para la fundación de una ética que nos permita mirarnos al espejo.
Emplea un argumento parecido cuando aborda el tema de los fines, y propone un punto intermedio entre el dualismo (los fines están en el sujeto) y el monismo (los fines se difuminan en la inconsciencia de la materia): hay que ver la subjetividad como “un fenómeno superficial de la naturaleza –la punta visible de un iceberg mucho más grande–” (Jonas, 1979, 131); “así como lo manifiestamente subjetivo es algo así como un fenómeno superficial de la naturaleza al que se le ha hecho subir, así también está enraizado en la naturaleza y se halla en esencial continuidad con ella” (Jonas, 1979, 134). Ante la gran tragedia del existencialismo, a saber, que la naturaleza se ha desentendido del ser humano (y el ser humano de la naturaleza), el filósofo defiende que los fines no solo están en la subjetividad y conciencia humanas, sino también en la naturaleza. La naturaleza manifiesta por lo menos un fin determinado: la vida misma. La conciencia es la flor de la naturaleza, la punta del iceberg de una intencionalidad mucho más profunda, que es la de la naturaleza, y que ha sido llamada “teleología del acontecer” (Gutierro, 2021, 171). Dostoiewski ilustra la experiencia religiosa que hay detrás de esta propuesta: “Las hierbas, los insectos, la hormiga, la dorada abeja, todos conocen su camino con asombrosa seguridad, por instinto; todos atestiguan el misterio divino y lo cumplen continuamente […] El Verbo es para todos. Todas las criaturas, hasta la más insignificante hoja aspiran al Verbo y cantan la gloria de Dios, y se lamentan inconscientemente ante Cristo” (Dostoiewski, 2014, 289). Un pasaje de Eckhart ilustra cómo también la propia mística cristiana halla en la naturaleza la consciencia de fines: “La intención de la Naturaleza no es el comer, ni el beber, ni el vestir, ni nada de aquello en que Dios queda fuera. Gústete o no, sépaslo o no, secretamente la Naturaleza busca, persigue e intenta descubrir el rastro por el que se puede hallar a Dios” (citado por Huxley, 2000, 91).
Respecto a los profundos fines de la naturaleza, la propuesta de Jonas se parece a la teoría de otro gran especialista en gnosticismo, Jung: por debajo de la conciencia personal hay un inconsciente colectivo, la voz de nuestra especie y de la naturaleza toda: “¿Qué es lo que se ha perdido de vista, olvidado y cubierto por los siglos y que los antiguos conocían aún? Es el secreto terrestre del alma inferior, del hombre natural que no vive de forma puramente cerebral” (Jung, 1970, 438). No debemos dejarnos cegar por el “espíritu de nuestro tiempo”, debemos oír también al “espíritu de las profundidades” (Jung, 2019), y este está tanto fuera como dentro de nosotros, porque nosotros somos naturaleza. Jonas lo expresaba así: “El ‘fin’ ha sido extendido allende toda conciencia, tanto humana como animal, hasta el mundo físico, como un principio originario propio de éste” (Jonas, 1979, 136). Así, mientras Jung (1970, 447) decía que “Dependemos, en una gran medida, de la gracia del inconsciente” para alcanzar el equilibrio psíquico, Jonas propone una suerte de “religiosidad secular” (Margolin, 2008) o incluso una ética de “base religiosa” (Rosales, 2004) para alcanzar el equilibrio natural. Estos trabajos han servido como inspiración a otros posteriores, como los de Francisco Ayala, que buscan hallar las bases biológicas de la ética (Quesada-Rodríguez, 2022).
En su particular “ajuste de cuentas” con los residuos contemporáneos del “síndrome gnóstico” (Spinelli, 2016, 547), Jonas busca fundamentar la ética en la ontología: “La ley como tal no puede ser ni causa ni objeto de respeto, pero sí el ser por sí mismo, las cosas” (Jonas, 1979, 160). Su ética es una propuesta “horizontal”, opuesta a la ética “vertical” del pasado, como la de Platón: antes el ser humano debía cumplir con un ideal, y luego podía o no alcanzarlo; ahora el poder que tenemos determina nuestro deber, nuestro grado de responsabilidad (Jonas, 1979, 212). Debemos lograr “poder sobre el poder”, es decir, ser capaces de autolimitarnos, de limitar el poder que hemos alcanzado sobre la naturaleza (Jonas, 1979, 236). También en estas ideas hallamos ecos de los antiguos textos gnósticos, en los cuales abundan los debates sobre las relaciones entre potestades del cosmos, entre gobernantes de esferas, y entre los cuales se explica la caída justamente como una extralimitación del poder propio. En el gnosticismo, cuando el dios artesano se excedió en su poder sucedió la aparición de la materia y el encarcelamiento en ella; según Jonas, cuando la humanidad se exceda en su poder, destruirá la materia que, sin embargo, contiene un fin y norma que espera ser desvelado. En el gnosticismo, el ser humano pleno “debe tener consciencia del fin divino de toda cosa […], o sea ir más allá incluso de la lógica interna de la prisión existencial; su lógica, que es “locura” a los ojos del mundo, tiene que estar por encima del plano de esa prisión, tiene que ser “vertical” o celestial y no “horizontal” o terrena” (Schuon, 2002, 155). Jonas, por el contrario, considera que el ser humano debe encontrar el motor “en” la naturaleza, “horizontalmente”, algo que, sin embargo, para algunos no hace suficientemente, porque toma como inspiración para su principio la responsabilidad de los padres respecto a sus hijos, que es vertical, y no la responsabilidad mutua o recíproca (Bernstein, 1994; Rosales, 2004, 100). En este aspecto, su pensamiento se enraíza acaso en el epicureísmo (Spinelli, 2017).
El principio de responsabilidad acaba con una fuerte crítica a los proyectos utópicos porque, como el gnosticismo, presuponen que la esencia y motor de nuestra vida está en “otro lado”, en un “no-lugar” (que es lo que significa u-topía): el error está en considerar al ser humano como una “larva”, en función de su futuro, cuando “El presente del hombre es siempre plenamente válido en ese problematismo que él es” (Jonas, 1979, 349). Así, nos arenga a desprendernos de la idea de una prehistoria cuyo fin hemos sido nosotros, pues tal idea nos convierte a nosotros en un medio que está en función de un fin alejado. Somos profundamente ingratos cuando pensamos que lo auténtico está siempre por llegar y consideramos a nuestros ancestros como simples predecesores. La tecnología contiene una dinámica casiutópica. Debemos cuidarnos de los falsos profetas: el progreso. También los gnósticos señalaban la necesidad de distinguir entre la iglesia falsa y la verdadera (Pagels, 1992, 152-169). La iglesia falsa de los gnósticos era la de los poderosos en este mundo de ilusión. La verdadera, por el contrario, estaba conformada por aquellos que habían accedido a la gnosis y vivían ocultando su condición para no ser atacados por los esbirros del demonio: “Vigilad que nadie os extravíe diciendo: “Helo aquí, helo aquí”, pues el hijo del hombre está dentro de vosotros; seguidlo”, dice el Evangelio de María (8) (en Piñero et. al., 2016, 134). Para Jonas los adalides del progreso utópico son también falsos profetas.
La alternativa a la idea utópica, “a la euforia posbaconiana”, es la ética de la responsabilidad, que “ha de poner freno al desbocado impulso hacia adelante” (Jonas, 1979, 354). “Al principio de esperanza oponemos nosotros el principio de responsabilidad”, dice Jonas (1995, 355), y aclara que la responsabilidad debe ejercerse con temor y esperanza: “El temor se convertirá, pues, en un primer deber, en el deber preliminar de una ética de la responsabilidad histórica […] miedo, pero no angustia” (Jonas, 1979, 358). Así, resignifica uno de los sentimientos propios del gnosticismo y del existencialismo, la angustia: no se trata de partir del temor que nos inmoviliza (la angustia existencialista o el temor gnóstico al dios falso), sino de un temor que nos lleve a actuar.
También resignifica el concepto de esperanza. Para comprenderla es útil retomar la explicación de otro filósofo judío, exiliado y crítico con el derrotero del progreso tecnológico:
La fe y la esperanza y la resurrección en este mundo han encontrado su expresión clásica en la visión mesiánica de los profetas. Estos no predicen el futuro, cual una Casandra o el coro de la tragedia griega, sino que ven la realidad presente exenta de las miopías de la opinión pública y de la autoridad. No desean ser profetas, sino se sienten forzados a expresar la voz de su conciencia, a decir qué posibilidades contemplan y a mostrar a la gente las alternativas que existen (Fromm, 1982, 28).
Jonas renuncia a la esperanza y fe utópicas que ven al ser humano como larva, y a nuestros ancestros como predecesores, pero no a una esperanza capaz de ayudarnos a diagnosticar la situación actual, ni a una fe consistente –como defiende Fromm (1982)– en la firme creencia en que los otros y uno mismo floreceremos.
IV. Los Estudios del Imaginario y el progreso de la ética
La ruta para hallar soluciones a los problemas actuales se halla en el redescubrimiento de imaginarios alternos al nuestro, pues descubrir otros modos de ser en el mundo permitirá inaugurar nuevas éticas. La tecnología no basta: para sortear la crisis ecológica las humanidades tienen un papel único. ¿Cuál? Contribuir a entender (y acaso revivir) modos alternativos de percibir, pensar y vivir la naturaleza. Sirvan unos pocos ejemplos.
En el taoísmo, el universo es una suerte de enorme organismo y, por ello, los acontecimientos casuales son tan importantes como los causales: las cosas del mundo están relacionadas en el tiempo y también en el instante, como las células de un cuerpo, como puede vislumbrarse al leer el I Ching (Anónimo, 2002). En consecuencia, el sabio taoísta es quien va con la naturaleza, y no contra ella (Watts, 1996, 120). De ahí la importancia de disciplinas enfocadas en la búsqueda del equilibrio, como el taichí, la acupuntura o el feng-shui. En el pensamiento hindú, “todos los seres participamos del mismo flujo de la vida (sa.sāra). Naturaleza y sociedad no se oponen” (Pánikar, 2019, 18). De hecho, la sociedad y sus miembros son vistos “como productos de la naturaleza, que deben mantener su relación con ella a través de disciplinas sociales y personales de orden metafórico, a fin de armonizar la voluntad individual en la colectiva” (Campbell, 2013, 111). Así, el sabio es quien vive en la “no-violencia” (ahi.sā), que consiste en “el estado de ánimo recto y vigilante de no infligir daño a ningún ser vivo ni a uno mismo” (Pánikar, 2019, 18), y cuyos descubridores fueron, en palabras de Gandhi, “genios más grandes que Newton y guerreros más grandes que Wellington” (Gandhi, 2010, 45-46). Por tal razón, los verdaderos sabios no buscan “dirigir” el mundo, sino vivir más allá de sus ilusiones (Zimmer, 2013). Entre los mayas, “todos los seres, incluso los objetos creados por los hombres, tienen un espíritu semejante al de ellos, lo que libera al mundo de un carácter de “objeto” que puede ser utilizado al antojo de los seres humanos” (De la Garza, 2021, 44-45). En el Amazonas, los jaguares se ven a sí mismos como humanos, y la sangre de sus víctimas les parece cerveza, porque lo que dan por supuesto es la continuidad espiritual de todos los seres (todo ser tiene mirada) y lo que ponen en duda es que todo ser tenga materia (los fantasmas) (Viveiros de Castro, 1992). En Mesoamérica, el iniciado vive en propia carne “los pulsos cosmogónicos de disolución y recomposición”, de muerte y resurrección, y experimenta “su identidad esencial con el sentido del mundo. Debe comprender, así, que él no está en la naturaleza, sino que él es la naturaleza” (Menache, 2021, 114). “Tú eres eso”, dice la más sacra fórmula del hinduismo (Shankara, 1997). Lo uno, y lo otro.
Podría ampliarse esta lista de ejemplos de tradiciones en las que la naturaleza es el vestido y el cuerpo que viste, en oposición a la idea predominante en Occidente. Sin embargo, ya el premio Nobel Herman Hesse sugería que la solución al estado actual de cosas no procederá de refinar argumentos mediante la razón, sino de confiar en otras facultades del alma:
El racional cree ante todo en la razón humana. No sólo la considera un hermoso regalo, sino sencillamente el más alto […] Cree que el hombre de hoy está más desarrollado y ocupa un lugar más alto que Confucio, Buda o Jesús, porque ha cultivado mejor ciertas cualidades técnicas. El racional cree que la tierra ha sido entregada a los hombres para que la exploten […] Su fe imperecedera es la fe en todos los progresos (Hesse, 1983, 95).
El piadoso, sin embargo, reverencia la naturaleza y tiene “fe en un orden universal por encima de la razón […]. No cree en el progreso, porque su modelo no es la razón, sino la naturaleza, y en la naturaleza no ve ningún progreso, sino solamente una vida intensa y una realización íntima de fuerza ilimitada y sin objetivo reconocible” (Hesse, 1983, 97). El propio Jonas utiliza en El principio de responsabilidad palabras de fuerte tono religioso como las de Hesse: veneración (Ehrfurcht), piedad (Pietät), y lo sagrado (das Heilige) (Oelmüller, 1988, citado por Rosales, 2004, 99). Se dice que la sociedad occidental es materialista por nuestra obsesión por el dinero y la tecnología, pero “Nada está más lejos de la verdad […] Los verdaderos materialistas son personas que aman lo material –que miman la madera, la piedra, el trigo, los huevos, los animales y, sobre todo, la tierra–, y que lo tratan con la reverencia que se debe al propio cuerpo” (Watts, 1996, 80).
Hoy, la ciencia no es suficiente para resolver las injusticias sociales, evitar el deterioro ecológico y mejorar la salud emocional; es necesario resetear nuestro modo de pensar y que se cumpla la primera función de toda mitología, que consiste en liberar a la mente de la ingenua idea de que las cosas materiales son solo cosas (Campbell, 2013, 71): “En la próxima mitología, que será la de toda la raza humana, podría ser rechazada la antigua desacralización de la naturaleza que nació en el Oriente Próximo con la doctrina de la Caída” (Campbell, 2013, 24). Esta parece ser la clave de la ética del futuro.
A ella, sin embargo, no solo se llegará acudiendo a lejanas y exóticas formas de imaginar; será necesario releer (en un sentido profundo) nuestro propio pasado. “No es pues a través de la violencia sino de la melodía, el ritmo y la armonía, que Orfeo penetra los secretos de la naturaleza”, decía Pierre Hadot (citado por Cortés, 2021, 187). No se trata de hacer antropología sobre los griegos, sino de hacer antropología con los griegos, decía Detienne (2007). Habremos también de abrevar en el cristianismo canónico: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas”, dice San Francisco de Asís en el Cántico del hermano sol (citado por Cortés, 2021, 152). La humildad y voto de pobreza franciscanos exigen una mirada “austera”, que permite “que las cosas sean”, liberándolas, así, de los yugos que proyectamos en ellas (Cortés, 2021, 185). Compárese con lo que dice el texto gnóstico titulado Tratado de la resurrección: “No supongáis que la resurrección es una aparición. No es una aparición; más bien es algo real […] Es la revelación de lo que existe verdaderamente… y una migración hacia la novedad” (en Pagels, 1992, 51).
Estamos también llamados a intentar una lectura del propio gnosticismo diferente a la de Jonas, que nos permita no solo utilizarlo para construir una ética contra él, sino también a partir de él, pues la reconstrucción de Jonas del gnosticismo parece, paradójicamente, imbuida del pesimismo nihilista (Pagels, 1992, 31). No en vano algunos de los grandes intelectuales del siglo XX obtuvieron inspiración en el gnosticismo: Jung, Coomaraswamy, Schuon, Campbell, Auden, etc. Algunos importantes pasajes podrían servirnos como punto de partida. El Evangelio de Tomás enaltece la creación cuando Cristo afirma: “Si quienes os guían os dicen: ‘Mirad, el Reino está en el cielo’, los pájaros del cielo os habrán precedido. Si os dicen: ‘Está en el mar, entonces os habrán precedido los peces’. Pero el Reino está en vuestro interior y también fuera de vosotros” (citado por Campbell, 2013, 140). El Apócrifo de Juan (3031) invita a confiar en la voz interior de la naturaleza: “Levántate y piensa que tú eres el que ha escuchado. Sigue a tu raíz. […] éste es el misterio de la raza inconmovible” (en Piñero et. al., 2018, 258). El poema gnóstico Truena, mente perfecta contiene una revelación del poder femenino impactante:
Yo soy la primera y la última. Soy la honrada y la escarnecida. Soy la puta y la santa. Soy la esposa y la virgen. Soy (la madre) y la hija… Soy aquella cuya boda es grande y no he tomado esposo… Soy conocimiento e ignorancia… Soy desvergonzada; estoy avergonzada. Soy fuerza y soy temor…. Soy necia y soy sabia… Yo no tengo Dios y soy una cuyo Dios es grande (en Pagels, 1992, 100).
Jonas apuntó la necesidad de pensar de otros modos, de refrescar nuestra “mirada”. Desde Platón, en Occidente se ha privilegiado el sentido de la vista por encima de los otros: ha servido como “modelo para el saber y para la percepción”. Como analiza Jonas en su ensayo “La nobleza de la vista”, hablamos de “los ojos de la razón” y de “la luz de la razón” (Jonas, 1994, 191), de “cosmo-visión”, de que “dos cosas tienen que ver” y de “perder de vista” (Martínez Villarroya, 2019). La filosofía occidental parte de esta predilección por la facultad propia del ojo, y “el precio que por ello hemos de pagar es la desactivación y la abstracción de la realidad, que de ese modo queda despejada de toda su fuerza primaria” (Jonas, 1994, 206). Tres son las características fundamentales de nuestro pensamiento que se derivan de ello: “la simultaneidad de la presentación” (podemos ver –pero no oler, por ejemplo– dos cosas al mismo tiempo); la “neutralización dinámica” (la vista nos muestra como distintas la forma y la materia, la esencia de la existencia, la teoría de la praxis); y “la distancia”, que proporciona la noción de infinitud y, también, de objetividad. Estas tres razones son la base de nuestro modo de hacer filosofía. Quizás va siendo hora de cambiarlo.
Si bien en Occidente se identifican “cinco” sentidos, y todos ellos nos proveen información sobre el mundo exterior, en otras culturas se reconocen como tales sentidos que nos proveen información sobre el mundo interior. El hambre, la sed, el dolor y la propiocepción son ejemplos de ellos (Vannini et al. 2012, 6). Scheller y Bergson hablaron de intuición (Alfaro, 2021). En la psicología india la mente es considerada un sexto sentido (Dragonetti, 2006, 20). Jonas afirmó que “nos toca a nosotros el deber de sanar” (1995, 355), y que “responsabilidad significa ‘cuidado’ ” (1995, 357). Una ética que sane y cuide a la naturaleza deberá acercarse a ella con esos otros sentidos, ¡sin mirarla!, de un modo que difícilmente ahora logramos imaginar. Ver con “los ojos y los oídos del hombre interior”, decía Hildegarda von Bingen (Bendixen, 2021, 199). Vivir “despiertos”, decían los gnósticos, de tal modo que podamos ver las cosas desde sus adentros: mediante la gnosis (Pagels, 1992, 18).
V. Conclusiones
En este texto, primero, identificamos las principales ideas gnósticas referentes a la naturaleza según la lectura de Jonas; después, enumeramos los ecos que generan en El principio de responsabilidad; finalmente, argumentamos que el modo de alcanzar nuevas éticas debe pasar por conocer nuevas ontologías, es decir, por redescubrir imaginarios alternativos al occidental actual.
Ciertamente, el gnosticismo le sirvió a Jonas para explicar el existencialismo, pues en ambos se habla de estar arrojado, del llamado de la conciencia, de la angustia de vivir, etc. Además, el estudio profundo del gnosticismo le sirvió para comprender y explicar mejor el desplegarse de la metafísica occidental, paso necesario para poder revertir su dirección. Así, su ética es una lucha contra las antiguas éticas verticales, contra la visión acósmica del universo, contra las utopías que colocan “en otro lado” la salvación, contra la idea de que este mundo es cerrado como una cárcel y la intención está fuera, contra la idea de un presente que solo tiene sentido en función de un futuro esplendoroso… La ética de Jonas es en gran medida “antignóstica”.
Sin embargo, como hemos visto, el estudio del gnosticismo también le sirvió para formular su propia filosofía, que contiene nociones de indudable inspiración gnóstica: el “retrato eterno” ante el que la humanidad debe mirarse al espejo; la consciencia que emerge de nuestros adentros (de la naturaleza); la debacle ecológica como resultado de una extralimitación en el poder propio; la denuncia de los falsos profetas, como el progreso; el temor como “primer deber”, combinado con la esperanza.
Por tales razones, argumentamos que es necesario redescubrir imaginarios olvidados, pues quizás así logremos volver a ver la naturaleza sin el velo de tinieblas utilitarista con que hoy es vista, y la veamos misteriosa, infinita y sacra. Como Blake escribió en El matrimonio del Cielo y el Infierno, “antes deberá ser expurgada la idea de que el cuerpo del hombre es distinto de su alma. Si las puertas de la percepción fueran purificadas todo se aparecería al hombre tal cual es: infinito. Porque el hombre se ha encerrado hasta el punto de ver todas las cosas a través de las estrechas grietas de su caverna” (citado por Campbell, 2013,149). O en palabras del Jesús gnóstico: “Cuando hagáis de los dos uno y hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de arriba como lo de abajo […] entonces entraréis en el Reino” (Evangelio de Tomás, 37, en Piñero et. al., 2016, 84).
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