JORDI FERRER Y LA TRADICIÓN RACIONALISTA DE LA PRUEBA JURÍDICA: UNA MIRADA CRÍTICA*
Jordi Ferrer and the Rationalist Approach to Legal Proof: A Critical Assessment
JORDI FERRER Y LA TRADICIÓN RACIONALISTA DE LA PRUEBA JURÍDICA: UNA MIRADA CRÍTICA*
Isonomía, núm. 44, 2016, pp. 163 -189
Recibido: 08/04/2015
Aceptado: 29/02/2016
Resumen: El artículo revisa las aportaciones más trascendentes que Jordi Ferrer ha hecho a la tradición racionalista de la prueba jurídica y evalúa críticamente el limitado papel que, desde su óptica, le corresponde desempeñar a la epistemología en la discusión general sobre los estándares de prueba apropiados para las distintas ramas del derecho. Más específicamente, se analiza la irrelevancia que Ferrer parece atribuir a dicha disciplina –o el silencio que debe guardar–, respecto del establecimiento del estándar de prueba deseable en materia penal. Se concede que, en efecto, le corresponde al pueblo tomar la decisión de qué estándar implementar. No obstante, se sostiene, ello no impide que la epistemología incida en el proceso de formación de dicha decisión mediante la realización de observaciones, el ofrecimiento de argumentos y la propuesta de metodologías adecuadas, con miras a que aquella se tome en un contexto mejor informado y sea lo más racional posible. Se ilustra esta posición haciendo referencia al proyecto de epistemología jurídica de Larry Laudan.
Palabras clave: prueba jurídica, tradición racionalista, reducción del error, verdad formal, epistemología jurídica, estándares de prueba, distribución del error.
Abstract: The paper aims to provide an overview of Jordi Ferrer’s main contributions to the so called rationalist approach to legal proof, and to critically assess one aspect of his thought, which is the limited role that the author seems to attribute to epistemology within the general debate about the most appropriate standards of proof for the legal domain and particularly for the criminal law. The author holds that while it is adequate that the decision about standards of proof be taken by the people’s representatives, this does not prevent (legal) epistemology from influencing the decision making process by way of advancing arguments, making observations and suggesting methodologies which can make it make it a more informed and rational decision. Larry Laudan’s legal epistemology project is introduced to exemplify this position.
Keywords: legal proof, rationalist approach, error-reduction, formal truth, legal epistemology, standards of proof, error-distribution.
I. Introducción
A lo largo de poco más de una década, el profesor Jordi Ferrer Beltrán (2005, 2007, 2011, 2013) ha venido desplegando un amplio y riguroso análisis del fenómeno de la prueba jurídica desde la óptica de la denominada “tradición racionalista”. En este trabajo, me propongo dar cuenta de las que considero sus aportaciones más importantes a lo que podríamos concebir como la vertiente iberoamericana (o quizá sea mejor decir la vertiente latina), de dicha tradición. En concreto –particularmente en la sección ii– reconstruiré su análisis de los que llama “enunciados probatorios”; la actitud proposicional que, en su opinión, es más adecuado que un juez asuma al emitir dichos enunciados –la actitud de aceptación–; su discusión con los defensores de la tesis de la verdad formal y de la concepción fragmentaria de la prueba -rivales naturales de la tradición racionalista-; su propuesta de una conexión teleológica -más que conceptual- entre la prueba de un hecho la verdad del enunciado que lo describe; y, en fin, su estrategia general para diagnosticar la magnitud de las limitaciones jurídicas impuestas por el derecho procesal (civil, penal, etc.) a la actividad probatoria y para poner en marcha la intervención epistemológica que corresponda.
Hecho lo anterior, me abocaré a la revisión crítica de uno de los aspectos de su pensamiento, a saber: el limitado papel que Ferrer parece conceder a la epistemología en la discusión sobre los criterios de suficiencia probatoria (más técnicamente conocidos como estándares de prueba), que, según el tipo de controversia de que se trate (civil, penal, etc.), un juzgador debe tomar en cuenta a los efectos de decidir qué versión de los hechos, o cuál de las hipótesis fácticas en juego, está justificado tener por verdadera a la luz de la evidencia disponible.
Sostengo que además de ayudar a corregir la extendida tendencia subjetivista de formular dichos estándares en términos de una regla que condiciona la emisión de un determinado veredicto –por ejemplo, el de culpabilidad– a la detección por parte del juez de cierta clase de estado mental (como una “convicción íntima”), proponiendo que las frases vagas que pretenden hacer referencia a dichos estados sean sustituidas por esquemas argumentativos que por su apelación a conceptos estrictamente epistemológicos son más aptos para controlar intersubjetivamente si el estándar, previamente establecido por el legislador, ha sido o no satisfecho por quien tiene la carga de la prueba, a la epistemología aplicada al derecho le compete también abordar el problema –o al menos, sugerir pautas para su abordaje–, relativo al establecimiento mismo del estándar deseable para la materia en cuestión; de manera muy importante –aunque no exclusivamente–, para la materia penal.
El rechazo o escepticismo hacia esta forma de ampliar la agenda de intereses del análisis epistemológico del derecho –que pienso es la postura que asume Ferrer–, proviene de considerar que, dado que fijar un estándar de prueba específico contribuye principalmente a que, mediante su aplicación correcta en la práctica, los errores epistémicos que eventualmente se cometan –como las absoluciones falsas y las condenas falsas–, se distribuyan de cierto modo (quizá a razón de 10 a 1), y debido también a que la decisión de qué distribución de errores preferir es una de índole social, político o moral (que a su vez se basa, o debería basarse, en la estimación de los costos que cada clase de error representa para los directamente afectados y para la comunidad), a la epistemología no le corresponde inmiscuirse en estos asuntos. En todo caso, lo que al epistemólogo interesado en el derecho le compete –al menos, a la luz de esta versión de la tradición racionalista–, es concentrar la mayor parte de sus energías en sugerir métodos y principios generales –a ser replicados o de alguna manera reflejados por las reglas procesales–, que mejor promuevan la búsqueda de –y el frecuente encuentro con–, la verdad, es decir, el descubrimiento de lo que realmente ocurrió las más de las veces.
Con base en la consideración de ciertos pasajes relevantes de su obra, en la sección iii intentaré primero mostrar que puede atribuirse a Ferrer la clase de escepticismo a la que me referí en el párrafo anterior. Posteriormente emplearé algunos de los argumentos y tesis fundamentales que dan forma al proyecto de “epistemología jurídica” de Larry Laudan, con el doble propósito de desactivar –o al menos, matizar–, esa actitud escéptica y de ilustrar uno de los posibles caminos para incrementar el espacio de injerencia de la epistemología en la problemática que plantean los estándares de prueba, particularmente el estándar penal. Siguiendo a Laudan, el argumento central que esgrimiré es que, si bien es cierto que la función principal o más relevante de la elección de un estándar de prueba específico es, como se ha dicho, la de contribuir a la implementación de una determinada distribución de los errores previsibles, no se debe perder de vista que estándares menos severos que “más allá de toda duda razonable” y similares,1 pero, claro, más exigentes que el de la “probabilidad prevaleciente” o el de la “preponderancia de la evidencia”,2 contribuyen a producir una cifra total de errores inferior (con independencia de cómo se distribuyan). Siendo este el caso y dado que –según la propia tradición racionalista–, se pretende recurrir a la epistemología y a los principios que aquella postula como rectores de toda investigación empírica genuina para minimizar o reducir el error epistémico en todas sus manifestaciones, me parece válido que le corresponda, en línea de principio, emprender una defensa genérica de estándares menos rigurosos en materia penal (aunque, repito, más estrictos que el de la preponderancia de la evidencia, ya que no se está pugnando por pulverizar el beneficio de la duda que se desea justificadamente conferir al acusado, sino por dimensionarlo adecuadamente).
En la sección iv trataré de contestar brevemente dos objeciones que salen al paso: la primera señala que el argumento epistemológico previo no alcanza a contrarrestar la validez de la decisión de optar por un estándar como el de “más allá de toda duda razonable” y equivalentes cuando dicho estándar refleja fielmente las estimaciones sociales sobre los costos que tiene cada tipo de error. La segunda objeción es la elevada por quien no acepta el análisis utilitarista o consecuencialista que presupone atribuir costos y beneficios a las distintas modalidades de decisión final en un proceso penal, como base racional para optar por un determinado estándar de prueba. En este caso se asume una postura deontológica según la cual el único estándar aceptable es aquel que refleja el máximo esfuerzo humanamente posible por evitar la condena del inocente, siendo éste el de “más allá de toda duda razonable”; implementar cualquier otro estándar inferior significa, para el Estado, cometer un acto objetivamente inmoral contra sus ciudadanos, violar un principio de organización política irrefutable y universal, lo cual acarrea un déficit de legitimidad insuperable.
Procedamos entonces a hablar someramente de la tradición racionalista, de su alianza con la epistemología –a la que, aplicada al derecho, podríamos denominar “epistemología jurídica”–, y a la importante contribución de Ferrer.
II. Las aportaciones de Ferrer a la tradición racionalista de la prueba jurídica
De manera muy breve podemos decir que la tradición racionalista de la prueba en el derecho se caracteriza por sostener: 1) que el objetivo institucional de la actividad probatoria que se desarrolla en un proceso judicial es la averiguación de la verdad, es decir, la formulación –con base en los resultados de dicha actividad–, de descripciones tendencialmente verdaderas en el sentido de que, con la mayor frecuencia posible, se correspondan con los hechos ocurridos (Ferrer, 2007, pp. 1920); 2) que, dada la falibilidad de nuestro acceso epistémico a hechos acontecidos en el pasado –que persiste incluso cuando se cuenta con todos los medios de prueba relevantes y fiables y cuando se extraen cautelosamente las inferencias más apropiadas a partir de la información que aquellos contienen–, la averiguación de la verdad inmediatamente se transforma en –o se complementa con– el objetivo de minimizar o reducir los errores consistentes en declarar probadas proposiciones falsas y en declarar no probadas proposiciones verdaderas (Bayón, 2010, p. 10, y Laudan, 2013a, p. 22); 3) que las reglas procesales deben incorporar o no impedir que el proceso y particularmente quien interpreta el rol de juzgador de los hechos –el propio juez, un órgano judicial colegiado o el jurado– se guíe por los principios básicos de la epistemología general para la adquisición y la valoración de las pruebas, en virtud de que ello permite maximizar las probabilidades de que la decisión adoptada sobre los hechos del caso coincida con lo que realmente aconteció (Ferrer, 2007, pp. 1920).3
En mi opinión, el minucioso y depurado análisis que puede hallarse en la obra de Jordi Ferrer, con todo y las observaciones que se le pueden hacer, ha sido fundamental para la difusión de esta tradición en los sistemas jurídicos del Civil Law (y, en alguna medida, para su consolidación como un enfoque respetable y digno de ser tomado en cuenta, tanto en los círculos académicos como en la práctica). Para cumplir con el compromiso que me impuse líneas arriba, a continuación me referiré sintéticamente a las que considero sus aportaciones principales, no sin antes señalar que cada una de ellas puede concebirse como una de las diversas facetas (armónicamente integradas) de un esfuerzo por reconstruir la actividad probatoria de un modo en el que la realidad empírica –en cierto sentido, externa y ajena al proceso jurisdiccional–, pueda desempeñar el papel de un parámetro de corrección crucial de las sentencias y no solo el de una curiosa bagatela de la que, sin mayor problema (y a la menor provocación), podamos prescindir al evaluar las decisiones de los jueces.
La primera contribución a la que dirigiré mi atención consiste en el estudio que Ferrer lleva a cabo con respecto a la fuerza (Ferrer, 2005, pp. 20-27) y al sentido (Ferrer, 2005, pp. 27-38) que desde los postulados de la tradición racionalista resulta más coherente atribuir a lo que los jueces hacen y dicen cuando en sus sentencias profieren enunciados de la forma “está probado que ‘p’”, llamados “enunciados probatorios” por el autor. Pues bien, contrario a quienes piensan que al formular dichos enunciados los jueces se encuentran creando los hechos del caso (postura propia de una interpretación constitutiva) o simplemente ordenando que procedan las consecuencias previstas por el ordenamiento para ciertos supuestos (como se seguiría de una interpretación prescriptiva o normativa), y contrario también a quienes los consideran equivalentes a decir que “es verdad que ‘p’” o sinónimos de “el juez ha establecido que ‘p’”, Ferrer concluye que estas entidades lingüísticas tienen fuerza descriptiva y que significan que en el expediente “hay elementos de juicio suficientes a favor de ‘p’”.
El autor complementa estos resultados sosteniendo que la aceptación del enunciado declarado probado es la actitud proposicional más apropiada para modelar las complejidades y peculiaridades de la actividad probatoria, ya que no exige que la verdad del enunciado en cuestión sea una condición necesaria de su prueba (como sucedería si concluimos que la actitud proposicional involucrada es la de conocer o saber que ‘p’), y debido también a que, en contraste con lo que ocurre cuando creemos en una proposición (un acto espontáneo e insensible al contexto), la aceptación de la misma depende de nuestra voluntad y puede, por tanto, someterse a revisión a la luz de distintos estándares de prueba o criterios de suficiencia probatoria (Ferrer, 2005, pp. 73-77, 79-101).4
La segunda contribución que me parece importante destacar tiene que ver con el debate que Ferrer sostiene con quienes suscriben la tesis de la verdad formal (Ferrer, 2005, pp. 55-78) y la concepción fragmentaria (o escindida) de la prueba jurídica (Ferrer, 2007, pp. 23-28), ambas rivales naturales de la tradición racionalista. En lo que respecta a la tesis de la verdad formal, se trata de una postura que, a los efectos de intentar legitimar al proceso jurisdiccional hacia el exterior, establece un vínculo meramente retórico y superficial entre lo que ocurre al interior –y lo que resulta– de dicho proceso y la verdad. Sin embargo, la noción de verdad que este nexo invoca es una de tipo limitado si se le compara, por ejemplo, con la que solemos suponer que buscan –y que frecuentemente obtienen–, los científicos (sobre todo, los que cultivan las llamadas “ciencias duras”). Me explico: se piensa que en contraste con los casos paradigmáticos de actividad científica (en los que sí corresponde decir que van tras la “verdad material”), en el marco de un proceso judicial se opera bajo restricciones tales como la necesidad de que en un tiempo relativamente corto, con recursos escasos y tomándose generalmente en cuenta solo la información que aportan las partes, ineludiblemente se tome una decisión práctica que impactará la esfera de derechos y obligaciones jurídicas de aquellas. Además, el diseño de los procedimientos o protocolos de actuación que en el ámbito jurídico rigen la actividad probatoria en términos de la adquisición y valoración de la evidencia respectiva, no puede dejar de ser sensible a consideraciones extraepistémicas (como el respeto a los derechos del imputado en materia penal) que son, al menos, igual de fundamentales (o incluso más) que la determinación verdadera de los hechos. Siendo esto así –y aquí la tesis de la verdad formal une fuerzas con la concepción fragmentaria (o escindida) de la prueba–, debemos renunciar a la noción de prueba propia de contextos ajenos al derecho en los que se le concibe preponderantemente (e incluso, exclusivamente) como un medio para la averiguación de la verdad, y optar entonces por una que sea capaz de incorporar (y dar cuenta de) estas peculiaridades. Y así mismo, el criterio de corrección por excelencia de las decisiones de los jueces tiene que ser, no la correspondencia con la realidad, sino el estricto seguimiento del procedimiento previamente establecido.
Entre las ventajas más importantes de asumir esta visión se cuenta el que nos permite escapar del dilema de tener que escoger entre rechazar toda relación entre la prueba (o la actividad probatoria) y la verdad, y aceptar que entre ambas –prueba y verdad– existe una conexión conceptual (o excesivamente fuerte), de acuerdo con la cual, que los enunciados respectivos sean verdaderos se vuelve una condición necesaria de su correcta declaración como enunciados probados.5 Sin embargo, según Ferrer, se trata de una salida falsa al dilema planteado ya que, si bien elude el problema de que la eventual falsedad de los enunciados correctamente declarados probados (“correctamente” en el sentido de haberse seguido puntualmente el procedimiento instaurado) invalide su calidad (o estatus) de “enunciados probados”, el énfasis en el apego riguroso por parte del juez al procedimiento como único o más importante criterio de corrección de las sentencias aunado a la actitud indiferente hacia la posible configuración contraepistémica de dicho procedimiento, conducen a la tesis de la verdad formal y a la concepción fragmentaria de la prueba a perder contacto con el mundo empírico-social, es decir, con los hechos realmente ocurridos (por más que quieran llamar “verdad” a los resultados del proceso).6
Como salida genuina al dilema anterior, Ferrer propone que asumamos que entre la prueba de un hecho y la verdad del enunciado que lo describe se genera un lazo teleológico (y yo agregaría: imperfecto). Desde esta óptica, la verdad no figura ya como condición necesaria de la prueba, pero sí como la finalidad para la que ésta constituye el medio más adecuado, aunque no por ello infalible. Sobre la base de esta posición, evitamos que, si los enunciados correctamente declarados probados eventualmente resultan ser falsos, se venga abajo la consideración de que se hallaban sustentados en pruebas válidas con antelación al descubrimiento de su falsedad. En otras palabras, evitamos que se responsabilice al juez por la falla epistémica, siempre que, en efecto, la hipótesis declarada probada sea la mejor confirmada y la que satisfizo el estándar de prueba respectivo. Pero, además, se evita caer en una actitud indiferente a la posible configuración contraepistémica del procedimiento jurisdiccional, en virtud de que la concepción teleológica en comento abre la puerta a la posibilidad de considerar instrumentalmente irracionales (en el sentido de que no hacen de la actividad probatoria el medio más apto para averiguar la verdad) y, por tanto, susceptibles de reforma, a aquellas reglas procesales que sean incompatibles con principios epistémicos básicos relativos a la adquisición y valoración de pruebas (Ferrer, 2005, pp. 68-73).
Íntimamente conectada con la tesis de la concepción teleológica, entra en escena la última contribución de Ferrer a la que me referiré aquí. Se trata de un esquema o pauta para: 1) diagnosticar la magnitud de las limitaciones jurídicas impuestas al fenómeno probatorio en algún tipo concreto de proceso judicial7 y, con base en ello, 2), diseñar el modelo apropiado de “intervención epistemológica”. Este esquema divide a la actividad probatoria, considerada en abstracto, en tres momentos principales que son: a) el de la conformación del conjunto de elementos de juicio; b) el de su valoración; c) el de la adopción de la decisión final sobre los hechos del caso. Teniendo dicha base, la idea es identificar las normas procesales particulares que inciden en cada una de estas etapas; determinar cuáles entran en conflicto con principios de la epistemología general, y dilucidar la lógica subyacente a las normas epistémicamente deficientes con miras a ofrecer rutas alternas para materializar (o promover) los fines que aquellas persigan –distintos al de averiguar la verdad–, de tal suerte que pueda disolverse la tensión generada con los principios epistemológicos aludidos, cuya observancia es prioritaria (Ferrer, 2007, pp. 41-49 y 66-152).
Hasta aquí mi compacto recuento de las aportaciones de Ferrer a la tradición racionalista.
III. Las aportaciones de la epistemología a la discusión sobre el nivel de suficiencia probatoria
Como se ha dicho, para Ferrer los enunciados del tipo “está probado que ‘p’” (o enunciados probatorios) que en sus sentencias profieren los jueces, se interpretan como afirmaciones de que en el expediente respectivo (o para el caso concreto) “hay elementos de juicio suficientes a favor de ‘p’”. La pregunta que surge en este punto es ¿cuándo son suficientes dichos elementos?
Pues bien, la respuesta suele provenir de una regla procesal que establece lo que se ha dado en llamar el estándar de prueba aplicable al tipo de controversia de que se trate. Dicha regla es sumamente importante ya que su observancia constituye una condición necesaria de la emisión jurídicamente válida de los mencionados enunciados probatorios,8 y debido también a la función de intermediación que aquella desempeña entre el segundo y el tercer momento de la actividad probatoria, es decir, entre la etapa de la valoración de las pruebas (con sus respectivos resultados) y la etapa consistente en la adopción de la decisión final sobre los hechos del caso. Como explica Ferrer, esta función de intermediación es necesaria en virtud de que el resultado de la valoración probatoria que se obtiene en el segundo momento, no implica por sí solo nada respecto de la decisión a adoptar sobre los hechos. Es más, ni siquiera puede darse por descontado que la hipótesis mejor confirmada es aquella que deberá considerarse probada, debido a que, si se toma como ejemplo a la materia penal en la que rigen estándares como los de “más allá de toda duda razonable”, la “convicción íntima” o equivalentes, ello supone que aunque la hipótesis de culpabilidad cuente con el mayor sustento empírico, si ese sustento no es especialmente fuerte, se presumirá la verdad de la hipótesis contraria (la de inocencia) y, por tanto, procederá emitir una absolución (Ferrer, 2013, pp. 27-28).
Ahora bien, un problema serio con las reglas en comento es que suelen recurrir a formulaciones excesivamente vagas de los distintos estándares de prueba. Ello da pie a que reine la subjetividad –y hasta la arbitrariedad– en lo concerniente a determinar si las pruebas aportadas en cada caso particular son o no, de hecho, suficientes para tener válidamente por probados los enunciados a los que aquellas les otorgan apoyo. Por su parte, la subjetividad referida acarrea el problema de la falta de imparcialidad en las decisiones judiciales en el sentido de que no hay garantía de que casos semejantes se resuelvan de modo similar. Esto repercute negativamente en la legitimidad de la que en un momento dado puede gozar la función jurisdiccional, lo cual ya es grave. Sin embargo, la cuestión va más allá del ámbito exclusivo de las cortes, juzgados, tribunales, etc., dado que abona a la disminución de la capacidad motivadora del derecho en general (es decir, a la erosión de su pretendida función de regular las conductas de sus destinatarios). Y es que si no contamos con un estándar probatorio objetivo (o al menos con uno intersubjetivamente controlable) y cognoscible a priori, las decisiones de los jueces no pueden ser previsibles, lo cual impide, en última instancia, que los destinatarios del ordenamiento puedan hacer ajustes o adaptaciones estratégicas a su conducta con base en lo que están en condiciones de anticipar acerca de la reacción que el derecho desplegará (Ferrer, 2013, p. 35).9
La epistemología entra aquí en escena, ya que puede contribuir a la disminución de la subjetividad mencionada haciendo explícitas las condiciones a las que se refieren las frases vagas en que suelen formularse los estándares respectivos, con la ventaja de no apelar a las creencias, convicciones u otros estados mentales del decisor. Echando mano de esta disciplina, Ferrer sugiere que un estándar apropiado para la materia penal (apropiado porque refleja la severidad o el alto grado de exigencia probatoria intuitivo que subyace a estándares como “más allá de toda duda razonable” y equivalentes), podría consistir en la satisfacción de las siguientes condiciones: a) que la hipótesis de culpabilidad sea capaz de explicar los datos disponibles, integrándolos de forma coherente; b) que las predicciones de nuevos datos que dicha hipótesis permita formular hayan resultado confirmadas; c) que hayan sido refutadas todas las demás hipótesis plausibles explicativas de los mismos datos, que sean compatibles con la inocencia del acusado (es decir, que las predicciones que aquellas permitan formular no hayan sido confirmadas), excluidas, claro, las meras hipótesis ad hoc (Ferrer, 2007, pp. 144-152).
Sin embargo, según Ferrer, a la epistemología no le compete fijar o establecer el nivel de suficiencia probatoria deseable o adecuado; no le corresponde ni siquiera inmiscuirse en tales discusiones, pues ésta es una decisión que yace fuera de sus linderos. Considérese lo que el autor en comento dice textualmente en relación con este asunto:
En paleontología, medicina, historia, farmacología, química orgánica o física nuclear son necesarios también estándares de prueba que permitan decidir cuándo una hipótesis en esos ámbitos de investigación puede ser considerada probada. En todos ellos son las respectivas comunidades científicas las que, de manera normalmente informal y no institucionalizada, adoptan un estándar de prueba atendiendo a la ratio entre errores positivos y negativos que se consideran aceptables en esos ámbitos… No es raro, pues, que eso sea necesario también en el ámbito jurídico (Ferrer, 2013, pp. 33-34).
El punto crucial es que la adopción de un estándar específico como política pública “es una decisión que queda absolutamente en el ámbito políticomoral sobre el que la epistemología no tiene nada que decir” (Ferrer, 2013, p. 30). Efectivamente, “la decisión sobre el nivel de suficiencia probatoria no es en absoluto epistemológica. La epistemología nos puede ayudar a delinear un estándar de prueba que refleje correctamente el nivel de suficiencia probatoria que se haya decidido adoptar, 10 pero no nos dice nada sobre el nivel mismo. Esa es una decisión política” (Ferrer, 2013, pp. 31-32).11
A mi juicio, Ferrer está en lo cierto cuando sostiene que a la epistemología no le toca tomar la decisión acerca del nivel de exigencia probatoria que imperará en cierta clase de procesos jurisdiccionales. En efecto, esto incumbe al pueblo (o a sus representantes); y más aun tratándose de áreas tan medulares como la del sistema de enjuiciamiento criminal (Ferrer, 2007, pp. 142-143). Sin embargo, ello no impide que la epistemología incida en el proceso de formación de esta decisión mediante la realización de observaciones, el ofrecimiento de argumentos y la propuesta de metodologías apropiadas, con miras a que aquella se tome en un contexto mejor informado y sea lo más racional posible.
El más amplio papel que atribuyo a la epistemología en este ámbito, parte a su vez de una forma más pragmática de concebir a dicha disciplina. Y es que además de analizar conceptos tales como el de “creencia verdadera”, el de “creencia justificada”, etc., de explicar en qué consiste –o qué significa– que una creencia cuente con cierto nivel o grado de soporte probatorio, etc., y de tratar de refutar al escéptico de que el conocimiento sea posible –lo cual claro está que es importante–, el oficio del epistemólogo puede adquirir otras modalidades. Una de ellas es la que Laudan nos presenta, la cual consiste en determinar si un sistema particular de investigación empírica (como el constituido por las ciencias naturales, las sociales o el mismo derecho, a través de los procesos jurisdiccionales que instaura), cuenta o no con un diseño conducente a la verdad de aquello que indaga (Laudan, 2013a, pp. 23 y 25-33). Se trata pues de establecer si las normas y prácticas que condicionan su manera de proceder, habilitan o no al sistema de referencia a efecto de producir las ansiadas creencias justificadas y (muy probablemente) verdaderas al término de la investigación respectiva.12 A esta vertiente se le conoce como epistemología aplicada y cuando el proceso jurisdiccional (particularmente el proceso penal) es el objeto de estudio, se le denomina epistemología jurídica.
En su propuesta, Laudan distingue entre el núcleo duro y el núcleo blando de la epistemología jurídica. El primero se centra predominantemente en las normas procesales penales que –usando la terminología de Ferrer– inciden en el momento de la conformación del conjunto de elementos de juicio. Su objetivo es que estas normas hagan del contenido de los medios de prueba, de los que finalmente dispondrá el juzgador, los mejores indicadores del estado del acusado; es decir, el más confiable instrumento para establecer su culpabilidad o inocencia genuinas (o materiales). ¿Cómo? Haciendo a dichas normas compatibles con principios epistémicos básicos (como el que establece el requisito de la relevancia como el único filtro pertinente a la hora de decidir sobre la admisibilidad de alguna prueba, el cual colisiona con la presencia de reglas que permiten excluir pruebas sobre la base de supuestos adicionales a su irrelevancia). La idea toral de Laudan al hablar del núcleo duro es, pues, la de contribuir a la disminución del margen de error o, en otras palabras, a la minimización de la frecuencia con la que, en un periodo determinado o considerando una serie más o menos extensa de casos resueltos, el proceso penal comete errores, tanto de condena falsa, como de absolución falsa (o sea, errores “epistémicos”, más que “jurídicos”), mediante el incremento de la riqueza y fiabilidad de los medios de prueba (Laudan, 2013a, pp. 173-208).
Por su parte, aceptando el hecho de que, por más esfuerzos que se realicen y por más medidas que se tomen, un proceso penal en ocasiones producirá los tipos de error antes referidos, al núcleo blando le compete abordar las cuestiones relativas a la forma en que se desea que aquellos se distribuyan, principalmente a través de la fijación del grado de severidad o de exigencia probatoria (o sea, mediante el establecimiento del estándar de prueba respectivo) (Laudan, 2013a, pp. 59-171).13
En lo esencial, Laudan y Ferrer coinciden al explicar que estándares como “más allá de toda duda razonable” (y equivalentes), se implementan porque hay una diferencia entre las estimaciones sociales de los costos atribuidos a los errores que entran en juego en la materia penal. En concreto, la razón es que, dado que las condenas falsas son consideradas más graves (o más costosas) que las absoluciones falsas, se fija un estándar de prueba severo (mucho más exigente que el de la probabilidad prevaleciente), cuya observancia permita disminuir la frecuencia en que ocurren las primeras, en contraste con la frecuencia de las segundas. De ahí que tradicionalmente se conciba al estándar de prueba como un instrumento o mecanismo apto para la distribución de estos errores.
Ahora bien, “más allá de toda duda razonable” es un estándar que, en efecto, disminuye (o tiene el potencial de disminuir) el número de condenas falsas que un proceso penal genera en un periodo determinado (si se le compara con las condenas falsas que se cometerían de regir un estándar menos exigente). Lo que es relevante destacar ahora es la observación de Laudan de que este efecto no es gratuito. El precio que se paga es doble, el cual consiste en el aumento exponencial y desproporcionado de la cifra de absoluciones jurídicamente válidas, pero (probablemente) falsas desde el punto de vista epistémico (como si fuesen irrelevantes o su costo fuese ínfimo) y en el consiguiente incremento desmedido de la cantidad total de errores cometidos (condenas falsas y absoluciones falsas sumadas) (Laudan, 2013a, pp. 103-136).
Sin embargo, en las discusiones al respecto, no es común reparar en las implicaciones del precio vinculado con la implementación de un estándar excesivamente riguroso.14 De hecho, se aboga por propuestas aún más severas, las cuales suelen ir acompañadas de actitudes favorables hacia el empleo de dispositivos o medidas adicionales a la manipulación del estándar de prueba (como el fortalecimiento del régimen de prohibiciones probatorias mediante la ampliación del catálogo de supuestos de exclusión de medios de prueba), que implícitamente vuelven al estándar aludido todavía más exigente.
En este contexto, tener en cuenta la observación que desde el núcleo blando de la epistemología jurídica hace Laudan, se vuelve más apremiante. Es más, este interés en que el estándar de prueba no se fije en un nivel excesivamente demandante puede ser considerado como un objetivo que se alinea con el de minimizar la frecuencia de los errores que un proceso penal puede cometer, propio del denominado núcleo duro.15 Y si esto es así confirmamos que, en efecto, a la epistemología no le corresponde tomar la decisión respecto del estándar de prueba a adoptar, no obstante, sí que le interesa abogar –aunque sea en términos generales– por escenarios distributivos del error que, en contraste con otros resultantes de la operación de estándares cada vez más alejados del de la probabilidad prevaleciente (es decir, en contraste con estándares más y más severos), arrojan un total menor de condenas falsas y de absoluciones falsas, tomadas en conjunto.
En resumen, por las consecuencias comparativamente más reductivas en el total de las decisiones erróneas que ello acarrea, a la epistemología le interesa –presupuesta su preocupación por reducir o minimizar las cifras totales de condenas falsas y de absoluciones falsas en un periodo determinado–, hacer una defensa genérica de estándares inferiores al de “más allá de toda duda razonable” y similares (los cuales, suelen interpretarse como reglas que imponen el requisito de que a la hipótesis de culpabilidad pueda atribuírsele una probabilidad de ser correcta de entre el 90 y el 95% para considerarse debidamente probada).
Antes de cerrar este apartado es conveniente aclarar que, si bien hemos sostenido que a la epistemología jurídica le compete montar una defensa genérica de estándares inferiores o menos estrictos que “más allá de toda duda razonable” y similares, hay que agregar que esos estándares tendrían que ser más exigentes que el de la preponderancia de la evidencia, en virtud de que, como se adelantó desde la introducción, no se está pugnando aquí por pulverizar el beneficio de la duda que justificadamente se desea conceder al acusado, sino por dimensionar adecuadamente dicho beneficio (Laudan, 2013a, pp. 206-208).
IV. Revisión de algunas objeciones a la propuesta previa
A partir de la discusión previa, se podría conceder que, en efecto, en vista de que su objetivo primordial es minimizar los errores que un proceso jurisdiccional (como el proceso penal) puede cometer (en un periodo determinado y tomando en cuenta una cantidad más o menos amplia de casos resueltos), es válido que la epistemología jurídica se inmiscuya en la discusión sobre el nivel deseable de suficiencia probatoria, pugnando porque se implementen estándares menos exigentes que los actuales. Pero el que se le otorgue voz no significa que deban aceptarse, sin más, sus sugerencias. Y ello debido a que todavía puede argumentarse que estándares como “más allá de toda duda razonable” y similares son adecuados si es el caso que reflejen fielmente las estimaciones sociales acerca de los costos de las condenas falsas y de las absoluciones falsas. Es decir, si la sociedad considera tan graves a las condenas falsas al punto de estar dispuesta a tolerar escenarios distributivos en los que por cada una de ellas haya diez (o incluso más) absoluciones falsas, no proceden objeciones a la implementación de los umbrales actuales de exigencia probatoria, aunque se reconozca que estándares menos severos puedan arrojar cifras totales de error inferiores.
Pero, ¿qué pasa si las estimaciones sociales con respecto a los costos en cuestión no se han realizado sobre la base de metodologías adecuadas? ¿Qué ocurre si hemos exacerbado el costo de las condenas falsas e infravalorado el de las absoluciones falsas? ¿Qué sucede si la diferencia (comúnmente considerada enorme) entre los costos de uno y otro error no está justificada racionalmente? Desde su propia concepción de la epistemología jurídica, Laudan se ha preocupado también por estas interrogantes y en ese sentido, en sus trabajos ha desarrollado una crítica a la forma tradicional de calcular el nivel deseable del estándar de prueba penal. En esencia, la crítica es que, si bien para este autor es correcto echar mano de la teoría de las utilidades esperadas para calcular racionalmente el nivel de suficiencia probatoria que debería implementarse, es errónea la forma en que esta teoría se ha usado para tales efectos. Y es que, de acuerdo con Laudan, deben contemplarse no solo las utilidades negativas atribuibles a las modalidades erróneas de la decisión binaria en cuestión –condenar o absolver– (que es lo que tradicionalmente se ha hecho), sino también, las utilidades positivas de las modalidades correctas de aquella. En suma, debe considerarse el panorama completo de utilidades, es decir, tanto los costos vinculados a las condenas y a las absoluciones falsas, como los beneficios atribuibles a las condenas y a las absoluciones verdaderas (Laudan y Saunders, 2009, pp. 410).
Laudan insiste en que la atribución de las utilidades respectivas se haga sobre la base de la información empírica relevante más confiable posible. En este sentido, Laudan (2009, pp. 413) señala que, para el caso de las absoluciones falsas (y de las correspondientes condenas verdaderas que las subsanarían), se podrían tomar en cuenta los resultados de estudios que se enfocan en los llamados “ofensores reincidentes” (seriales o criminales de carrera) a los efectos de intentar determinar más específicamente el costo que para la sociedad representa el liberar a los sujetos referidos mediante una absolución epistémicamente errónea (aunque jurídicamente válida), misma que impide su incapacitación para continuar delinquiendo, al menos por el tiempo que hubieran tenido que estar en prisión (de haberse emitido una condena –probablemente verdadera– en su contra).16 El propósito de Laudan al sugerir la consideración de estudios empíricos confiables en los que pueda basarse la atribución de utilidades no es, por supuesto, el de caer en el extremo de sostener que condenar falsamente a alguien no es más grave que el de absolver al culpable. Al final del día, una condena errónea, además de los costos que ella representa (el daño hecho al inocente, a su familia, etc.), absorbe los de una absolución falsa, en virtud de que su comisión implica que no se capturó al genuinamente responsable del delito en cuestión y consiguientemente, que no se le incapacita para seguir delinquiendo (si se trata de un criminal de carrera), y que no se produce el efecto de desincentivación que supuestamente acompaña a la imposición correcta de penas (al contrario, se manda un mensaje de impunidad). Lo que sí pretende es contribuir a la sensibilización de la ciudadanía (y de quienes toman decisiones de política pública) respecto de las consecuencias negativas que acarrea el liberar a los delincuentes (cosa que es plausible predecir que ocurra frecuentemente, al consentir que se implementen estándares tan demandantes como los que se han comentado).
De hecho, con base en el diseño y aplicación de un test específico, Laudan ha podido constatar (obviamente de manera parcial) que, pese a que superficialmente aprobamos la atribución de utilidades implícita en estándares como “más allá de toda duda razonable” (o distribuciones del tipo 10 absoluciones falsas por cada condena falsa), en el fondo nuestras intuiciones se inclinan por estándares menos severos y consecuentemente, por atribuciones diferentes de utilidad, particularmente en lo que toca a las absoluciones falsas (y a las condenas verdaderas) (Laudan y Saunders, 2009, pp. 18-23). El resultado que la aplicación de este test ha arrojado es que la brecha entre los costos que asociamos a las condenas falsas y a las absoluciones falsas no es tan grande como se suponía, de tal suerte que estándares menos rigurosos (como el llamado “Prueba clara y convincente” que suele interpretarse como la exigencia de que la hipótesis de culpabilidad tenga alrededor del 70% de probabilidades de ser verdadera), parecen reflejar más nítidamente nuestros juicios implícitos acerca de la gravedad relativa de los errores en juego.17
Ahora bien, incluso la mera consideración de la sugerencia de emplear correctamente la teoría de las utilidades esperadas para establecer racionalmente el nivel de suficiencia probatoria apropiado para la materia penal presupone que el interlocutor de Laudan, de entrada, es alguien dispuesto a aceptar que es válido –al menos en este ámbito– tomar en cuenta las consecuencias positivas y negativas de las modalidades correctas y erróneas de la decisión binaria de condenar o absolver. A esta clase de interlocutor se le suele denominar un utilitarista o, más genéricamente, un consecuencialista. Pero, ¿qué ocurre si nuestro interlocutor no acepta este tipo de análisis? ¿Qué sucede si se trata de alguien que asume una posición deontológica al respecto?
El finado Ronald Dworkin fue uno de los autores más representativos de la postura deontológica en materia del estándar de prueba penal. Sus tesis principales al respecto son las siguientes (Laudan, 2011, pp. 279-296).
Condenar al inocente es un daño objetivo (respecto del cual no cabe hacer miramientos, ni entrar en el juego de las politiquerías). Es algo que, desde el punto de vista de la moral, simplemente no se debe hacer.
Por ello, el Estado está irremediable e inexcusablemente obligado a asegurarse de que ha hecho todo cuanto humanamente es posible hacer a efecto de proteger al inocente de una condena falsa.
Implementar el estándar “más allá de toda duda razonable” materializa el cumplimiento de dicha obligación, porque representa el máximo nivel de confianza que como seres humanos falibles que somos, podemos tener de que ciertos hechos contingentes ocurrieron (hechos tales como el que alguien cometió un delito). Es decir, si la certeza absoluta está fuera de nuestro alcance por tratarse de eventos contingentes (para cuya determinación no hay otra opción que recurrir a las imperfectas inferencias “ampliativas” y al razonamiento abductivo), el Estado debe recurrir a lo segundo mejor a su alcance, que es la certeza que resulta de establecer que las pruebas disponibles no dejan espacio para dudar razonablemente de que el acusado es culpable. Implementar este estándar debe hacerse sin importar que ello conlleve dificultades para la prevención y el control del delito (es decir, sin importar que, al operar dicho estándar, se produzcan altas cifras de absoluciones falsas y que, con ello, cuando se trata de ofensores de carrera, el Estado esté creando un riesgo mayor para sus ciudadanos de ser víctimas del delito).
El acusado (inocente y culpable por igual) tiene el derecho inalienable y fundamental a ser juzgado en un proceso en el que esté vigente el estándar “más allá de toda duda razonable”.
No implementar el estándar referido equivale a sacrificar al inocente en pos del bien de otros (como la sociedad en conjunto), lo cual es inaceptable.
En este trabajo no puedo detenerme en las sutilezas de la forma en que Laudan contraargumenta las tesis de Dworkin. Deberemos conformarnos con referenciarlas de manera somera.
En primer lugar, sostiene Laudan (2011, pp. 282-288), el estándar “más allá de toda duda razonable” no representa el mejor esfuerzo que el Estado puede desplegar para proteger al inocente. Siempre es posible pensar en estándares aún más rigurosos (por ejemplo, en lugar de “más allá de toda duda razonable”, se podría exigir que la culpabilidad se deba probar más allá de toda duda, sin mayores calificativos, o que la probabilidad de culpabilidad sea no del 90%, sino del 95%, 97%, 99.99%, etc.), los cuales incluso pueden acompañarse de medidas adicionales para procurar evitar, lo más que podamos, la comisión de errores de condena falsa (medidas como que los jurados deban estar conformados por más de 12 miembros –quizá 24, 36, o más–, junto a la exigencia de unanimidad de votos para condenar, etc.).
En segundo lugar, argumenta Laudan (2011, pp. 301-302), desplegar el mejor esfuerzo que podamos para evitar condenar al inocente es algo que no tiene sentido hacer si no queremos distorsionar el objetivo de la instauración de un proceso penal al punto de desvirtuarlo sin retorno. Dicho objetivo, al menos como originalmente se planteó incluso en las discusiones de la Ilustración, es el de identificar al responsable de perpetrar algún delito e imponerle la pena correspondiente, con lo cual se logra su incapacitación (tratándose de delincuentes reincidentes) y el disuadir a otros de incurrir en infracciones penales similares. Si tomamos en serio la propuesta de desplegar el mejor esfuerzo humanamente posible para evitar que se condene a un inocente y, en este tenor, concebimos al diseño de un proceso penal como un ejercicio entregado plena y exclusivamente a la elaboración e implementación del mayor número imaginable de garantías a favor del reo, ello nos conduce a exonerar prácticamente a cuanto acusado se lleve a juicio, o al menos a tolerar una cifra desproporcionada de absoluciones falsas, con lo cual, el proceso penal no cumple con su finalidad y, más aún, el Estado rompe su promesa de ofrecernos protección contra el delito.
En tercer lugar, afirma Laudan que al suponer que la condena del inocente es peor que la absolución del culpable, quien suscribe una posición deontológica se encuentra adhiriéndose al consecuencialismo por la puerta trasera. Esto es así ya que la comparación de la gravedad de ambos errores es posible solo si se toman en cuenta sus consecuencias. Pero, además, al desechar al consecuencialismo en un momento posterior, el interlocutor deontológico se queda sin herramientas para decidir racionalmente el nivel al que debe establecerse el umbral de suficiencia probatoria. En otras palabras, se queda sin criterios objetivos para elegir si debe exigirse que la hipótesis de culpabilidad exhiba un 90% de probabilidades, un 92%, un 95%, un 99.99%, etc. (Laudan, 2013b, pp. 119-134).
En cuarto lugar, apunta Laudan que, a condición de admitir la plausibilidad de la postura que plantea la justificación de la existencia del Estado como la celebración hipotética de un contrato racional entre éste y sus ciudadanos, no puede sostenerse que el Estado se compromete a ofrecer como contraprestación (a cambio de la obediencia de sus habitantes y de conferirle el monopolio de la violencia), la mejor protección posible en contra de una condena falsa. Una mejor (y más realista) versión del contrato social sería aquella que propone como obligación estatal (y, por tanto, como criterio para evaluar la racionalidad de suscribir el contrato), la de mantener en rangos aceptables el tamaño de cierto riesgo agregado, mismo que a su vez está compuesto por el de ser víctima de un delito (grave) y por el de ser erróneamente condenado, que corren los ciudadanos en general (Laudan, 2011, pp. 248-251). Esto implica que constantemente el Estado habrá de recalibrar sus estándares de prueba en materia penal de conformidad con las dimensiones que tenga el riesgo referido en diversos momentos (que es otra forma de decir que no es inherentemente prioritario reducir alguno de los errores que componen al riesgo agregado) (Laudan, 2011, pp. 252-254). Sin embargo, hay una ruta que, en principio, tendría el potencial de mantener dicho riesgo en valores bajos. Esta estrategia consiste en elevar las cifras de condenas verdaderas que el proceso produce (es decir, condenar a más culpables de los que ahora es posible condenar por la vigencia de estándares tan rigurosos), ya que se ha demostrado empíricamente que hacer esto incide en la disminución de la tasa delictiva (Laudan, 2011, pp. 215-224). También considera este autor que se ha demostrado que, para elevar dichas cifras, lo mejor que puede hacerse es dotar a las normas procesales de un perfil conducente a la verdad. ¿Cómo? Disminuyendo la severidad del estándar de prueba y permitiendo que todas y solo las pruebas relevantes sean admitidas (limitándose así, los supuestos de exclusión probatoria) (Laudan, 2011, pp. 238-241). Pues bien, si se producen más condenas verdaderas se protege mejor a la ciudadanía en contra del delito (porque al menos, hay menos ofensores reincidentes en las calles). Pero, además, ello conduciría a que hubiera menos denuncias y, por tanto, menos investigaciones y menos procesos instaurados, lo cual disminuiría el riesgo del ciudadano de ser erróneamente condenado, en virtud de que, al no ponerse en marcha la maquinaria procesal en tantas ocasiones, se reduce su exposición al riesgo referido. En conclusión, como se dijo, esta estrategia parece apta para reducir las dimensiones de ambos componentes constitutivos del riesgo agregado antes mencionado (Laudan, 2011, pp. 264-269).
V. Conclusión
Sin duda, Jordi Ferrer es uno de los pilares de la que aquí hemos llamado la vertiente iberoamericana o latina de la tradición racionalista de la prueba jurídica. De ello dan cuenta las aportaciones que el autor en comento ha hecho a su consolidación (a las que me he referido brevemente). Sin embargo, creo que para ser más fiel a sus propias premisas, a la tradición racionalista le conviene fortalecer su alianza con la epistemología, particularmente en lo que concierne al difícil problema de establecer el grado de suficiencia probatoria a implementarse en materia penal. Para defender e ilustrar esta postura, me he valido de la visión de Laudan. En efecto, sus propuestas, de ningún modo pueden considerarse definitivas; queda mucho por discutir y analizar.18 Mi única intención al presentar sus argumentos fue la de mostrar que hay otras formas de practicar la epistemología jurídica, las cuales nos permiten, si no refutar del todo, si al menos matizar la tesis de Ferrer de que a dicha disciplina no le corresponde inmiscuirse en los asuntos relacionados con la definición (o establecimiento) del estándar de prueba apropiado para la impartición de justicia en el ámbito penal (es decir, con la forma en que, como sociedad, deseamos que se distribuyan los errores epistémicos previsibles representados paradigmáticamente en este campo por las condenas falsas y las absoluciones falsas).19
Referencias
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Bayón, Juan Carlos, 2010: “Epistemología, moral y prueba de los hechos: hacia un enfoque no benthamiano”. Revista Mario Alario D’Filippo, vol. 2, núm. 4, pp. 630.
Ferrer, Jordi, 2013: “La prueba es libertad, pero no tanto: Una teoría de la prueba cuasibenthamiana”, en Vázquez, Carmen (ed.), Estándares de prueba y prueba científica. Ensayos de epistemología jurídica. Madrid, Marcial Pons, pp. 21-39.
________, 2011: “Apuntes sobre el concepto de motivación de las decisiones judiciales”. Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 34, pp. 87-107.
________, 2007: La valoración racional de la prueba. Madrid, Marcial Pons.
________, 2005: Prueba y verdad en el derecho, Madrid, Marcial Pons.
Gascón Abellán, Marina, 2004: Los hechos en el derecho. Bases argumentales de la prueba. Madrid, Marcial Pons.
González Lagier, Daniel, 2013a: Quaestio Facti. Ensayos sobre prueba, causalidad y acción. México, Fontamara.
________, 2013b: Las paradojas de la acción. Madrid, Marcial Pons.
Laudan, Larry, 2013a: Verdad, error y proceso penal. Un ensayo sobre epistemología jurídica. Trad. de Carmen Vázquez y Edgar Aguilera, Madrid, Marcial Pons.
________, 2013b: “La elemental aritmética epistémica del derecho II: Los inapropiados recursos de la teoría moral para abordar el derecho penal”, en Vázquez, Carmen (ed.), Estándares de prueba y prueba científica. Madrid, Marcial Pons, pp. 119-134.
________, 2011: “El contrato social y las reglas del juicio: un replanteo de las reglas procesales”, en Laudan, Larry, El estándar de prueba y las garantías en el proceso penal. Buenos Aires, Hamurabi, pp. 199-309.
________. 2009. “Taking the Ratio of Differences Seriously: The Multiple Offender and the Standard of Proof, or, Different Strokes for Serial Folks”, disponible en: < http://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=1431616 >
Laudan, Larry y Saunders, Harry. 2009. “Rethinking the Criminal Standard of Proof: Seeking Consensus about the Utilities of Trial Outcomes”, disponible en: < http://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=1369996 >
Taruffo Michele, 2011: La prueba de los hechos. Trad. de Jordi Ferrer, 4ª ed., Madrid, Trotta.
________, 2010: Simplemente la verdad. El juez y la reconstrucción de los hechos. Trad. de Daniela Accatino, Madrid, Marcial Pons.
________, 2008: La prueba. Trad. de Laura Manríquez y Jordi Ferrer, Madrid, Marcial Pons.
Notas
* El trabajo forma parte de los productos académicos derivados del proyecto ConaCyt Cb2010/156846. Una versión preliminar del mismo fue presentada en el Seminario de Profesores del Departamento Académico de Derecho del ITAM y en el Seminario Permanente para la Investigación Jurídica de la UAEMEX. En ambos recibí valiosos y agudos comentarios de parte de sus miembros, que me ayudaron a pulir el texto y a afinar la argumentación. De manera particular, agradezco las observaciones de los profesores Jorge Cerdio, Francisca Pou Giménez, Raymundo Gama, Alberto Puppo, Juan F. González Bertomeu, Rafael Santacruz y Alejandro Wong. Agradezco también las muy pertinentes sugerencias y sofisticadas opiniones de los dictaminadores anónimos de esta contribución.
1 Estos estándares son normalmente interpretados como requiriendo que si se ha de condenar, la hipótesis de culpabilidad debe tener al menos 90% de probabilidades de ser verdadera.
2 Este estándar, en una de sus interpretaciones, suele consistir en el requerimiento de que la hipótesis en cuestión tenga una probabilidad de más del 50% de ser verdadera.
3 Como es sabido, Jeremy Bentham es considerado uno de los principales precursores de esta tradición en el mundo anglosajón (Ferrer, 2013, p. 21). No obstante, dicha aproximación al estudio del fenómeno probatorio no es exclusiva del Common Law, de tal suerte que también en el ámbito romanogermánico encontramos rastros de su influencia, primordialmente en los trabajos de autores como Michele Taruffo (2011; 2010; 2008), Daniel González Lagier (2013a; 2013b), Marina Gascón (2004), y el propio Jordi Ferrer (2013; 2011; 2007; 2005), entre otros. Pero detengámonos un poco en algunas de las ideas de Bentham. Para este autor el proceso debe garantizar la correcta aplicación del derecho sustantivo. Por su parte, garantizar la correcta aplicación del derecho presupone que el proceso se asegure de que todos y solo los infractores de las normas jurídicas sean sancionados, lo cual a su vez requiere que lo que se declare probado en el proceso coincida con la verdad de lo ocurrido, es decir, que los enunciados declarados probados sean verdaderos y que los enunciados falsos no sean declarados probados. Partiendo de las premisas previas, según Bentham, la mejor forma de alcanzar el objetivo de averiguar la verdad es mediante una metodología natural para obtener conocimiento, propia del sentido común y de la epistemología general y no a través del derecho probatorio que, en la época del autor, estaba básicamente conformado por un conjunto de reglas de exclusión de evidencia que limitaban las posibilidades de conocimiento de los hechos. De ahí la configuración de una postura abolicionista respecto del derecho procesal probatorio, típica de la tradición racionalista (Ferrer, 2013, p. 22). En esta línea, para Bentham el derecho procesal no debe contener “ninguna norma que excluya testigos o pruebas; ninguna norma sobre el peso o el quantum de la prueba; ninguna norma vinculante sobre la forma de presentación de la prueba; ninguna restricción artificial sobre los interrogatorios o el razonamiento probatorio; ningún derecho de silencio ni privilegios de los testigos; ninguna restricción al razonamiento que no sean las propias del razonamiento práctico; ninguna exclusión de pruebas excepto si son irrelevantes o superfluas o si su presentación supone perjuicios, gastos o retrasos excesivos en las circunstancias del caso específico” (Ferrer, 2013, p. 23).
4 Con base en lo expuesto, Ferrer perfila una noción de prueba jurídica íntimamente vinculada a la aceptabilidad de la verdad del enunciado declarado probado (es decir, a tenerlo por –o a asumirlo como– verdadero). Aceptabilidad que, por su parte, está fundada en la suficiencia de los elementos de juicio a favor de ‘p’, disponibles en el expediente. En otras palabras, “está probado que ‘p’” significa que el juzgador ha considerado a ‘p’ como un enunciado verdadero (y, por tanto, susceptible de incorporarse como la premisa fáctica de su razonamiento decisorio), porque a ello apuntan suficientemente los medios probatorios obrantes en la causa.
5 En otras palabras, la tesis de la verdad formal se ubicaría en el centro de dos posiciones extremas, la que establece una relación demasiado fuerte y la que entabla una demasiado débil (o incluso, inexistente) entre prueba y verdad.
6 Podemos decir entonces que la tesis de la verdad formal solo aparenta establecer una conexión sólida –aunque no tan fuerte como la de la conexión conceptual–, entre prueba y verdad, ya que en realidad se trata de una forma más sutil o sofisticada de optar por el primer cuerno del dilema en cuestión; es decir, de rechazar toda liga entre ambas.
7 La magnitud de estas limitaciones puede variar de tradición jurídica a tradición jurídica (por ejemplo, entre el Common Law y el Civil Law), de sistema a sistema (por ejemplo, entre el derecho procesal mexicano, el argentino, el colombiano, etc.) y de rama a rama del derecho (derecho penal, civil, familiar, etc.). Por ello es conveniente elaborar análisis específicos de cada situación.
8 En otras palabras, que el estándar de prueba haya sido satisfecho es una condición de verdad del enunciado que afirma que en el expediente hay elementos de juicio suficientes a favor de ‘p’.
9 En suma, si el sistema jurídico no brinda a sus ciudadanos elementos para saber a qué atenerse cuando obedecen o desobedecen, no parece tener sentido que sus normas se tomen en cuenta al decidir sobre el curso de acción a adoptar.
10 Tal y como Ferrer lo muestra al proponer las condiciones que un estándar de prueba penal tendría que exigir (Ferrer, 2007, pp. 144-152).
11 Por ello es que Ferrer (2013) se refiere a su propuesta como una “teoría de la prueba cuasibenthamiana”. La califica así porque, desde su perspectiva, el ideal al que aspiraba Bentham consistente en entregar a la epistemología o a la racionalidad empírica general la tarea de suministrar la totalidad de principios y pautas aplicables a toda la actividad probatoria en un proceso judicial, solo puede materializarse de manera parcial. Y ello es así debido a que la existencia de un criterio de suficiencia probatoria que rija la fase de la adopción de la decisión final sobre los hechos, es necesaria y debido a que la decisión de qué criterio establecer constituye un pronunciamiento políticomoral en el que la epistemología no tiene cabida.
12 Nótese el paralelismo con la propuesta de Ferrer de tomar al objetivo de averiguar la verdad como el punto de partida para evaluar la racionalidad instrumental de las normas procesales que inciden en los distintos momentos de la actividad probatoria.
13 Para usar la terminología de Ferrer, el núcleo blando de la epistemología se centra preponderantemente en las normas jurídicas que inciden en el tercer momento de la actividad probatoria; es decir, en la fase de adopción de la decisión final sobre los hechos del caso.
14 Consideramos incluso que ni siquiera el propio Ferrer toma nota adecuadamente de las consecuencias derivadas de la implementación de este tipo de estándares.
15 En otras palabras, consideramos que el núcleo blando de la epistemología jurídica planteada por Laudan no es otra cosa que una extensión del interés primordial del núcleo duro.
16 Según los cálculos de Laudan, que a su vez están basados en el estudio de Blumstein, cada absolución falsa en el caso de delincuentes seriales fomenta indirectamente la comisión de 36 delitos (entre ellos 7 graves) por un periodo de 3.6 años (que equivale a la pena que les habría correspondido) (Laudan, 2009).
17 Sin entrar en los detalles específicos del test referido, éste consiste en plantear a los sujetos el siguiente escenario: “A Usted le han donado cien mil dólares libres de impuestos. Puede quedarse con la suma entera y disponer de ella como quiera, o bien, puede gastar parte, o todo, del modo que sigue: Por un lado, frente a Usted se encuentra una persona absuelta de un homicidio que en realidad cometió. En otro cuarto, se encuentra otra persona que ha sido sentenciada erróneamente a 15 años de prisión por el delito de homicidio. Suponga que hay un “sabio” que puede distinguir entre los acusados inocentes y los culpables y que tiene el poder de revertir las decisiones del sistema. ¿Cuánto sería lo máximo que estaría dispuesto a pagar para remediar cada fallo erróneo? Es decir, ¿cuánto sería lo máximo que pagaría para que el “sabio” cambiase el fallo absolutorio falso por una condena verdadera, y cuánto sería lo máximo para que cambiara la condena falsa por una absolución verdadera?” (Laudan y Saunders, 2009, p. 18).
18 Para una crítica al proyecto de epistemología jurídica de Laudan, véase Aguilera, 2013.
19 De hecho, me parece que al exponer algunas de las ideas de Laudan he mostrado que la epistemología no solo puede incursionar en el ámbito de la discusión sobre el mejor estándar de prueba a implementarse en la materia penal, sino también, que ella es capaz de proponer argumentos relevantes para el problema de la legitimidad o justificación de la autoridad política (que es una de las discusiones de moral política por excelencia), en los cuales, la averiguación de la verdad –aunado a su objetivo gemelo de reducir el error–, como función o interés principal (no exclusivo) del proceso penal, desempeña un papel central.
Notas de autor
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