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La “Buena Fe Contractual” como una noción ética. Una reconstrucción desde la Filosofía del Derecho de Hegel
The “Contractual Good Faith” as an Ethical Notion. A Reconstruction from Hegel’s Philosophy of Right

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 60, 2024

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Gissella López Rivera

Universidad Diego Portales y Universidad de Chile, Chile

Recibido: 01 agosto 2023

Aceptado: 07 noviembre 2023

Resumen: Si bien la doctrina civil ha destinado grandes esfuerzos a analizar la buena fe contractual y sus alcances, pocos de ellos ofrecen un fundamento filosófico-jurídico a su inclusión en la ejecución de los contratos. Este artículo propone fundar dicha noción con ayuda de las herramientas conceptuales de la Filosofía del Derecho de Hegel. Se la calificará como un dispositivo jurídico que incorpora al contrato el contenido normativo que la voluntad libre genera en los diferentes momentos de su desarrollo. Gracias a la buena fe el contrato podrá contar como un instrumento adecuado en la esfera de lo que Hegel llama eticidad. En este sentido, el trabajo propone asumir a la buena fe como el mecanismo aglutinador del contenido normativo del contrato. Por una parte, asimilará las estipulaciones expresadas por las partes –qua persona y sujeto– en las esferas de los llamados derecho abstracto y moralidad (buena fe interna). Por la otra, incorporará el conjunto de actitudes o prácticas normativas de los miembros de una sociedad –qua agentes de mercado– propios de la eticidad (buena fe externa). En consecuencia, el contrato tiene un doble nivel de ajuste normativo. Uno relativo a qué prestación se debe y otro relativo a cómo debe ser satisfecha esa prestación. De este modo, este artículo no asume que la buena fe pueda generar para las partes obligaciones más allá de lo estipulado en el contrato, pues tiene una función adverbial.

Palabras clave: buena fe contractual, contratos, filosofía del derecho, eticidad, Hegel, prácticas sociales, derecho privado.

Abstract: Although the private law scholarship has devoted great efforts to analyze good faith in contracts and its scope, few of them offer a philosophical-legal basis for its inclusion in the execution of contracts. This article proposes to ground this notion with the help of the conceptual tools from Hegel’s Philosophy of Right. Good faith will thus will qualify as a legal device that incorporates into the contract the normative content that the free will generates in the different moments of its development. Thanks to good faith the contract could count as an adequate instrument in the sphere of what Hegel calls ethicality. In this sense, the paper proposes to assume good faith as the mechanism binding altogether the normative content of the contract. On the one hand, it will assimilate the express terms of the parties –qua person and subject– in the spheres of the so-called abstractlaw and morality (internal good faith). On the other hand, it will incorporate the set of normative attitudes or practices of the members of a society –qua market agents– proper to ethicality (external good faith). Consequently, the contract has a two-tier normative adjustment. One relating to what performance is due and the other relating to how that performance must be satisfied. Thus, this article does not assume that good faith can generate obligations beyond what is stipulated in the contract for the parties, because it has an adverbial function.

Keywords: contractual good faith, contracts, philosophy of Law, Hegel, ethical life, social practices, private law.

La buena fe es un principio general del derecho y tiene gran relevancia en la interpretación de las estipulaciones contractuales. Si bien la literatura jurídica ha destinado grandes esfuerzos a analizar este concepto y sus alcances para el derecho, pocos dan cuenta de dicha noción desde una consideración filosófica. Este artículo ofrece un fundamento filosófico-jurídico de la buena fe en las relaciones contractuales a la luz de la Filosofía del Derecho de Hegel. Con ello se propondrá que el artículo 1546 del Código Civil chileno, que hace referencia a la buena fe, no establece nuevas obligaciones para las partes. Más bien ilumina la manera en la que el contenido normativo del contrato debe ser asumido por las partes y el juez.

Se propondrá que la buena fe contractual tiene dos dimensiones, una interna y otra externa y ambas deben ser consideradas por las partes y el juez a la hora de determinar el cumplimiento de las obligaciones nacidas del contrato. Su función es aglutinar como contenido normativo del contrato los aspectos que consideran los momentos del derecho abstracto –el co-contratante reconocido como una persona igual a la otra–, la moralidad –el propósito de cada parte, en tanto sujeto– y la eticidad –las prácticas sociales de los agentes de mercado.

Se comenzará dando cuenta de lo que la doctrina clásica del derecho privado ha dicho de la buena fe y de cuál es la función que se le asigna en el Código Civil chileno. Luego se explicará el lugar que ocupa el contrato en la Filosofía del Derecho de Hegel, para lo cual se ofrecerá una explicación sucinta de la relevancia de la libertad y la voluntad en esa obra y de cómo Hegel estructura una conformación de la voluntad libre en cada una de las esferas que distingue. La tercera parte reconstruirá una noción de la buena fe contractual, entendiéndola como un concepto bidimensional a la luz de la Filosofía del Derecho y propondrá una aplicación de esta noción al derecho de los contratos chileno.

I. Caracterizaciones generales de la buena fe contractual en el derecho privado

Es generalmente entendido que la buena fe en el derecho privado permite explicar la confianza legítima y el deber de lealtad. También se apela a ella para fundar la responsabilidad precontractual en la etapa de negociación de los contratos, la necesidad de una voluntad exenta de vicios y, también, la responsabilidad cuando no se observa la máxima alterum non laedere.

En el derecho de los contratos la buena fe está contenida generalmente en el derecho codificado. Nombrando solo algunas disposiciones, se encuentra en el § 242 del Código Civil alemán (BGB), en los artículos 1134 y 1135 del Código Civil francés, 1285 del Código Civil español y, como sistematiza Fueyo, en los artículos 1375 (ejecución de buena fe), 1366 (interpretación de buena fe) y 1117 (comportamiento con arreglo a la corrección) del Código Civil italiano (Fueyo, 1990, p. 152). En el derecho estadounidense, la sección 205 de Restatement (Second) of Contracts dispone que “todo contrato impone a cada parte un deber de buena fe y trato justo en su cumplimiento y ejecución” (Benson, 2019, p. 156).

Si bien la doctrina civil en general considera a la buena fe como un principio fundamental de su propio orden (Fueyo, 1990, p. 145) o la norma más importante del derecho de los contratos o de las obligaciones o de todo el derecho privado (Hesselink 2011, p. 620), exponentes de esta misma disciplina comprenden que no es únicamente una creación de los juristas (Hernández, 1980, p. 173). Ella se encuentra “entre las creencias-ambiente” y en “nuestra disciplina [el derecho civil] es sin duda un fenómeno jurídico de connotaciones multidireccionales y por lo mismo de aplicaciones numerosas” (Fueyo, 1958, p. 267).

Betti la califica como “un concepto y criterio valorativo que no está forjado por el Derecho, sino que el Derecho lo asume y recibe de la conciencia social, de la conciencia ética de la sociedad, para la que está llamado a valer” y agrega que está sustentado por las prácticas de relación que construimos, pues en toda comunidad existe un “complejo de exigencias, que una comunidad históricamente determinada de seres humanos, impone a aquellos que la forman” (1969, p. 70). En la misma línea, Bonfante la entiende como una noción ética (1893, p. 94).

Generalmente se distingue entre buena fe subjetiva y objetiva (Hesselink, 2011, p. 619), sin perjuicio de que algunos autores niegan la distinción y postulan una idea unitaria de la buena fe (véase, Hernández, 1987, pp. 548-577). Díez-Picazo observa que la primera “significa honradez subjetiva de una persona”, una creencia, equivocada, pero excusable, “de que la conducta que realiza o ha realizado no va contra derecho; y, en una segunda acepción, alude a una serie o conjunto de reglas objetivas de la honradez en el comercio o en tráfico jurídico” (2007, p. 60).

Hesselink la califica como un concepto normativo y una norma abierta, ofreciendo un buen resumen de las posiciones doctrinarias:

A menudo se dice que la buena fe está relacionada de algún modo con los estándares morales. Por un lado, se dice que es un estándar moral en sí misma, un principio ético-jurídico; la buena fe significa honradez, franqueza, lealtad, etcétera. Frecuentemente se dice que el estándar de la buena fe básicamente significa que una parte debe tener en cuenta el interés de la otra parte. Por otro lado, se dice que la buena fe es la puerta por la que los valores morales entran en el derecho (2011, p. 621).

Como es un concepto que se incorpora a una disposición sin mayor precisión, se la califica como una regla abierta, habiendo consenso en la necesidad de que ese concepto sea concretizado, especialmente, por el órgano adjudicador. En este sentido es de relevancia la triple función que Wieacker asignara al § 242 del BGB y a la labor del juez –asignación que hace Wieacker, según Hesselink, asimilando las funciones de la buena fe a las que Papiniano atribuía al derecho pretorio (2011, p. 626). Wieacker distingue entre la actuación judicial (i) limitada a la concreción de la legislación (officium iudicis), (ii) con mayor libertad como máxima de conducta ético-jurídica, praeter legem (exceptio doli) y (iii) la aplicación contra legem como medio de ruptura ético-jurídica del derecho (creación judicial innovadora) (1977, pp. 51, 52-74). En otras palabras, la labor sería interpretar, suplementar y corregir el contrato (Hesselink, 2011, p. 626; en Chile, Campos, Munita y Pereira, 2022, p. 189).

Todo lo dicho da cuenta de que la buena fe es un concepto profusamente aplicado y que no ha sido fijado como concepto ni principio de modo claro por el derecho civil (Fueyo, 1990, p. 164).

El artículo 1546 del Código Civil chileno contempla expresamente la buena fe y reza:

Los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la costumbre pertenecen a ella.

La opinión general es que este artículo fusionó el inciso 3° del artículo 1134 y el artículo 1135 del Código Civil francés (Claro Solar, 1971, p. 495; Fueyo, 1990, p. 152).1 Guzmán Brito apunta a que las cosas –en el Code "suites”, esto es, “consecuencias”– que emanan de la naturaleza de la obligación serían aquellas nacidas “del ser, estructura u organización de cada obligación” pudiendo de ellas “derivarse algo no declarado, pero que resulta necesario para la total satisfacción de la prestación obligacional de que se trata” (2002, p. 11). Agrega que la expresión “cosas que por la costumbre pertenecen a la obligación” contiene una “remisión genérica y abierta a la costumbre” permitiendo incluir ciertas cosas que “resultan vinculantes merced a la buena fe con que todo contrato debe ejecutarse” (2002, p. 19).

En este sentido Claro Solar opina que esta disposición permite considerar una referencia tácita de las partes a los principios admitidos por la equidad según la ley, la costumbre y la naturaleza del contrato (1979, pp. 495-496).

Este trabajo se posiciona en este punto, proponiendo que la buena fe permite, por mandato legal, enriquecer el contenido explícito del contrato incorporando las prácticas normativas-contractuales de la específica comunidad de contratantes. De este modo las partes pueden entenderse obligadas a lo que razonablemente cada tipo de contrato exige según su voluntad, la ley, la costumbre y la naturaleza de la obligación. Con ello se rechaza la idea de que la buena fe genera nuevas y directas obligaciones para las partes, pues, la función aglutinadora de normatividad de la buena fe se da adverbialmente, como se explicará. La buena fe es, bajo la mirada de la Filosofía del Derecho, el dispositivo jurídico que va reflejando la incorporación normativa de los tres momentos del desarrollo de la voluntad propuestos por Hegel.

II. El contrato en la Filosofía del Derecho

Para hacer comprensible la función de la buena fe contractual a la luz de la Filosofía del Derecho se explicará someramente el rol que juega el contrato en la estructura del pensamiento de Hegel.

A. Las esferas del derecho abstracto, la moralidad y la eticidad

Hegel describe al derecho como “la existencia de la voluntad libre” (§ 29).2 La libertad es al mismo tiempo “un conjunto y (..) un proceso de determinaciones de la voluntad” (Giusti, 2012, p. 611), conexión que se muestra en el § 4:

el cuerpo del derecho es en general el espíritu y su lugar más próximo y punto de partida la voluntad, la cual es libre. (…) el sistema del derecho es el reino de la libertad realizada, el mundo del espíritu producido a partir de sí mismo como una segunda naturaleza.

La realización o desarrollo de la voluntad libre como idea se despliega en tres esferas: derecho abstracto, moralidad . eticidad (§ 33). Ellas se vinculan dialécticamente, de modo que solo superándose una respecto de otra y en conjunto todas, es posible que la voluntad esté totalmente determinada (Giusti, 2021). En la obra de Hegel

la “identidad del sujeto” se concibe solo por medio de la estructura global de determinaciones del concepto de la voluntad. Esta estructura está compuesta (…) de tres momentos: la “universalidad”, la “particularidad” y la “singularidad”, que se relacionan entre sí por medio de un movimiento dialéctico de superación (Giusti, 2012, p. 619).

Es importante comprender que la superación de cada esfera para determinar el concepto de voluntad no implica disolver las anteriores, pues cada una es parte del todo, conservándose estas en la superación –tercer momento– sin desaparecer (Arndt, 2015, p. 26). Como explica Benson, las diferentes fases de desarrollo de la voluntad “son actualizadas como distintas, pero conectadas en realidades normativas”. Cada una encarna etapas de su desarrollo e “integra y completa la etapa previa” (1989, p. 1149).

La voluntad comienza siendo universal, en tanto capacidad de autodeterminación ilimitada, en el derecho abstracto (§ 5). Luego se dota de contenido concreto, de particularidad, en la moralidad (§ 6). Finalmente llega a ser verdadera universalidad, singularidad o universalidad concreta (Arndt, 2015, p. 26; Giusti, 2012, p. 619) en la eticidad (§ 7). Este último momento es totalidad y solo puede darse en un orden positivo, vinculante y de carácter general. En la eticidad el individuo pertenece “a una comunidad solidaria de valores e instituciones (su sustancia)” (Giusti, 2012, p. 619), en la que lo particular es reconducido hacia la universalidad concreta, sin estar en oposición a lo singular y particular (Arndt, 2015, p. 27).

1. El derecho abstracto, la propiedad y el contrato

En esta primera fase Hegel analiza el derecho de propiedad, el contrato y el injusto. El concepto de persona que caracteriza al derecho abstracto es el punto de partida del desarrollo de la voluntad en la obra de Hegel (Quante, 2004, p. 82).

La idea de abstracción consiste en prescindir, conceptualmente, de todo contenido material. Es decir, en esta fase los individuos tienen la “facultad de saberse a sí mismos como no determinados por las inclinaciones o circunstancias externas”, una “actividad negativa de distinguirse uno mismo de cualquier cosa que uno llegue a querer” o condición en la que se encuentre (Benson, 1989, p. 1161).

Es un concepto formal de personalidad que significa libertad, concebida “como pura capacidad o posibilidad de espontaneidad, una capacidad aislada de intereses materiales, talentos e instrumentos a través de los cuales llega a ser actualizada” (Brudner, 1991, p. 135).

En el derecho abstracto la voluntad se realizará, primeramente, a través de las cosas del mundo exterior, dejando de estar ensimismada para constituirse en persona. Al depositarse la voluntad en las cosas externas se convierte el individuo en propietario y posteriormente en contratante. Como explica Mizrahi, “la categoría de persona des- cansa sobre una estructura doble de legitimidad”: “la estructura autorreflexiva del yo y el reconocimiento intersubjetivo” (1996, pp. 88-89). La autorreflexión se genera en un primer momento mediante la “experiencia del yo”. Es un yo referido a sí mismo, con la consecuencia de que “[e]sta capacidad abstractiva faculta al yo para eludir toda relación causal proveniente del mundo natural y así, en lo que a la determinación de su acción respecta, no verse forzado a actuar de tal o cual manera según circunstancias dadas” (Mizrahi, 1996, p. 91).

En esta primera estructura autorreflexiva la voluntad libre se actualiza en la propiedad. La condición de propietario es consecuencia de la capacidad que tiene esa voluntad autorreflexiva de apropiarse de las cosas externas. El ser humano es propietario en tanto es vehículo de realización de la voluntad racional o del espíritu (Taylor, 1975, p. 428).

La relevancia de la propiedad en esta estructura radica en que es, desde el punto de vista de la libertad, su primera existencia (§ 45). Esta libertad es de acción, arbitrio puramente formal, pudiendo decidir aceptar o no una acción o una norma.

La calidad de propietario se despliega, a su vez, en tres momentos: la posesión, el uso y la negación de la cosa. La persona tiene el derecho absoluto a apropiarse de las cosas externas que no pertenezcan a otras porque, precisamente, carecen de fines inherentes. Derivan su determinación y alma de la voluntad de algo diferente a ellas, esto es, de la voluntad de quienes se las apropian (§ 44; Benson, 1989, p. 1164).

La posesión, como expresión de la propiedad, es el poder que sobre una cosa se tiene (§ 45). Es un momento constitutivo de la voluntad racional que llega a ser objetiva para esa persona. De este modo, la propiedad es caracterizada por Hegel en el derecho abstracto como “privada” (§ 46) y conceptualmente no distributiva (Benson, 1989, p. 1177). La toma de posesión se manifestará (§ 54) inicialmente en la aprehensión material de la cosa (§ 55), luego en el acto de darle forma, modificándola si es necesario (§§ 55-57), y, finalmente, en el de marcarla como propia, acto simbólico de la voluntad del poseedor (§ 58).

Sin embargo, los momentos explicados son deficitarios para alcanzar la determinación de la voluntad: requieren ser complementados con el reconocimiento del poseedor como propietario de esa cosa. Por una parte, es necesario que el poseedor se reconozca a sí mismo como propietario y, por la otra, que los demás reconozcan en aquél la condición de propietario de esa cosa. Este doble y coincidente reconocimiento solo será alcanzado con la enajenación y la consecuente adquisición de la cosa por otro. Para lograrlo está el contrato.

Si bien en esta etapa se consigue un cierto grado de actualización del estatus de persona, éste se remite únicamente a una capacidad: la de ser y actuar como sujeto de derecho, siendo la personalidad el requisito formal de un poder-competencia consistente en ser dueño de cosas externas y ser reconocido como tal (como sujeto de derecho) por otros de modo recíproco (Kervégan, 2018, p. 76). Porque es abstracto le podrán ser adscritos derechos de cualquier tipo. Esos derechos serán los de poder apropiarse de las cosas, celebrar contratos y cometer actos criminales (Quante, 2004, p. 81). De ahí que los derechos subjetivos solo pueden adscribirse a personas y el derecho abstracto tiene, en palabras de Benson, prioridad lógica para el derecho mismo (1989).

El derecho subjetivo permite la “realización de la libertad en el sentido específico de que yo puedo correctamente reclamar [claim] que mi querer sea respetado por otros” (Quante, 2004, p. 138). Quante agrega que para que la voluntad universal pueda permitir la existencia del derecho positivo se requiere que (i) los demás puedan distanciarse de sus propios y concretos deseos y (ii) que el contenido del querer de otro tenga forma inteligible, racional y universal. Así el contenido de lo querido no colisionará con el estatus de persona ni con las alegaciones correctas de otros (Quante, 2004, p. 138).

Esto es lo que expresa la máxima del derecho abstracto contenida en el § 26 “sé una persona y respeta a todos los otros como personas”. Pinkard aclara que esta libertad no es un derecho a la libertad de elección, sino solo a no ver destruida o dañada la personalidad, es una pretensión negativa. Pinkard, al preguntarse por qué el respeto por las personas es solo un derecho abstracto, caracteriza el concepto de persona en el derecho abstracto del siguiente modo:

[el derecho abstracto] no identifica qué cuenta al respecto [como persona]. Este es aplicable, sin embargo, a todas aquellas entidades que satisfacen el criterio de ser personas. Personalidad, entonces, no es meramente una categoría descriptiva, sino también una evaluativa. […] Ser una persona entonces es mínimamente tener derechos abstractos, los que conciernen a lo que es necesario para respetar la personalidad de uno (Pinkard, 1986, p. 216).

Si la posesión es un poder sobre la cosa, la propiedad es la voluntad exteriorizada. De este modo, para que la persona P sea propietaria de la cosa c no basta que solo P lo asuma. Primeramente, para demostrar que su voluntad no se ha identificado con la cosa –y en definitiva mostrar su libertad– P debe poder desprenderse de c, “negarla”, mediante su abandono o enajenación (§ 65). Pero, en segundo lugar, dado que “la propiedad pertenece a una persona en cuanto reconocida por los otros, ella no puede ser nunca una cualidad interna del individuo previo a su reconocimiento por los otros. Si la posesión remite al individuo, la propiedad remite a la sociedad” (Avinere en Mizrahi, 1996, p. 109). El contrato es la herramienta que genera este reconocimiento intersubjetivo, segundo pilar que identificaba Mizrahi, “[p]ues es en la interacción con los otros, en la acción (Handlung), donde se configura la voluntad libre” permitiendo el desarrollo de toda forma de autoconciencia (Mizrahi, 1996, p. 103).

Los contratos son una manifestación objetiva de la libertad (Kervégan, 2018, p. 83) y fungen como un instrumento de mediación entre la voluntad del propietario –pues la propiedad solo existe como una relación entre la voluntad de esa persona y la cosa– y la voluntad de un otro.

La radical importancia del contrato en la Filosofía del Derecho se expresa en el § 71. Hegel identifica a esta mediación entre voluntades (“Diese Beziehung von Willen auf Willen”) como el fundamento propio y verdadero bajo el cual la libertad cobra existencia. La razón es que esta relación logra que la propiedad no sea solo la mediación entre una voluntad (la del titular del derecho) y una cosa (el objeto sobre el cual recae el derecho) –que sería deficitaria dada su unilateralidad–, sino que junta una voluntad (la del titular del derecho) con otra voluntad, que pertenece a un grupo social que reconoce al primero como propietario y por eso puede adquirir la cosa de aquél. Entre ambos se genera una voluntad común, que es el consentimiento contractual.

El reconocimiento en estos términos presupone que el propietario de la cosa sigue siendo una voluntad diferente de la cosa y que su derecho de propiedad tiene existencia externa (§ 71).

El derecho abstracto define la “relación abstractamente universal entre humanos y la naturaleza material”. La abstracción “garantiza la validez universal de sus principios: porque es abstracto, este derecho no pertenece a tiempo ni espacio alguno” (ambas citas, Kervégan, 2018, p. 35). Sin embargo, es insuficiente para determinar la voluntad libre al no poder dotar de contenido a la libertad para que esta sea objetiva.

2. La moralidad

En esta esfera Hegel se ocupa de nuestra condición de agentes morales, a los que denomina sujetos. Cabe aclarar que el paso del derecho abstracto a la moralidad no es como en Kant, según propone Brudner, un paso desde una “doctrina de derecho a una autocontenida doctrina del bien” o un salto desde “la teoría del derecho a la teoría de la virtud” (Brudner, 1991, p. 144).3

En este estadio la conciencia alcanza un mayor grado de universalidad en su particularidad, pues el “sujeto se sabe a sí mismo como una unidad del universal querer gobernable por reglas –las demandas por moralidad” (Quante, 2018, p. 130). La voluntad elige, decide, pero no simplemente bajo una idea de libertad de elección, sino de autodeterminación: “el ser [self] ha interiorizado intereses y proyectos específicos como expresiones de su pura capacidad para la acción intencionada, necesaria para la posterior autorrealización” (Brudner, 1991, p. 145).

En esta dimensión se tematiza el concepto de acción. La acción (Handlung) no es un acto o actividad instanciada, un hecho (Tat), sino que “se refiere a un plan hecho por una subjetividad guiada por una norma o por una configuración normativa” (Kervégan, 2018, p. 301) y por ello, objeto de un juicio de imputación (véase, Mañalich, 2023, p. 190). En el derecho abstracto la acción era voluntaria, acá es intencional, está presente el punto de vista del sujeto. “[L]a esencia de la personalidad se alcanza precisamente en esta capacidad de desplegar o exteriorizar lo interior, para transformar la existencia a la luz de un proyecto autoconscientemente alcanzado” (Brudner, 1991, p. 145). La acción es –y sólo tiene lugar en– la “exteriorización de la voluntad como voluntad subjetiva o moral” (§ 113) y contiene entre otras determinaciones el “α) ser sabida como mía en su exterioridad”, cuestión que interesa para el desarrollo de la noción de buena fe interna que acá se propone.

El que la acción sea sabida como mía se denomina el “derecho del saber” (Mañalich, 2023, p. 196). Este derecho del saber implica atribuir a “la voluntad que actúa y que dirige sus fines hacia una existencia previamente dada” una capacidad de representarse “las circunstancias en que aquélla se encuentra” (§ 117). Permite que un hecho del agente cuente como su acción y, en consecuencia, “sólo tenga responsabilidad sobre aquello que ella [la voluntad] sabía en su fin acerca del objeto presupuesto, es decir, lo que estaba en su propósito” (§ 117). En términos del derecho civil, la “intención” del deudor, expresada al momento de perfeccionar el contrato, determina aquello a lo que se obliga y le es exigible. En términos de Hegel, su intención determina aquello que puede serle “imputado como responsabilidad de la voluntad” (§ 117).

Siguiendo a Mañalich, el propósito “tendría el carácter de una actitud puramente ‘cognitiva’ –o más precisamente doxástica–, consistente en una creencia del agente, especificable en cuanto dotada de un determinado contenido y referida a lo que él está en proceso de hacer” (2023, p. 194). La razón de por qué la moralidad no es el estadio final de la determinación de la voluntad libre es explicado por Taylor. Él problematiza porqué el individuo, al determinarse a sí mismo dándole a su voluntad un contenido racional y universal –conformándola con una razón universal–, no pueda alcanzar esa determinación de manera aislada, con su sola particularidad. Agrega que “la demanda por moralidad” es lo que hace que el sujeto llegue a reconocer que está bajo la obligación de una razón universal del querer, simplemente por ser un ser humano, proceso caracterizado por el hecho de que el sujeto se realiza a sí mismo a través de su propia razón, sin que sea suficiente hacer lo correcto. Esto es, “[s]i el requerimiento es que yo conforme mi voluntad a una razón universal, entonces yo debo no solamente hacer lo que es correcto, sino querer lo correcto como lo correcto” (Taylor, 1975, p. 430). Sin embargo, para Hegel el concepto de voluntad racional aislada –la voluntad de un individuo– es vacío, se queda en el puro deber (Sollen) o en lo puramente interno.

No es posible derivar un contenido de la noción de deber del solo deber, pues sería únicamente universalidad abstracta, “[t]iene, por lo tanto, como determinación la identidad carente de contenido, lo positivo abstracto, lo que no posee determinación” (§ 135). El giro de Hegel es incorporar a la comunidad: “[e]l contenido de la voluntad racional es lo que la comunidad requiere de nosotros. Este es entonces nuestro deber. Él no es derivado desde una razón formal, sino desde la naturaleza de la comunidad” (Taylor, 1975, p. 430). Es nuestra vida en sociedad la que nos exige alcanzar y permite realizar esa razón universal, marcada por el cumplimiento de la razón como fin.

La moralidad como momento del desarrollo de la voluntad es importante, pues en esta esfera aparece el propósito del sujeto en tanto contratante. Si bien esto tiene relevancia jurídico-contractual, es insuficiente para alcanzar y realizar dicho desarrollo. Esto se debe a que es individualidad y requiere, entonces, ser completada por la comunidad; con ello se logra que “que la moralidad no sea un simple ‘deber’, sino que sea realizada en la vida pública” (Taylor, 1975, p. 431).

La moral subjetiva solo está completa en instituciones sociales y políticas objetivas (Kervégan, 2018, p. 311). Se requiere, entonces, avanzar hacia un nuevo estadio en donde la voluntad libre reciba un contenido concreto, superando “su limitación subjetiva pasando al ámbito de la vida social y al contexto de las relaciones colectivas e institucionales, si es que el Derecho y la realización de la libertad responden a un objetivo común” (Paredes, 2023, p. 18). Esto solo puede ser alcanzado gracias a la política (Taylor, 1979, pp. 82-83, Kervégan, 2018, p. 35, Montero, 2021, p. 51) y con ello, el paso hacia un nuevo momento de determinación, llamado eticidad, permite que “el individuo no actúe como particular, sino que quiera lo racional en sí” (Paredes, 2023, p. 18).

3. La eticidad

La “eticidad” o “vida ética” es la realización objetiva de la moral, la reconciliación de la voluntad universal y particular.4 Es una forma de vida institucionalmente configurada en la que se puede ser libre porque el contenido que objetivamente debería tener la voluntad es congruente con el contenido que subjetivamente tiene. Para Brudner la “Vida Ética es la idea de la libertad emancipada de las limitaciones del agente empírico y entonces autorizado para desarrollar, sin ser perturbado, los elementos intrínsecos a su naturaleza” (1991, p. 160). Taylor entiende que para Hegel la eticidad es libertad sustancial, la realización del bien y ella contiene las obligaciones morales que un individuo tiene en una comunidad que está en curso y de la cual es parte; obligaciones que no simplemente se deben, sino que se realizan en la vida pública (1975, p. 431). Brandom la caracteriza como un tipo de normatividad en el que las actitudes que importan son normativas más que sicológicas; por ello está relacionada con la obligatoriedad de la norma, con su fuerza normativa. Esto significa que en la eticidad el individuo se identifica con las normas éticas, sin que las normas le sean vinculantes gracias a algo externo, ajeno u otro (Brandom, 2019, pp. 473-474).

El término “eticidad” –en alemán “Sittlichkeit” y que deriva del sustantivo “Sitten” que significa costumbres– es un neologismo de Hegel para manifestar la idea de que las obligaciones en este estadio se basan en normas y usos que ya existen en una vida comunitaria en curso, pero que, paradójicamente, según Taylor, son sostenidas y mantenidas (y creadas, agrego) en virtud de la observancia por parte de cada sujeto que integra esa comunidad (1979, p. 83), quien, al mismo tiempo, vive de acuerdo con y sostiene esa eticidad.5 Por eso Hegel la describe como una segunda naturaleza (§ 151).

La vida en comunidad es considerada un estadio constituyente de y, al mismo tiempo, constituido por esas Sitten en la misma medida –y a la par– que lo son las actitudes normativas que cada uno de nosotros atribuye a y reconoce tanto a otros como a sí mismo. Como miembros de una comunidad alcanzamos “nuestra más alta y completa existencia moral”, por ello la eticidad requiere de una comprensión de la sociedad como una “comunidad de vida más amplia” (Taylor, 1979, pp. 84-85).6

La eticidad contiene tres momentos que reflejan las tres formas de vida en comunidad, ordenados en forma ascendente (Taylor, 1975, p. 431): la familia –el espíritu ético en su fase natural o inmediata–; la sociedad civil –una asociación de miembros como individuos autosubsistentes en una universalidad– y el Estado (§ 157). Hegel no denomina a la voluntad libre de una única manera en esta esfera –como lo ha hecho antes, i.e., persona y sujeto–: en la familia hablará del-miembro-de-la-familia, en la sociedad civil del agente de mercado (Bürger)7 y en el estado de necesidades, que Hegel sitúa en la sociedad civil, del “ser humano” (Mensch) (§ 190).

B. El lugar del contrato en la Filosofía del Derecho

Hegel tematiza el contrato en la Filosofía del Derecho en el derecho abstracto y en la eticidad. En el primer momento lo entiende como el instrumento generador del reconocimiento intersubjetivo; en el segundo, como un mecanismo de la sociedad civil para resolver las necesidades de los agentes de mercado y distribuir los recursos.

1. El contrato en el derecho abstracto como un mecanismo de reconocimiento

En la sección A se explicó que el contrato cuenta como un mecanismo de determinación de la voluntad libre. Esta sección B se centrará en cómo el contrato permite generar el proceso de reconocimiento. En palabras de Kervégan, el “[r]econocimiento –esto es, la asunción por cada persona de la humanidad de otro y solo entonces de la humanidad propia de uno mismo– requiere que la conciencia quiebre con la singularidad y la inmediatez del deseo y la satisfacción” (Kervégan, 2018, pp. 84-85).

Bajo el modelo de reconocimiento social que, según Brandom, propone Hegel, el reconocimiento es recíproco y simétrico. No emana de la autoridad como en el modelo de subordinación y obediencia tradicional ni de la capacidad del propio sujeto de hacerse a sí mismo responsable, como en el modelo kantiano de autonomía individualista. Con Brandom, en el modelo tradicional las relaciones están instituidas por poderes enraizados en la potencial amenaza a la vida y se estructuran de modo que toda la autoridad (independencia) está en manos de un solo sujeto que ocupa el estatus de superior y toda la responsabilidad, o sujeción a las obligaciones (dependencia), en las de otro que ocupa el de subordinado. La idea del superior que instituye responsabilidad mediante órdenes y del subordinado que reconoce su responsabilidad obedeciéndolas, es lo que Hegel explica mediante la alegoría del Señor y del Siervo en la Fenomenología del Espíritu. En el modelo kantiano cada sujeto está vinculado a normas que él mismo ha reconocido como normativamente vinculantes para sí, tiene el estatus de un sujeto normativo, y el estar sometido a evaluación de acuerdo con normas es un logro autoconsciente.

En Hegel la subjetividad normativa es un logro social (Brandom, 2019, pp. 263-265). En el modelo tradicional y en el individualista el sujeto autónomo instituye estatus normativos de responsabilidad por medio de la adaptación de sus actitudes normativas. En el modelo de reconocimiento social, bajo la lectura de Brandom, los estatus normativos –ser responsable y tener autoridad– son instituidos a través de un reconocimiento recíproco.

Dicha reciprocidad sólo puede darse en un contexto social, pues la autoridad para instituir estatus normativos mediante la adopción de actitudes normativas de respeto o reconocimiento debe también ser recíproca para estar genuinamente instituida. En otras palabras, para ser un sujeto normativo es necesario ser reconocido como tal por aquellos que ese sujeto reconoce como sujetos normativos, sujetos que el segundo tiene, a su vez, como mismos.

En la esfera del derecho abstracto, el reconocimiento recíproco se logra mediante el contrato. En el § 71 Hegel explica que la existencia, en cuanto ser determinado, es esencialmente ser para otro y, por ello, la relación de voluntad a voluntad es el verdadero fundamento desde el cual la libertad tiene existencia. La voluntad (abstracta cuando se es poseedor) se actualiza para sí misma (punto de vista del propietario) mediante la aprehensión, uso y marcación de la cosa –“pero esto me permite únicamente el uso de la cosa, sin que se reconozca mi derecho a la propiedad de la misma” (Paredes, 2023, p. 16). Es el contrato, que media entre la voluntad del propietario y la de otra persona, el instrumento que logra que la voluntad, además de ser reconocida como una voluntad, sea “tenida como libre” (Kervégan, 2018, p. 84). Esto significa, que cuente efectivamente como tal llegando a ser persona para otros y también para sí mismo (Kervégan, 2018, p. 87).8 El contrato hará posible el reconocimiento de la voluntad de otro como persona (propietaria) no solo porque ésta tiene facultad de enajenar la cosa, sino porque el otro reconoce la opinión y voluntad de aquel en la cosa; la voluntad se hace objetiva.

A propósito del contrato Hegel dice: “[m]i voluntad no sólo se me representa con valor a mí sino también al otro. […] El valor es mi opinión de la cosa, esta opinión y voluntad mía ha valido para el otro” (Hegel, 1984, p. 186).

Aun cuando en el derecho abstracto el contrato permite dejar atrás la lucha a muerte, porque la libertad se manifiesta racionalmente (Kervégan, 2018, p. 86), aquel exhibe un déficit para realizar la voluntad. Las obligaciones contraídas no pueden ser exigidas coercitivamente en tanto no es tematizable en esa esfera un orden político y social en forma (Kervégan, 2018, p. 85). Incluso si el cumplimiento fuese correspondiente a un deber moral, solo sería voluntariamente realizado en el momento de la moralidad. El referido déficit es también el efecto de que en el derecho abstracto la libertad, bajo la forma de una “persona”, es abstracta, es pura capacidad o posibilidad haciendo abstracción de los intereses materiales, talentos e instrumentos de la persona a través de los cuales su voluntad llega a ser actualizada. Se trata en este estadio de deberes: para conmigo mismo (sé una persona) o correlativos a un derecho de otro a una libertad formal (respeta a los otros como personas), como reza el § 36 (Brudner, 1991, p. 135).

2. El contrato en la eticidad, especialmente en la sociedad civil

Hegel es enfático en atacar la idea de que la estructura contractual pueda ser usada fuera del derecho privado, por ello ni la familia ni el Estado pueden ser constituidos (y explicados) contractualmente (§ 75). Entiende que el contrato es voluntad común y no universal, de modo que las voluntades se mantienen en su individualidad y separación. Sin embargo, lo anterior no implica que el contrato no juegue un rol primordial en la esfera de la eticidad, precisamente lo tiene en la sociedad civil (Kervégan, 2018, p. 96 y pp. 101-102). Arndt describe la sociedad civil como una “esfera de la particularidad” de la “libertad personal”, (2015, p. 34), pero, a la vez, es espacio de la libertad individual y también social (2015, p. 36). La sociedad civil es “la expresión de una relación de inter- dependencia donde destaca el punto de vista de las necesidades, entre ellas la necesidad del otro y la de resolver la tensión entre los distintos fines particulares” (Paredes, 2023, p. 20). No es solo una sociedad de mercado, sino también una ordenada por el derecho y basada en el derecho de propiedad (Kervégan, 2018, p. 102). En ella el derecho es actualizado y dotado de contenido porque su total desarrollo “solo es posible dentro y bajo la hegemonía del estado racional” (Kervégan, 2018, p. 49).

De acuerdo con el § 187, en la sociedad civil los individuos actúan como agentes de mercado. Cuentan como personas privadas, esto es, con fines propios, pero que pueden alcanzarlos en la medida que entren en relaciones con otros individuos para satisfacer sus necesidades, haciéndose a sí mismos un eslabón de la cadena de conexiones sociales. La sociedad civil contiene tres momentos: el sistema de necesidades, la administración de justicia y la policía y las corporaciones (§ 188). En lo que para este trabajo importa, el sistema de necesidades es dinámico, genera de modo infinito necesidades, las que son asumidas por nuevos individuos por imitación a medida que aumenta su refinamiento (§ 190). En él prima lo particular, pero actualizándose progresivamente lo universal mediado por las necesidades e interacción con otros. Por ello, es fundamental el rol que juegan la división del trabajo y la producción en masa de bienes para satisfacer, ya no necesidades propias, sino de otros. Este proceso es visto por Hegel no como una amenaza, sino como un avance con una dimensión esencial para el progreso de los individuos (Taylor, 1975, pp. 432-433). Hegel niega el rol exclusivo de la llamada mano invisible en el mercado, pues “la relación entre esos intereses debe estar ‘conscientemente regulada’ tanto legal como administrativamente” (Kervégan, 2018, p. 102).

Hegel ve a la sociedad civil como una unión de sus miembros en tanto individuos recíprocamente independientes en una universalidad formal, que tiene esta estructura económica y social llamada sistema de necesidades. Ella requiere de una constitución jurídica (un orden), como medio de seguridad de las personas, de la propiedad y de un orden exterior, para proteger los intereses particulares y comunes. Esto solo lo permite el Estado (§ 157 B). En otras palabras, como en el sistema de necesidades se compite por bienes escasos, se requiere de una configuración institucional que vaya más allá de la organización jurídica procedimental: la policía y las corporaciones o gremios son instituciones necesarias para que todas las voluntades libres puedan ser efectivamente libres en conjunto.

La propiedad, en tanto elemento esencial de esta estructura, pasa a estar contractualmente fundada: “la propiedad no precede al contrato, sino que en cambio es resultado de él” (Kervégan, 2018, p. 103). En la eticidad la relación entre derecho de propiedad y contrato se invierte respecto de lo que ocurría en el derecho abstracto. Esta es la razón que explica que el § 217 dé cuenta de que en la sociedad civil los modos de adquisición y títulos originales, tratados en el derecho abstracto, son abandonados y ocurren solo azarosamente o en momentos limitados. Los códigos civiles modernos son la prueba de esta idea.9

La base contractual de la propiedad implica que su adquisición y las acciones judiciales para su defensa deben ser realizadas y expresadas en el contrato y en la forma jurídica prevista para ese contrato, para ser evidenciadas y tener fuerza jurídica frente a otros.

Para Kervégan en la sociedad civil los contratos encuentran su

específica efectividad y funcionan solamente con la constitución de esta sociedad civil (específica a la modernidad) que se distingue del estado, aun cuando está subordinada a él, con modos de estructuración y regulación que no son políticos: el mercado, la administración de derecho civil y penal, y (también) la intervención de la administración (la policía) (Kervégan, 2018, p. 104).

Si bien Hegel no concibe a la modernidad bajo un esquema contractualista, entiende que “solo puede funcionar apropiadamente si existe ahí un orden jurídico sin fisuras, un orden cuya coherencia está basada en una generalización de la relación contractual” (Kervégan, 2018, p. 104). En lo que sigue se explica cómo se logra ese orden desde el punto de vista del derecho privado.

III. La buena fe contractual como un dispositivo jurídico universalizador

A. La convención con un otro co-contratante, el objeto de la prestación, la intención de cada contratante y las prácticas sociales

Peter Stillman observa que la forma de concebir la propiedad privada y el contrato en la eticidad dista bastante de la etapa del derecho abstracto. En aquella la preocupación está centrada en las instituciones éticas como mediadoras de las relaciones humanas, de los diversos roles sociales de los individuos en dichas instituciones, de los requerimientos y objetivos propios de cada institución y de cómo ellas generan relaciones diversas “para el completo desarrollo de los individuos y el ordenamiento racional de las instituciones” (1991, p. 221). De este modo, la concepción de Hegel sobre la libre voluntad, la propiedad y el contrato permite “abrir, no cerrar, la pregunta sobre el ámbito de aplicación en la sociedad, de las prácticas y principios del derecho abstracto, la libertad formal y la libre elección” (Stillman, 1991, p. 223).

Desde este punto arranca la idea central de este trabajo, a saber, que la noción de buena fe contractual es uno de los dispositivos, jurídico en este caso, que permite alzar al contrato como el momento de totalidad de la voluntad en la eticidad. La buena fe unifica las diversas consideraciones normativas que se requieren según el estatus del individuo en cada momento, a saber: (1) la de cada otro como una persona-propietaria, según su capacidad abstracta para realizar la prestación, (2) el propósito de cada contratante y (3) las prácticas constantes sobre qué significa obligarse en general y obligarse específicamente a esa prestación.10 Así, el contrato en la sociedad civil no es pura voluntad común abstracta ni puro propósito, al estar sometido a las prácticas sociales.

Es posible entender que la concepción de contrato que tiene la doctrina civil clásica está limitada a las consideraciones que acá han sido identificadas como las de los momentos del derecho abstracto y de la moralidad. Respecto del primero, pone su atención en que cada parte es un sujeto de derecho, capaz e igual que el otro, un co-contratante que es propietario o prestador de servicios apto para realizar la prestación, entre partes con autonomía e igualdad; con ello se identifica al contrato como un medio para obtener ciertos objetivos económicos (1). En relación con la moralidad, se enfoca en la intención de los contratantes, en el propósito de cada uno y, por ello, en su estatus de agente. Es la intención, expresada en la voluntad, la fuente del contenido contractual y determinación de qué cuenta como incumplimiento imputable (2).

Al considerar la doctrina clásica solamente a los elementos relativos al derecho abstracto (1) y a la moralidad (2) para comprender al contrato, lo define desde el punto de vista exclusivo de la autonomía de la voluntad y, por ello, entiende a ésta como una especie de metaprincipio de la teoría del contrato. Sin embargo, el artículo 1546 del Código Civil chileno dispone que deben ser consideradas, a la hora de ejecutar el contrato, otras cosas que, propongo, sólo pueden verse efectivamente incluidas en el contrato en el momento de la eticidad. Esas cosas consisten en prácticas sociales que nacen y se mantienen vigentes en una sociedad civil, haciendo comprensible, además, qué es lo que es parte de la naturaleza de la obligación. Con ello es posible considerar al contratante como un agente de mercado, como un participante activo del tráfico comercial y no como un sujeto aislado y con ello se asume la eticidad (3). Los contratantes, al desenvolverse en el sistema de necesidades, reconocen y generan bajo el modelo de reconocimiento recíproco una serie de actitudes normativas. Ellas conforman una constelación de concepciones mayoritariamente compartidas acerca de qué implica obligarse, tanto en general como en particular, en cada tipo contractual y qué puedo esperar del otro y éste de mi (de qué soy titular y de qué puedo ser hecho responsable).

La constelación de prácticas compartidas es reconocida –y no creada– por el ordenamiento jurídico en una comunidad en curso. De este modo, los estatus normativos de contratante, instituidos en un orden jurídico positivizado, nos vinculan en virtud de nuestras actitudes normativas reflejadas en el seguimiento de reglas jurídicas y han sido generados mediante un proceso complejo de reconocimiento recíproco.

De este modo, el contrato gracias a la buena fe es un instrumento que media efectivamente entre las voluntades determinadas de cada individuo y une los presupuestos de cada momento de la estructura de determinación de la voluntad libre, reconociendo sus diversos estatus a quien contrata.

Para complementar la tesis de este artículo se requiere dar un segundo paso, a saber, la distinción de dos dimensiones de la buena fe contractual: una interna y otra externa. La dimensión interna incorpora, en cada instancia contractual, la voluntad determinada por las esferas del derecho abstracto y de la moralidad. El comprador compra el bien al vendedor asumiendo que es su dueño, o contrata los servicios de otro asumiendo que es capaz de realizarlos. Esta dimensión también considera el aspecto particular del contratante, esto es, el propósito de cada uno que admite reinterpretarse como una especificación de lo que Hegel llama “el derecho del saber” y el “derecho de la intención”. Con ello se puede determinar qué es exigible como prestación al contratante, qué es aquello a lo que efectivamente se quiso obligar, de modo que la extensión de su prestación es medida con la vara de su intención. Bajo esta primera dimensión, el contrato es el resultado de una acción reconocida por el derecho y la comunidad a un individuo que tiene los estatus de persona y sujeto.

La dimensión externa de la buena fe, por otra parte, plasma en el contrato la “disposición ética” (“sittliche Gesinnung”, § 207), lo que permite universalizar concretamente la voluntad de cada contratante. La buena fe externa introducirá al contenido normativo del contrato las prácticas estables de reconocimiento recíproco que se han generado antes y actualmente en la esfera de la sociedad civil y específicamente dentro del mercado, qua sistema de necesidades. Esas prácticas constantes forman parte de lo que Hegel llama la segunda naturaleza y dan cuenta de la comprensión compartida acerca del comportamiento esperable de la otra parte y no sólo del contenido prestacional abstractamente mirado. La buena fe externa permitirá ajustar el contenido normativo del contrato, de modo que las obligaciones de las partes puedan ser miradas bajo el lente de la sociedad, modulándolas.

¿Por qué ese lente? Porque en la sociedad se generan y modifican las prácticas contractuales relativas a las formas en las que los contratos son formulados, qué tipos contractuales sirven al sistema de necesidades y cómo es delimitada la extensión de la prestación estipulada. El contenido normativo del comportamiento contractual esperable por una parte respecto de la otra ha sido construido por los contratantes actuales, pero también por sus antecesores, lo que permite que todos puedan gozar de su derecho de propiedad y de la satisfacción armónica de sus necesidades.

La juridificación de las prácticas de reconocimiento recíproco contractual se hace mediante la buena fe externa, impidiendo que los contratantes queden regidos exclusivamente por su arbitrio individual y común –moralidad y derecho abstracto, respectivamente.

La buena fe sería una flecha que atraviesa tanto la voluntad individual de cada contratante, en tanto persona y sujeto, y deviene luego en voluntad común (buena fe interna) para introducir en cada instancia contractual el conjunto de actitudes de los miembros de una sociedad, ahora, en la esfera de la eticidad, en tanto agentes de mercado (buena fe externa). De este modo, la práctica contractual tiene un doble nivel de ajuste en la eticidad, que no puede tener en los momentos previos.

La identificación de cuál es el contenido del contrato es el rol de la buena fe interna, pero su modulación, cómo ese contenido es entendido, se juega en el segundo nivel de ajuste, mediante la buena fe externa. La tarea de identificar las prácticas sociales generadas, en lo que Brandom (2014) llama un proceso de recolección ad-hoc, es en parte la tarea de la dogmática11.

Debe advertirse que el Código Civil chileno usa el verbo rector “ejecutar” y no “obligar a” para referirse a la acción a la que es relativa la buena fe. Es en el ejecutar que la invocación de la ley a la buena fe abre la normatividad del contrato a algo que va más allá de su letra explícita, pero sin obligar a cada parte a algo adicional. Las prácticas sociales permiten determinar qué es lo que una parte puede esperar fundadamente de la prestación que la otra se comprometió a dar: no le permite identificar cuál es la prestación a realizar, sino cómo es racional realizar esa prestación estipulada.

Hegel entiende que para los sujetos la “sustancia ética”, su derecho y poderes son, por una parte, tenidos como una autoridad y poder absoluto, “infinitamente más sólida que el ser de la naturaleza” (§ 146). Pero por otra parte, asume que el sujeto no es un extraño a esta sustancia, sino que es “el testimonio del Espíritu de ellos, como de su propia esencia, en la cual él [el sujeto] tiene el sentimiento-de-sí-mismo y en aquellos vive como un elemento indistinguible de sí” (§ 147).

La buena fe puede ser vista, desde el punto de vista del derecho civil, como la plasmación de ese “testimonio del Espíritu”, que se materializa gracias a la llamada “doctrina de los deberes éticos” [die ethische Pflichtenlehre], caracterizados por Hegel como objetivos, esto es, no principios vacíos de la subjetividad moral.

No hay contradicción entre la consideración de las dos dimensiones de la buena fe, ambas son co-explicativas del contenido normativo del contrato. Siguiendo la explicación de Brandom sobre la modernidad, se puede caracterizar este doble nivel de ajuste del contenido del contrato en el siguiente modo:

consiste en la autoconciencia individual reclamando un tipo distintivo de autoridad para sus propias actitudes y actividades. Esta pretensión de autoridad se manifiesta en dos formas: el derecho de intención y conocimiento de la agencia y la idea de que las normas a las que estamos vinculados no están solo ahí, en forma, con anterioridad a e independientemente de nuestros haceres. El último pensamiento también implica la autoridad de las actitudes normativas sobre las normas –las que en consecuencia no pueden seguir siendo pensadas como un todo dado, natural y objetivo (Brandom, 2019, p. 492).

Las normas que nos rigen en comunidad se van actualizando gracias a nuestras actitudes normativas que se nutren, al mismo tiempo, del reconocimiento que de ellas otros hagan. Parafraseando a Brandom no solo el derecho nos hace a nosotros, sino que nosotros hacemos al derecho, reconociendo a las normas como normas que nos vinculan, de modo que la comunidad y sus normas tienen autoridad sobre los individuos y los individuos tienen autoridad sobre la comunidad y sus normas (2019, p. 497). Hegel nos dice “las leyes expresan lo que cada singular es y hace; el individuo no sólo las reconoce como su coseidad objetiva universal, sino que se reconoce asimismo en ella, o se reconoce como singularizado en su propia individualidad y en cada uno de sus conciudadanos” (1980, p. 172).

Es en la eticidad en donde ambos niveles de la normatividad contractual se fusionan y quedamos en una posición que nos habilita para determinar qué es aquello que podemos confiadamente esperar del otro, en atención a qué ha sido querido y qué es razonable.

La buena fe permite que el contrato habite una dimensión particular y otra social y por ello está ligada a la realización objetiva-institucional de la subjetividad, pasando a ser parte de la “sustancia ética determinada”, como la refiere Hegel en la Fenomenología del Espíritu (1980, 173). En virtud de que sólo en la eticidad la confianza puede superar la cuestión puramente moral de los agentes que contratan, la buena fe qua noción jurídica pertenece a la esfera de la eticidad, permitiendo allí la realización de la intersubjetividad institucionalizada.

El aspecto intersubjetivo de la confianza es explicado en el siguiente pasaje de la Fenomenología del Espíritu:

[l]a certeza de sí mismo de aquel en quien confío es para mí la certeza de mí mismo; conozco mi ser para mí en él, conozco que él lo reconoce y que es para él fin y esencia. Y la confianza es la creencia de la fe. (…) Pero la esencia absoluta de la creencia de la fe no es esencialmente abstracta y situada más allá de la conciencia creyente de la fe, sino que es el espíritu de la comunidad [Geist der Gemeinde] (1980, pp. 262-263).

Como explica Brandom “[e]n la confianza cada uno está identificado con el lado universal de la individualidad –y, por tanto, con los otros que también lo hacen así” (2019, p. 530).

B. Realización de la buena fe como noción ética-jurídica en el derecho contractual chileno

1. Formación del contrato

En la formación del contrato, y sin ánimo de exhaustividad, es posible distinguir tres cuestiones en las que la buena fe permite la realización de la voluntad libre, las dos primeras son relativas a la buena fe interna y la tercera a la externa.

Primero, quien negocia asume que tiene ante sí un otro que es persona-propietaria –o prestador de servicios– con las mismas capacidades que él. Lo reconoce como un co-contratante, un igual. Pero luego, asume también que el otro tiene una particular intención, una intención seria de obligarse a una determinada prestación que satisfacerá la necesidad que lo llevó a contratar con ese otro. Lo anterior explica que el modelo clásico de contrato sea visto como el producto de una negociación de voluntades más o menos compleja y no un acto automático.

Segundo, la buena fe presupone que quien contrate obtenga la voluntad del otro de manera leal: que no realice engaños que lleven a la segunda a contratar mediando dolo; que no lo intimide para forzarlo a contratar; que manifieste claramente su voluntad a fin de restringir la contingencia del error y que no se aproveche de la ignorancia, inexperiencia o necesidad del otro.

Finalmente, que no se use al contrato para abusar de un derecho ni para eludir la regulación legal vigente, pues el contrato pasa a ser comprendido como un instrumento realizador de una voluntad libre en la eticidad, esto es, en un orden institucionalizado.

En definitiva, la eticidad del contrato pasa porque el reconocimiento del otro como persona capaz de contratar sea realizado bajo el supuesto de que ambos están sujetos al mismo marco de acción esperable y exigible, al mismo derecho vigente y en la misma extensión.

2. Ejecución del contrato: efecto modulador de las obligaciones contraídas

Lo dicho hasta acá es coincidente con aquello que generalmente se postula como el origen histórico de la buena fe (bona fide romana).

Para Castresana, en los diferentes usos de la expresión “fides” en Roma, tanto en las relativas a relaciones internacionales como las entre particulares, ella “mantiene (…) un núcleo semántico sustancial que se explicita en la «lealtad a la palabra dada»” (1991, p. 56) y que, en las relaciones entre privados, exige “fidelidad a la promesa emitida” sirviendo de base a una serie de relaciones jurídicas (1991, pp. 57-58).

¿Pero qué significa actuar lealmente?

Schopf, siguiendo a Wieacker, califica a la buena fe como una “cláusula general”, sin establecer un deber específico de conducta, sino directivas que determinan un deber genérico. Requiere comportarse de acuerdo con el modelo de conducta del contratante leal y honesto durante el desarrollo y en todos los momentos de la relación contractual. Bajo esas directivas cada parte tendría el deber de considerar no solo su interés personal, sino también el de la parte contraria, quedando entregado al juez, principalmente, la precisión del significado exacto de aquellos deberes de comportamiento y otros efectos jurídicos que genera este deber de la buena fe (2018, pp. 125-126). Con ello, agrega, es posible morigerar la aplicación formalista del derecho de los contratos, adaptándolo a hechos y circunstancias nuevas e imprevisible, teniendo “un especial dinamismo interno”, regulando la ley el futuro del contrato ex ante de modo flexible (2018, p. 142). Schopf coincide con una idea generalmente aceptada por la doctrina civil chilena de que la buena fe en su función integradora de los contratos genera deberes secundarios de conducta, así como otros efectos jurídicos accesorios o conexos (2022a y 2022b).12Pereira (2020, p. 114) y Schopf (2022a y 2021) comprenden que la labor de concreción de estos deberes es del juez. Sin embargo, para Schopf la función integradora se ve limitada por las estipulaciones expresamente contraídas por los contratantes (2022b, p. 61), estableciendo una especie de jerarquía de las fuentes llamadas a completar el contrato, siendo la letra del contrato o la intención de los contratantes una de rango superior.

Si bien es correcto advertir que el límite de la integración del contrato es el mismo contrato, es, a la vez, incompatible con asumir una idea de deberes secundarios generados por la buena fe. Esta no convierte a las partes en custodios del interés del otro, ni las obliga a subordinar sus intereses a los de la otra parte (Benson, 2019, 156).

Siguiendo a Benson no puede calificarse como incumplimiento no hacer algo no prometido (2019, p. 156). Esto implica asumir una deferencia por parte del derecho privado al contrato y a la intención de las partes, cuestión que se refleja en varias disposiciones del Código Civil chileno, tales como: (i) el contrato es ley para las partes contratantes (artículo 1545), (ii) los contratos obligan a lo que en ellos se exprese (artículo 1546) y (iii) debe estarse más a la intención de los contratantes que a lo literal de las palabras (artículo 1560). Lo anterior es concordante con la idea de que el orden positivo toma al contratante como sujeto dueño de sus acciones, como agente, y con ello autor cualificado para interpretar sus acciones y el contrato. Esto es así porque la voluntad es el elemento determinativo de a qué se han obligado las partes. El punto a precisar es que esa voluntad no es lo único que determina el contenido contractual, pues el cómo se cumplen esas obligaciones está amarrado a y determinado por nuestras prácticas normativas en la sociedad civil.

Lo dicho debe analizarse desde dos puntos de vista. El primero hace necesario individualizar la voluntad que determina el contenido obligacional: ¿la de una parte o la común? Cabe responder la común, de otro modo, una parte quedaría “subordinada a la voluntad idiosincrásica de la otra”. Siguiendo a Brudner y Nadler

la autoridad que se reconoce a la intención intersubjetiva garantiza que cada persona se conserve como un fin en su ser unida a la otra, y cada una está vinculada a través de la mediación de una persona razonable en cuya razonabilidad ambos participan (Brudner y Nadler, 2017, p. 197).

El segundo punto de vista requiere admitir que considerar solamente la voluntad común negaría la condición de institucionalizado del régimen contractual. Y es acá donde entra la buena fe. Ella agrega la razonabilidad, lo que es esperable racionalmente de la otra parte a la luz de la sociedad. La buena fe es, en términos de Benson, “una norma general de razonabilidad y justicia” (2019, p. 157). Esto quiere decir que el estándar de la buena fe –no la obligación de la buena fe– comprende un elemento subjetivo y otro objetivo: el primero es la honestidad en los hechos y el segundo la razonabilidad en la conducta (Benson, 2019, p. 162). El primero corresponde al momento de moralidad, el segundo al de la eticidad, naciendo esa razonabilidad no únicamente de la subjetividad, sino también desde una comprensión de nuestra segunda naturaleza como individuos que nos reconocemos en la razonabilidad universalmente concreta.

Con la comprensión de la buena fe interna y externa, como un dispositivo aglutinador del contenido normativo del contrato, es que dicho contrato puede ser reconocido al interior de una comunidad como un mecanismo que, exhibiendo una cierta forma predeterminada (§ 217 y su Agregado), funda el intercambio de bienes y la satisfacción de necesidades.

Asumir ambos aspectos de la buena fe permite comprender al contrato como un instrumento creado por una voluntad libre determinada, donde coexisten el reconocimiento para y por cada parte de la comunidad y del Estado. Sólo así el contrato puede ser cumplido forzadamente en la eticidad.

Como propone Benson, asumir el rol de la buena fe en los contratos como un estándar comprensivo de los elementos objetivo y subjetivo referidos es irrenunciable. Agrega:

Junto con los demás casos principales de implicación, la buena fe pretende garantizar que un contrato se cumpla, de acuerdo con su significado normativo pleno y justo, como una relación de promesa-a-cambio-de-una-contraprestación [a promise-for-consideration]. Completando su dimensión implícita en un modo que defiende la razonabilidad en las transacciones (Benson, 2019, p. 164).

Ahora, ¿cómo debe ser entendida esta idea de “razonabilidad”?

Para Fueyo, la expresión “de mala fe” designa un modo adverbial (1974, p. 24), tal que uno podría decir que su contracara, “de buena fe”, también cumple un rol modulador. Pero actuar de buena fe no es una obligación autónoma ni es fuente de obligaciones, sino que acompaña la ejecución de las obligaciones del contrato, es un modulador de la forma cómo aquellas deben ser ejecutadas; es una vara de medir objetivizada.

Entonces, “[l]a buena fe, obviamente, forma parte del contenido de cumplimiento, como principio modulador o morigerador, con especial introducción de las nociones de equidad. justicia” (Fueyo, 1974, p. 24).

La historia nos permite comprender mejor. Kaser apunta a que la buena fe “de ser un fundamento independiente de las obligaciones, pasa a ser la medida según la cual el juez debe evaluar la relación jurídica” (2022, p. 352). Así, en las acciones de buena fe romanas (en contraposición con las de derecho estricto), la buena fe es

Ante todo, una medida según la cual el juez debe apreciar la obligación, libertad que se extiende no solo al quantum de lo debido, sino que concierne también a la causa de la deuda, de modo de evaluar la situación en toda su integridad (Kaser, 2022, p. 358).

Respecto de estas acciones, el pretor tenía que apreciar el contenido prestacional, aun cuando generalmente versaban sobre un objeto incierto. Entonces debía

tomar en consideración todo lo que las partes hayan convenido en la conclusión del contrato, como también aquello que sin tales pactos o acuerdos sería debido bajo determinadas circunstancias, según la bona fides. Asimismo, pueden ser tomados en cuenta los usos del lugar y las exigencias del tráfico jurídico (Kaser, 2022, pp. 358-359).

Es “la medida de responsabilidad de los contratantes, de tal manera que el iudex tendrá que exigir todo lo que entre ellos se haya comprometido sinceramente (…) y habrá que reprimir las actuaciones desleales y engañosas en la ejecución del convenio” (Castresana, 1991, p. 68).

Esto puede ser mirado bajo las ideas de este trabajo: lo querido por las partes (buena fe interna) en conjunto con lo determinado como tal por la comunidad de comerciantes y privados (buena fe externa) es incorporado por el legislador cuando apela a la buena fe que conecta el texto del contrato, como expresivo prima facie del propósito de cada parte, con las costumbres y la naturaleza de la obligación.

Pretender que la buena fe aumenta el perímetro de la prestación o que crea nuevas obligaciones, aun cuando accesorias, violentaría la voluntad común y las personas no serían entendidas como portadoras de voluntades libres de manera recíproca. La gramática de la buena fe y del contrato no permite agregar verbos que conllevan nuevas prestaciones (acciones o actividades). Por el contrario, la gramática profunda de la buena fe permite complementar el verbo rector de la prestación contractual para cumplir el contrato en la forma debida.

En caso de un conflicto acerca del contenido o el alcance del contrato, el juez deberá interpretar el lenguaje usado por los contratantes para determinar qué y cómo se obligaron, y ello implica darle autoridad a la primera persona del singular y a la primera persona del plural (“yo, contratante” y “nosotros, los contratantes”) –buena fe interna. Pero luego, esa autoridad debe ser conectada con las prácticas sociales y las cosas que emanan de la naturaleza de la obligación, generadoras de normatividad social –buena fe externa.

Esta ambivalencia requiere realizar una “negociación”, como bien expresa Mañalich, en torno al alcance de la estipulación que determina la prestación que cada contratante deberá realizar, viéndose enfrentadas la perspectiva del agente mismo y la perspectiva de la sociedad (2023, p. 19013). La primera perspectiva es lo que acá ha sido llamado buena fe interna y la segunda, buena fe externa.

Robert Pippin explica que la actitud de un sujeto, en tanto agente moral “no puede ser entendida separadamente de las relaciones sociales: mi relación conmigo mismo está mediada por mi relación con otros”. Que esté mediada quiere decir que el razonamiento práctico es normativo y esas normas no dependen de mí, sino que “reflejan propiedades sociales, ya ampliamente compartidas, propiedades que funcionan como normas heredadas individualmente para dicha deliberación” (2008, p. 149). Dicho razonamiento “siempre envuelve una sensibilidad (capacidad de responder) a las normas sociales, que uno delibera qua ‘ser ético’ (sittliches Wesen), no qua agente racional” (Pippin, 2008, pp. 149-150). Esto permite entender que la única manera de hacer comprensible la voluntad individual de cada contratante, en tanto voluntad seria de obligarse, usando el lenguaje de la doctrina civil, requiere que lo expresado en el contrato represente un compromiso verdadero a la luz del mundo públicamente accesible, como diría Pippin, o de lo “externo” en palabras de Kervégan (2018, p. 194).

El contrato exhibe una duplicidad que, parafraseando a Kervégan sobre la eticidad, es al mismo tiempo lo objetivo y lo subjetivo, el derecho y la moral. Esa dualidad es una virtud que permite superar esa separación, sin que una y otra desaparezcan (2018, pp. 193-195). Entonces cabe entender la función de la buena fe como un elemento mediador en la eticidad entre la voluntad universal abstracta, particular y singular; una noción que permite superar en el contrato las diferencias entre el “Sein” / “Ser” y el “Sollen”/ “Deber”, entre la autoconciencia moral y el derecho, pero que están presentes en él. Por ello, cada y ambas partes deben asumir una necesaria renuncia a la pretensión exclusiva de su autoridad sin responsabilidad (que Hegel identificaba como “señorío”, “Herrschaft”), esto es, a la “pretensión ilusoria de subjetividad particular” (Kervégan, 2018, p. 194).

De este modo, es posible que la disposición subjetiva de cada contratante sea, en la esfera de la eticidad, subjetivamente vívida y simultáneamente objetivizada en nuestros comportamientos regulados (Kervégan, 2018, pp. 194-195).

Agradecimientos

Agradezco los comentarios y observaciones al texto, así como las recomendaciones bibliográficas hecha muy seriamente por los árbitros anónimos de este trabajo, pues ayudaron a simplificar su prosa y destacar sus conclusiones. Este trabajo fue objeto, en más de una oportunidad, de discusiones con Carolina Bruna, Juan Ormeño, Hugo Herrera y Juan Pablo Mañalich, a ellos mi gratitud.

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Notas

1 El inciso 3° del art. 1134 del Código Civil francés dispone que “las convenciones deben ser ejecutadas de buena fe” y el art. 1135 que “las convenciones obligan no solamente a lo que en ellas se expresa, sino también a todas las consecuencias que la equidad, la costumbre o la ley le atribuyen a la obligación según su naturaleza”.

2 Toda referencia a un parágrafo, salvo que se indique algo diferente, debe entenderse hecha a la Filosofía del Derecho de Hegel en su versión en alemán (Hegel, 1821), traducida por mi apoyándome en las versiones en inglés de Knox de 1952 y castellana de Vernal de 1988.

3 La explicación de las diferencias del concepto moralidad en Kant y Hegel escapa del objeto de este trabajo. Sobre las diferencias terminológicas de la expresión “moralidad”, las críticas de Hegel a la moralidad en Kant y la forma en la que Hegel asume este concepto bajo la idea fundamental de la acción, véase Kervégan, 2018, cap. 10. Sin embargo, vale tener presente que en Kant ética y derecho son dos especies del género moralidad (Kervégan, 2018, p. 285).

4 En el agregado del § 108, se dice que “[s]ólo en la eticidad la voluntad será idéntica con el concepto de voluntad y tendrá a éste como su único contenido”.

5 Para una reflexión sobre la distinción entre “ética” y “moral” véase Ortiz, 2016.

6 Con la cita a Taylor no asumo un compromiso con una visión comunitarista de la Filosofía del Derecho. En mi opinión, la particularidad no queda disuelta por y en la universidad concreta en la eticidad.

7 Dado que la palabra “Bürger”, que se traduce como “ciudadano”, tiene actualmente una connotación política, se propone usar “agente de mercado”.

8 La observación al § 71 reza: “El contrato supone que los que participan en él se reconocen como personas y propietarios; puesto que es una relación del espíritu objetivo, el momento del reconocimiento ya está supuesto y contenido en él.”

9 La prescripción adquisitiva (y su espejo la extintiva de las acciones judiciales) sería la manera por la cual en la eticidad se pueden adquirir cosas que están siendo actualmente poseídas por alguien diferente a su dueño (esto es, no son ni res nullius ni derelictae y son apropiables), restringiendo el derecho positivo la “ocupación” a casos muy marginales y de poca relevancia para el tráfico comercial.

10 En adelante, con (1) se quiere hacer referencia al aspecto del derecho abstracto, con (2) al de la moralidad y con (3) al de la eticidad.

11 En el § 212 Hegel apunta a que “la ciencia del derecho positivo tiene no solo el derecho, sino el necesario deber de estudiar las determinaciones del derecho, de deducir desde sus datos positivos sus progresos en la historia, sus aplicaciones y subdivisiones, hasta el último detalle, y mostrar sus implicaciones”.

12 Larenz destina la expresión “deberes secundarios” para otro fenómeno prestacional y denomina “otros deberes de conducta” los que asume son consecuencia del § 242 del BGB (1987, p. 10).

13 Mañalich no está hablando de las prestaciones ni del contrato; yo uso la idea que el autor trabaja al distinguir entre hecho y acción respecto del delito para iluminar este punto en el derecho de los contratos.

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