Una discusión sobre Teoría analítica del derecho. En réplica a las observaciones críticas

A Discussion on Teoría Analítica del Derecho. In Response to Critical Remarks

Jorge L. Rodríguez
Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

Una discusión sobre Teoría analítica del derecho. En réplica a las observaciones críticas

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 60, 2024, pp. 120 -156

Recibido: 22 enero 2024

Aceptado: 21 marzo 2024

Resumen: En el presente trabajo examinaré las observaciones críticas que se presentan en este volumen a las ideas que he defendido en mi libro Teoría Analítica del Derecho (en adelante TAD). Carla Huerta Ochoa ha controvertido algunos puntos de mi enfoque sobre la caracterización del derecho. María Beatriz Arriagada, por su parte, ha formulado interesantes interrogantes sobre mi caracterización de las normas, la normatividad de las reglas constitutivas y mi reconstrucción de los conceptos jurídicos básicos. Mauricio Maldonado Muñoz ha refinado algunas de mis observaciones sobre conflictos normativos y discutido algunos puntos sobre jerarquías normativas. Sebastián Agüero-SanJuan ha relevado mi reconstrucción de la dinámica jurídica y puntualizado diferencias sobre el concepto de sistema dinámico, la operación de reforma de normas y el criterio de lex specialis. Finalmente, María Gabriela Scataglini ha planteado cuestionamientos a mi enfoque del dilema del seguimiento de reglas y la derrotabilidad del derecho. Trataré aquí de responder sus comentarios centrales.

Palabras clave: concepto de derecho, normas y conceptos jurídicos básicos, conflictos y jerarquías normativas, dinámica jurídica, derrotabilidad.

Abstract: In the present paper I will examine the critical remarks presented in this volume to the ideas that I have defended in my book Teoría Analítica del Derecho (hereinafter TAD). Carla Huerta Ochoa has disputed some points of my approach to the characterization of the law. María Beatriz Arriagada, in turn, has formulated interesting questions regarding my characterization of norms, the normativity of constitutive rules, and my reconstruction of basic legal concepts. Mauricio Maldonado Muñoz has refined some of my observations on normative conflicts and discussed some points on normative hierarchies. Sebastián Agüero-SanJuan has reviewed my reconstruction of legal dynamics and pointed out differences regarding the concept of a dynamic system, the reform of norms, and the lex specialis criterion. Finally, María Gabriela Scataglini has raised questions about my outlook on the rule-following dilemma and the defeasibility of law. I will try here to answer their main comments.

Keywords: concept of law, norms and basic legal concepts, normative conflicts and hierarchies, legal dynamics, defeasibility.

I. Sobre el concepto de derecho. Respuesta a Carla Huerta Ochoa

En el capítulo II de TAD he tratado de ofrecer una presentación del estado actual de la discusión en torno al concepto de derecho, con particular atención a las dificultades que a tal fin presentan las relaciones entre el derecho y la moral. En los primeros tres puntos del capítulo he desarrollado mi visión sobre cuál es el centro de la controversia en torno a la caracterización del derecho entre las diversas posturas positivistas e iusnaturalistas, resaltando el carácter conceptual y no meramente verbal de la controversia y las ventajas del positivismo por sobre cualquier forma de antipositivismo en este eje de la disputa. Los últimos dos puntos del capítulo los he reservado para avanzar básicamente dos tesis sustantivas más complejas. En primer lugar, que las posturas defendidas respectivamente por el iusnaturalismo, el positivismo excluyente y el positivismo incluyente, resultan conjuntamente exhaustivas y mutuamente excluyentes. En segundo lugar, que la versión excluyente del positivismo resulta teóricamente superadora con respecto a la incluyente.

En su comentario a este capítulo Carla Huerta Ochoa ha efectuado una reconstrucción ajustada de los objetivos que he tratado de perseguir en él, como de las ideas que he defendido, si bien ha puesto más énfasis en el desarrollo de los primeros puntos y no tanto en las tesis sostenidas en los últimos dos. A lo largo de sus consideraciones ha ofrecido su propia visión sobre la controversia en torno al concepto de derecho y deslizado varias observaciones críticas y sugerencias valiosas respecto de mi enfoque. Me gustaría detenerme a comentar al menos tres de ellas, íntimamente conectadas entre sí.

El capítulo bajo análisis, al igual que todos los demás que componen el libro, comienza con una breve exposición de un caso judicial, que se utiliza como disparador de la discusión y sobre el cual se vuelve al examinar algunos de los temas que se desarrollan. En este capítulo, el caso elegido es el de los Guardianes del muro de Berlín. Tuve ciertas dudas para elegir este caso porque, si bien me parecía muy rico para examinar el problema de la caracterización del derecho y las relaciones entre el derecho y la moral, se trata de un ejemplo no muy original. Carla siembra también sus dudas sobre esta elección, pero por razones diferentes. Lo que sostiene es que no se trataría del caso más idóneo para demostrar cómo la preconcepción filosófica de un teórico del derecho determina el concepto de derecho que propone, porque no se refiere a la explicación del derecho sino a la concepción que rige la aplicación del derecho; más allá de que se trataría de un caso muy útil para explicar temas importantes de la filosofía y teoría del derecho, así como del derecho constitucional.

Desde luego, Carla tiene razón en que el caso no versa de manera directa sobre la explicación del derecho sino sobre su aplicación, pero esto es algo que acontece con cualquier caso judicial que pudiera tomarse como eje de discusión. También es correcto que quizás no sea el caso más adecuado para mostrar el modo en que ciertas presuposiciones filosóficas de un teórico determinan su modo de caracterizar el derecho, pero esa objeción solo valdría si el único objetivo del capítulo fuese ese, lo cual no es el caso. Además de ello he intentado evaluar críticamente esas presuposiciones filosóficas y las caracterizaciones del derecho resultantes, identificar las dificultades que cada una de ellas conlleva y justificar una determinada posición al respecto, y a tal fin creo que el ejemplo resulta particularmente útil, sobre todo para mostrar, contrariamente a lo que parece sugerir Carla, que no es ‘la elección de una cierta postura en torno a la caracterización del derecho’ lo que, en un caso como este, permitiría a los tribunales justificar la aplicación de normas que no se encontraban vigentes al momento de los hechos con fundamento en razones morales, pues la decisión adoptada puede justificarse perfectamente desde una concepción positivista del derecho.

En efecto, al volver sobre el caso en el desarrollo del capítulo se examina críticamente la denominada ‘cláusula Radbruch’, según la cual una norma extremadamente injusta no podría ser considerada derecho, la cual fuera citada en apoyo de la decisión en los juicios de Nuremberg contra los criminales nazis, en los que los acusados emplearon argumentos similares a los de los guardianes del muro de Berlín. En el caso de los guardianes del muro, el Tribunal Constitucional Federal alemán también hizo explícita apelación a la cláusula Radbruch en la fundamentación de su decisión, apelación que he tratado de justificar que resultaba innecesaria. Alexy objetó acertadamente al Tribunal Constitucional Federal que se refiera reiterada y sistemáticamente a la estricta y absoluta prohibición de retroactividad que consagraría el artículo 103.2 de la Ley Fundamental Alemana, pero paralelamente, reconociera limitaciones a esa prohibición cuando se prevean causas de justificación que amparan un derecho extremadamente injusto (Alexy, 1997, p. 215). Sin embargo, Alexy no advierte que una vez que se ha dado el paso de reconocer límites a la prohibición de aplicación retroactiva de la ley, la apelación a la cláusula Radbruch se vuelve enteramente innecesaria en la argumentación. Si se consideraba justificado aplicar sanciones a los guardianes del muro con fundamento en que el principio de irretroactividad de la ley penal reconoce excepciones y, por ello, que aunque al tiempo de la comisión de las acciones juzgadas ellas se hallaban amparadas por una causal de justificación, el caso debía resolverse de conformidad con normas posteriores aunque fueran menos benignas para los imputados, deviene enteramente innecesario a fin de fundar las condenas, descalificar como no jurídicas a las normas que consagraban las causas de justificación invocadas por los imputados.

Carla objeta este argumento, considerando que, dado que las excepciones al principio de irretroactividad de la ley penal se justificaron en que dicho principio no debería aplicarse cuando el Estado crea un derecho estatal extremadamente injusto, la fórmula de la injusticia extrema estaría implícita en el argumento. No estoy de acuerdo con esto, y creo que la raíz de nuestra discrepancia se encuentra en el diferente valor que le asignamos al ejemplo respecto de esta controversia. Mi intención al presentar el ejemplo fue, precisamente, poner de manifiesto que las únicas alternativas de las que se disponía frente a casos semejantes no eran absolver a los acusados por haber actuado al amparo de normas jurídicas vigentes al tiempo de los hechos, o bien condenarlos con fundamento en que esas normas, que autorizaban hechos aberrantes, no podían ser consideradas derecho por su extrema injusticia. Tal como lo sostuviera Kelsen desde una visión positivista refiriéndose a los juicios de Nuremberg, incluso asumiendo que bajo la ley positiva los actos en cuestión no eran sancionables al tiempo de su concreción, la justicia exigía que se los castigara retroactivamente, puesto que sancionar a los responsables de tales crímenes debía reputarse más importante que cumplir con la regla contra las leyes ex post facto, la cual reconoce diversas excepciones (Kelsen, 1947, pp. 153-171). Y aunque aquí Kelsen apela a la justicia, lo hace para sostener que, si las normas en cuestión eran injustas, ‘pese a ser jurídicas’, ellas no debían ser aplicadas. En otras palabras, para llegar a la conclusión de que los crímenes debían ser sancionados porque las normas jurídicas en las que se amparaban sus autores eran extremadamente injustas, no era en absoluto necesario sostener que en virtud de su injusticia ellas no eran derecho, esto es, comprometerse con la idea de que la determinación de qué es lo que cuenta como derecho depende de una evaluación moral de su contenido.

En síntesis, una cosa es sostener que la ley penal no se aplica retroactivamente salvo en caso de normas anteriores extremadamente injustas y otra distinta es decir que las normas extremadamente injustas no son derecho. Descalificar como no jurídicas a las normas que se reputen desde cierta concepción moral extremadamente injustas, era completamente innecesario a los fines de justificar su no aplicación al caso, porque nada impedía sostener que esas normas no debían ser aplicadas por su injusticia extrema pese a reconocerles carácter jurídico. No habría ninguna contradicción en esto, lo que muestra que la cláusula Radbruch no era requerida como paso en la argumentación.

Para concluir, Carla señala que una reconstrucción racional del concepto de derecho podría llevarse a cabo con independencia de la contraposición entre positivismo e iusnaturalismo, contraposición que no le parece necesario enfatizar ni preservar; ni la estima útil para el esclarecimiento del concepto de derecho. Remarca al respecto que mi análisis de tales posturas resultaría problemático porque no siempre es posible distinguir al iusnaturalismo del positivismo de manera tajante ya que existirían diversas posibilidades para delimitar tales categorías y múltiples posiciones intermedias, destacando en tal sentido, por ejemplo, que un autor como Alexy no se encuadraría correctamente como iusnaturalista sino como un “no positivista incluyente”, posición que se caracterizaría por una defensa de un concepto de derecho incluyente de principios morales y como crítica del positivismo jurídico.

En este punto también tenemos una discrepancia profunda. En primer lugar, no comprendo qué es lo que tiene en mente Carla al relativizar la relevancia de la controversia entre posturas positivistas e iusnaturalistas en torno al concepto de derecho, dado que ella ha signado la discusión sobre el tópico a lo largo de la historia. Si su idea es que esa disputa ha perdido actualidad puedo coincidir, pues frente a la defensa, más bien ingenua diría, de la existencia de una conexión necesaria entre derecho y moral sostenida por el iusnaturalismo clásico, que a través de una opción definicional considera que una norma para ser reputada derecho debe derivarse de o al menos no contradecir ciertos principios morales básicos; un conjunto de pensadores a partir del siglo XX, entre quienes se cuentan centralmente Lon Fuller, John Finnis, Ronald Dworkin y Robert Alexy, ofrecieron un conjunto de argumentos más sofisticados para intentar justificar la tesis de la conexión necesaria. Pero esto no soslaya un ápice la controversia originaria y, en todo caso, lo único que permite concluir es que hoy día, tal como he puntualizado en TAD, más que discutir entre posturas positivistas e iusnaturalistas, parece más apropiado hablar de positivismo y antipositivismo o no positivismo. Ahora, en tanto el centro de la disputa continúe siendo si existe una conexión necesaria o conceptual entre derecho y moral, en el sentido de si para determinar si algo cuenta como derecho se requiere o no una evaluación moral de su contenido, esto no es más que una variación nominal muy poco significativa.

En segundo lugar, y por esta misma razón, discrepo con Carla en que no sea posible distinguir entre posturas positivistas e iusnaturalistas/no positivistas/antipositivistas de manera tajante y que existan múltiples posiciones intermedias. He tratado de argumentar en TAD que el centro de la controversia respecto de la caracterización del derecho está dada por la tesis de la conexión necesaria, de modo que, en todo caso, habría que controvertir tales argumentos para sostener lo contrario. Y si eso es correcto, se trata de una disputa en la que no hay marco conceptual para ninguna posición intermedia; o bien se defiende la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral, en cuyo caso se asume una postura iusnaturalista/no positivista/antipositivista, o bien se la rechaza. Y si se la rechaza, o bien se sostiene, tal como lo hace el positivismo excluyente, que derecho y moral necesariamente no están conectados, o bien se sostiene, como lo hace el positivismo incluyente, que la conexión entre derecho y moral es contingente. Como adelanté al comienzo, estas tres posturas son conjuntamente exhaustivas y mutuamente excluyentes. En este sentido, una posición como la que defiende Alexy, comprometido con la defensa de la tesis de la conexión necesaria por vía de su argumento de la pretensión de corrección, encuadra claramente en la primera de estas tres alternativas y, por ello, su autocalificación como “no positivista incluyente” resulta incomprensiblemente redundante, ya que, nadie que sostenga que derecho y moral están necesariamente conectados podría afirmar al propio tiempo que la caracterización del derecho no incluye una evaluación moral.

II. Sobre normas jurídicas y conceptos jurídicos básicos. Respuesta a María Beatriz Arriagada Cáceres

En su análisis centrado principalmente en el capítulo III de TAD, María Beatriz Arriagada cuestiona, en primer lugar, mi tesis de que las reglas jurídicas determinativas o constitutivas carecerían de la fuerza normativa distintiva de las reglas jurídicas prescriptivas o regulativas. En el curso de la discusión de esta idea, María Beatriz formula agudos planteamientos respecto de la idea de ‘normatividad’ que empleo en el libro. En segundo lugar, María Beatriz trata de mostrar que una respuesta completa a la pregunta sobre qué son los conceptos jurídicos fundamentales exigiría responder previamente a la pregunta sobre qué relaciones se verifican entre esos conceptos y las normas jurídicas, y sostiene que mi análisis resultaría incompleto precisamente porque habría omitido una respuesta a esa cuestión.

Al respecto me parece importante aclarar primero qué es lo que entiendo por ‘normatividad’ y en qué medida y con qué alcance puede decirse a mi juicio que las reglas determinativas poseen tal cualidad. Hay dos sentidos en los que en TAD me he referido a la ‘normatividad’. Un primer sentido se refiere a las características que permiten determinar si algo es o no una norma, esto es, qué cualidad o cualidades hacen que algo pueda ser denominado ‘norma’. Un segundo sentido se refiere al deber de cumplir y aplicar las normas, algo que algunos autores califican como ‘normatividad justificada’ o ‘fuerza vinculante’, esto es, si las normas nos ofrecen genuinas razones para la acción y, en todo caso, qué tipo de razones. En este segundo sentido es posible preguntarse por esta cualidad, ya sea de normas aisladas o de todo un sistema normativo.

Creo que resulta de la mayor relevancia distinguir estas dos nociones, sobre todo si se asume, tal como lo he hecho, una concepción positivista del derecho. No obstante, muchos autores las identifican, incluso pensadores incontrovertiblemente positivistas como Hans Kelsen. Para Kelsen, no sería posible atribuir el sentido de ser una norma a cualquier acto de prescribir: solo calificaría como ‘norma’ el sentido objetivo de un acto de voluntad prescriptivo, y ese sentido objetivo sería el que cabe acordarle a un acto en virtud de lo que disponen ciertas otras normas. En otras palabras, para Kelsen las normas son prescripciones autorizadas por otras normas, lo cual obviamente conduce a un regreso al infinito, algo que explota en la teoría kelseniana en su problemática doctrina de la norma fundante básica. No abundaré sobre esto pues se trata de un problema harto conocido.

En TAD he intentado justificar la independencia conceptual entre estas dos cuestiones. No se trata de que a mi juicio no tenga sentido preguntarse por la ‘normatividad’ entendida como fuerza vinculante de las normas. Lo que creo es que esa cuestión no debe identificarse con el problema de qué es lo que permite calificar a algo como una norma o identificarla como tal. De hecho, he cuestionado en este punto a Eugenio Bulygin, quien al examinar el concepto de validez considera que la idea de validez como fuerza obligatoria es incompatible con una teoría positivista del derecho. A mi juicio, no tiene nada de problemático para un positivista examinar o predicar fuerza obligatoria de las normas en este sentido; lo problemático en todo caso es confundir ese problema con el de la identificación del derecho, esto es, con una noción descriptiva de validez como pertenencia a un sistema.

Volviendo al primer sentido de normatividad, debo hacer una salvedad terminológica: en el capítulo I he asumido un análisis de las normas como el propuesto por von Wright, según el cual la expresión ‘norma’ tiene varios núcleos de significado, que comprende entre otras cosas prescripciones o reglas regulativas y reglas determinativas o constitutivas (von Wright, 1963, pp. 21-27). Solo más adelante, y para evitar expresiones poco elegantes, sostuve que en el resto del capítulo utilizaría la expresión ‘norma’ para referirme a lo que von Wright califica como prescripciones. Pero la idea que se defiende a lo largo del libro es que el universo de las normas no se circunscribe a las prescripciones y, en particular, en el caso del derecho, que no todas las normas jurídicas funcionan como las prescripciones de von Wright. De manera que, si la pregunta por la ‘normatividad’ de las reglas constitutivas consiste en determinar si ellas pueden ser consideradas como una especie del género ‘norma’, la respuesta es obviamente afirmativa. Pero, desde luego, esta cuestión meramente terminológica no es lo que le preocupa a María Beatriz cuando se pregunta por la ‘normatividad’ de las reglas determinativas o constitutivas. La pregunta relevante que plantea es en qué sentido tales reglas guían, influyen o pretenden influir sobre nuestra conducta, pues no todas las cosas que llamamos ‘normas’ guían, influyen o pretenden influir sobre nosotros del mismo modo.

María Beatriz señala correctamente que yo he caracterizado a las normas prescriptivas como significados de ciertas expresiones lingüísticas o prácticas sociales que expresan nuestras valoraciones o preferencias de ciertas acciones o estados de cosas como obligatorias, prohibidas o permitidas. De modo que las autoridades que dictan prescripciones valoran determinadas situaciones, esto es, adoptan ciertos objetivos políticos y utilizan al derecho como un instrumento para la consecución de esos objetivos, ‘tratando’ de que los miembros del grupo hagan o se abstengan de hacer determinadas cosas. De modo que a través de las prescripciones o reglas regulativas se pretende guiar o influir sobre la conducta de sus destinatarios obligando, prohibiendo o permitiendo ciertas acciones, y correlacionando sanciones para las transgresiones como modo de atribuirles eficacia. Desde este punto de vista su existencia como normas depende exclusivamente de la actitud de quienes formulan esas expresiones lingüísticas o de quienes participan en la práctica social que las crea, no requiriéndose ninguna actitud de aceptación por parte de sus destinatarios. De modo que, como bien señala María Beatriz, mi caracterización de las prescripciones o reglas regulativas prescinde de cualquier referencia a la actitud de los destinatarios de las normas, incluyendo solamente una referencia a la actitud proposicional del hablante o emisor, quien “pretende influir” en la conducta de otros; que se logre esto o no es algo diferente e inmaterial para considerar si algo cuenta como una norma en este sentido.

En cuanto a las reglas determinativas o constitutivas, ¿en qué consistiría su ‘normatividad’, esto es, en qué sentido ellas guiarían, influirían o intentarían influir sobre nuestra conducta? En el capítulo I, comparando la distinción de von Wright entre reglas determinativas y prescripciones y la de Searle entre reglas constitutivas y regulativas (Searle, 1969, pp. 33 y ss.), he sostenido que mientras las reglas regulativas de Searle parecen identificarse con las prescripciones de von Wright puesto que regulan conductas en el sentido de que las califican normativamente como obligatorias, prohibidas o permitidas, las reglas constitutivas de Searle poseerían un componente definicional, en lo que se asemejarían a las reglas determinativas de von Wright, pero Searle les atribuye además la propiedad de ‘regular’ la conducta que ellas definen. Sin embargo, como bien ha apuntado Raz, en buena medida la dificultad para aceptar el análisis de Searle deriva de que nunca explica cuál sería la ‘fuerza normativa’ de las reglas constitutivas, esto es, en qué sentido ‘regulan’ las acciones a las que se refieren (Raz, 1975, p. 110).

Por otra parte, al considerar en el capítulo III las críticas de Hart al reduccionismo frente a las normas jurídicas, esto es, la idea de que todas ellas se corresponderían con una estructura o función semejante (órdenes respaldadas por amenazas, imputación como debidas de sanciones frente a ciertos actos, etc.), he resaltado que su idea de que las normas que confieren potestades jurídicas no pueden corresponderse con ese tipo de esquemas supone asignarles el carácter de reglas determinativas o constitutivas, irreducibles a prescripciones o reglas regulativas. Y dado que ellas no ‘regularían’ comportamientos en el sentido de ordenar, prohibir o permitir ciertas acciones, sino solo en el sentido de que definirían o determinarían ciertas formas de interpretar la conducta, sin introducir modalizaciones deónticas, estarían desprovistas de la ‘fuerza normativa’ distintiva de las prescripciones.

De acuerdo con lo que he sostenido, si bien las reglas que confieren potestades jurídicas determinarían el conjunto de condiciones necesarias y suficientes para la validez de ciertos actos, ellas estarían estrechamente ligadas a la existencia de prescripciones, puesto que estas últimas establecerían los efectos jurídicos de todas las instancias válidas de un cierto predicado jurídico. Esto significaría, a criterio de María Beatriz, que a mi juicio las reglas determinativas o constitutivas no guiarían directamente la conducta, sino que contribuirían a guiarla de manera indirecta. Sin embargo, ella misma advierte que una cosa es afirmar que las reglas determinativas o constitutivas no tienen la misma fuerza normativa que las reglas prescriptivas o regulativas, y otra diferente sería afirmar que ellas no tienen, por sí mismas, ninguna fuerza normativa, lo cual equivaldría a sostener que al menos las que confieren potestades jurídicas no serían otra cosa que prescripciones indirectamente formuladas. De estas dos tesis, yo habría afirmado claramente la primera, pero no podría concluirse que sostenga la segunda. De todos modos, María Beatriz resalta como una deficiencia el que no me haya ocupado específicamente de la ‘fuerza normativa’ peculiar que poseerían las reglas determinativas o constitutivas.

Concuerdo plenamente con estas observaciones, esto es, que de lo que he dicho no se sigue que a mi juicio las reglas determinativas o constitutivas y, en particular, las reglas que confieren potestades jurídicas puedan interpretarse como prescripciones indirectamente formuladas. Lo que he querido resaltar es que usualmente la conducta de los individuos no se orienta a través de una norma aislada, sino a través de sistemas más o menos complejos de normas. Por ello, me parece más importante determinar, no el modo en que orientan la conducta las reglas determinativas o constitutivas, sino más bien el modo en que contribuyen a hacerlo en los sistemas normativos de los que forman parte. Y si bien es cierto que no he dicho nada explícitamente sobre cuál sería la ‘fuerza normativa’ peculiar que poseerían las reglas determinativas o conceptuales, de lo que he afirmado en los capítulos I y III creo que se encuentra implícita una respuesta a esto.

Creo que podría decirse que las reglas determinativas o constitutivas poseen una ‘fuerza normativa’ peculiar, diferente de la de las prescripciones, en el siguiente sentido. Las reglas que definen como mueve una torre en ajedrez no guían la conducta en el sentido de obligar, prohibir o permitir hacer algo, pero si alguien quiere jugar ajedrez, al pretender mover una torre “tiene que” seguir las reglas del juego pues, de otro modo, no estaría efectuando una jugada válida de ajedrez. De igual modo, como lo expresa Hart, las reglas que determinan la nulidad como consecuencia de la falta de satisfacción de las condiciones fijadas para la válida producción de, por caso, un contrato o un testamento, no pretenden disuadir de realizar ciertas acciones del modo en que la imposición de sanciones pretende desalentar que se cometan ciertos actos (Hart, 1961, pp. 35-36). Pero si se pretende lograr que el derecho reconozca ciertos efectos jurídicos a un contrato o testamento, se ‘tienen que’ satisfacer las condiciones fijadas por las normas jurídicas para el reconocimiento de esos efectos.

Podría decirse entonces que los ‘deberes’ que se siguen de tales reglas serían de la misma clase que los que se derivan de las reglas técnicas, es decir, ‘deberes técnicos’, no deberes prescriptivos (Perot, 2003, pp. 197-219). Un abogado, recomendando a su cliente cómo debe confeccionar un testamento, podría decirle “Si quiere hacer un testamento válido, entonces ‘tiene que’ hacer firmar por dos testigos un documento donde conste su declaración de cómo quiere que se dispongan sus bienes cuando muera”. En este consejo, recomendación o norma técnica, la proposición anankástica presupuesta consistiría en algo parecido a “Hacer que dos testigos firmen un documento donde conste su declaración de cómo quiere que se dispongan sus bienes cuando muera es condición necesaria para confeccionar un testamento válido”, donde la verdad de este enunciado descriptivo depende de la existencia de una regla determinativa o constitutiva en el sistema jurídico de que se trate que establezca que la validez de un testamento, requiere entre otras cosas, de la firma de dos testigos. Si tal regla no existe, entonces la proposición anankástica sería falsa y la norma técnica no resultaría eficaz. Por ello, una directriz de este tipo presupone, no solo una proposición anankástica como la indicada, sino también la regla determinativa o constitutiva que la hace verdadera. Los deberes derivados de las normas técnicas y de las reglas determinativas o constitutivas serían de la misma clase, puesto que, expresarían una ‘necesidad práctica’: que dos testigos firmen el documento constituiría, en el caso de la norma técnica, una necesidad para alcanzar el fin deseado y, en el caso de una regla determinativa o constitutiva, una necesidad para que la conducta quede enmarcada dentro de la actividad que ella define: en el ejemplo, confeccionar un testamento válido.

En el caso de las reglas determinativas o constitutivas que confieren competencias jurídicas podría decirse, con mayor precisión, que ellas expresan una ‘necesidad institucional’. Cuando von Wright compara las reglas ideales con las normas técnicas dice que las primeras no pueden identificarse con las segundas porque las reglas ideales presuponen relaciones conceptuales mientras que las normas técnicas presuponen relaciones causales (von Wright, 1963, p. 34). Una diferencia similar puede trazarse entre los deberes derivados de una norma técnica y los deberes que se derivarían de una regla que confiere potestades jurídicas: los primeros presuponen cierta ‘necesidad práctica’ que se origina en ciertas relaciones causales, mientras que los segundos presuponen ‘necesidades institucionales’ que son creadas a partir de las relaciones conceptuales establecidas por las reglas que confieren potestades jurídicas.

En cuanto a la segunda cuestión que plantea María Beatriz, como adelanté ella consiste en considerar básicamente –por brevedad simplificaré su planteo‒ que, tal como he reconocido, los conceptos jurídicos fundamentales aparecen tanto en el discurso de los legisladores, esto es, en normas para adscribir ciertas posiciones o relaciones jurídicas, como en el discurso de los juristas, esto es, en proposiciones normativas para describir las posiciones o relaciones jurídicas determinadas por ciertas normas jurídicas. No obstante, María Beatriz cuestiona el hecho de que en mi reconstrucción solo habría examinado la segunda cuestión sin tratar la primera, esto es, no habría examinado el significado de los conceptos jurídicos fundamentales en el uso de los discursos de los demás operadores jurídicos más allá de los juristas. Un análisis completo de los conceptos jurídicos fundamentales requeriría dar cuenta de cómo ellos se relacionan con las normas jurídicas. Por otra parte, estima que yo habría asumido que el discurso que es objeto de los análisis de Kelsen y Hohfeld en sus respectivas teorías de los conceptos jurídicos básicos es el discurso de las proposiciones normativas, algo que estima como básicamente correcto respecto de Kelsen, puesto que, él pretende reconstruir racionalmente los conceptos más elementales que emplean los juristas en cualquier rama del derecho, pero en cambio, sería más que controvertible en el caso de Hohfeld.

Con relación a esto último estoy de acuerdo en que cuál sea exactamente el discurso que intenta reconstruir Hohfeld es algo controvertible, y quizás debí advertirlo en el texto. De todos modos, la intención del capítulo fue recoger las mejores contribuciones de ambas tradiciones, tanto la continental representada por Kelsen, como la anglosajona representada por Hohfeld, en la reconstrucción de los conceptos jurídicos fundamentales para proponer una revisión de la teoría sobre el final del capítulo, y a tal fin es que preferí privilegiar los puntos de acuerdo más que los desacuerdos.

En cuanto a lo primero, no creo que mi análisis resulte incompleto en el sentido que señala María Beatriz. Es correcto que en el capítulo III solo he ofrecido un esbozo de reconstrucción del significado de los conceptos jurídicos fundamentales tal como ellos se presentan en el discurso de los juristas, esto es, en proposiciones descriptivas relativas a las posiciones o relaciones jurídicas a partir de un sistema normativo, y ello tomando como base una lógica de proposiciones normativas. Pero eso no significa que no haya en el libro un análisis del significado de esos mismos conceptos, tal como aparecen en las normas mismas. El significado de los conceptos jurídicos básicos en tal sentido que se derivan de normas prescriptivas, como ‘obligación’ o ‘deber’, ‘prohibición’ o ‘ilícito’, ‘permisión’, ‘facultamiento’, etc., se encuentra desarrollado en el capítulo I en la presentación que he efectuado del sistema estándar de la lógica deóntica. Si bien el sistema estándar de lógica deóntica presenta cierta distancia y desajustes respecto del lenguaje ordinario, como lo demuestran las diversas paradojas que se han puntualizado a su respecto, creo que ofrece una reconstrucción adecuada de al menos un primer nivel de análisis de nuestras intuiciones subyacentes respecto de las relaciones lógicas entre las normas.

Por supuesto, esto todavía deja abierta la cuestión del significado de los conceptos jurídicos fundamentales que se derivan de reglas determinativas o constitutivas, como ‘competencia’, ‘incompetencia’, ‘inmunidad’, ‘privilegio’, etc., cuando ellos aparecen en esas mismas reglas y no en proposiciones relativas a ellas. Pero aquí lo que ocurre es que, tal como he intentado justificar en la reconstrucción ofrecida sobre el final del capítulo, el significado de estos conceptos tal como aparecen en las reglas determinativas o constitutivas no difiere de aquel que presentan en el discurso de las proposiciones normativas debido a que los sistemas de reglas determinativas o constitutivas son necesariamente cerrados, a diferencia de los de reglas prescriptivas. En otras palabras, ‘competencia’, ‘incompetencia’, ‘inmunidad’, ‘privilegio’, no significan cosas distintas cuando aparecen en normas y cuando aparecen en proposiciones normativas, a diferencia de lo que ocurre con el significado de expresiones como ‘obligación’, ‘prohibición’ o ‘permisión’, cuyo significado sí difiere en uno y otro caso.

Este es un punto que hemos discutido mucho con María Beatriz, y en el que quizás hoy debilitaría algunas de las afirmaciones que he formulado en TAD. De todos modos, aunque pueda resultar controvertible el punto de vista que he sostenido en el libro sobre esto, lo cierto es que, tanto el significado de los conceptos jurídicos básicos dependientes de reglas regulativas como el de los dependientes de reglas constitutivas, cuando tales conceptos aparecen en normas y no en proposiciones normativas, cuenta con un análisis detallado en el libro.

III. Sobre conflictos entre derechos y jerarquías normativas. Respuesta a Mauricio Maldonado Muñoz

En su comentario al capítulo V de TAD Mauricio Maldonado Muñoz se detiene en particular en mi tratamiento del problema de los conflictos entre derechos. Allí comenta en primer lugar mi presentación crítica de la tesis anticonflictivista, esto es, la que rechaza la posibilidad de que dos normas constitucionales que tutelan derechos puedan entrar en conflicto. En TAD he sostenido que esa idea admite diferentes interpretaciones, la más fuerte de las cuales sostendría que frente a cualquier caso, aun cuando parezcan encontrarse comprometidos derechos en aparente conflicto, es posible hallar una solución unívoca predeterminada por la constitución. A partir de la presentación de estas tesis he sostenido que la dificultad primordial que plantean los conflictos entre derechos constitucionales puede presentarse en la forma de un dilema: o bien se rechaza la posibilidad de conflictos genuinos entre derechos constitucionales, pero entonces debería poder justificarse la existencia de una ordenación completa y a priori de tales derechos, lo cual parece un ideal inalcanzable; o se acepta la posibilidad de conflictos genuinos entre derechos constitucionales, pero entonces ha de admitirse que los jueces poseen amplia discrecionalidad para resolverlos.

Lo que observa Mauricio Montalvo-Menard al respecto es que mi análisis se centraría exclusivamente en la postura que se adopte frente a la jerarquía entre los derechos, cuando en verdad el debate entre posiciones conflictivistas y anticonflictivistas sería mucho más amplio pues comprendería varias discusiones distintas: la polémica sobre los límites de los derechos, que enfrenta a quienes aceptan límites internos y quienes defienden límites externos; la que concierne al contenido esencial de los derechos, que enfrenta a los defensores de posturas absolutas, relativas y no restrictivistas; la discusión entre los especificacionistas y los infraccionistas y la que enfrenta a los defensores del monismo ético y los defensores del pluralismo de los valores. Esta consideración más amplia de los temas en debate le permite ofrecer un mapa conceptual mucho más amplio y rico que el que yo he ofrecido. Sobre esto no puedo sino estar plenamente de acuerdo y reconocer que mi objetivo ha sido bastante más modesto que presentar un recorrido por la amplitud de temas en discusión cuando se habla de la posibilidad de conflictos entre derechos.

En cambio, cuando Mauricio se detiene en el eje de discusión que yo he tomado como central, esto es, el de las jerarquías normativas, formula algunas observaciones con las cuales tengo algunas discrepancias. La primera es que Mauricio sostiene que le llama la atención que haya tratado la postura del constitucionalista argentino Miguel Ángel Ekmekdjian como anticonflictivista cuando, de acuerdo con ciertos autores, Ekmekdjian admitiría la posibilidad de conflictos entre derechos para, luego, ofrecer una solución a todos ellos a través de una jerarquía fija e inmóvil entre ellos. Mauricio afirma aquí que si se distingue el criterio de identificación de un conflicto y el criterio de identificación de la forma en la que ha de resolvérselo, una posición anticonflictivista ‘genuina’ no sería aquella que acepta que los conflictos son resolubles sino la que defiende que ellos no existen o no son genuinos. Creo que aquí nuestra discrepancia es meramente verbal: admitir la posibilidad de conflictos, pero considerar que existe un criterio prestablecido que permite darles una solución unívoca a todos ellos no difiere a mi juicio en nada de la postura que considera que no hay conflictos ‘genuinos’, dado que un conflicto para el cual se cuenta con una solución es un conflicto meramente aparente. Como sostuve en TAD al presentar los argumentos en defensa de la tesis anticonflictivista fuerte, no existe una diferencia relevante entre sostener que existen jerarquías entre los derechos constitucionales que permiten superar cualquier posible conflicto y sostener que todo conflicto entre derechos es aparente y puede ser superado por vía de interpretación.

A continuación Mauricio evalúa mi análisis de la propuesta de Guastini consistente en distinguir cuatro sentidos en los que suele hablarse de jerarquías normativas: una ‘jerarquía estructural o formal’ (relación que se verifica entre las normas sobre la producción jurídica y aquellas cuya producción es regulada por las primeras); una ‘jerarquía material o sustancial’ (relación que se verifica entre dos normas cuando una tercera establece que una de las dos primeras es inválida si es incompatible con la otra); una ‘jerarquía lógica o lingüística’ (relación que se verifica entre dos normas cuando una se refiere a otra), y una ‘jerarquía axiológica’ (relación que se verifica entre dos normas cuando el intérprete atribuye a una un valor superior al de la otra) (por ejemplo, en Guastini, 2014, pp. 209-213).

Al examinar la idea de jerarquías normativas mi intención en el libro estuvo centrada en diferenciar las preferencias entre normas de las jerarquías normativas en sentido técnico, entendiendo esto último como una ordenación, no entre normas, sino entre conjuntos de normas, de modo que un conjunto de normas se encontraría jerárquicamente estructurado cuando existen relaciones de preferencia entre sus normas tales que ellas determinan una partición de ese conjunto de normas en subconjuntos no vacíos, conjuntamente exhaustivos y mutuamente excluyentes. Por eso, luego de comentar los sentidos que Guastini diferencia, afirmé brevemente que la jerarquía estructural o formal podría interpretarse como un caso específico de jerarquía lógica, puesto que siempre que una norma regule la producción de otra norma necesariamente ha de referirse a esta última (aunque habría casos de jerarquía lógica que no serían supuestos de jerarquía estructural o formal, de modo que esta última categoría sería más amplia que la primera), y que la jerarquía axiológica implicaría el reconocimiento de una jerarquía material entre las normas en juego, que hace prevalecer a la que se considera axiológicamente superior en casos de conflicto, de lo cual se seguiría que centralmente no habría más que dos grandes sentidos en los que podría hablarse de la ordenación jerárquica entre normas: el sentido lógico y el sentido material.

Si bien con lo expuesto no he pretendido descalificar las distinciones de Guastini sino más bien resaltar aquellos sentidos que me parecían más relevantes a los fines de mi análisis, Mauricio estima que mi simplificación no se encontraría justificada. Del mismo modo, el propio Guastinirechazó lasasimilaciones que propuse (Guastini, 2022, pp. 109- 118). Por una parte, Guastini considera que la jerarquía formal no podría interpretarse como una subclase de jerarquía lógica porque las normas sobre la producción jurídica no versarían sobre otras normas sino sobre actos normativos, distinguiéndose así de la relación que mediaría, por ejemplo, entre una norma derogatoria y la norma derogada, donde la primera versa sobre la segunda al nivel de metalenguaje. Algo parecido afirma Mauricio al sostener que la distinción entre jerarquía formal y jerarquía lógica serviría para diferenciar dos formas en las que una norma se refiere a otra.

A esto último respondería, no obstante, que si bien puede ser cierto que existan muchas formas diferentes en las que una norma puede referirse a otra, ello no quita que todas esas formas son especies del género que Guastini caracteriza como jerarquía lógica. En cuanto a las observaciones de Guastini, las normas sobre la producción jurídica, esto es, las que confieren potestades, si bien se refieren en forma directa a aspectos formales relativos a los actos normativos y no a las normas creadas por esos actos, también pueden establecer condiciones de validez material de las normas a crearse. Y tampoco me parece satisfactorio sostener que esas relaciones difieran significativamente de la relación metalingüística que mediaría entre, por ejemplo, una norma derogatoria y la norma por ella derogada, simplemente porque no creo que exista nada parecido a ‘normas derogatorias’: lo que suele denominarse de ese modo es una disposición o formulación lingüística que expresa un acto legislativo de derogación, si bien también hay actos derogatorios no legislativos –como los que cumplen los intérpretes aplicando criterios como lex superior y lex posterior‒ que no tienen correlato con “norma derogatoria” alguna.

Por otra parte, Guastini estima que la jerarquía axiológica se diferencia de la jerarquía material porque la relación jerárquica material dependería de lo que digan las fuentes, en tanto que las jerarquías axiológicas serían operaciones hechas por los intérpretes, y porque la jerarquía axiológica no necesariamente provocaría la invalidez de la norma inferior sino que, por ejemplo, cuando se construye una jerarquía axiológica entre dos principios constitucionales para resolver un conflicto entre ellos, el principio que sucumbe en el balance no es aplicado en el caso concreto, pero no pierde su validez. Mauricio, de manera muy próxima, sostiene que la diferencia se justificaría en que de acuerdo con la caracterización de Guastini la jerarquía material sería una jerarquía fija establecida ex ante por una norma que impactaría sobre la validez, en tanto que, la jerarquía axiológica sería una jerarquía móvil establecida ex post por el intérprete y donde el impacto sobre la validez solo podría juzgarse como más o menos plausible.

A esto respondería, en primer lugar, que la caracterización genérica que ofrece Guastini de jerarquía material no implica en absoluto que ella se circunscriba a lo que digan las fuentes del derecho o que se limite a los casos en los que la preferencia es establecida ex ante por el legislador. En segundo lugar, cuando un intérprete atribuye a una norma un valor superior a otra, ello implica establecer una preferencia entre ambas, lo cual tiene básicamente sentido si las normas en cuestión se encuentran en conflicto y es preciso escoger una. Pero además, considerar que la jerarquía material impacta sobre la ‘validez’ mientras que la axiológica impacta sobre la aplicabilidad. Como sostiene Guastini, resulta problemático, porque por ‘validez’ puede entenderse una referencia tanto a la pertenencia como a la aplicabilidad de las normas, y la asignación de una jerarquía axiológica superior a un principio sobre otro puede reconstruirse desde un punto de vista teórico ya sea desde la perspectiva de la pertenencia como de la aplicabilidad.

De todos modos, como he dicho, mi pretensión no fue sostener que las distinciones de Guastini resultaban injustificadas o que tienen algo de objetable, sino solamente que podían en cierto sentido, simplificarse. Y de ello concluí que, si bien entre las normas pueden reconocerse diversas relaciones, de todas ellas la única que determinaría genuinas preferencias entre las normas en juego, sería la que Guastini califica como ‘jerarquía material’, porque ella implicaría la necesidad de contar con un criterio para escoger una de ellas en supuestos de conflicto, y que solo las relaciones de preferencia entre normas que satisfagan ciertas condiciones demarcarían jerarquías en el sentido técnico que antes he caracterizado. No obstante, Mauricio objeta esto sosteniendo que en el caso en que un tribunal declara a una norma inconstitucional por su forma o por defectos de validez formal, podría decirse que la existencia de una jerarquía formal también establece un criterio de preferencia. Yo creo que sostener tal cosa sería algo un tanto forzado: desde luego en algún sentido podría decirse que una decisión semejante supone un cierto criterio de preferencia, pero no en el sentido de una relación que privilegia la solución establecida por una norma frente a otra que se encuentra en conflicto con ella.

A continuación, Mauricio señala, acertadamente, que muchas veces cuando se discute sobre los conflictos entre derechos los teóricos no aclaran a qué tipo de conflictos y a qué tipos de derechos se refieren, y propone distinguir algunos enfoques para esclarecer el problema, relativos a los sujetos en conflicto, los objetos sobre los que versa el conflicto y los enfoques intra y extrasistemáticos. Me parece que una propuesta semejante, solo esbozada en el trabajo, puede resultar muy enriquecedora para la discusión y solo puedo decir que me gustaría verla desarrollada.

Sobre el final Mauricio hace una breve referencia a la resolución de conflictos entre derechos y, en particular a la fórmula del peso, a cuyo respecto afirma que siempre le ha resultado sorprendente el éxito que ha tenido dicha fórmula, lo cual comparto plenamente, y destaca el modo en que en el libro la he criticado. Agradezco desde luego ese elogio, pero debo decir que resulta algo infundado. Si bien estoy muy conforme con lo que he escrito al respecto, su mérito en todo caso descansa en haber armonizado y presentado de un modo que me parece atractivo argumentos que, en lo sustancial, no son míos, salvo con alguna excepción. De hecho, creo que más allá de otras cuestiones de detalle, el argumento que resulta crucial para evaluar críticamente la famosa fórmula del peso es el que fuera desarrollado por Lars Lindahl que muestra que los números que se asignan a las distintas variables en la fórmula de Alexy son asignificativos y, consiguientemente, que las operaciones aritméticas de multiplicación y división (es decir, toda la fórmula) carecen igualmente de significado (Lindahl, 2009, pp. 355-375). Ese argumento, irrefutable, descalifica por completo la construcción alexyana.

IV. Sobre dinámica jurídica. Respuesta a Sebastián Agüero-SanJuan

En su comentario al capítulo V de TAD, luego de una clarísima, sintética y a la vez minuciosa reseña de mi reconstrucción de la dinámica jurídica, Sebastián Agüero- SanJuan formula tres conjuntos de reflexiones críticas que versan sobre la caracterización de la noción de sistema jurídico dinámico, la operación de reforma de un sistema jurídico y mi lectura del principio de lex specialis como criterio de interpretación.

Con respecto a la primera cuestión, mi caracterización de la noción de orden jurídico o sistema jurídico dinámico en TAD ha consistido en reconstruirla como una secuencia de conjuntos de normas, originada en un cierto conjunto de normas primigenio, y que se integra con un nuevo conjunto con cada acto válido de promulgación o derogación, secuencia que preserva su identidad en tanto no se modifique el criterio de legalidad de los cambios.

He seguido en esta caracterización a Alchourrón y Bulygin, quienes resaltaron que bajo la idea de reconstruir al derecho como un sistema se encubren dos intuiciones en tensión: que un sistema jurídico es básicamente un conjunto de normas y que, no obstante, un sistema jurídico conserva su identidad pese a que las normas que lo conforman pueden variar a lo largo del tiempo (Alchourrón y Bulygin, 1976, pp. 3-23). Estas dos intuiciones no pueden armonizarse coherentemente puesto que, bajo una caracterización extensional, la identidad de un conjunto depende de la identidad de los elementos que lo componen, de modo que con cada acto de modificación normativa el sistema jurídico, entendido como un conjunto de normas, no podría preservar su identidad. Con fundamento en esa idea Alchourrón y Bulygin propusieron diferenciar dos nociones de sistema jurídico: una estática, entendida como un conjunto de normas, y una dinámica, entendida como una secuencia de conjuntos de normas, distinción que había sido anticipada por Joseph Raz, pero con una vacilante postura en cuanto al modo de entender la noción dinámica y sus relaciones con la estática (Raz, 1970, pp. 34 y ss.).

Esa reconstrucción les permitió a Alchourrón y Bulygin ofrecer una explicación muy rica de los procesos dinámicos de promulgación y derogación y sus resultados, conclusiones que luego fueran generalizadas por Alchourrón conjuntamente con Peter Gärdenfors y David Makinson en lo que se conoce como la teoría AGM de revisión o cambios racionales de creencias, que podría interpretarse como una teoría general de los sistemas dinámicos (Alchourrón et al.1985, pp. 118-139).

No obstante, hace algunos años la caracterización de los sistemas jurídicos dinámicos de Alchourrón y Bulygin fue puesta en tela de juicio por Hugo Zuleta al señalar lo que podríamos denominar el ‘problema de la extensionalidad de las secuencias’ (Zuleta, 2013, pp. 239-248). Zuleta sostuvo que interpretar a un sistema jurídico dinámico como una secuencia de conjuntos de normas que se suceden en el tiempo con cada acto válido de producción normativa, y que conservaría su identidad en tanto no se modifiquen los criterios de identificación de normas, no resultaría adecuado para dar cuenta de la dinámica jurídica. Su justificación es que, si el sistema dinámico u orden jurídico es una secuencia de sistemas, y se entiende ese concepto en el sentido usual de la teoría de conjuntos, no podría cumplir la función que con él se pretende, porque las condiciones de identidad de las secuencias, como las de todas las entidades de la teoría de conjuntos, serían extensionales. Y si las secuencias también son entidades extensionales, si cada acto de promulgación o derogación provoca la necesidad de integrar un nuevo sistema estático en la secuencia, lo que se obtendría igualmente es una secuencia diferente.

Alchourrón y Bulygin no llegaron a ofrecer una respuesta a esta objeción. Yo intenté hacerlo en TAD sosteniendo que es menester diferenciar dos nociones sistema jurídico dinámico. A la primera y más general propuse denominarla ‘orden jurídico simpliciter’: se trataría de una secuencia, originada en un cierto conjunto de normas, que agrupa sucesivamente a todos los conjuntos de normas asociados adistintos actos de producción normativa que puedan ser calificados como regulares de conformidad con las pautas fijadas por el conjunto precedente. No se asume aquí que esos actos normativos ya se han producido efectivamente, y la secuencia abarca a todos los conjuntos de normas que puedan producirse válidamente en tanto no exista un quiebre de la legalidad. A la segunda noción propuse denominarla ‘orden jurídico existente o actualizado’: se trata de una secuencia, originada en un cierto conjunto de normas, que agrupa a todos los conjuntos de normas que asociamos a distintos actos de producción normativa ‘efectivamente cumplidos’ que puedan ser calificados como regulares de conformidad con las pautas fijadas por el conjunto precedente. Esta noción de orden jurídico desde luego ‘pierde su identidad’ si ahora se produce un nuevo acto de producción normativa, puesto que, en tal caso sería preciso adicionar un nuevo conjunto de normas a la secuencia previa, lo que daría por resultado una secuencia diferente. La reconstrucción que asume Zuleta en su crítica se apoya en la noción de ‘orden jurídico existente o actualizado’; la de Alchourrón y Bulygin, así como la mía, en cambio, implican asumir la noción de ‘orden jurídico simpliciter’.

Yo creo que esta es una respuesta adecuada a la objeción de Zuleta y ofrece un modo satisfactorio de reconstruir la dinámica jurídica. Sin embargo, el problema que puntualiza Sebastián al respecto es que la idea de orden jurídico que defiendo requeriría de una caracterización intensional, porque solo así sería posible la variación o indeterminación de sus elementos sin cambio de la secuencia, de modo de abarcar a todos los conjuntos de normas que se produzcan válidamente en tanto no exista un quiebre de la legalidad. Pero esto parecería en tensión con la idea originaria que motivara las críticas a la pretensión de explicar la dinámica del derecho en términos de un conjunto de normas, porque la idea allí era que, caracterizando a un conjunto extensionalmente no podrían explicarse los cambios en el contenido del derecho, lo que obligaba a recurrir a la noción más abstracta de secuencia. Si ahora se reconoce que la noción de secuencia, para dar cuenta satisfactoriamente de la dinámica jurídica, debe caracterizarse intensionalmente, la pregunta sería ¿por qué no se recurrió desde el inicio a una noción intensional de conjunto para solucionar el problema? En otras palabras, lo que Sebastián observa es que parecería haber una inconsecuencia en la argumentación, lo que lo lleva a preguntarse cuál sería en última instancia la noción de conjunto que yo estaría asumiendo, una caracterización intensional propia de las teorías simples que se sustentan en propiedades o una caracterización extensional propia de las teorías axiomáticas.

La observación de Sebastián es básicamente correcta. Un conjunto, una secuencia o una función se pueden caracterizar extensional o intensionalmente, algo que me he preocupado de aclarar en TAD frente a la afirmación de Zuleta de que los conjuntos y las secuencias ‘son’ entidades extensionales. Una caracterización intensional permite dar cuenta de conjuntos abiertos; de hecho, no todos los conjuntos pueden ser definidos extensionalmente mediante la enumeración de sus elementos, porque hay conjuntos cuyos elementos no son enumerables. Pero si esto es así, la inadecuación de la reconstrucción de la noción dinámica de sistema jurídico en términos de conjuntos de normas no debería justificarse apelando al carácter extensional de los conjuntos.

Ahora bien, mi propio argumento en defensa de la reconstrucción de la dinámica jurídica en términos de secuencias de conjuntos de normas no se centró en ello: lo que sostuve es que, entre concebir al sistema dinámico como un conjunto de normas y concebirlo como un conjunto de conjuntos de normas, media una diferencia en el nivel de abstracción, siendo obviamente la segunda perspectiva más abstracta que la primera. Si un sistema dinámico fuera concebido como un conjunto de normas y los sistemas estáticos como subconjuntos de las normas válidas en diferentes momentos, no sería posible explicar satisfactoriamente los cambios en el derecho. En otras palabras, no existe ninguna caracterización intensional de un conjunto de normas que permita dar cuenta de modo satisfactorio de la dinámica jurídica. Si se dijera, por ejemplo, que un sistema jurídico dinámico es un conjunto de todas las normas válidamente promulgadas en diferentes momentos temporales, esa idea no permitiría explicar que algunas de esas normas han sido derogadas en tanto que otras permanecen vigentes. Si se dijera que un sistema jurídico dinámico es un conjunto de todas las normas válidamente promulgadas y no derogadas, perderíamos de vista que las que fueron válidamente promulgadas y se derogaron también fueron parte del derecho. Pero si en cambio, el sistema dinámico se interpreta como una secuencia, esto es, un conjunto ordenado de sistemas estáticos; dentro del sistema dinámico pueden analizarse las relaciones de sucesión temporal entre los sistemas estáticos.

La caracterización de la dinámica jurídica en términos de la noción de orden jurídico simpliciter, no de orden jurídico actualizado, que es la que yo he privilegiado y también la que emplean Alchourrón y Bulygin, permite dar cuenta de secuencias abiertas hacia el futuro pero requiere de una caracterización intensional, donde la identidad de la secuencia depende de la identidad de los criterios usados para la identificación de los conjuntos estáticos de normas que la integran, de modo que en tanto esos criterios no cambien la secuencia será la misma, aunque su contenido sea distinto. En otras palabras, como lo observara acertadamente Giovanni Ratti, la secuencia de conjuntos de normas no puede ser entendida como superconjuntoen el sentido de Zermelo sin másbien como una progresión en el sentido de Peano (Ratti, 2022, pp. 273-298). En síntesis, no creo que la necesidad de recurrir a una caracterización intensional de los sistemas jurídicos dinámicos genere ninguna tensión sobre el resto de mi reconstrucción sino, en todo caso, únicamente con el énfasis puesto en la explicación simplificada inicial centrada en el principio de extensionalidad, en lo que he seguido básicamente a Alchourrón y Bulygin para, más adelante en el capítulo, refinarla incorporando mis réplicas a Zuleta.

El segundo grupo de reflexiones críticas de Sebastián se refiere a la operación de reforma de un sistema jurídico y sus relaciones con los procesos de promulgación y derogación. En TAD he sostenido, en consonancia con Alchourrón y Bulygin, que la operación de reforma puede ser reconstruida como la derogación de una norma y la posterior promulgación de una nueva norma, modificada respecto de la que se derogó. No obstante, Sebastián observa que en los ordenamientos jurídicos contemporáneos la derogación funcionaría como un predicado relacional, pues la derogación de una norma requeriría de una norma posterior derogatoria. Por otro lado, cualquier promulgación provocaría la eliminación de consecuencias jurídicas preexistentes incompatibles, salvo que se tratara de una promulgación primigenia, es decir, sobre una materia no regulada previamente. Ello implicaría que en los ordenamientos jurídicos actuales las diferencias entre promulgación y derogación se verían atemperadas pues toda derogación exigiría un acto de promulgación y la mayoría de las promulgaciones producirían derogaciones, pues sería improbable la ocurrencia de una promulgación primigenia, razón por la cual debería repensarse el modo de concebir a la reforma frente a la promulgación y la derogación.

Lo primero que diría al respecto es lo siguiente. La expresión ‘derogación’ es utilizada por los juristas para hacer referencia a dos cosas distintas: a un ‘acto normativo de derogación’ o derogación expresa y a la ‘derogación por incompatibilidad’ o derogación tácita. Un acto normativo de derogación –cuya formulación verbal típica es ‘Deróguese el artículo 1 de la ley .’‒ es una operación por la cual una autoridad normativa pretende eliminar una norma del sistema individualizando concretamente la formulación que la expresa. Esa acción puede interpretarse en los términos de la teoría de los cambios racionales de creencias como una contracción pura del sistema, pero ella tan solo puede afectar directamente a normas que cuentan con una formulación expresa, no a consecuencias que se sigan de normas formuladas expresamente. La derogación tácita o por incompatibilidad, en cambio, constituye una operación compleja en la cual interviene, por una parte, la autoridad normativa, quien promulga una nueva norma (en realidad, un nuevo texto con cierto significado) y, por la otra, el intérprete o teórico, quien busca restablecer la consistencia una vez que se ha introducido un conflicto. En razón de ello, la derogación tácita o por incompatibilidad se corresponde con lo que en la teoría de los cambios racionales de creencias se califica como una operación de revisión, esto es, una expansión consistente.

Hasta aquí, lo que he indicado concuerda al menos parcialmente con lo que sostiene Sebastián, en el sentido de que las diferencias entre la promulgación y derogación deberían matizarse, puesto que en muchos casos ambas operaciones resultan formalmente equivalentes pues se comportan como revisiones. Esto no sería así solo cuando lo que se promulga es una norma que no entra en conflicto con normas preexistentes (lo que Sebastián llama ‘promulgación primigenia’) o bien cuando consideramos la operación de promulgación con independencia de la necesidad de restablecer la consistencia del sistema, y en los casos en que la derogación es producto de un acto expreso que se limita a eliminar una norma que cuenta con una formulación expresa. Sin embargo, hay varias aclaraciones que creo pertinente efectuar. En primer lugar, no estoy de acuerdo con que la derogación funcione siempre como un predicado relacional, esto es, que se trate de una relación entre una norma y otra posterior derogatoria. En el caso de la derogación tácita o por incompatibilidad, es correcto sostener que la derogación de una norma requiere de la promulgación de otra norma incompatible con ella. Pero en el caso de la derogación expresa no existe norma derogatoria alguna, como ya observé en mi respuesta a Maldonado: lo que se califica aquí como ‘norma derogatoria’ es una expresión lingüística a través de la cual la autoridad normativa expresa un acto de derogación de cierta formulación normativa, del tipo ‘Deróguese el artículo 1 de la ley x’, del mismo modo en el que un acto de promulgación requiere de una expresión lingüística que lo dé a conocer, del tipo ‘Promulgase la ley x’. En segundo lugar, tampoco me parece correcto sostener que toda promulgación, salvo que verse sobre una materia antes no regulada, provoque derogaciones. El hecho de que una materia se encuentre ya regulada no significa que toda promulgación respecto de ella vaya a generar derogaciones: para que eso ocurra la nueva norma debe resultar incompatible con las regulaciones preexistentes. Y, además, como dije, uno podría interpretar a la promulgación como una simple expansión, si es que se desentiende del problema de cómo restablecer la consistencia del sistema si la norma incorporada la genera. Finalmente, no entiendo exactamente por qué cree Sebastián que esto obliga a repensar el modo de caracterizar la operación de reforma como una operación compleja que supone la eliminación del sistema de una norma y la incorporación de otra norma parcialmente distinta.

Lo segundo que sostiene Sebastián es que de acuerdo con mi reconstrucción de la dinámica jurídica, solo a través de los actos de autoridad se generarían modificaciones en el sistema dinámico, correspondiéndose cada nuevo sistema a un acto normativo de modificación, pero en el caso de la reforma, al igual que lo que acontecería con lo que he llamado ‘revisión neutra’ y con lo que he llamado ‘orden jurídico no depurado’, existirían dos alteraciones sucesivas del sistema cuando la autoridad realizaría un único acto.

Esto requiere de varias aclaraciones. En primer lugar, nada en mi reconstrucción de la dinámica jurídica me compromete con la idea de que los únicos cambios en el sistema dinámico se producen por actos institucionales de ciertas autoridades normativas. Más allá de que asumir esto me comprometería con la admisión de la legislación como única fuente de derecho, algo que por cierto contradice una buena cantidad de páginas de mi libro, además significaría desconocer que, como dije, las autoridades normativas solo operan directamente sobre textos, los cuales requieren de interpretación; y como los sistemas normativos están compuestos por normas, no por formulaciones normativas, aunque se asuma como lo he hecho una concepción de la interpretación que admite que en los casos claros las formulaciones normativas tienen ya un cierto significado antes de la intervención de los intérpretes, eso no obsta a que los cambios interpretativos, al igual que las modificaciones en las relaciones jerárquicas entre normas admitidas por los intérpretes, impacten sobre la configuración de los sistemas dinámicos. En segundo lugar, si bien desde un punto de vista formal la operación de revisión admite tres alternativas de reconstrucción (conservadora, innovadora o neutra), toda operación de revisión – no solo la revisión neutra como parece interpretar Sebastián‒ es una operación compleja que combina una expansión y una contracción, solo que ellas pueden combinarse de diversas formas. En tercer lugar, Sebastián parece pensar que, en el modelo del orden jurídico no depurado, si cierta autoridad promulga una norma incompatible con otras de rango superior, el restablecimiento de la consistencia obligaría a aceptar que un único acto normativo produce dos modificaciones: la incorporación de un nuevo sistema inconsistente como producto del acto de promulgación y luego su sustitución por otro sistema consistente como producto de la acción de los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, en el modelo del orden jurídico depurado, la promulgación de una norma en cierto nivel normativo que provoca una inconsistencia con normas no jerárquicamente superiores sino del mismo nivel normativo requiere igualmente de una revisión que constituye un acto complejo de expansión y contracción. Además, en el modelo del orden jurídico no depurado, la promulgación de una norma incompatible con normas de rango superior generará un nuevo sistema inconsistente, pero como aquí lex superior no opera preservando la consistencia sino como una directiva a los jueces, el conflicto persistirá en el sistema y la utilización de lex superior solo jugará, como dije, en el nivel de la aplicabilidad de las normas a casos concretos, sin afectar su pertenencia al sistema, de modo que no habría dos modificaciones normativas.

En cuanto a la reforma, es correcto que, si bien puede entenderse que aquí la autoridad normativa realiza un único acto, ese acto es complejo y ha de ser reconstruido como si generara dos modificaciones en el sistema. Pero, en primer lugar, si se pretende preservar la intuición de que a cada acto normativo se corresponde una única modificación de la secuencia, nada impide considerar que ese acto complejo genera un único nuevo sistema en el que simultáneamente se elimina una norma y se incorpora otra parcialmente distinta. En segundo lugar, como hemos visto la reforma no es la única operación compleja de modificación de un sistema jurídico, sino que también muchas promulgaciones y derogaciones lo son, porque se comportan formalmente como revisiones; que es precisamente el primer argumento que utiliza Sebastián para dudar de mi reconstrucción de la reforma fundado en que las diferencias entre promulgación y derogación no serían tan profundas.

Para concluir, el tercer conjunto de observaciones críticas de Sebastián se centra en que mi idea de que lex specialis constituiría, más que un criterio de resolución de conflictos entre normas, un criterio de interpretación orientado a evitar el surgimiento de conflictos. Contra esto, Sebastián observa en primer lugar que del hecho de que lex specialis, a diferencia de lex superior y lex posterior, no demarque jerarquías no se seguiría que deba ser interpretado como un criterio de interpretación. Estoy completamente de acuerdo con esto, solo que yo no empleé esta diferencia como fundamento de mi particular lectura de lex specialis. Por otra parte, Sebastián sostiene que mi sugerencia resultaría problemática porque ella se apoyaría en considerar que puede haber “formulaciones en aparente conflicto” o “textos difíciles de conciliar”, cuando en verdad la consistencia o inconsistencia solo podría predicarse de formulaciones ya interpretadas, de manera que lex specialis siempre ofrecería un criterio para solucionar un conflicto entre normas, y su manera de resolverlo consistiría en sugerir la atribución de una nueva interpretación a una de las disposición en juego que esté en armonía con la remanente. Aquí solo puedo decir que esto último es precisamente lo que he querido significar al sostener que lex specialis es un criterio para evitar conflictos por vía de una selección de una interpretación de una formulación normativa antes que otra. Es cierto que en el libro utilicé en ciertos casos expresiones como “formulaciones en aparente conflicto” o “textos difíciles de conciliar”, pero eso en todo caso ha sido una forma simplificada y, si se quiere, poco feliz, para aludir a formulaciones normativas que expresan normas en aparente conflicto y textos que expresan normas difíciles de conciliar.

Más allá de esto, Sebastián considera que se podría controvertir que lex specialis no funcione a veces, al igual que lex superior y lex posterior, atendiendo exclusivamente a las características del acto de promulgación de las normas en conflicto, como cuando se interpreta al derecho civil con un carácter común y general, que no resultaría aplicable cuando sus normas se oponen a las derivadas de leyes especiales. Aquí, sin entrar a considerar los significados de una formulación normativa, lex specialis conferiría prioridad a las normas contenidas en leyes especiales. También habría situaciones que a criterio de Sebastián mostrarían que lex specialis no puede leerse como un criterio de interpretación, sino que se utiliza para seleccionar normas en conflicto, como lo sería cuando un mismo cuerpo normativo contiene definiciones diversas de un mismo término y, con base en el principio de especialidad, se opta por una de ellas en razón del contexto en que se insertan ciertas disposiciones regulativas. Creo que ninguno de estos dos tipos de ejemplo es apto para descalificar mi lectura, que como dije, no significa estrictamente considerar que lex specialis no resuelve conflictos, sino en todo caso que no los resuelve del mismo modo que lex superior y lex posterior. Porque si en estos casos hay genuinos conflictos, no veo por qué no podría interpretarse que la prioridad que se asigna a una norma respecto de la otra requiere considerar aspectos vinculados al posible significado a atribuir a una formulación normativa para hacerla compatible con otra, como creo que puede sostenerse en el primer ejemplo; pues si la ley especial entra en conflicto con las disposiciones comunes, esto puede leerse como una situación en la que se interpreta que las primeras no cubren los casos que las leyes especiales regulan. Pero además, me parece que la particularidad que presenta este tipo de ejemplos es que en ellos se desplaza la aplicación de una norma respecto de otra, o de un cuerpo normativo respecto de otro, con fundamento en el principio de especialidad incluso en supuestos en los que no hay conflicto, como parece indicarlo en particular el segundo ejemplo, en el que la preferencia que se acuerda a una definición sobre otra para un cierto cuerpo de regulaciones no requiere que la elección de la otra definición genere conflicto alguno. El punto, creo, es que, como bien lo señala Silvia Zorzetto, el principio de la ley especial tiene para los teóricos y para los juristas funciones diversas, no todas ellas necesariamente vinculadas a la resolución de conflictos normativos (Zorzetto, 2010). Pero esta circunstancia es perfectamente compatible con la idea de que, como modo de resolver conflictos, lex specialis no funciona igual que lex superior y lex posterior, que en realidad es lo único que he tratado de justificar.

V. Sobre seguimiento de normas jurídicas y derrotabilidad. Respuesta de María Gabriela Scataglini

En su análisis crítico del capítulo VII de TAD María Gabriela Scataglini centra su atención primordialmente sobre dos cuestiones estrechamente vinculadas entre sí: el dilema entre la irracionalidad y la irrelevancia en el seguimiento de normas generales y, más específicamente, que una dificultad epistémica en la identificación de las normas jurídicas excepcionantes podría replicar el dilema incluso dentro de una concepción positivista del derecho.

Analizando el problema de la racionalidad práctica y la noción de autoridad, he considerado en el último capítulo de TAD el conocido dilema al que parece conducir el seguimiento de normas generales: o aceptamos laorientación que nos brindan las normas generales, lo cual implicaría en última instancia una descalificación por anticipado de ciertos factores potencialmente relevantes y, con ello, una forma de ‘irracionalidad’, o dejamos de lado la guía que ellas ofrecen y nos concentramos en lo particular de cada situación para decidir cómo actuar de conformidad con el plexo completo de razones en juego, con lo que las normas generales resultarían ‘irrelevantes’. Luego de descartar otras alternativas de solución, me incliné por una salida que fuera presentada por Carlos Nino con respecto a un problema análogo: la ‘paradoja de la autoridad’, de acuerdo con la cual, si las directivas de la autoridad no coinciden con lo que moralmente debe hacerse, dado que siempre ha de hacerse lo moralmente correcto, habría razones para no obedecer tales directivas; y si las directivas de la autoridad coinciden con lo que moralmente debe hacerse, entonces habrá razones para actuar del modo prescripto, pero que la autoridad lo haya ordenado no sería una de esas razones.

Lo que puntualiza acertadamente Nino es que esta paradoja depende de la asunción de fuertes compromisos metaéticos: en primer lugar, que hay una respuesta objetiva a la pregunta acerca de qué es lo que debe hacerse desde un punto de vista moral. En segundo lugar, que esas razones morales objetivas determinan una única respuesta correcta para todos los casos posibles, sin que existan situaciones que resulten moralmente inconmensurables ni tampoco moralmente indiferentes, de modo que el dominio de las razones morales es consistente y completo. En tercer lugar, que es posible para los sujetos acceder al conocimiento de ese dominio moral objetivo, completo y consistente frente a cualquier caso (Nino 1989: pp. 111-135). Si falla alguno de tales presupuestos, la paradoja se disuelve.

Estas consideraciones resultan a mi juicio puntualmente aplicables respecto de la aparente paradoja del seguimiento de normas generales. No obstante, Gabriela considera que la estrategia de Nino respecto de la paradoja de la autoridad no serviría para superar el dilema entre irracionalidad e irrelevancia en el seguimiento de normas en general, ni tampoco de las normas jurídicas en particular. Con relación a las normas en general, estima que el trasplante de la estrategia de Nino solo implicaría que no se contaría con una respuesta objetiva, completa, consistente y cognoscible acerca del balance de razones para poder sostener que el seguimiento de normas generales podría resultar irrelevante, pero eso todavía dejaría abierto el problema de su posible irracionalidad. Con relación a las normas jurídicas, sostiene que si se estima que las razones subyacentes son de carácter moral, para un positivista excluyente ocurriría algo parecido: si se rechazan los presupuestos aludidos, entonces no tendría sentido dejar de lado la solución que prevén las normas jurídicas apelando a razones subyacentes morales si el dominio de esas razones no es objetivo, completo, consistente y cognoscible; pero entonces siempre se debería hacer lo que las normas jurídicas disponen, lo que podría conducir a una solución irracional. Pero, además, podría ocurrir que esas razones subyacentes no sean morales sino de carácter jurídico, lo que conduciría a la cuestión de si no deberían dejarse de lado las soluciones que las normas jurídicas ofrecen sobre la base de excepciones implícitas de carácter jurídico. De hecho, en razón de esto último, a Gabriela le resulta llamativo que examine por separado el dilema del seguimiento de reglas y la derrotabilidad de las normas jurídicas, sin vincularlos.

No comparto estas apreciaciones críticas. Un dilema es una situación en la que se plantea una disyuntiva entre dos alternativas, cada una de las cuales parece conducir a una dificultad, de modo que para ofrecer una respuesta a un dilema es menester, ya sea asumir una o la otra alternativa y mostrar que el supuesto problema al que conduce es meramente aparente, o bien justificar que la aparente disyuntiva no es tal, esto es, atacar los presupuestos en los que se asienta el planteo de la necesidad de escoger entre las dos alternativas. El camino que yo he seguido frente al dilema en el seguimiento de normas generales es este último: advertir que quien sostiene que el seguimiento de normas generales conduce o bien a su irrelevancia o bien a la irracionalidad, está asumiendo los presupuestos que señala Nino, por simplicidad, que existe una única respuesta objetivamente correcta acerca de lo que se debe moralmente hacer. Si se rechaza ese presupuesto, entonces ya no es posible sostener que haya algo (“lo que moralmente debe hacerse”, “el resultado del balance de todas las razones relevantes”) con lo cual las normas generales necesariamente o bien se corresponden o no se corresponden y, consiguientemente, será falso que seguir normas generales derive siempre en su irrelevancia o en la irracionalidad. Es incorrecto entonces pensar, como parece hacerlo Gabriela, que el rechazo de los presupuestos aludidos importe que ya no pueda descartarse por irrelevantes a las normas generales, pero subsista el problema de la racionalidad de su seguimiento: sencillamente desaparece esa opción de hierro entre la irracionalidad y la irrelevancia de las normas generales en el razonamiento práctico. Desde luego, el hecho de que se rechace la existencia de una moral objetivamente correcta, completa, consistente y cognoscible, no obsta a que pueda cuestionarse si se debe seguir una cierta norma general o si hay razones de mayor peso que obligan a dejarla de lado, esto es, si tenemos razones morales para desobedecerla. Pero esa es ya una cuestión distinta, que no permite cuestionar lisa y llanamente el seguimiento de normas generales.

Con las normas jurídicas en particular ocurre exactamente lo mismo. El dilema del seguimiento de normas generales aplicado a las normas jurídicas puede constituir un problema para quien asuma una concepción iusnaturalista o no positivista y se comprometa con la existencia de una moral objetiva con las características indicadas. De hecho, esa es una de las objeciones que Kelsen dirige contra la doctrina del derecho natural: cuando las normas del derecho positivo no se corresponden con las del derecho natural deberían estimarse como inválidas, y cuando se corresponden con las del derecho natural deberían reputarse superfluas (Kelsen, 1949, pp. 142-144). Para un positivista que rechace la existencia de una moral objetiva, completa, consistente y cognoscible, el dilema simplemente no se plantea. Nuevamente, es incorrecto a mi juicio afirmar, como lo hace Gabriela, que para un positivista (excluyente) perdería sentido dejar de lado la solución que prevén las normas jurídicas apelando a razones morales si ellas no son objetivas, completas, consistentes y cognoscibles y, en consecuencia, deba concluirse que siempre ha de hacerse lo que las normas jurídicas disponen. Esto supone confundir positivismo metodológico con positivismo ideológico. Defender una caracterización positivista del derecho solo implica considerar que el contenido del derecho puede ser identificado sin recurrir a consideraciones morales, no que deba siempre ser obedecido con independencia de nuestras convicciones morales, más allá de que haya o no una moral con las características antes indicadas.

La principal virtud de una caracterización positivista del derecho está dada, precisamente, por el hecho de que, al distinguir conceptualmente derecho y moral, queda abierta la posibilidad de evaluar críticamente desde una perspectiva valorativa el contenido del derecho, dado que sus normas pueden no ser (y muchas veces no son) justas. Pero el problema de cuándo debemos simplemente dejar de lado la solución que ofrecen las normas jurídicas, o el problema de cuándo está justificado introducir excepciones en ellas fundadas en normas morales, o incluso en otras consideraciones jurídicas, son cuestiones distintas de una descalificación lisa y llana de la relevancia práctica de las normas generales. Es por esa razón, que he tratado el dilema del seguimiento de normas con carácter previo e independiente del problema de la derrotabilidad.

En cuanto a esto último, como bien señala Gabriela, yo rechazo lo que he denominado la ‘tesis fuerte de la derrotabilidad’, que sostendría que todas o algunas de las normas jurídicas estarían sujetas a excepciones implícitas que no resultarían exhaustivamente identificables. Desde luego, las calificaciones normativas que se siguen de las normas de un sistema jurídico pueden ser derrotables ‘en su aplicación’ a casos particulares de conformidad con consideraciones normativas extrasistemáticas que los órganos jurisdiccionales podrían tomar en cuenta para justificar sus decisiones. Pero ‘en la identificación de las normas de un sistema jurídico’, sin tomar en cuenta otros posibles sistemas normativos que puedan competir con las soluciones jurídicas al momento de la toma de decisiones, las normas jurídicas correlacionan inderrotablemente ciertas soluciones normativas a ciertos casos, pues dado que no existen dentro del sistema otras propiedades relevantes, podemos a partir de ellas determinar inderrotablemente cuál es la solución jurídica para ellos.

Gabriela considera que, de acuerdo con mi caracterización y dadas mis asunciones conceptuales, las normas jurídicas serían inderrotables por definición, pero que de ese modolanocióndeinderrotabilidadsevolveríatrivialysedesentenderíadeunadificultad práctica relevante. Para mostrarlo reconstruye mi argumentación sintéticamente del siguiente modo:

  1. Las excepciones que limitan el alcance de las normas jurídicas pueden derivar de normas identificables por su origen social (para un positivista, las únicas normas jurídicas) o no identificables por su origen social (para un positivista, normas morales).

  2. Las primeras serían enumerables, mientras que las segundas no.

  3. Solo las excepciones fundadas en normas jurídicas, identificables por su origen social, resultarían relevantes en el plano de la identificación del derecho; las fundadas en normas morales solo cobrarían relevancia en la faz de su aplicación.

  4. Como las excepciones fundadas en normas jurídicas serían taxativamente enumerables, en lo que concierne a la identificación del derecho, las normas jurídicas serían inderrotables.

Gabriela sostiene que toda mi argumentación se apoyaría en la distinción tajante entre normas jurídicas enumerables y normas morales no enumerables expresada en 2), que yo no habría justificado debidamente. Su reconstrucción de mi pensamiento es básicamente correcta, con excepción precisamente de este punto: nunca he sostenido que las normas no identificables por su origen social no sean enumerables. Lo único que he dicho es que solo se podría tratar de justificar la existencia de excepciones no enumerables con fundamento en normas no identificables por su origen social, porque las normas identificables por su origen social serían exhaustivamente enumerables. Esto último constituye a mi juicio una consecuencia necesaria de la tesis de las fuentes sociales del derecho, porque si de acuerdo con ella, ‘las normas jurídicas pueden ser identificadas’ a partir de ciertos hechos sociales sin adentrarse en consideraciones morales, entonces necesariamente ellas pueden ser identificadas. De manera que mi argumento no se apoya en una distinción no justificada.

Gabriela, no obstante, argumenta que la identificación de las normas jurídicas excepcionantes podría resultar dificultosa, algo que yo admitiría al aceptar la posibilidad de excepciones implícitas basadas en normas no expresamente promulgadas o en convenciones interpretativas profundas. Afirma que yo descalificaría rápidamente a este problema como meramente epistémico, pero a su juicio no nos serviría de nada sostener que las normas jurídicas son conceptualmente inderrotables si no tenemos acceso epistémico a ellas. Este problema sería particularmente significativo porque a) nunca podríamos tener la certeza de haber identificado todas las excepciones jurídicamente válidas, y b) no existiría un criterio para determinar si una excepción está fundada en normas identificables por su origen social o no. Lo primero, porque no podría descartarse que en el futuro descubramos nuevas circunstancias que estimemos como excepciones relevantes, no solo como moralmente relevantes, sino que podrían resultar jurídicamente relevantes. Lo segundo, porque si el criterio de distinción entre excepciones jurídicas y morales fuera extensional, tendríamos el problema epistémico antes indicado, y si fuera intensional se presentaría el problema epistémico de que podríamos no saber cómo aplicar ese criterio. La conclusión de Gabriela es que, si la identificación de las normas excepcionantes enumerables puede ser problemática, existiría un déficit a nivel de identificación acerca de qué dispone el derecho, y esto no sería otra cosa que el modo en el que el dilema entre irracionalidad e irrelevancia en el seguimiento de normas reaparecería dentro del marco del positivismo.

En respuesta a esto me circunscribiré a tres puntos básicos. El primero concierne a mis dudas sobre la pertinencia o alcance de la objeción. La dificultad epistémica para la identificación de las normas jurídicas excepcionantes que apunta Gabriela no solo constituye un problema distinto, tanto respecto de la tesis fuerte de la derrotabilidad de las normas jurídicas como respecto del dilema entre irracionalidad e irrelevancia en el seguimiento de normas generales. El conocimiento del derecho, como el conocimiento de cualquier otro dominio, es desde luego falible. No sabemos si hay o no vida en otros planetas del universo, pero de eso obviamente no se sigue que la vida en el resto del universo esté indeterminada. El problema es nuestro, no del universo. Del mismo modo, alguien que no se haya esforzado demasiado en sus estudios de grado en la facultad de derecho puede tener graves dificultades para identificar cuáles son las normas jurídicas relevantes frente a cierta cuestión, pero eso en todo caso constituye un problema para el abogado ignorante, no para el derecho. Mi tesis de la inderrotabilidad de las normas jurídicas es una tesis relativa a la configuración del derecho, no relativa a nuestro conocimiento del derecho, por cierto, falible. Pero, además, las dificultades epistémicas que podamos tener para la identificación de las normas que conforman el derecho conciernen a cualquier norma jurídica, no particularmente a aquellas que puedan introducir excepciones en otras. De modo que, si tenemos dificultades epistémicas para la identificación de al menos algunas normas jurídicas, la conclusión de ello será simplemente que no sabremos qué es lo que el derecho exige, no que las normas jurídicas deberían ser tratadas como derrotables.

El segundo punto que quiero señalar se refiere a la compatibilidad de los argumentos de Gabriela con el positivismo jurídico que ella dice expresamente defender. Un positivista está comprometido a aceptar la tesis de las fuentes sociales del derecho y, por ello, la idea de que las normas jurídicas deben su existencia a ciertos hechos sociales más o menos complejos. Desde luego, esto no significa que todas las normas jurídicas sean el producto de una formulación expresa por parte de ciertas autoridades: puede haber normas jurídicas implícitamente aceptadas en un cierto grupo social. Por otra parte, incluso tomando en cuenta solo aquellas normas que se identifican a partir de una formulación canónica dada a conocer por ciertas autoridades, esa identificación requiere de interpretación, y los criterios de interpretación resultan muchas veces de convenciones implícitas. Pero de acuerdo con la tesis de las fuentes sociales, solo son normas jurídicas aquellas que resulten identificables a partir de ciertos hechos sociales. Además, la tesis de las fuentes sociales importa un compromiso con la idea de que las normas jurídicas conforman un sistema identificable, y requiere considerar a la identificación del derecho y su aplicación como dos cuestiones conceptualmente distinguibles.

En su argumentación, Gabriela relativiza tanto la relevancia de la noción de sistema como la distinción entre identificación y aplicación. Afirma que le parece forzado sostener que aceptar una excepción, que hasta ahora no habíamos identificado como tal, implica la introducción de una nueva norma en la faz dinámica y, por lo tanto, el pasaje de un sistema normativo a otro distinto. A su juicio, esa noción de sistema no resultaría iluminadora, ya que la idea de identificación de excepciones implícitas presupondría que nos referimos a un único sistema. Personalmente creo que las cosas son exactamente al revés: la noción de sistema considerada resulta muy esclarecedora precisamente porque permite advertir que en las discusiones en torno a la identificación de excepciones implícitas muchas veces se parte del presupuesto, a mi juicio erróneo, de que tratamos con un único sistema cuando en realidad se están considerando sistemas diferentes.

Gabriela también estima que la distinción entre identificación y aplicación no resultaría tal en los hechos, porque cualquier característica eventualmente relevante que presente un caso individual podría universalizarse, de modo que si tenemos dudas sobre la relevancia de una propiedad que presente cualquier caso individual, esa duda redundaría en una incertidumbre acerca de la identificación del derecho. Esto tampoco lo comparto: si frente a una norma como la que prohíbe el ingreso de vehículos en un parque tengo dudas sobre si aplicarla al caso de un cierto auto porque es eléctrico, desde luego esa duda concierne, no al caso individual, sino en general a si los autos eléctricos no deberían ser exceptuados. Pero que la duda pueda universalizarse de este modo respecto de un caso genérico no convierte a este problema en un problema de indeterminación del derecho. Podría justificarse introducir una excepción en la norma en cuestión respecto de los autos eléctricos a través de un argumento de interpretación teleológica, según el cual, la finalidad de la norma es evitar la polución en el parque. Ahora, o bien existe una convención interpretativa en la comunidad jurídica de que se trate según la cual esta norma debe ser interpretada atendiendo a tal finalidad, o bien esa convención no existe. Puede que esa convención no haya existido durante cierto tiempo y que luego se haya consolidado, pero esto reflejaría simplemente una variación dinámica en el sistema. Puede que la convención no exista y yo considere que debería existir, en cuyo caso solo podría fundar la excepción en mis convicciones morales, pero no en el derecho, y si tengo que aplicar la norma y decido exceptuar al auto eléctrico, eso solo significará que he decidido dejar de lado la solución jurídica prevista sobre la base de mis convicciones morales. Y puede ocurrir, desde luego, que yo ignore si existe o no la convención, pero eso solo revelaría mi ignorancia sobre lo que el derecho exige, no que la norma en cuestión sea derrotable.

Más allá de estas discrepancias, lo que me interesa resaltar ahora es que la idea de sistema jurídico y la interrelación entre identificación y aplicación del derecho que está asumiendo aquí Gabriela no parecen compatibles con la tesis de las fuentes sociales. Porque sumando ambas cosas, lo que se obtendría es una imagen, según la cual, un sistema jurídico sería algo que no se define por los elementos que lo integran y que podemos identificar a partir de ciertos hechos sociales; pues su conformación podría modificarse sin perder identidad a partir de la universalización de la relevancia de ciertas propiedades que puedan presentar los casos individuales y que hasta ahora no contaban con ningún consenso social. Esto equivale al abandono de la tesis de las fuentes sociales del derecho.

En tercer lugar y para concluir, el argumento central de Gabriela tiene una estructura similar a varios argumentos distintos que se han utilizado para tratar de justificar la tesis fuerte de la derrotabilidad de las normas jurídicas, y creo que al igual que todos ellos, fracasa por las mismas razones. Solo expondré aquí brevemente uno de esos argumentos, derivado de la idea sostenida por Alchourrón de la ‘derrotabilidad disposicional’ de las normas jurídicas (Alchourrón, 1996, pp. 331-348). Alchourrón sostuvo que podrían reconstruirse excepciones implícitas en las normas jurídicas examinando contrafácticamente el tratamiento que habría dado el legislador a ciertas circunstancias: si dada cierta circunstancia C el legislador hubiese tenido la disposición de tratarla como relevante, ella contaría como una excepción implícita; si hubiese tenido la disposición a considerarla irrelevante, ella contaría como una no excepción implícita, en tanto que si no tuviera ni una ni otra disposición, su carácter como excepción resultaría indeterminado. Ahora bien, aunque Alchourrón no lo advirtiera, dado que para saber cuáles son las disposiciones del legislador, habría que considerar todas las circunstancias posibles, y siendo que las circunstancias posibles son infinitas, esto conduciría a sostener que todas las normas jurídicas deberían ser estimadas derrotables.

Sin embargo, esa conclusión resulta injustificada, como tratamos de argumentar con José Juan Moreso (Moreso y Rodríguez, 2010, pp. 11-38). A los fines de la identificación de las normas expresadas por cierta autoridad, lo único relevante es determinar qué circunstancias pueden considerarse excepciones implícitas; las últimas dos categorías –no excepciones y lo que Alchourrón califica como estatus indeterminado como excepción implícita‒ deben recibir el mismo tratamiento. Y ello porque, si las disposiciones de la autoridad respecto de cierta condición C resultan indeterminadas, lo único indeterminado son esas disposiciones, no el estatus de C como excepción: simplemente no podremos en tal caso justificar que C cuenta como una excepción. Si atendiendo a las disposiciones de la autoridad no puede afirmarse que habría aceptado a C como excepción implícita, pero tampoco puede afirmarse que habría rechazado a C como excepción implícita, en tal caso tampoco podría justificarse asignar relevancia normativa a C sobre la base de las disposiciones contrafácticas de la autoridad. Con fundamento en las formulaciones dadas a conocer por una autoridad, es posible identificar ciertas circunstancias como normativamente relevantes de manera expresa; junto a ellas es posible que el intérprete identifique otras propiedades como implícitamente relevantes con argumentos como esta apelación a las disposiciones contrafácticas del legislador u otros. Pero si no es posible justificar la incorporación de cierta circunstancia C como excepción implícita, sea porque puede afirmarse que de haberla considerado, la autoridad la hubiese descartado como excepción, sea porque las disposiciones de la autoridad resultan indeterminadas respecto de ella, la presencia o ausencia de C resultará normativamente irrelevante en el sentido de que, de acuerdo con las normas en juego, no será posible justificar una diferencia en el tratamiento normativo de un caso en función de la presencia o ausencia de C.

Refiriéndose expresamente a este argumento Gabriela sostiene que nuestra posición supondría el abandonado de la perspectiva comunicativa y pragmática de Alchourrón, que sitúa la cuestión de la relevancia normativa en una reconstrucción contrafáctica del acto de habla del legislador, deslizándose al ámbito ontológico de la existencia o inexistencia de alguna norma en el sistema, y que dado que el conocimiento sobre la voluntad contrafáctica de un tercero es algo que admite indeterminación, la equiparación de la indeterminación a la irrelevancia normativa requería de una justificación adicional. Ambas cosas me parecen desacertadas. Lo primero porque es el propio análisis de Alchourrón el que establece que aceptar a cierta circunstancia como excepción implícita a una norma depende de integrar al sistema otra norma que la derrote con fundamento en las disposiciones de la autoridad. Lo segundo, por una parte, porque lo que está en juego no es la indeterminación de ‘nuestro conocimiento’ sobre la voluntad del legislador sino la de las propias disposiciones del legislador y, por otra parte, porque todo nuestro argumento con Moreso está dirigido a justificar las razones por las que esa indeterminación debería asimilarse a irrelevancia. Puede que estemos equivocados, pero en tal caso habría que demostrarlo, no reclamarnos otros argumentos adicionales.

No creo que sea necesario agregar mucho para mostrar la similitud que media entre el argumento anterior y el que plantea Gabriela y, por ello, que este último puede ser respondido de manera análoga al primero. Resultaría enteramente injustificado tratar a una norma, como la que prohíbe el ingreso de vehículos en el parque, como sujeta a excepciones no taxativamente enumerables debido a nuestras limitaciones epistémicas para identificar posibles normas jurídicas excepcionantes, porque reputar a una circunstancia como excepción implícita requiere apoyarse en otra norma a la que se confiere prioridad, norma que por hipótesis aquí no podríamos afirmar que existe.

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