Isonomía, núm. 43, 2015
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Esteban David Buriticá
edavid.buritica@udea.edu.co*
Universidad de Antioquia (UDEA). Correspondencia: Ciudad Universitaria, Calle 67, no. 53-108, Medellín, Colombia. edavid.buritica@udea.edu.co, Colombia
Recibido: 08/10/2014
Aceptado: 30/04/2015
Resumen: En este artículo exploro algunos de los tópicos vinculados tradicionalmente con el problema de la normatividad del derecho: autonomía, racionalidad, relevancia práctica, razones para la acción y autoridad. Trataré de construir un marco conceptual que refleje la complejidad teórica del problema y las posiciones filosóficas desde los cuales puede ser abordado. Particularmente, me centraré en el análisis de las asunciones filosóficas relacionadas con ciertas posturas y la revisión de su coherencia mutua.
Palabras clave: normatividad, razones para la acción, racionalidad, norma, deliberación práctica.
Abstract: In this paper I explore some of the topics traditionally associated with the problem of normativity of law: autonomy, rationality, practical relevance, reasons for action and authority. I will try to build a conceptual framework that reflects the theoretical complexity of the problem and the philosophical positions from which they can be addressed. Particularly, I will focus on the analysis of the philosophical assumptions related to certain positions and the revision of their mutual coherence.
Keywords: normativity, reasons for action, rationality, norm, practical deliberation.
I. Introducción
Una de las tesis fundamentales del positivismo jurídico sostiene que la existencia y el contenido de las normas de derecho dependen de un conjunto relativamente homogéneo de hechos sociales convencionales. Ello implica, entre otras cosas, que todo sujeto interesado en conocer el sentido y el alcance de los enunciados de derecho debe acudir exclusivamente a criterios verificables, fijados por convención, y no a consideraciones acerca de la conveniencia o justicia que incorporan los sistemas de derecho. Tradicionalmente se ha considerado que “los mandatos de autoridad” o “las reglas sociales” constituyen los hechos más comunes en los que se originan las normas jurídicas, esto es, hechos sociales complejos mediante los cuales un sujeto puede identificar los actos genéricos que en determinados casos y de acuerdo con el sistema, debe o no jurídicamente llevar a cabo. De esta manera, los ordenamientos jurídicos adoptan la forma de sistemas institucionales en los que convergen las conductas y actitudes de diversos sujetos, mientras que el estudio científico del derecho concentraría sus esfuerzos principalmente en la descripción del contenido de los mandatos de autoridad y, en general, de toda norma jurídica válida.
Esta preocupación filosófica del positivismo por explicar en términos empíricos la naturaleza del derecho ha estado acompañada, sin embargo, por una dificultad que en apariencia no puede ser aclarada en los mismos términos: la normatividad del derecho.1 Aunque resulte plausible sostener que el contenido normativo de los enunciados jurídicos puede ser identificado mediante mandatos de autoridad o reglas sociales, no parece correcto afirmar que su carácter normativo provenga simultáneamente de ese mismo conjunto de hechos. La fundamentación de un deber u obligación parece requerir la aceptación previa de razones o juicios de deber más abstractos que lo respaldan racionalmente. De no ser así, los agentes que suscriben los mandatos de autoridad o las reglas sociales como fundamentos de sus actos particulares incurrían en la conocida falacia de Hume y tornarían irracional el proceso de deliberación práctica. Para sortear esta dificultad, algunos autores2 coinciden en que el carácter práctico del derecho supone en quien acepta las reglas jurídicas un razonamiento práctico como el siguiente:
(a)
1. Para todo x, si x es ordenado por la autoridad A, x es obligatorio (o debe ser).
2. A ordenó x
3. x es obligatorio (o debe ser).
En estos términos, la dificultad para la teoría del derecho consistiría en explicar la naturaleza de la premisa mayor (1), cuya función consiste precisamente en incorporar el carácter normativo al razonamiento. Algunas veces se ha sugerido que la premisa (1) tiene un carácter genuinamente moral, otras que consiste en una regla social compartida por autoridades que asumen un punto de vista interno, otras en las que es tomada como una regla conceptual desprovista de contenido normativo, e incluso algunos teóricos la han considerado como un supuesto –similar a las categorías lógico-trascendentales de Kant– que permite entender adecuadamente las normas jurídicas como juicios de “deber ser”. En la mayoría de los casos, estas posturas pretenden eludir los problemas lógicos que enfrenta típicamente esta clase de fundamentación (petición de principio, regreso al infinito, supuestos dogmáticos), y proporcionar argumentos conceptuales lo suficientemente amplios que expliquen qué significa tener una obligación jurídica.
No siempre se ha concebido el carácter normativo de los enunciados jurídicos como un auténtico problema teórico. Para quienes asumen lo que Joseph Raz (1998) ha denominado “la tesis del reduccionismo semántico” acerca de las normas jurídicas (reductive semantic thesis), la función de éstas no consistiría precisamente en requerir u obligar la ejecución de actos genéricos en determinadas circunstancias, sino en describir la ocurrencia de cierto estado de cosas: por ejemplo, la probabilidad de sufrir un castigo si se ejecuta una determinada conducta, o la emisión de un mandato por parte de la autoridad. Para aquellos autores que, como A. Ross y J. Austin, parecen compartir este punto de vista, los enunciados jurídicos no se caracterizarían justamente por incorporar la finalidad práctica de gobernar la conducta, sino por expresar desde un punto de vista teórico –o descriptivo– un conjunto de hechos relacionados con el derecho (y que, dependiendo del enfoque reduccionista de que se trate, pueden variar de manera significativa). Pero, como se ha denunciado en varias ocasiones, el defecto que subyace a todas estas teorías es justamente la interpretación parcial que hacen de las expresiones que incluyen términos normativos: mientras atribuyen al lenguaje jurídico una función meramente descriptiva, eluden el uso característico que de él hacen las personas interesadas en justificar sus conductas o evaluarlas críticamente.3 En términos popularizados por Hart, ninguno de estos enfoques podría dar cuenta exitosamente de la idea general de regla jurídica, pues “una sociedad en la que hay derecho está compuesta por aquellos que ven sus reglas desde el punto de vista interno como pautas o criterios de conducta aceptados” (1998, pp. 101 y 249). Es justamente este punto de vista interno, como actitud práctica de aceptación de normas (Shapiro, 2006), el que permite concebir determinadas reglas sociales o mandatos de autoridad como fuentes de deberes o razones para la acción, y no como simples descripciones de la conducta.
Pero eludiendo las particularidades de las teorías reduccionistas, me interesa ante todo considerar aquellas otras tesis que no incurren en el “reduccionismo semántico”, es decir, las que conciben las reglas como enunciados prescriptivos según los cuales una acción o un estado de cosas “debe ser” (o, eventualmente, que está permitido que sea). Esta ha sido una de las cuestiones más controvertidas en el seno del positivismo jurídico y de ella se ha hecho depender en buena medida el éxito o el fracaso de la teoría jurídica: explicar las dimensiones fáctica y práctica del derecho. Como señala Raz: “En muchos sentidos, este es el más importante conjunto de problemas que cualquier filosofía del derecho debe enfrentar, pues plantea el problema del doble aspecto del derecho: ser una institución social con un aspecto normativo” (Raz, 1998, p. 240, la traducción es mía). Y aunque el problema parece reducirse simplemente a proporcionar una explicación plausible de la naturaleza del “deber jurídico”, sus posibles soluciones suelen comprometer –como se verá a continuación– aspectos de mayor complejidad teórica, vinculados eventualmente con la naturaleza del razonamiento práctico, con las relaciones entre la moral y el derecho, con el papel que desempeña la autonomía de la voluntad en la aceptación de reglas jurídicas, entre otros.
En este trabajo expondré algunas de las problemáticas más comunes que enfrentan las teorías del derecho a la hora de explicar el carácter normativo de las reglas jurídicas, y ofreceré un análisis sucinto de cada una de ellas. Aunque mi propósito inicial se limita a mostrar las implicaciones e incompatibilidades de cada uno de los elementos analizados, la estructura misma del trabajo expone los lineamientos generales para la construcción de una teoría de la normatividad del derecho. Concretamente, limitaré la exposición a seis aspectos de los que han ocupado la reflexión iusfilosófica: inicialmente, analizaré las diferencias que existen entre lo que he denominado enfoque subjetivo y enfoque objetivo de la normatividad del derecho (ii), para luego desarrollar con mayor detalle la incidencia que tienen la racionalidad y la autonomía personal en el surgimiento de deberes jurídicos (iii), y señalar las consecuencias que tendría un enfoque irracional de la normatividad (iv). Posteriormente, asumiendo un enfoque subjetivo, resaltaré las diferencias que existen entre la conducta ajustada a la norma y el cumplimiento del deber jurídico, así como la importancia de diferenciar entre razones prudenciales y razones morales (v). Finalmente, señalaré algunas de las implicaciones de la tesis de la diferencia práctica (vi), para luego aportar algunos argumentos en contra del supuesto dilema del seguimiento de reglas (vii) y exponer algunas posiciones teóricas acerca de la naturaleza de las normas jurídicas en el razonamiento práctico (viii).
II. Sobre el fundamento objetivo o subjetivo de la normatividad del derecho
Una primera cuestión que debe abordar la teoría de la normatividad del derecho es la función que desempeña la autonomía de quien acepta un mandato de autoridad o una regla social en el surgimiento de obligaciones jurídicas.4 Podría sostenerse, en primer lugar, que el deber concluyente o prima facie de realizar determinada acción se origina en un acto de habla (mandato) proferido por la autoridad, o en una convergencia de conductas y actitudes de los sujetos (regla social), independientemente de cuál sea la acción que el destinatario de la regla (o cualquier otra persona distinta de quien emite el mandato) considere que sea debida u obligatoria (es decir, sin importar la actitud práctica del sujeto al cual va dirigido el mandato o la regla social). La dimensión normativa de las reglas gozaría de esta manera de cierta naturaleza objetiva, pues no sería inconsistente aceptar que “un sujeto x debe hacer (o está obligado a) p”, aunque nadie distinto de la autoridad esté dispuesto a aceptar que la acción a realizar por x deba ser p. En otras palabras, una norma jurídica poseería la aptitud de imponer deberes o generar razones para la acción, sin importar el punto de vista o las actitudes normativas que asuman los destinatarios de la norma o los terceros.
Una posición como ésta enfrenta, por supuesto, una dificultad central: la fundamentación de la objetividad del “deber jurídico”. Existen por lo menos dos estrategias a las que podría acudirse. Según la primera de ellas –y desafiando la falacia de Hume–, el carácter normativo de las reglas jurídicas surge como consecuencia del contexto pragmático en el que se emiten los mandatos de autoridad: por ejemplo, podría sostenerse que dada la naturaleza institucional de los actos de habla que denominamos “mandatos”, es posible derivar de un enunciado descriptivo uno normativo, asumiendo únicamente –como propone Searle (1964)– el correspondiente contexto institucional.5 Pero si, alternativamente, lo que se busca es una fundamentación no falaz como esta, en la que se parte de un hecho institucional y se llega a un juicio de deber, podría optarse por un modelo de razonamiento práctico como (a), y sugerir que el carácter obligatorio de las normas jurídicas proviene no directamente del acto de ordenar o mandar, sino de un juicio de deber objetivo que –fungiendo como premisa (1)– confiere a dichos actos de habla la virtud incondicional de generar deberes u obligaciones (y el punto esencial aquí consistiría en que la existencia de ese deber objetivo, cualquiera que él sea, no se haría depender necesariamente de la actitud o aceptación práctica de ningún sujeto). A este punto de vista lo llamaré “enfoque objetivo de la normatividad del derecho” (en adelante “EON”).
En el extremo contrario a estas teorías (fundadas ambas en supuestos bastante discutibles acerca del lenguaje y el razonamiento práctico), se encuentran aquellas otras que conciben el deber jurídico como el fruto de una actitud normativa que asumen algunos sujetos frente a los mandatos y las reglas sociales. En este sentido, la normatividad no dependería exclusivamente del acto de habla proferido por la autoridad, pues sería necesario suponer además que los destinatarios del deber o cualquier otra persona conciben la norma jurídica como una fuente de razones para la acción. A esta idea parece apuntar Bayón (1991, p. 289) cuando afirma que “la aceptación efectiva por alguien, aunque no necesariamente del destinatario del mandato, es necesaria para decir que éste ha «creado» una norma que «realmente existe»”. Para Bayón (1991, p. 286), la aceptación, como actitud práctica, hace parte de las condiciones pragmáticas necesarias para el surgimiento del acto de habla del mandato y permite explicar la normatividad del derecho con base en un modelo de razonamiento como (a). Por supuesto, la premisa (1) no consistiría aquí en una norma objetiva como la sugerida en el párrafo anterior, sino en un juicio de deber dependiente siempre de algún punto de vista que, a su vez, puede estar respaldado de un conjunto más o menos amplio de razones aceptadas por alguien. Esta perspectiva, a la que denominaré “enfoque subjetivo de la normatividad del derecho” (en adelante “ESN”), no enfrenta los mismos problemas que pueden aquejar al EON, a saber, la fundamentación de un juicio de deber objetivo o la deducción de un deber a partir de hechos institucionales.
III. Racionalidad y autonomía personal en la adopción de deberes jurídicos
Aun adoptando una perspectiva como la del ESN, cuya fundamentación parece menos problemática, podría sin embargo plantearse un problema adicional: si la existencia de deberes jurídicos depende de ciertos hechos sociales (v. gr., mandatos de autoridad) y de una actitud práctica de aceptación ¿es necesario suponer que esa actitud práctica asumida por el agente está fundamentada racionalmente? En otras palabras, el problema consistiría en determinar si la existencia de deberes jurídicos (i.e., deberes que dependen al menos parcialmente de un mandato de autoridad o una regla social) depende en todo caso de la racionalidad que el sujeto le imprima al proceso de fundamentación que culmina con la asunción de un deber. Ciertamente, esto no constituye un problema para lo que hemos denominado EON, pues la naturaleza objetiva del deber jurídico descartaría de antemano que su existencia pueda depender de algún proceso de deliberación práctica, sea éste racional o irracional (aunque no pueda descartarse que, teóricamente, se conciban deliberaciones prácticas con juicios de deber “objetivos”, pero cuya existencia no depende en ningún caso de la deliberación misma). Pero si asumimos, conforme al ESN, que el deber jurídico surge de una actitud práctica de aceptación de normas, cobra pleno sentido el problema acerca de si esa actitud debe adoptarse de manera racional.
Por de pronto, no es difícil admitir que la aceptación de un mandato de autoridad que se base únicamente en las razones ofrecidas por las premisas (1) y (2) es irracional: pretender que sólo el enunciado “A ordenó α” fundamenta el enunciado “debo hacer α”6 (o “existe una razón para α”) en todos los casos posibles, está lejos de coincidir con un proceso racional de deliberación práctica. Para que la aceptación de una norma jurídica sea racional, sería necesario aportar razones válidas a favor de la obediencia a la autoridad, cuya satisfacción quedaría garantizada con la ejecución de la acción α. Puesto en estos términos, el problema planteado consistiría, nuevamente, en determinar si el origen de la dimensión práctica de la norma jurídica depende o no de la fundamentación racional que le imprime algún sujeto, o si es posible hablar de deberes jurídicos que son asumidos como tales por los sujetos que no tienen razón alguna para ejecutar la acción. Dependiendo de la posición que se adopte, las consecuencias teóricas pueden ser diversas.
En primer lugar, si se acepta que el deber jurídico nace únicamente cuando existen razones válidas para obedecer las reglas sociales –cualquiera que ellas sean–, habría que negar naturaleza normativa a las reglas y mandatos aceptados mediante un consentimiento no cualificado racional o moralmente: no tendrían fuerza normativa aquellas reglas que son aceptadas como obligatorias por el simple hecho de haberlas dictado la autoridad, por motivos que el mismo agente califica de irracionales o inmorales, o por la llana indiferencia en buscar razones justificativas. Y no la tendrían porque, desde el punto de vista del sujeto aceptante, la fuerza práctica de las reglas surgiría sólo cuando existen razones suficientes para seguirlas, lo que excluye fenómenos como el hábito.7 Refiriéndose específicamente a los mandatos proferidos por la autoridad, Raz (1994, p. 369) señala: “Dado que la confianza sólo es valiosa si está correctamente otorgada, el consentimiento es vinculante […] sólo en tanto la autoridad cumpla sustancialmente las condiciones de legitimidad en todo caso”. Si estas condiciones no son satisfechas, no podría decirse que el agente tiene el deber de ejecutar la acción genérica descrita por ella, sino tan sólo que –en caso de ejecutarla– su comportamiento es conforme a la norma. Allí radica justamente la carga argumentativa de esta teoría: demostrar que los sujetos aceptan o asumen como obligatorias (o debidas) únicamente aquellas acciones incorporadas en reglas que tienen razones para obedecer.8
Pero quienes no comparten este punto de vista pueden sostener, en segundo lugar, que la fuerza normativa de las reglas sociales y la fundamentación racional que el agente proporciona son cuestiones independientes: aun cuando no fuese posible encontrar razones válidas desde el punto de vista del agente, o éste apele sólo al hecho de existir la regla social y el mandato de autoridad (junto con la premisa (1) del razonamiento (a)), podría asumirse que –desde su punto de vista– puede configurarse un deber jurídico de actuar conforme a ella. De esta manera, para explicar el carácter normativo del derecho bastaría con acudir al uso de un argumento como (a), cuya pertinencia, además, no se vería afectada si la premisa (1) trata de ser fundamentada por el agente con razones que él mismo calificaría de irracionales. Una postura como esta podría ser respaldada por un argumento referente a la naturaleza de la racionalidad práctica: si, como es ocasionalmente aceptado, el proceso de fundamentación de un juicio de deber tiene que culminar con otro juicio de deber más abstracto (cuya satisfacción en el caso concreto dependería de la ejecución de la acción expresada en el primer juicio de deber, además de proporcionar racionalidad y adecuación lógica al argumento), ¿por qué no puede culminarse el proceso de fundamentación con la premisa (1) del argumento (a) si, después de todo, se trata de un juicio de deber? A menos que se asuma algún tipo de cognoscitivismo ético, se diría, no puede establecerse diferencia alguna entre la validez de la premisa (1) y la validez de un juicio práctico del tipo (1’): “debo contribuir a la construcción de una sociedad justa y ordenada (y los mandatos de autoridad ayudan a construir una sociedad justa y ordenada)”. Si los deberes o las obligaciones existen siempre desde algún punto de vista (subjetivo), la fundamentación práctica de un deber jurídico no puede exigir que se aporten razones como las expresadas en (1’) y rechazar las razones expresadas en (1). En caso contrario, quedaría la difícil tarea de fundamentar algún tipo de objetivismo normativo, en cuyo caso ya no estaríamos bajo los supuestos teóricos del ESN, sino del EON. Es importante tener en cuenta, no obstante que, aun contando con un respaldo teórico de esta naturaleza, este enfoque no racionalista de la normatividad jurídica debe enfrentar un dato empírico adicional: para la mayoría de las personas una fundamentación práctica que acuda exclusivamente al deber de obedecer los mandatos de autoridad o las reglas sociales sería defectuosa.
IV. Algunas implicaciones de la disyunción deber-razón en la normatividad del derecho
Ahora bien, si quisiéramos profundizar en la idea según la cual la fuerza normativa de un deber jurídico no requiere de juicios de deber adicionales que lo fundamenten racionalmente, podríamos preguntar si en últimas resulta necesario un argumento como (a), cuyas premisas incorporan un juicio de deber más abstracto. En su lugar, podríamos suponer más bien que el agente acepta “la norma jurídica” proferida por la autoridad, o la regla social vigente, sin asumir la validez de las premisas (1) y (2) o cualquier otro tipo particular de razones. De esta manera, la fuerza normativa de las reglas jurídicas no se haría depender bajo ninguna circunstancia de hechos institucionales como la promulgación o el seguimiento generalizado de pautas de conducta (aunque siga siendo cierto que su existencia dependa de tales hechos), ni de un deber genérico de obedecer a la autoridad o las reglas sociales, pues no requerirían en absoluto de una fundamentación normativa. Por supuesto, una de las consecuencias principales de este enfoque sería la modificación del concepto de norma jurídica: si admitimos que la norma posee por sí misma fuerza normativa (i.e., expresa qué debemos y qué no debemos hacer desde un punto de vista práctico, sin acudir necesariamente a una fundamentación racional o de cualquier otro tipo), entonces debe ser abstraída de sus aspectos pragmáticos e institucionales de manera que coincida plenamente con un mero “juicio de deber”. Si no se depura de esta manera el concepto de norma, tendría que ser incorporada en el razonamiento práctico como un acto de habla (en el caso de los mandatos), o como una mezcla de conductas y actitudes (en el caso de las reglas sociales), cuya índole fáctica no permitiría explicar su dimensión normativa. Una segunda consecuencia estaría relacionada con el tipo de razones para la acción que proporciona la norma jurídica: no podría asumirse que un juicio de deber como “A debe hacer α” (que, según hemos dicho, es una norma) es equivalente al enunciado “A tiene una razón para hacer α”, pues por hipótesis esas razones no existirían necesariamente.9 Para conciliar esta postura con la teoría de las razones para la acción sería imprescindible suponer que el juicio de deber (o norma jurídica) “A debe hacer α” constituye por sí mismo una razón (operativa) para α; o de manera más simple y radical, que no constituye en absoluto (ni remite a) razones para la acción.
Creo que los intentos emprendidos por Bulygin (2004, pp. 17-19) para distinguir entre la normatividad moral y la normatividad estrictamente jurídica constituyen un buen ejemplo de esta postura. En opinión de Bulygin, los interrogantes acerca del deber de obedecer el derecho o las normas jurídicas sólo pueden ser respondidos por el discurso moral, cuyas particularidades son ajenas a la teoría del derecho, mientras que la pregunta acerca de la obligación que imponen las normas jurídicas a los jueces y los súbditos constituye un auténtico problema iusfilosófico, cuya solución requiere una distinción adicional. En primer lugar, las obligaciones que son impuestas por las normas de derecho a un súbdito no requieren de una norma jurídica más general que la fundamente, pues esa fundamentación sería trivial: la norma que fundamenta no expresaría más que el mismo deber incorporado en la regla fundamentada. Y en segundo lugar, las obligaciones que el derecho impone a los jueces para que apliquen determinada norma jurídica, aunque no sean estrictamente triviales, remiten en última instancia a una norma cuya obligatoriedad debe ser supuesta a menos que se quiera incurrir en una circularidad lógica o un regreso al infinito. De esta manera, Bulygin pretende dar una explicación a la normatividad jurídica del derecho que no requiere de la noción de razones para la acción ni de un razonamiento práctico como el expresado en (a). En sus propias palabras (1991, p. 274): “Si uno quiere saber qué hacer, tiene que usar la norma y no preguntar por su fundamento… Para pasar al plano de la acción, el juez debe dejar de mencionar normas y usar una norma”.
En este sentido, la búsqueda de fundamentos o razones para la acción no aporta nada al carácter normativo (jurídico) de las reglas jurídicas: esa dimensión práctica radica en la norma misma. Por supuesto, en opinión de Bulygin, a pesar de la naturaleza aparentemente simple de la normatividad jurídica, aún podría preguntarse acerca del deber de (o las razones para) obedecer el derecho, cuya respuesta –proporcionada por la moral– no hace parte de las preocupaciones de la teoría jurídica.10
Sin querer profundizar en las dificultades teóricas que acarrea una posición como esta, es posible señalar un problema vinculado con sus supuestos básicos: si la obligatoriedad de las normas jurídicas no depende en algún sentido del hecho institucional de haber sido promulgadas, ni de la existencia de normas más generales que requieren su acatamiento, no sería posible determinar si el juicio de deber que se usa en los razonamientos prácticos es una auténtica norma jurídica, o una norma de otro tipo. En efecto, la aceptación llana de un juicio de deber o norma jurídica del tipo “A debe hacer α”, cuya fuerza normativa no se haga depender del mandato proferido por la autoridad, o de la concurrencia de conductas y actitudes de los demás sujetos, no contiene ningún elemento institucional, fáctico o normativo que permitan atribuirle carácter jurídico. Usando la terminología acuñada por Bayón (1991, p. 473), en este caso estaríamos probablemente ante un “juicio de deber independiente de la existencia de reglas” (donde la expresión “existencia de la reglas” no hace alusión a un juicio normativo sino a un conjunto de hechos sociales complejos). El mero contenido semántico del enunciado “A debe hacer α” no nos permite saber si se trata de una norma moral o jurídica, y por lo tanto no deja distinguir si la ejecución de la acción α por parte del individuo se debe a que es una norma jurídica, o a que es un enunciado suscrito por él independientemente de que ésta exista.11 En conclusión, la normatividad de las normas jurídicas, o su relevancia en el razonamiento práctico resultaría indistinguible de la normatividad en general.
Es importante tener en cuenta que esta última consecuencia se sigue no sólo cuando la aceptación de la norma jurídica es tomada como un hecho bruto, desprovisto de razones para la acción, sino también cuando entre las razones que justifican la norma se encuentran razones morales y no los hechos sociales que permiten atribuirle carácter jurídico. En estos casos, la aceptación de deberes u obligaciones no se encuentra fundamentada ni siquiera parcialmente en hechos sociales como los mandatos de autoridad, y tampoco carece en absoluto de una fundamentación. Como señala Raz, cuando los agentes asumen obligaciones de este tipo lo hacen en virtud de su contenido moral: “Al actuar por estas razones uno no estaría obedeciendo el derecho ni conformándose a él sólo porque el derecho lo requiera. Más bien, uno estaría actuando conforme a la doctrina de la justicia a la cual el derecho mismo se conforma”.12
V. Diferencias entre cumplimiento del deber jurídico y conducta ajustada a la norma: razones morales y prudenciales
Esta última cuestión nos permite contemplar una característica adicional del seguimiento de normas, cuya aclaración puede aportar bastante a la compresión de la normatividad del derecho: la dicotomía que existe aparentemente entre la conducta ajustada a la norma y el cumplimiento del deber jurídico.13 No siempre que un agente realiza la acción ordenada por una autoridad o una regla social lo hace en cumplimiento del deber que ellas pretenden imponer. En primer lugar, porque el agente puede desconocer completamente la existencia de la norma y actuar de manera coincidente pero espontánea. Y en segundo lugar, porque su conducta puede estar motivada por algún tipo especial de razones que no contribuyen al nacimiento de una obligación jurídica, sea porque pertenecen al conjunto de razones meramente “prudenciales”, o porque su fuerza normativa es independiente de la existencia de la regla jurídica. Planteado en estos términos, el análisis asume como ciertas dos características de las obligaciones jurídicas: por una parte, supone que surgen de un conjunto de preferencias subjetivas de los agentes, de una manera que ya ha sido expuesta en las secciones ii y iii bajo las nociones del ESN;14 y por otra parte, niega que la mera concurrencia de razones prudenciales –operativas– pueda propiciar el nacimiento de una obligación. Sobre este último punto parece existir un relativo consenso entre los teóricos del derecho,15 aunque en ocasiones la cuestión no ha aparecido del todo clara, como se mostrará a continuación.
La idea de “aceptación” expuesta por Hart en El concepto de derecho permite hablar, por ejemplo, de obligaciones jurídicas allí donde las razones morales se encuentran ausentes. Cuando Hart analiza el punto de vista interno como condición de existencia de las reglas secundarias, supone que los agentes pueden manifestar su aceptación de las normas jurídicas apelando a razones morales o a (algunas) razones meramente prudenciales.16 Puesto que aceptando las normas jurídicas desde un punto de vista interno pueden los agentes emitir expresiones normativas del tipo “yo (tú) debo (debes)”, “yo (tú) tengo (tienes) que” o “yo (tú) tengo (tienes) una obligación de”, la referencia a razones no estrictamente morales podría propiciar –según Hart– el surgimiento de obligaciones jurídicas.17 De esta manera, quienes no atribuyeran a las normas jurídicas alguna cualidad moral sobresaliente podrían aún actuar en cumplimiento de una obligación si consideran que la obediencia puede generar alguna utilidad marginal (razones prudenciales). Aquí resulta indiferente si las razones para aceptar y seguir la norma sean de distinta naturaleza, pues ellas permiten hablar indistintamente de deberes u obligaciones. Esta misma opinión ha sido expresada con algunos matices por otros autores, pero todos parecen coincidir en que la aceptación de las normas jurídicas puede obedecer tanto a razones morales como a (algunas) razones prudenciales.18
Pero el que las razones meramente prudenciales se comporten en el razonamiento práctico de una forma tan disímil a las obligaciones jurídicas ha despertado duda acerca de la corrección de la tesis hartiana. Aquí sólo podemos mencionar algunas de las diferencias más relevantes. Por una parte, como señala Bertea (2014, p. 14), las razones prudenciales ejercen una especie de “fuerza recomendatoria” (recommendatory force) sobre los agentes, limitándose a señalar lo que es apropiado o adecuado a sus intereses y propósitos. Si a partir de una evaluación medio-fin el agente concluye que la acción Ɵ sirve a sus propósitos de manera tal que los beneficios superan los costos, entonces tendrá una razón prudencial para Ɵ, cuya fuerza es similar a la de un “consejo” (advice). De esta manera los agentes actúan motivados por las consecuencias positivas que la acción acarreará a sus aspiraciones, y no por consideraciones ajenas a su propio beneficio. Esta característica permite comprender por qué cuando los sujetos se abstienen de actuar conforme a las acciones prudencialmente recomendadas, la crítica social parece acudir sólo a calificativos como “irracional”, “tonto”, “imprudente” o “necio” para referirse tanto al sujeto como a las acciones por él emprendidas. En este contexto, la existencia de sanciones o medidas coactivas no resultaría coherente, pues las acciones prudenciales están referidas, por definición, únicamente a los intereses de cada individuo.
Por el contrario, el concepto genérico de obligación parece comprometido con una noción de fuerza normativa que no se reduce a un mero “consejo”. Para Bertea (2014, p. 16), esa fuerza sólo puede ser proporcionada por razones morales, cuya singularidad radica justamente en el carácter obligatorio (mandatory quality), vinculante (binding) o necesario que le imprimen a las acciones ordenadas. A diferencia de las razones prudenciales, las obligaciones exigen cumplimiento aun cuando no sea posible derivar de ellas alguna ventaja o beneficio; en el lenguaje común, inclusive, la moralidad de una acción no se expresa en términos de conveniencia o inconveniencia sino en los más categóricos de corrección o incorrección. En cuestiones morales la crítica social suele recurrir, en efecto, a términos no utilitaristas como “malo”, “equivocado” o “prohibido” para referirse a las acciones transgresoras, además de justificar ocasionalmente la imposición de sanciones y el uso de la fuerza física.
Por otra parte, las razones prudenciales parecen incapaces de fundamentar la existencia de obligaciones en cabeza de terceros. Uno de los aspectos característicos del razonamiento práctico consiste precisamente en que las personas pueden atribuir determinadas obligaciones a los demás individuos, exigir el cumplimiento pleno de las mismas y ejercer crítica en caso de desviación. Esto resulta especialmente cierto en los sistemas normativos instucionalizados como el derecho, donde algunas autoridades detentan la facultad de imponer obligaciones genéricas al grueso de la población (legisladores) y otras de imponer obligaciones y sanciones en casos particulares (jueces). Cuando se apela a las razones prudenciales, no obstante, parece conceptualmente imposible que una autoridad pueda justificar la imposición de obligaciones a otras personas. Como afirma Bayón (1991, p. 738): “Uno puede hacer lo que el derecho le exige por razones prudenciales, pero no puede apelar meramente a sus propios intereses para justificar que otro debe hacer algo”. Pretender que otra persona tiene obligaciones de cualquier tipo sólo puede ser fundamentado –aparentemente– mediante razones morales.
Estas dicotomías permitirían concluir que la asunción de obligaciones jurídicas es conceptualmente incompatible con una fundamentación meramente prudencial.19 También que la ejecución de los actos ordenados por las normas jurídicas no obedece en todo caso al cumplimiento de un deber o una obligación, pues en una variada gama de circunstancias el agente puede actuar motivado por razones prudenciales. Si a ello se añade que los ordenamientos jurídicos incorporan normalmente acciones consideradas correctas desde un punto de vista moral, y que en situaciones como estas los agentes actúan no en virtud de la norma jurídica sino de juicios de deber “independientes de la existencia de reglas”, entonces nos daríamos cuenta de que el pretendido carácter “obligatorio” o “normativo” de las normas de derecho ocupa apenas un lugar entre un modelo mucho más amplio de razonamiento práctico-jurídico. Finalmente, esto permitiría comprender por qué el cumplimiento de una obligación jurídica y la mera conducta ajustada a la norma son fenómenos distintos, cuya asimilación obedece a menudo a una visión parcializada desde el punto de vista externo, y no a las peculiaridades del razonamiento interno que tiene lugar en cada caso.20
VI. La tesis de la diferencia práctica
Aunque, como acabamos de ver, no siempre la ejecución del acto ordenado por la norma jurídica corresponde al cumplimiento de un deber, parece correcto asumir que en un buen número de casos el agente se ve constreñido a actuar en virtud del carácter vinculante que él mismo le atribuye a la norma mediante la aceptación. De no ser así, se tornaría falso el supuesto carácter normativo del derecho según el cual las normas jurídicas guían la conducta humana, y nos veríamos obligados a asumir algún tipo de reduccionismo semántico. Si tomamos por aclarado este punto, la dimensión normativa del derecho nos sugiere un interrogante adicional: ¿suponen las normas jurídicas una afectación particular al razonamiento práctico y la acción de los agentes? Nótese que este interrogante es claramente distinto del que fue formulado en las secciones iv y v: allí se preguntaba si el aspecto práctico de las normas dependía de la aceptación de razones más abstractas que lo fundamentan racionalmente, mientras que en este punto lo que importa es si –suponiendo que tienen carácter práctico– las normas jurídicas afectan de manera particular el razonamiento y las acciones de los agentes.
Este problema está estrechamente relacionado con el clásico dilema de la irrelevancia de la autoridad y con algunas de sus variantes: el dilema del seguimiento de reglas y el dilema de la adopción de decisiones colectivas. Si se admite que las personas sólo tienen el deber de ejecutar las acciones racional o moralmente justificadas (y que sólo reconocen a las autoridades legítimas en estas circunstancias), entonces las normas jurídicas justas carecerían de relevancia puesto que no agregan ni quitan nada a la obligación final del agente, y las injustas no impondrían deberes en absoluto. El seguimiento de normas o directivas dictadas por la autoridad oscilaría entonces entre la irrelevancia y la irracionalidad: si el agente actúa en cumplimiento de una norma justificada no satisface deber u obligación jurídica alguna, y si lo hace en cumplimiento de una norma justa, no toma como relevante el hecho de que la norma exista (i.e., la norma jurídica no constituiría una razón, ni siquiera auxiliar, para la ejecución del acto ordenado). De esta manera, quienes quisieran atribuir naturaleza normativa al derecho deberían poder demostrar que la ejecución de acciones justificadas no implica necesariamente la irrelevancia de las normas jurídicas que las ordenan, o que en ocasiones resulta racional –y por lo tanto obligatorio– seguir aquellas normas que no satisfacen las razones justificativas subyacentes.21 Sobre este aspecto se hablará en la sección viii. Aquí me limitaré a desarrollar sucintamente algunas de las características principales de estas posturas y algunas de sus implicaciones en la teoría del derecho.
Según la primera de ellas, las normas jurídicas poseen fuerza normativa en virtud de la cual generan una “diferencia práctica” en el razonamiento y las acciones de los agentes: cuando éstos incluyen una norma entre las razones a favor o en contra de una acción, toman como relevante el hecho de que se trate una norma jurídica y le imprimen una fuerza normativa singular (fuerza que puede manifestarse en el peso o en el tipo particular de razón). Para quienes sostienen este punto de vista, denominado por algunos autores “enfoque funcionalista del derecho”, la “tesis de la diferencia práctica”22 expresa a menudo un elemento inherente a la naturaleza de las normas jurídicas. Shapiro, por ejemplo, sostiene: “Dado que, desde un enfoque funcionalista, todas las reglas tienen como función guiar la conducta, ninguna regla que sea en principio incapaz de generar una diferencia práctica puede ser una regla jurídica” (Shapiro, 2005, p. 188, la traducción es mía). En ese sentido, las normas que no modifiquen el proceso de deliberación práctica del agente, o se limiten a hacer referencia a la fuerza normativa de otras reglas o razones, no podrían ser normas jurídicas. Eventualmente, de estas consideraciones se siguen consecuencias importantes para la teoría del derecho. Según Shapiro, el enfoque funcionalista socaba las tesis características del positivismo jurídico incluyente, pues a su modo de ver no sería consecuente atribuir relevancia práctica a las normas “jurídicas” y asumir luego que éstas sólo pueden ser identificadas en virtud de su mérito ético. Si el contenido de las normas jurídicas se hace depender exclusivamente de lo que es moralmente debido, entonces la única función que están llamadas a cumplir es tautológica: “decir a las personas que deben hacer lo que deben hacer”. Con ello no se quiere negar precisamente que este tipo de normas carezcan de fuerza normativa (pues a menudo esa fuerza será proporcionada por la moral), sino que su “naturaleza jurídica” carece de relevancia práctica.
Nótese que la tesis central del funcionalismo jurídico supone una cuestión trivial: la relevancia práctica de las normas obedece al hecho de que son incorporadas en el razonamiento práctico como normas jurídicas, por lo que los criterios que permiten atribuirles “juridicidad” poseen relevancia práctica. En este sentido, no serían consecuentes aquellos enfoques teóricos que suponen de manera simultánea, por una parte, que la identificación de las normas jurídicas depende únicamente de criterios conceptuales (carentes de relevancia normativa), y por otra, que su capacidad para generar una diferencia práctica se debe justamente a su carácter jurídico: porque si se acepta lo primero, la relevancia de las normas jurídicas sería indistinguible de la de otro tipo de normas, y si se acepta lo segundo, debe asumirse sin reservas que los criterios de identificación de las normas jurídicas inciden en el razonamiento práctico.
Ahora bien, si tomamos esta tesis como punto de partida advertimos que sólo algunos de los enfoques analizados en los puntos anteriores (iii y iv) son compatibles con él. Quienes suponen, por un lado, que la dimensión práctica de las normas jurídicas depende al menos parcialmente de hechos institucionales como la legislación o la costumbre, pueden admitir sin ningún problema la tesis de la diferencia práctica: esos hechos permitirían no sólo identificar el contenido de las normas y los sistemas jurídicos, sino que serían también razones a favor de los actos ordenados o prohibidos por las normas. Pero cuando analizamos el papel que cumplen las normas jurídicas que son incorporadas en el razonamiento práctico como “juicios de deber independientes de la existencia de reglas”, la compatibilidad parece desvanecerse. Si el carácter vinculante de las normas jurídicas no depende –al menos parcialmente– de aquellos hechos institucionales de los cuales deriva su validez o existencia, entonces a pesar de su obligatoriedad serían incapaces de generar una diferencia práctica: no sólo porque en un proceso de deliberación serían conceptualmente indistinguibles de otro tipo de normas (especialmente las morales), sino porque en principio no existirían razones para la acción que les fueran inherentes (y que, por lo tanto, las harían diferentes de otros tipos de normas). Por supuesto, un defensor de este enfoque podría alegar que el carácter jurídico y la fuerza normativa de las normas jurídicas dependen únicamente de su contenido, haciendo a un lado los aspectos formales relacionados con hechos institucionales, de manera que las particularidades del derecho radicaran en el tipo de acciones humanas que regula o en cualquier otro aspecto relacionado con el contenido (por ejemplo, podría decirse que el derecho regula la “conducta externa” del agente, mientras que la moral regula la “conducta interna”). En estos casos, no obstante, los supuestos ontológicos imponen a la teoría del derecho una carga argumentativa difícil de superar.
En segundo lugar, una teoría del derecho podría asumir que las normas jurídicas no generan necesariamente una diferencia práctica en el razonamiento y las acciones de los agentes, y que su función en la deliberación práctica puede variar de manera más o menos significativa. Por supuesto ello no implica que necesariamente las normas jurídicas carezcan de fuerza práctica en absoluto (i.e., que incorporen acciones que en determinados casos los agentes están obligados a cumplir), sino tan sólo –en algunos casos– que los deberes impuestos por ellas serían conceptualmente indistintos de las obligaciones morales o de otro tipo: si el carácter jurídico de la norma no tiene nada que agregar a la obligación final del agente, entonces carece de relevancia práctica. Quizá las implicaciones más importantes de esta tesis las asume el positivismo jurídico incluyente, y particularmente la tesis del incorporacionismo: aquellas “normas jurídicas” que pueden ser identificadas únicamente con base en el mérito o justicia moral que incorporan, y cuya presencia sería común en los sistemas constitucionales modernos, carecerían por definición de la capacidad para generar una diferencia práctica. Tal como lo expone Coleman (2005, p. 147), quien comparte este punto de vista, “una norma podría contar como derecho y no generar diferencia práctica en absoluto”. En lugar de ello, Coleman considera que sus funciones específicas en el razonamiento práctico son más extensas: “las normas jurídicas pueden ser entendidas en términos del rol que desempeñan justificando decisiones, y no guiando o causando acciones”.23
VII. Sobre la inadecuación del dilema de la irracionalidad y la irrelevancia en el seguimiento de reglas
Si suponemos que el dilema de la autoridad y del seguimiento de reglas falla en alguno de sus dos cuernos (y, por lo tanto, que la ejecución de una acción ordenada por el derecho es relevante), aún quedaría por explicar el tipo de circunstancias en las que el seguimiento de una obligación obedece por lo menos en parte a la existencia de una norma jurídica que lo ordena. En la teoría del derecho parece existir un relativo consenso sobre este punto: cuando los agentes se encuentran ante un problema de coordinación que requiere soluciones colectivas, o existen costos de decisión e información incompleta, los mandatos de autoridad o las reglas sociales constituyen razones autónomas para la acción (es decir, nace un deber jurídico que no coincide totalmente con los deberes morales subyacentes).24 A continuación expondré de forma sucinta algunas de estas circunstancias, sin tomar posición sobre la naturaleza de las razones para la acción que intervienen en ellas.
Como se señaló antes, las paradojas de la autoridad y del seguimiento de reglas pueden ser superadas si se demuestra que (1) la ejecución del acto ordenado por una norma desprovista de justificación subyacente no resulta en últimas irracional, o (2) en el seguimiento de una norma justificada se toma como cuestión relevante la existencia de la norma y no simplemente la aceptabilidad o justicia que ésta incorpora. En ambos casos se demostraría la corrección de la tesis de la diferencia práctica y el carácter normativamente relevante del derecho. Los argumentos que se expondrán a continuación no pretenden demostrar que todas las normas jurídicas generan necesariamente esa diferencia en el razonamiento y las acciones de los sujetos, sino tan sólo que ello es posible.
Si buscamos una prueba de la relevancia del derecho en el razonamiento práctico podríamos suponer, para comenzar, que algunas reglas jurídicas dan respuesta a problemas sociales de coordinación allí donde existen razones que subdeterminan el tipo de acciones requeridas. Un problema típico de coordinación es aquel que puede ser solucionado únicamente cuando la mayoría de los miembros de una colectividad actúan de la misma manera, aun cuando un comportamiento diferente pueda resultar correcto.25 Por ejemplo, las reglas de tránsito que ordenan circular por el margen derecho de la carretera no contarían con mejor o peor justificación moral si ordenaran hacerlo por el margen izquierdo. De forma similar, un impuesto cuya base gravable consistiera alternativamente en 29.9 o 30% sobre la renta no parece presentar mayores problemas de fundamentación moral cuando se pretende contribuir al sostenimiento del Estado. Si queremos, no obstante, conducir sin mayores dificultades en la carretera, o tributar en condiciones de igualdad, es indispensable que todas (o la mayoría de) las personas lo hagan en el mismo sentido, eligiendo una de las opciones en principio arbitrarias. Es justamente allí donde se tornan relevantes los mandatos de autoridad y las reglas sociales: el hecho de que existan y estén dirigidos a todos los agentes constituye una razón para realizar la acción respectiva, siempre que haya expectativas razonables de que serán seguidos por las demás personas. Sin su presencia ninguna de las acciones alternativas estaría respaldada por razones suficientes, y el problema de coordinación permanecería irresuelto.26 Por supuesto, tal como lo señala Raz (1986, p. 80), para solucionar un problema de coordinación como estos es indispensable que concurra una razón adicional, a saber, que la norma creada por la autoridad sea observada ordinariamente por sus destinatarios de manera que se constituya un convención social (convention). Cuando sucede esto, la norma como tal es desplazada en buena medida por la convención como razón para ejecutar el acto ordenado, pero ello no refuta el carácter normativamente relevante que tiene el mandato de autoridad en la formación de la propia convención.
En casos como estos, sugiere Bayón (1991b, p. 54), las normas jurídicas se comportan como “razones independientes del contenido”: cuando la autoridad práctica ordena que se ejecute la acción Ɵ, el destinatario del mandato puede verse en la obligación de observarla no por el mérito o la justicia de su contenido, sino porque, eventualmente, considera justificado seguir las órdenes de la autoridad en ese caso específico. Si para el agente es deseable que las personas conduzcan sus autos de manera ordenada por la carretera, puede considerar que el mandato de una autoridad resulta idóneo para fijar la dirección en que los ciudadanos deben circular: en ese caso, cualquiera sea la orden emitida por la autoridad constituirá para el agente una razón para actuar conforme a ella (es decir, para conducir por el lado derecho o izquierdo de la carretera). Puesta en estos términos, la norma jurídica no sería en sí misma una razón completa: si se tiene en cuenta que los mandatos de autoridad no son más que un hecho lingüístico o acto ilocucionario contingente, la lógica obliga a admitir que en ese contexto concurre siempre algunas de aquellas razones por las cuales consideramos adecuado seguir las órdenes de la autoridad. Estas últimas razones constituyen, según Bayón (1991b, p. 55), las razones operativas para la acción, mientras que el hecho de la emisión del mandato –o acto ilocucionario prescriptivo– constituiría una razón auxiliar. De esta manera, el razonamiento que permite contemplar el carácter singular de las razones jurídicas incluye –además del mandato de autoridad– un conjunto de razones fácticas y normativas que respaldan la acción jurídicamente ordenada.
En segundo lugar, puede suceder que el contenido de las normas jurídicas sea indiferente a las valoraciones morales de cualquier agente y corresponda a una elección arbitraria de la autoridad. En estos casos no es necesario que concurra un problema social de coordinación sino que se agoten los criterios morales para decidir entre soluciones igualmente correctas e incompatibles. Muchos aspectos de la planificación urbana, por ejemplo, suelen estar sometidos a disposiciones arbitrarias cuya adopción no es exigida particularmente por razones morales: la extensión precisa de las calles, la ubicación de los parques, el tipo de arborización, la distancia entre los postes de alumbrado público, la ubicación de zonas habitacionales e industriales, etc. En circunstancias normales, nadie alegaría que la longitud precisa de una calle dependa de cuestiones morales o que tenga alguna relevancia ética el uso de la frecuencia modulada en las emisiones radiales. Y aunque estos aspectos puedan obedecer a algunas razones técnicas, parece seguro que muchas veces existirá un margen más o menos amplio de arbitrariedad. Como señala Raz (1994, p. 340), en estos casos el “razonamiento jurídico es autónomo”, pues las razones morales se agotan, y los mandatos proferidos por la autoridad adquieren relevancia práctica.
Un análisis muy similar a este es desarrollado por Marmor (2009, p. 162), para quien las normas jurídicas pueden ser “reglas institucionalmente promulgadas” o –de manera menos frecuente– reglas sociales convencionales. Estas últimas se caracterizan precisamente por determinar, entre un conjunto amplio de alternativas arbitrarias, el tipo de acciones que permiten solucionar problemas sociales de coordinación o constituir prácticas sociales. La regla de reconocimiento del sistema jurídico sería el ejemplo prototípico de una convención social constitutiva (constitutive convention): su función es determinar cuáles son los criterios de validez del sistema a partir de un conjunto más o menos amplio de alternativas que satisfacen las mismas razones para la acción. Algo similar sucede con las “reglas institucionalmente promulgadas”, cuya presencia es más común en los sistemas jurídicos: su función es constituir prácticas sociales con base en conjuntos alternativos de reglas que resultan todos igualmente válidos (Marmor, 2009, p. 35). En ambos casos, como puede advertirse, las normas jurídicas no resultan totalmente determinadas por las razones subyacentes, por lo que su existencia se torna normativamente relevante.
Si asumimos esto como cierto, se habrá demostrado que en algunas circunstancias las normas jurídicas pueden simultáneamente generar una diferencia práctica y satisfacer todas las razones subyacentes. Si el primer cuerno del dilema de la autoridad o del seguimiento de reglas pretende ser correcto es justamente porque descansa sobre un presupuesto falso, a saber, que el ejercicio de la racionalidad práctica garantiza en todo caso la obtención de una respuesta correcta única. Pero las circunstancias analizadas mostrarían por el contrario cómo las razones morales permiten justificar una cantidad más o menos extensa de posibles soluciones en aquellos casos que exigen la elección de una sola. Es allí donde las normas jurídicas resultan relevantes: crean un deber cuya justificación depende tan solo parcialmente de las razones subyacentes, y parcialmente de un acto discrecional de la autoridad o de la existencia de una convención social.
Ahora bien, algunas situaciones típicas en el razonamiento práctico permiten concluir también que el seguimiento de normas jurídicas no corresponde siempre a una actuación irracional cuando, en casos concretos, la acción requerida por la norma no se encuentra justificada conforme a las razones subyacentes. Cuando los agentes carecen de información completa acerca de las razones aplicables a una circunstancia, o existen costes que superan el beneficio marginal de la deliberación, es común que decidan seguir una regla generalizada que en casos similares ha proporcionado una mayor probabilidad de ajuste a las razones subyacentes,27 o confíen la solución definitiva a otro sujeto que –según creen– posee un conocimiento más preciso de la circunstancia y puede mantener estable el balance costo-beneficio (ahorro de tiempo y esfuerzo).28 De esta manera el agente incorpora en el razonamiento práctico una regla de experiencia que le indica cuál es la acción que más probablemente satisface las razones subyacentes que él sabe que desconoce, o cuya ponderación acarrearía un costo injustificado. Descrita en estos términos, las reglas de experiencia no constituirían propiamente razones para actuar sino razones para creer (mientras que la autoridad que las dicta fungiría no como autoridad práctica sino como autoridad teórica): en últimas, proporcionan razones para creer cuál es el curso de acción que en situaciones de incertidumbre posee mayor probabilidad de ser el correcto, i.e., la que en realidad está respaldada por razones para la acción. Es precisamente esta aptitud para influir en las creencias del agente, junto con el papel determinante que desempeñan las creencias en las razones para la acción, lo que permite que atribuyamos un carácter práctico especial a las reglas de experiencia.
Una de las características notables de este tipo de reglas es que definen un proceso racional de deliberación en el que la existencia de normas cobra relevancia práctica: aun cuando subsista una probabilidad más o menos reducida de actuar de manera incorrecta con base en las razones subyacentes, seguir una regla de experiencia es proporcionalmente más racional que seguir el propio juicio acerca de lo que es correcto o justo en casos de incertidumbre (pues la formación de ese juicio puede resultar deficiente o costosa). Por supuesto, el conocimiento eventual que adquiera el agente sobre las razones que justifican una determinada acción puede influir en el abandono o la reformulación de la regla de experiencia, de manera que su acción se vea determinada únicamente por el balance de las razones relevantes. Pero aun así, lo dicho hasta ahora permite concluir perfectamente que el seguimiento de normas jurídicas puede ser racional aunque la acción –de hecho– no resulte debida con base en las razones subyacentes. Si el segundo cuerno de los dilemas de la autoridad y del seguimiento de reglas pretendía ser correcto era justamente porque suponía que los agentes actúan siempre en condiciones de información completa y de ausencia de costes de decisión.
Aunque los argumentos aquí expuestos no pretenden exponer íntegramente la relevancia práctica de las normas jurídicas, ni sugerir que ellas ejercen fuerza normativa en todas las circunstancias a las cuales se aplican (pues aún sigue siendo posible que los agentes actúen en virtud de un “juicio de deber dependiente del contenido”), sí parecen demostrar que su seguimiento no resulta en ocasiones trivial ni irracional. Probablemente la manera en que sean percibidas como razones para la acción varíe de sujeto a sujeto (como en el caso de las reglas de experiencia, donde el grado de confianza depende en buena medida de los conocimiento que tenga la autoridad),29 pero su existencia genera una diferencia práctica respecto a las demás razones subyacentes.
VIII. La naturaleza normativa de las reglas jurídicas en la deliberación práctica
Ahora bien, si suponemos que las normas jurídicas inciden en el razonamiento y las acciones de sus destinatarios, aún faltaría por aclarar el tipo especial de relevancia normativa que poseen y la manera en que se materializa en la deliberación práctica. Aunque éste ha sido un foco de interminables controversias en la teoría del derecho y la filosofía moral, aquí sólo podemos hacer alusión a algunas de las posiciones que, en buena medida, han marcado los términos del debate. Particularmente, expondré los aspectos generales de las teorías de las razones para la acción que no implican una distinción entre razones de primera y segunda clase, y la teoría de las razones protegidas propuesta por Joseph Raz.
Según el primer enfoque, las normas jurídicas son un tipo de razones para la acción que deben ser sopesadas en el proceso de deliberación práctica. Si un agente desea saber con exactitud qué es lo que concluyentemente debe hacer en una situación en la que concurren normas jurídicas, necesita valorar previamente su peso específico y ponderarlas con el resto de razones morales o prudenciales. Sólo cuando las normas jurídicas superan o derrotan la fuerza de las demás razones, tendría el agente el deber de ejecutar la acción ordenada por ella y de no atender a las demás: cuando esto no ocurre, las normas jurídicas resultan relevantes únicamente en el proceso de deliberación y no son determinantes en la acción final requerida. Construida en estos términos, todos los deberes u obligaciones que intervienen en el razonamiento práctico –incluyendo los deberes jurídicos– tendrían un carácter meramente prima facie, mientras que la conclusión final de la deliberación práctica fungiría como un juicio de deber concluyente. En este punto, la particularidad de los juicios de deber que toman como cuestión relevante la existencia de normas jurídicas estribaría, las más de las veces, en su aptitud para solucionar problemas de coordinación social y principalmente en su capacidad para generar razones independientes del contenido. De esta manera los deberes jurídicos (i.e., aquellos que dependen al menos en parte de los mandatos de autoridad o las reglas sociales) adquieren autonomía relativa respecto a las demás clases de obligación y, eventualmente, un peso característico.
En problemas de coordinación, por ejemplo, la racionalidad práctica exigiría que el agente valorara el peso de todas las razones que exigen solucionar el problema colectivo frente al peso de las razones que respaldan una acción desprovista de capacidad para solucionarlo. En ese proceso de deliberación las razones que respaldan el seguimiento de un deber jurídico pueden ser de diverso tipo y contar con fuerza normativa fluctuante: por ejemplo, la necesidad de construir una convivencia social organizada, el respeto por la libertad de circulación de los integrantes de la comunidad, el fácil acceso a bienes y servicios proveídos por el mercado, la promoción del bien común, etc. Tratándose de un problema de coordinación también adquiriría relevancia práctica el contexto empírico, pues el cumplimiento ordinario de la norma por todos los integrantes de la comunidad se convierte en una razón (auxiliar) para la acción. En este sentido, la estructura de las razones en las que intervienen las normas jurídicas coincidiría tan sólo parcialmente con el razonamiento representado en el esquema a), pues se hace necesario acudir a razones normativas más amplias y a un contexto fáctico que no se restringen, eventualmente, al contenido de las premisas (1) y (2).
Según el enfoque raziano, por el contrario, las normas jurídicas no son razones que puedan ser incorporadas en un modelo de deliberación práctica basado en la fuerza o el peso, sino un tipo especial de razones de segundo orden caracterizadas precisamente por excluir o postergar las razones de primer orden. Para Raz, una descripción de la racionalidad práctica que tenga sólo en cuenta el modelo deliberativo basado en el peso es insuficiente, pues omite las razones de segundo orden que no poseen un peso en el marco de una deliberación práctica del agente, sino que son razones “para actuar por una razón o para abstenerse de actuar por alguna razón” (1991, p. 44). Este último tipo de razones se denominan “razones excluyentes”, y constituyen, según Raz, el núcleo de la definición práctica de “normas jurídicas”: normas que están conformadas por una razón de primer orden para actuar y una razón de segundo orden para abstenerse de actuar por otras razones. Desde este punto de vista, las normas jurídicas no intervendrían ordinariamente en la deliberación práctica como razones a favor de una determinada acción, sino como razones perentorias (peremptory reasons) que desplazan las conclusiones a las que podría llegar el agente deliberando sobre el asunto en cuestión. El panorama que se obtiene a partir de esta tesis sería entonces el siguiente: si en un proceso de deliberación práctica concurre una norma jurídica que ordena Ɵ (razón protegida), entonces el agente tiene una razón de primer orden para efectuar Ɵ y una razón excluyente para eludir las demás razones compatibles con (o contrarias a) Ɵ.
Para fundamentar la existencia de las razones protegidas, Raz acude a múltiples ejemplos que coinciden parcialmente con las razones independientes del contenido, los problemas de coordinación y las reglas de experiencia mencionadas en la sección previa. En su opinión, las normas jurídicas se comportan allí como razones protegidas y no como razones que requieran ser ponderadas en un proceso de deliberación práctica.30 Según Raz, si queremos mantener la idea según la cual los sistemas jurídicos ejercen autoridad legítima sobre sus destinatarios es necesario asumir que las normas jurídicas se comportan como razones excluyentes: de lo contrario, los agentes tendrían siempre la facultad de actuar conforme a su propio juicio. Esta idea se encuentra íntimamente relacionada con la teoría de la “autoridad como servicio” expuesta por Raz, según la cual los mandatos de autoridad cumplen la labor de intermediarios entre los agentes y las razones para la acción: cuando en una circunstancia práctica concurren normas jurídicas, los agentes no necesitan examinar los méritos de todas las acciones posibles, pues la autoridad ya ha decidido previamente por ellos. Y es que si una autoridad es legítima, entonces sus mandatos son producto de una deliberación que toma en cuenta todas las razones a favor y en contra de un acto, y reflejan las razones de mayor fuerza o peso. Por esta razón, según Raz,31 no existe autoridad allí donde los sujetos se interrogan acerca de las razones subyacentes de los mandatos y actúan en consecuencia.
Ahora bien, aunque estos dos enfoques suponen modelos diferentes de racionalidad práctica, ambos coinciden en que las normas jurídicas constituyen razones para la acción: en el primer caso, razones de primer orden que pueden ser sopesadas con otras en un proceso de deliberación práctica, y en el segundo, razones protegidas de segundo orden que excluyen todas las demás razones de primer orden. Aún sería posible sugerir, no obstante, que las normas jurídicas no constituyen en absoluto razones para la acción, aunque una de sus virtudes fundamentales sea precisamente la de generar una diferencia práctica y servir como guías de la conducta humana.32 Pero aunque este punto de vista y todas sus variantes son importantes para analizar el problema que discutimos aquí, su análisis rebasa los límites de este escrito.
IX. Conclusión
Aunque este trabajo se ha limitado a exponer un panorama más o menos amplio del problema de la normatividad del derecho, creo que permite despejar algunas dudas acerca del carácter práctico de las normas jurídicas y ayuda a comprender la complejidad de conceptos como “obligación” o “deber” jurídico. La incidencia que tienen ciertos factores como la racionalidad o la autonomía en la formación de las obligaciones hace que las teorías que adoptan una u otra perspectiva sean radicalmente diferentes, y se vean comprometidas con supuestos filosóficos más básicos: subjetivismo u objetivismo, cognoscitivismo o anticognoscitivismo, racionalismo o irracionalismo, entre otros. De igual manera, la distinción entre razones morales y razones prudenciales permite contemplar, desde un punto de vista interno, el carácter heterogéneo de los razonamientos prácticos que toman entre sus razones operativas o auxiliares a las normas jurídicas, contribuyendo de esa manera a la fijación del sentido específico del deber o la obligación jurídica. Finalmente, el análisis de la relevancia práctica del derecho en los contextos de deliberación práctica ayuda a identificar el tipo particular de razones para la acción que proporcionan los sistemas jurídicos, y su relación con otros tipos de razones.
Por supuesto, un marco teórico como el expuesto aquí no abarca gran parte de los problemas relacionados con la normatividad del derecho. Algunos temas de gran importancia se han omitido deliberadamente: la relevancia práctica de los “permisos” jurídicos, la relación conceptual o contingente que existe entre deberes jurídicos y deberes morales, su carácter prima facie o concluyente, entre otros. Creo que una teoría satisfactoria de la normatividad del derecho debe poder dar respuesta a estos interrogantes, pero por motivos de espacio no fueron tratados aquí. No obstante, pese a esta reducción inicial, creo que los aspectos tratados ayudan construir, al menos parcialmente, la base conceptual de una teoría adecuada de la normatividad del derecho. El análisis ha mostrado que muchos elementos utilizados por la teoría jurídica para explicar la naturaleza normativa de las reglas son incompatibles, o que poseen problemas de fundamentación: un “enfoque objetivo” parece menos plausible que un “enfoque subjetivo”; la idea de que la aceptación de las normas jurídicas no requiere de fundamentación elude, aparentemente, su dimensión pragmática; la diferencia entre el “cumplimiento del deber jurídico” y la “conducta ajustada a la norma” es más compatible con un enfoque subjetivo de la normatividad; y el carácter relevante que en el razonamiento práctico tienen los mandatos de autoridad y las reglas sociales parecen refutar el dilema del seguimiento de normas y la tesis de la no diferencia práctica. En todo caso, como se vio a lo largo del trabajo, la justificación de estos aspectos requiere ulteriores reflexiones.
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Notas
1 El mismo planteamiento puede encontrarse en varios autores. Por ejemplo, Coleman, 2005, p. 113: “Entender el derecho es entenderlo parcialmente como una institución normativa o práctica. Pero primero uno tiene que identificar las propiedades del derecho que caracterizan la normatividad distintiva del derecho, y sus condiciones de posibilidad (i.e., las condiciones de existencia)… el problema fundamental de la jurisprudencia es explicar la posibilidad del derecho y su normatividad” (p. 114, la traducción es mía).
2 Por ejemplo, Bayón, 1991, p. 268; Rodríguez, 2006.
3 Para una exposición más detallada del tema, véase Bayón, 1991, pp. 21 y ss., y Coleman, 2005, p. 110.
4 Una exposición más detallada y compleja que la que presento aquí puede encontrarse en Redondo, 1999, pp. 100 y ss. La autora analiza las relaciones que existen entre el deber jurídico y las razones para la acción con base en diferentes supuestos teóricos: el internalismo y el externalismo acerca de la naturaleza práctica de las oraciones de deber; el tipo de razones con el que se relacionan los deberes jurídicos (sean razones motivacionales o justificatorias); y el rol que cumple la aceptación del agente en el carácter normativo de los enunciados de deber. Cada uno de estos aspectos posee diferentes implicaciones teóricas que aportan bastante a la comprensión de la normatividad del derecho. No obstante, en el presente escrito quise eludir esa complejidad y abstraer únicamente las implicaciones relacionadas con el papel que desempeña la aceptación de las normas en el surgimiento de deberes jurídicos.
5 Téngase en cuenta que ni dentro del contexto institucional (o el conjunto las reglas constitutivas), ni dentro del conjunto de premisas que según Searle permiten derivar un “deber” de un “ser” (derive “Ought” from “Is”), se encuentra alguna premisa evaluativa o algún principio moral. Refiriéndose a la institución de las “promesas”, Searle sostiene: “hemos derivado (en el sentido estricto de “derivar” que admiten los lenguajes naturales) un “deber” (ought) de un “ser” (is). Y las premisas extra que se necesitaron para efectuar la labor de derivación no tenían naturaleza moral o evaluativa. Ellas consistían en asunciones empíricas, tautologías, y descripciones del uso de la palabra” (Searle, 1964, p. 48). Por ello es improbable que para Searle la eventual aceptación del destinatario del mandato –como condición constitutiva del acto de habla– implique algún juicio de deber (y de hacerlo, tornaría inconsistente su teoría).
6 El deber al cual se refiere el enunciado “debo hacer α” puede tener carácter concluyente o prima facie, según la perspectiva teórica que se esté asumiendo.
7 De manera similar, cuando Bayón, 1991, p. 477, se refiere a agentes irracionales que obedecen regularmente las normas, sostiene que “(n)o hay ningún sentido inteligible en el que quepa afirmar que la regla social interviene en el razonamiento práctico de esta clase de agentes, sencillamente porque en su caso no hay […] razonamiento práctico alguno que pueda presentar como justificación de su acción conforme a la regla”.
8 Esta idea es expresada por Bayón, 1991, p. 475, en los siguientes términos: “La aceptación de una regla social (esto es, de un juicio de deber dependiente de su existencia) no es un ‘dato ciego’, ‘un puro hecho bruto’ sino que la regla se acepta por una razón: la preferencia por la clase de razón que constituye el contenido de la regla social es una concreción de una preferencia previa, siendo ésta la razón operativa primitiva y la existencia de la regla social el hecho que, como razón auxiliar, condiciona el rumbo de esa concreción”.
9 Sobre este tema, véase Raz, 1991, p. 33.
10 Shapiro, 2011, p. 91, reconstruyendo la posición de Hart, sostiene algo parecido: “En sentido moral, la regla de reconocimiento no está autojustificada. La regla de reconocimiento nunca proporciona a alguien razones morales para seguirla… En sentido jurídico, sin embargo, la regla de reconocimiento está autojustificada. Jurídicamente, los funcionarios deben seguir la regla de reconocimiento por la razón trivial de que la regla de reconocimiento en última instancia define qué es el derecho” (la traducción es mía).
11 Bayón, 1991, p. 479: “Quien sostenga que las reglas sociales intervienen como razones operativas primitivas queda apresado entre los cuernos de un dilema: o bien está pensando en las reglas sociales como prácticas, como conjuntos de hechos complejos, pero entonces no puede consistir en absoluto en razones operativas; p, de lo contrario, está pensando en el ‘juicio práctico’ que sería el ‘contenido’ de aquellos hechos, con la consecuencia de que en ese caso, si realmente su razón operativa es ese juicio, no se alcanza a ver de qué manera incide en su razonamiento práctico la persistencia o desaparición de ese conjunto de hechos complejos que describimos sintéticamente diciendo que ‘existe una regla’ (y, por consiguiente, sobre qué base podría alegar un sujeto que su razón para actuar es precisamente la regla social, y no un juicio de deber que él acepta independientemente de la existencia de ésta)”.
12 Raz, 1994, p. 343 (la traducción es mía).
13 Este aspecto tuvo un desarrollo similar en Raz, 1991, p. 143.
14 Nótese que la diferencia entre “el cumplimiento de un deber jurídico” y la “conducta ajustada a la norma” parece, en principio, compatible con un enfoque objetivo de la normatividad del derecho (EON): cuan do el agente se encuentra motivado por razones meramente prudenciales, diríamos que no actúa en cumplimiento de un deber, aun cuando ese deber exista objetivamente (y por lo tanto nos limitaríamos a decir que “su conducta se ajusta a la norma”). No obstante, este esquema admite una lectura distinta, en la que el agente puede estar actuando en cumplimiento de un deber objetivo por razones prudenciales. Bajo este supuesto, la distinción entre el “cumplimiento de un deber jurídico” y la “conducta ajustada a la norma” se desvanece parcialmente: quien sigue una norma jurídica por razones prudenciales puede estar cumpliendo un deber jurídico, pues la existencia de tal deber no depende de las preferencias (en este caso prudenciales) del agente. Por esta razón, considero que la diferencia entre “el cumplimiento de un deber jurídico” y la “conducta ajustada a la norma”, en los términos aquí expuestos, resulta implicada más pacíficamente por un enfoque subjetivo de la normatividad (ESN).
15 Para algunos autores, como Shapiro, 2011, p. 115, conceptos como “autoridad” u “obligación” sólo pueden explicarse si se asume su relevancia moral.
16 Ello se hace evidente en citas como esta: “En efecto, el acatamiento al sistema puede estar basado en muchas consideraciones diferentes: cálculos interesados a largo plazo, interés desinteresado en los demás; una actitud tradicional o una actitud no reflexiva heredada; o el mero deseo de comportarse como lo hacen los otros. No hay por cierto razón alguna que se oponga a que quienes aceptan la autoridad del sistema continúen haciéndolo por una diversidad de consideraciones, no obstante que un examen de conciencia los haya llevado a decidir que moralmente no deben aceptarla” (Hart, 1998, p. 462). Sobre este mismo punto, Shapiro, 2006, p. 1162, considera: “Desde la perspectiva de Hart, las personas pueden tener cualquier número de razones para aceptar las reglas. Pueden estar guiados por una regla porque creen que así lo exige su propio interés a largo plazo. Los jueces pueden aplicar el derecho simplemente para recibir sus cheques de pago” (la traducción es mía).
17 Hart, 1998, p. 251, expresa esta idea en las siguientes palabras: “Quienes aceptan la autoridad de un sistema jurídico lo ven desde el punto de vista interno, y expresan su apreciación de las exigencias de aquél en enunciados internos, acuñados en el lenguaje normativo que es común al derecho y a la moral: “Yo (tú) debo (debes)”; “yo (él) tengo que (tiene que)”; “yo (ellos) tengo (tienen) una obligación”. Sin embargo, eso no los compromete a un juicio moral en el sentido de que es moralmente correcto hacer lo que el derecho prescribe. Sin duda alguna que si no se dice nada más, existe la presunción de que cualquiera que se expresa de esa manera respecto de sus obligaciones jurídicas o de las obligaciones jurídicas de los demás, no piensa qué hay alguna razón moral o de otro tipo que se oponga al cumplimiento de las mismas. Esto, sin embargo, no demuestra que nada puede ser reconocido como jurídicamente obligatorio si no es aceptado como moralmente obligatorio” (las cursivas son mías).
18 Bayón, 1991, p. 463, hace un corto recuento de estas posturas en la nota 301.
19 Bertea, 2014, p. 17: “No hay espacio conceptual para algo como una ‘obligación prudencial’. Las razones y consideraciones prudenciales no pueden por sí mismas apoyar una obligación de llevar a cabo determinadas acciones: ellas sólo pueden hacerlo así si se asocian con razones y consideraciones morales”. Véase también: Bertea, 2009, pp. 91 y ss.
20 De manera similar, Bayón, 1991, p. 462.
21 Como puede advertirse, el dilema de la autoridad supone un modelo de fundamentación racional de los deberes como el expuesto en la sección 3.
22 Coleman, 2005, p. 101, define la tesis de la diferencia práctica (Practical Difference Thesis) de la siguiente manera: “La Tesis de la Diferencia Práctica es la afirmación de que, para ser derecho, los pronunciamientos de la autoridad deben en principio ser capaces de generar una diferencia práctica; es decir, una diferencia en la estructura o contenido de la deliberación y la acción” (la traducción es mía).
23 Coleman, 2005, p. 147 (la traducción es mía).
24 Raz, 1994 p. 370, y 1986, p. 49; Bayón , 1991, pp. 496 y ss.; Rodríguez, 2012.
25 Marmor, 2005, p. 200, ofrece una descripción similar de los problemas de coordinación, haciendo referencia a la teoría de Lewis: “Una convención de coordinación típica surge, según Lewis, cuando varios agentes tienen una estructura particular de preferencias respecto a su formas de conducta mutua, es decir: entre varias alternativas de conducta abiertas a ellos en un determinado conjunto de circunstancias todos y cada uno de los agentes tiene una preferencia más fuerte de actuar como los otros agentes quieren, que a actuar conforme a cualquiera de las otras alternativas particulares” (la traducción es mía).
26 Raz, 1986, p. 49: “Donde hay un problema de coordinación, las directivas de la autoridad pueden suplir el vínculo faltante en el argumento […] Tales directivas proporcionan a los sujetos razones que no tenían antes. Por lo tanto, generan un diferencia práctica en sus deliberaciones y sirven para refutar la tesis de la no diferencia” (la traducción es mía).
27 Véase Bayón, 1991b, p. 51.
28 Véase Raz, 1994, p. 347.
29 Véase Raz, 1994, p. 347.
31 Raz, 1991, p. 71: “Considerar que una persona posee autoridad es considerar al menos a algunas de sus órdenes u otras expresiones de sus opiniones sobre lo que debe hacerse (por ejemplo, su consejo) como instrucciones autoritativas y por consiguiente, como razones excluyentes”.
32 Un posible ejemplo sería la postura asumida por Essert, 2013, para quien las obligaciones jurídicas tienen un carácter concluyente, perentorio o veredictivo (veredictive) que no es compatible con el concepto de razones para la acción. Según Essert, las obligaciones serían el producto de una deliberación práctica que, una vez culminada, expresa cuál es la acción que concluyentemente debe ejecutarse. En sus palabras: “que una acción sea obligatoria es algo que se obtiene en virtud de un proceso actual de deliberación humana de manera tal que no puede ser en sí misma una razón para la acción” (p. 66, la traducción es mía). No obstante, aunque Essert considere que las normas jurídicas no constituyen razones, en su exposición no resultan muy claras las diferencias conceptuales que existen entre las normas jurídicas y las “razones concluyentes” o “las razones de segundo orden”.
Notas de autor
Esteban Buriticá-Arango, Universidad de Antioquia (UDEA). Correspondencia: Ciudad Universitaria, Calle 67, no. 53-108, Medellín, Colombia. edavid.buritica@udea.edu.co
* Deseo expresar mi agradecimiento a los evaluadores designados por la Revista Isonomía por las útiles recomendaciones y correcciones hechas a la versión preliminar de este texto.