Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: dos estudios de caso de las transformaciones de las comunidades políticas de las Américas

The Constitutional Costs of the War on Drugs: Two Case Studies on the Transformation of the Political Communities in the Americas

Antonio Barreto Rozo
Centro de Investigación y Docencia Económicas, México (profesor visitante) y Universidad de los Andes, Colombia. Correspondencia: Carrera 1 # 18A-10, Bogotá, Colombia. abarreto@uniandes.edu.co, México
Alejandro Madrazo Lajous
Centro de Investigación y Docencia Económicas, México. Correspondencia: Circuito Tecnopolo Norte s/n, Col. Hacienda Nueva, 20313, Aguascalientes, AGS, México. alejandro.madrazo@cide.edu, México

Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: dos estudios de caso de las transformaciones de las comunidades políticas de las Américas

Isonomía, núm. 43, 2015, pp. 151 -193

Recibido: 11/11/2014

Aceptado: 21/04/2015

Resumen: El texto busca ofrecer un marco analítico y comparativo para estudiar en detalle un fenómeno que hasta hoy ha pasado prácticamente inadvertido: los costos constitucionales de la guerra contra las drogas. En las Américas, las políticas públicas adoptadas en un esfuerzo por suprimir los mercados de drogas ilícitas, han requerido o justificado reformas legales y transformaciones institucionales sustantivas. Estos escenarios son estudiados mediante una categoría que llamamos “costos constitucionales” y se ofrece, como punto de partida de una evaluación potencialmente más amplia, un análisis de los casos de Colombia y México.

Palabras clave: costos constitucionales, guerra contra las drogas, México, Colombia.

Abstract: This paper seeks to provide an analytic framework for tackling a phenomenon that has gone virtually unnoticed so far: the constitutional costs of the war on drugs. In the Americas, policies adopted and implemented to suppress illicit drug markets have required or justified a battery of significant legal reforms and changes in institutional designs and practices. We analyze these settings through the lenses of a category we have chosen to call “constitutional costs” and develop, as a first step in a potentially wider assessment, an analysis of the Colombian and Mexican cases.

Keywords: constitutional costs, war on drugs, Mexico, Colombia.

I. Introducción

El presente texto busca ofrecer un marco analítico y comparativo para estudiar en detalle un fenómeno que hasta hoy ha pasado prácticamente inadvertido, a saber, los costos constitucionales de la guerra contra las drogas. En el heterogéneo contexto de las Américas, las políticas públicas adoptadas en un esfuerzo por suprimir los mercados de drogas ilícitas, han requerido o justificado diversas reformas legales y transformaciones institucionales. Buscamos explorar el impacto de estos cambios en los regímenes constitucionales del hemisferio. Y buscamos hacerlo desde una óptica específica: enfocando una categoría de análisis que hemos optado por llamar “costo constitucional”. El análisis adelantado buscará, hasta donde sea posible, ser sensible a dinámicas que puedan ser rastreadas de forma comparativa –a menudo en siluetas parciales y dispersas– en distintos puntos del hemisferio. Hemos decidido comenzar esta exploración por el estudio de los casos mexicano y colombiano por varias razones. En parte por su importancia relativa tanto en el mercado internacional de las drogas y su importancia estratégica en el despliegue de las políticas prohibicionistas englobadas en la “guerra contra las drogas”;1 en parte porque las similitudes que los discursos desplegados en torno a la “guerra contra las drogas” en estos intrincados escenarios –tanto los más especializados como los menos reflexivos y colmados de lugares comunes– nos facilitan un ejercicio comparado; en parte, finalmente, por ser los dos casos más accesibles a los autores y en esa medida, los que podemos realizar mejor.

Antes de abordar el estudio de estos dos casos, sin embargo, debe quedar claro el uso que daremos a la noción de “costo constitucional” y el resto del andamiaje analítico que desplegaremos. En consecuencia, este texto será dividido en dos partes. La primera orientada a examinar la suerte de “capas teóricas” que constituyen la noción de costo constitucional y el modo como esta categoría de análisis puede ser aprovechada en la práctica para adelantar estudios de caso relacionados con la forma como se ha librado la guerra contra las drogas en contextos específicos –y las secuelas que ha dejado. La segunda parte, exponen los estudios de caso de México y Colombia. Finalmente, serán ofrecidas unas breves conclusiones.

Este ejercicio debe entenderse como solo un paso dentro de un proyecto de mayor envergadura que tiene como razón de ser la comprensión cabal del fenómeno de los costos que ha dejado en su recorrido la guerra contra las drogas desde la óptica constitucional. En un paso inicial ya realizado, se emprendió una exploración predominantemente casuística del entorno mexicano (Madrazo, 2014b). En este trabajo se intenta desarrollar con mayor profundidad el aparato teórico en el que se ubica la noción de costo constitucional. Además, buscamos aplicarlo tanto al escenario colombiano como al mexicano a fin de ir construyendo un proyecto comparativo. En la medida que la sombrilla del presente proyecto cobije el estudio de otras regiones y países –dentro y fuera de América Latina–, la necesidad de un marco de análisis comparado más refinado, será cada vez más apremiante. El ejercicio continúa siendo provisional, pues sería contraproducente pretender cerrarlo con apenas dos estudios de caso a la mano. Habrá, entonces, labores pendientes para las siguientes fases de un proyecto, que –esperamos– llame la atención de otros colegas, en otros países.

II. En busca de la noción de costo constitucional

Debemos empezar por desempacar, con detenimiento, la red de referentes teóricos en la que se halla inmerso el concepto de costo constitucional. ¿Qué queremos visibilizar, y en qué sentido, con nuestra propuesta de agregar un rubro de costos constitucionales a la contabilidad de los costos de la guerra contra las drogas? Expondremos nuestra propuesta en tres subsecciones. En la primera, abordaremos el contexto epistémico en el que pretendemos trabajar: ¿cuál (o cuáles) campos del conocimiento nos interesan? ¿A qué nos referimos por “constitucional” al hablar de costo constitucional? Posteriormente pasaremos a la segunda parte de nuestro neologismo, a saber, la noción de “costo”: ¿qué representa un costo en el ámbito constitucional? A la vez que identificamos qué queremos decir por costo constitucional, precisaremos qué no queremos contabilizar bajo ese rubro. Finalmente, abundaremos en cómo entendemos que opera un costo constitucional; cómo lo podemos identificar y conocer.

1. ¿En qué radica lo “constitucional”?

Toca, pues, precisar los campos de conocimiento desde los cuales pretendemos visibilizar y dotar de sentido a un conjunto de fenómenos. La respuesta corta señala que “lo constitucional” –para nuestros intereses al menos– se encuentra en la intersección entre los campos jurídico y político. ¿Qué quiere decir esto? Hay que precisar en qué sentido queremos entender los fenómenos como pertenecientes al ámbito de lo jurídico y en qué sentido queremos entenderlos como pertenecientes al ámbito de lo político. Sobre todo, hay que precisar por qué es en la intersección de ambos campos, y no en uno o en otro, que nos interesa trabajar.

Cuando aquí hablamos de “constitución” y de “costo constitucional”, nos referimos a normas, pero normas cuyo interés específico no radica sólo en su papel dentro de un sistema normativo (cúspide de la jerarquía normativa; fuente de autoridad de normas derivadas) (Kelsen, 1959; Tamayo y Salmorán, 1998), sino también –y sobre todo– de su función como parámetro para identificar y significar una comunidad política; esto es, para constituirla. Nos interesan las normas jurídicas en tanto normas, pero también como los referentes de la identidad colectiva de una comunidad. Así entendidas, las constituciones fungen como referentes de –o, más precisamente, aunque en forma un tanto redundante: constituyen a– la identidad colectiva de una comunidad en al menos dos sentidos. Por una parte, la delimitan, identificando “lo otro”, ajeno a dicha comunidad. Por otra parte, proporcionan elementos de cohesión y experiencia común, aún donde no los hay en otros ámbitos. Esto es, definen la frontera entre “el nosotros” y “los otros”; pero a la vez nos dan elementos para saber qué somos “nosotros” (además de no ser “los otros”).

Las constituciones delimitan fronteras básicas que permiten identificar a la comunidad política. Esto es, permiten trazar la frontera entre “amigo” y “enemigo”; epicentro de lo político, según Schmitt. Este autor sostenía que cualquier ámbito de la vida humana –“religioso, moral, económico, técnico o de otro tipo”– en que se presente un enfrentamiento, tiene el potencial de transformarse en político “si es lo bastante fuerte como para reagrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos” (Schmitt, 1933, p. 34). Pero también sostiene que no es el enfrentamiento –“la lucha”– lo que es político, ni siquiera necesita existir dicho enfrentamiento; es la “posibilidad real” del enfrentamiento la que permite “la tarea de distinguir correctamente amigo y enemigo” (idem). Así, no debe extrañarnos que el ámbito jurídico tenga este potencial. Específicamente, la constitución suele ser precisamente en dónde –en términos jurídicos– se establece la distinción entre quién pertenece a la comunidad –ciudadano nacional– y quién no lo hace –ciudadano extranjero–; esto es, dónde se nos dice en dónde radica “la posibilidad real” de enfrentamiento; la distinción posible entre amigos y enemigos.

Las constituciones establecen también el eje –o un eje– en torno al cual se construye su identidad colectiva. De hecho, el orden jurídico es, en los Estados modernos –específicamente en los Estados que no se identifican con una “nación” en el sentido original del término (como una comunidad que comparte lengua, raza, religión, origen, etc., que les distingue de otras)–, el referente determinante para la existencia de la identidad colectiva. Siguiendo a Paul Kahn (1999), creemos que el sujeto transhistórico y comunal que imaginamos es “la Nación”, en realidad existe a través de su orden jurídico, y no al revés. Esto es, no existe un sujeto transhistórico y comunitario primero, que se dota a sí mismo de un orden jurídico; es la experiencia del orden jurídico compartido lo que nos permite pretender (creer) que existe semejante sujeto,2 porque nos compromete por igual con referentes normativos y valorativos comunes. El propio Schmitt, citando a Lorenz von Stein, señala que en el Estado constitucional (por oposición, entre otros, al Estado Nación), la Constitución expresa “la existencia misma de la sociedad ciudadana” (Schmitt, 1933, p. 44).

Si un chiapaneco se concibe como parte de la misma comunidad política que un sonorense, y no de la de un guatemalteco, no es porque comparta más rasgos culturales –cocina, idioma, prácticas religiosas, historia, composición étnica– con el sonorense que con el guatemalteco. Es, antes bien, porque comparte con el sonorense la aceptación de una misma autoridad, que a su vez le permite imaginar un pasado común que se proyecta hacia el futuro. Esto es, Sonora y Chiapas comparten la aceptación de la jurisdicción de (algunas de) las mismas autoridades políticas. Guatemala no. Así, el orden jurídico, funge como parámetro para delimitar la frontera entre el “nosotros” y el “ellos” sobre la que descansan los cimientos de la comunidad política, a la vez que establece el común denominador del “nosotros.”

Así, nos interesa lo constitucional en tanto político; esto es, en tanto cimiento de la identidad colectiva del “nosotros”.

Pero lo constitucional nos interesa también como norma, lo que nos lleva al segundo aspecto de “lo constitucional” que nos ocupa: lo jurídico. Además de referentes de identidad colectiva, las constituciones son (colecciones de) normas jurídicas y, como tales, establecen y reflejan valores, aspiraciones, parámetros para valorar la conducta y las circunstancias. Para entender los mecanismos mediante los cuales las reformas jurídicas e institucionales que nos ocupan representan un costo debemos distinguir, al menos, entre dos tipos de normas: las reglas y los principios. Esta distinción permite comprender en qué sentido un cambio jurídico o institucional representa un costo en términos normativos, análisis que será extendido más adelante. Por el momento, nos limitamos a exponer la distinción.

La articulación más célebre de la distinción entre reglas y principios es quizá de Ronald Dworkin. En uno de sus textos más influyentes, The Model of Rules (1967), al criticar las teorías del derecho que reducen las normas a un mandato coercitivo, Dworkin aclara que existen distintos tipos de normas, siendo los básicos las reglas y los principios (Dworkin, 1967, pp. 22-23).3 Las reglas son de aplicación binaria: si la regla se aplica, produce una consecuencia específica. Si no, quiere decir que la regla no aplica. Si ciertos hechos satisfacen el supuesto contemplado en la regla para su aplicación, la regla (siempre que sea válida) nos precisa qué consecuencias se siguen (ibid., p. 24). Las reglas admiten excepciones, pero éstas deben entenderse como parte integrante de la norma. Esto es, la norma completa debe articularse enunciando sus excepciones (ibid., p. 25).

En contraste, los principios no establecen una consecuencia determinada con la satisfacción de un supuesto específico; tampoco incorporan a sus propias excepciones. Los principios no contemplan un supuesto específico para activarse, ni prescriben una consecuencia específica como lo hacen las reglas; apuntan el sentido que debe tomar la solución de un problema jurídico, pero no exigen una solución específica (ibid., p. 26). Esto implica que tampoco son de aplicación binaria, que admiten grados de influencia en la determinación de una solución a un problema normativo. En palabras de Dworkin, tienen peso o importancia variables y ponderables (idem).

Cuando dos reglas contrastan, solo una de ellas puede ser válida y la otra debe ser reconfigurada o desechada.4 En contraste, en el caso de los principios su función es orientar –no determinar– el resultado de la calificación normativa de una conducta; en consecuencia, cuando su “peso” no prevalece en caso de una contradicción, no deja de ser válido. Para Dworkin, los principios orientan la decisión, pero “sobreviven intactos” si no prevalecen (ibid., p. 33).5

Ahora bien, Dworkin también distingue entre principios como forma lógica de funcionar de una norma –esto es, “principios en sentido amplio” como un universo que incluye políticas, principios “y otros estándares”– y “principios en sentido estricto”, esto es, distintos a las políticas públicas o a otros estándares que tampoco funcionan lógicamente como reglas. Para él, las políticas son estándares de conducta que fijan un objetivo a alcanzar; en contraste, los principios son estándares de conducta que deben observarse porque así lo exige “la justicia, la equidad o alguna otra dimensión de la moralidad” (ibid., p. 22).6 Esta noción de “principio” abre una puerta fructífera de análisis para visibilizar uno de los aspectos más importantes de los costos constitucionales –el tema de nuestro interés–, a saber, esa parte del derecho que opera en el campo específico de lo político que aquí llamaremos “compromisos constitucionales”.

Por compromisos constitucionales, nos referimos a los principios en sentido estricto (en algunos casos formulados lingüísticamente como reglas, pero no por ello operan lógicamente como tales) que delimitan la frontera entre el amigo y el enemigo (por ejemplo, el ius soli o el ius sanguini para determinar la ciudadanía); o bien los que constituyen una pieza central de la identidad colectiva de ese ente transtemporal del que habla Kahn (por ejemplo, el federalismo en el caso mexicano, o el centralismo en el caso colombiano; el carácter laico, democrático, representativo y republicano del Estado en ambos casos). Este tipo específico de “principios”, si bien pueden entenderse –como lo haría Dworkin– como pertenecientes al ámbito de la moral, a nosotros nos interesa entenderlos como propios de un campo moral específico: la moral colectiva, o más precisamente, como los compromisos normativos y valorativos que conforman la identidad colectiva y que se plasman explícitamente en un texto jurídico positivo. Así, el compromiso constitucional suele presentarse o como un valor consagrado –por ejemplo, el derecho a la salud–; como un principio rector de la organización estatal –por ejemplo, el federalismo o la división de poderes–; o bien como un principio que orienta la interpretación de las normas contenidas en el orden jurídico –por ejemplo, el principio de progresividad de los derechos fundamentales.

Es aquí, en el campo de los compromisos constitucionales –valores, principios, derechos, definiciones colectivas básicas– donde queremos visibilizar los costos que ha implicado la guerra contra las drogas. En efecto, como creemos reflejan los casos estudiados, los costos no son fenómenos aislados, sino complejos procesos de reconfiguración –más precisamente, desfiguración– de nuestras comunidades políticas. Así como los compromisos constitucionales –entendidos como los principios más caros del orden jurídico– se apoyan y refuerzan recíprocamente,7 también hacen lo propio los costos constitucionales que socavan y erosionan el entramado de compromisos constitucionales que definen a nuestras comunidades políticas. En este sentido, son literalmente costos que conjuntamente nos pasan su cuenta de cobro, como se desprende de esta noción en la que vale la pena detenerse.

2. ¿A qué nos referimos por “costo”?

El estudio del costo –o de los costos– de una iniciativa o actividad determinada ha sido realizado predominantemente desde la economía. En materia institucional, la economía ha construido nociones estándar de amplísimo uso, como la de costo-beneficio8 o la de costo de transacción.9 El costo tiende a ser visto como una carga que genera esfuerzos y privaciones de distinta índole, por lo cual racionalmente es promovida su minimización –o en todo caso, su adecuado ajuste– siempre que ello sea posible. Su análisis, hoy por hoy, no se reduce a su aspecto netamente contable, por el contrario –con la apertura inter e intradisciplinar ocurrida en diversos grados de intensidad entre los numerosos cuerpos de saber, incluyendo allí por supuesto a la economía– de forma cada vez más frecuente se habla, por ejemplo, de costo social,10 de costo político11 o de costo ecológico,12 como muestras de los varios rostros que el tema de los costos puede asumir en la arena institucional.13 Visto desde el trasluz de las disciplinas o cuerpos de saber que le dan forma y contenido, el estudio del costo ha sido moldeado por múltiples campos de conocimiento, como la ingeniería, la economía, la contaduría, la sociología, la ciencia política, la historia y el derecho, sólo por nombrar algunos.

Ya entrando en nuestra preocupación principal, por “costo” constitucional entendemos la afectación, supresión, erosión o menoscabo normativos de los compromisos constitucionales que identificamos en el apartado pasado. Esto es, la introducción en la constitución, en el sistema jurídico, o en el diseño institucional, de reglas o contraprincipios que vayan en detrimento de un compromiso constitucional sin que el compromiso constitucional sea revisado o renunciado. Esto es importante: para hablar de un costo constitucional, el compromiso constitucional debe sostenerse, pero también verse mermado. La renuncia a un compromiso constitucional –por ejemplo, el abandono del régimen presidencial para adoptar uno parlamentario; o la renuncia al federalismo para adoptar un régimen centralista– no puede considerarse como un costo constitucional, pues el compromiso constitucional que está siendo abandonado, y al ser abandonado, deja de ser parte del orden constitucional y ya no es valorado. Es preciso que el compromiso constitucional sea sostenido por la comunidad política, a pesar de su merma, para que hablemos de un costo de índole constitucional.

Quisiéramos además dejar planteada la diferencia entre “costo como resultado” y “costo como proceso”.14 La estimación de un costo, en efecto, puede adelantarse según el resultado o la consecuencia final que arroje un proceso. De hecho esta parece ser la forma recurrente como es considerado desde la economía. No obstante, centrarse únicamente en el resultado puede perfectamente dejar por fuera del foco de atención el tejido de mecanismos y el encadenamiento de acciones –y de omisiones– complejas que transforman un evento en un costo, relegando a un segundo plano o ignorando del todo su historia y su contexto, esto es, su objeto y razón de ser. En lugar de aceptar el análisis del costo como una “caja negra” –al no saberse de él más que su producto e instanciación final–, preferimos tratar de explorarlo a partir de los procesos y diversidad de formas, de las zonas claras y zonas de penumbra, de los significados afines y contrapuestos, que rigen su paulatino acaecimiento. Eso, por demás, permite enlazar episodios, eventos o decisiones que en una primera mirada podrían parecer desconectados en espacio y en tiempo. Para apreciar mejor la serie de procesos en los que se desenvuelven los costos constitucionales pasamos a la última parte de éste apartado, donde se exhibe la articulación de las dimensiones jurídica y política en la arena constitucional.

3. ¿Cómo funcionan los costos constitucionales?

Para explicar cómo operan los costos constitucionales, es importante reiterar que, a diferencia de Dworkin, consideramos que los principios, cuando son repetidamente derrotados, no permanecen intactos como si se tratara de entes abstractos y eternos ajenos al desgaste del espacio y el tiempo. La derrota cotidiana de un compromiso constitucional, ya sea estructural –esto es, introducida permanentemente en el sistema constitucional– o ya sea reiterada –esto es, introducida en forma recurrente, pero no permanente–, erosiona su peso y, alertamos, puede terminar por anularle. En su dimensión constitucional (esto es, política además de normativa), es precisamente el sostenimiento de los compromisos constitucionales lo que da continuidad al ente transtemporal que es la comunidad política.15 Su desgaste, termina por tornarles irrelevantes, sin ser consciente o explícitamente abandonados. Les desautoriza; les drena autoridad. Eso, en consecuencia, afecta la identidad del ente transtemporal del que habla Kahn: quizá siga existiendo una comunidad política, pero si las fronteras que le delimitan y los compromisos colectivos que le dan cohesión son erosionados hasta abandonárseles, será una comunidad política distinta e, incluso, irreconocible. El costo constitucional, en su extremo, redunda en una reconfiguración –una desfiguración– de la comunidad política.

Pero éste –la irrelevancia de los compromisos constitucionales sin su abandono– es sólo el extremo que puede resultar de la presencia de los costos constitucionales. En efecto, los costos no deben entenderse sólo como resultado, sino también como proceso –como referíamos más arriba al invocar el trabajo de Kalyvas–. Hay que contemplar tanto el resultado último de un cambio normativo –por ejemplo, la irrelevancia del compromiso constitucional con el debido proceso–, como los resultados más inmediatos –por ejemplo, la creación de un régimen de excepción a los derechos procesales de los acusados para un grupo determinado. Pero también el proceso de desgaste del compromiso constitucional que puede (o no) llevar al extremo referido mediante la introducción de costos que consideraríamos resultados inmediatos, pero que en su conjunto constituyen el proceso de desautorización de los compromisos constitucionales.

Ahora bien, ¿cómo identificamos un costo constitucional? Para empezar, debemos aclarar que un costo constitucional no es una renuncia de un compromiso constitucional. Si, por ejemplo, el constituyente mexicano decidió cambiar el régimen de propiedad de la tierra y el subsuelo –considerado un compromiso constitucional clave de la constitución de 1917– y lo hace porque estima que el régimen existente es inadecuado y busca reemplazarlo, no podemos hablar de “costo constitucional”. Habrá, sí, un cambio en los compromisos que dan contenido al proyecto político transgeneracional, pero no podemos calificarlo de “costo” porque hay una decisión consciente de renunciar a un compromiso determinado y sustituirlo con otro. Si, en cambio, se sostiene un compromiso determinado –digamos, el debido proceso–, pero se adoptan medidas que son incompatibles con él –como la detención de alguien sin necesidad de fincarle responsabilidad por un delito–, entonces sí estamos frente a un costo constitucional: se socava o vulnera un compromiso que, al menos formalmente, simultáneamente se sostiene o está presente.

En segundo lugar, los costos constitucionales no se refieren, necesariamente, a normas o acciones inconstitucionales. De hecho, muchos de ellos se presentan precisamente como reformas constitucionales, por lo cual, técnicamente no se les puede considerar como violaciones a la Constitución y/o sus principios (incluidos los que aquí llamamos compromisos constitucionales). Es decir, las reformas constitucionales formales, por definición, no pueden contravenir la constitución, ya que justamente se adelantan para cambiar alguno de sus contenidos. Así, para hacer visibles y evaluar el costo constitucional en estos casos, es necesario adoptar una perspectiva diacrónica: debemos observar los compromisos constitucionales como estaban antes de una determinada reforma constitucional para luego contrastarlos con el resultado del proceso de reforma constitucional. La diferencia que surge de esa yuxtaposición es el costo constitucional de una reforma constitucional.

Otros costos constitucionales no necesitan de esta aproximación: cambios a la legislación secundaria, sin reformas constitucionales de por medio que explícitamente les acomoden, pueden afectar los compromisos constitucionales y, en estos casos, sí serían susceptibles de ser calificados como inconstitucionales (y serán costos en tanto no sean formalmente declarados como inconstitucionales, o aun siéndolo, en la medida en que abonan al proceso de desgaste de un compromiso constitucional). Aquí la yuxtaposición necesaria para la visibilidad del costo constitucional es simplemente entre el texto constitucional y el texto legal.

En ambos casos –costos constitucionales derivados de cambios constitucionales o de cambios legales– la perspectiva que se adopta debe ser considerada “conservadora” en al menos un sentido: se presupone que los compromisos constitucionales celebrados antes de los cambios nos son preciados y los estimamos valiosos, y, simultáneamente, que los cambios adoptados se entienden ya sea como un mal necesario para perseguir la política específica –v.gr., guerra contra las drogas– o requeridos por circunstancias excepcionales que exigen que los compromisos constitucionales sean suspendidos. Puede ser que esto no sea así. Puede ser que una comunidad política renuncie a ciertos compromisos constitucionales –por ejemplo, el derecho al debido proceso– y que la restricción de dicho compromiso constitucional, por ejemplo, en nombre de la guerra contra las drogas, sea meramente accidental. Con todo, si la guerra contra las drogas aparece como la razón o la motivación que lleva a estas modificaciones, las debemos asumir como instrumentales para dicha guerra y no como cambios autónomos en los compromisos de valor de nuestras propias comunidades políticas. Mientras no exista una renuncia explícita a un compromiso constitucional en sí mismo, sino que su menoscabo y gradual desautorización se justifique o presente como instrumental, entra dentro del ámbito de los costos constitucionales.

Expuesto el marco analítico general, pasemos al campo concreto de los estudios de caso. Estudiamos a continuación la forma particular como la guerra contra las drogas se ha librado en los contextos mexicano y colombiano, y los costos constitucionales que su intrincado avance ha dejado.

III. Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas en Latinoamérica: estudios de caso

1. El caso mexicano

En México, la prohibición de las drogas es añeja. Sin embargo, es en épocas relativamente recientes que podemos hablar de una “guerra contra las drogas”. Una cosa es el prohibicionismo formal como política pública en la ley, y otra muy distinta es el “combate frontal” a los mercados ilícitos de drogas en las calles, militarización incluida. Es esta versión bélica de la prohibición la que ha traído una batería importante de costos constitucionales; y esa guerra es principalmente el legado del gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), aunque existen precedentes importantes que habrá que tener en el radar.

A pesar de ser la política insignia del gobierno de Calderón, no existe un documento público en que se articule. En ningún documento oficial se explica cuál fue la definición del problema público que se pretendía enfrentar, qué metas y objetivos se fijaron, ni cuáles fueron las intervenciones que se planearon (Guerrero, 2014). A pesar de ello, esta política motivó o justificó un número importante de reformas normativas.

El germen normativo de los costos constitucionales de la guerra contra las drogas data de finales del siglo pasado, durante el sexenio de Ernesto Zedillo. La primera Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, publicada en 1996,16 fue criticada, desde su publicación, precisamente por ir a contrapelo de los principios y derechos constitucionales relacionados con el área penal y por engendrar un régimen especial en materia penal.17 Asimismo, uno de los rasgos definitorios de la guerra contra las drogas –la militarización de los esfuerzos por hacer efectiva la prohibición de las drogas– también inició entonces, con el nombramiento de un militar, el tristemente célebre general Gutiérrez Rebollo, como cabeza del órgano encargado de perseguir delitos contra la salud dentro de la Procuraduría General de la República.

En el sexenio de Vicente Fox, se promulgaron algunas reformas clave que posibilitarían la “guerra” del sexenio siguiente. Notoriamente, se estableció la posibilidad de establecer delitos concurrentes entre las competencias de la federación y las entidades federativas en el año 2005 y se promulgó la Ley de Seguridad Nacional que, como se verá, resulta determinante para la militarización de la seguridad pública y la procuración de justicia que se exacerbó durante el gobierno de su sucesor. Asimismo, aunque con mucha mayor moderación que lo que ocurriría el siguiente sexenio, la administración foxista lanzó el Operativo México Seguro. Este operativo debe verse como el precursor inmediato de los “operativos conjuntos” que definieron el sexenio de Felipe Calderón.

Ahora bien, el régimen jurídico a partir del cual se fundamenta la prohibición de las drogas y con base en el cual opera la guerra contra las drogas se transformó substancialmente durante el sexenio calderonista. Son dos los grandes ejes en torno a las cuales se pueden explicar la mayor parte de las demás reformas adoptadas durante este sexenio. La creación de un régimen penal especial a nivel constitucional para perseguir delitos cometidos en la modalidad de delincuencia organizada; y la “federalización” de la persecución de los delitos contra la salud a partir de la llamada Ley de Narcomenudeo adoptada en 2009.18

El análisis de las modificaciones legislativas permite identificar –tentativamente y previo al ejercicio de integración de los dos estudios de caso que constituirá el grueso de las conclusiones– tres grandes tipos de costos constitucionales de la guerra contra las drogas en México. Éstos son (i) la restricción de derechos fundamentales, (ii) la centralización del régimen federal y (iii) la conflación de funciones de distintos órganos de gobierno involucrados en la guerra contra las drogas.19

Restricción de derechos fundamentales

A poco menos de dos años de haber declarado la guerra contra las drogas, el Presidente Calderón consiguió establecer, a nivel constitucional, un régimen penal especial –de derechos reducidos, y poderes y discrecionalidad policiacos amplificados– para perseguir al “crimen organizado”. Este régimen fue adoptado en el mismo proceso de reforma en que el procedimiento penal ordinario fue reconfigurado radicalmente con el fin de transparentarlo y fortalecer los derechos de las víctimas y los acusados, con base en una lógica adversarial y mediante la exigencia de oralidad del proceso.20 La transparencia y el garantismo como ejes rectores del proceso penal, sin embargo, no resultaban admisibles para todos los ciudadanos:

Al acentuarse de manera notable el carácter acusatorio del procedimiento penal delineado, al incorporarse explícitamente diversos principios y derechos fundamentales, que hasta ahora sólo se advertían implícitamente en la Carta Magna, es necesaria la incorporación de algunas reglas particulares aplicables a los casos de delincuencia organizada, que vienen a constituir alguna restricción a las garantías.21

En otras palabras: en 2008, México bifurcó su procedimiento penal a nivel constitucional. Reconociendo que la discrecionalidad y la arbitrariedad han plagado históricamente tanto las investigaciones criminales como los juicios, y señalando al sistema de justicia penal como inoperante y opresivo, el constituyente permanente modificó el texto constitucional para introducir explícitamente en él la presunción de inocencia, el juicio oral y público, los derechos de la víctima y una estructura contenciosa en los procesos penales. Pero al mismo tiempo, creó un régimen especial aplicable al crimen organizado –definido vagamente–22 en que los acusados cuentan con derechos fundamentales reducidos y las autoridades con más poderes, más discrecionales. Este régimen especial incluye (i) la posibilidad de que los sujetos sean detenidos sin comunicación y sin cargos formales, hasta por 80 días si se considera necesario para cualquier investigación de “crimen organizado” (arraigo) (art. 16); (ii) una retención de iniciados ampliada al doble de tiempo (4 días) que en régimen penal ordinario, antes de ponerle a disposición el juez (art. 16); (iii) la incomunicación en la cárcel (exceptuando la comunicación con su abogado defensor) (art. 18); (iv) la compurgación de penas en centros de reclusión “especiales”, separados de la población general (art. 18); (v) una autorización para establecer medidas, no especificadas, de vigilancia “especial” (art. 18) y (vi) y sin derecho a saber quién es el acusador (art. 20). Todas estas medidas están constitucionalmente prohibidas en el proceso de justicia penal “ordinario”. Esto es: nuestro régimen constitucional sigue comprometido con el debido proceso y los derechos procesales que implica, pero admite sean restringidos o eliminados para un sector de sus ciudadanos, los “delincuentes organizados”.

El caso del arraigo es particularmente ilustrativo. El arraigo es una medida (en teoría) extraordinaria por la cual a las personas se les puede poner en lo que en otras latitudes se llama “arresto domiciliario” (house arrest), pero que en México se lleva a cabo, casi exclusivamente, en casas de seguridad de la policía, el ministerio público o inclusive del ejército.23 Para arraigar a alguien, no hay necesidad de acusarles de un delito; basta tan solo sostener que su arraigo ayudará a tener “éxito” en una investigación. En México, la figura del arraigo fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte en 2005. El fallo sostuvo entonces que la inclusión del arraigo en un código procesal estatal (el de Chihuahua), resultaba incompatible con varios derechos del debido proceso establecidos en la Constitución.24 La reforma constitucional del 2008 que estableció el régimen especial lo incorporó directamente al texto constitucional.25 Técnicamente, resulta, en consecuencia, imposible cuestionar su constitucionalidad. Pero es justamente aquí donde se ve la utilidad de nuestro concepto de costo constitucional: si bien el arraigo ya no es inconstitucional, por definición, no deja de ser incompatible –esto es, de socavar– con los derechos fundamentales vinculados al debido proceso. Estando en el texto de la Constitución, la vulneración a la libertad personal de ciertos procesados se torna constitucional, pero no necesariamente compatible con nuestros compromisos constitucionales.

El arraigo también resulta ilustrativo de los impulsos expansivos del régimen penal especial. Su inclusión en el texto constitucional se justificó como una excepción para permitir que el gobierno federal, y sólo el gobierno federal, pudiera enfrentar al crimen organizado, específicamente al narcotráfico. Sin embargo, la reforma incluyó un artículo transitorio por la cual el arraigo puede aplicarse a cualquier “delito grave”. Como resultado, su uso se disparó. En 2006,26 año en que Calderón declaró la guerra contra las drogas (en diciembre) y dos previos a la reforma constitucional, el gobierno federal utilizó el arraigo en 42 ocasiones27 y obtuvo 137 sentencias condenatorias en el fuero federal por delitos cometidos bajo la modalidad del “crimen organizado”. En 2010, dos años después de la reforma que lo constitucionalizó, el arraigo fue utilizado 1 679 veces. El incremento en el uso del arraigo es notable, pero no así su utilidad para procesar exitosamente a los delincuentes organizados: las sentencias condenatorias para el crimen organizado se mantuvieron estables mientras los arraigos se disparaban, siendo sólo 148 en 2010, apenas 11 más que en 2006 (Madrazo et al., 2012b).

El arraigo no sólo es ahora más usado, sino también usado más allá de la persecución de la delincuencia organizada. La encuesta en población carcelaria federal sentenciada en prisiones federales realizada por el CIDE en 2012 (Pérez-Correa y Azaola, 2012) sugiere un uso del arraigo ni excepcional, ni orientado solo a la persecución del crimen organizado: 27% de los reclusos declararon haber estado arraigados antes de que se formularan los cargos en su contra; pero sólo 14.6% de los condenados fueron sentenciados por delitos cometidos en la modalidad de “delincuencia organizada”. Eso significa que el arraigo es utilizado al menos el doble de ocasiones de las que el gobierno federal procesó exitosamente a personas por pertenecer al crimen organizado.28

Límites y excepciones a otros derechos, como el derecho a la privacidad de las comunicaciones y el derecho de propiedad, también han sido establecidos en los últimos años por vía legislativa, sin que medie reforma constitucional.29 Por ejemplo, una ley de 201230 permitió a los ministerios públicos obtener de los proveedores de telefonía celular, sin una orden judicial, la localización geográfica en tiempo real de los usuarios; la Ley de la Policía Federal de 200931 permitió operaciones encubiertas, ilegales en México hasta entonces, en virtud de ser consideradas una forma de incitación al delito (entrapment).32

La tendencia intrusiva en la esfera de derechos fundamentales ha continuado después del sexenio calderonista. Recientemente, en julio de 2014, se aprobó la nueva legislación en materia de telecomunicaciones. En ella se reproduce y amplía la obligación de los concesionarios de telecomunicaciones de otorgar información sobre sus usuarios al poder ejecutivo, sin orden judicial. A diferencia de la legislación del 2012 , que se limitaba a la geolocalización de los usuarios en tiempo real y autorizaba sólo al Ministerio Público a requerirla, la más reciente legislación faculta genéricamente a “las instancias de seguridad y procuración de justicia” a obtener mucha más información que la geolocalización de aparatos. Establece la obligación de las empresas de telecomunicaciones de “aten der todo mandamiento” de las autoridades referidas. Para ello, se obliga a los concesionarios a “conservar un registro y control de comunicaciones que se realicen desde cualquier tipo de línea que se utilice […] bajo cualquier modalidad” lo que incluye, entre otras cosas, nombre y domicilio del cliente, tipo de comunicación, origen y destino de las comunicaciones, fecha, hora, duración de la comunicación y un largo etcétera.33 Una vez más, vemos aquí una excepción a un derecho constitucional –la privacidad y la inviolabilidad de las comunicaciones– que, una vez introducida, se expande con facilidad y rapidez.

Centralización del federalismo

México también ha visto una reconfiguración significativa de las relaciones entre el gobierno nacional, los estatales y municipales que ha implicado, sobre todo, su centralización creciente. Inicialmente planteadas como temporales y extraordinarias, las medidas han resultado más bien duraderas. Son ya varios años en que las funciones de la policía municipal son realizadas por las fuerzas federales (policiales y militares) en ciudades específicas dentro de los llamados “operativos conjuntos”. Esto, en sí mismo, debería ser preocupante, no normal; más aún cuando la presencia de fuerzas federales es probable que explique –al menos parcialmente– el inusitado crecimiento de las tasas de homicidios en ciudades específicas (Escalante, 2010).

La Ley de Narcomenudeo, a menudo presentada como una reforma encaminada a “descriminalizar” el consumo de drogas,34 fue la primera ocasión, en más de un siglo y medio, en que al gobierno federal gozó de facultades constitucionales para intervenir en la política criminal de las entidades federativas (al menos oficialmente). Desde el establecimiento definitivo de México como una república federal con la Constitución de 1857, los estados habían gozado de autonomía completa en materia penal (excepto, por supuesto, para los límites establecido a través de los derechos constitucionales federales).

En 2005, en un primer intento frustrado de aprobar una primera versión de la Ley de Narcomenudeo, se modificó la Constitución para establecer que “en las materias concurrentes previstas en esta Constitución, las leyes federales establecerán los supuestos en que las autoridades del fuero común podrán conocer y resolver sobre delitos federales”.35 La salud una materia concurrente y los delitos de drogas se clasifican oficialmente como “delitos contra la salud”.36 En consecuencia, la reforma constitucional le abrió la puerta al Congreso para involucrar a los estados en la guerra contra las drogas. Esta posibilidad devendría realidad en 2009, con la aprobación de una segunda versión de la Ley de Narcomenudeo. Un conjunto de reformas a leyes federales en materia penal y de salud transfirieron la jurisdicción para perseguir ciertos delitos de drogas (narcomenudeo) a los estados. La idea central de la reforma es coherente con uno de los objetivos programáticos clave del presidente Calderón, quien la impulsó: involucrar a los gobiernos estatales y locales en su guerra.37 La reforma estableció que la posesión y la venta de hasta ciertas cantidades de drogas fuesen delitos cuya persecución corresponde a las entidades federativas; en cantidades mayores, la jurisdicción se mantiene a nivel federal. En todos los casos, la federación puede reasumir la competencia sobre los delitos de competencia local a voluntad.38

Hasta hoy, la mayoría de los estados han sido lentos o renuentes en ejercer su nueva jurisdicción (Pérez-Correa et al., 2013). Al menos uno – Campeche– intentó variar la política federal, aumentando las cantidades de drogas que determinan qué casos deben ser “descriminalizados” y cuáles procesados penalmente. La reacción del gobierno federal fue rápida y enérgica: desafió los ajustes del estado y obtuvo una sentencia de la Suprema Corte que indica que la determinación de las conductas punibles (tipo penal) y de sus consecuencias (penas) es prerrogativa exclusiva de la federación,39 limitándose la jurisdicción local al cómo deben perseguirse. La Ley de Narcomenudeo, para la Procuraduría General de la República –al menos en épocas de Calderón– no debía habilitar la participación activa de los estados: éstos se debían limitar a ejecutar la política criminal definida por la federación.

El derecho penal local (por oposición al federal) como cuestión bajo el control exclusivo de los gobiernos de los estados fue, hasta 2005, un compromiso constitucional sólido. Era una de las más importantes competencias reservadas a los estados. Su erosión fue forjada en el contexto de la guerra contra las drogas y en la actualidad las relaciones federal-estatales en materia penal se encuentran en profunda transformación. Esta transformación incluye esquemas de colaboración institucional que establecen “unidades” de esfuerzo coordinado entre las procuradurías y policías federal y estatales –las coes–, que surgieron para coordinar esfuerzos en la persecución de delitos contra la salud, pero que hoy van allá.40

La introducción de la concurrencia en materia penal en 2005, fue seguida de su uso exclusivamente en materia de drogas en 2009 con la Ley de Narcomenudeo. Posteriormente, la concurrencia se expandió a otro tipo de delitos.41 Más recientemente, se reformó nuevamente la Constitución estableciendo que la legislación procesal penal para todo el país será competencia exclusiva del Congreso federal42 y, consecuentemente, se emitió un solo código procesal penal para los 32 sistemas de justicia penal locales y el federal.43 Durante el proceso legislativo no se invocó al narcotráfico o a la delincuencia organizada como motivos centrales de las reformas. Pero no puede obviarse que los antecedentes inmediatos de centralización se justificaron y utilizaron precisamente para poder desplegar la guerra contra las drogas. De nuevo, parece que, una vez introducidas al sistema constitucional, las normas que socavan principios, derechos y valores constitucionales adquieren vida propia y tienden a expandirse. Así, la plena contabilidad de los costos constitucionales de la guerra contra las drogas debe incluir no sólo las reformas adoptadas en su nombre, sino también sus secuelas.

Conflación de funciones

Tradicionalmente, en México había habido una clara distinción entre tres funciones: la seguridad nacional, la seguridad pública y la procuración de justicia. Eran entendidas como áreas distintas del actuar estatal y quedaban a cargo de órganos distintos.. La seguridad nacional se refería a amenazas externas a la comunidad política y era el ámbito propio de las fuerzas armadas; en consecuencia, las funciones de éstas se debían limitar a hacer frente a las amenazas “existenciales” del Estado (excepcionalmente, atendían también catástrofes naturales). La seguridad pública se refería a amenazas internas a la sociedad sin cuestionar la autoridad política y era el reino de los diferentes cuerpos de policía –federal, estatal y municipal–; incluía la prevención del delito y la acción en casos de flagrancia, pero no las investigaciones penales (que corresponden al ámbito de la procuración de justicia). La investigación de delitos y la procuración de justicia fueron durante largo tiempo “monopolio” del Ministerio Público –esto es, de las procuradurías ( estatales o federales)– quien debía ser asistido por una policía especial, directamente subordinada a ella y la única que podía llevar a cabo investigaciones de carácter penal. En resumen: la seguridad nacional era el reino de las Fuerzas Armadas, la seguridad pública el ámbito de los cuerpos policiales y la investigación de delitos el campo de las procuradurías generales.

A partir de 2005, de nuevo en un supuesto intento de dar a las autoridades herramientas para hacer cumplir la prohibición de drogas y luchar contra la delincuencia organizada (enfatizando el narcotráfico), estas distinciones se derrumbaron rápidamente. En 2005, la Ley de Seguridad Nacional44 definió “las amenazas a la Seguridad Nacional” y por lo tanto el alcance de la acción de las fuerzas armadas, que incluye “actos que impidan a las autoridades actuar contra la delincuencia organizada” y “actos tendientes a obstaculizar o bloquear operaciones militares o navales contra la delincuencia organizada” (Madrazo, 2014a). Esta definición le dio fundamento legal a “las operaciones navales y militares contra la delincuencia organizada”. Es decir, aunque el texto parecería presuponer operaciones navales y militares en la persecución de delitos cometidos en modalidad de delincuencia organizada, está, de hecho, legalmente habilitándolas, ya que no están autorizadas a hacerlo en ningún otro texto legal. Sin embargo, la persecución del crimen y de la delincuencia organizada eran y son –según el texto de la Constitución– de la esfera exclusiva de la Procuraduría General de la República, que tiene el “monopolio” para iniciar el proceso penal. Esto significa que, en torno al concepto de la delincuencia organizada, que sigue siendo el ámbito de acción del procurador general, la Ley de Seguridad Nacional estableció una “zona de amortiguación”, mal diferenciada del núcleo, que permite a las fuerzas armadas ser desplegados en la persecución de (ciertos) delitos. Aunque la constitucionalidad de este proceder es dudoso –pues, como se verá ahora, la Constitución establece que la seguridad pública debe recaer en órganos civiles y la procuración de justicia en las procuradurías– hoy en día, en México, la participación de las Fuerzas Armadas en la persecución del narcotráfico parece más la regla que la excepción. La Ley de Seguridad Nacional también incluye amplias cláusulas que permiten a las fuerzas armadas colaborar en las investigaciones realizadas por la Procuraduría General de la República.

La participación de las Fuerzas Armadas en el trabajo policial y en las investigaciones penales continuó incluso después de la reforma constitucional de 2008 (anteriormente mencionada) que estableció que sólo organismos civiles podrían llevar a cabo funciones de policía. Esto nos lleva a la siguiente conflación: la reforma de 2008 redefinió el concepto de “seguridad pública” para incluir la investigación penal (al tiempo que afirmaba, retóricamente al parecer, que la seguridad pública debía estar a cargo exclusivamente de órganos civiles), colapsando la distinción entre actividades policiacas y la procuración de justicia (Madrazo, 2014a). La Ley de Policía Federal de 2009,45 con base en este colapso, dio amplias facultades a la policía federal para “ayudar” (coadyuvar) a la Procuraduría General en la investigación de delitos mediante la participación directa en las investigaciones que esta llevara a cabo. Aún más: también se facultó a la Policía para llevar a cabo investigaciones “preventivas” independientes de las procuradurías.

El resultado de estos colapsos y concentraciones de poder es una situación de enorme incertidumbre en la que no está claro lo que hace cada uno –el Ejército, la Marina, la Policía Federal y la Procuraduría General de la República– ni quién es responsable de qué; ¿quién puede detener, investigar, cuestionar y presentar cargos en contra de quién?46 Cuando cualquier autoridad puede realizar cualquier cosa, y nadie es responsable de que las cosas que deben suceder (investigación, procuración de justicia) sucedan, el resultado es la más profunda inseguridad e incertidumbre para todos; excepto para las autoridades.

2. El caso colombiano

El tráfico de drogas ha permeado, en distintos niveles, la sociedad colombiana, y ha afectado de manera determinante una de sus realidades más atroces: el conflicto interno que padece desde hace más de cincuenta años. La manera muy particular como en las tres últimas décadas el conflicto armado se ha fusionado con el negocio de la droga, aunado a un escenario que se encierra cada vez más dentro de las categorías propias del terrorismo, ha complicado mucho más las cosas. Para muchos –quizá hastiados, pero también desorientados, por la dolorosa persistencia de la violencia– el conflicto armado, el narcotráfico y el terrorismo constituyen uno y el mismo problema. De hecho a la tendencia gubernamental de considerar a la guerrilla, al paramilitarismo y a los carteles de droga como parte de un mismo problema se le denominó como la “narcotización del conflicto armado”.47 Pero también podría hablarse de la otra cara de la moneda, donde es el narcotráfico mismo el que adquiere el lenguaje bélico propio del conflicto armado. La consolidación de fuertes vínculos entre paramilitares, guerrilleros, miembros del ejército, políticos y “caciques locales” puede caracterizarse como la “transformación guerrerista del narcotráfico” en Colombia.48

Este contexto, que combina el prohibicionismo de las drogas49 con el armamentismo narcotraficante, arrojó –y continúa arrojando– graves costos y secuelas para la comunidad política colombiana. En materia de costos constitucionales, dos esferas institucionales fueron enlazadas en Colombia para librar la lucha contra el narcotráfico, el ámbito penal y la fuerza pública. El narcotráfico ha sido enfrentado predominantemente con dosis mezcladas –en distintos grados– de lógica castrense y raciocinio penal. Esta amalgama ha generado costos –algunos de ellos, altamente dolorosos– en detrimento de la sociedad colombiana.

Al mirar la organización institucional de la comunidad política colombiana, entre los diversos costos de índole constitucional íntimamente relacionados con el prohibicionismo de las drogas que se podrían plantear,50 vale la pena resaltar tres de ellos, donde, como se anotó, lo penal se relaciona de diversos modos con el ámbito de la fuerza pública: (i) la restricción de derechos fundamentales (ii) la militarización del poder público (iii) la aparición y consolidación de una justicia penal de excepción.

Restricción de derechos fundamentales

Una de las garantías básicas de un Estado de derecho es que toda restricción a las libertades constitucionales debe estar protegida de la discrecionalidad y decisión exclusiva del poder ejecutivo.51 La serie de procedimientos y gestiones administrativas y judiciales que usualmente se llevan a cabo para prevenir y perseguir la comisión de delitos –tales como las detenciones, las incautaciones, los allanamientos o la interceptación de comunicaciones– exigen, de una parte, la existencia de una ley previa que permita la actuación de la autoridad respectiva (lo que es denominado en Colombia “reserva legal”), y de otra, la expedición de un mandamiento judicial que los avale cuando de antemano se sabe que son intromisivas de la libertad individual de los sujetos (la llamada “reserva judicial”). Estas garantías se vieron seriamente comprometidas bajo el influjo de la lucha contra las drogas.

En materia de allanamientos, incautaciones e interceptación de comunicaciones, una de las primeras medidas tomadas en los años ochenta –cuando estalló en toda su magnitud la guerra contra las drogas, como ahora será descrito– consistió en transferir dosis significativas de poder a las autoridades militares, dejando en un segundo plano a las autoridades civiles. Notablemente, se acotó la competencia de los jueces ordinarios para autorizar este tipo de procedimientos. En mayo de 1984 el gobierno de Belisario Betancur le permitió a la inteligencia militar interceptar toda forma de comunicación de sospechosos de estar involucrados en delitos relacionados con el narcotráfico y el secuestro.52 Esta medida –entre muchas otras– fue adoptada un día después de haberse declarado en estado de sitio todo el territorio colombiano,53 tras el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, perpetrado en abril 30 de 1984 por sicarios motorizados al servicio del narcotraficante Pablo Escobar.54 El asesinato de uno de los ministros del presidente Betancur condujo a una declaración de guerra frontal contra el tráfico de drogas.

Dentro de este estado de sitio, la disminución de control judicial ordinario de las actuaciones de la autoridad –en particular, la militar– siguió su curso. Con la emisión del Estatuto para la Defensa de la Democracia del presidente Barco,55 la fuerza pública incrementó considerablemente el número de registros en residencias y oficinas particulares donde se tenía sospecha que se estaban fraguando operaciones terroristas (Iturralde, 2010, p. 100). Por ejemplo, en septiembre de 1989 se autorizó a los jueces penales militares practicar registros en todos los lugares donde se presumiera residían personas que habían participado en la comisión de delitos de narcotráfico, terrorismo y conexos.56

En cuanto a la aprobación judicial de detenciones, la guerra contra las drogas también ha dejado costos. La Corte Constitucional, en una línea jurisprudencial que ha sido altamente debatida, estableció que en relación con la libertad física o personal de los ciudadanos dicha libertad constituye la “cláusula general”, su privación por parte de autoridad judicial competente el “límite”, y la ausencia de dicho aval judicial en caso de flagrancia la “excepción”.57 La práctica, sin embargo, ha terminado por morigerar esta fórmula en las detenciones realizadas por narcotráfico y terrorismo. Particularmente, la exigencia de autorización judicial para poder limitar legítimamente la libertad física de las personas ha sido socavada. Este punto lo ilustra la medida del gobierno de Barco a finales de los ochenta, en una de las fases más recrudecidas de la violencia del narcotráfico, según la cual los sospechosos de traficar drogas podían permanecer incomunicados y sin acceso a asistencia legal hasta por siete días hábiles.58 Unos años más tarde, ya en el gobierno de Gaviria, el artículo 3o. de la Ley 15 de 1992 estableció una detención preventiva que, para efectos prácticos, podía extenderse por periodos indefinidos en casos relacionados con narcotráfico y terrorismo. La Corte invalidó esta disposición por considerarla tan desproporcionada que equivalía a una forma de castigo sin juicio previo.59 Como se narró al abordar el caso mexicano, esta medida se asemeja –en sus funciones y en lo problemático que resulta para el régimen de libertades constitucionales– al arraigo. A diferencia del caso colombiano, sin embargo, en México los mecanismos de expulsión de normas contrarias a derechos constitucionales fueron derrotados mediante la constitucionalización formal de la medida.

La lucha contra el narcotráfico, atizada por la intensidad de la violencia guerrillera y paramilitar, sirvió como uno de los pivotes básicos para construir toda una visión de gobierno que veía en los derechos humanos un obstáculo para conseguir la seguridad, o que asumía –para los casos estudiados en la presente sección– que la reserva judicial constituía una incómoda cortapisa que obstruía el paso pretoriano de arrestos, registros, interceptaciones de comunicaciones e incautaciones. Con todo, tiempo después, en la primera década del siglo XXI, la llegada del sistema penal acusatorio incorporó un elemento garantista al exigir, con matices variados, la reserva judicial en este tipo de procedimientos, pero manteniendo ciertos vestigios del esquema restrictivo anterior como permitir un control judicial solo después de 36 horas de haberse presentado la actuación por la autoridad respectiva.60

Ahora bien, ante el fenómeno del narcotráfico, las autoridades, de forma casi automática y evidenciando una enorme falta de imaginación, han gravitado alrededor de las mismas respuestas penales al fenómeno, que básicamente han consistido en crear nuevos delitos, aumentar las penas existentes, reducir los beneficios penales del enjuiciado y en general limitar sus garantías procesales a lo largo del litigio. Quizá lo más característico ha sido el constante y notorio aumento en las penas relacionadas con los delitos de drogas. Al respecto, uno de los momentos más extremos tuvo lugar en noviembre de 1988 –cuando la guerra del gobierno Barco contra los carteles de droga llegaba más allá de lo que hasta entonces había sido imaginable–, al ser ordenada por decreto la cadena perpetua para cualquier miembro de un grupo armado ilegal – entre ellos, obviamente, las expresiones organizadas del narcotráfico – que cometiese el delito de asesinato, incluyendo aquel que tuviera conexión con fines terroristas.61 Se trataba de una medida completamente extraña al sistema penal colombiano, caracterizado por una aplicación acotada en el tiempo de la pena de prisión. De hecho, la Corte Suprema tumbó esta medida en los meses siguientes, no sin antes dejar constancia de la alucinante desproporción que significaba su sola proyección.62 Sea como fuere, el delito del narcotráfico se ha caracterizado por merecer penas desproporcionadamente elevadas. Desde el inicio formal de la guerra contra las drogas en 1984, el tráfico ilícito de drogas y los delitos conexos fueron conductas para las cuales se establecieron las penas más altas del ordenamiento penal.63

En cuanto a la tendencia –trillada– de crear constantemente nuevos tipos penales, resulta claro que ha sido uno de los mecanismos preferidos por los gobiernos de turno para librar la guerra contra las drogas. La década de los ochenta es frecuentemente recordada por la tipificación de una nueva conducta, el enriquecimiento ilícito,64 y la de los noventa por otra no menos sonada, el lavado de activos.65 Por regla general, el continuo cambio de tipos penales se ha llevado a cabo de manera improvisada, sin, por ejemplo, tener en cuenta las consecuencias que puede generar la aplicación del o los delitos respectivos en el aumento de procesos ni en el desbordamiento –y hacinamiento– de la creciente población reclusa.

Militarización del poder público

El incremento de la violencia por cuenta de grupos narcotraficantes, de guerrilleros y de paramilitares, con distintos momentos y grados de intensidad, vino acompañada de un incremento de poder por parte de los militares. En materia de dominio territorial, quizá la institución que mejor ilustra la presencia militar fue la del “teatro de operaciones”.66 Que una zona se convirtiera en teatro de operaciones militares significaba que era un territorio de orden público convulsionado que el Estado, haciendo uso de su fuerza militar, estaba tratando de recuperar. En una de las fases más agudas que tuvo la guerra contra los narcotraficantes, de 1987 a 1990, el juez constitucional le dio vía libre a este mecanismo aplicado al ámbito local. De hecho en marzo de 1987, en un fallo que en su momento –y para la historia– ha sido conocido como aquel en donde la Corte Suprema de Justicia de Colombia (1987) prohibió el juzgamiento de civiles por par te de militares, pasó casi desapercibida la anuencia judicial de esta figura, al permitirse la existencia de alcaldes militares. La Corte dictaminó que, así como resulta improcedente que un juez comande las fuerzas armadas, o que un militar sea juez para sujetos civiles, no lo es que exista un alcalde juez o un alcalde militar.67

En la historia de orden público reciente del país se les ha denominado de distintas maneras –“zonas de emergencia y de operaciones militares”68 para el gobierno Barco (1986-1990), “zonas especiales de orden público”69 para el gobierno Samper (1994-1998), “teatros de operaciones militares”70 para el gobierno Pastrana (1998-2002), “zonas de rehabilitación y consolidación”71 para el gobierno Uribe (2002-2006 y 2006-2010)–, pero la idea básica sigue siendo la misma: transferir potestades básicas de gobierno local de la esfera civil a la militar. Durante el mencionado periodo convulsionado de lucha intestina contra el tráfico de drogas –entre 1987 y 1990–, en lo que podría calificarse como un boom de teatros de operaciones en suelo colombiano, fueron declaradas como zonas especiales de orden público Pacho (Cundinamarca),72 el Urabá antioqueño,73 Puerto Boyacá,74 Envigado,75 Bello y La estrella76 regiones que, en distintos grados, estaban expuestas al control de los narcotraficantes y sus temibles alianzas con escuadras paramilitares.

Pero el vínculo entre el prohibicionismo de las drogas y la expansión del poder militar en Colombia puede apreciarse casi en la génesis donde estas dinámicas empezaron a intersectarse visiblemente –bajo el gobierno de López Michelsen (1974-1978)–, mucho antes de la declaración formal de guerra contra los traficantes de droga de los ochenta. Este gobierno convirtió al narcotráfico en un delito suscrito a la jurisdicción de los tribunales militares.77 Desde finales de la década de los setenta, y particularmente en la de los ochenta hasta 1987, los gobiernos de Turbay Ayala (1978-1982),78 de Betancur (1982-1986)79 y de Barco (1986-1990)80 permitieron que la jurisdicción penal militar juzgara ciudadanos civiles. En marzo de 1987 la Corte Suprema de Justicia de Colombia declaró inconstitucional esta potestad, aclarando que los tribunales castrenses no pertenecen a la rama judicial sino a la organización altamente jerarquizada de las fuerzas armadas, resultando así difícil predicar autonomía de su parte. El largo periodo en que se mantuvo vigente esta adscripción de los delitos de drogas a la justicia castrense nos obliga a considerarla bajo los costos constitucionales de la guerra contra las drogas. Si bien en última instancia operaron los mecanismos institucionales para contener la vulneración de los compromisos constitucionales afectados –ya que la Corte Suprema expulsó la medida del orden jurídico–, su prolongado funcionamiento debe estimarse –como mínimo– como una merma –si no es que supresión– de los compromisos constitucionales vigentes durante este periodo.

Además de establecer la competencia de los tribunales castrenses en la materia, el gobierno de López Michelsen, bajo poderes de estado de sitio, expidió un decreto que exoneraba, de forma anticipada, de responsabilidad penal a los miembros de la fuerza pública que hubieran atentado contra la vida y la integridad de terceros, en desarrollo de “operaciones planeadas para prevenir y reprimir los delitos de extorsión y secuestros, y producción, procesamiento y tráfico de estupefaciente”.81 La prensa denominó a esta norma –con una frivolidad elocuente– como el “decreto James Bond”, ya que, de forma desfachatada, se le concedía a la fuerza pública permiso para matar (Iturralde, 2010, p. 74). En la demanda por inconstitucionalidad de esta desproporcionada medida, los actores –en estilo más adusto– la calificaron como una consagración de la pena de muerte, o mejor, como una orden extrajudicial de pena de muerte.82 Con todo, de forma aberrante, el juez constitucional de la época le dio su aval. Tenemos así un ejemplo de un evidente costo constitucional con múltiples aristas –la vulneración más crasa del derecho a la vida; la concentración en una sola figura de funciones policiales, judiciales y de procuraduría; la supresión del principio de presunción de inocencia; etc.– que por razones formales pero innegables, no es considerada –como era debido– “inconstitucional”.

La aparición y consolidación de una justicia penal de excepción

Con la idea de perseguir los delitos y las organizaciones criminales percibidas como las más amenazantes del orden social –teniendo en la mira conductas ilícitas insistentemente relacionadas con el conflicto armado, como el narcotráfico, el terrorismo, el secuestro y otros delitos conexos–, los gobiernos colombianos de las tres últimas décadas instauraron lo que distintos analistas han denominado como una justicia penal de excepción,83 esto es, una justicia mucho más restrictiva con los procesados que la justicia ordinaria, y diseñada para afrontar situaciones extraordinarias de crisis pero que, como se verá adelante, tiende a convertirse en el estado normal de cosas.

Teniendo claro esto, pasemos a relatar la trayectoria intrincada –con la guerra contra los carteles de trasfondo, sobre todo en las décadas de los ochenta y noventa– en la que surgió la justicia penal de excepción para afianzarse de forma permanente en la estructura del Estado colombiano. Ya se anotó que la potestad castrense de juzgar civiles fue abolida por la Corte Suprema en marzo de 1987.84 Estando la violencia ejercida por los narcotraficantes en uno de sus picos más recrudecidos, la primera reacción del gobierno Barco (1986-1990) ante la resolución de la Corte fue instaurar una nueva jurisdicción que a toda costa buscaba preservar la severidad de los tribunales castrenses, pero que, a diferencia de ellos, perteneciera a la estructura formal de la rama judicial.85 Fue esa la solución eminentemente provisional que se vio con la creación de la Justicia Especializada. A esta nueva jurisdicción, formalmente adscrita al poder judicial, le correspondió conocer de delitos de terrorismo, secuestro y extorsión, conductas muchas veces asociadas al actuar de los carteles de droga. No obstante, la agudización de la violencia, aunada a la falta de resultados inmediatos de la prematura jurisdicción recién instalada, condujo a un rápido ajuste, en agosto de 1987, que llevó a la creación de la Justicia de Orden Público.86 Esta jurisdicción fue la que terminó heredando los casos contra civiles ventilados en los tribunales militares.87 Pero en su mismo nombre –justicia de “orden público”– yacía una de las principales razones que llevaría a su modificación en 1991, cuando pasó a ser denominada como Justicia Regional.88 En efecto, el calificativo “orden público” evidenciaba su carácter abiertamente restrictivo y excepcional, erigido en teoría para confrontar excepcionalmente tiempos difíciles propios de un orden público convulsionado. Tampoco ayudaba en nada que esta jurisdicción pasara a ser ampliamente conocida en el país como Justicia sin rostro, ya que admitía la existencia en el proceso penal de jueces y testigos secretos. Así, el gobierno Gaviria (1990-1994) impulsaría un esquema de justicia de excepción que pretendía ser más “normalizado”, por lo cual se apeló a un “epíteto territorial” –como el que tendría cualquier juzgado, al haber municipales, de circuito, de distrito, etc.–, a saber, el de juzgado regional, que forma parte de la Justicia Regional. No obstante, el propio gobierno Gaviria sabía que al fin y al cabo se trataba de una justicia penal de excepción, por lo cual le fue dada una fecha de caducidad, establecida para julio 1º de 2002.89

Bajo el gobierno Samper (1994-1998), la Ley 270 de 1996 –Ley Estatutaria de la Administración de Justicia– adelantaría el plazo de caducidad para junio 30 de 1999.90 Con todo, pocos días antes de vencerse este plazo, el Congreso de la República expidió la Ley 504 de 1999,91 la cual transfirió la competencia de la Justicia Regional a una nueva jurisdicción –con vocación de permanencia– denominada Justicia Penal Especializada. La adopción de esta ley significó el puntillazo final de la normalización de la justicia penal de excepción en territorio colombiano, ya que la justicia penal especializada desde ese momento formaría parte cabal de la estructura de la jurisdicción penal de la rama judicial del poder público.92 Lo excepcional, como atrás se anotó, se había vuelto permanente, sólo que ahora con una ambigüedad adicional: no quedaba del todo claro si la “especialidad” de estos juzgados se debía a que históricamente –a través de un laberíntico proceso de reformas– su jurisdicción había sido establecida por normas “especiales” de excepción –expedidas por el presidente de turno–, o si así lo era por el grado de profesionalización y de formación especializada que sus integrantes requerían para afrontar expresiones altamente sofisticadas y peligrosas del crimen organizado.

Como sea, lo cierto es que la justicia penal de excepción, en cada una de sus fases, dejó un camino espinoso de fuertes restricciones a las garantías y libertades ciudadanas dentro del marco del proceso penal. Sólo por colocar algunos ejemplos, en la vigencia de la Justicia Especializada –creada a comienzos de 1987– se establecieron periodos más largos de detención para el procesado antes de tener que presentar cargos en su contra, se eliminó la opción de libertad condicional y se adoptó al encarcelamiento como medida preventiva obligatoria).93 Y en la Justicia de Orden Público –iniciada a mediados de 1987– se autorizó que la persona sospechosa permaneciera bajo custodia hasta por 25 días sin que se presentasen cargos en su contra,94 se le concedieron poderes al ministro de Justicia para cambiar la asignación de casos de un juzgado a otro95 y fue admitida la muy controversial figura de los jueces y de los testigos secretos96 Las dinámicas hasta aquí enunciadas han arrojado como resultado una justicia penal más restrictiva y severa; pero sobre todo, una justicia penal incrustada de forma más férrea en la vida cotidiana de la comunidad política.

IV. Conclusiones

¿Qué podemos decir de la revisión de estos dos estudios de caso? El lector de este texto habrá podido ver paralelos evidentes entre las experiencias mexicana y colombiana en la guerra contra las drogas –la posibilidad del Estado de detener por largos periodos a personas sin fincarles cargos; la militarización de la seguridad pública; la creación de regímenes penales especiales–, o bien podrá pensar en otros y mejores ejemplos con los cuales ilustrar estos fenómenos.

Lo primero, entonces, es revisar los tipos de costos constitucionales que se encontraron en uno y otro estudio. Un tipo, poco problemático, que resulta común a ambos casos es el establecimiento de sistemas penales paralelos o especiales para perseguir a quienes se considera no pueden ser perseguidos bajo los sistemas penales ordinarios. En ambos países la guerra contra las drogas impulsó la creación de sistemas de justicia penal paralela. Ahora bien, la creación de sistemas paralelos –con derechos restringidos para los acusados– no agota las transformaciones del sistema penal aquí documentadas en nombre de la guerra contra las drogas, como lo registró el estudio caso colombiano. El desproporcionado endurecimiento de la justicia penal no exige un sistema penal paralelo. Si buscamos un fenómeno semejante en México, lo encontraremos.97 Pero en ninguno de los dos casos la desproporción del castigo depende de la existencia de un régimen penal especial. La reducida supervisión judicial de acciones procesales clave, como mostró el caso colombiano, tampoco depende de la existencia de un régimen paralelo. Así, estamos ante fenómenos distintos y distinguibles.

Sin embargo, tienen mucho en común. Todas estas medidas pueden entenderse como casos en que los derechos fundamentales de los ciudadanos son mermados, suspendidos o restringidos. Sin duda, están usualmente vinculados al régimen penal. Pero no necesariamente. Las recientes obligaciones a cargo de los concesionarios de servicios de telecomunicación en México, representan afectaciones fuertes a los derechos a la privacidad y a la información personal, pero no necesariamente se vinculan al régimen penal. Así, una primera categoría que, quizá, nos permita entender los elementos comunes a todos estos costos constitucionales para, a partir de ese piso común, distinguirlos, sea el hecho de que restringen los derechos fundamentales de los ciudadanos frente al actuar del Estado.

La restricción de los derechos fundamentales puede presentarse de dos formas: a) la restricción de los derechos fundamentales para todos (como el derecho a la privacidad, o el endurecimiento desproporcionado de penas), o bien b) la creación un régimen de derechos reducidos para ciertas personas (como la justicia sin rostro en Colombia, o el régimen penal de delincuencia organizada en México). Sobre esta segunda forma de restricción, no debe pasar desapercibida la figura analizada de la justicia penal de excepción, que constituyó una de las principales puntas de lanza institucionales para librar la lucha contra los traficantes de droga en Colombia. Esta forma peculiar de justicia reúne varias características, tres de las cuales vale la pena resaltar. Primero, sobresale su condición de justicia “excepcional”, pero una excepcionalidad que a fuerza de hábito y reiteración, se ha vuelto permanente. Su rasgo de excepcionalidad radica en que se trata de una justicia restrictiva en un inicio diseñada para afrontar situaciones de urgencia y crisis que, de no existir, la harían inoperante. El segundo rasgo consiste en la fuerte influencia que sobre la justicia penal de excepción tiende a ejercer el poder ejecutivo, al punto de poner en serio entredicho, en ciertas coyunturas, el factor básico para impartir justicia, a saber, la autonomía del juicio frente a cualquier presión externa. En tercer y último lugar, la lógica con la que opera este tipo de justicia excepcional parece ser una “de enemigo”,98 donde el infractor, en lugar de ser confrontado y atendido para reincorporarlo en la medida de lo posible a la vida cotidiana en sociedad, es tratado como un enemigo que debe ser implacablemente derrotado –o en todo caso eliminado–, con el grave efecto de que hasta que ello no ocurra no será posible otorgarle a los ciudadanos el goce completo de sus derechos y libertades. “La paz y el orden, primero; los derechos y las libertades, después”.99 La consecuencia evidente es que predomina una visión menguada y restrictiva de los derechos y las garantías individuales.

Ahora bien, es importante aclarar que la prohibición de ciertas drogas constituye, en sí misma, una restricción para todos los ciudadanos de ciertos derechos fundamentales. Desde la libertad de religión (p. e., usos religiosos del peyote) y la libertad de conciencia (es decir, el derecho de alterar la propia conciencia), hasta el derecho a la salud (p. e., cultivo y uso de marihuana con fines medicinales; o bien la estigmatización y problemas de acceso a la salud que representa la criminalización de usuarios).100 Sin embargo, éste no es el fenómeno que interesa aquí. Lo que aquí interesa son los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: los “males necesarios” que en aras de un fin superior –suprimir el consumo de drogas– estamos dispuestos a aceptar. Por ejemplo, la creación de regímenes “especiales” de derechos reducidos o la restricción de derechos para todos. El objetivo explícito del prohibicionismo es eliminar el uso de ciertas drogas. Ese es su fin, no un medio.

Así, la restricción de derechos fundamentales parece una categoría suficientemente general para ayudarnos a avanzar un trabajo comparado sobre costos constitucionales. Es, además, suficientemente precisa en términos de la afectación constitucional que representa, para decirnos algo acerca de los fenómenos que nos interesan. En consecuencia, proponemos que ésta sea una primera categoría amplia que, después, puede desagregarse en otras distintas. Por ejemplo, una primera subclasificación que parece útil por la frecuencia con que se presentan las restricciones y acotamientos en los derechos fundamentales podría ser la distinción entre (i) restricciones a los derechos procesales y (ii) restricciones a otros derechos. En el primer caso, se pueden distinguir (a) la disminución de la supervisión judicial de las actuaciones de policías y procuradurías; (b) el incremento desproporcionado de los castigos penales; etc. Por su parte, la vulneración o restricción de otros derechos podría abordarse por derechos. Por ejemplo, vulneraciones a (i) la privacidad (con el almacenamiento y circulación de información sobre las telecomunicaciones, como es el caso mexicano); (ii) la salud (negación de acceso medicinas como opiáceos o cannabis); (iii) tránsito; etcétera.

Si movemos la mirada a otros casos de costos constitucionales aquí revisados, parecería de entrada, que las similitudes se agotan. La centralización del federalismo no es algo relevante para el caso colombiano, pues su régimen es centralista, no federalista. Por su parte, la militarización del poder público en México parece más bien una circunstancia de hecho e inconstitucional, más que un costo constitucional. En primer lugar, habría que decir que las inconstitucionalidades sostenidas en el tiempo pueden también considerarse como costos constitucionales. Pero ese no es el punto. Lo importante aquí es saber si hay una plataforma común para desplegar un análisis crítico de estas medidas como un ejercicio comparado.

Creemos que sí. Una revisión de los costos constitucionales restantes nos lleva a proponer una segunda categoría amplia que parece útil para el ejercicio comparado que proponemos. Bien mirados, los otros costos constitucionales analizados en los dos estudios de caso presentados –entre ellos, la militarización del poder público en Colombia, o la centralización del federalismo o la concentración de poderes en México– pueden analizarse conjuntamente desde una perspectiva fundamental para el constitucionalismo: la división y acotamiento del poder público. El federalismo y la división de poderes son dos mecanismos distintos pero que cumplen una función semejante: dividir el poder público y contrapesarlo para que haya fiscalización mutua entre las propias autoridades, de forma que su ejercicio arbitrario sea entorpecido, protegiendo así a los ciudadanos del abuso desde el poder público. Lo mismo se puede decir del carácter civil –por oposición al militar– de los órganos a cargo de las funciones públicas internas: concentrar en una institución la fuerza represiva más importante y separarle del gobierno interno es una forma de contener los potenciales abusos de poder contra los ciudadanos. Otro tanto se puede señalar sobre la creación de regímenes especiales o de excepción con tendencia a permanecer y a enraizarse en la estructura misma del Estado,101 ya que la autonomía judicial queda seriamente en entredicho ante el poder ejecutivo abiertamente intrusivo y predominante que da impulso a dichos regímenes. Igualmente sucede con la concentración de poderes: la razón por la cual históricamente se había circunscrito la facultad de perseguir penalmente a los ciudadanos a una instancia, es para hacerla responsable y visible; la separación de la seguridad pública de la seguridad nacional busca asegurar que los ciudadanos no sean tratados como enemigos foráneos. En resumen, proponemos una segunda categoría amplia para servir de base de un análisis comparado de los costos constitucionales: la concentración de poderes (por oposición a la separación y contrapeso de poderes).

Encontramos un último elemento en común: el carácter expansivo de los costos constitucionales. Vemos en varios casos –la creación de la justicia excepcional en Colombia; el uso del arraigo o la centralización de la materia penal en México– que, una vez introducidos al sistema, los costos constitucionales se extienden más allá de los casos específicos que les motivaron (en lo que hoy nos ocupa, la guerra contra las drogas). Una metáfora útil es la introducción de una especie foránea en un ecosistema. Por ejemplo, el eucalipto, introducido en América tardíamente, es una planta que –no encontrando resistencias particulares a su extensión en los ecosistemas que lo recibían– colonizó con enorme éxito distintas regiones del continente, a expensas de otras plantas endógenas. Algo parecido ocurre con varios de los costos constitucionales estudiados, esto es, una vez introducidos en los sistemas constitucionales, encuentran pocas resistencias que les contengan. Difícil desenraizar, por ejemplo, el arraigo en México una vez legitimado en el texto constitucional. Asimismo, difícilmente se pensaba en que el arraigo iba a gozar de la protección de la que debe gozar, por ejemplo, la presunción de inocencia. Pero al introducírsele en el texto constitucional se hizo precisamente eso: salvaguardar una figura que pretende expandir, no limitar, el actuar del poder público.

El argumento recurrente de que se requiere conceder poderes excepcionales a las autoridades para “combatir” de manera eficaz al narcotráfico ha tenido un efecto corrosivo importante sobre el sistema de los derechos fundamentales, pero ese no era el objetivo declarado de la guerra contra las drogas. Las excepciones pueden ser temporales o pueden afectar a un sólo grupo de individuos –los narcotraficantes, el crimen organizado–, pero la creación de un régimen “excepcional” que restrinja los derechos fundamentales es, en sí misma, contraria a la lógica de los derechos fundamentales: que sean universales. Por otra parte, existe el riesgo de que en la medida de que las excepciones son admitidas al sistema jurídico, puedan posteriormente ser ampliadas.102

Proponemos, en conclusión, dos grandes categorías para el futuro desarrollo de un estudio comparado de los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: (i) la restricción de derechos y (ii) la concentración de poderes. A estas dos categorías, a su vez, habrá que darles seguimiento en dos sentidos distintos. Por una parte, los costos constitucionales que en sí mismas representan. Por la otra, los costos constitucionales que engendran o posibilitan. Esto es, habrá que incluir en la contabilidad de los costos constitucionales la expansión de las medidas originales, en nuestro caso directamente orientadas al esfuerzo de “librar de forma más efectiva” la guerra contra las drogas.

La guerra contra las drogas es una política pública generalizada, pero provisional, que difícilmente considera o avanza los compromisos constitucionales básicos de las comunidades políticas de América Latina. Por el contrario, dicha política pública, hoy profundamente cuestionada, está sirviendo como cuña a partir de la cual estamos reconfigurando, o más claramente aún, desfigurando, nuestros sistemas constitucionales en forma permanente y contraria al sentido en que ha transitado el constitucionalismo en la región. La guerra contra las drogas nos está dejando, como comunidades políticas, irreconocibles.

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Notas

1 Han sido variadas –y cambiantes– las aproximaciones sobre si las acciones coercitivas emprendidas contra el mercado ilícito de drogas constituyen o no una “guerra”. Así lo han entendido varios gobiernos de la región –sobre todo con sus actuaciones–, incluyendo el de Felipe Calderón. Aun cuando eventualmente el gobierno de Calderón relegó a un segundo plano este calificativo, ya se habían presentado varias de las consecuencias perjudiciales de haber adoptado una postura abiertamente guerrerista frente el fenómeno del narcotráfico, como se detallará adelante en el estudio de caso mexicano. Para un análisis sobre las nociones de “guerra” y de “conflicto armado”, véase los dos primeros capítulos de Kalyvas, 2006. Aquí adoptamos el término porque nos parece que, por una parte, refleja el discurso oficial sobre la política de drogas y, segundo, porque enfatiza el carácter bélico del despliegue de recursos estatales y, específicamente, alude a la militarización que, como se verá, está en el corazón de mucho de lo que queremos visibilizar con este ejercicio.

2 “There is not first a transhistorical, communal subject who decides to maintain a common past. There is only the experience of law’s rule that shows itself ‘as if’ it were the extended temporal experience of a single subject. We come to this communal subject through law, not vice versa” (Kahn, 1999, p. 45).

3 Es importante precisar que por “principios”, Dworkin se refiere genéricamente a estándares normativos que operan lógicamente en forma distinta a una regla y no solo a “principios” estrictamente hablando. Esto es, incluye distintas normas –estándares de conducta– que operan lógicamente en la misma forma en que lo hacen los principios y, en consecuencia, habla de todas ellas genéricamente como “principios”. Por ejemplo, Dworkin incluye las políticas (policy) dentro de la categoría de “principios”, pero también “otros estándares”. Adelante abordamos la distinción entre políticas y principios, stricto sensu, pues resulta importante para entender el espacio que ocupa lo “constitucional” entre lo “político” y lo “jurídico” (Dworkin, 1967, p. 22).

4 Distintas técnicas pueden aplicarse para determinar cuál debe serlo –por especificidad, por jerarquía, por materia, por temporalidad, etcétera.

5 Sobre este punto, creemos que debe hacerse un matiz relacionado con el análisis de costos constitucionales, ya que desde esta óptica es posible constatar que los principios sí sufren un menoscabo –esto es, no sobreviven intactos– si dejan de prevalecer con la suficiente frecuencia o en aspectos lo suficientemente relevantes. Abundaremos al respecto adelante.

6 Es importante tener en mente que Dworkin establece con toda claridad que la distinción entre política y principio (en sentido estricto) se puede colapsar a partir de la formulación que se le dé a uno u otro (Dworkin, 1967, pp. 22-23).

7 Dworkin aborda este punto en el caso de los principios básicos de un régimen (Dworkin, 1967, p. 41).

8 En ella el analista debe “ponderar los costos y los beneficios de una acción estatal determinada. La relación del costo incurrido frente a los beneficios generados es la que determina si dicha acción resultará en una ganancia o en una perdida social neta” (Bennett, 1988-1989, p. 24) [traducción libre del inglés de los autores, igual que las citas que siguen].

9 En este tipo de análisis se asume que cuanto mayor sean los costos para garantizar una institución o una actividad determinada, más oneroso resultará llevarla a cabo y así más ineficiencias tenderá a producir dentro del marco institucional. Para un estudio clásico desde la economía institucional, véase Institutions, Institutional Change and Economic Performance (North, 1990).

10 “The problem of social cost”, de Ronald Harry Coase (1960) es aquí clásicamente citado.

11 Véase McNutt, 1994-1995, Álvarez et al., 2008.

12 Véase Jobbágy et al., 2006.

13 Ha llegado a ser analizado incluso, a partir de la evaluación de costos, qué alcances y –principalmente– qué limitaciones se derivan de garantizar derechos ciudadanos en un sistema democrático. Véase Holmes et al., 1999.

14 Esta distinción se encuentra inspirada en la clasificación que el politólogo Stathis Kalyvas hace de la violencia, según el proceso que la rige y el resultado que produce. Véase Kalyvas, 2006, p.11.

15 Sobre el compromiso compartido con una constitución como vehículo de la existencia de la comunidad política a través del tiempo, véase la sección “Law’s time” en Kahn, 1999, pp. 43-55.

16 Decreto por el que se expide la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, Diario Oficial de la Federación, Tomo DXVIII, No. 5, 5-11-1996.

17 Uno de sus principales críticos fue el doctor Sergio García Ramírez, quien después incluiría algunas de sus críticas en García Ramírez, 2002.

18 Un análisis descriptivo completo de estas dos grandes reformas, sus secuelas y otras más relacionadas con la guerra contra las drogas durante el periodo de Felipe Calderón sirvió de base para la elaboración de las subsecciones de este estudio de caso (Madrazo, 2014a). Falta aún completar ese análisis con las repercusiones de estas reformas a nivel estatal, particularmente las derivadas de la Ley de Narcomenudeo, pero ello se debe en gran medida a que dicha adecuación está aún inconclusa. A nivel estatal, parece que los órdenes jurídicos locales no han terminado de ser adecuados a la Ley de Narcomenudeo y quedan aún por definir algunos de sus efectos más importantes en lo que a competencias locales se refiere. Algunos textos que exploran el tema a nivel estatal y que vale la pena revisar son Guerrero et al., 2011; Pérez-Correa et al., 2013, y Madrazo, 2014c. En consecuencia, el estudio de caso mexicano se limita al nivel federal a fin de facilitar la comparación con el caso colombiano.

19 Una primera versión del análisis del estudio de caso mexicano apareció como Cuaderno de Trabajo del Programa de Política de Drogas (Madrazo, 2014b). Las tres secciones que siguen son una versión revisada y actualizada de ese primer ensayo.

20 Decreto por el que se reforman y adicionan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Diario Oficial de la Federación, 18 de junio de 2008, Primera Sección, p. 3. El diagnóstico del que partía la reforma que impulsaba transparencia y derechos en el seno de la justicia penal consistía en sostener que ésta, opaca cual había sido, “ha dejado de ser eficaz” y, en consecuencia exigía tener a los acusados de delitos como “sujetos de derechos” y no ya fundamentalmente como “objeto de investigación” (Dictamen de las Comisiones unidas de Puntos Constitucionales y de Justicia, con Proyecto de Decreto que reforma, adiciona y deroga diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Gaceta Parlamentaria, Cámara de Diputados, número 2401-VIII, 11-12-2007).

21 Dictamen de las Comisiones Unidas, cit, nota anterior.

22 El texto constitucional, en el artículo 16, párrafo noveno, define que estamos ante delincuencia organizada cuando “tres o más personas, para cometer delitos en forma permanente o reiterada, en los términos de la ley de la materia”. Una de las funciones principales de “la ley de la materia” es precisamente determinar qué delitos son susceptibles de realizarse en esta modalidad. Los delitos contra la salud, por supuesto, están incluidos en la lista, pero ésta incluye también robo de autos, secuestro y una lista larga. El punto aquí es que la remisión a “la ley de la materia” deja la decisión sobre a quiénes se les puede aplicar el régimen de excepción en manos del legislador ordinario; esto es, de las mayorías simples.

23 Véase Pérez-Correa, 2012b.

24 Acción de Inconstitucionalidad 20/2003, fallada el 6 de septiembre del 2005.

25 El Dictamen del proceso de reforma constitucional se hizo cargo al fallo de la Suprema Corte que declaró inconstitucional el arraigo en forma curiosa: la Corte había decretado la inconstitucionalidad “argumentando en lo esencial que constituye una restricción a la garantía de libertad personal, no prevista en la Constitución General de la República, lo que resulta inadmisible”; si se inserta la figura del arraigo directamente en el texto de la Constitución aun sin tocar a los derechos con los cuales se había considerado que era incompatible la figura por este Tribunal Supremo –el constituyente permanente estimó que quedaba anulado el problema de incompatibilidad constitucional.

26 A pesar de haber sido declarado inconstitucional en 2005 por la Suprema Corte, el arraigo no cesó de ser usado por la Federación. Esto es así porque el juicio en que se declaró inconstitucional versaba sobre la legislación procesal penal del estado de Chihuahua y, en consecuencia, la inconstitucionalidad decretada afectó sólo ese ordenamiento. Las normas procesales penales federal y de otras entidades federativas continuaron estando vigentes desde entonces y hasta la constitucionalización del arraigo en 2008.

27 Este número refleja probablemente su uso antes de la guerra contra las drogas, pues la guerra fue declarada en diciembre de ese año, por lo que difícilmente se refleja en esa cifra.

28 Esta afirmación, supone que todos los condenados por crimen organizado fueron arraigados antes de ser acusados, lo cual no necesariamente es el caso. Tampoco considera a quienes hayan sido arraigados sin que se les procesara, o bien que se les procesara pero no condenara. Todo esto indica que el uso del arraigo es aún más extendido de lo que las cifras nos confirman.

29 De nuevo, una revisión completa de los cambios legislativos relacionados con la guerra contra las drogas durante el sexenio de Calderón puede encontrarse en Madrazo, 2014a.

30 Decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones del Código Federal de Procedimientos Penales, el Código Penal Federal, la Ley Federal de Telecomunicaciones, de la Ley que Establece las Condiciones Mínimas Sobre Readaptación Social de los Sentenciados y de la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Diario Oficial de la Federación, 17-4-2012.

31 Decreto por el que se expide la Ley de la Policía Federal, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCLXIX, No. 1, 1-6-2009.

32 Un recuento completo de todas estas intrusiones supera las posibilidades de precisarlas en este espacio (al respecto, véase Madrazo 2014a).

33 Decreto por el que se expiden la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, y la Ley del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano; y se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones en materia de telecomunicaciones y radiodifusión, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCCXXX No. 13. Véase específicamente los artículos 189 y 190.

34 Esta apreciación es imprecisa, por decir lo menos. Al respecto véase Madrazo, 2012a.

35 Decreto por el que se declara adicionado un párrafo tercero a la fracción XXI, del Artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCXXVI, 2811-2005.

36 No es casual que el primer delito para el cuál se utilizó esta facultad, y el único hasta el cierre del periodo de Caderón, fueran los delitos de drogas.

37 Véase Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012, México, Talleres de Impresión de Estampillas y Valores de la SHCP (2007) y Guerrero et al., 2011.

38 Si los estados pueden o deben perseguir delitos contra la salud es una cuestión que está sujeta a cierta incertidumbre. La mayor parte de los estados no han resistido ni asumido plenamente la competencia (al respecto ver Pérez Correa et al. 2014a. La intención del gobierno calderonista fue, claramente, obligar a las entidades federativas a participar en su “guerra”. Sin embargo, la propuesta original de Calderón sufrió –en otros aspectos– cambios importantes en el proceso legislativo, que obligan a poner en duda que el legislador compartiera esa intención. Lo que es más, el texto constitucional es claramente es claramente facultativo, al señalar que las entidades federativas podrán per-seguir delitos federales (Madrazo, 2012a).

39 Amparo en Revisión 151/2011, fallado el 12 de enero de 2012.

40 Al respecto, véase Pérez-Correa et al., 2013.

41 Decreto por el que se reforma el párrafo primero de la fracción XXI, del Artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCCXXI, No. 6, 8-10-2009.

42 Decreto por el que se reforma la fracción XXI, del Artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCXXVI, 28-11-2013

43 Decreto por el que se expide el Código Nacional de Procedimientos Penales, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCCXXVI, No. 3, 5-3-2014. Originalmente, el Presidente Peña Nieto – al asumir la presidencia – propuso unificar – a nivel federal – la legislación penal. Al hacerse evidente que esto requeriría resolver conflictos tan delicados como la prohibición de la interrupción del embarazo, la propuesta cambió y se limitó a unificar la legislación procesal penal.

44 Decreto por el que se expide la Ley de Seguridad Nacional; y se reforma el artículo 50 Bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCXVI, No. 21, 31-12005.

45 Decreto por el que se expide la Ley de la Policía Federal, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCLXIX No. 1, 1-6-2009.

46 La incertidumbre es el menor de los males que esto implica para la población civil. La situación ha llegado a proporciones alarmantes. Jesús Murillo Karam, Procurador General del gobierno que asumió el poder inmediatamente después de la administración calderonista declaró al respecto que estas confusiones anulaban la capacidad de la Procuraduría para investigar los delitos: Se le puso un rol a la policía que tenía la Procuraduría, digo, que tenía, porque ya no son policías, resulta que [los policías directamente bajo la autoridad la Procuraduría encargados de realizar las investigaciones] se comenzaron a ocupar para hacer labores de escoltas o traslado de detenidos, y no para apoyar al Ministerio Público en sus investigaciones [...] Mientras que se le dieron todas las facultades a la Policía Federal para hacer la investigación; pues lo que sucedió es que la Policía Federal y la Procuraduría tuvieron un conflicto, no había interacción, y hoy estamos viendo el efecto de esa cuestión, consignaciones que se han venido cayendo una tras otra, porque no hubo una investigación suficiente para integrar [...] [De los más de cuatro mil agentes especiales de la Policía Federal Ministerial], sólo 495 estaban asignados a trabajos de investigación [...] [El resto del personal] estaba asignado a labores de escolta o guardaespaldas para diferentes personas (Vicenteño, 2013). Si la policía preventiva hace el trabajo de la Procuraduría, y a su vez la policía de la Procuraduría funge de guardaespaldas, no debe sorprendernos que inclusive los procesos penales notorios fracasen. A su vez, como Anaya (2014) ha documentado, encargar tareas de seguridad pública a las Fuerzas Armadas también ha tenido repercusiones graves en materia de derechos humanos. Hechos recientes como la muerte de 22 civiles en manos del Ejército en lo que se reporta fueron ejecuciones extrajudiciales confirman estos peligros (Ferri, 2014). Lo más preocupante es que las estadísticas del uso de la fuerza por distintas corporaciones indican que es altamente probable que los hechos de Tlatlaya no sean la excepción, sino la regla. Véase Forné, 2011; Silva-Herzog, 2014.

47 Iturralde, 2010, p. 84. El gobierno Samper (1994-1998), por ejemplo, empleó con frecuencia la categoría “grupos de delincuencia organizada”, que incluía guerrillas, paramilitares y narcotraficantes (ibid, p. 161).

48 En la década de los ochenta los narcotraficantes, por distintas vías, de hecho se convirtieron en una nueva élite rural –muy belicosa– en Colombia, financiando ejércitos privados en alianza con terratenientes y militares (Duncan, 2006, pp. 250-259).

49 Vale la pena aclarar que en 1994 –con el fallo C-221 de la Corte Constitucional– fue despenalizado el porte de dosis personal para consumo de drogas ilícitas, debido a que su criminalización representaba una afectación desproporcionada a la autonomía individual y al libre desarrollo de la personalidad. No obstante, en el año 2009, por insistencia persistente del entonces presidente Uribe, el Congreso aprobó una reforma constitucional que prohíbe, como regla general, el porte y consumo de drogas (art. 49 de la Constitución Política, reformado por el Acto Legislativo 02 de 2009).

50 En efecto hay varios costos, relevantes desde un punto de vista constitucional, que por espacio aquí no se toman en cuenta, tales como la estigmatización de los usuarios de drogas, la fumigación aérea de cultivos ilícitos, la militarización de la policía, el endurecimiento del visado de colombianos en el exterior, entre otros casos y escenarios que podrían ser citados.

51 En este sentido, ya desde la primera mitad del siglo XX, el juez constitucional colombiano señalaba que “es obvio que todo lo relativo a la reglamentación de derechos civiles corresponde al legislador y no al gobierno” (Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de septiembre 4 de 1939).

52 Ley 2 de 1984.

53 Decreto legislativo 1.042 de 1984. Sería el último estado de sitio que atestiguaría la República de Colombia, ya que en 1991 –cuando se levantó este estado de sitio, paradójicamente en el mismo momento en el que se expedía la nueva Constitución Política de 1991– esta figura fue reemplazada por la institución más moderada del estado de excepción (arts. 212 a 215 de la Constitución Política).

54 Lara Bonilla había denunciado públicamente el poder que habían adquirido, ilícitamente, los narcotraficantes en Colombia, en particular aquellos del Cartel de Medellín, cuya cabeza (Pablo Escobar) había incluso llegado a ser representante a la Cámara del Congreso de la República. La infiltración del narcotráfico en la política ya era evidente. La denuncia de este y otros hechos convirtió a Lara Bonilla en blanco de guerra del entonces poderoso Cartel de Medellín.

55 Decreto legislativo 180 de 1988.

56 Decreto legislativo 2.103 de 1989. Esta medida se había intentado implementar mediante el Decreto legislativo 1.863 de 1989, pero la Corte Suprema la había declarado inconstitucional por no encontrarse bien especificados los delitos que se quería perseguir (Corte Suprema de Justicia, sentencia de octubre 3 de 1989). Ante el nuevo intento, ya aclarando qué tipo de delitos se estaba aludiendo, y luego del asesinato del líder liberal Luis Carlos Galán, la Corte avaló la medida (Corte Suprema de Justicia, sentencia de noviembre 16 de 1989). En la década de los noventa y en la primera década del presente siglo, los gobiernos de turno ocasionalmente intentaron seguir implementando este tipo de medidas. Con la introducción del sistema penal acusatorio en el contexto colombiano –reglamentado en el año 2004– se estableció que ninguno de estos procedimientos podría adelantarse sin tener como referente mandamiento judicial alguno.

57 Sentencia C-237 de 2005. Esta regla fue reiterada en fallos posteriores. Véanse las sentencias C-730 de 2005, C-850 de 2005 y C-1001 de 2005.

58 Decreto legislativo 1,859 de 1989.

59 Sentencia C-301 de 1993.

60 Así, conforme a la Constitución y al Código de Procedimiento Penal, las capturas deben ser autorizadas previamente por un juez de control de garantías –o pueden ser realizadas de forma excepcional por la Fiscalía con un control judicial dentro de las 36 horas siguientes–; y las incautaciones, los allanamientos y las interceptaciones de comunicaciones deben contar también con control judicial, máximo dentro de las 36 horas siguientes a su realización.

61 Decreto legislativo 2.490 de 1988.

62 Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de marzo 27 de 1989.

63 Ariza et al., 2011, p. 274. Fluctuaban entre 4 y 20 años.

64 Decreto legislativo 1.895 de 1989.

65 Ley 365 de 1997. Los nuevos delitos relacionados con el narcotráfico formaban parte de una “oleada punitivista” que también tuvo lugar en materia de conflicto armado. Basta con recordar el muy polémico delito de “omisión de denuncia o testimonio” creado por la administración Samper, donde cualquier persona que conociese de la comisión de un delito en la región de Urabá y no lo denunciase, era objeto de dicho reproche penal (véase Decreto legislativo 1.590 de 1995).

66 Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de octubre 26 de 1989. Esta es una figura de larga data en la historia colombiana. Ya en la época de independencia, la Constitución de 1821 –la primera Carta Política de alcance nacional que tuvo Colombia, forjada bajo el liderazgo de Simón Bolívar– en su artículo 55 #25 autorizaba al Congreso conceder facultades extraordinarias al poder ejecutivo “en los lugares que inmediatamente están sirviendo de teatro a las operaciones militares”.

67 El ejercicio simultáneo de un gobierno de autoridad civil y militar fue avalado en fallos posteriores de la época (v.gr., Corte Suprema de Justicia, sentencia de octubre 26 de 1989).

68 Decreto legislativo 2.099 de 1989.

69 Decreto legislativo 717 de 1996.

70 Ley 684 de 2001.

71 Decreto legislativo 2.002 de 2002.

72 Decreto legislativo 2.099 de 1989.

73 Decreto legislativo 678 de 1988.

74 Decreto legislativo 2.100 de 1989.

75 Decreto legislativo 678 de 1990.

76 Decreto legislativo 858 de 1990.

77 Era larga la tradición que permitía el juicio de civiles por tribunales castrenses. La propia Corte Suprema anota que por lo menos desde 1945 –con su fallo de junio 12 de 1945– el juez constitucional había permitido el juzgamiento militar de civiles (Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de marzo 5 de 1987).

78 Decreto legislativo 1.923 de 1978. Esta drástica regulación fue conocida como el Estatuto de Seguridad. En 1978, de la totalidad de delitos establecidos en el Código Penal, aproximadamente 30% estaba bajo la competencia de los tribunales militares (Iturralde, 2010, p. 80).

79 Decretos legislativos 1.042, 1.056 y 1.058, todos de 1984.

80 Decreto legislativo 3.665 de 1986. El gobierno Barco permitió que los informes elaborados por autoridades militares y policiales tuvieran valor de plena prueba en los juicios militares relacionados con el delito de narcotráfico.

81 Decreto legislativo 70 de 1978.

82 Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de marzo 9 de 1978.

83 Véase Ariza et al., 1997; García, 2001; García y Uprimny, 2006; Iturralde, 2010. Respecto a la gradual intromisión de la lógica de la excepcionalidad en Colombia, véase Barreto 2001 y 2011.

84 Corte Suprema de Justicia de Colombia, sentencia de marzo 5 de 1987.

85 Para su creación el gobierno Barco “desempolvó” una ley propiciada por el gobierno anterior que hasta el momento no había sido aplicada, la Ley 2 de 1984.

86 Decreto legislativo 1.631 de 1987. La Justicia Especializada no desapareció inmediatamente, lo cual generó un sistema no siempre claro de dos vías –la especializada y la de orden público–, con demasiados conflictos de competencia (Iturralde 2010, pp. 101-102). El Decreto legislativo 2.790 de 1990 –Estatuto para la Defensa de la Justicia– integró la Justicia Especializada en la Jurisdicción de Orden Público, concediéndole a los jueces de orden público competencia en todo el país (Decreto legislativo 2.790 de 1990).

87 Mediante el Decreto legislativo 474 de 1988 fue creado el Tribunal Superior de Orden Público, encargado de conocer de los delitos estrechamente relacionados con el narcotráfico.

88 El Código de Procedimiento Penal entonces vigente (Decreto legislativo 2.700 de 1991) integró la Justicia de Orden Público en la Justicia Penal Ordinaria, denominándola como Justicia Regional.

89 Plazo dictaminado por el artículo 2 transitorio del Código de Procedimiento Penal entonces vigente (Decreto legislativo 2.700 de 1991).

90 Art. 205 transitorio de la Ley 270 de 1996.

91 La ley fue adoptada en junio 25 de 1999.

92 La Ley 600 de 2000 y la Ley 906 de 2004 –rectoras del Código de Procedimiento Penal– ratificaron a los Juzgados Penales de Circuito Especializado como órganos de la justicia penal ordinaria.

93 Decretos legislativos 468, 565, 1.203, 1.204, todos de 1987. En México, el equivalente funcional de la justicia de excepción se introdujo en la Constitución con la figura del arraigo (art. 16, párr. octavo). Véase Decreto por el que se reforman y adicionan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”, Diario Oficial de la Federación, Tomo DCLVII, No. 13, 18-6-2008. Por un lado, la reforma del 18 de junio de 2008 amplió los plazos de detención (art. 16, párr. sexto) tratándose del delito de delincuencia organizada. La reforma también obligó a los jueces a ordenar de oficio el encarcelamiento preventivo en los casos de delincuencia organizada (art. 19, párr. segundo). Por otro lado, esta reforma facultó al Ministerio Público para detener a una persona hasta por 40 días (u 80, bajo ciertos supuestos) tratándose de delitos de delincuencia, siempre que esto fuera necesario para el éxito de la investigación o existiera riesgo de fuga. El arraigo es la figura más cercana a las detenciones extraordinarias en Colombia, tanto por su mayor duración como por ocurrir antes de que el detenido sea puesto a disposición del juez competente.

94 Decreto legislativo 180 de 1988. Las semejanzas con lo que después sería el arraigo en México son evidentes. Sin embargo, vale la pena apuntar dos diferencias no menores. La primera, es que los tiempos de retención sin cargos en Colombia nunca llegaron a ser tan extendidos como en México. La segunda es que en México, se eliminó la exigencia de que la persona fuese sospechosa de cometer un delito o, inclusive, de la existencia misma de un delito concreto para justificar la custodia.

95 Decreto legislativo 2.490 de 1988.

96 Decreto legislativo 1.966 de 1989 y 1.191 de 1990.

97 De hecho, la desproporción en el castigo penal parece ser una constante en la guerra contra las drogas, como lo ha documentado el Colectivo de Estudio de Drogas y Derecho. Al respecto, véase Pérez-Correa, 2012.

98 Orozco et al., 1999, p. 115. Esta idea, como ya se mencionó, hunde sus raíces en el pensamiento político de Carl Schmitt (1933), en el periodo de entreguerras. Sobre el uso de “enemigo” en la retórica oficial que versa sobre el narcotráfico, véase Madrazo, 2013.

99 Iturralde, 2010, p. 57.

100 La criminalización de usuarios de drogas no exige que exista un tipo penal que establezca el consumo como delito. La tipificación de conductas relacionadas necesariamente con el consumo, como la posesión, llevan a una criminalización de facto de los consumidores. Al respecto, véase Pérez-Correa et al., 2014c.

101 Distinguimos aquí entre regímenes “especiales” cuando no se presentan como de excepción temporal, sino como permanentemente incorporados al sistema penal. Tal es el caso de México. Regímenes de excepción son introducidos originalmente como excepciones temporales o territoriales al sistema ordinario – como el concepto de teatro de operaciones militares en Colombia– aunque en los hechos tiendan a perdurar.

102 Véanse, p. e., los casos referidos en Madrazo, 2014a, en que la legislación secundaria derivada de la reforma constitucional penal de 2008 implica la colonización de la lógica del régimen de excepción dentro del régimen penal ordinario.

Notas de autor

Antonio Barreto Rozo, Centro de Investigación y Docencia Económicas, México (profesor visitante) y Universidad de los Andes, Colombia. Correspondencia: Carrera 1 # 18A-10, Bogotá, Colombia. abarreto@uniandes.edu.co

Alejandro Madrazo Lajous, Centro de Investigación y Docencia Económicas, México. Correspondencia: Circuito Tecnopolo Norte s/n, Col. Hacienda Nueva, 20313, Aguascalientes, AGS, México. alejandro.madrazo@cide.edu