Isonomía, núm. 42, 2015
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Giovanni Bisogni ** gbisogni@unisa.it
Università di Salerno, Italia
Fecha de recepción: 17/12/2013
Fecha de aprobación: 07/06/2014
Resumen: Hart dedicó poca atención a la regla de adjudicación –lo mismo hizo la literatura especializada. El propósito de este escrito consiste en intentar ir más allá de las escasas indicaciones brindadas por Hart sobre el tema de la regla de adjudicación y detallar la función que desempeña en el seno de su concepción del derecho. El método elegido es esencialmente reconstructivo: no se trata de tomar inspiración en Hart para elaborar una noción propia de regla de adjudicación, sino de poner de relieve las potencialidades –aunque también los límites– de este tipo de regla secundaria. Para ello, en primer lugar se profundizan las conexiones entre la regla de adjudicación, por un lado, y la coacción y la interpretación jurídica, por el otro: el objetivo consiste en dibujar la posición teórica de los jueces, que se desprende, en particular, de la investigación de sus (distintas) tareas en relación con los casos dudosos y los casos claros. A continuación, tal postura teórica se somete a crítica; prestando atención, en particular, al problema de la definitividad e infalibilidad de las sentencias, se demuestra cómo Hart consideró la aplicación del derecho de forma demasiado declarativa.
Palabras clave: H.L.A. Hart, regla de adjudicación, poder judicial, interpretación jurídica, definitividad e infalibilidad de las decisiones.
Abstract: H.L.A. Hart did not pay much attention to the rule of adjudication –and neither did scholars. This paper aims to go beyond what Hart explicitly says about it and to give an account of its role within his concept of law. The perspective will be reconstructive, since the goal is not to develop an original concept of rule of adjudication, inspired on Hart’s theory of law, but rather to shed light on the potential –but also the limits– of this kind of secondary rule. Therefore, the article will first explore the interrelation between the rule of adjudication, on the one hand, and coercion and legal interpretation, on the other: the goal is to outline the theoretical position of judges, which becomes clear when analyzing their (different) tasks in easy and hard cases. Then, this position is put under criticism; by examining, in particular, the well-known problem of the infallibility and finality of judicial decisions, it is shown that Hart considered the judicial application of law in a too declarative way.
Keywords: H.L.A. Hart, rule of adjudication, judicial power, legal interpretation, finality and infallibility of decisions.
I. Introducción
¿Para qué sirve la regla de adjudicación? Hart no le dedicó mucha atención, pero si se toman en cuenta las asunciones fundamentales de su concepción del derecho, se entiende la razón de una negligencia tan grande. 1
Los núcleos temáticos a los que la noción de regla de adjudicación puede considerarse vinculada son dos –la coacción y la interpretación jurídica– y el tratamiento que Hart les dio parece justificar el papel marginal jugado por la regla de adjudicación –al menos comparado con el que juega la regla de reconocimiento.
En primer lugar, entre aquellos fenómenos sociales distintos pero conectados que son el derecho, la moral y la coerción, la regla de adjudicación tiene seguramente una relación privilegiada con esta última. En la medida en que las reglas secundarias son “reglas-que-confierenpoderes” (power conferring rules), puede sostenerse que la regla de adjudicación transforma la mera “fuerza” en “poder político legítimo” según la definición dada por Max Weber. Ahora bien, si para el estudioso alemán un poder puede decirse político “sobre la base de un ‘medio’ especifico que le es inherente –como a todo grupo político–: el uso de la fuerza física” (Weber, 1919, p. 16), la regla de adjudicación, dado que regula el ejercicio de la coerción, al mismo tiempo establece su legitimación (de tipo legal-racional) (Weber, 1919, p. 18).
En segundo lugar, la regla de adjudicación, en la medida en que identifica quiénes son competentes para “determinar, en forma revestida de autoridad, si en una ocasión particular se ha transgredido una regla primaria” (cd, p. 120), tiene inevitablemente que ver con la interpretación jurídica. Comprobar una violación presupone la interpretación de las normas que se consideran violadas, y la regla de adjudicación no hace sino determinar quiénes tendrán la calidad de intérpretes (no los únicos pero) “oficiales” del derecho: aquellos individuos que poseen la autoridad jurídica para establecer qué dispone el derecho en un caso concreto.
Ahora, precisamente porque la regla de adjudicación está vinculada con una dimensión, por un lado, sancionadora y, por el otro, particular y concreta del funcionamiento del derecho, se entiende por qué Hart le prestó una atención tan escasa. En efecto, aun si las sanciones físicas proporcionan un elemento calificativo certero del fenómeno jurídico, 2 el mismo Hart precisa que “la coacción jurídica, aunque, por supuesto un asunto importante, es una función secundaria” (Ps, p. 24). 3 Si se considera, pues, que el control social dentro de un grupo amplio de personas “tiene que consistir en reglas, pautas o criterios de conducta y principios generales, y no en directivas particulares impartidas separadamente a cada individuo” (cd, p. 155), no sorprende que el jurista inglés no solamente coloque la regla de adjudicación en un marco teórico donde la piedra angular es la regla de reconocimiento, sino también que atribuya al poder conferido por ella un papel tendencialmente ejecutivo en vez de productivo de normas.
El propósito de este escrito consiste en intentar ir más allá de las escasas indicaciones brindadas por Hart y detallar la función que la regla de adjudicación desempeña en el ámbito de su concepción del derecho como unión de reglas primarias y secundarias. El método elegido es esencialmente reconstructivo: no se trata de tomar inspiración en Hart para elaborar una noción propia de regla de adjudicación, sino de poner de relieve las potencialidades –aunque también los límites– de este tipo de regla secundaria, con la convicción que cuenta mucho más de lo que Hart deja entender en El concepto de derecho.
Por ello, después de haber analizado el defecto que la regla de adjudicación debe eliminar –la ineficiencia de la presión social– en un primer momento se intentará comprender por qué, sin el establecimiento de tribunales, las controversias, sea que tengan por objeto casos dudosos o caso claros corren el riesgo de no acabar nunca. De este modo es posible ilustrar la posición teórica que Hart atribuye a los jueces, según la cual éstos, aun siendo fundamentales para la existencia de un orden jurídico, tienen un rol creador de derecho muy reducido y limitado únicamente a los casos dudosos. A continuación tal posición teórica será sometida a crítica: en particular, a través del análisis del problema de la definitividad e infalibilidad de las sentencias, se demostrará cómo Hart atribuyó a los jueces un papel demasiado declarativo en la aplicación del derecho a los casos concretos. Esta crítica será desarrollada tomando en cuenta también la evolución de su pensamiento sobre este punto después de 1961, y por esta vía será posible evidenciar lo que se considera que es el auténtico propósito perseguido por Hart cuando trata el tema de la interpretación jurídica.
II. La ineficiencia de la presión social
Conforme a lo que afirma Hart, la regla de adjudicación representa un “complemento del régimen simple de reglas primarias, usado para remediar la insuficiencia de la presión social”, que tiene dos manifestaciones: la duración “indefinida” de “discusiones sobre si una regla admitida ha sido o no violada”; castigos que “no son administrados por un órgano especial, sino que su aplicación está librada a los individuos afectados o al grupo en su conjunto” (cd, p. 116).
El remedio ofrecido por la regla de adjudicación consiste en conferir a determinados individuos el poder de comprobar “en forma revestida de autoridad” (cd, p. 120) las violaciones a las reglas y de ejercer la coacción física de manera exclusiva (cfr. cd, p. 116), regulando también, en ambos casos, sus procedimientos: tales individuos son, normalmente, llamados “jueces”.
Desafortunadamente, Hart no brinda indicaciones ulteriores sobre las causas de la ineficiencia de la presión social, y tampoco sobre la funcionalidad de la regla de adjudicación (sobre todo si pensamos en la mayor atención prestada a la regla de reconocimiento); con todo, algún detalle más puede indirectamente obtenerse si se adopta una perspectiva histórico-conceptual.
Hay que tener presente que la hipótesis de un grupo social regido únicamente por reglas primarias es al fin y al cabo una reformulación de un topos clásico del iusnaturalismo moderno, o sea, el estado de naturaleza: un estado de naturaleza que en Hart no es tan dramático como en Hobbes, pero tampoco tan preordenado y denso en contenidos como en Locke. No debe sorprender, por ello, que las mencionadas manifestaciones de ineficiencia de la presión social sean, también, una reformulación de los límites a los que se enfrenta, según Hobbes y Locke, el vivir en esta “naturalística” condición: el primero –que podría estimarse convencionalmente de naturaleza fáctica– consistente en las dificultades y excesos que derivan del ejercicio difuso de la coacción física; 4 el segundo –que podría definirse, también convencionalmente, de naturaleza interpretativa– consistente en una cierta falta de fiabilidad del lenguaje como medio para indicar cómo hay que comportarse. 5
Por obvias razones de espacio no es posible dar cabalmente cuenta de las similitudes y diferencias que existen entre la teoría hartiana del derecho y el pensamiento de algunos de los representantes más importantes del iusnaturalismo moderno. 6 Por otra parte –ya se ha dicho–, el propósito de este escrito no es desarrollar un análisis general de la función jurisdiccional en el derecho (tal vez tomando inspiración en la teoría hartiana), sino más modestamente ilustrar los méritos y los defectos de la concepción hartiana de la jurisdicción. Este paralelismo puede, entonces, ayudar en el intento de poner remedio al carácter genérico del discurso hartiano sobre la regla de adjudicación y, desde este punto de vista, una confrontación entre tal discurso y lo que Hobbes y Locke afirman con respecto a los jueces acredita la hipótesis según la cual la regla de adjudicación en Hart parece destinada a dar una respuesta, de los dos límites mencionados, primordialmente al “interpretativo”.
Con ello –nótese– no se pretende sostener que en Hart el monopolio de la coacción sea un fenómeno iusteóricamente contingente e irrelevante, como si se afirmara que la diferencia entre un mero conjunto de reglas primarias y una unión de reglas primarias y secundarias se mueve únicamente en el plano interpretativo. No debe olvidarse que, en efecto, una sociedad simple y una avanzada se distinguen, en Hart, desde distintas perspectivas y algunas de ellas no tienen nada que ver (por lo menos directamente) con la interpretación jurídica –por ejemplo, el defecto del carácter estático y el correspondiente remedio que es la regla de cambio (cd, pp. 115-116 y 118-120). Lo que se quiere destacar es que, si se trata de identificar la razón de ser de la regla de adjudicación, hace falta entender sobre todo por qué, según Hart, “salvo en las sociedades más pequeñas, tales disputas continuarán indefinidamente si no existe un órgano especial con facultades para determinar en forma definitiva, y con autoridad, el hecho de la violación” (cd, p. 116). Dicho con otras palabras, la hipótesis a partir de la cual se construye el análisis aquí propuesto es que la regla de adjudicación sirve principalmente para obviar todos los problemas teórico-interpretativos inherentes a la primera forma de ineficiencia de la presión social, de tal forma que –como se verá mejor infra– tal regla secundaria monopoliza la coacción no solo y no tanto por los posibles abusos ligados al ejercicio difuso de la coacción, sino sobre todo porque la falta de tal monopolio tiene repercusiones en el plano interpretativo.
Por otra parte, es el mismo Hart quien atribuye una mayor importancia a aquella forma de ineficiencia de la presión social que consiste en la “interminabilidad” de las controversias. Para Hart, en efecto, la regla de adjudicación sirve mucho más para resolver los problemas relacionados al establecimiento de la violación de una norma que a la centralización del ejercicio de la coacción, en la medida en que “la historia del derecho sugiere fuertemente […] que la falta de órganos oficiales para determinar con autoridad el hecho de la violación de las reglas es un defecto mucho más serio” que el consistente en un ejercicio difuso de la coacción física y, por ello, “muchas sociedades procuran remedios para este defecto mucho antes que para el otro” (cd, p. 116).
III. Las razones de la duración “interminable” de las controversias: los jueces frente a los casos “dudosos”…
Comprobar en concreto la violación de una norma presupone su interpretación, pero el límite “interpretativo” que afecta a las sociedades simples reside en una cierta viscosidad del lenguaje a través del cual las normas son expresadas. Por tanto, para comprender cómo la regla de adjudicación logra solucionar este problema, es necesario entender cómo Hart lo interpreta: hace falta entender, en otras palabras, por qué para Hart también el lenguaje es un medio imperfecto para la comunicación de pautas de conducta. Para hacer esto es necesario detenerse brevemente sobre su concepción del lenguaje y, en particular, sobre sus ideas acerca de la interpretación jurídica, entre las cuales es fundamental la bien conocida distinción entre casos claros y casos dudosos.
Como es sabido, para Hart, toda norma se expresa a través de términos clasificatorios generales y los casos concretos en los cuales tales términos “parecen no necesitar interpretación y el reconocimiento de los ejemplos parece ser ‘automático’” (cd, p. 158), son identificados por lo que puede considerarse el requisito fundamental para que una norma pueda orientar la conducta humana. Se trata de un “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” (cd, p. 158) que, identificando los así dichos casos familiares –que constituyen el “núcleo de significado cierto”, llamado también “zona de claridad” de la norma–, funge como trait-d’union esencial entre el tenor lingüístico de la norma y la realidad.
Al mismo tiempo, sin embargo, algunos casos concretos presentan una dudosa subsumibilidad bajo los mismos términos clasificatorios, ya que “no existe convención firme o acuerdo general alguno que dicte su uso o su rechazo a la persona ocupada en clasificar”. La conclusión inevitable es que “si han de resolverse las dudas, quienquiera sea el encargado de ello tendrá que llevar a cabo un acto de la naturaleza de una elección entre alternativas abiertas” (cd, p. 158).
Lo que para nuestro propósito es importante destacar es que tal elección, aun si no puede calificarse de arbitraria, 7 tampoco está del todo limitada por normas. 8 La zona de penumbra es un área en la cual se extingue la función de guía de conducta desempeñada por la norma: más precisamente, falta el criterio normativo sobre cuya base juzgar la validez de la elección operada. De esta última, por ende, puede predicarse al mismo tiempo su carácter contestable o incontestable y, por tanto, ninguno de los dos: dado que falta el criterio para juzgar, cada elección es siempre contestable, pero, sobre la base de la misma razón, siempre puede reivindicarse el carácter incontestable de la misma elección.
Ahora bien, en un grupo social en el que no hay otras reglas más allá de las primarias, tal decisión puede legítimamente ser tomada por cualquiera de sus miembros. En una sociedad de este tipo, en efecto, para que una norma pueda considerarse existente es necesario que (por lo menos) la mayoría asuma, de ella, lo que Hart llama el “aspecto interno” y el “aspecto externo” (cfr. cd, pp. 69-72); ello, sin embargo, no significa para nada que existan sujetos específicamente habilitados para hacerlo. No habiendo autoridades, cada miembro del grupo social participa en la creación de las normas, así como en su actuación, tanto para la “zona de claridad” –en donde la aplicación de la norma no genera dudas– como para la zona de penumbra –en donde no hay certeza sobre tal aplicabilidad. 9 Es notorio con cuánto énfasis Hart se rehúsa a aplicar la noción de “validez” en regímenes de puras reglas primarias, 10 pero –para entendernos– podría decirse que en estos regímenes, a causa de la falta de autoridades, el único criterio para juzgar de la validez de una decisión sobre los casos dudosos no puede sino tener naturaleza fáctica: es válida si y solo si es eficaz, en tanto que es concretamente ejecutada. 11
No puede ocultarse, entonces, la precariedad extrema de una situación tal. Para Hart, dicha indeterminación del lenguaje no constituye un obstáculo para una convivencia asociativa en la que falte una jurisdicción. Una sociedad simple, hasta el momento en que queda suficientemente unida, puede permitirse, por así decirlo, una gestión descentralizada de los casos dudosos (cfr. cd, pp. 113-115); y por otra parte, no hay que olvidar que, también de acuerdo con Hart, existe con seguridad una práctica social desprovista de reglas secundarias (entre las cuales la regla de adjudicación) –el derecho internacional– que, aun siendo algo rudimentaria, funciona (cfr. cd., cap. x). Aun así, en ambas hipótesis se trata de una convivencia insegura y frágil: tan pronto como la cohesión social del grupo comienza a vacilar, la indeterminación del lenguaje puede convertirse en el estallido de las fricciones que lo recorren y la solución de los casos dudosos puede ser la chispa de una conflictividad fatal para la estabilidad y la unidad del grupo.
La solución propuesta por Hart, entonces, es análoga a la propuesta por Hobbes y Locke y tiene una naturaleza autoritativa. Se trata de instituir una autoridad competente para juzgar los casos dudosos, una suerte de autoridad “productora de reglas”, 12 pero no en el sentido de que imponga un criterio de conducta para una clase de casos: su función puede denominarse convencionalmente “directiva” ya que permite decidir si, con referencia a un caso concreto puesto en la zona de penumbra de una norma, el criterio de conducta dictado por ésta se aplica o no. En suma, se trata de sustraer el poder de tomar estas decisiones a cada miembro del grupo social, para atribuirlo exclusivamente a un número restringido de miembros –los “jueces”–: solo sus resoluciones podrán y deberán considerarse pronunciamientos válidos sobre los casos que se alejan de los “familiares”. 13
La función “productora de reglas” (cd, p. 169) aquí desempeñada por los jueces puede reputarse la única hipótesis explícita en que la regla de adjudicación confiere un poder –el de crear derecho– que Hart, en cambio, reserva solo a la acción combinada de la regla de reconocimiento y de la regla de cambio, exhibiendo así analogías significativas precisamente con la regla de reconocimiento. Como de esta última, también de la regla de adjudicación puede decirse que desempeña una tarea “reconocimental”, ya que ambas permiten la identificación de pautas de conducta, aun si se trata de una tarea que desempeñan en forma distinta. Los jueces producen derecho de forma distinta a la forma como lo hace un legislador; 14 pero sobre todo, mientras la regla de reconocimiento dicta criterios para la identificación de reglas –esto es, de pautas generales de conducta–, la regla de adjudicación dicta pautas para la identificación de “directivas” (en el sentido arriba precisado) y además tales criterios pueden versar sobre el mero procedimiento. En efecto –como ya se ha dicho anteriormente–, cualquier decisión adoptada en la zona de penumbra, por definición, no puede considerarse “de aplicación”, ya que al fin y al cabo termina siempre siendo más o menos discrecional. Esta característica –nótese– tampoco desaparece cuando se adopta una regla de adjudicación, en la medida en que la estructura abierta de las normas funciona de igual manera tanto en sociedades simples como en sociedades complejas: 15 por tanto, la regla de adjudicación no establece la validez material de la decisión en los casos dudosos, sino exclusivamente quién y cómo puede adoptarla válidamente.
Dicho sencillamente, las condiciones de validez de todas las decisiones sobre los casos dudosos tienen un carácter inevitablemente formal. Son válidas si, y solo si, han sido adoptadas por la autoridad competente y en virtud del procedimiento prescrito, siendo irrelevantes sus contenidos. 16 En caso de que la validez de estas decisiones estuviese jurídicamente condicionada por el contenido, se volvería exactamente a un contexto social de meras reglas primarias: faltando un criterio de juicio pre-constituido, toda decisión sobre un caso dudoso resultaría siempre contestable, pero, por la misma razón, podría no obstante reivindicar su carácter incontestable, quedando únicamente el criterio fáctico de la eficacia. 17
Es precisamente por razones de este tipo que las decisiones de los jueces en la zona de penumbra deben indefectiblemente exhibir la propiedad de la incontestabilidad, esto es, de la “definitividad”. Precisamente porque son discrecionales, no puede tolerarse que sean más o menos discutibles, lo cual conduciría a la reinstalación del círculo vicioso “contestabilidad/incontestabilidad” que la introducción de la regla de adjudicación buscaba resolver. La definitividad, por tanto, no es un rasgo contingente y transitorio de la regla de adjudicación –la cual por cierto no puede limitarse a indicar quién y cómo decide sobre los casos dudosos sin establecer límites a las impugnaciones–, sino que es su auténtico “corazón”, que deriva de la naturaleza inevitablemente “normativa” (cd, p. 159) de la actividad que termina ejerciendo la autoridad competente.
IV. …y ante los casos “claros”
Sin embargo, lo anterior sirve para explicar solo parcialmente por qué, a falta de una regla de adjudicación, una controversia jurídica no acabaría nunca. Es comprensible que una controversia pueda ser “interminable” cuando un caso cae en la zona de penumbra de una norma, pero no se entiende por qué razón debería de ser así para casos que pertenecen, en cambio, a la zona de claridad. Los casos claros, en efecto, no necesitan de un criterio in concreto, porque ya tienen uno, dictado por la misma norma: si existe una característica del derecho sobre la cual Hart insiste, ésta es que las normas “dialogan” directamente con sus destinatarios, los cuales pueden usarlas sin la intermediación interpretativa de nadie, con independencia de si se trata de una sociedad simple o compleja. Por ende, un caso, si está incluido en el núcleo de significado cierto de una norma, no debería plantear problemas interpretativos que requieran una resolución por parte de los jueces, y hasta podría dejarse a la calificación de los particulares. Por lo dicho hasta ahora, la regla de adjudicación tiene sentido siempre y cuando monopolice la decisión para los casos en donde la aplicabilidad de las reglas primarias es incierta; y esto sucede solo para los casos que se alejan de los casos familiares, respecto de los cuales, precisamente por ello, es altamente aconsejable un tratamiento centralizado. Para los casos familiares, en cambio, debería concluirse que la regla de adjudicación sirve, a lo mejor, para superar aquel límite que se ha definido como “fáctico” –dificultades y abusos en la aplicación descentralizada de la coacción–, pero más allá de ello, podría casi sostenerse que los jueces son inútiles.
En realidad, existiría también una manera de explicar el carácter indispensable de la regla de adjudicación para los casos familiares, pero equivale a suscribir una objeción iusrealista, para Hart, absolutamente inaceptable. Se trata de la conocida crítica según la cual “en lo que concierne a los tribunales, nada hay que circunscriba el área de textura abierta: de modo que es falso, si no absurdo, considerar que los propios jueces están sometidos a las reglas u ‘obligados’ a decidir casos en la forma que lo hacen” (cd, p. 172). La falta de un criterio capaz de distinguir tajantemente entre zona de claridad y zona de penumbra termina por hacer indeterminada la noción misma de “caso claro”, cuya identificación, si confiada a cada componente del grupo social, corre realmente el riesgo de no acabar nunca.
Ahora bien, como es sabido, a Hart no le cuesta nada reprochar a esta crítica una sustancial incomprensión de su tesis (cfr. cd, pp. 173174). Las normas no están constituidas por un núcleo de significado cierto más o menos definido y por una zona de penumbra, en contraste, totalmente indefinida. En efecto, el acuerdo relativo al uso de los términos clasificatorios, así como identifica, aunque nunca totalmente, los casos familiares, también brinda un criterio, indicativo aunque no exhaustivo, para identificar los casos dudosos. En otros términos, la zona de penumbra de una norma no es independiente de su zona de claridad, de ella constituye el reflejo: por tanto, la norma seguirá desempeñando su función propia de guía del comportamiento humano y reduciendo – aunque nunca extinguiendo– la discrecionalidad al momento de decidir si un caso es familiar o no, siempre y cuando, sin embargo, exista y sea estable el acuerdo lingüístico que constituye el fundamento de la norma.
Sin embargo, lo que en una sociedad regida únicamente por reglas primarias no puede en absoluto darse por sentado es precisamente la estabilidad de este acuerdo, que representa la condición imprescindible para que las normas puedan desempeñar tal función.
Sociedades de este tipo están por definición desprovistas de una regla de reconocimiento y en ellas se dan normas en la medida en que la mayoría al menos las acepta como pauta de conducta para sí y para el resto del grupo. En pocas palabras, las normas existen y, por tanto, en el plano teórico-interpretativo orientan el comportamiento individual, si son tendencialmente eficaces. Es difícil, sin embargo, presumir que tal cohesión se mantiene intacta en sociedades más complejas, así sea en un grado mínimo. Más precisamente, el acuerdo sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios se expone al serio riesgo de sufrir deserciones que, a medida que aumentan, hacen la norma –parafraseando a Hart– cada vez más “necesitada de interpretación” y el reconocimiento de los casos claros cada vez “más problemático y menos automático”. En otras palabras, a medida que la homogeneidad de un grupo se desvanece, los disensos y desacuerdos pueden aumentar hasta expandir la estructura abierta de las normas y erosionar su núcleo de significado cierto, de modo que la comprobación de su violación se volverá algo realmente “interminable”.
Entonces, también una controversia sobre la zona de claridad de una norma puede no acabar nunca y, por tanto, no resulta oportuno confiar su solución a los particulares y debe ser decidida de forma definitiva por un juez. Resumidamente, también los casos claros plantean problemas interpretativos que requieren una regla de adjudicación, pero –hay que precisarlo– son problemas de naturaleza distinta a los que afectan a los casos dudosos. Las razones por las cuales su tratamiento puede volverse “interminable” no dependen de la falta de un criterio normativo para calificarlos –falta que caracteriza, en cambio, la zona de penumbra–, sino de la capacidad de los individuos de respetar el acuerdo relativo al uso de los términos clasificatorios, sin el cual ni siquiera es posible distinguir los casos familiares de los casos dudosos. 18 Dicho de otra forma, en Hart la regla de adjudicación es necesaria también para los casos paradigmáticos, por las mismas razones que según Hobbes hacen necesarias instituciones dotadas de autoridad, esto es, porque “[t]odas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil de reconocer para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cuenta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces” (Hobbes, 1651, cap. XXVI, § 8, p. 226, énfasis añadido). Por otra parte, debe tenerse presente que, desde un punto de vista estrictamente literal, Hart está preocupado por un riesgo de “interminabilidad” de las controversias sin distinguir entre casos claros y casos dudosos. Además, en favor de esta lectura milita, una vez más, el ejemplo del derecho internacional: todo Estado, precisamente por la falta de una regla de adjudicación, está autorizado a interpretar válidamente las normas que lo atañen y precisamente esto “significa que las reglas para los estados se asemejan a aquella forma simple de estructura social que consiste únicamente en reglas primarias de obligación y que, cuando aparece en las sociedades de individuos, es comúnmente contrapuesta a un sistema jurídico desarrollado” (cd, p. 264).
Por consiguiente, cambia la función de la definitividad, que –tal vez algo paradójicamente– adquiere mayor importancia cuando la decisión tiene por objeto casos claros. En efecto, en ambos escenarios hace falta pronunciarse de manera no impugnable, ya que en ambos la falta de autoridad genera el riesgo de volver las controversias “interminables”; tal riesgo, sin embargo, en los casos dudosos se circunscribe a la zona de penumbra de las normas, mientras que en los casos paradigmáticos afecta directamente el núcleo de significado cierto –razón por la cual la definitividad es llamada a evitar su total disolución y contribuye en gran medida a la efectividad de todo el sistema. 19
Es por eso que no puede sostenerse que la regla de adjudicación, en referencia a los casos claros, sirva a lo sumo solo para eliminar el límite “fáctico” peculiar de una sociedad simple. Al contrario, entre los dos límites, el “interpretativo” parece mucho más importante que el otro –como de hecho admitió el mismo Hart– 20 y hace falta monopolizar la coacción en la medida en que es necesario evitar, más que las dificultades y los abusos de su ejercicio difuso, la “interminabilidad” de las controversias relativas a todos los casos, familiares o no. La regla de adjudicación, por tanto, cuenta mucho más de lo que puede inferirse de las partes de El concepto de derecho donde viene analizada. La bibliografía hartiana ha sido siempre atraída por la regla de reconocimiento y ello de forma totalmente comprensible, ya que la capacidad de guía y de calificación de la conducta humana depende de normas que son creadas conforme a ella y de la regla de adjudicación; aun así, esta última no se limita a identificar a los funcionarios competentes para la mera aplicación y ejecución de normas, sino que desempeña una función de garantía insustituible, sin la cual resultaría alto el riesgo de que aquella capacidad de guía y calificación se disolviera completamente.
Hay que subrayar, sin embargo, que esta fundamental contribución de los jueces a la estabilidad del sistema no significa para nada, de acuerdo con Hart, que produzcan las normas. En relación con los casos claros, ejercen una función de garantía, no de creación normativa, y como se verá en la próxima sección, Hart es bastante explícito y firme cuando niega que los jueces, por el solo hecho de ejercer esta importante función, ejerzan discrecionalidad incluso más allá de la zona de penumbra.
V. “La adhesión del juez es exigida para mantener los criterios o pautas, pero el juez no los crea”: el vínculo entre intérpretes y normas según Hart
Para Hart, en efecto, la postura de los jueces ante un caso familiar es asimilable a la de un árbitro en los juegos competitivos. La presencia o no de un árbitro no cambia las reglas del juego –Hart ofrece el ejemplo de las reglas de tanteo–: así como los jugadores, en un encuentro sin árbitro, buscan aplicarlas desde el punto de vista interno, del mismo modo hace el árbitro –y debería hacer, si no se quiere cambiar el juego. Cuando se juega con el árbitro, es éste –ya no más los jugadores– el que aplica las reglas, incluso de manera definitiva, pero este “privilegio” sirve para hacer el juego más confiable y menos litigioso, no para permitir al árbitro dictar las reglas del juego según su incuestionable juicio (cd, pp. 176-178).
Traducido a términos jurídicos, la institución de los tribunales, aunque no del todo indiferente desde el punto de vista de la estabilidad del sistema, es, en cambio, del todo irrelevante desde la perspectiva de la creación del derecho, porque su papel –en lo que atañe a los casos claros– es declarativo de normas preexistentes. La regla de adjudicación, en efecto, es conceptualmente distinta de la regla de reconocimiento. Es verdad que las dos están estrechamente conectadas y es verdad que en unas sociedades pueden coincidir total o parcialmente– en el sentido que la regla que constituye a los tribunales puede ser interpretada también como regla que atribuye a las sentencias la naturaleza de fuentes del derecho. 21 No obstante ello, desempeñan funciones distintas: la primera identifica las autoridades competentes para desarrollar determinadas operaciones in concreto, esto es, comprobar la comisión de ilícitos y, eventualmente, ejecutar las sanciones correspondientes; la segunda permite identificar normas, esto es, pautas generales de conducta.
Como se ha visto, para Hart, la regla de adjudicación solo excepcionalmente permite la producción de derecho más allá de lo establecido por la regla de reconocimiento: ocurre cuando los jueces se enfrentan a casos dudosos, pero en los demás casos comprobar ilícitos no equivale a crear la norma aplicable al caso concreto (salvo si los jueces han sido autorizados para ello por la misma regla de reconocimiento) 22 y el poder de pronunciarse de modo definitivo sobre las controversias, no tiene que entenderse como una delegación para decidir de acuerdo con su criterio.
Como se ha mostrado anteriormente, la definitividad, aun siendo compartida por sentencias sobre casos claros y sobre casos dudosos, no tiene el mismo valor para los dos desde el punto de vista teórico-interpretativo. Ante un caso que se aleja del caso familiar, ésta sirve para poner un término a la espiral de contestaciones que se generarían debido a la falta de un criterio de juicio en la zona de penumbra; en cambio, ante un caso familiar, tiene el único objetivo de evitar que una “interminable” discusión acabe por disolver un criterio que ya existe, del cual los jueces no deben desviarse y que es expresado por una norma identificada en virtud de la regla de reconocimiento. Se trata sin duda de una función importante, pero su naturaleza es, precisamente, solo ésta: el límite temporal de una disputa judicial más allá del cual ya no se admiten ulteriores quejas de las partes. La definitividad de las sentencias debe reconducirse a esta función, contra el abuso interpretativo típico del escepticismo acerca de la normas según el cual, dado que en cada ordenamiento jurídico los tribunales tienen la autoridad para pronunciarse de manera definitiva sobre cualquier controversia, no solo no existe ninguna garantía de aplicación de la ley, sino –de modo más importante– pueden tranquilamente no aplicarla produciendo sin embargo sentencias del todo válidas. 23
Existe, por tanto, una asimetría entre el papel que los jueces juegan en el plano del orden jurídico y en el plano interpretativo: tan importantes son para el mantenimiento del edificio normativo como poco lo son para la guía del comportamiento humano. Las razones de tal “asimetría” pueden considerarse obvias, ya que se remontan a la concepción general que Hart tiene del derecho. No hay que olvidar, en efecto, que para él el derecho es ante todo una herramienta para orientar la conducta de los individuos y parece perfectamente sensato que pueda ser entendido directamente por ellos sin la mediación aun solo parcialmente creativa de los jueces, y que por tanto el derecho vale en igual medida para los primeros y para los segundos. 24 Por otra parte –y en ello se percibe la impronta analítica del enfoque hartiano–, el derecho no puede no recurrir al lenguaje ordinario y, por tanto, por lo menos en alguna medida está sometido a sus reglas: 25 si el lenguaje ordinario cumple su función comunicativa sin la necesidad de una mediación autoritativa y decisionista en el nivel particular y concreto, no se entiende por qué razón el derecho debería funcionar de modo distinto. 26
No obstante, ¿quid iuris cuando los jueces dictan una sentencia definitiva evidentemente contraria a una norma que deben aplicar?
Es a partir de este problema que la explicación hartiana acerca del vínculo que somete al intérprete a normas que no puede crear y modificar empieza a evidenciar importantes zonas obscuras y revela una relación tortuosa y conflictiva entre un uso del lenguaje que podría denominarse racionalista y una efectividad que mal se adapta a este uso y que empuja hacía una concepción más decisionista del mismo.
VI. El difícil nudo de la definitividad e infalibilidad de las sentencias
La respuesta de Hart al problema de una sentencia definitiva que indiscutiblemente viola una norma legislativa puede considerarse sencilla y en apariencia bastante convincente: a su juicio, en efecto, “hasta cierto punto, el hecho de que algunas decisiones del tanteador sean claramente equivocadas no es inconsistente con que el juego continúe” (cd, p. 179). Saliendo de la metáfora, esto equivale a sostener que una sentencia, aunque esté en manifiesto contraste con una norma preexistente, debe calificarse, debido a su definitividad, como válida: debe ser considerada como una legítima fuente reguladora del caso –por lo demás familiar– que tiene por objeto. Aun así, las circunstancias por las cuales la regla que el árbitro hubiera debido respetar posee un núcleo de significado fijo “es lo que hace que sea verdad decir que las decisiones del tanteador, aunque definitivas, no son infalibles” (cd, p. 179).
La idea que de una sentencia contra legem pueda predicarse la validez pero no la corrección es una solución que refleja mucho el espíritu de un autor como Hart, en el cual –como ha sido justamente dicho– “no se encuentran grandes contraposiciones y tampoco reducciones radicales a un único principio” y que privilegia “los matices y las medias tintas” (Luzzati, 1990, p. 142); pero se trata de una solución que, si se mira bien, no está desprovista de problemas. En efecto, la respuesta hartiana plantea dos interrogantes: ¿cuál es la naturaleza teórica de la (no) corrección?, ¿dónde se encuentra el fundamento de validez de la sentencia contra legem?
Por lo que se refiere a la corrección, lo que llama inmediatamente la atención es el desdoblamiento de los criterios para calificar las decisiones judiciales –la corrección, por un lado, y la validez, por el otro–, que no aparece en otras partes de El concepto de derecho y con referencia a cualquier acto jurídicamente relevante. Esta escisión entre validez y corrección suscita perplejidades ya sea que se la considere desde el punto de vista de la validez o de la corrección.
Por lo que se refiere a la validez de la sentencia contra legem, no puede no detectarse una suerte de excepción que Hart reconoce al principio según el cual la mediación jurisdiccional es declarativa cuando se trata de un caso familiar. Frente a la normas identificadas mediante una regla de reconocimiento que no atribuye a los jueces ningún poder para modificarla, el rol que la teoría le reconoce debería ser idéntico al de los particulares: como ellos tienen que “ejecutar” las normas sin poder modificar su zona de claridad, igualmente a los jueces solo les compete “(hacerlas) ejecutar”. Surge, por tanto, una contradicción entre la posición de los particulares –quienes tienen la obligación, sin excepciones, de acatar las normas– y la de los jueces –quienes, aun debiendo, ellos también, (hacerlas) acatar, en cierta medida tienen la autorización de no acatarlas en los casos concretos.
La misma escisión, analizada desde el lado de la (no) corrección, termina levantando la sospecha de que los casos familiares no son identificados por un uso lingüístico generalizado en el grupo social, sino por una suerte de código semiótico, cuyo fundamento necesitaría una adecuada investigación. 27 Efectivamente, la idea que de una sentencia válida pero contingentemente contraria a una norma pueda predicarse su (no) corrección suena, ciertamente convincente, pero desde un punto de vista específicamente iusteórico esto no se traduce en contribución alguna, pues consiste en atribuir a un sentencia una propiedad –la (no) corrección, precisamente– que sin embargo no influye para nada sobre su validez. A esto debe añadirse que el fundamento de la (no) corrección de la sentencia “válida” sigue siendo una norma jurídica, la cual, desafortunadamente, termina ofreciendo dos servicios que se concilian mal: por un lado, criterio para guiar el comportamiento de los individuos –y también criterio de validez–, por el otro, mero criterio de corrección –mas no jurídico– de una sentencia definitiva y plenamente válida. Una sentencia válida pero contraria a una norma preexistente es incorrecta no en virtud de algún criterio metajurídico, sino simplemente porque se contrapone a una norma perfectamente válida; no obstante, ésta, aunque normalmente es un criterio jurídico para juzgar los actos concretos singulares, frente a una sentencia definitiva aislada claramente contraria a una norma se limita a aportar una atribución específica –la (no) corrección–, que además es jurídicamente irrelevante. 28
Ahora bien, aunque la noción de corrección se exponga a tales críticas, éstas no deben, sin embargo, ser enfatizadas. Tal noción proyecta sin dudas más de una sombra sobre el “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” (cd, p. 158) como fundamento de los casos claros; pero hay que tener presente que Hart no llega hasta hacer prevalecer la corrección sobre la validez, la cual de todas formas se reconoce a la sentencia contra legem. 29 A ello puede añadirse que Hart circunscribe la tesis de la corrección únicamente a hipótesis excepcionales y esporádicas, lo que, por consiguiente, debería confirmar la “regla” según la cual el fundamento de los casos paradigmáticos se hallaría en una práctica interpretativa compartida efectiva y no en una concepción del lenguaje con tonos más prescriptivos. Por otra parte, si la praxis judicial que se contrapone a la ley se vuelve cada vez más frecuente, Hart no se obstina en calificarla como no correcta, sino –por el contrario– admite serenamente que la regla de reconocimiento resulta modificada. 30
Resulta, en cambio, más difícil encontrar una respuesta al problema del fundamento de validez de la sentencia no correcta para salvaguardar la postura hartiana según la cual los jueces ejercen discrecionalidad solo ante los casos dudosos.
Si se piensa en el rol de garantía que –como quedó anteriormente evidenciado– los jueces desempeñan en la existencia de un orden jurídico, resulta fácil hallar en él las razones que llevan a Hart a defender la validez de la sentencia ilegal. Permitir que las normas prevalezcan jurídicamente sobre las sentencias, aun cuando sean equivocadas, lleva ni más ni menos que a reactivar de forma subrepticia la espiral de “contestabilidad/incontestabilidad” cuya neutralización constituía el objetivo teórico de la regla de adjudicación: en pocas palabras, esto implicaría privar a las resoluciones judiciales de su definitividad, admitiendo constantemente su impugnabilidad. 31 Se entiende, entonces, por qué entre un “desgarro” a la regla de reconocimiento, que está limitado a pocos episodios, y uno a la definitividad establecida por la regla de adjudicación, que puede incluso devolvernos al contexto instable y precario formado exclusivamente por reglas primarias, Hart escoge el primero.
Se trata del precio que hay que pagar por “las ventajas que trae aparejadas un tanteador en materia de solución rápida y definitiva de las disputas” (CD, p. 177); es un precio alto que, sin embargo, demuestra hasta qué punto la transición de una sociedad sencilla a una compleja no es del todo indiferente desde el punto de vista teórico-interpretativo. La naturaleza teórica incierta del criterio de corrección, así como una validez –la de la sentencia contra legem– que no se basa en el lenguaje induce a pensar que en una unión de reglas primarias y secundarias la relación entre las normas y sus destinatarios –sean particulares o jueces– no puede ser mediado por un genérico acuerdo lingüístico sobre los términos clasificatorios, sin profundizar en cómo tal acuerdo funciona, cómo se articula y, en particular, qué papel juegan los intérpretes por excelencia, o sea los jueces. 32
En este caso también –como ocurría con la corrección– hay que decir que Hart no desconoce que una consideración del lenguaje indiferente a la efectividad del uso por parte de sus usuarios y de los jueces sería algo excesivo. Él mismo afirma que las normas y los criterios para su identificación “no podrían seguir existiendo si la mayor parte de los jueces no les prestaran adhesión, porque su existencia en un momento dado simplemente consiste en su aceptación y uso como criterio o pauta de adjudicación correcta” (CD, pp. 181). Hart, por tanto, está al fin y al cabo dispuesto a conceder que el lenguaje común incide en la validez jurídica no como tal, no simplemente por haber sido incorporado en el derecho, sino por haber sido aceptado y sobre todo garantizado por los jueces. Su función de calificación no tiene por origen, por ende, cualidades intrínsecas y trascendentes del lenguaje mismo, sino que reposa sobre aquel esencial servicio, que “ordena” y “apacigua”, brindado por los jueces. 33
Aun así, caería en una trampa quien esperara que estas observaciones hubieran llevado a Hart a investigar el rol desempeñado por los jueces en el acuerdo relativo al uso de los términos generales clasificatorios. Al contrario, desde este punto de vista, la apertura hartiana hacía una consideración más pragmática del lenguaje interviene siempre –en realidad, de manera algo apodíctica– dando por sentado el principio según el cual la mediación jurisdiccional es casi siempre nula. 34 Conforme a Hart, una “gestión” interpretativa del lenguaje normativo por parte de los jueces es bastante limitada: ésta puede afectar cualquier norma, incluso la regla suprema y definitiva de reconocimiento (cfr. CD, pp. 183-191), pero siempre y solo en relación con los casos dudosos y no con “su actuación, incuestionablemente gobernada por reglas, en las vastas áreas centrales del derecho”. 35 Por lo demás, si existe el fenómeno de las sentencias ilegales, o son una excepción casi insignificante o son un indicio de un cambio de sistema.
VII. Notas críticas sobre el papel de los jueces en Hart
La respuesta hartiana al problema de la sentencia ilegal, con todo lo que le sigue en términos de inconsistencias y opacidad, que se ha señalado hasta el momento, revela, entonces, un excedente que no se deja encerrar fácilmente en la lógica de la excepción que confirma una regla. Dicho problema, lejos de constituir una hipótesis circunscrita y esporádica, parece una suerte de “cortocircuito” que por la violencia de la “descarga” permite percibir la incidencia que los jueces tienen en el plano teórico-interpretativo. Cuando un grupo social se dota de una regla de adjudicación, parece conceptualmente más oportuno describir la interpretación del lenguaje legislativo, con la identificación de los casos familiares a los cuales se aplica, como una praxis más articulada en comparación a como la dibuja Hart y en la cual los jueces no pueden no tener algún tipo de relevancia. La definitividad e infalibilidad de una sentencia no es, entonces, una cuestión técnico-hermenéutica relativa a la interpretación correcta de la regla sobre la definitividad, sino que obliga a considerar al lenguaje en su efectividad –noción que, como se ha dicho anteriormente, se esconde detrás de la definitividad– con el propósito de investigar quién y cómo gestiona su semántica. En otros términos, más allá de las fáciles analogías entre juegos y derecho, se insinúa la duda de que el juego con el árbitro no sea exactamente lo mismo que el juego sin árbitro, porque la presencia de este último lleva consigo una plusvalía que va más allá de la mera anotación de los puntos: una plusvalía que no puede declinarse únicamente en los términos de un papel de garantía, si ésta rebasa incluso estos límites y es lo que confiere su fundamento de validez a la sentencia definitiva pero incorrecta. 36
En definitiva, puede eventualmente admitirse la tesis según la cual el significado de las normas está determinado por un “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” (CD, p. 158), pero resulta difícilmente aceptable la idea que éste se articula del mismo modo en una sociedad regulada solo por reglas primarias o por una unión de reglas primarias y secundarias, como si todas las normas, tanto en el primer caso como en el segundo, fuesen asimilables a la regla de tanteo que “continúa siendo lo que era antes [cuando no había árbitro], y que es deber del tanteador aplicarla lo mejor posible”. 37 Nótese que no se trata solamente de constatar, desde una perspectiva estrictamente empírica, que normalmente en las sociedades complejas la zona de penumbra de las normas es mucho más amplia que en las sociedades sencillas –se trata de una contingencia que podría, todo lo contrario, incluso faltar en las sociedades “sanas”. La crítica aquí desarrollada tiene una naturaleza teórica –y al mismo tiempo también empírica, si se recuerda que Hart considera El concepto de derecho también como una obra de sociología descriptiva (cfr. CD, p. xi)–: en una sociedad simple es claramente posible que los casos familiares sean identificados en virtud de un consenso semántico compartido por la gran mayoría de sus miembros, pero las inconsistencias de la respuesta hartiana al problema de la sentencia contra legem demuestran que tal razonamiento, aplicado a una sociedad compleja, termina por no dejar entender si y hasta qué punto tal consenso es también, o incluso exclusivamente, judicial. 38
Las razones de todas estas inconsistencias deben atribuirse al intento hartiano de dar cuenta del carácter indispensable de la dimensión del poder –inherente a la noción de regla de adjudicación–, pero buscando al mismo tiempo limitar sus consecuencias antinormativistas en el plano teórico-interpretativo.
Si se mira bien, en efecto, la regla de adjudicación se manifiesta como remedio “de doble filo”. Es indispensable para garantizar un consenso semántico que, si es dejado al cuidado de los particulares, correría el riesgo de transformarse en desacuerdo; pero es impotente respecto de aquellos que ejercen esta tarea delicada. Ésta, por tanto, no hace sino desplazar el problema de la garantía de las normas de un círculo bastante amplio de individuos (los particulares) a uno más restringido (los jueces); sin duda ofrece la ventaja de volverlo más gestionable, precisamente porque lo circunscribe a una esfera numéricamente limitada de personas; pero de forma igualmente indiscutible no lo resuelve. A nivel de los jueces, por ende, no puede no producirse el mismo nudo teórico que la regla de adjudicación se ocupa de disolver a nivel de los particulares: ¿quién asegura el respeto de aquel consenso semántico respecto de los mismos jueces?
Hart encuentra una réplica fácil diciendo que “ninguna regla puede ser garantizada contra las transgresiones o el repudio” y que es justo observar que “la existencia de reglas en un momento dado no requiere esas imposibles garantías contra la destrucción” (CD. p. 181). El error, sin embargo, reside en considerar que la posición de los jueces ante las normas no es distinta de la de los particulares en una sociedad sencilla y que la contribución que los primeros hacen para sostener el acuerdo relativo al uso de los términos clasificatorios no tiene relevancia teórico-interpretativa, sino exclusivamente ejecutiva. Éstos ejercerían discrecionalidad solo en los casos dudosos –que, para Hart, son cuantitativamente limitados– y una discrecionalidad ejercida fuera de la zona de penumbra es dibujada como un fenómeno absolutamente anormal: o una sentencia excepcionalmente válida pero incorrecta o un juego algo curioso y tan difícil de jugar como “el juego del ‘arbitrio del tanteador’”. 39 Una conclusión de este tipo termina, en cambio, por llegar a una perspectiva ya no “asimétrica” sino “bizca” sobre los jueces quienes, en la mismísima medida en que permiten a un orden jurídico aguantar una tasa elevada de conflictividad, ejercen una actividad interpretativa que no es disímil de la que se desempeñaría en una sociedad simple.
Lo que se desprende, entonces, del análisis de la función desempeñada por la regla de adjudicación en la transición desde contextos sociales bastante primitivos a ordenamientos jurídicos avanzados es una postura teórica general que, en la medida en que se posiciona entre formalismo y escepticismo acerca de las normas, no puede pretender no pagar algún precio respecto de este último. No es nada imposible cultivar un acercamiento al derecho que identifique en la base de las normas un “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” (cd, p. 158), siempre y cuando, sin embargo, se especifique como éste se articula en un régimen exclusivamente conformado por reglas que imponen deberes y en otro caracterizado por reglas que confieren poderes. Y sobre todo la hipótesis según la cual los jueces son “supremos” porque no están sometidos a otra regla de adjudicación, pero al mismo tiempo deben resolver las controversias del mismo modo en que lo harían en una sociedad únicamente regulada por reglas primarias suscita la sospecha de que se trate de una manipulación –mucho más prescriptiva que descriptiva, entonces– dirigida a invalidar cualquier forma de concesión al escepticismo acerca de las normas. 40
VIII. La evolución del pensamiento hartiano posterior
a El concepto de derecho
Estas críticas no dejan de operar ni siquiera si se toman en cuenta las precisiones sobre el tema de la interpretación jurídica que Hart formuló después de 1961. 41 Ellas, por el contrario, pueden ayudar a explicar las razones por las cuales Hart efectuó dichas precisiones –las cuales, a decir verdad, han sido interpretadas de modo diverso, tal vez precisamente por la escasa atención prestada a la regla de adjudicación. De tal forma es posible aclarar retrospectivamente lo sostenido en su momento en El concepto de derecho e identificar los que pueden considerarse los objetivos últimos de la concepción hartiana de la interpretación jurídica.
Y realmente, a la luz de las observaciones críticas anteriormente desarrolladas, resulta verosímil sostener que Hart, a partir ya de la segunda mitad de los años sesenta, se da cuenta de lo insostenible de su intento de neutralización casi total del poder en el plano teórico-interpretativo. Él mismo no solo reconoce muy rápidamente que el escepticismo tuvo el mérito de subrayar cuán difícil es determinar cómo se forman los casos claros, 42 sino que admite incluso que la noción misma de un acuerdo general que los abarca constituye una “sobresimplificación”. 43 Al mismo tiempo, sin embargo, tal conciencia no lleva a Hart a revisar ab imis todo su aparato teórico en una dirección más o menos iusrealista: reafirma, en efecto, que los argumentos de los escépticos sobre las normas, fundados en la definitividad de las sentencias, “se basan en la confusión entre decisiones firmes y decisiones infalibles y en una intepretación discutible de la noción de ‘estar obligado’ a respetar las normas jurídicas”. 44
Se trata de observaciones breves y ciertamente significativas que, sin embargo, es difícil leer como una forma de abjurar de lo que había sostenido en El concepto de derecho, sobre todo si se toma en cuenta la conocida honestidad intelectual de Hart, quien difícilmente habría operado cambios radicales en su teoría de manera subrepticia y renuente. 45 Más sencillamente, hay que verlas como ajustes a una tesis prontamente advertida como simplista; por otra parte, no sientan las premisas para una revisión del argumento en su conjunto, si se toma en cuenta que el último Hart confiesa no haberse ocupado debidamente del tema del razonamiento jurídico. 46
Aquí está la razón por la cual resulta razonable pensar que Hart solo se ocupó de la interpretación porque tenía un objetivo bastante preciso y circunscrito: solo demostrar la existencia de casos claros –no importa si muchos o pocos–, incontestables en el nivel concreto por cualquier juez, incluso supremo, fruto de un “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” (CD, p. 158) que, para este fin bien delimitado, no es necesario detallar. 47 Para Hart, también el último Hart, la preocupación mayor consiste en reafirmar que la capacidad de comunicar directamente criterios de conducta sin la mediación interpretativa de los funcionarios es una característica indefectible del derecho, incluso si para ello debe pagar el precio de desconocer aspectos importantes del razonamiento jurídico que constituyen una parte significativa (y tal vez también la más estimulante) de la interpretación jurídica. 48
Esto explica por qué la teoría de la interpretación jurídica hartiana puede considerarse como una teoría más adecuada para explicar la relación –directa y espontánea– entre el ciudadano tomado individualmente y las normas (especialmente las más elementales a los fines de la convivencia) que para explicar la relación –más compleja, articulada y a veces bizantina– que los funcionarios guardan con las mismas. 49 Claro, podría decirse que “admitiendo que existan (raros) enunciados normativos cuyo significado no es controvertido, esto no tendría ningún interés para la teoría de la interpretación” (Guastini, 2004, p. 53); pero al mismo tiempo hay que recordar que
Hart propocionó como máximo una teoría esquemática o esquelética sobre la naturaleza de la adjudicación y del razonamiento jurídico en [El concepto de derecho], y no desarrolló subsiguientemente ninguna explicación sobre estos temas. La dirección de sus exploraciones fue siempre más aquella orientada a proporcionar una explicación estructural de los elementos del sistema jurídico y de su carácter en sí mismo sistémico (MacCormick, 2008, p. 212).
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Notas
* Traducción de Alberto Puppo.
1 En efecto, la regla de adjudicación viene tratada explícitamente solo en la sec. 3 del cap. V de Hart, 1961, en particular pp. 116 y 120-121 –de aquí en adelante me referiré a esta obra usando la abreviación cd. La referencia al Postscript de 1994 (Hart, 1994) se hará con la abreviación Ps. En la misma sintonía, se ha posicionado también la literatura crítica, la cual, si se ha detenido un poco más sobre la regla de cambio, muy raramente ha incursionado más allá de la ordinaria panorámica sobre todas las reglas que confieren poderes para detenerse sobre este tipo particular de regla secundaria: cfr. Colvin, 1978; Golding, 1985; Duncanson, 1987; Kramer, 1988; Ruiz Manero, 1990, pp. 97-106, y sobre todo 113-134; Bayles, 1992, pp. 63-67 y 81-83; Summers, 2000; Shapiro, 2001; Schiavello, 2004, pp. 36-37; N. MacCormick, 2008, pp. 94-112 y 130-152; Molina Ochoa, 2011.
2 Cfr. cd, p. 223, en donde la amenaza de sanciones físicas constituye “la forma típica de presión jurídica”.
3 Afirmaciones de este tipo han permitido atribuir a Hart la “paternidad espiritual” de la tesis –generalizada “especialmente en el mundo jurídico norteamericano” (Pintore, 2011, p. 7)– según la cual la coerción no sería un elemento teórico esencial del derecho, aunque recientemente se están levantando voces contrarias a tal atribución y, más en general, al papel real de la sanción en el pensamiento hartiano (cfr., en particular, además de Pintore, 2011, Priel, 2008; Schauer, 2010; Gerry, 2011).
4 Tal límite es claramente señalado por Locke y depende del influjo de las pasiones así como de la parcialidad natural que los seres humanos muestran respecto de sus propios intereses personales: cfr. Locke, 1960, § 13 y § 126. En Hobbes esto es menos evidente: también Hobbes señala entre las leyes de la naturaleza aquella (la XVII) que prohíbe de ser juez en su propio caso y por las mismas razones destacadas por Locke; sin embargo, el estado de naturaleza hobbesiano, como es sabido, es una condición de guerra (que deriva del famoso ius in omnia), razón por la cual resulta impropio hablar de coacción y, por tanto, de las dificultades y excesos en su ejercicio (Hobbes, 1651, cap. XIII, §§ 4 a 14, y cap. XV, § 31).
5 Cfr. Locke, 1690, §§ 124-125 y Hobbes, 1651, cap. xxvi, §§ 20-21.
6 Sobre este aspecto, cfr. Orrego, 2004.
7 Cfr. Ps, pp. 58-59: “Es verdad que cuando las leyes o precedentes particulares se muestran indeterminados o cuando el derecho explícito calla, los jueces no arrojan sus libros de derecho y empiezan a legislar sin ninguna guía del derecho. Muy frecuentemente, al decidir tales casos, los jueces citan algún principio general o algún objetivo o propósito general, con el que alguna área considerablemente relevante del derecho existente puede ser entendida, como ejemplificando o anunciado una solución determinada, y en qué cuestiones, para el caso difícil que surge […]. Pero aunque este procedimiento ciertamente pospone el momento de la creación jurídica judicial, no lo elimina; puesto que en cualquier caso difícil principios diferentes que respaldan analogías en conflicto pueden presentarse también y un juez frecuentemente tendrá que escoger entre ellos confiando, como [lo haría] un legislador consciente, en su sentido de lo que es mejor y en ningún orden ya establecido de prioridades prescritas por el derecho”.
8 Se trata del bien conocido fenómeno de la discrecionalidad que, según un escrito del mismo Hart recién encontrado por G. C. Shaw en la biblioteca de la Harvard Law School, “ocupa un lugar intermedio entre las elecciones dictadas por el mero capricho personal o momentáneo y aquellas que tienden a dar efecto a claros métodos para alcanzar objetivos claros o para conformarse a normas cuya aplicación al caso particular es obvia” (Hart, 2013, p. 658).
9 Esta consecuencia es señalada explícitamente por Locke (obviamente sin distinguir entre casos claros y casos dudosos): cfr. Locke, 1690, §§ 7-8.
10 Cfr. cd, pp. 288-292, en donde Hart niega explícitamente la posibilidad de usar el concepto de validez en el derecho internacional.
11 En los regímenes de solas reglas primarias, en efecto, las mismas reglas, antes mismo de las decisiones sobre los casos dudosos, son “válidas” solamente si eficaces: cfr. el tratamiento que Hart dedica al derecho internacional, según el cual “en la forma más simple de sociedad tenemos que esperar y ver si una regla llega a ser aceptada como tal o no; en un sistema con una regla básica de reconocimiento, antes de que una regla sea efectivamente dictada podemos decir que será válida si satisface los requisitos de la regla de reconocimiento” (cd, p. 290). Todo lo contrario en las uniones de reglas primarias y secundarias, en donde la regla de reconocimiento permite afirmar la validez de una regla no solo antes mismo de comprobar su eficacia, sino sobre todo a pesar de que resulte, luego, realmente ineficaz (obviamente a condición de que el orden jurídico sea generalmente efectivo: cfr. cd, p. 129).
12 Es el mismo Hart que utiliza este término cuando describe la función desempeñada por los tribunales ante los casos dudosos: cd, p. 169.
13 Además la regla de adjudicación ofrece la ventaja de separar la validez de la decisión sobre los casos dudosos de su eficacia: la resolución del juez brindará solo una calificación de la conducta puesta en la zona de penumbra y –contrariamente a lo que ocurre en una sociedad simple– esta podrá eventualmente ser válida, pero también ineficaz.
14 “El poder jurídico creador que adscribo a los jueces para regular casos dejados parcialmente no regulados por el derecho es diferente del [que dispone] una legislatura: no solo porque los poderes del juez están sometidos a muchas restricciones que estrechan sus opciones, restricciones de las cuáles una legislatura podría estar completamente libre, sino porque, toda vez que los poderes del juez son ejercidos únicamente para casos particulares que surgen, no puede usarlos para introducir reformas de gran escala o nuevos códigos. De esta manera, sus poderes son intersticiales y sujetos a muchas limitaciones sustantivas”(Ps, p. 56).
15 Cfr. cd, p. 177, en donde Hart, analizando la forma de escepticismo sobre las normas que se basa en la definitividad de las sentencias, afirma que en el “juego sin árbitro” –al cual Hart asimila la sociedad regida exclusivamente por reglas primarias– y en el “juego con árbitro” –al cual, según Hart, puede asimilarse una unión de reglas primarias y secundarias– la “regla de tanteo” funciona del mismo modo.
16 Todo lo contrario para la regla de reconocimiento. Como es sabido, los criterios que establece para la identificación de las normas “pueden ser límites sustantivos al contenido de la legislación como la Enmiendas Dieciséis o Diecinueve de la Constitución de Estados Unidos respecto al establecimiento de la religión o restricciones al derecho de voto” (Ps, p. 26).
17 La consecuencia es que en caso de controversia, si una conducta recae en la zona de penumbra, el particular no puede saber ex ante si es conforme o no a derecho. Esta decisión pertenece a los jueces y, hasta que no se hayan pronunciado, cualquier decisión de los particulares en la zona de penumbra se posiciona en una suerte de “limbo” jurídico, en el cual no es posible ninguna calificación de las mismas, aun si eficaces. Y en efecto, es el mismo Hart que precisa que “en los puntos en que la textura es abierta los individuos solo pueden predecir cómo decidirán los tribunales y ajustar su conducta a ello” (cd, p. 172).
18 Podría señalarse que en una sociedad simple los disensos y los desacuerdos sobre las reglas primarias son consecuencias no del defecto de la falta de eficiencia de la presión social –al cual la regla de adjudicación responde–, sino del defecto de la falta de certeza que afecta el sistema de reglas primarias (cfr. cd, pp. 113-115), al cual –como es sabido, pone un remedio la regla de reconocimiento. Se trata, sin embargo, de una observación completamente irrelevante respecto de lo afirmado en el texto y por la simple razón que, para Hart, no hay regla de reconocimiento sin regla de adjudicación (cfr. cd, pp. 143-146 y sobre todo 180-181). Dicho de otra forma, puede eventualmente aceptarse que la estabilidad del acuerdo interpretativo que permite la identificación de los casos claros es esencialmente función de la regla de reconocimiento (se ha, no obstante, puesto en tela de juicio si y hasta qué punto la regla de reconocimiento confiere certeza a las normas también bajo el perfil interpretativo: cfr. recientemente Pino, 2011, pp. 289-290), mas esta constatación no le quita importancia al carácter decisivo de la aportación de los jueces, ya que tal función no puede cumplirse si no se da, por lo menos, la aceptación de la regla de reconocimiento por parte de los jueces. Regla de reconocimiento y regla de adjudicación, simul stabunt, simul cadunt: son dos caras de la misma moneda, como, por otra parte, el mismo Hart admitió: “Las reglas de adjudicación tienen conexiones íntimas con ellas. En verdad, un sistema que tiene reglas de adjudicación está también necesariamente comprometido a una regla de reconocimiento de tipo elemental e imperfecto” (cd, p. 120). Ello, por otra parte, no significa para nada que sean los jueces que se auto-califican como jueces (sobre el problema de la circularidad entre regla de reconocimiento y regla de adjudicación, cfr. Ruiz Manero, 1990, pp. 124-134, Bayles, 1992, pp. 81-83 y más recientemente Jori, 2010, pp. 90-110), y tampoco que la aceptación de la regla de reconocimiento por parte de los jueces equivale a su creación: como veremos mejor infra, la respuesta de Hart al respecto es tajantemente negativa, ya que la contribución de los jueces, por importante que sea, no influye sobre la diferencia conceptual entre regla de reconocimiento y regla de adjudicación.
19 Desde este punto de vista, la definitividad de las sentencias de los tribunales supremos exhibe una cierta similitud con el carácter “último” de la regla suprema y –precisamente– última de reconocimiento (cfr. cd, pp. 132-134). En ambos casos, en efecto, más allá de esta característica se esconde la efectividad de todo el ordenamiento jurídico que sugiere poner un límite infranqueable a las contestaciones jurídicas inherentes la validez de las sentencias (relativamente a la regla de adjudicación) o hasta de la regla que permite identificar todas las demás.
20 Cfr. supra sec. 1.
21 La coincidencia puede ser total en los derechos desprovistos de la figura del legislador –en tal caso comprobar los ilícitos equivale, al mismo tiempo, a identificar la norma violada y, para Hart, “esta forma de regla de reconocimiento, inseparable de la forma mínima de jurisdicción, será muy imperfecta” (cd, p. 121)–; es parcial en los ordenamientos de common law, en donde las sentencias constituyen precedentes vinculantes, aunque siempre subordinados a las leyes.
22 Hart, en efecto, no ignora que los ordenamientos jurídicos desde un punto de vista histórico siempre han buscado una mediación entre rigidez de le producción normativa y elasticidad de su aplicación en los casos concretos. Esta mediación puede ser realizada mediante distintas técnicas normativas, una de las cuales impone a los particulares “que se adecuen a un standard variable antes de que haya sido definido oficialmente, y puede ser que solo lleguen a enterarse ex post facto, por conducto de un tribunal, y cuando ya lo han violado, cuál es, en términos de acciones u omisiones específicas el standard que ellos deben observar” (cd, pp. 164-165). En tal hipótesis, según Hart, los jueces ejercen una discrecionalidad que no tiene que ver con los casos dudosos, tan es así que, si las sentencias cuentan como precedente, la obra de la jurisprudencia “se asemeja mucho al ejercicio de la potestad de elaborar reglas delegadas en un cuerpo administrativo, aunque hay también diferencias obvias” (cd, p. 165). Sin embargo, se trata de un poder normativo que depende no de razones teórico-lingüísticas (esto es, de la textura abierta del lenguaje) –en contra de las cuales un legislador no puede hacer mucho–, sino, todo al contrario, de la voluntad misma del legislador que, a tal fin, usando un lenguaje más vago e indeterminado delega a los jueces la producción de derecho (Hart, de hecho, ofrece como ejemplo “el uso del standard del due care” –cd, p. 165).
23 Cfr. cd, pp. 175-176. Hay que destacar que este abuso interpretativo del escepticismo acerca de la normas relativo a la regla sobre la definitividad de las sentencias es criticado también por Kelsen, el cual –como se aclarará infra en una nota– defiende, a propósito de las relaciones entre lenguaje ordinario y derecho, una concepción distinta de la hartiana, y que ha mantenido sin cambios también en la Teoría general de las normas, definida como una obra completamente voluntarista y casi irracionalista: cfr. Kelsen, 1979, pp. 404-406.
24 Cfr. cd, p. 155: “Si no fuera posible comunicar pautas generales de conducta, que sin necesidad de nuevas instrucciones puedan ser comprendidas por multitudes de individuos como exigiéndoles cierto comportamiento en ocasiones determinadas, no podría existir nada de lo que hoy reconocemos como derecho”.
25 Si el lenguaje ordinario tenga reglas o solamente regularidad es, sin embargo, una cuestión abierta en el debate actual sobre la teoría de la interpretación jurídica: cfr., recientemente, Canale, 2012.
26 Todo lo contrario Kelsen, el cual –como es sabido– cuestiona la pretensión de la “teoría tradicional de la interpretación”, según la cual “la ley, aplicada al caso concreto, siempre podría librar solo una decisión correcta [richtig] y que la ‘corrección’ jurídico-positiva de esa decisión tiene un fundamento en la ley misma” (Kelsen, 1960, p. 352). Por obvias razones de espacio aquí ni siquiera es posible ilustrar sintéticamente la teoría kelseniana de la interpretación jurídica: para los fines del análisis desarrollado en el texto es suficiente decir que, para Kelsen, el lenguaje contribuye a crear un vínculo entre un intérprete y un texto normativo no solamente porque el legislador, cuando legisla, no puede no hacerlo, sino sobre todo porque esto está garantizado por los jueces (para una comparación entre Kelsen y Hart acerca de la interpretación jurídica, cfr. Flores, 2011). Ello –como veremos mejor infra, en nota– permite a Kelsen evitar las aporías en las cuales incurre Hart al resolver el problema de la naturaleza jurídica de la sentencia definitiva contra legem, a pesar de esto lo expone a posiciones cercanas al escepticismo acerca de las normas.
27 Según Guastini, en efecto, la de Hart “no es una forma moderada y por ello aceptable de escepticismo, como algunos sostienen. Tampoco es una vía intermedia entre cognitivismo y escepticismo, como piensan sus mismo partidarios. Es, al contrario, una teoría neo-formalista” (Guastini, 2004, p. 58).
28 Existe, además, un pasaje de El concepto de derecho en donde parece que la corrección no solo es jurídicamente irrelevante, sino incluso jurídicamente inatacable. A decir de Hart, en efecto, el principio de legalidad de la jurisdicción implica que una sentencia contra legem es no solo rara, sino también sujeta a crítica, “aun cuando la regla que acuerda carácter definitivo a las decisiones hiciera imposible revisar la decisión del caso particular, salvo mediante una ley que admite la validez de una decisión tal, aunque no su corrección” (cd, p. 182, énfasis añadido).
29 Podría decirse, por consiguiente, que lo que es excepcional no es la no corrección de la sentencia contra legem, sino –al contrario– su validez o, más precisamente, la circunstancia en virtud de la cual el fundamento de validez no se halla en el lenguaje.
30 En tal caso validez es corrección e inversamente, y se empieza a jugar un juego en el cual no hay regla “salvo la que el tanteador, en su arbitrio, elige aplicar” y que Hart llama “el juego del ‘arbitrio del tanteador’” (cd, p. 177). Come puede notarse, por tanto, la acusación de neoformalismo dirigida a Hart parece excesiva. No obstante la idea de separar la corrección de la validez no resulte particularmente afortunada, hay buenas razones para sostener que la teoría hartiana de la interpretación jurídica tiene una naturaleza (neo)formalista a lo mejor sobre un plano lingüístico, pero no jurídico y quizá ni siquiera tiene tal naturaleza: para Hart los significados dependen del uso y admite expresadamente que este uso puede evolucionar hacía “el juego del ‘arbitrio del tanteador’”, que un auténtico neoformalista nunca aceptaría.
31 Hart no se ocupa explícitamente de la posibilidad, por parte de los particulares, de controlar la validez de los actos jurídicos, contrariamente a Kelsen, quien oscila entre una tesis inicialmente favorable (cfr. Kelsen, 1926, pp. 209-210) y una posterior tajantemente contraria (cfr. Kelsen, 1960, pp. 273-274). En relación con Hart, sin embargo, ha sido pertinentemente observado que “si [...] existiera un poder autónomo de reconocimiento, haría falta, lo que es absurdo, presuponer el uso autoritativo de las reglas de reconocimiento por parte de todos los ciudadanos” (Catania, 1995, p. 237).
32 Se trata de un defecto que se ha vuelto famoso en la literatura sobre Hart: cfr. Luzzati, 1990, p. 168, según el cual a Hart “le falta una pragmática adecuada para los casos claros”; Schiavello, 2004, p. 44 en nota, según el cual Hart se enfrenta al límite de “sobrevalorar [...] la formulación lingüística de las normas y subvalorar, en cambio, los factores extra-lingüísticos”; y, en fin, Villa, 2012, p. 111, a juicio del cual Hart “no se preocupa [...] de investigar a fondo los presupuestos semánticos de su tesis de la textura abierta del lenguaje”. A final de cuentas, el escepticismo acerca de las normas fundado en la definitividad de las sentencias tenía precisamente como objetivo plantear este desafío: el vínculo entre un intérprete y un texto normativo no puede explicarse adecuadamente sobre la base de una perspectiva meramente lingüística, sino que hace falta extender la mirada hacía consideraciones extra-lingüísticas y en sentido amplio pragmáticas. Pero sigue siendo verdad que se trata de un desafío algo elemental, ya que se basa sencillamente en la regla que atribuye definitividad a las sentencias de los tribunales supremos: ello explica por qué la réplica hartiana aparenta ser muy convincente cuando pone la cuestión sobre un plano estrictamente interpretativo y recuerda que aquella regla tiene exclusivamente la función de poner un término a las controversias.
33 En este punto Hart no parece distanciarse mucho de Kelsen, aunque la postura de este último es mucho más radical. Para Kelsen, el lenguaje tiene una función calificadora solo si es garantizado por los jueces en un nivel particular y concreto y, por tanto, las sentencias nunca son declarativas, sino siempre constitutivas de derecho, incluso si existieran casos claros –tesis, por otra parte, que no tiene ciudadanía en Kelsen. De este modo, evita enfrentarse a todas las dificultades que suscita la distinción hartiana entre corrección y validez de la sentencia definitiva contra legem, la cual, en efecto, nunca es definida por Kelsen como válida pero incorrecta, sino más sencillamente como una sentencia que tiene “otro contenido diverso del prescrito por la [norma] de grado más alto” (Kelsen, 1945, p. 184). Sin embargo, es verdad que, ante la obvia crítica según la cual de este modo se corre el riesgo de hacer de la jurisprudencia la fuente suprema del derecho en cada orden jurídico, Kelsen se limita a afirmar –mas no a demostrar– que “este hecho no justifica la afirmación de que no hay normas jurídicas generales que determinen las resoluciones de los tribunales, ni la de que el derecho está únicamente integrado por decisiones judiciales” (Kelsen, 1945, p. 184).
34 En el mismo pasaje recién citado Hart, volviendo sobre la aceptación por parte de los jueces de “criterios o pautas de decisión judicial correcta”, precisa: “pero esto no hace que el juez que los usa sea el autor de ellos o, para emplear el lenguaje de Hoadly, el ‘legislador’ competente para decidir a voluntad. La adhesión del juez es exigida para mantener los criterios o pautas, pero el juez no los crea” (cd, p. 181).
35 cd, p. 191. Por esta razón, según Celano, la idea hartiana de situar el fundamento de un sistema jurídico en “una práctica social de los funcionarios –especialmente, los jueces– consistente en el uso de ciertos criterios para identificar el derecho válido” se resuelve en “una imagen que podría calificarse ‘quietista’: como si la existencia y el funcionamiento del derecho tuvieran exclusivamente que ver con el desarrollo ordinario de las actividades de operadores jurídicos disciplinados –especialmente, los jueces” (Celano, 2012, pp. 420-421).
36 Cfr. Celano, 2006, pp. 108-109 (precisamente con referencia al problema de la definitividad e infalibilidad de las sentencias), según el cual el derecho posee tal plusvalía en virtud de su “aspecto nomodinámico: lo que el derecho es depende, al menos en parte, de las reglas que confieren poderes, del empoderamiento de las autoridades”.
37 cd, p. 177. Cfr. en tal sentido Barberis, 2002, quien, al subrayar el substrato wittgensteiniano de la teoría hartiana de la interpretación jurídica, destaca justamente como las tesis de Wittgenstein sobre el rule following pueden ser aplicadas al derecho pero no directamente, o sea, sin tomar en cuenta sus particularidades, entre las cuales figura precisamente la presencia de los jueces.
38 Lo que en gran parte se debe al hecho que “tanto Hart como sus críticos deberían distinguir mucho más tajantemente entre las dos fases del discurso y de la práctica jurídica, la común y la de los sacerdotes; caracterizadas por una pragmática netamente distinta, que empuja finalmente hacía semánticas divergentes”, mientras “de todo ello en Hart no hay huella; de alguna forma estima poder quedarse con el sentido común y el discurso ordinario” (Jori, 2010, p. 99).
39 cd, p. 177. Ello, en efecto, es lo más lejano imaginable de la concepción hartiana del derecho, porque es el juego en el cual en último análisis el árbitro no produce siquiera reglas más o menos generales, sino criterios de conducta distintos de caso a caso. No sorprende que, en opinión de Hart, al “juego del ‘arbitrio del tanteador’” podría ser divertido jugar “si el arbitrio del tanteador se ejerciera con cierta regularidad” (cd, p. 177), aunque se tendría de todas formas un orden jurídico algo rudimentario en el cual la fuente suprema del derecho radicaría en los precedentes del tribunal supremo.
40 Cfr. Jori, 1985, p. 160, quien, en efecto, se pregunta problemáticamente “en qué medida la teoría de la interpretación propuesta por Hart describe las prácticas interpretativas y/o teorías y descripciones correspondientes, incorporadas a la práctica misma, y en qué medida propone por el contrario innovaciones, una nueva mirada”. Cfr. en este sentido también Bix, 1991, p. 66, y más recientemente Guastini, 2013.
41 En tal sentido resulta ya fundamental Hart, 1983a, en donde se encuentran observaciones que son, luego, reiteradas sin cambios relevantes en contribuciones posteriores, esto es, Hart, 1983b, Hart, 1983c, Hart, 1983d, respectivamente pp. 152-158; pp. 139-140; pp. 6-8; Páramo, 1988, pp. 347-348; Ps, pp. 54-60.
42 Cfr. Hart, 1983a, p. 106: “Resulta algo difícil ofrecer una explicación exhaustiva sobre lo que hace un ‘caso claro’ claro y hace que una regla general sea obviamente y únicamente aplicable a un caso particular”.
43 Cfr. Hart, 1983a, p. 106. Para Hart, en efecto, “no permite dar cuenta de las convenciones especiales que existan sobre el uso jurídico de las palabras, que puede ser distinto de su uso común, o del modo en que los significados de las palabras pueden ser claramente determinados poniéndolos en relación con el propósito de un acto legislativo, el cual a su vez puede estar explícitamente expresado o derivar de un acuerdo generalizado”. Téngase presente que, aunque con vista a otros propósitos teóricos, Fuller ya había detectado una escasa atención por parte de Hart al significado, más bien jurídico y no común, de los términos utilizados por el legislador: cfr. Fuller, 1958. Para una guía al debate Hart-Fuller cfr. al menos Schauer, 2008.
44 Cfr. Hart, 1983a, p. 106. La insistencia con la cual Hart reafirma la distinción entre definitividad e infalibilidad de las sentencias demuestra, por tanto, que en último análisis, en su opinión el “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” puede ser parcial pero nunca totalmente judicial, salvo pagando el precio que consistiría en deber renunciar a aquella misma distinción. No vale replicar que tal consenso podría ser exclusivamente judicial en la hipótesis –bien conocida por Hart– en que solamente los jueces aceptan las reglas secundarias de un sistema jurídico. Para Hart, si fueran solo estos últimos que determinaran el significado de los términos usados por el legislador, se estaría jugando al “juego del ‘arbitrio del tanteador’”: no existirían casos claros, salvo aquellos decididos por el árbitro, e incluso si el árbitro jugara con regularidad, se trataría –precisamente– de una mera regularidad y no de una regla que lo obliga a juzgar igualmente a casos iguales.
45 Cfr. Ruiz Manero, 1990, pp. 181-189, sed contra, Luzzati, 1990, p. 168, según el cual Hart habría pronunciado una “autocrítica […] llena de implicaciones revolucionarias”, y Chiassoni, 2003, p. 370, según el cual Hart habría armado “una distinta teoría de la interpretación jurídica […] fruto de una profunda revisión de la teoría lingüística”.
46 Cfr. Ps, p. 38, donde Hart admite haber dicho “muy poco en mi libro sobre el tópico de la judicación y la argumentación jurídica”.
47 No cabe duda de que el carácter genérico del “acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios” tuvo sus ventajas, ya que permitió a Hart –como a sus epígonos– adaptar este concepto para que absorbiera y neutralizara numerosas críticas formuladas desde la postura del escepticismo acerca de las normas, al punto que este último se habría vuelto “imaginario” (cfr. Barberis, 2001). Al mismo tiempo, sin embargo ha sido quizá el mismo carácter genérico que ha permitido a autores como Dworkin sostener tesis dirigidas a demostrar que los jueces ni siquiera crean derecho en los casos más difíciles (cfr. sobre todo Shiner, 2011).
48 Lo que tal vez pueda ayudar a entender porque se afirme justamente “que las contribuciones más importantes de la teoría del derecho contemporánea no son las que versan sobre las técnicas de interpretación”, esto es las que están dirigidas a determinar si existen o no casos claros o paradigmáticos, sino “aquellas que versan sobre las técnicas de justificación de la interpretación” (Comanducci, 1999, p. 11).
49 Según Catania, 1999, pp. 166-167, en efecto, “no es para nada necesario pensar que el mundo normativo está compuesto de documentos, de hechos sociales y de normas que tienen siempre una pluralidad de significados, expuestas a dudas interpretativas, por parte de los jueces o de los ciudadanos”, ya que “hay que admitir que las normas, como nos recuerda Hart, sí tienen una textura abierta, pero tienen también un núcleo esencial de significado común que constituye la base misma de la posibilidad de concebir el mundo normativo como construido cotidianamente por la acción de los ciudadanos” (énfasis añadido).
Notas de autor
Giovanni Bisogni, Università di Salerno, Dipartimento di Scienze Giuridiche. Correspondencia: Via Giovanni Paolo II, 132, 84084, Fisciano (SA), Italia. gbisogni@unisa.it
** Agradezco los comentarios y sugerencias de Paolo Comanducci, Bruno Celano y de dos dictaminadores de esta revista.