¿GARANTISMO EXTREMO O MESURADO? LA LEGITIMIDAD DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL PENAL: CONSTRUYENDO EL DEBATE FERRAJOLI–LAUDAN
Extreme or Moderate “Garantismo”? The Legitimacy of Criminal Law Adjudication: Setting the Foundations of a Debate Between Ferrajoli and Laudan
¿GARANTISMO EXTREMO O MESURADO? LA LEGITIMIDAD DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL PENAL: CONSTRUYENDO EL DEBATE FERRAJOLI–LAUDAN
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 40, 2014, pp. 61 -93
Fecha de recepción: 09/12/2013
Fecha de aprobación: 06/03/2014
Resumen: El objetivo del trabajo consiste en revisar dos versiones del argumento que concibe a la averiguación de la verdad como un factor que confiere legitimidad al ejercicio de la función jurisdiccional penal: la de Ferrajoli y la de Laudan. Se sostiene que su estudio minucioso puede proporcionar bases racionales (no meramente emotivas) para decidir sobre la conveniencia de suscribir un garantismo extremo (Ferrajoli) o uno de carácter más mesurado (Laudan). Esta decisión cobra relevancia en el contexto de la discusión acerca de cuáles son las características más apropiadas de los modelos teóricos del proceso penal.
Palabras clave: Garantismo, epistemología jurídica, justicia penal, debido proceso, Ferrajoli, Laudan.
Abstract: The aim of the article is to analyze two versions of the argument that portrays truthseeking as a legitimizing factor in criminal law adjudication: Ferrajoli’s and Laudan’s. The careful examination of their proposals, the author contends, may give us rational (as opposed to merely emotive) grounds to decide whether to subscribe to an extreme or to a moderate version of “garantismo”. This decision becomes relevant in the context of the theoretical debate regarding the appropriate attributes of criminal proceeding models.
Keywords: “Garantismo”, legal epistemology, criminal adjudication, due process, Ferrajoli, Laudan.
I. Introducción
En su libro Verdad, error y proceso penal, Larry Laudan (2013) establece las bases de un proyecto filosófico-jurídico que nos invita a someter un sistema particular de impartición de justicia penal (lo cual en buena medida constituye una investigación empírica colaborativa) a un escrutinio de corte epistemológico. El objetivo de un análisis de esta naturaleza es diagnosticar qué tan apto (o fiable) es un sistema en particular para producir como resultado de su operación, creencias justificadas y verdaderas en torno a la doble cuestión de si ocurrió un delito y quién fue el responsable. El diagnóstico referido parte de determinar si en su estructura normativa (particularmente en la de carácter procesal) están presentes y con qué intensidad, componentes epistémicamente disfuncionales, es decir, que violan ciertos principios básicos (y hasta cierto punto, intuitivos) desde la perspectiva de una averiguación óptima de la verdad. Superada la fase de diagnóstico, el proyecto se complementa con la realización de sugerencias encaminadas a fortalecer el potencial veritativo-promotor del sistema en cuestión. 1
Ahora bien, aunque Laudan considera, en efecto, que la búsqueda de la verdad debe ser el objetivo prioritario (porque ello abona a la justicia del fallo, a la legitimidad de la función jurisdiccional penal y a la justificación de la existencia misma del Estado), 2 no olvida el hecho obvio de que ese objetivo tiene que convivir con otros intereses legítimos que un proceso penal normalmente pretende promover de manera simultánea, mediante su traducción (o materialización) en reglas procesales específicas (Laudan, 2013, pp. 22, 24, 26, 28). En este sentido, dilucidar la forma más apropiada de convivencia entre la búsqueda de la verdad y otros objetivos, intereses o valores –o en otras palabras, responder a la interrogante de cuánto terreno debe ceder (o cuántas concesiones debe hacer) la verdad a otras preocupaciones– es también un aspecto fundamental del proyecto de Laudan.
Quizá la más importante de esas preocupaciones, porque es la que más directamente y con mayor fuerza rivaliza con el objetivo de averiguar la verdad, es la que tiene que ver con la forma en que, como sociedad, deseamos que se distribuyan los errores epistémicos paradigmáticos (i.e., condenas falsas y absoluciones falsas) que, pese a nuestros mejores esfuerzos, eventualmente producirá un proceso penal. En congruencia con la intuición generalizada en la mayoría de los países occidentales de que las condenas falsas constituyen errores más costosos que las absoluciones falsas, 3 en la configuración de sus procesos penales se ha incorporado un conjunto de medidas (entre ellas, la instauración del principio de la presunción de inocencia, la imposición a la fiscalía o ministerio público de la carga de la prueba y el establecimiento de un estándar probatorio sumamente demandante) dirigidas a “inclinar ligeramente ( y a veces, no tan ligeramente) la balanza de la justicia con miras a que el veredicto tienda a favorecer al acusado”; o bien, “a salvaguardar el destino del acusado, ya que su implementación vuelve muy difícil condenar, salvo en los casos más obvios y contundentes de culpabilidad” (ibid,. p. 60). En concreto, la intención de dicha política es incrementar las probabilidades de que si y cuando se cometan errores, éstos sean preferentemente absoluciones falsas (o “falsos negativos”).
Para Laudan, estas medidas, a las que genéricamente se refiere como “la doctrina de la distribución del error” ( ibid., pp. 59-60), no son para nada extrañas. Como el autor explica, algo similar suele suceder en el contexto de las investigaciones clínicas vinculadas a la certificación de un determinado medicamento como seguro para el consumo humano. En dichos casos, que el medicamento en cuestión no es seguro para su consumo se asume normalmente como la hipótesis nula. Y ello ocurre precisamente porque hay una diferencia en cuanto a los costos que anticipadamente pueden asociarse a las modalidades erróneas de la decisión con la que culmina el proceso de certificación. Decretar que el medicamento en cuestión es seguro cuando en realidad no lo es constituye frecuentemente el error considerado más grave (o más costoso), sobre todo cuando sus efectos secundarios son devastadores o no son ampliamente compensados por sus cualidades curativas. Por ello, su opuesta, es decir, la hipótesis que de resultar errónea generaría los costos considerados menores, se convierte en la posición por defecto, de la cual sólo podremos desprendernos si la hipótesis de que el medicamento es seguro supera ciertos filtros o tests generalmente rigurosos (ibid., p. 105).
De acuerdo con Laudan, los problemas epistemológicos surgen cuando se defiende (y/o se implementa en la práctica) una versión extrema de la doctrina de la distribución del error. Alex Stein y Ronald Dworkin son identificados por Laudan como promotores de tal versión extrema en el contexto de la discusión anglosajona. Desde la óptica de estos autores, el objetivo de proteger al acusado genuinamente inocente de una posible condena falsa no sólo es importante, sino que debe ser el crucial (e incluso casi el único). En este marco, el diseño de un procedimiento penal consiste casi exclusivamente en un ejercicio de reconocimiento de derechos y de implementación de garantías a favor del imputado, con total independencia de las consecuencias que esta política pueda acarrear para la función estatal de prevenir, controlar, disminuir o contener el delito (Laudan, 2013, pp. 188-197; Laudan, 2011c, pp. 269-281).
Me parece que en nuestro contexto, el del civil law, es conveniente sumarnos a reflexionar sobre las tensiones que se generan entre el objetivo de averiguar la verdad y el de proteger al acusado de una condena falsa cuando se trata de delinear la arquitectura de un proceso penal. En definitiva sostengo que dichas tensiones no pueden disolverse, pero que sí pueden matizarse favoreciendo los fines epistémicos del proceso. Para mostrarlo, en este trabajo me valdré de los argumentos que Laudan ha esgrimido al respecto, los cuales considero representativos de la postura que aquí denominaré “garantismo mesurado”. No obstante, no discutiré con Stein ni Dworkin, sino con el modelo teórico de proceso penal propuesto por Ferrajoli en el seno de su “derecho penal mínimo y garantista”, pues además de ser una teoría con la que estamos más familiarizados en estas latitudes, considero que es un mo- delo al que puede también atribuirse la adhesión a una versión extrema de la doctrina de la distribución del error (o, en breve, un “garantismo extremo”).
A continuación presentaré dialécticamente las posiciones de Ferrajoli y de Laudan, comenzando por el primero e intercalando en diversos puntos las observaciones o señalamientos que, desde mi punto de vista, el segundo podría hacerle. Más específicamente en la sección II expondré la visión del derecho penal de Ferrajoli, haciendo énfasis en tres aspectos: en el utilitarismo penal reformado sobre el que construye su propuesta de derecho penal mínimo y garantista, en el papel prioritario que en su modelo desempeña el objetivo o fin de prevenir (minimizar o reducir) las penas arbitrarias y desproporcionadas y en su posicionamiento en torno a las que denomina “fuentes de legitimidad de la función jurisdiccional penal”, las cuales consisten en la tendencia cognoscitiva del proceso (contraria a la que identifica como una tendencia decisionista propia de modelos autoritarios) y en la protección que éste ofrece a las libertades de los ciudadanos. Para Ferrajoli, la materialización simultánea de ambos ideales queda asegurada mediante el riguroso respeto a las garantías penales y procesales distintivas de su propuesta, particularmente, a las garantías del acusado. El problema es que el propio Ferrajoli reconoce que algunas de esas garantías actúan como obstáculos para la obtención de la verdad acerca de lo ocurrido (es decir, como límites a la verdad procesal que resultan inherentes al que llama “método jurídico de comprobación”). Para arrojar luces sobre la cuestión, recurro a la forma en que Ferrajoli aclara su postura al contestar a su discípulo argentino Nicolás Guzmán, quien coincide en que algunas de las garantías procesales no cumplen una función epistémica. La respuesta de Ferrajoli es que “todas las garantías del imputado, pueden ser interpretadas como garantías, cuando no de la verdad de la motivación de la absolución, seguramente de la verdad de la hipótesis acusatoria, que es la única que interesa como condición de la condena” (Guzmán, 2006, pp. V-VI). Luego de presentar de manera general los problemas derivados de esta concepción, dedico la sección III a la presentación de la propuesta de Laudan, poniendo de relieve su idea de que la jurisdicción penal es legítima si contribuye adecuadamente a la reducción –a rangos aceptables– del riesgo agregado o doble que corre todo ciudadano de ser víctima de un delito grave y de ser erróneamente condenado. Una de las formas más efectivas de lograr lo anterior consiste en dotar al proceso penal de un perfil genuinamente veritativo-promotor (o veritativo-conducente), lo cual implica, entre otras cosas, concentrar la dosis completa del beneficio de la duda que se desea conferir al acusado en la determinación del grado de exigencia del estándar de prueba, implementar estándares probatorios menos demandantes que los actuales y lograr que el juzgador de los hechos (juez o jurado) tenga conocimiento de toda y sólo la evidencia relevante y plausible (lo que significa restringir lo más que se pueda el régimen de exclusiones probatorias).
II. Ferrajoli y su visión del derecho penal
Como afirman Carbonell y Salazar (2005), la publicación en 1989 del libro Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, de Luigi Ferrajoli, causó un verdadero terremoto en la filosofía jurídica, tanto en la europea como posteriormente en la latinoamericana. De hecho, como sostienen estos autores, “no parece exagerado afirmar que en torno a la figura y obra de Ferrajoli se ha producido todo un movimiento intelectual que ha generado adhesiones y ha despertado reacciones, no sólo ni principalmente entre los penalistas, sino también entre teóricos y filósofos del derecho, por una parte, y entre los constitucionalistas, por la otra” (pp. 11-12).
Así las cosas, el reto de sintetizar en poco espacio la monumental obra de esta figura es uno que obviamente no asumiré aquí. No obstante, abordaré con cierto grado de detalle su propuesta de “derecho penal mínimo y garantista”.
1. Hacia un derecho penal mínimo y garantista
Para empezar, debe apuntarse que Ferrajoli (2009) concibe al derecho penal esencialmente como una técnica de definición, comprobación y represión de las desviaciones que ameritan reacciones punitivas de parte del Estado (p. 209). Ahora bien, la existencia del derecho penal –como dato empírico– da pie al surgimiento del problema de su justificación externa, es decir, al problema de recurrir a razones o criterios extra-jurídicos, de índole moral, ético-política o de utilidad, sobre los cuales puedan construirse modelos (como el garantista de Ferrajoli y otros) que expresen principios básicos en los que dicho fenómeno pueda fundamentarse (ibid., pp. 213-214).
En esta línea, Ferrajoli presenta su modelo garantista como reacción o alternativa frente a modelos “autoritarios”, resultantes de invocar parámetros utilitaristas, desde su perspectiva “no revisados” o “no reformados” (revisión y reforma que este autor emprende). 4 El criterio general del que parte cierta corriente del utilitarismo consiste en la máxima utilidad para el mayor número, el cual, trasladado a la materia penal, se traduce en la afirmación de que el fin único de la pena es el de prevenir futuros delitos, teniéndose en mente la tutela o protección de la mayoría no desviada (doctrina de la defensa social). 5
Los ulteriores desarrollos de este tipo de utilitarismo penal pueden dividirse, de acuerdo con Ferrajoli, en teorías de la prevención general y de la prevención especial, según sean la sociedad (prevención general) o el reo (prevención especial), los ejes de la función preventiva llevada a cabo, tanto por las prohibiciones respaldadas con amenazas de sanción penal como por la implementación de penas concretas a los desviados (ibid., pp. 262-264).
A su vez, dichas clases de prevención se clasifican en positivas y negativas. En este sentido, la teoría de la prevención general positiva aspira a lograr la integración de los individuos, es decir, a reforzar su fidelidad al pacto social. La teoría de la prevención general negativa busca la intimidación de los miembros de la sociedad, mediante el ejemplo de lo que ocurre con los transgresores del orden; busca pues, disuadirlos de cometer actos delictivos. Por su parte, la doctrina de la prevención especial positiva atribuye a la pena la función de corregir al delincuente, en términos de habilitarlo para su reinserción social; mientras que la versión negativa aspira a lograr la incapacitación o neutralización del reo a fin de que no provoque más daños a la sociedad.
Ferrajoli sostiene que los problemas surgen cuando los objetivos de la prevención especial se consideran a su vez, los medios adecuados para conseguir los fines que corresponden a la prevención general. De lo anterior resulta una peculiar relación instrumental entre ambas clases de prevención, la cual implica lograr la mayor eficiencia posible en las actividades de corrección, rehabilitación o incapacitación (o neutralización), con el propósito de materializar mejor la meta de la defensa social y de la preservación del orden (implica, pues, una especie de sacrificio de los procesados y condenados en aras del bienestar mayor de la sociedad en su conjunto) (ibid., pp. 278-280). 6
El yerro fundamental de la relación instrumental entre prevención especial y general es que la conversión de la primera en un medio óptimo de la segunda no está justificado (ni puede estarlo). En este sentido, Ferrajoli afirma que los daños o costos representados por la imposición de penas y por las prohibiciones respaldadas por amenazas de sanción son conmensurables sólo con los daños o costos de los mayores delitos y de las mayores penas que tendrían lugar sin el dispositivo del derecho penal. A partir de estas deficiencias detectadas, Ferrajoli propone revisar el utilitarismo penal heredado de aquellos inicios en la formación del pensamiento liberal.
Derivado de la revisión mencionada, Ferrajoli establece los cimientos de su “derecho penal mínimo”, el cual, basado en los parámetros utilitaristas del máximo bienestar posible de los no desviados y del mínimo malestar necesario de los desviados, persigue dos fines preventivos: prevenir los delitos, y a su vez prevenir la reacción informal, salvaje, espontánea, arbitraria, desproporcionada, punitiva pero no legal, que, a falta del derecho penal, podría provenir de la parte ofendida o de fuerzas sociales –e incluso, institucionales como el propio Estado– solidarias con ella, en contra del desviado (su familia, allegados, etc.) y en contra de quien se sospeche que es tal (ibid., pp. 331-332, 334-336).
La clave de este utilitarismo reformado radica en la inclusión del segundo parámetro de utilidad, el cual constituye, de acuerdo con Ferrajoli, el límite máximo de las penas (por encima del cual no se justifica la sustitución del sistema de penas informales por uno de derecho penal), mientras que el primer parámetro constituye el límite mínimo de las mismas (mínimo en el sentido de asegurar que la imposición de penas no consista en un mero tributo gratuito a la moral, sin mayor beneficio o utilidad social, como parece sostener cierta vertiente del retribucionismo).
El propio Ferrajoli recurre a formulaciones alternativas para caracterizar su propuesta de derecho penal mínimo sosteniendo, por ejemplo, que persigue la minimización tanto de la violencia delictiva como de la violencia vengativa (ibid., p. 333); o bien que el derecho penal actúa como la “ley del más débil”, la cual ofrece protección –por vía de la amenaza de sanción para quien realice ciertas conductas prohibidas y de la imposición de las mismas en los casos de transgresión del orden– a las víctimas (potenciales y concretas) y también –mediante la instauración de un proceso garantista y de la imposición de penas mesuradas– a los acusados (materialmente inocentes y culpables por igual) (ibid., pp. 333-336).
En suma, el derecho penal, en la versión ferrajoliana, está orientado a tutelar los derechos fundamentales de los más débiles frente a la violencia que sobre ellos puede recaer de parte de victimarios o delincuentes, de parte de las propias víctimas y más importantemente, de parte del mismo Estado. Según Ferrajoli, no está justificado lesionar tales derechos ni con delitos ni con castigos arbitrarios o desproporcionados. 7
2. La prioridad del fin de prevenir (o minimizar) las penas arbitrarias y desproporcionadas
Ahora bien, volviendo al segundo de los fines del derecho penal mínimo (el de prevenir o reducir las penas arbitrarias y desproporcionadas, también formulado como el fin de la tutela del derecho de los procesados y condenados a la inmunidad respecto de actos arbitrarios del poder público al instaurarse un proceso penal en su contra), nuestro autor observa que éste ha sido generalmente olvidado, no ocupando así, un lugar central en la reflexión. Sin embargo, Ferrajoli (2009) sostiene que ese objetivo es el más significativo y el que merece ser enfatizado, por las siguientes razones (p. 334):
a) Porque es dudosa la idoneidad del derecho penal para materializar el objetivo de prevenir el delito (ello en virtud de que, por lo complejo del fenómeno de la criminalidad –que incluye componentes sociales, psicológicos y culturales– su neutralización no queda garantizada por la mera introducción de razones prudenciales en las deliberaciones del delincuente potencial, a la manera de prohibiciones de conducta respaldadas por la amenaza de aplicación de sanciones severas).
b) Porque en contraste, es más segura la idoneidad del derecho penal para proteger al sospechoso (inocente y culpable) de abusos de la autoridad, los cuales se manifiestan en forma de penas arbitrarias y/o desproporcionadas.
c) Porque sólo el fin de prevenir o reducir las penas arbitrarias y desproporcionadas constituye una condición necesaria y suficiente para fundamentar el derecho penal mínimo y garantista que propone.
d) Porque sólo el doble fin de la tutela del inocente y la minimización de la reacción al delito, sirve para distinguir al derecho penal de otros sistemas de control social, como el policial, el disciplinario o el terrorista, los cuales seguramente serían capaces de satisfacer de un modo más expedito y probablemente más eficiente los fines de la defensa social y de la preservación del orden. En relación con esta afirmación, Ferrajoli va más allá, al punto de decir que el derecho penal, más que un medio para asegurar la defensa social, la preservación del orden y la prevención general de los delitos, constituye un costo –un impedimento, un obstáculo, un límite– con el que tales objetivos deben cargar. Concebir así al derecho penal es, para nuestro autor, un signo indubitable de las sociedades evolucionadas.
Esta visión de que el objetivo de prevenir, reducir o minimizar las penas arbitrarias y desproporcionadas debe enfatizarse (con todas las formulaciones equivalentes de este objetivo que podemos encontrar en el listado previo de razones) está íntimamente relacionada –y se refuerza– con el análisis que Ferrajoli efectúa respecto del problema de la justificación de los costos que representa la implementación de un sistema de derecho penal (considerando también, por supuesto, el componente procesal) (ibid., pp. 209-211).
Para nuestro autor, los costos referidos se dividen en dos categorías: los “costos de la justicia” y los “costos de la injusticia”. La primera comprende las restricciones a la libertad de acción de los individuos que resulta de la instauración de prohibiciones de conducta respaldadas con amenazas de sanción en caso de transgresión; comprende también el sometimiento coactivo a juicio de todo sospechoso de desvío penal; y por último, la represión o punición de todos aquellos juzgados culpables.
Por su parte, la segunda comprende tanto a la llamada “cifra de la ineficiencia” (la proporción de delincuentes ignorados por el sistema, y por tanto impunes, a la que grosso modo Ferrajoli identifica con la “cifra negra” 8 ) como a la llamada “cifra de la injusticia”. Esta última, a su vez comprende la de los inocentes “reconocidos como tales” por sentencias absolutorias, después de haber sufrido el proceso y quizá de haber estado preventivamente encarcelados; la de los inocentes sentenciados que posteriormente son absueltos por procesos de revisión (como la apelación); y la de los inocentes, víctimas de errores judiciales no reparados (es decir, condenas falsas), cifra que, de acuerdo con Ferrajoli, quedará siempre sin calcular.
Ahora bien, para Ferrajoli, los costos de la justicia y los de la cifra de la ineficiencia (o cifra negra) están parcialmente justificados, por cuanto la ausencia de cualquier clase de derecho y garantía penal provocaría costos mayores. Pero en la visión del autor, las cosas son muy diferentes para el caso de la cifra de la injusticia, la cual se incrementa cuanto más crece el poder judicial de disposición (o discreción), mismo que, por su parte, aumenta en la medida en que el sistema penal adolezca de carencia de garantías, o bien, de inefectividad práctica de las mismas. Estas garantías, como se sabe, se clasifican en penales, orgánicas y procesales, y constituyen límites o vínculos impuestos al poder público para asegurar el ejercicio de derechos fundamentales, particularmente de los que operan en el contexto de un proceso penal a favor del acusado. Son pues, en palabras de Ferrajoli, diques contra la arbitrariedad y el error (“error” en el sentido de condenar falsamente a los inocentes) y es su riguroso respeto el que justifica tolerar valores mínimos de la cifra de la injusticia.
En otras palabras, el crecimiento de la cifra de la injusticia depende en gran medida de la omisión estatal consistente en no llevar a cabo acciones que están directamente a su alcance; en dejar de hacer cosas que están en el radio de lo que el Estado puede hacer, controlar y monitorear; en cierto tipo de negligencia estatal en términos de no tomar medidas mucho más simples y efectivas, en comparación con las que constituyen el abanico de políticas heterogéneas dirigidas al control, disminución o prevención de la criminalidad; es decir, de no ceñirse férreamente al cumplimiento de las garantías penales y procesales (expresadas en el modelo garantista que Ferrajoli propone). En suma, la cifra de la injusticia es un fenómeno mucho más directamente controlable por el Estado, para lo cual el derecho penal, cuando contiene las garantías aludidas, (es decir, cuando el Estado no ha abdicado de hacer lo que puede –y debe– hacer, en términos de la forma en que trata a los acusados) es el instrumento más idóneo.
Han quedado establecidas hasta este punto al menos dos cosas: que el derecho penal mínimo de Ferrajoli, con base en su versión revisada del utilitarismo, persigue los fines de prevenir, de un lado, los delitos, y de otro, las penas arbitrarias y desproporcionadas; y que el segundo objetivo –por las razones aducidas– adquiere prioridad respecto del primero.
Como después veremos, la prioridad del objetivo de prevenir las penas arbitrarias y desproporcionadas mediante la tutela rigurosa de los inocentes y la minimización de la reacción al delito adquiere tintes de prioridad desmedida, e incluso de objetivo casi exclusivo del proceso penal, lo cual generará efectos epistémicos adversos en lo relativo a la estructura y funcionamiento de dicho proceso. Pero antes, nos referiremos a las reflexiones que Ferrajoli realiza en torno a la legitimidad de la jurisdicción penal, en las cuales, en una primera fase, el autor parece no respetar la prioridad que ha atribuido al segundo de los objetivos o fines fundamentales, al considerar igualmente importantes –al menos oficialmente– tanto a la tendencia cognoscitiva de la jurisdicción penal como a la protección de los inocentes por vía del reconocimiento y aseguramiento de sus derechos procesales como acusados. Sin embargo, en una segunda fase de su itinerario intelectual, la protección de los inocentes –por vía de la consagración como garantías de sus derechos como acusados– vuelve a ocupar el lugar central (de hecho, el único). Procedamos entonces.
3. La legitimidad de la función jurisdiccional según Ferrajoli
En un trabajo reciente, Ferrajoli (2010) expone sintéticamente su tesis –desarrollada ampliamente en otras oportunidades– de que las instituciones estatales, así como las funciones públicas que aquellas des- empeñan, pueden reconducirse a las que concibe como las dos grandes dimensiones de la experiencia, a las cuales dicotómicamente hace alusión en los siguientes términos: voluntad y conocimiento; poder y saber; consenso y verdad; y producción y aplicación del derecho (pp. 3-18).
Las denominadas funciones de gobierno o políticas –como las legislativas, las gubernativas stricto sensu y las auxiliares administrativas– constituyen manifestaciones de la dimensión de la experiencia representada por las palabras que aparecen a la izquierda en las conjunciones enlistadas previamente. Es decir, dichas funciones configuran la esfera de lo decidible o el espacio de la política y son evaluadas con criterios tales como su eficiencia y utilidad. Las fuentes de legitimidad de aquellas son la representación política y el consenso (unánime o mayoritario).
Por otro lado, las denominadas funciones e instituciones de garantía constituyen manifestaciones de la dimensión de la experiencia representada por las palabras que aparecen a la derecha en el listado anterior de conjunciones (conocimiento, saber, verdad y aplicación del derecho). Dichas funciones están destinadas a proteger la esfera de lo indecidible o inatacable, incluso frente a las mayorías. Son, como Ferrajoli las llama también, funciones de contra-poder. Las funciones de garantía se dividen en primarias (correspondientes a la función administrativa de garantía de libertades y de protección de derechos sociales) y secundarias, a las que corresponde la función judicial, y particularmente la función jurisdiccional penal.
Por su parte, las fuentes de legitimidad de la función jurisdiccional penal son su naturaleza tendencialmente cognoscitiva (orientada a la búsqueda libre de la verdad), de la cual, un aspecto fundamental consiste en su independencia de las funciones e instituciones políticas o de gobierno, y su imparcialidad a la hora de resolver controversias (ibid., pp. 6-8), así como su papel de garantía o tutela de la inmunidad de todos los ciudadanos frente a arbitrariedades (ibid., pp. 8-11).
Estos aspectos se vuelven así ideales regulativos a los que aspira la jurisdicción penal si ha de estar legitimada. Estos son el ideal de la verificación de la verdad de los hechos y el de la protección de las libertades de los ciudadanos. De acuerdo con Ferrajoli, la materialización simultánea de dichos ideales queda asegurada sólo si se respetan rigurosamente las garantías penales y procesales distintivas de su modelo de derecho penal mínimo y garantista. Y ello es así debido a que Ferrajoli piensa que tales garantías no son más que traducciones en el plano jurídico-penal de reglas epistemológicas elementales (ibid., p. 12), por ello es que afirma que su modelo de derecho penal mínimo y garantista constituye un esquema epistemológico de identificación de la desviación penal, encaminado a asegurar (al mismo tiempo) el máximo grado de racionalidad y de fiabilidad del juicio y el máximo grado de limitación de la potestad punitiva (ibid., p. 34).
Sin embargo, la tesis ferrajoliana de que la totalidad de las garantías penales y procesales que los ordenamientos reconocen –y a las que les conceden el estatus de derechos fundamentales del acusado– son meras traducciones jurídicas de reglas epistemológicas básicas es, al menos, revisable, ya que buena parte de esos derechos o garantías constituye, al contrario, un obstáculo para la materialización del objetivo de hallar la verdad de los hechos.
De hecho, el propio Ferrajoli no ignora nuestra última aseveración, de tal suerte que en su obra Derecho y razón dedica una sección completa a lo que titula “Los límites de la verdad procesal” (ibid., pp. 51- 62), entre los cuales contempla el carácter inductivo de las conclusiones acerca de los hechos y, en consecuencia, la naturaleza probabilística de aquellas (ibid., pp. 51-54); el carácter opinable de las premisas normativas, las cuales son producto de diversas técnicas de interpretación jurídica (ibid., pp. 54-56); el inevitable trasfondo subjetivo (compuesto por los sentimientos, inclinaciones, emociones y valores del juzgador) en el que ocurre la toma de decisiones judiciales (ibid., pp. 56-59); y más importantemente para nuestros propósitos, el denominado “método legal de comprobación” (ibid., pp. 59-62), plagado de dispositivos que, en palabras de Ferrajoli, complican la relación entre verdad y validez jurídica. Entre esos mecanismos o dispositivos el autor menciona, por ejemplo, las normas que establecen las formas y condiciones para la admisión de las pruebas, las que establecen la nulidad de ciertos actos procesales por vicios formales, los testimonios inadmisibles, la prohibición de emplear pruebas ilegalmente adquiridas, las exclusiones impuestas en las investigaciones por el secreto de estado y por los demás tipos de secreto, la restricción potestativa de las listas de testigos por parte del juez, etcétera.
Respecto de estas reglas jurídicas, Ferrajoli afirma que son indispensables en el procedimiento judicial (a diferencia de lo que ocurre en las investigaciones científicas o históricas), sea porque el juez tiene que decidir incluso en casos de incertidumbre (lo cual no pasa en aquellos contextos en los que puede operar la suspensión del juicio), o porque en contraste con lo que ocurre en las ciencias, en donde comprobaciones infundadas, arbitrarias o no pertinentes suelen ser inocuas por ser simplemente descartadas, sin necesidad de que operen protocolos constrictivos para evitar que siquiera se formulen, en el derecho penal dichas comprobaciones infundadas se impiden preventivamente (ibid., p. 60).
Pero si el propio Ferrajoli acepta que el derecho procesal penal contiene una carga –no mínima– de dispositivos que obstaculizan la verdad, carga a la que considera indispensable, ¿por qué aun así sostiene que el respeto riguroso de las garantías asegura la materialización simultánea de los ideales a los que aspira la jurisdicción penal? ¿Por qué piensa que el cumplimiento minucioso de las garantías procesales –entre ellas, los derechos del imputado– permite alcanzar el objetivo de encontrar la verdad de los hechos, si entre aquellas existen elementos veritativo-frustrantes? Me parece que en la respuesta que Ferrajoli da a una acertada observación de su discípulo argentino Nicolás Guzmán podemos encontrar una pista para descifrar el problema anterior.
En un trabajo de 2006, al analizar los límites de la metodología judicial (penal), Guzmán concluye, sin miramientos ni rodeos, que las garantías procesales
...funcionan como límites formales a la búsqueda de la verdad. Estos límites no existen en otros campos de investigación. En el proceso los hallamos por doquier, sea en los supuestos analizados más arriba o cuando se establecen requisitos y reglas para llevar a cabo allanamientos domiciliarios e intercepciones telefónicas, que si no son cumplidos ni respetados tornan inválidos los actos realizados, con su consecuente inutilizabilidad en la sentencia (p. 124).
En el capítulo siguiente, el autor afirma que, contrario a lo que sucede con las garantías del contradictorio y de la imparcialidad del juez (a las que considera tanto garantías que protegen la libertad del imputado como genuinas garantías de verdad), otras obstaculizan la averiguación de la verdad. De manera más específica dice que “garantías como la presunción de inocencia y su corolario el favor rei, el ne bis in dem y la cosa juzgada, la garantía contra la autoincriminación coactiva, constituyen todas garantías de libertad, pero claramente no facilitan el conocimiento de los hechos. Al contrario, lo dificultan” (ibid., p. 137).
Por su parte, Ferrajoli considera que las observaciones de su discípulo deben ser precisadas y redimensionadas. En este sentido sostiene que:
Gran parte de los límites formales de la comprobación judicial indicados por Guzmán, y en particular todas las garantías del imputado, pueden ser interpretadas como garantías, cuando no de la verdad de la motivación de la absolución, seguramente de la verdad de la hipótesis acusatoria, que es la única que interesa como condición de la condena. Ello vale sin más para el principio in dubio pro reo, que no es otra cosa, pensándolo bien, que un corolario del principio de la libre convicción del juez. En efecto, ¿qué significa la fórmula de “la libre convicción del juez”? Significa que a los fines de la condena, excluyéndose que en el proceso se pueda alcanzar alguna vez la verdad absoluta, se requiere por lo menos, como débil pero necesario sustituto de una imposible certeza absoluta, la certeza subjetiva, es decir, la (libre) convicción del juez: la convicción, precisamente no ya acerca de la verdad en torno a lo que realmente ha sucedido o no, sino sólo acerca de la verdad del juicio de culpabilidad. En este sentido, todas las garantías procesales, incluyendo a la presunción de inocencia hasta que se pruebe lo contrario y a la regla in dubio pro reo, ya no son genéricamente garantías de verdad, sino garantías de la verdad de la hipótesis acusatoria (Guzmán, 2006, pp. V-VI).
En esta larga cita tenemos una respuesta a la pregunta formulada anteriormente. Ferrajoli sostiene que el riguroso respeto a las garantías procesales, particularmente a los derechos del imputado, asegura la averiguación de la verdad, pese a que entre tales derechos puedan hallarse elementos que la obstaculicen, debido a que al hacer esa afirmación está pensando en una suerte de “verdad calificada”; es decir, no en la verdad acerca de lo que ocurrió en realidad, sino exclusivamente en la verdad de la hipótesis acusatoria. Con esta maniobra, como anticipábamos, Ferrajoli vuelve a colocar en el centro de los reflectores al fin de prevenir-minimizar las penas arbitrarias. Pero como consecuencia de esta estrategia, a su modelo le suceden al menos, tres cosas (todas ellas relacionadas):
a) Por una parte, el modelo garantista le da la bienvenida a toda clase de reglas procesales que tengan como efecto previsible (aunque quizá no cuantificable), el de reducir más y más el riesgo de la emisión de una condena falsa (o en otras palabras, el efecto de asegurar, cada vez con mayor rigor, que no se condenará salvo en los casos más obvios y contundentes de culpabilidad).
b) Por otra, en el modelo ferrajoliano queda relegada a un segundo plano, al de la irrelevancia, la cuestión de la corrección epistemológica de las absoluciones (como el mismo autor reconoce), y por último.
c) Derivado de a) y b), se renuncia a emprender un proyecto genuinamente epistemológico, del que se esperaría que estuviera orientado a la reducción o minimización, no sólo de una, sino de las dos clases de error paradigmático que pueden cometerse en el marco del funcionamiento del proceso penal en un periodo deter- minado: condenas falsas y absoluciones falsas. 9
La aseveración del último inciso seguro sorprende a más de uno. Ello es comprensible, ya que, en contraste con lo que llama “decisionismo procesal” (ibid., pp. 42-44), y gracias a las garantías de “estricta legalidad” (ibid., pp. 34-36, 502-508) y de “estricta jurisdiccionalidad” (ibid., pp. 36-38, 603-623), 10 Ferrajoli defiende su propuesta como un proyecto que intenta fundar la legitimidad de la función jurisdiccional penal en un “cognitivismo procesal”, íntimamente ligado a la teoría semántica de la verdad como correspondencia (ibid., pp. 47-51). ¿Qué puede ser más genuinamente epistemológico que eso?, se podría pensar.
En efecto, pese a que en la superficie el modelo ferrajoliano parece estar guiado por preocupaciones epistemológicas, al enfocarse me- ramente en reducir-minimizar el riesgo de que se cometan condenas falsas, en garantizar una absolución (salvo en los casos más claros e indubitables de culpabilidad) o en introducir dispositivos o reglas procesales que aseguren sólo (y cada vez más) la verdad de la hipótesis acusatoria, el proyecto, en realidad, se vuelca preponderantemente sobre el problema relativo a la forma en que deseamos que se distribuyan los errores (epistémicos) en que un proceso penal puede incurrir, dejando con ello de lado el problema de crear las condiciones para minimizar ambas clases de error. Por si esto fuera poco, adicionalmente se opta por una solución a la cuestión distributiva que, pese a no explicitarse, es plenamente compatible con tendencias como la de William Blackstone (“es mejor liberar a diez culpables que condenar a un inocente”) o incluso con líneas más drásticas procedentes de la Ilustración, como la de Condorcet, quien tomando como referencia la sugerencia de que un sistema de justicia penal legítimo y justo no debía exponer al inocente a un riesgo de ser falsamente condenado, mayor que el que las personas ordinarias corren en su vida diaria de morir prematuramente en las siguientes 24 horas, calculó que la confianza en la culpabilidad del acusado necesaria para condenarlo debía ser del 99.9993% (con lo que se eleva exponencialmente la cifra de absoluciones falsas que se estaría dispuesto a tolerar) (Laudan, 2009a; 2011a).
Pero ¿por qué decimos que el modelo de Ferrajoli tiende hacia escenarios de distribución del error en los que la cifra de las absoluciones falsas crece desproporcionadamente (en contraste con la de las condenas falsas)? A profundizar en esta cuestión y a la presentación de la propuesta de Laudan para subsanar estas deficiencias dedicaremos la siguiente sección.
III. Revisión crítica de las tesis ferrajolianas a la luz de la propuesta teórica de Laudan
El modelo de Ferrajoli conduce al crecimiento desproporcionado de la cifra de absoluciones falsas (y de errores en total) debido a las siguientes razones:
En primer lugar, porque la combinación de las garantías de la presunción de inocencia, la carga de la prueba impuesta al fiscal, la libre e íntima convicción y el in dubio pro reo (en caso de duda absolver), generan un estándar de prueba (y un marco en el que éste opera) que –sin entrar ahora en los problemas relativos a la subjetividad a la que tiende a la hora de determinarse si ha sido satisfecho o no– 11 es demasiado exigente. Ahora bien, como Laudan explica, mientras más se aleja un estándar de prueba del que normalmente opera (por defecto) cuando ninguno de los errores previsibles asociados a la decisión de que se trate es considerado más grave que el otro –es decir, del estándar de la preponderancia de la evidencia, también llamado de la probabilidad prevaleciente– ello conlleva que se admitan o toleren más errores en su modalidad de falso negativo (o de absolución falsa), aunque en efecto, así se restringe cada vez más el riesgo de cometer positivos falsos (o de emitir condenas falsas). Decir entonces que el estándar del modelo ferrajoliano es demasiado exigente equivale a decir que se aleja mucho del de la preponderancia de la evidencia (si lo interpretáramos en términos probabilísticos, rondaría el valor del 90% o más), y por ello genera un incremento excesivo de la cuota de absoluciones falsas que es- tamos dispuestos a asumir como precio con tal de que se mantengan al mínimo las condenas falsas, pero también produce un incremento desmedido de los errores en total (absoluciones falsas y condenas falsas sumados). 12
En segundo lugar, porque aunado a este estándar sumamente exigente, el modelo ferrajoliano acoge en su seno, sin mayor problema, cualquier dispositivo procesal que sirva para garantizar exclusivamente la verdad de la hipótesis acusatoria; es decir, para reducir aún más, la frecuencia de condenas falsas (más de lo que este frecuencia ya se vio reducida por el efecto del estándar de prueba referido); o en otras palabras, para otorgar una mayor dosis de beneficio de la duda al acusado; con lo cual, se eleva mayormente la cuota de absoluciones falsas que toleramos.
Laudan alude muy claramente al problema derivado de la situación expresada en el párrafo anterior reflexionando en torno a un posible acusado inocente, cuyo caso, no obstante, ha llegado a la etapa del juicio:
Él sabe que gracias al estándar de prueba tiene sólo un pequeño riesgo de ser condenado incorrectamente, suponiendo que el valor del estándar de prueba se ubica alrededor de 90-95 por 100. Sabe además, que aun cuando sea condenado erróneamente tiene la oportunidad de revocar la condena en apelación. También sabe que gracias a la presunción de inocencia, el jurado debe ignorar el hecho de que muchos actores en su drama (jueces, policías y fiscales) han encontrado pruebas de cargo significativas [...] Hasta aquí sus intereses coinciden con los de la sociedad. Pese a esto, comprensiblemente, está preocupado por la pequeña pero innegable posibilidad de: a) ser condenado; y, además, b) de que su condena errónea sea corroborada en apelación. Así las cosas, a él [...] le gustaría minimizar (todavía más) la probabilidad de ser condenado erróneamente. Existen determinadas pruebas incriminatorias en su contra; de otra manera, su caso no habría llegado tan lejos. En tal situación, nada le complacería más que descubrir un conjunto de reglas de exclusión que evitaran que el jurado conociera algunas de dichas pruebas. En este punto, su interés en ser absuelto y el interés también en la absolución, de aquellos acusados genuinamente culpables, empiezan a converger; mientras que el interés de aquellos comprometidos con la búsqueda de la verdad, como nosotros, empieza a discrepar de las esperanzas más fervientes de ambos (Laudan, 2013, p. 183).
En resumen, el problema radica en que, de la realización, por ejemplo, de concesiones probatorias a favor de la categoría del “acusado” –mediante la implementación de reglas de exclusión de evidencia relevante– se benefician, tanto los acusados materialmente inocentes, como los acusados genuinamente culpables (claro está que esto sucede también con la concesión al acusado representada por la implementación de un estándar de prueba mayor al de la preponderancia de la evidencia o probabilidad prevaleciente).
Ferrajoli no parece percatarse del aumento exagerado de absoluciones falsas al que conduce el modelo extremadamente garantista por el que aboga. De hecho, salvo por menciones meramente retóricas a las mismas, me parece que ni siquiera considera seriamente la posibilidad de que los sistemas de justicia penal puedan incurrir en tales errores o que ello constituya un problema digno de preocupación.
Como indicio de lo anterior llamo la atención del lector al análisis que nuestro autor hace de los que llama “costos de la injusticia”, particularmente el tratamiento que otorga a la denominada “cifra de la ineficiencia.” Como recordaremos, esta cifra equivale al número de delitos que quedan impunes. Sin embargo, al identificarla con la “cifra negra”, queda de manifiesto que para Ferrajoli las razones de la impunidad tienen que ver preponderantemente con la ausencia de denuncia por parte de los ciudadanos, o bien quizá, con la habilidad y astucia de los delincuentes para escaparse de las manos de la justicia o hasta con la negligencia o falta de capacidades de investigación de parte de los órganos competentes. Pero no, y esto es lo importante, con el hecho de que la estructura del sistema de enjuiciamiento penal esté habilitada para minimizar las condenas falsas, y por tanto para favorecer la emisión de absoluciones, entre las cuales, si esa habilitación es excesiva, habrá muchas que serán erróneas desde el punto de vista epistemológico (porque liberan a quien muy probablemente sí cometió el delito respectivo) y sin embargo válidas desde la perspectiva jurídica (en tanto no se satisfizo el riguroso estándar de la íntima convicción, legalmente establecido como requisito para condenar). 13
Y es que como explica Laudan (2013), la implementación de un estándar tan exigente como el de la libre e íntima convicción (o su equivalente en Estados Unidos: el “más allá de toda duda razonable”) y similares, acarrea una asimetría entre lo que se puede inferir del hecho de que el sistema de enjuiciamiento penal haya emitido una condena y lo que se puede inferir de que haya absuelto (pp. 39,147). En el primer caso podemos justificadamente concluir (y creer) que el acusado es muy probablemente culpable (por la contundencia probatoria que se requiere para condenar); pero en el segundo, en el de la absolución, dado que para su emisión basta cualquier asomo de duda, cabe inferir cualquier opción dentro del espectro que va de que el acusado es, en efecto, materialmente inocente (es decir, que no cometió el delito), hasta que el acusado es probablemente (e incluso muy probablemente) culpable, sólo que no lo suficiente como para superar el severo umbral de prueba establecido. En otras palabras, es perfectamente posible que en muchos casos que acabaron en absolución, el juzgador de los hechos (jurado o juez) haya quedado en un estado en el que cree justificadamente que el acusado cometió el delito que le fue imputado y pese a ello lo haya liberado porque tal creencia justificada no alcanzaba el estado al que con el lenguaje nos referimos como “íntima convicción” (y expresiones similares). 14
Como otro indicio de que para Ferrajoli el problema de las absoluciones falsas simplemente no existe o no es algo que amerite preocupación alguna, propongo que dirijamos nuestra atención a lo que el autor engloba bajo el término “cifra de la injusticia”. Como recordaremos esta cifra comprende la de los inocentes “reconocidos como tales” por sentencias absolutorias, la de los inocentes sentenciados que posteriormente son absueltos por procesos de revisión (como la apelación) y la de los inocentes víctimas de errores judiciales no reparados (es decir, condenas falsas), la cual, de acuerdo con Ferrajoli, quedará siempre sin calcular.
Centrémonos en los dos primeros componentes de la cifra de la injusticia. Puede observarse en estos casos cómo Ferrajoli considera equivalentes el hecho de ser materialmente inocente y el de ser absuelto (inocente, según el autor, es aquel que recibe una absolución en cualquiera de las instancias del sistema de justicia). Pero por la asimetría referida anteriormente –resultante de la operación de estándares de prueba sumamente rigurosos– la equivalencia “inocente=absuelto” (o viceversa), es injustificada. Una persona que cometió el delito que se le imputa, es decir, una persona que es materialmente culpable, no deja de serlo porque haya recibido una sentencia favorable a sus intereses en un sistema excesivamente garantista y protector del acusado. En otras palabras, la verdad de la proposición “Juan no privó dolosamente de la vida a Pedro” depende exclusivamente del hecho empírico de que Juan no haya privado dolosamente de la vida a Pedro, no de que no se le haya condenado en un proceso (mucho menos si ese proceso reacciona con una absolución ante la más mínima sombra de duda acerca de su culpabilidad), ni siquiera de que se haya probado su inocencia material en el mismo (ya que las pruebas sólo tienen el efecto de sancionar oficialmente alguna hipótesis) (Laudan, 2013, p. 35).
Sostengo que la equivalencia que estamos criticando (“inocente= absuelto” o viceversa) hunde sus raíces en una concepción distorsionada –pero ampliamente difundida y aceptada– del principio de la presunción de inocencia. Según esta concepción, las personas son inocentes (en el sentido material de no haber cometido delito alguno) si y hasta que no se haya probado lo contrario; prueba que, como sabemos, consiste en la ausencia de duda en la mente del juzgador acerca de su culpabilidad, es decir, en la convicción íntima que dicho juzgador tiene de que el acusado cometió el delito.
Al amparo de esta forma de entender la presunción de inocencia –que, repito, es la más común, incluso entre juristas– no tiene ningún sentido decir que alguna vez el juzgador (o el sistema penal en general) absolvió o absolverá a alguien materialmente culpable. La anterior es una categoría simplemente inconcebible ya que, por definición, la inocencia de los individuos consiste en el hecho de no haberse probado su culpabilidad, es decir (y por tanto), en el hecho de haber sido absueltos. De modo que si todos los absueltos son inocentes, pues adiós a las absoluciones falsas. Por las oscuras artes de esta maniobra conceptual, se han esfumado.15
Pero aún hay más que decir al respecto, y es que la versión de la presunción de inocencia mencionada porta la semilla de la tesis de la constitutividad de las resoluciones judiciales, según la cual las sentencias (absolutorias y condenatorias por igual), por su sólo pronunciamiento, constituyen –o crean– los hechos. Esta tesis es dañina no sólo para la sociedad (y/o las víctimas) en el caso de las absoluciones (ya que no se reconoce la posibilidad de que se cometan errores de absolución falsa), sino también para los acusados, particularmente, para los que son genuinamente inocentes que, sin embargo, han sido condenados. Así, como por definición inocencia es igual a ser absuelto, culpabilidad –por el presupuesto de la tesis de la constitutividad– equivale a ser condenado, lo cual impide a su vez (como en el caso de las absoluciones) el hablar de condenas falsas.
Pero estas últimas son precisamente los “errores judiciales” que más preocupan a Ferrajoli (son incluso los únicos que concibe). De hecho, es sobre la meta de reducir su frecuencia al mínimo posible que se levanta el gigante representado por el modelo garantista extremo. ¿No será que ese gigante en realidad tiene pies de paja? Creo que sí.
Para solidificar los pies del gigante, Ferrajoli tendría que estar en condiciones de hablar sin contradicciones de condenas falsas, pero para lograrlo tendría que desprenderse de la tesis de la constitutividad de las resoluciones judiciales, así como de cualquier rastro de ella. Si esto es así, tendría también que desvincularse de la versión anteriormente aludida de la presunción de inocencia. Y si eso sucediera, ello lo tendría que conducir a reconocer frontalmente la posibilidad de que el sistema incurra en absoluciones falsas.
Aunado a lo anterior, si en su instrumental conceptual contara con la noción de un estándar de prueba como dispositivo para la distribución de los errores y pudiera vislumbrar que uno tan exigente como el de la íntima convicción (suponiendo que se traduce en exigir un grado de confianza en la culpabilidad del acusado de alrededor de 90-95%) produce más errores de absolución falsa que los necesarios, y más errores en total, tal vez optaría por un modelo garantista más mesurado (y con menos inconsistencias). Uno que buscara recalibrar el balance de la proporción de absoluciones falsas a condenas falsas, pero antes de ello y prioritariamente, que estuviera orientado a la minimización de estas dos clases de error. En suma, un proyecto semejante al delineado por Laudan en su propuesta de epistemología jurídica.
La aseveración de que el proyecto de Laudan podría ser la base para configurar un modelo de jurisdicción penal garantista, pero mesurado, puede también causar sorpresa a algunos, ya que su propuesta puede malinterpretarse como una defensa contemporánea de procesos inquisitivos –como un debilitamiento de los derechos y garantías del imputado.
Aunque en efecto, algunas de las medidas de reforma que propone implican variar o restringir el contenido de algunos derechos constitucionales del acusado (o incluso considerar –más no decretar automáticamente– su eliminación en ciertos casos), interpretar a Laudan de ese modo –como una defensa moderna del proceso inquisitivo– constituye una tergiversación de sus ideas, ya que su propuesta en ningún momento plantea la anulación de cualquier clase de beneficio de la duda favorable al acusado. Dicho en otras palabras, Laudan acepta que, en la medida en que los costos de los errores de condena falsa son en efecto, mayores que los asociados a las absoluciones falsas, el proceso penal debe incluir una parcialidad o inclinación estructural (es decir, un desbalance epistémico) en beneficio del acusado (2013, pp. 206-208).
Lo que sí propone, entre otras cosas, es canalizar toda la dosis de este beneficio –que una sociedad bien informada estaría dispuesta a conceder– a través del mecanismo que, por su naturaleza, constituye el mejor dispositivo para vislumbrar, mediante su manipulación hipotética, cuánto puede el funcionamiento del proceso penal distanciarse de los lineamientos epistémicos que aplican en aquellos casos en que la indagación no se ve afectada por consideraciones que conciernen a las diferencias relativas de los costos de los errores que es posible co- meter, es decir, cuánto se está inclinando la balanza a favor del acusado. Dicho dispositivo no es otro que el estándar de prueba (ibid., pp. 103-136).
En adición y prioritariamente, el autor sugiere que, una vez fijado el grado de exigencia probatoria respectivo (por vía de determinar la severidad deseada del estándar), las demás reglas procesales se enfoquen exclusivamente en incrementar la probabilidad de que el juzgador de los hechos (juez o jurado) discrimine adecuadamente entre quienes son genuinamente culpables y quienes son genuinamente inocentes, haciendo de los medios de prueba los mejores indicadores posibles de estos estados (Laudan, 2013, pp. 173-208).
A diferencia de Ferrajoli, en el modelo de Laudan las absoluciones falsas y el papel que cierto diseño de la estructura de un proceso penal tiene en términos de dar pie a una mayor o menor comisión de esta clase de errores no pasan desapercibidos. Al contrario, el problema es tratado con la debida atención en el sentido de que se consideran estudios empíricos rigurosamente elaborados que arrojan información acerca de los costos que las absoluciones falsas generan, sobre todo, en el caso de los ofensores reincidentes y, asimismo, en el sentido de que se redimensiona el papel incapacitante que el proceso penal, por vía del pronunciamiento de más sentencias condenatorias verdaderas, puede ejercer precisamente en el caso de los delincuentes de carrera (Laudan, 2009c).
En concreto, como criterio de legitimidad de la jurisdicción penal, Laudan sugiere que ésta debe contribuir al cumplimiento, por parte del Estado, de su obligación consistente en reducir a rangos aceptables el valor de un riesgo agregado, conformado de un lado por el riesgo del ciudadano común de ser víctima de un delito grave (homicidio, violación, etc.), y de otro por el riesgo de toda persona de ser erróneamente condenada (el cual surge simultáneamente y como consecuencia del esfuerzo estatal de proteger a sus habitantes mediante la implementación de un sistema de adjudicación penal, ya que, dada la falibilidad del juicio humano, sobre todo, tratándose de la reconstrucción de situaciones empíricas, aunada a la imperfección del acervo probatorio que se logra recaudar, la posibilidad del error es latente). A dicho compromiso estatal, cuyo debido cumplimiento vuelve racional suscribir el pacto social de convivencia, Laudan (2011c) lo llama la “obligación Laplace-Nozick” (pp. 248-269).
El lector perspicaz habrá notado que la obligación Laplace-Nozick es básicamente una reformulación (un tanto más sofisticada) de los fines que de acuerdo con Ferrajoli persigue el derecho penal, a saber: el de prevenir, reducir o minimizar la tasa de criminalidad (o la frecuencia de los delitos en un periodo concreto) y el de prevenir, reducir o minimizar (la frecuencia en que ocurren) penas arbitrarias y des- proporcionadas. La diferencia radica en que, en el modelo de Laudan, ninguno de los fines referidos tiene a priori mayor jerarquía o prioridad respecto del otro. Del hecho de que el riesgo a reducir, controlar o minimizar sea uno de naturaleza agregada o compuesta, se sigue que cualquiera de los tipos de riesgo que lo componen puede intentar reducirse. La clave está en comprender al menos lo siguiente: que los pasos que se den o las medidas que se tomen para reducir alguno de ellos, impactará negativamente al otro (están, pues, fatalmente interconectados); que esos pasos o medidas implican la modificación estructural del proceso penal y que la decisión de en cuál de los riesgos enfocarse variará de lugar en lugar y, en un mismo país, quizá de un periodo a otro.
Otra gran diferencia es que en la propuesta de Laudan no se da una renuncia apresurada a utilizar al proceso penal para controlar, prevenir o reducir el fenómeno delictivo. En el modelo ferrajoliano, la herramienta fundamental y exclusiva de la que se vale el derecho penal para contribuir al objetivo anterior es la prohibición de realizar ciertas conductas, acompañada de la amenaza de reacción punitiva. En el de Laudan, a la anterior se suma la incapacitación que el proceso es capaz de efectuar respecto de ofensores reincidentes.
Ahora bien, pese a que, en principio, puede optarse por reducir cualquiera de los riesgos que conforman el agregado que corresponde a la obligación Laplace-Nozick, Laudan plantea una forma en que este riesgo compuesto puede reducirse, sin necesidad de optar por centrarse preponderantemente en alguno de sus elementos. Este camino consiste en darle a las reglas procesales un perfil “veritativo-promotor”, lo cual implica, entre otras cosas, habilitar al proceso para que admita toda la evidencia fiable y relevante (restringiendo el uso de dispositivos de exclusión o prohibiciones probatorias) y matizar la severidad del estándar de prueba. Esto último significa renunciar a la tendencia actual de hacerlo todavía más exigente. La versión matizada del estándar lo ubica- ría quizá en los linderos de lo que en Estados Unidos se conoce como el estándar “clear and convincing evidence” (que equivale a una probabilidad de alrededor del 70-75% de culpabilidad) (ibid., pp. 248-269).
Implementar esta tendencia veritativo-promotora permite predecir que en un periodo determinado se aumentará la tasa de condenas verdaderas. Con base en evidencia empírica, puede también predecirse que el incremento de las condenas verdaderas tendrá el efecto de reducir la tasa de criminalidad. Al reducir esta última se está haciendo un mejor trabajo en términos de proteger a los ciudadanos del riesgo de ser víctimas del delito (sobre todo, de delitos graves y, en particular, de aquellos que podrían cometer los delincuentes reincidentes que, de no ser por la recalibración del estándar estarían libres). Si se reduce la tasa de delitos, entonces se reduce también la de denuncias; y si ello ocurre, se reduce el riesgo del ciudadano común de ser erróneamente condenado, ya que, por la reducción de la frecuencia en que el proceso penal se pone en marcha, éste se encuentra menos expuesto a dicho riesgo (ibid., pp. 248-269).
Puede verse entonces, el papel crucial que la búsqueda de la verdad (o el objetivo análogo de minimizar ambas, las condenas falsas y las absoluciones falsas que un proceso penal puede cometer en cierto periodo), desempeña en la reducción del riesgo Laplace-Nozick. Es la materialización genuina de este objetivo –y no exclusivamente la materialización del fin de prevenir penas arbitrarias– lo que tiene mayores probabilidades de simultáneamente contribuir al control del delito mediante la reducción de su frecuencia y a la protección del inocente mediante la concesión a su favor de una dosis de beneficio de la duda que sea social y racionalmente aceptable. De ahí la función legitimadora que una genuina tendencia cognoscitiva desempeña en la jurisdicción penal.
IV. Conclusiones
Como se advirtió en la introducción, al intentar delinear la arquitectura básica de un proceso penal surgen cuestiones cruciales entre las cuales podemos destacar la tensión que se genera entre el objetivo de averiguar la verdad y otros intereses u objetivos como el de proteger al acusado de una condena falsa. A estas alturas me parece que podemos afirmar que el derecho penal mínimo y garantista de Ferrajoli pertenece a una familia de posiciones (como las de Stein o Dworkin) que privilegian excesivamente el segundo de los objetivos mencionados. Las consecuencias de este exceso tienen que ver con el crecimiento desproporcionado de la cifra de absoluciones falsas que previsiblemente pueden cometerse en un periodo determinado. Tienen que ver también con el crecimiento de la cifra total de errores (absoluciones falsas y condenas falsas consideradas en conjunto) y con el crecimiento del riesgo de todo ciudadano de ser víctima de un delito grave (como efecto de la disminución del potencial incapacitante que tiene el proceso, sobre todo respecto de ofensores reincidentes). En efecto, mucho queda por discutir, analizar, revisar y criticar en torno a la propuesta de Laudan.16 Sin embargo, me parece que su análisis al menos sienta las bases de una reflexión que eventualmente puede conducirnos al diseño de procesos penales más balanceados, es decir, de procesos que se funden en una convivencia más equilibrada entre las preocupaciones epistémicas (tendentes a minimizar o reducir el error) y no epistémicas (entre las que se hallan preponderantemente las distributivas del error).
Agradecimientos
Este trabajo forma parte de la serie de productos académicos derivados del proyecto CONACYT clave CB-2010-156846-S, titulado “Políticas públicas en materia de seguridad pública y justicia penal para el estado constitucional mexicano”. Agradezco enormemente los atina- dos comentarios que hicieron los dictaminadores anónimos y particularmente las sugerencias de Amalia Amaya y Raymundo Gama.
Referencias
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Carbonell, Miguel y Salazar, Pedro, 2005: Garantismo. Estudios sobre el pensamiento jurídico de Luigi Ferrajoli. Madrid, Trotta/IIJ-UNAM.
Ferrajoli, Luigi, 2009: Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez et al., 9a edición. Madrid, Trotta.
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Caracciolo, Ricardo, 2013: “El problema de los hechos en la justificación de sentencias”. Isonomía, núm. 38, abril, pp. 13-34.
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Notas
1 Se podría pensar que las herramientas del análisis epistemológico que Laudan plantea sólo son aplicables en el contexto del proceso penal norteamericano, ya que éste constituye el caso particular que Laudan discute en la obra referida. El propio autor disipa tal confusión aclarando que al intentar descifrar cómo podrían ser conducidos los procesos penales si partiéramos de suponer que pronunciar fallos correctos en la mayoría de las ocasiones es la meta principal de aquellos, no partirá de cero; es decir, no propondrá una a una las reglas que conformarían un proceso penal óptimo de principio a fin. Habiendo tomado nota de que claramente existe una multiplicidad de formas diferentes y divergentes de proceder a la búsqueda de la verdad (lo cual es distinto de decir que existen múltiples y divergentes tipos de verdad por encontrar), Laudan propone un limitado conjunto de pautas, principios o, como las llama, de “metarreglas” gene- rales y a tal punto abstractas, que son aplicables a cualquier clase de proceso penal, independientemente de la tradición a la que pertenezca (por ejemplo, independientemente de si, como en el caso de los Estados Unidos, la función de juzgador de los hechos sea preponderantemente encomendada a un jurado, o bien, como en nuestro país, ésta sea desempeñada por el propio juez) (Laudan, 2013, p. 29).
2 Y podríamos agregar, a la congruencia con la tesis que sostiene que cualquier proceso jurisdiccional (civil, penal, etc.) desempeña la función primordial de “aplicar” el derecho sustantivo a los casos concretos (Ferrer, 2011; Caracciolo, 2013).
3 Intuición que, en principio, es correcta en la medida en que una condena falsa absorbe los costos de una absolución falsa ya que además del daño causado al inocente, el sistema no fue capaz de capturar al culpable del delito en cuestión, mismo que, de ser un ofensor reincidente, sigue libre para continuar delinquiendo.
4 El autor en comento observa que dicha versión de utilitarismo penal no reformado se desarrolla originalmente como doctrina jurídica y política, por obra del pensamiento jusnaturalista y contractualista del siglo XVII, en el cual se sientan las bases del estado de derecho (y del derecho penal) moderno.
5 Como se sabe, en gran medida el utilitarismo penal es, a su vez, una suerte de reacción frente a la doctrina del retribucionismo, la cual ve en la imposición de penas un imperativo moral ineludible consistente en la recuperación del equilibrio causado por la comisión de algún delito, equilibrio que, por su parte, se restaura infligiendo al perpetrador un daño proporcional al realizado. Para esta doctrina, la pena es un fin en sí mismo. En ese sentido, queda fuera del radar moral si su imposición genera consecuencias tildadas de benéficas o deseables, porque benefician a algún grupo, a la mayoría o a la totalidad de la sociedad. Imponer una pena semejante en magnitud al daño ocasionado es algo que se debe hacer siempre, sin mayores miramientos y sin necesidad de ulteriores cavilaciones acerca de lo que lo justifica, simplemente porque eso –imponer la pena correspondiente– es lo moralmente correcto.
6 De acuerdo con nuestro autor, la política criminal basada en la relación instrumental previa –que concibe a la corrección, rehabilitación o incapacitación del reo como medios óptimos para preservar el orden y la cohesión social– no puede frenar su tendencia a lo que Ferrajoli denomina “derecho penal máximo”, ya que si lo que se busca es maximizar la eficacia de las normas penales, ello puede conducir a seguir el camino del aumento progresivo y constante en la severidad de las penas (cada delito cometido representa el fracaso o la ineficacia del ordenamiento penal, lo cual acarrea el incremento cada vez mayor del castigo hasta llegar, incluso, a la pena de muerte). En palabras de Ferrajoli, pese a que esta clase de utilitarismo brinda garantías contra el terrorismo penal judicial (en la medida en que la discrecionalidad de los jueces se ve limitada, al menos en parte, por las prohibiciones jurídico-formales que sirven como criterio de decisión), no impide el terrorismo penal legislativo (cuyo presupuesto, erróneo por cierto, es que la eficacia de la pena descansa en su severidad).
7 El problema es que, dado que el fenómeno de la criminalidad no puede erradicarse del todo y que siempre es posible, por más esfuerzos que se realicen, que los jueces incurran en errores como el de condenar falsamente a alguien (cosas que Ferrajoli hace bien en reconocer), necesariamente convivimos con cierta cuota de lesiones a los derechos, tanto de víctimas, como de acusados, causadas respectivamente por delincuentes y el Estado. En este escenario inevitable, una de las preguntas que surgen es ¿cómo determinar la cuota socialmente aceptable o tolerable de ambas clases de lesión? Responder es crucial en virtud de que la respuesta constituye el criterio más importante para evaluar el desempeño del proceso penal en un periodo determinado, así como el del propio Estado en términos del cumplimiento de sus obligaciones derivadas del pacto de convivencia social (hipotéticamente y con fines de justificación de su existencia) celebrado con los ciudadanos.
8 Es decir, con la cifra de delitos probablemente cometidos, pero no denunciados, la cual normalmente se obtiene de encuestas de victimización.
9 El propio Guzmán termina por reconocer que, en definitiva, en un modelo garantista como el de su maestro, “parece conveniente abandonar de una vez por todas la idea de que la búsqueda de la verdad es el fin del proceso penal, para no generar confusiones teóricas ni prácticas... La extirpación de esta idea arraigada en la cultura penalista probablemente conduciría a reducir las confusiones teóricas cuando se analiza la temática referida a los roles del juez, del fiscal y del imputado en el proceso y, consecuentemente, a eliminar las intromisiones ilegítimas (y muchas veces innecesarias) de la magistratura, que se producen en la práctica... En efecto, el abandono de la idea de la búsqueda de la verdad como meta del proceso penal no implica en absoluto el abandono de la idea de la ‘certeza subjetiva’ (‘más allá de toda duda’) respecto de la confirmación de la hipótesis acusatoria, como requisito para la aplicación de la sanción penal.” (Guzmán, 2006, pp. 116-117.)
10 Garantías que tornan la hipótesis acusatoria empíricamente verificable y refutable, pero que además exigen su concreta verificación y desplegar esfuerzos, también concretos, para su refutación.
11 Para el abordaje del problema de la subjetividad en la determinación relativa a si un estándar de prueba se satisface o no, derivada de la ambigüedad y vaguedad con que tal estándar puede estar formulado, véase Laudan, 2011b, pp. 57-86.
12 Esta es una de las más importantes lecciones que se derivan del análisis de Laudan acerca de un estándar de prueba como mecanismo privilegiado para la distribución de los errores. Véase Laudan, 2013, pp. 103-136.
13 Piénsese en aquellos casos de absueltos respecto de quienes el juzgador de los hechos (juez o jurado) concluye que su grado de culpabilidad, de acuerdo con las pruebas disponibles, fluctuó entre, digamos, 60 y 89% (claro, suponiendo que se pudieran realizar atribuciones de probabilidad tan precisas a nuestras hipótesis). Estas personas han sido correctamente absueltas si el estándar de prueba vigente exige concluir que a la hipótesis de culpabilidad se le puede asignar un valor de 90% o más. Sin embargo, parece que tenemos buenas razones para creer que son culpables en el sentido material. En otras palabras, la creencia en su muy probable culpabilidad estaría justificada (precisamente con base en las pruebas que permiten atribuir a la hipótesis de culpabilidad, alguno de los valores de nuestro ejemplo).
14 Dada la ambigüedad de una absolución, es decir, teniendo en cuenta lo poco informativos que son los veredictos absolutorios en sistemas donde imperan estándares de prueba como los mencionados, Laudan ha sugerido incluso la posibilidad teórica de contar con un mecanismo de más de dos fallos. Por ejemplo, uno que esté en condiciones de emitir fallos de culpabilidad, de culpabilidad probable, de inocencia y de inocencia probable. Un dispositivo como este puede funcionar mejor como base para determinar en qué casos estamos dispuestos, como sociedad, a otorgar efectos de exoneración a las absoluciones que el sistema produce (Laudan, 2009b).
15 Pero no necesitamos ser demasiado ingeniosos para refutar la tesis conceptual de la inexistencia de absoluciones falsas. Piénsese, por ejemplo, en el caso de O. J. Simpson. Muchos juristas expertos piensan que, en realidad, el sujeto mató a su esposa, lo cual, aunque no pudo demostrarse en el juicio penal, si pudo hacerse en otro de naturaleza civil (esto no es extraño para nada, precisamente porque en esta rama suele operar un estándar de prueba menos exigente que el de “más allá de toda duda razonable”).
16 Como introducción a las críticas y problemas que desde mi punto de vista pueden hacerse a Laudan, véase Aguilera, 2013.