Corrupción, democracia y responsabilidad política*

Jesús González Amuchastegui
Consejo General del Poder Judicial, España

Corrupción, democracia y responsabilidad política*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 10, 1999, pp. 7 -24

1. Introducción.

El objetivo que me gustaría alcanzar en esta conferencia consiste en responder la siguiente pregunta: ¿Hay más corrupción en las democracias o en los regímenes totalitarios? Sin embargo, entiendo que es más razonable definir el objetivo de manera más modesta, y limitarlo a plantear correctamente dicha cuestión y proponer algunas ideas que puedan ayudarnos a responder la pregunta anterior. Mi punto de partida, tal y como tendré oportunidad de comentar con más detalle en páginas posteriores, asume la corrupción como un fenómeno permanente, existente en todas las sociedades, y por lo tanto presente tanto en regímenes democráticos como totalitarios. Asimismo, rechazo la posiciones de principio que niegan la posibilidad de debatir la cuestión que aquí me preocupa, al resolver el problema con afirmaciones grandilocuentes del siguiente tenor: «en las dictaduras la corrupción es mucho mayor, puesto que la dictadura es en sí misma la corrupción»; «si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente»; o «la corrupción no es solamente tolerada en las dictaduras, sino que éstas necesitan de la corrupción para sobrevivir». Entiendo que la cuestión es bastante más compleja, requiere de un profundo análisis y no puede ser despachada con una simple declaración de principios, por agradable que resulte a oídos de los demócratas. Sí me permito en todo caso adelantar dos tesis, que pueden resultar de utilidad para enmarcar correctamente la cuestión:

Por último, pretendo proponer un determinado concepto de responsabilidad política, característico de lo que debería ser un régimen democrático, que puede ayudar a resolver algunos de los problemas que los fenómenos de corrupción plantean en dichos regímenes.

2. ¿Qué es corrupción?

Si siempre es necesario comenzar la reflexión sobre cualquier problema con relevancia política por un análisis del significado de los términos presentes en el mismo, esa precaución es mucho más necesaria ante el problema que nos ocupa. Y ello es así, porque resulta sumamente difícil abordar de manera desapasionada una cuestión que divide a las opiniones públicas de los países en los que dicho problema existe; que enfrenta a las clases políticas; que ha sido utilizado como arma arrojadiza en el juego político; que pone en cuestión la legitimidad no sólo de actores políticos básicos en los sistemas democráticos -estoy haciendo referencia obviamente a los partidos políticos-, sino incluso de los poderes fundamentales en los países en los que la separación de poderes es un principio fundamental.

Abundando en esa dificultad, querría añadir que nos encontramos ante un término que cuenta con una extraordinaria carga emotiva, ciertamente de carácter peyorativo. Veamos en primer lugar, la definición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española:

Corrupción: acción y efecto de corromper o corromperse

Dejemos de lado, por llamativas que resulten, las referencias a los jueces (¿por qué se les cita expresamente, y no se hace lo mismo con otros funcionarios?), o las de carácter sexista, que impedirían a las mujeres heterosexuales y a los varones homosexuales ser considerados corruptores, incluso si sedujeran o pervirtieran a un varón, y limitémonos a destacar la numerosa presencia de palabras emotivamente negativas en la definición de «corromper»: podrir, depravar, pervertir, viciar, oler mal. ¿Acaso no es posible explicar el significado de corrupción sin recurrir a palabras o expresiones que por sí mismas provoquen rechazo en quienes las escuchan?

Si acudimos a Aristóteles, veremos cómo el significado de corromper es todavía más desfavorable. En efecto, Aristóteles en su obra Acerca de la generación y la corrupción 1 oponía la corrupción a la generación, y la identificaba con el no-ser, con la pérdida de los rasgos esenciales del objeto corrompido. Sus palabras textuales son muy ilustrativas:

Sin embargo, al común de la gente le parece que la mayor diferencia es la que se da entre lo perceptible y lo no perceptible, pues dicen que hay generación cuando el cambio culmina en una materia perceptible, y que hay corrupción cuando culmina en una materia imperceptible. Así definen al ente y al no-ente, por el ser y no ser percibido, de modo que resulta que lo conocido es y lo no conocido no es (pág. 41).

y más adelante abunda en la misma idea:

Pues así como se usa el término de corrupción absoluta cuando algo llega a lo imperceptible y al no-ente... (pág. 43).

Parece claro que la utilización del término corrupción en el lenguaje moral y político, precisamente por la evidente carga emotiva desfavorable del mismo, dificulta el diálogo y el análisis riguroso, pues normalmente evitaremos utilizar el término en cuestión para hacer referencia a aquellos supuestos -¿de corrupción?- en los que nosotros -o los nuestros- estemos implicados, mientras que procuraremos utilizarlo para hacer referencia a aquellos comportamientos de los otros que -aunque quizá no se ajusten escrupulosamente a una noción rigurosa de corrupción- consideremos merecedores de crítica. Tildar a alguna persona o acción de corrupta, no sirve tan sólo para tipificar un determinado comportamiento o calificar a una determinada persona, sino que provoca una estigmatización que puede ir más allá de lo razonable. Considerar a alguien como corrupto tiene una gravedad extrema, pues no es exagerado decir que -en el uso habitual del lenguaje- supone negarle su esencia; un político corrupto es algo más que un político corrupto, es un no-político; un juez corrupto no es solamente un mal juez, es alguien que no es acreedor a tal título; un religioso corrupto no es simplemente un mal religioso, es un no-religioso que, con seguridad, deberá ser expulsado de la comunidad a la que pertenece.

En un contexto de tanta emotividad y esencialismo, no es extraño que un conocido y destacado jurista español, Perfecto Andrés Ibáñez, haya comenzado su introducción al libro colectivo Corrupción y Estado de Derecho. El papel de la jurisdicción 2 planteando una vieja preocupación que -como él mismo recuerda- recorre la historia del pensamiento político, desde San Agustín a Kelsen, a propósito de la experiencia del poder: ¿cómo distinguir el poder de las instituciones estatales legítimas, del ejercido por una banda de ladrones? Pareciera del tenor de sus palabras que la corrupción convirtiera las instituciones estatales en un principio legítimas, no en instituciones estatales legítimas mal -inmoral o/y delictivamente- gobernadas -y por tanto, susceptibles de crítica, reforma y cambio de titulares-, sino en «no-instituciones» regidas por una banda de ladrones. Creo que la diferencia es muy relevante. No discrepo del tono crítico de Perfecto Andrés hacia la evolución que muchos Estados democráticos han seguido sobre todo en las dos últimas décadas 3 , ni de la constatación que realiza Luigi Ferrajoli en su contribución al mismo libro de la divergencia existente entre el modelo normativo del Estado democrático de Derecho y su funcionamiento de hecho 4 . Tan sólo manifiesto mi desagrado ante la utilización de un lenguaje cargado, en mi opinión, de más emotividad de la conveniente.

Asimismo, en contextos donde el fenómeno de la corrupción ha alcanzado niveles preocupantes -y yo no dudaría en incluir a mi país en dicho contexto- y donde al mismo tiempo, el juego político desborda en ocasiones las reglas del juego limpio -algo que yo tampoco dudaría en afirmar que ha ocurrido en mi país-, el mero intento de abordar de manera razonable, desapasionada y rigurosa el problema que ahora nos ocupa puede ser descalificado por no incluir una denuncia militante de determinados supuestos de corrupción 5 .

A pesar de todo ello, la observación inicial de esta conferencia sigue plenamente vigente: cualquier reflexión sobre la corrupción debe comenzar con un análisis riguroso, desapasionado y no emotivo del significado del término. Sólo si partimos de un análisis de estas características, seremos capaces de captar el problema de la corrupción en toda su dimensión, y habremos recorrido la primera etapa, si no de su solución, sí al menos de su atenuación. Una apasionada denuncia de la corrupción, quizá sea condición necesaria para paliar sus devastadores efectos, mas con seguridad no es condición suficiente para alcanzar tan loable fin. Para ser sinceros, habría que añadir que ese análisis conceptual previo que estoy reclamando, tampoco es condición suficiente para atajar la corrupción, pero -y eso es lo único que estoy diciendo- sí es condición necesaria. Sin identificar rigurosamente un problema con dificultad podremos diseñar soluciones al mismo.

En este punto mi planteamiento es claramente tributario del análisis del fenómeno de la corrupción llevado a cabo por Ernesto Garzón Valdés 6 y por Francisco Laporta 7 . Trataré de exponer brevemente las notas básicas que considero características del fenómeno de la corrupción, remitiéndome para un análisis más en profundidad del problema a los dos artículos citados.

  1. A) Entiendo que debemos partir de la constatación de que nos hallamos ante un fenómeno de carácter permanente, que pone de manifiesto un hecho incontrovertible, «que la corrupción es algo que existe siempre, cualquiera que sea el sistema político y el tiempo en el que pensemos» 8 . Se ha llegado a decir, yendo ciertamente más allá de la anterior constatación, que el grado óptimo de corrupción no es el grado cero, aduciendo en favor de tal tesis dos razones: por un lado, los medios necesarios para alcanzar ese grado cero de corrupción pueden tener efectos indeseables; y por otro, la funcionalidad de un cierto nivel de corrupción tanto a efectos económicos como políticos.

    Al margen de estas consideraciones, quiero poner de relieve que, si la corrupción es un fenómeno permanente -y acabo de afirmar que lo es-, no será un fenómeno existente únicamente en los regímenes totalitarios o dictatoriales, sino que con seguridad existirá también en regímenes democráticos, que no por ello dejarán de serlo. Democracia y corrupción, al igual que democracia y prevaricación, democracia y asesinato... no son términos incompatibles. Si bien no estoy diciendo que haya que aprender a convivir con la corrupción, ni que haya que bajar la guardia en la lucha contra la misma, sí estoy pretendiendo alertar, por un lado, contra los planteamientos esencialistas en este terreno, que basándose en la existencia de corrupción en sistemas democráticos, pueden llegar a negar la legitimidad de las instituciones democráticas y a proponer soluciones al margen de los cauces democráticos; y por otro, tanto contra los propugnadores de paraísos donde la corrupción es un fruto desconocido, como contra quienes se presentan como capaces de erradicarla fulminantemente. Más adelante volveré sobre esta idea.

  2. B) En segundo lugar, cuando hablamos de la corrupción en general debe quedar claro que ésta se da tanto en la esfera pública como en la privada 9 . Si bien es verdad, como ha señalado Garzón Valdés 10 , que el concepto de corrupción está lógicamente vinculado al de sistema normativo, sería erróneo identificar sistema normativo con sistema normativo político, pudiendo la corrupción referirse a sistemas normativos religiosos, económicos, deportivos... Si no le interpreto mal, algo no muy diferente sostiene Alejandro Nieto al analizar los ámbitos de aparición del fenómeno de la corrupción 11 , y afirmar lo siguiente:

La corrupción aparece, con mayor o menor gravedad, en todos y cada uno de los ámbitos de la vida social: en las relaciones familiares y amistosas, en los negocios, en los campeonatos de fútbol y combates de boxeo, dentro de las empresas y organizaciones no gubernamentales, en la adjudicación de premios literarios, en obispados, parroquias, y Cruz Roja, a lo largo de los procesos electorales y, sobre todo, en el funcionamiento de las Administraciones públicas (...) No caben, contra lo que suele creerse, vicios públicos en un contexto social virtuoso...

Esta última consideración no debe servir para negar que el fenómeno más interesante y más preocupante sea precisamente la corrupción política, que es la que se produce en la esfera pública, ni debe llevarnos -lo digo una vez más- a bajar la guardia ante el fenómeno en cuestión. Todo lo contrario. Pone de relieve la gravedad del problema y apunta a que las soluciones al problema deben ir más allá de una crítica a -o destitución de- determinados políticos y funcionarios públicos.

  1. C) Se produzca en la esfera pública o en la esfera privada, lo cierto es que, como ha señalado Garzón Valdés 12 , en los fenómenos de corrupción es necesaria la presencia de una autoridad o de un decisor, entendiendo por tal todo agente con capacidad para tomar decisiones y cuya actividad esté sujeta a determinados tipos de deberes 13 que se adquieren -a diferencia de los deberes naturales, que valen para todos y con respecto a todos los individuos, sin que importe el papel social que ellos desempeñen- a través de algún acto voluntario en virtud del cual alguien acepta asumir un papel dentro de un sistema normativo.

    Lo característico de la corrupción es que implica la violación de algún deber por parte de un decisor, y por ende un acto de deslealtad con respecto al sistema normativo relevante. Esta idea de deslealtad -como elemento característico de la noción de corrupción- me parece necesario destacarla, pues la lucha contra la corrupción pasa -como luego veremos- por una potenciación de los mecanismos de lealtad al sistema; y quizá éste sea uno de los puntos débiles de los sistemas democráticos contemporáneos. Si bien es verdad que el reproche moral que merezca esta deslealtad dependerá de la calidad moral del sistema normativo relevante, pudiendo imaginar supuestos en los que dicha deslealtad sea incluso acreedora a elogios, lo cierto es que la noción de deslealtad debe ir prima facie acompañada de crítica, que estará tanto más justificada -cuando hablemos de corrupción política- cuanto más democrático sea el sistema normativo relevante. Más adelante volveré sobre esta idea.

  2. D) Por último, todo comportamiento corrupto persigue la obtención de un beneficio para el agente decisor, el cual utiliza su poder de decisión -reconocido por el sistema normativo relevante- no para cumplir el deber posicional que habían adquirido, sino para obtener un beneficio personal (extraposicional) 14 ; ese poder de decisión se convierte, en definitiva, en fuente de enriquecimiento privado.

3. Corrupción y democracia.

Fue la lectura de los artículos antes citados de Francisco Laporta y Ernesto Garzón Valdés la que me condujo a plantearme el problema que estoy intentando abordar en estas líneas: «¿Hay más corrupción en las democracias o en los regímenes totalitarios?». La razón de mi interés hay que buscarla en la diferente respuesta que entiendo ambos autores dan a este interrogante. En efecto, Laporta concluye respecto de las relaciones entre corrupción y democracia, afirmando que «un Estado democrático de Derecho es el sistema político que menos favorece la corrupción y es el sistema político que mejor lucha contra la corrupción» 15 . Obviamente, admite Laporta, esto no quiere decir que en las democracias no haya corrupción; sino simplemente que en las democracias las condiciones para la corrupción son tendencialmente menores que en las dictaduras; que si en un sistema democrático se producen casos de corrupción, éstos se darán en algunos intersticios del sistema a los que no haya llegado bien el efecto democratizador; y que en las democracias se está en disposición de descubrir con cierta facilidad los casos de corrupción.

Por su parte, Garzón Valdés comienza su trabajo criticando dos perspectivas muy frecuentemente adoptadas en el estudio del fenómeno de la corrupción: por un lado, la que denomina «perspectiva de la modernización», la cual sostiene que cuanto mayor sea el grado de desarrollo o de modernización de una decisión política, tanto menor habrá de ser el grado de corrupción. Con palabras de Garzón, «la realidad cotidiana de los países altamente industrializados ha puesto de manifiesto la falsedad de esta tesis». La segunda perspectiva es la denominada «de la moralidad», la cual en una de sus versiones tiende a establecer una cierta correlación entre mayor democracia y menor corrupción, o lo que es lo mismo, entre dictadura y corrupción. Garzón no duda en señalar que dicha correlación no es empíricamente sostenible y añade, basándose en John Elster, que «es significativo que haya habido menos corrupción bajo Stalin que bajo los regímenes soviéticos o rusos subsiguientes y que las democracias occidentales abunden en ejemplos de corrupción gubernamental» 16 .

Podría decirse que la discrepancia que acabo de apuntar entre Laporta y Garzón no es tal, pues mientras Laporta se mueve en el plano normativo -no habla de las democracias tal y como realmente existen, sino de la democracia como modelo ideal de organización-, la afirmación de Garzón se mueve en el terreno empírico. Sin embargo, siendo esto último en gran medida verdad, no es menos cierto que Laporta parece sostener que en las democracias -en las realmente existentes- los casos de corrupción son anecdóticos comparados con los existentes en los países dictatoriales. Así, dirá, según hemos visto, que «si en un sistema democrático se dan casos de corrupción tenderán a darse predominantemente en algunos intersticios del sistema a los que no ha llegado el efecto democratizador». Y anteriormente había afirmado que «...en las dictaduras la corrupción es tendencialmente más intensa que en las democracias. La presunta mano dura de los dictadores no sirve sino para evitar que se sepa lo que sucede bajo todo el caudal de decisiones arbitrarias de las que no se responde ante nadie. Y lo que sucede, digámoslo sin paliativos, es que se roba a manos llenas» 17 .

Ciertamente, no es fácil establecer comparaciones fiables entre los niveles de corrupción reales existentes en las democracias tal y como existen -con las graves divergencias con respecto al modelo normativo ideal en las que tanto insiste Ferrajoli, por ejemplo- y los existentes en los regímenes dictatoriales. No es fácil comparar datos reales. En primer lugar, porque existe una absoluta falta de información veraz en las dictaduras. De ahí que en muchas ocasiones cuando se constata que se conocen más casos de corrupción en países democráticos que en países totalitarios, quepa preguntarse si es cierto que en las democracias hay más corrupción o es que simplemente se conoce mejor la realidad. Puede ocurrir que no haya más corrupción, sino que simplemente se conoce mejor; aunque también podría ser que efectivamente hubiera más corrupción y además se conociera mejor 18 . En segundo lugar, porque no hay estadísticas mínimamente fiables. Además, si se trata de comparar el nivel de corrupción existente en un mismo país -por ejemplo, España- en diferentes momentos de su historia política -la dictadura franquista y la democracia-, a las dificultades anteriores hay que añadir una tercera relacionada con la más que probable existencia de cambios en factores externos decisivamente influyentes en la realidad de cada país; de tal modo que la razón última de un hipotético mayor nivel de corrupción en la España democrática que en la España franquista probablemente habría que buscarla en determinados cambios operados en la realidad política y económica mundial precisamente durante los primeros años de la instauración de la democracia en España, y no en la democracia en sí. Por tanto, la reflexión que aquí estoy proponiendo no va a desarrollarse en un terreno empírico. No es una reflexión de corte sociológico que descanse en un riguroso conocimiento empírico de la realidad.

La cuestión que estoy abordando es de otra índole. Estoy planteándome si existen factores característicos de los regímenes democráticos, por tanto, no presentes en una dictadura, por definición, que puedan favorecer la corrupción, de modo tal que pudiéramos hablar de una corrupción genuinamente democrática, o quizá más propiamente, de costes (necesarios) de la democracia.

Me van a permitir que comience con una larga cita de Alejandro Nieto porque refleja meridianamente el problema que yo quiero plantear, si bien adelanta además una respuesta al mismo con la que no me siento especialmente identificado:

De las consideraciones que anteceden se deduce sin lugar a duda que la corrupción democrática ofrece unos caracteres específicos muy distintos de la dictatorial o socialista: un dato mucho más importante que la corrupción cuantitativa de sus prácticas. Lo que de veras interesa no es tanto conjeturar si el poder constitucional extorsiona hoy más o menos que lo hacía antes el franquista, sino conocer los factores propios de la corrupción que se desarrolla en un Estado democrático. La presencia de partidos políticos y de sindicatos, la celebración de elecciones, la necesidad de que los ciudadanos abandonen intermitentemente sus ocupaciones privadas para dedicarse a la gestión de la cosa pública, la profesionalización de la carrera política y sindical, son factores que inciden muy pesadamente en las prácticas corruptas tradicionales prestándoles un color democrático característico 19 .

Recuerdo que mi punto de partida sobre este tema radicaba en la asunción de la corrupción como un fenómeno permanente, no existente únicamente, por tanto, en los regímenes totalitarios o dictatoriales. Democracia y corrupción -he dicho anteriormente- no son términos incompatibles, como tampoco lo son democracia y prevaricación, democracia y asesinato o democracia y fraude fiscal... Cabría calificar, en consecuencia, al régimen político de un determinado país imaginario como «democracia con un alto grado de corrupción» sin necesidad de -asumiendo planteamientos esencialistas, que nos recordarían a las tesis de Aristóteles antes vistas- decir que nos encontraríamos ante una «no-democracia». Y sin embargo, me parece que no sería consistente calificar a un país en principio democrático con altísimos niveles de corrupción como «democracia corrupta», pues parece innegable que en la expresión «democracia corrupta» hay algo de auto-contradictorio; sin lugar a dudas por la presencia en la citada expresión de dos palabras con carga emotiva de signo opuesto; por un lado, «democracia» con una fuerte carga emotiva favorable; y por otro lado, «corrupta», con una no menos fuerte carga emotiva, pero de carácter negativo; pero también porque, como se ha sostenido por diferentes autores, la corrupción socava las bases del Estado de Derecho 20 , y puede acabar implicando la quiebra de la necesaria lealtad democrática, al sustituir el interés público por el privado, negar los principios de igualdad y de transparencia, y favorecer el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los medios públicos, de tal modo que cuando la corrupción alcanza un nivel de extraordinaria gravedad -que cuestiona la separación de poderes, la independencia del poder judicial, el papel mediador de los partidos políticos...-, podría ocurrir que fuera ilusorio seguir hablando de democracia -incluso de democracia corrupta.

Tenemos, por lo tanto, una primera hipótesis a barajar: cabe hablar de «dictaduras corruptas» y no cabe hablar de «democracias corruptas», lo cual indica que la relación con la corrupción es diferente entre la dictadura y la democracia.

Esto supuesto, me parece que un modo útil de intentar avanzar en la respuesta a la pregunta que hemos planteado consistiría en determinar, en primer lugar, cuáles son las causas de la corrupción, para posteriormente analizar si esas causas se dan -y con qué peculiaridadesen los regímenes democráticos. Con respecto a la primera cuestión, voy a seguir la clasificación de las causas de la corrupción propuesta por Laporta 21 . Distingue Laporta entre causas genéricas, causas específicas, y la que denomina causa última de la corrupción. Asimismo hace una mención a la ecuación básica de Klitgaard 22 , que señala una triple condición formal o estructural de la corrupción.

(A) Causas genéricas .- Entiende Laporta por causas genéricas de la corrupción aquel conjunto de circunstancias sociales y económicas muy abstractas que parecen favorecer la aparición de la corrupción, y cita las siguientes:

  1. Rápido crecimiento económico y modernización como consecuencia de un cambio de valores, de la aparición de nuevas fuentes de riqueza y poder, y de la paralela expansión de la Administración.

  2. Incremento sensible de las oportunidades políticas en relación con las oportunidades económicas, de modo que la política se convierte en un medio de promoción profesional y social.

  3. Cambio en el marco en el que se desarrolla la actividad económica, por ejemplo, mediante la apertura de una economía autárquica a la competencia internacional, y el consiguiente incremento de oportunidades económicas en un contexto competitivo y desconocido.

  4. Desequilibrio institucional entre el protagonismo de algunos agentes y los recursos necesarios para jugar su papel, que puede conducir a buscar dichos recursos mediante prácticas poco ortodoxas.

(B) Causas específicas.- Para determinar un conjunto de causas más específicas que pueden favorecer la corrupción, Laporta se basa en la propuesta realizada por una renombrada especialista en estas cuestiones, Anne Deysine 23 , la cual sugiere las siguientes:

  1. Salarios públicos de bajo nivel.

  2. Interinidad de la función pública.

  3. Ausencia, debilidad o escasa probabilidad de sanciones, bien por falta de reproche legal, por falta de sanciones legales, o por ineficiencia.

  4. Sobrerregulación administrativa o ineficiencia de gestión, que puede servir de estímulo a la práctica de comportamientos corruptos.

  5. Gran magnitud económica de las consecuencias de la decisión pública a tomar.

  6. Doble lealtad del agente público (lealtad al público y lealtad a la organización que puede haber contribuido a su promoción a la condición de agente público).

  7. Falta de competitividad o inexistencia de mercado abierto en relación con la decisión del agente.

  8. Defectos en la organización burocrática que puede redundar en falta de control interno.

(C) Condición formal de la corrupción.- Laporta formula su (triple) condición formal de la corrupción a partir de la denominada por Robert Klitgaard ecuación básica de la corrupción y que rezaba del siguiente modo:

Corrupción es igual a monopolio de la decisión pública más discrecionalidad de la decisión pública menos responsabilidad (en el sentido de obligación de dar cuentas) por la decisión pública.

Como señala Laporta, esta ecuación nos dice que la corrupción florecerá en aquellos contextos en los que las decisiones públicas se toman en régimen de (cuasi)monopolio, con amplias facultades discrecionales y sin mecanismos estrictos de rendición de cuentas. Por el contrario, las prácticas corruptas encontrarán serios obstáculos cuando los agentes decisores reflejan la pluralidad existente en la sociedad, cuando su margen de decisión está fijado normativamente, y cuando los criterios de control y rendición de cuentas son estrictos.

(D) Causa última.- Si hablamos de comportamientos humanos, y esto es lo que estamos haciendo al hablar de la corrupción, cualquier construcción que parta de una concepción moral liberal que asume que los seres humanos son agentes morales racionales, debe rechazar cualquier análisis de las causas de la corrupción que finalizara tras exponer las causas genéricas, las específicas y la (triple) condición formal de la corrupción, pues el análisis de los contextos jurídicos, políticos, económicos y sociales que puedan favorecer las prácticas corruptas, no pueden servirnos para derivar necesariamente de ellos la realización de dichas prácticas. Desde una perspectiva liberal, los individuos no están determinados, y si incurren en prácticas corruptas, no es porque se haya abierto el país a la economía internacional, la organización burocrática sea radicalmente ineficiente o gocen de amplios márgenes de discrecionalidad a la hora de adoptar decisiones, por las que además no deberán rendir cuentas. Si incurren en prácticas corruptas es porque han tomado esa decisión, la de realizar un comportamiento corrupto. Y ésta es la causa última de la corrupción a la que alude Laporta, la conducta deshonesta del actor público. Sus palabras son muy elocuentes:

En último término la corrupción se da única y exclusivamente porque un individuo, sea cual sea su entorno, toma la decisión de realizar una acción determinada, la acción corrupta. Y ésta es la razón por la que siempre existirá la corrupción: no hay ningún sistema de control posible ni ningún antídoto tan eficaz como para impedir totalmente una opción individual de este tipo. En todo caso ese sistema o ese antídoto tendrán muchas más fuerzas si son internos al individuo (educación, convicciones, etc.) que si son meramente externos 24 .

La cuestión que nos tenemos que plantear a continuación es si alguna de estas causas se dan sólo o con más fuerza en contextos democráticos. No voy a hacer un análisis exhaustivo de la totalidad de ellas, pues me interesa centrar mi atención en la denominada ecuación básica de la corrupción y en la que Laporta llama condición última de la corrupción.

Probablemente de entre las que hemos denominado causas genéricas, la segunda -es decir, el incremento sensible de las oportunidades políticas en relación con las oportunidades económicas, de modo que la política se convierte en un medio de promoción profesional y social- y la cuarta -el desequilibrio institucional entre el protagonismo de algunos agentes y los recursos necesarios para jugar su papel, que puede conducir a buscar dichos recursos mediante prácticas poco ortodoxas- pueden darse más en regímenes democráticos que en las dictaduras. Ciertamente la democracia implica -y esto no dudo en presentarlo como uno de sus activos- una apertura de la actividad política y sindical a la totalidad de la ciudadanía; ese acceso a la actividad política a sectores sociales a los que la política les está vedada en las dictaduras, lleva implícitas nuevas vías de promoción personal y profesional, y la posibilidad de utilizar la actividad política como medio de enriquecimiento personal. Mi tesis sobre este punto sería que estamos ante un problema inseparable de la idea de democracia, coste, por otro lado, compensado con creces por las ventajas asociadas a esa democratización de la vida política.

Por otro lado, es verdad que en democracia se puede dar ese desequilibrio institucional entre el protagonismo de algunos agentes y los recursos necesarios para jugar su papel, que puede conducir a buscar dichos recursos mediante prácticas poco ortodoxas. Ésta es la razón por la que muchos partidos políticos en diferentes países democráticos se han visto tentados a buscar vías ilegales de financiación. Creo que aunque se trata de un problema de extraordinaria gravedad, no es irresoluble ni constituye un elemento necesario en las democracias.

De entre las causas que hemos llamado específicas, es probable que la tercera -ausencia, debilidad o escasa probabilidad de sanciones, bien por falta de reproche social, por falta de sanciones legales, o por ineficiencia- esté más presente en las democracias que en las dictaduras. Es igualmente probable que la sexta -doble lealtad del agente público (lealtad al público y lealtad a la organización que puede haber contribuido a su promoción a la condición de agente público)- se dé si no con más intensidad en democracia que en dictadura, sí con algunas características peculiares. Creo, sinceramente, que nos encontramos ante uno de los fenómenos más preocupantes de las actuales democracias, que refleja la debilidad del compromiso de los ciudadanos con la comunidad, y la sustitución de esa lealtad a la comunidad por otra profesada a determinadas organizaciones. La expresión más grave de este fenómeno se ha concretado en una «colonización» de la Administración por los partidos políticos.

Entrando en el análisis de la «ecuación básica de la corrupción», podemos darla por buena: mayor concentración en los procesos de toma de decisiones, mayor discrecionalidad en los decisores, y menor responsabilidad por las decisiones tomadas, implican necesariamente mayor corrupción. Tras analizar dicha ecuación, Laporta concluye de manera rotunda:

Si traducimos al lenguaje político los elementos de la ecuación, enseguida caemos en la cuenta de que quien toma las decisiones en régimen de monopolio personal, arbitrariamente y sin responder ante nadie es lo que denominamos, arquetípicamente, un dictador. Cuando, por el contrario, observamos cuál es la traducción al lenguaje político de los términos opuestos a aquéllos que forman la ecuación (...) a nadie le puede caber la más mínima duda de que todo ese conjunto configura un sistema de gobierno al que llamamos Estado democrático de Derecho 25 .

Encuentro algunas ideas discutibles en la tesis de Laporta, sobre todo en la vinculación que establece, por un lado, entre discrecionalidad de los decisores y dictadura, y por otro, entre responsabilidad y democracia. Me parece indiscutible que un dictador goza de mucha más libertad para tomar sus decisiones que aquélla de la que puede gozar cualquier gobernante en un régimen democrático. Sin embargo, es discutible que esa discrecionalidad de la que gozan los dictadores sea traspasable a todos sus funcionarios y operadores jurídicos. ¿Quién goza de más discrecionalidad: un juez en una dictadura o en una democracia? No me atrevo a dar una respuesta tajante a esta y a otras preguntas similares. Garzón Valdés, sin embargo, no duda en afirmar que en los sistemas democráticos jueces y legisladores gozan de un amplio margen de discrecionalidad, y sostiene que, además, es un rasgo positivo de los Estados democráticos, pues es consecuencia del deseo democrático de que los operadores jurídicos tengan en cuenta los intereses de los ciudadanos. Y por ello entiende que las democracias son más vulnerables a la corrupción 26 .

En relación con la mayor o menor necesidad que tienen los decisores en democracia y en dictadura de rendir cuenta por sus acciones, creo que nos encontramos de nuevo ante un asunto complejo. Puedo coincidir con Laporta en que en las dictaduras la presunta «mano dura» de los dictadores apenas si ha servido para ocultar los casos de corrupción; pero, sin embargo, no es menos cierto que en democracia no se ha encontrado una buena solución al respecto. Por ejemplo, la experiencia española muestra que el Código Penal no es el mejor instrumento para combatir la corrupción. En efecto, el conocimiento de graves casos de corrupción condujo a la tipificación en el citado Código de conductas corruptas como el denominado «tráfico de influencias», no habiéndose aplicado dichas figuras con la frecuencia prevista. En este sentido, algunos penalistas han apuntado que el Derecho Penal resulta inapropiado, por forzado y afortunadamente riguroso, para el control de conductas que se mueven con propósitos ilícitos, pero que se desenvuelven en el terreno de la ambigüedad, tan esquivo a la dogmática penal.

Por último y para finalizar, en relación con la que hemos llamado «causa última de la corrupción», la conducta deshonesta del actor público, la decisión del decisor de violar un deber posicional, de actuar deslealmente, parece obvio que la solución pasa por potenciar los mecanismos internos de adhesión al sistema, por fortalecer el compromiso ético de todo tipo de decisores, por estimular las fuerzas que sostienen la comunidad. Y aun asumiendo o queriendo asumir que ese compromiso ético con la comunidad, que esa adopción del punto de vista interno, es más fuerte en democracia que en dictadura, no dudo en señalar que nos encontramos ante uno de los puntos débiles de los actuales sistemas democráticos.

Notas

* Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el VIII Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 9 y 10 de octubre de 1998.

1 Cito por la edición de editorial Gredos, Madrid, 1987, Acerca de la Generación y la Corrupción. Tratados breves de historia natural, con introducciones, traducciones y notas por Ernesto la Croce y Alberto Bernabé Pajares.

2 Ed. Trotta, Madrid, 1996.

3 «Las instituciones de poder de Estados pacíficamente considerados democráticos se han manifestado refractarias al derecho y campo de operaciones de impresionantes fenómenos de corrupción», ob. cit., pág. 10.

4 «El Estado Constitucional de derecho hoy: el modelo y su divergencia de la realidad», en Corrupción y Estado de Derecho..., citada, págs. 15-29.

5 Así por ejemplo, Alejandro Nieto, prestigioso administrativista, al tiempo que activo y apasionado denunciante de corrupciones, en el breve repaso que da en su libro Corrupción en la España democrática, (Ariel, Madrid, 1997) a la reciente bibliografía española sobre la materia, despacha el libro La corrupción política, editado por Francisco J. Laporta y Silvina Álvarez, (Alianza Editorial, Madrid, 1996), en mi opinión el más completo, riguroso e imparcial volumen que se ha editado en España sobre este tema en los últimos años, con el siguiente comentario: «en lo sustancial refleja el pensamiento socialista del círculo de colaboradores de la revista Claves de la razón práctica» (pág. 13).

6 «Acerca del concepto de corrupción», en F. J. Laporta y S. Álvarez (eds.), La corrupción política, ob. cit., págs. 39-69.

7 «La corrupción política: Introducción general», en La corrupción política, cit., págs. 19-36.

8 Laporta, ob. cit., pág. 19. Coincido también con la observación con la que acompaña Laporta la constatación anterior: pero al igual que ocurre con la enfermedad, cuya permanente existencia no implica que debamos aceptarla o dejar de luchar contra ella, la permanencia del fenómeno de la corrupción «no nos exime de desarrollar y preparar todo un conjunto de dispositivos institucionales para tratar de atajarla o de minimizar su alcance» (pág. 20).

9 Laporta, ob. cit., pág. 21.

10 Ob. cit., pág. 42.

11 Véase Corrupción en la España democrática, cit., capítulo IV, «Ámbitos de aparición», págs. 63-75.

12 Ob. cit.

13 Garzón los llama «deberes institucionales» cuando hacen referencia a las autoridades, y «deberes posicionales» para referirse a los deberes de aquellos decisores que no son autoridades, y en supuestos en los que los sistemas normativos relevantes no son políticos ni jurídicos.

14 Garzón Valdés, ob. cit.

15 Ob. cit., págs. 29 y 30.

16 Ob. cit., pág. 41.

17 Ob. cit., págs. 30 y 29.

18 Nicolás López Calera hace este planteamiento a la hora de preguntarse si en la España democrática hay más corrupción que durante la dictadura franquista, o es simplemente que al contar con medios de comunicación libres, se conocen mejor los casos existentes. Véase «Corrupción, ética y democracia. Nueve tesis sobre la corrupción política», en La corrupción política, cit., págs. 117-134.

19 Corrupción en la España democrática, ob. cit., pág. 43.

20 En este sentido Della Porta y Mény han afirmado que «la corrupción pone en peligro los valores mismos del sistema: la democracia es herida en el corazón; la corrupción sustituye el interés público por el privado, mina los fundamentos del Estado de Derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los medios públicos». Véase Démocratie et corruption en Europe, 1995, pág. 13. Tomo la cita de Alejandro Nieto, ob. cit., pág. 264.

21 Ob. cit., págs. 25 y ss.

22 Robert Klitgaard, Controlando la corrupción. Una indagación práctica para el gran problema social de fin de siglo, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

23 «Political corruption: a review of the literature», en European Journal of Political Research, vol. 8. n° 4, págs. 447-462.

24 Ob. cit., pág. 28.

25 Ob. cit., págs. 29 y 30.

26 Sus palabras son: «La dificultad empírica de controlar las violaciones del ejercicio legítimo de influencias es lo que justamente suele volver a las democracias más vulnerables a la corrupción que los Estados totalitarios, una de cuyas características es precisamente la imposición de vallas al ingreso de influencias ajenas al aparato decisor del Estado», ob. cit., pág. 60.