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Algunas reflexiones sobre la ignorancia*

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 11, 1999

Instituto Tecnológico Autónomo de México

O Suele pensarse que el honor máximo que una universidad puede conceder, es decir, el título de Dr. honoris causa, es el reconocimiento de la supuesta sabiduría o, si se quiere utilizar un término más modesto, del saber del agraciado, de sus conocimientos en alguna disciplina académica. Sin embargo, en mi caso, me inclino a pensar que vale plenamente el juicio lapidario de Francisco Sánchez, el escéptico tudense del siglo XVI:

“Es innato en los hombres querer saber. Pero pocos son los que emprenden el camino de la ciencia, y menos aún los que la alcanzan. En este punto no se comportó conmigo la fortuna de una manera diferente a como lo hizo con el resto de los mortales.” 1

Con todo, el haber emprendido y seguir recorriendo el camino de la ciencia y de la filosofía del derecho me ha permitido trazar ciertos límites a mis pretensiones de conocimiento e inclinado a adoptar una resignada y hasta benevolente actitud con respecto al opuesto contradictorio del saber, es decir, la ignorancia. Tal vez ésta sea, por una parte, la consecuencia inevitable del conocimiento y, por otra, la condición necesaria para poder transitar por este mundo con una buena dosis de libertad y de esperanza. Si ello es así, cabría preguntarse hasta qué punto la ignorancia es algo siempre negativo, que necesariamente debería ser superado en todos los casos.

En lo que sigue deseo ver más de cerca la relación entre conocimiento e ignorancia y procurar rescatar algunas formas de ignorancia que tal vez respondan más a nuestra manera de ser y a nuestro propósito de actuar racionalmente en sociedad.

Para ello, conviene distinguir distintos tipos de ignorancia a fin de desechar algunos y aceptar otros, justamente por su benéfica influencia en la calidad de nuestras vidas.

Toda clasificación es, por cierto, arbitraria y responde a una determinada finalidad del clasificador. Mi propósito aquí es distinguir entre la ignorancia reprochable, la ignorancia inevitable y la ignorancia bienhechora. Por ello, mi propuesta clasificatoria es la siguiente:

  1. 1. La ignorancia excusante

  2. 2. La ignorancia presuntuosa

  3. 3. La ignorancia culpable

  4. 4. La ignorancia racional

  5. 5. La docta ignorancia

  6. 6. La ignorancia conjetural

  7. 7. La ignorancia inevitable

  8. 8. La ignorancia querida

Cada una de estas formas de ignorancia está vinculada con nombres de filósofos y pensadores que en su hora la analizaron. Sostendré que las tres primeras son formas negativas; las cinco últimas merecen ser aceptadas o bien porque son insuperables o bien porque nos ayudan a asumir nuestra condición humana.

1. La ignorancia excusante

Como es sabido, en Aristóteles la ignorancia jugaba un papel fundamental para su clasificación de las acciones humanas en voluntarias e involuntarias, con miras a la evaluación moral del comportamiento. Introducía también una distinción –en la que no voy a detenerme– entre las acciones realizadas por ignorancia y las realizadas con ignorancia. Sólo en este último caso podía cabalmente hablarse de acciones involuntarias. Se trataba aquí de “la ignorancia con respecto a las circunstancias concretas y al objeto de la acción”. 2

Es posible, agregaba Aristóteles, que alguien ignore algunas circunstancias relevantes de su acción y que crea que la punta de la lanza tenía un botón y la incruste en el pecho de su amigo o que dando una bebida para curar a un enfermo ignore que el vaso contenía veneno; en ambos casos, la víctima de la ignorancia muere. Los penalistas conocen muy bien este tipo de ignorancia y no es el momento de abundar en él. En todo caso, la involuntariedad del acto realizado con ignorancia, es fundamento de excusa y de reducción de la responsabilidad moral y jurídica. Pero, la ignorancia que hace que un acto sea involuntario es la ignorancia de las circunstancias particulares o de las personas involucradas y no la ignorancia de todas las circunstancias de la acción en cuyo caso extremo se llega a la ignorancia de sí mismo. La ignorancia total equivale a la negación de todo atizbo de racionalidad; es el sinónimo de la locura. El demente es el incompetente básico por excelencia; con respecto a él las medidas paternalistas no sólo están permitidas sino que son moralmente obligatorias. Por otra parte, como esta forma de ignorancia es una desgracia inevitable, escapa a toda evaluación moral.

2. La ignorancia presuntuosa

En su “Elogio de d’Alembert», el marqués de Condorcet, autor por el que comparto con Javier de Lucas admiración y afecto, advertía frente al peligro de un cierto rigorismo metódico que podía resultar estéril en ciencias relativamente nuevas como las sociales. Este rigorismo, afirmaba Condorcet, implicaba el peligro

de reducir demasiado el campo donde puede ejercerse el espíritu humano; de volver presuntuosa a la ignorancia, presentando aquello que no conoce como imposible de ser conocido, a fin de dejar librado a la duda, a la incertidumbre, y por consiguiente a principios vagos y arbitrarios, cuestiones importantes para la felicidad de la humanidad. 3

La reducción exagerada de lo cognoscible a través de la aceptación excluyente de un único criterio de corrección, de un cierto rigorismo metódico procedente de las ciencias naturales, ha tenido una influencia negativa en las investigaciones éticas y en los intentos de ofrecer una fundamentación racional de la axiología.

Durante las tres primeras décadas del siglo XX, se impuso cada vez con mayor vigor la tendencia a la separación entre las ciencias sociales y la ética. Dos ejemplos significativos pueden ilustrar esta afirmación.

En 1935, Lionel Robbins publicó, bajo el título Essay on the Nature and Significance of Economic Science, un libro que es considerado como una obra clásica por lo que respecta a las relaciones entre ética y economía. La tesis central de Robbins sostenía la necesidad de establecer una distinción tajante entre los ámbitos de investigación de ambas disciplinas.

Según Robbins, cierta clase de juicios de valor, especialmente los de naturaleza ética, debían ser desterrados del campo de la economía. Las comparaciones interpersonales de utilidad, que habían sido consideradas como fundamentales por los teóricos de la economía de bienestar de orientación utilitarista, fueron calificadas por Robbins como normativas por lo tanto, como no científicas.

En el campo de la filosofía del derecho, Hans Kelsen publica en 1934, es decir un año antes de la edición del libro de Robbins, su Reine Rechtslehre. En esta obra, con argumentos similares a los de Robbins, aboga por una separación radical entre derecho y moral justamente para asegurar la pureza de la teoría del derecho.

Desde el punto de vista estrictamente filosófico, las posiciones de Robbins y de Kelsen contaban con el apoyo de la obra de Max Weber y Hans Reichenbach. En 1936, Julius Ayer publicó su Language, Truth and Logic en donde los juicios éticos quedan reducidos a expresiones de estados de ánimo de aprobación o de rechazo. En la filosofía del derecho, el danés Alf Ross recogería esta versión emotivista de la ética en su libro On Law and Justice, en el que sostenía que decir que algo es justo era equivalente a dar un puñetazo sobre una mesa como señal de aprobación.

En todos estos ejemplos está presente la convicción de que el único método rigurosamente científico es el de las ciencias naturales. Dado que era imposible aplicarlo a la axiología, habría que inferir la imposibilidad de un conocimiento racional en este campo.

En otros trabajos he intentado ofrecer un criterio de corrección, mejor dicho, de incorrección, aplicable al campo de la reflexión ética. Se trata del “criterio de irrazonabilidad”. La irrazonabilidad funcionaría de manera similar a la falsabilidad en las ciencias naturales, sirviendo de límite a lo meramente racional. No he de detenerme en la exposición de esta propuesta que pretende justamente poner freno a lo que podría llamarse “actitud imperialista de las ciencias naturales” y a su presuntuosa actitud de negar la posibilidad de conocimiento en aquellos campos donde su metodología resulta epistemológicamente inaceptable.

3. La ignorancia culpable

Hay un tercer tipo de ignorancia que no excusa, no es total y tampoco es presuntuosa. Es la que resulta del autoengaño.

Este tipo de ignorancia requiere, según Jonathan Glover, dos condiciones necesarias y conjuntamente suficientes:

  1. a) que sea fácilmente superable y

  2. b) que se suponga que su superación puede tener un efecto desagradable. 4

Por ejemplo, Mario prefiere no saber si Beatriz lo ama: seria muy fácil preguntárselo pero, como supone que la respuesta será negativa, no la plantea y adopta seguir viviendo con la ilusión del amor de Beatriz.

En el caso de Mario, el autoengaño tiene una cierta atractividad pues estimula la ilusión de ser amado, que es una de las mejores cosas que puede sucederle a un amante tímido. Por lo menos así lo pensó Mario Jiménez, el personaje de la novela del chileno Antonio Skármeta, Ardiente paciencia, inmortalizada en una excelente película italiana dirigida por el inglés Michael Radford, Il postino.

Pero, cuando el autoengaño se refiere a asuntos moralmente importantes, no puede ser nunca una excusa aceptable. Glover ha analizado la posibilidad de la excusa de la ignorancia en el caso de Eichmann y llegado a la conclusión convincente de que el autoengaño moral es siempre reprochable. 5

El criterio del autoengaño es también aplicable en casos tales como el de la responsabilidad de los científicos por su propia labor. Puede pensarse en las investigaciones vinculadas con la ingeniería genética o con la energía atómica.

También en estos casos el autoengaño es una forma moralmente inadmisible de eludir la responsabilidad.

4. La ignorancia racional

En el campo de la politología, ha sido sobre todo Anthony Downs en un libro ya clásico 6 quien ha puesto de manifiesto hasta qué punto es racional cultivar la ignorancia y negarse a empeñar esfuerzos en su superación.

Conviene recordar algunas de sus tesis:

  • “Ninguna información que la persona recibe es totalmente gratuita. El mero acto de percibirla toma tiempo; y si la asimila o piensa acerca de ella, estos actos toman más tiempo. A menos que el coste de oportunidad de este tiempo sea cero, lo que es improbable, tiene que sacrificar un recurso escaso para obtener información. Este sacrificio es un coste no transferible.” 7

  • “Si el ciudadano no quiere sucumbir bajo la avalancha de información, tiene que recurrir a información filtrada. Y quienes filtran la información son los recolectores profesionales de datos, los grupos de intereses, los partidos políticos y el propio gobierno. Sólo si tiene un contacto superficial con el gobierno, el ciudadano puede salvarse de perecer bajo la avalancha de datos.” 8

  • “En toda sociedad altamente especializada, muchas áreas de decisión plantean problemas literalmente incomprensibles para quienes no son expertos.” 9

  • “En toda sociedad que contenga incertidumbre y división del trabajo, las personas no estarán igualmente informadas, sin que importe cuán iguales sean en otros respectos.” 10

Por lo tanto

Todo concepto de democracia basado en un electorado de ciudadanos igualmente nformados es irracional, es decir, presupone que los –ciudadanos e comportan irracionalmente. 11

Las tesis de Downs conducen pues a lo que podría llamarse la “paradoja del ciudadano racional”. Si se acepta que todo ser racional procura obtener beneficios al menor coste posible, el ciudadano racional no estará dispuesto a invertir esfuerzos para comprender medidas con respecto a las cuales sabe de antemano que su comprensión requiere una preparación especial de la que carece. Sabe, además, que su comprensión individual de la medida en cuestión no alterará en lo más mínimo el resultado electoral. Recubre entonces su ignorancia con lo que podría llamarse el “velo de la irrelevancia” y adopta una actitud diametralmente opuesta a la del ideal ilustrado. Pero su aceptación de la ignorancia es eminentemente racional.

Las consecuencias que esta actitud tiene para el ideal de la democracia son de sobra conocidas y no he de entrar en ellas. Basta recordar las consideraciones de Jürgen Habermas sobre el fenómeno de la “colonización” del “mundo de la vida (Lebenswelt)” o de Josef A. Schumpeter sobre la supuesta participación ciudadana en la definición del bien común o en la formación de una voluntad popular. 12

5. La docta ignorancia

Nicolás Krebs, el Cusano, escribió hace más de cinco siglos un libro cuyo título he utilizado para designar este acápite. Como es sabido, la tesis fundamental del famoso cardenal era que todo conocimiento consiste en una cierta comparación entre lo conocido y lo desconocido. Por lo tanto,

lo que más desearemos conocer será nuestra ignorancia; y si alcanzamos ampliamente este objetivo, habremos logrado la docta ignorancia. En efecto, ni aun el hombre más estudioso puede llegar a un grado más alto de perfección en la sabiduría que el de ser muy docto en esa misma ignorancia que tan suya es, y cuanto mejor conozca su ignorancia, más docto será. 13

Por supuesto que esta idea del reconocimiento de la propia ignorancia como culminación de la sabiduría terrenal no era nueva y tenía antecedentes ilustres en los diálogos de Sócrates con el Oráculo de Delfos y en la tradición cristiana de San Agustín y San Buenaventura. Lo importante es quizás subrayar que la docta ignorancia hace referencia también a una disposición intelectual más que a un acervo de conocimientos. Es una disposición a reconocer las limitaciones de todo saber racional, a aceptar conjeturas más que saberes inconmovibles. No puede sorprender, por ello, que esta disposición haya conducido también al escepticismo de un Francisco Sánchez y al falibilismo de un Karl Popper.

En efecto, Sánchez señala reiteradamente que el saber se basa en la ignorancia por cuanto todo conocimiento parte de supuestos cuya verdad no podemos demostrar:

suponer no es lo mismo que saber, sino que es fingir, por lo cual de los supuestos saldrán ficciones, y no ciencia. 14

Es decir que:

Toda demostración, al estar fundada en supuestos, producirá una ciencia que no podrá ser firme y segura. 15

Por ello,

[l]as ciencias que tenemos son vanidades, fragmentos de observaciones escasas y mal asimiladas; lo demás son imaginaciones, inventos, ficciones, opiniones. 16

Y recogiendo la frase socrática, confesaba su propia ignorancia:

Todas las cosas humanas me son sospechosas, hasta lo que ahora mismo estoy escribiendo. Sin embargo, no me callaré. Por lo menos hay algo que podré decir libremente: que no sé nada. 17

Este no saber, esta conciencia de la precariedad de nuestros conocimientos, este “refugiarse en principios cuyo uso rebasa la experiencia”, como decía Kant 18 , es probablemente lo que nos salva de cometer el pecado de la “ignorancia entusiasta” y estimula nuestra modestia intelectual. Pero también el saber acotar el campo de lo que no sabemos nos permite detectar dónde están los verdaderos problemas y plantear las pregunta adecuadas. Lo que importa es saber ordeñar la cabra, para usar una conocida metáfora filosófica de origen rural. Y fue Kant también quien intentó salvar a la ciencia de la objeción de ser una pura ilusión por basarse en principios a priori. De lo que se trataba era de poner de manifiesto que “la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo”. 19 Los supuestos criticados por Sánchez se convirtieron en principios transcen-dentales, en condiciones del conocimiento. Y así, la naturaleza dejó de ser una maestra cuyas enseñanzas había que seguir, para convertirse en un testigo obligado a responder las preguntas que el juez (la razón) le formula. 20 La filosofía crítica de la razón fue la revolución copernicana del pensamiento y el intento genial de superar el escepticismo radical. Ello también debía hacerse según Kant, siguiendo el “modo socrático, por medio de la prueba clara de la ignorancia de los adversarios.” 21

Pero una filosofía crítica tenía que poner límites al alcance del saber si no quería caer en el dogmatismo. Conocemos tan sólo los fenómenos con las gafas de los principios a priori y hay que dejar un ámbito a donde la razón no podía llegar: “había que anular el saber para reservar sitio a la fe”. 22

En el siglo XX, ha sido sobre todo Karl Popper quien ha recogido el guante del desafío escéptico siguiendo la ruta de Kant pero aceptando también sugerencias del escepticismo:

“Kant tenía razón: Nuestras teorías son libres creaciones de nuestro entendimiento. E intentamos imponérselas a la naturaleza. Pero sólo rara vez logramos adivinar la verdad; y nunca podemos estar seguros de haberlo logrado. Tenemos que conformarnos con un saber conjetural.” 23

6. La ignorancia conjetural

Según Karl Popper,

“[e]l saber, en el sentido de las ciencias naturales es saber conjetural; es una audaz adivinación. [..] Pero es una adivinación que es disciplinada a través de la crítica racional.” 24

Como es sabido ésta es la tesis que subyace a la propuesta popperiana de una tercera vía situada entre el esencialismo y el instrumentalismo: formulamos conjeturas acerca de la realidad que luego sometemos al test de su posible falsación.

No sólo en el nivel de la ciencia nos movemos con conjeturas. También lo hacemos con respecto a las consecuencias de nuestras acciones individuales, que suelen estar enmarcadas por un complejo tal de circunstancias que su control total se vuelve imposible. Ello es obvio en el caso tanto de decisiones con efectos a largo plazo –puede pensarse en el conocido ejemplo de Gauguin y su decisión de abandonar su familia para poder realizarse como pintor, presentado por Bernard Williams 25 – como en aquellos casos en los que él éxito de nuestros cursos de acción depende de las decisiones y acciones de otras personas o del acaecimiento de eventos totalmente ajenos al control humano. Aquí se abre el ámbito de lo que solemos llamar buena o mala suerte y que tanto ha preocupado a los filósofos de la moral.

Pero el aspecto conjetural de nuestro saber no sólo se refiere a acciones futuras sino también a la interpretación de las ya realizadas. A ello se ha referido recientemente Paul Ricoeur al tratar el tema de la evaluación moral de acciones o actitudes del pasado:

“Abogo para que en el trabajo historiográfico se asuma la situación de los actores en el momento en que no podían prever las consecuencias de sus acciones. [...] Hay que recuperar el sentido por las vacilaciones, por la ambivalencia y los intentos de orientarse y decidir. [...] Hay que recuperar la incertidumbre de la historia.” 26

En otro campo, cual es el de la teoría de la evolución cultural, Friedrich Hayek ha postulado como tesis central la idea de que en todos nuestros esfuerzos para solucionar los problemas con los que nos enfrentamos, tanto en la actividad científica como en nuestra vida cotidiana, nunca podemos saber de antemano qué es lo que funciona mejor. Nuestras soluciones son meras conjeturas tentativas que pueden ser desafiadas y reemplazadas por soluciones alternativas, superiores. La conclusión que Hayek sugiere es que, a fin de aprender cómo poder hacer mejor las cosas, deberíamos tratar nuestras soluciones de problemas como las conjeturas que son y colocarlas en un contexto en el que efectivamente puedan ser desafiadas por alternativas potencialmente superiores. Ello vale también para las reglas que rigen nuestro comportamiento en sociedad. Estas reglas son, en sí mismas, conjeturas, soluciones tentativas, que deberían estar expuestas siempre a la competencia de otras regulaciones que pueden demostrar su superioridad. 27 La aceptación del carácter conjetural de las reglas sociales tiene, desde luego, consecuencias relevantes para todo esquema institucional legislativo. 28 Robert Goodin ha sugerido que la incertidumbre acerca de nuestro futuro estimula la adopción de comportamientos y reglas sociales signados por la imparcialidad. Cuando no sabemos exactamente cómo habrá de ser nuestro futuro, en qué situaciones podemos encontrarnos, procuramos asegurarnos un diseño institucional que no nos discrimine negativamente. La imparcialidad promovida por la incertidumbre puede ser así un factor de comportamientos más justos. 29 Y desde luego, ha sido John Rawls quien con más énfasis ha recurrido a la idea del futuro incierto, del “velo de la ignorancia”, como punto de partida para la formulación de una teoría de la justicia. Admitir la incertidumbre de nuestras conjeturas no significa, desde luego, sostener, como quería Berkeley, que sólo es real aquello que puede ser descrito con enunciados verdaderos; lo único que puede inferirse de la ignorancia conjetural es que nuestro conocimiento de la realidad es incierto y

[a]unque sólo aquello que es ciertamente real puede ser conocido con certeza, es un error pensar que sólo es real aquello que se sabe que es ciertamente real. No somos omnisapientes y, sin duda, hay mucho que es real pero que a todos nosotros nos es desconocido. 30

Si ello es así, conviene entonces detenernos en la cuestión de la omnisapiencia y de

7. La ignorancia inevitable

No hay duda que el avance del conocimiento ha ido reduciendo el ámbito del mito, de la irracionalidad y del milagro. En la fórmula clásica de Werner Jaeger, puede decirse que la cultura occidental está caracterizada por un permanente “avance desde el mito hacia el logos”.

Pero este avance trae, como consecuencia necesaria, la toma de conciencia de una también creciente ignorancia. Kant hablaba del sitio que hay que dejarle a la fe y es, desde luego, ilustrativo el hecho de que, a medida que aumenta el saber de los científicos, mayor es su asombro ante lo ignorado y mayor su tendencia a refugiarse, en última instancia, en el modesto pero sensato campo de la docta ignorancia. Hasta alguien tan convencido de las posibilidades del progreso de la ciencia, como Condorcet, afirmaba:

Nadie ha pensado jamás que el espíritu pueda agotar todos los hechos de la naturaleza y los últimos medios de precisión en la medida, en el análisis de estos hechos, y las relaciones de los objetos entre sí, y todas las combinaciones posibles de las ideas. Ya las relaciones entre las magnitudes, las combinaciones de esta sola idea, la cantidad o la extensión, constituyen un sistema demasiado inmenso como para que jamás el espíritu humano pueda abarcarlo en su totalidad y una parte de este sistema, siempre más va aquélla en la que ya ha penetrado, le quedará siempre desconocida. 31

Casi dos siglos más tarde, Karl Popper decía:

Nuestra ignorancia es ilimitada y desilusionante. Es justamente el aplastante progreso de las ciencias naturales [...] que nos vuelve a abrir los ojos para nuestra ignorancia, precisamente en el campo de las ciencias naturales. [...] Con cada paso que damos hacia adelante, con cada problema que solucionamos, descubrimos no sólo nuevos y no resueltos problemas sino que también allí donde creíamos encontrarnos en terreno firme y seguro, todo es en verdad inseguro y tambaleante. 32

Desde otra perspectiva, con argumentos más fuertes por provenir de la lógica, Georg Henrik von Wright ha sostenido:

Cada vez que se socava una certeza epistémica, se reduce el margen de lo que consideramos que es ónticamente contingente. Pero el propio proceso de socavar requiere que ha quedado algún margen. Y esto significa que el determinismo puede llegar a valer sólo para fragmentos del mundo. Forma parte de la lógica de las cosas que la validez de la tesis determinista para la totalidad del mundo tiene que seguir siendo una cuestión abierta. 33

En 1971, Bentley Glass, presidente de la American Association for the Advancement of Science, publicó un articulo en el que sostenía que como las leyes de la naturaleza son generalizaciones que especifican cómo interactúan los elementos constitutivos de la naturaleza y el número de estos elementos es finito, existe un número finito de leyes de la naturaleza que en algún momento serán todas conocidas, con lo que la ciencia habrá llegado a su fin. 34 Para usar una metáfora de Glass:

Somos como exploradores de un gran continente que han penetrado hasta sus límites en la mayor parte de los puntos de la brújula y mapeado las cadenas de montañas más importantes y los ríos. Quedan todavía inumerables detalles que completar, pero ya no existe el horizonte infinito. 35

Nicholas Rescher ha refutado, en mi opinión convincentemente, los argumentos presentados en favor de la tesis de la finitud del conocimiento: aun suponiendo que un sistema es finitamente complejo en su makeup y en la estructura básica de sus leyes,

puede ser infinitamente complejo en sus operaciones a lo largo del tiempo. [...] Aun si el número de elementos constitutivos de la naturaleza fuera pequeño, las formas cómo ellos pueden ser combinados para producir productos en el espacio-tiempo pueden ser infinitas. [...] También una naturaleza finita, como un dactilógrafo con un teclado limitado, produce un texto ilimitadamente diverso. Puede producir una corriente permanente de nuevos fenómenos –‘nuevos’ no necesariamente en su tipo pero sí en sus interrelaciones funcionales y, así, en sus implicaciones teóricas– sobre la base de las cuales nuestro conocimiento de las operaciones de la naturaleza se amplía y profundiza continuamente. 36

Pero, aún cuando se admitiera que el conocimiento tiene límites precisos, es decir, que nos acercamos cada vez más a la verdad como meta inmóvil y, por lo tanto, alcanzable, el aumento del cuantum del conocimiento colectivo trae como consecuencia inevitable el incremento de la ignorancia individual. Esta es también una de las tesis de la teoría de la evolución sociocultural de F. A. Hayek. La especialización sería una condición necesaria del progreso científico-cultural. Pero, la especialización de los unos tiene como contrapartida la ignorancia de los otros:

Cuanto más saben las personas, tanto menor se vuelve la parte de todo ese conocimiento que una mente puede absorber. Cuanto más civilizados nos volvemos, tanto más relativamente ignorante tiene que ser cada in-dividuo de los hechos de los cuales depende el funcionamiento de su civilización. La propia división del conocimiento aumenta la ignorancia individual inevitable de la mayor parte de este conocimiento. 37

En la teoría y la filosofía del derecho son bien conocidos los problemas que trae aparejado a nivel de la legislación y de la interpretacion jurídica la creciente intervención de expertos bien informados y la desorientación que ello crea en la mayoría de los ciudadanos. El finlandés Aulis Aarnio ha estudiado con algún detenimiento esta problemática.

Por otra parte, es esta misma ignorancia nunca superable la que estimula la reflexión y constituye el punto de partida de toda filosofía. Ya lo sabia Aristóteles:

Sobre los conocimientos exactos y suficientes no hay deliberación [...] sobre lo que se hace por nuestra intervención (deliberamos) porque vacilamos. 38

Siglos más tarde Thomas Hobbes expresaría una idea similar:

Por consiguiente, con respecto a las cosas pasadas no hay deliberación; porque manifiestamente es imposible cambiarlas; ni de las cosas que sabemos que son imposibles o que creemos que lo son; porque las personas saben o piensan que tal deliberación es en vano. Pero con respecto a las cosas imposibles que creemos posibles podemos deliberar, sin saber que es en vano. 39

La vacilación que provoca la ignorancia es, además, la que nos permite alentar la esperanza. Ella se alimenta precisamente de la opacidad de un futuro ignorado. Toda certeza vuelve superflua la esperanza. Un mundo de seres omnisapientes sería, además, un mundo aburrido, habitado por seres que han dejado de deliberar porque saben exactamente que las cosas o son necesarias o son imposibles. Y si es correcto el aforismo de Wittgenstein:

[l]a libertad de la voluntad consiste en que no podemos conocer ahora las acciones futuras 40

podría concluirse que e! precio de la omnisapiencia seria la pérdida de la condición humana en su versión más digna: la de la libertad. Hasta qué punto sería entonces razonable perseguir el ideal de la omnisapiencia es algo más que dudoso. En todo caso, parecería que cabe la posibilidad de cultivar aquello que podría llamarse

8. La ignorancia querida

Esta ignorancia podría ser entendida como una forma laudable del autoengaño. Hay cosas que preferimos no dilucidar precisamente porque así lo exige aquello que Peter Strawson ha llamado nuestro “makeup psicológico”. Un caso paradigmático es el de las cuestiones vinculadas con la aceptación del determinismo.

La idea central de Strawson 41 está vinculada con la distinción entre lo que llama actitudes participativas y actitudes objetivas.

Las primeras son

reacciones humanas esencialmente naturales frente a la buena o mala voluntad o indiferencia de los demás con respecto a nosotros, manifestada en sus actitudes o acciones. 42

En nuestras relaciones con los demás no podemos dejar de sentirnos complacidos cuando alguien es cordial y amable con nosotros o de sentir agradecimiento cuando se nos ha hecho un favor o de reprochar los comportamientos que nos parecen criticables de acuerdo con nuestras pautas de conducta.

Muy diferente es el caso de las actitudes objetivas:

Adoptar la actitud objetiva con respecto a otro ser humano es verlo, quizás, como un objeto de política social; como destinatario de aquello que, en un sentido amplio, puede ser llamado tratamiento [...] Si vuestra actitud con respecto a alguien es totalmente objetiva, entonces podréis combatirlo pero no reñirlo, y, a pesar de que podéis hablar o hasta negociar con él, no podréis razonar con él. 43

Quien pretendiese actuar en todo momento de acuerdo con la tesis del determinismo tendría que poder dejar de lado sus actitudes participativas y guiarse en sus relaciones con los demás por pautas de distanciamiento objetivo. Pero, según Strawson, esta actitud es inconcebible, aun cuando hubiera una verdad teórica que la apoyase. Ello es así por una doble razón:

La primera es que, tal como somos, no podemos seriamente pensarnos a nosotros mismos adoptando todo el tiempo actitudes objetivas con respecto a los demás como resultado de la convicción teórica de la verdad del determinismo; y la segunda es que cuando de hecho adoptamos tal actitud en un caso particular, no lo hacemos como consecuencia de una convicción teórica, que podría ser expresada como ‘el determinismo es verdadero’, sino como una consecuencia de haber abandonado, por diferentes razones en casos diferentes, las actitudes interpersonales normales. 44

Dicho con otras palabras: dado que no podemos prescindir de nuestro talante natural, que nos lleva ineludiblemente a adoptar actitudes participativas, si se quiere hablar de determinismo éste se manifestaría justamente en nuestra imposibilidad práctica de dejar de formular enunciados de responsabilidad. Ellos serían, en este sentido, por un lado, inmunes al determinismo (para que no lo fueran deberíamos poder siempre asumir actitudes objetivas) y, por otro, podrían ser considerados como una especie de reacción inescapable, es decir, impuesta deterministamente. Desde este último punto de vista, los enunciados de responsabilidad no serían inmunes al determinismo sino justamente su expresión más cabal.

Y así como preferimos ignorar si el determinismo es verdadero, también en nuestra vida cotidiana hay cosas que preferimos no saber: todos sabemos que alguna vez moriremos pero posiblemente nuestra vida sería mucho menos llevadera si desde pequeños supiésemos el día y la hora exacta de nuestra muerte, ningún enamorado/a desea saber si su amor habrá de agotarse y prefiere vivir con la ilusión de su incorruptibilidad, una buena defensa argumentativa del derecho moral a la intimidad es justamente la idea de que la transparencia total de nuestros pensamientos y de nuestras intenciones transitorias haría imposible toda convivencia humana. Y talvez no sea una buena máxima aquella que reza: Conócete a ti mismo. Por lo menos Schopenhauer la puso en duda invocando el Padre Nuestro: queremos que Dios nos libre de caer en la tentación porque sucumbir a ella nos haría saber qué tipo de persona realmente somos. La ignorancia querida nos envuelve en una niebla protectora de la que no podemos prescindir mientras seamos como somos, es decir, seres vulnerables a las reacciones de los demás y a la verdad desnuda que no pocas veces nos ofende, portadores de esperanzas, supuestamente libres, agentes morales imperfectos, ni ángeles ni máquinas, racionales pero vacilantes e inseguros en nuestras conjeturas, despistados ante el aumento de un saber que nos vuelve también más ignorantes y suele impulsarnos a recurrir a la ignorancia como excusa o a estimularía presuntuosamente saltándonos el cerco de la ignorancia docta.

*

Permítaseme terminar esta exposición con dos referencias de índole personal.

Poco después de la guerra de las Malvinas, aquel desgraciado incidente bélico provocado por la especulación nacionalista de un dictador alcoholizado y que enlutara a británicos y argentinos, Jorge Luis Borges escribió un magnifico poema titulado Juan López y Juan Ward:

López había nacido en la ciudad junto al ríoinmóvil; Ward en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.

El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte. Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Cain, y cada uno Abel.

El azar ha querido que comparta el honor de este doctorado con un John interesado por la cultura hispánica. Mi nombre no es Juan, pero también desde joven profesé el amor, como diría Borges, por el pensamiento británico, especialmente por su versión de la corriente analítica en la filosofía del derecho y de la moral, estrechamente vinculada a los nombres de Herbert Hart, Julius Ayer y Peter Strawson. No hay aquí ni Abeles ni Caines: el buen hado valenciano nos permite compartir una hora gozosa, y ejemplificar la universalidad de la academia y la insensatez de la “vehemencia imprudente” de los nacionalismos que ya condenara David Hume. 45

La vida universitaria no ha sido siempre fácil en los países de la comunidad iberoamericana. En el caso concreto de la Argentina, no existe prácticamente ningún profesor universitario de mi generación que no haya sido, en algún momento, víctima de la intolerancia política en los diversos matices que van desde la exaltación excluyente de un partido hasta la dictadura sangrienta. Mi biografía no es, en este sentido, excepcional. Pero lo que sí creo que no es común es haber tenido la fortuna de encontrar en los peores momentos de mi exilio la solidaridad y el afecto generoso de colegas españoles de todas las edades. Gracias a ellos me he sentido siempre en mi casa en esta tierra española de cuyas más diversas regiones, desde Euzkadi, Asturias y Galicia hasta Andalucía y Extremadura, provienen mis remotos antepasados y en cuya costa mediterránea, desde Gerona hasta Alicante, pasando por Barcelona y Valencia, sin olvidar, por cierto, la meseta y su entrañable Madrid, ha transcurrido buena parte de mi vida universitaria europea, enriquecida por el diálogo inteligente y el interés compartido en los temas recurrentes –y a la vez siempre nuevos– de la filosofía del derecho. A lo largo de décadas, he ido así incorporando nuevas piedras a aquello que ha solido llamarse el collar de la amistad: un collar de piedras de igual calidad, unas quizás más gastadas que otras por el paso del tiempo pero todas equivalentes en su valor intransferible, es decir, en su dignidad.

Si es verdad, como dice un poema náhuatl, que sólo hemos venido a la tierra a conocer nuestros rostros, tengo por bien vividos los años de mi conocimiento de los rostros hispanos de quienes me ayudaron a superar el desamparo y la amargura de una patria transitoriamente perdida.

Y si hay un ámbito en el que no cabe la ignorancia, un ámbito en el que ella no tiene cabida, éste es el del amor y el de la amistad. Aquí no hay engaño ni máscara; es por ello, el de la entrega y la comprensión recíprocas y es aquí donde podemos superar el desvalimiento humano. Por haberme permitido ensanchar este ámbito, por haberme distinguido con gestos y actitudes que me han hecho sentir copartícipe de afanes y alegrías, mi más sincero agradecimiento. Y, a pesar de que, como decía Don Juan Luis, “caminamos entre espesas tinieblas de ignorancia” 46 , valga para la Universidad de Valencia, a la que hoy me incorporo, no sólo mi reconocimiento sino también la promesa de empeñar mis esfuerzos para honrar su nombre y contribuir a superar, desde una ignorancia querida, los peligros de una ignorancia presuntuosa.

Notas

* Texto leído en la ceremonia de entrega del Doctorado honoris causa por la Universidad de Valencia, España, el 12 de noviembre de 1998.

1 Francisco Sánchez, Que nada se sabe, Buenos Aires, Aguilar, 1977, pág. 43.

2 Aristóteles, Ética Nicomaquea, traducción de Julio Pallí Bonet, Madrid, Gredos, 1985, Libro III, 1110b, pág. 181.

3 Citado según Roshdi Rashed, Condorcet. Mathématique et société, París: Hermann, 1974, pág. 25.

4 Cfr. Jonathan Glover, Responsibillty, Londres: Routledge & Kegan Paul, 1970, pág. 176 s.

5 Ibídem., pág. 176.

6 Cfr. Anthony Downs, The Economic Theory of Democracy, Nueva York, 1957.

7 Ibídem., pág. 222.

8 Ibídem., pág. 227.

9 Op. cit., pág. 230 s.

10 Ibídem., pág. 221.

11 Ibídem., pág. 236.

12 Cfr. Joseph A. Schumpeter, Capitalismus, Sozialismus und Demokratie, Múnich: Franke, 1950, págs. 397 ss.

13 Nicolás de Cusa, De la docta ignorancia, Buenos Aires: Lautaro, 1948, pág. 16.

14 Francisco Sánchez, op. cit., pág. 85.

15 Francisco Sánchez, op. cit., pág. 86.

16 Francisco Sánchez, op. cit., pág. 97.

17 Francisco Sánchez, op. cit., pág. 64.

18 Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, prefacio a la primera edición, Hamburgo: Felix Meiner, 1952, pág. 5.

19 Immanuel Kant, Kdtik der reinen Vernunlt, Prefacio a la segunda edición, cit., pág. 18.

20 Ibídem., loc. cit.

21 Ibídem., pág. 28.

22 Ibídem., pág. 28.

23 Karl Popper, “Über Wissen und Nichtwissen” en del mismo autor, Auf der Suche nach einerbesseren Welt, 8ava. edición, Múnich, 1995, págs. 41-54, pág. 49.

24 Karl Popper, “über Wissen und Nichtwissen” en del mismo autor, Auf der Suche nach einer besseren Welt, cit., pág. 52.

25 Cfr. Bernard Williams, “Moral Luck” en Daniel Statman (ed.), Moral Luck, Albany, N. Y.: State University of New York Press, 1993, págs. 35-55.

26 Entrevista de Jörg Lau a Paul Ricoeur publicada en el semanario Die Zeit, del 8 de octubre de 1998, págs. 68-69, pág. 68.

27 Cfr. Friedrich A. Hayek, The Constitution of Liberty, Chicago: The University of Chicago Press, 1960, págs. 23 ss.

28 Cfr. Viktor Vanberg, “Cultural evolution, collective learning, and constitutional design” en David Riesman (ed.), Economic Thought and Politica Theory, Boston/DordrechtlLondres: Kluwer, 1994, págs. 171-195.

29 Cfr. Robert Goodin, Reasons for Welfare, Princeton/New Jersey, 1988, págs. 58 ss.

30 Karl Popper, «Three views concerning human knowledge» en del mismo autor, Conjectures and Refutations. The Growth of Scientific Knowledge, Londres: Routledge & Kegan Paul, 2a. edición 1965, págs. 97-119, pág. 117.

31 Cfr. Condorcet, Esquisse d’un tableau histor¡que des pro grés de l’esprit humain (1794), edición a cargo de Wilhelm AIff, Francfort del Meno: Europáische Verlagsanstalt 1963, pág. 366.

32 Karl R. Popper, “Die Logik der Sozialwissenschaften” en Th. Adorno et al., Der Positivísmus in der deutschen Soziologie, 13 edición Darmstadt 1988, págs. 103-123, pág. 103.

33 Cfr. Georg Henrik von Wright, Causality and Determinism, Nueva York/Londres: Columbia University Press 1974, pág. 135 s.

34 Cfr. Bentley Glass, “Science: Endless Hor¡zons or Golden Age?” en Science, Vol. 171,1971, págs. 23-29.

35 Citado según John Horgan, The end of science. Facing the kimits of knowledge in the twilight of the scientific age, Nueva York: Broadway Books 1997, pág. 24.

36 Nicholas Rescher, “An end to science?” en del mismo autor, Forbidden Knowledge and Other Essays on the Phllosophy of Cognition, DordrechtlBoston/LancasterlTokio: D. Reidel 1987, págs. 44-57, págs. 48 s.

37 Friedrich A. Hayek, The Constitution of Liberty, Chicago: The University of Chicago Press, 1960, pág. 26.

38 Cfr. Aristóteles, Etica Nicomáquea, Madrid: Gredos, 1985, Libro III 11 12b, pág. 186.

39 Thomas Hobbes, Leviathan, en Thomas Hobbes, English Works, Tomo 3, Aalen: Scientia Verlag, 1966, pág. 48.

40 Ludwig Wiffgenstein, Tractatus 5. 1362.

41 Cfr. Peter Strawson, “Freedom and Resentment” en Freedom and Resentment and other Essays, Londres: Methuen & Co. Ltd 1974, págs. 1-25, aquí pág. 9.

42 Ibídem., pág. 10.

43 Cfr. Peter Strawson, op. cit., pág. 9.

44 Ibídem., pág. 12 s.

45 Cfr. David Hume, “Of the balance of power” en del mismo autor, Political Essays, editado por Knud Haakonssen, Cambridge: Cambridge University Press, 1994, págs. 154-160, aquí pág. 159.

46 Juan Luis Vives, La verdadera sabiduría, Valencia: París-Valencia, 1992, pág. 87.

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