Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 12, 2000
Instituto Tecnológico Autónomo de México
José Antonio Aguilar Rivera
División de Estudios Políticos, CIDE, México
Life’s but a walking shadow, a poor player/That struts and frets his hour upon the stage/And then is heard no more. It´s a tale/Told by an idiot, full of sound and fury/Signyfing nothing.
Shakespeare, Macbeth
En el origen de las propuestas para establecer derechos minoritarios en las constituciones se encuentra una peculiar lectura histórica del pasado de los estados-nación, una crítica teórica y filosófica al liberalismo y una prescripción para remediar las supuestas fallas y omisiones de ese modelo. La adición a las constituciones de derechos culturales y la creación de regiones de autogobierno, como las autonomías, son presentadas tanto como una medida de pacificación para una parte del país, como un remedio a males e injusticias ancestrales. La crítica mexicana al liberalismo sigue un patrón bien establecido, pero también incorpora rasgos propios. Como afirma Stephen Holmes, muchos críticos culturales del liberalismo proponen un modelo ilusorio de la comunidad, conciben de manera sesgada la categoría de lo “social”, emplean erróneamente la distinción egoísmo/ desinterés, exhiben una ambivalencia táctica sobre el radicalismo de sus propuestas alternativas, confunden los aspectos normativos y descriptivos de la teoría liberal y mantienen supuestos injustificados sobre el poder político de la crítica filosófica. 1 A estos rasgos comunes se añaden, en el caso de México, una lectura singular de la historia y la presencia de un movimiento que ha tomado como bandera esa crítica. En México, a diferencia de las democracias consolidadas, donde las batallas teóricas se libran en las aulas y su fragor rara vez traspone sus puertas, la crítica multiculturalista tiene un brazo armado y un programa político de cambio constitucional.
Para fines analíticos, la crítica multiculturalista puede separarse en tres momentos: antecedentes, diagnóstico y prescripción. El exponente intelectual más serio, honesto, y lúcido de la persuasión multicultural en México es Luis Villoro. Por ello me ocupo principalmente de sus ideas y propuestas. 2
Pecados de origen
Los agravios de ayer son las reivindicaciones de hoy. Por esta razón, la justificación de las demandas de reconocimiento y autonomía parten de un relato histórico que enfatiza las injusticias cometidas contra los pobladores originales. El agravio histórico tiene dos componentes principales. Por un lado, durante siglos los indígenas han sufrido discriminación, explotación y pobreza. Fueron expulsados, combatidos y relegados al último peldaño de una estructura social injusta. Durante la colonia los indios fueron diezmados por enfermedades y explotados por los españoles en sus minas y haciendas. En el siglo XIX sufrieron el despojo de sus tierras comunales y de persecución por parte del nuevo Estado. Todo esto es cierto. Algunos historiadores han empezado a compilar el memorial de agravios que es la conflictiva relación entre el Estado nación y sus etnias. 3 Por el otro, existe un agravio cultural: el no reconocimiento de la singularidad de las etnias por los liberales decimonónicos. El Estado-nación buscó “homogeneizar” culturalmente a los pobladores.
Como afirma Enrique Florescano, “desde la segunda mitad del siglo XIX, el nacionalismo proclamado en las esferas del gobierno y en las instituciones del Estado adquiere un cariz intolerante y represivo. Las clases dirigentes, al hacer suyo el modelo europeo de nación, demandaron que las etnias, las comunidades y los grupos tradicionales que coexistían en el país se ajustaran a ese arquetipo. Así, cuando los indígenas o los campesinos no se avinieron a esas demandas, el gobierno descargó todo el peso del Estado sobre ellos y llegó al extremo de aniquilar a los pueblos que opusieron resistencia al proyecto centralista”. 4 En una vena similar, Villoro afirma: “la constitución del nuevo estado es obra de un grupo de criollos y mestizos que se impone a la multiplicidad de etnias y regiones del país, sin consultarlos. Los pueblos indios no son reconocidos en la estructura política y legal de la nueva nación”. 5 Así, la república liberal asestó “un golpe mortal” a las comunidades indígenas. Los conflictos que desgarraron a la nación independiente se debieron, en parte, a “la enorme separación del país histórico, constituido por comunidades y pueblos diversos, y el modelo de un Estado homogéneo... la nueva nación se concibe constituida por ciudadanos desligados de sus asociaciones concretas”. 6 El fracaso estaba predestinado: “la idea de la nación ‘moderna’ era una abstracción en la mente de los liberales”. Y sólo “logró formar, con la feliz expresión de Escalante, ‘ciudadanos imaginarios’ ”. 7
Me interesa este segundo componente del agravio histórico porque, a diferencia del despojo territorial y de la explotación económica, donde los culpables son claramente identificables, el agravio cultural tiene por responsables a entes menos tangibles: el “nacionalismo”, el “liberalismo”, el “modelo europeo”, el “Estado homogéneo”, etc. Además, su épica lleva implícita una medida de reparación evidente y obvia: el reconocimiento de los indígenas. “Preguntar por qué”, interroga Florescano, “después de siglos de coexistencia con las comunidades indígenas, no se les ha reconocido como parte integral de la nación, es tocar una de las fibras más sensibles de la memoria mexicana. Equivale a invadir el espacio que separa a la memoria del olvido, o a penetrar en los intrincados terrenos de la paradoja, la contradicción y el misterio”. 8
Si el memorial de despojos, persecuciones y opresión material de los indios de México está bien documentado, estas reclamaciones, por el contrario, descansan sobre bases mucho menos sólidas. Para empezar, como he señalado en otro lugar, la historia no proporciona lecciones “obvias”. 9 El “reconocimiento” que se exige puede transformarse en un instante en nativismo. Las metáforas orgánicas anticipan esta metamórfosis: matriz, raigambre. Y así nos encontramos de vuelta en el laberinto primordial de la mexicanidad. Otra vez hay mexicanos más mexicanos que otros. “Si algún grupo merece el nombre de mexicano, en su acepción de grupo nativo y civilización originaria”, afirma justiciero Florescano, “es sin duda el integrado por los descendientes de las etnias que llamamos mexicas, mayas, zapotecas, totonacas, yaquis, tarahumaras, purépechas, etc.”. 10 ¿Es volviendo al nativismo étnico como se repara el agravio simbólico?
En los cimientos del reclamo multicultural parece haber una distorsión producto de una transposición entre la teoría y la realidad. “La nación moderna”, nos dice Villoro, “no resultó de la asociación de grupos, estamentos, comunidades, naciones distintas; fue producto de una decisión de individuos que comparten una sola cualidad: ser ‘ciudadanos’”. El Estado nación moderno debe establecer la uniformidad de una legislación general en la heterogeneidad de la sociedad real. Un poder único y una administración centralizada se imponen sobre una “sociedad que se figura formada por ciudadanos iguales”. Este recuento presenta inferencias espurias del establecimiento de la igualdad jurídica. Villoro afirma: “el Estado nación se concibe como una unidad homogénea, constituida a partir de la decisión de una suma de individuos iguales entre sí. Ignora o destruye la multiplicidad de grupos, comunidades, pueblos y formas de vida que integran las sociedades reales”. 11 De esta conclusión equivocada se sigue otra más: “al integrarse al Estado-nación, el individuo debe hacer a un lado sus peculiares rasgos biológicos, étnicos, sociales o regionales, para convertirse en simple ciudadano, igual a todos los demás”.
Aquí hay dos problemas: una “falacia de composición” teórica y una lectura inapropiada de la teoría liberal democrática. Villoro, al igual que otros comunitaristas, deriva los patrones homogenizadores de una concepción de derechos iguales, no de la realidad social. 12 Desde el punto de vista teórico esta visión confunde la antropología política del liberalismo con una descripción de la realidad. 13 La adopción del modelo individualista y contractualista como un parámetro crítico no implica, por supuesto, que los liberales pensaran que la sociedad estuviera compuesta por individuos aislados y desligados de comunidades históricas reales. Es manifiestamente falso que un orden liberal requiera a sus ciudadanos despojarse de sus identidades étnicas, regionales y nacionales. Por el contrario, como afirma Bernard Yack, “la era del individualismo liberal ha sido también la era del nacionalismo; las prácticas liberales se han llevado a cabo, en gran medida, dentro del marco de las comunidades nacionales”. El argumento de la soberanía popular alienta a los ciudadanos modernos a considerarse organizados en comunidades que son “lógica, e históricamente, anteriores a las comunidades creadas por sus instituciones políticas compartidas”. 14 Lo cierto es que el liberalismo requiere del nacionalismo. Sin él, no podríamos trazar los límites de los estados-nación, pues la teoría liberal no nos dice quién es el “pueblo”. 15 De la misma forma, las asociaciones intermedias no sólo no son antitéticas a una sociedad liberal; le son, como acertadamente reconoció Tocqueville, imprescindibles. La igualdad jurídica sólo homogeneiza a los individuos en una esfera: la política. Como bien sabían los marxistas, el liberalismo es perfectamente compatible con un sin fin de desigualdades y diferencias entre los ciudadanos.
El malentendido, me parece, se debe a una incomprensión de las razones que explican el surgimiento de la escuela del derecho natural en los siglos XVI y XVII. Los teóricos iusnaturalistas no eran sociólogos ingenuos; no creían en una sociedad compuesta de individuos intercambiables y abstractos. La ficción del estado de naturaleza respondió a una búsqueda de certezas en el ámbito moral. Debido a los descubrimientos de nuevos mundos el escepticismo moral iba en aumento. (Montaigne aceptaba el canibalismo como natural). Las guerras de religión que asolaban a Europa probaron que la idea de un solo credo verdadero había desaparecido. Los teóricos del derecho natural deseaban encontrar un conjunto mínimo de elementos en el cual todos los seres humanos .independientemente de su religión y nacionalidad. pudieran coincidir. No ignoraban la existencia de la “cultura”; por el contrario, ésta les preocupaba en extremo. La cultura era fuente de guerras y conflictos sociales. La cultura entronizaba aquello que separaba a los seres humanos. Por ello Hobbes, Locke, Rousseau y otros deliberadamente la ignoraron, para lograr encontrar normas mínimas que fueran universalmente válidas. El estado de naturaleza y los derechos que los hombres hipotéticamente tendrían en él son un parámetro crítico que sirve para comparar las situaciones existentes. Es un plano normativo, no descriptivo. A la luz de las limpiezas étnicas y de los diversos fundamentalismos, ¿es esta una lógica caduca?
Los críticos del liberalismo no ignoran, por supuesto, esta historia. Simplemente no se la toman en serio. Continúan aduciendo que el liberalismo concibe un mundo social atomizado y abstracto. Al cuestionar la antropología política del liberalismo se unen a las corrientes conservadoras que, antes y después de la revolución de los derechos naturales, opusieron a su imagen maestra las categorías de tradición, jerarquía social y autoridad divina. Su bandera siempre fue .y sigue siendo. el “realismo”: buscan concebir a la sociedad “tal y como es”. Recordemos las magistrales líneas de de Maistre: “Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé, incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa,: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia”. 16 Los conservadores de ayer y hoy son enemigos consumados de lo “abstracto” y de lo “universal”. Epitomizan el espíritu antiutópico de esa tradición política. Así afirma despectivamente Villoro que la idea de la nación moderna era una mera “abstracción”, una fantasía, en la mente de los liberales. Sólo desde el campo conservador se puede considerar feliz la expresión de “ciudadanos imaginarios”. 17
Al revisar críticamente la fundación de México en el siglo XIX, Villoro afirma que los indígenas nunca fueron consultados. El modelo contractualista les fue “impuesto”. Por ello, la resistencia a la imposición de ese modelo de Estado “subsiste durante todo el siglo XIX. Ante todo, las rebeliones de los pueblos indios”. 18 Ciertamente el contrato social, al igual que el estado de naturaleza, es una ficción. Otro parámetro normativo. Villoro precisa: “cuando escribo que ‘los pueblos indígenas no fueron consultados’ no hago más que seguir el mismo lenguaje metafórico. Quiero decir que la Constitución del Estado respondió al proyecto de un grupo criollo-mestizo occidentalizado, que excluía a los pueblos indios, los cuales nunca tuvieron representantes en la nueva nación”. 19 Esto es cierto. Ni la iglesia, ni el ejército ni los pueblos indios fueron reconocidos como entidades corporativas constitutivas de la nación. De ahí, sin embargo, no se sigue en lo absoluto que los indios, como individuos de carne y hueso, hubieran sido excluidos, por lo menos desde el punto de vista teórico, del pacto fundacional. La injusticia real estuvo en la exclusión de facto de los indios, no de sus pueblos, en las instituciones representativas de la nueva república. ¿Hubiese sido más legítimo un pacto en el cual los consultados hubiesen sido los caciques, los consejos de ancianos o las élites gobernantes de esos pueblos? El proyecto del “grupo criollo-mestizo occidentalizado”–una nación de individuos libres e iguales que consienten a formar una asociación política– era el más inclusivo y democrático que el país había tenido hasta entonces. Mucho más que las teocracias prehispánicas y el régimen diferenciado de la colonia. El que los indios no tuvieran representación efectiva en ese régimen era, y es, una anomalía en la práctica, no una consecuencia lógica del modelo.
Si la república liberal le asestó un “golpe mortal” a las comunidades indígenas, ¿por qué no murieron? La pregunta no es retórica. Esos grupos humanos ni desaparecieron ni fueron plenamente asimilados. La épica del Estado homogéneo es histórica y sociológicamente deficiente. Es, además, contradictoria. El recuento catastrofista niega la reconocida capacidad de resistencia cultural de esos grupos. La entronización de las comunidades indígenas como modelo exige violentar el registro histórico para construir su ejemplaridad artificiosamente. “En toda América”, nos dice Villoro, “los antiguos pueblos indígenas han mantenido, pese a los cambios que introdujo la colonia, el sentido tradicional de la comunidad”. 20 La “estructura comunitaria”, se supone, forma parte de la “matriz civilizatoria” americana. Las civilizaciones precolombinas estaban basadas en la idea de la comunidad y “con mayor o menor pureza, esa idea permanece como un ideal por alcanzar”. A veces, es cierto, “la comunidad originaria se corrompe por las ambiciones propias del Estado Nacional”. En los usos y costumbres de los pueblos persiste “la preeminencia de la totalidad sobre los intereses individuales”. En esos grupos humanos, “la relación con los otros entes no está basada en el dominio sino en la reciprocidad de servicios. Nadie tiene un poder particular, la autoridad siempre es delegada; la asamblea o el consejo de ancianos expresan el poder decisorio último. Las decisiones se toman por consenso del pueblo reunido”. 21 El lenguaje .“matriz,” “pureza”. traiciona la filiación del argumento. Esta imagen de la comunidad indígena tiene que ver mucho con la nostalgia y muy poco con la memoria. No parte del conocimiento etnológico de esos pueblos sino de la necesidad de encontrar un ejemplo edificante.
Como afirma Roger Bartra, los usos y costumbres son en muchos casos la “transposición (real o imaginaria) de formas coloniales de dominación”. Los sistemas normativos indígenas .o lo que queda de ellos., sigue Bartra, “son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido profundamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas. Los ingredientes que podríamos calificar de ‘democráticos’ son muy precarios; se reducen al plebiscito y al ejercicio de una democracia directa en asambleas, donde las mujeres y las alternativas minoritarias suelen ser excluidas o aplastadas”. 22 La imagen idealizada de las comunidades indígenas como brújula y fuente de significado para la desorientada sociedad occidental ignora flagrantemente las violaciones de los derechos humanos que a menudo se cometen en ellas. 23 Las realidades inconvenientes simplemente no son registradas.
Lo que llama poderosamente la atención, una vez que se ha desvanecido la edificante ilusión, no es la intromisión del “Estado homogéneo” en las comunidades indígenas sino más bien su manifiesta incapacidad para prevalecer en ellas. El Estado nacional mexicano jamás estableció ahí .ni en muchos otros lados. el estado de derecho, ni las garantías individuales, ni un régimen ordenado de propiedad ni la democracia. La apariencia de un país que se gobierna con las mismas leyes ha sido sólo una ilusión. Bajo la fachada epidérmica de legalidad diversas minorías han conducido sus asuntos como mejor les ha parecido, con o sin la venia del Estado. Lo notable no es el éxito, sino el rotundo fracaso de las políticas de homologación. En sus ciento setenta y ocho años de vida independiente el Estado mexicano ha sido incapaz de comunicar a través de caminos a las regiones más apartadas del país, ya no se diga de ejercer su hegemonía a través de un sistema efectivo de educación pública. Este Estado, homogéneo o no, ha sido muy pobre y muy débil para convertirse en el Leviatán del cuento multicultural. En México lo que ha habido de facto es un multiculturalismo autoritario sin ontología de por medio.
La historia de las relaciones entre los estados-nación y las minorías étnicas es mucho más complicada de lo que supone un recuento maniqueo. En otro lugar he señalado cómo, en muchos casos, las comunidades locales y los grupos sociales desempeñaron un papel muy activo en la formación de sus propias identidades nacionales. 24 Los estados nacionales no impusieron simplemente sus valores y sus fronteras a las minorías, por el contrario, los grupos locales fueron un factor crítico en la construcción y consolidación de la nacionalidad y el estado territorial. A menudo fue la sociedad local la que se apropió del Estado y lo manipuló para sus fines particulares. 25 Los débiles disponen de más armas de las que pensamos. 26 El caso de México no es distinto. Es falso que los indígenas hayan rechazado uniformemente la idea de ciudadanía y el orden normativo occidental como intromisiones en sus sistemas de creencias y costumbres. No se trata, ciertamente, de negar la opresión y las injusticias que los indígenas han sufrido a lo largo de la historia nacional. Con todo, las intersecciones entre lo nacional y lo étnico no son simples. Por ejemplo, y como señala Florencia Mallon, entre 1850 y 1867 se hizo evidente en la sierra de Puebla la diversidad de la ideología y la práctica liberales. Con el advenimiento de la Guerra de Reforma, los conflictos faccionales se entremezclaron con las relaciones socioeconómicas, étnicas y políticas locales. Durante la Guerra de Tres Años y la posterior Intervención, algunas comunidades indígenas, conectadas a las élites liberales a través de relaciones clientelares, lucharon a su lado. Otras, se aliaron con los conservadores para combatir a sus enemigos locales. 27 En ambos bandos hubo alianzas multiétnicas. La coyuntura particular .intervención y guerra civil. hizo posible la construcción de “una nueva concepción del ciudadano, más incluyente y más participatoria”. El liberalismo popular que se desarrolló en la región central de la sierra proveyó, “el espacio sociopolítico para que los campesinos y los pequeños comerciantes, indígenas y mestizos, se unieran para formar una concepción de ciudadanía regional y multiétnica”. 28
La idealización nostálgica de un paraíso comunitario perdido, un recuento cuestionable del pasado interétnico y un entendimiento defectuoso de la intersección entre teoría y realidad son sólo algunos de los problemas conceptuales y fácticos que enfrenta la persuasión multicultural. Si la historia clínica del paciente no es fidedigna, el diagnóstico difícilmente podrá ser acertado.
Estado, nación y comunidad política
Otra de las patologías recurrentes de esta corriente de pensamiento es que, a pesar de su proclamada adhesión al “realismo”, sus lecturas de la realidad pocas veces son precisas. Del recuento que hacen Villoro y otros críticos uno podría inferir que el estado-nación y el liberalismo son bichos al borde de la extinción. Algo extraño hay en todo esto. Proclamar la crisis del liberalismo, y particularmente del constitucionalismo liberal, en una era en la que todos los estados del bloque exoriental, incluyendo a Rusia misma, han instaurado constituciones de corte liberal-democrático es simplemente mantener los ojos cerrados. Al contrario, es precisamente la adopción automática del modelo constitucional liberal por parte de naciones sin un pasado democrático lo que algunos observadores han criticado. 29 No es necesario celebrar acríticamente “el fin de la historia” para darse cuenta de que el modelo de organización política que denominamos liberal no se halla en una fase terminal. Villoro cree que la concepción liberal del Estado se encuentra en crisis. Tal vez. Pero ése es el entendimiento bajo el cual nos concebimos, es la noción jurídico-filosófica de la que parte nuestra constitución (y todas las que hemos tenido) y en el que se basan la mayoría de las constituciones del mundo en la actualidad. Es un paradigma, que si bien sufre de innumerables problemas teóricos e institucionales, ha sido refrendado en prácticamente todas partes. 30 Un vistazo al escenario internacional hace evidente que la idea del estado-nación, lejos de estar pasada de moda, es singularmente popular entre innumerables grupos étnicos que buscan secesionarse de la unidad política a la que pertenecen para construir sus propios estados-nación.
Villoro desea moverse hacia “una nueva noción de Estado”. Por eso lo que propone es una verdadera refundación ideológica de la nación. Si se siguen lógicamente sus premisas la conclusión es que hay que cambiar los cimientos filosóficos sobre los que descansa México. Sin embargo, Villoro no parece haber aceptado lo radical de su propuesta. ¿Cómo abandonar la concepción liberal del hombre sin suprimir, al mismo tiempo, los “logros de la concepción liberal”? “El modelo igualitario no contraviene los fines que perseguía el modelo anterior, pretende llevarlos a su término”. 31 Socavar los cimientos de un edificio teórico y después pretender construirle un piso más simplemente no es consistente. Este proyecto de conciliación es loable, pero ¿es posible y coherente?
La clave de esta reflexión política se encuentra en las respuestas de Villoro al desencanto. ”Después de Auschwitz, de Hiroshima, del Gulag pocos pueden aun creer en el dominio de la razón sobre la historia. Los intentos por transformar la sociedad desde proyectos racionales parecen haber fracasado”. 32 La razón, ciertamente, ha sido desacralizada, pero ¿realmente hemos renunciado a ella? Desprovista de un programa radical de cambio, la crítica multicultural se convierte inadvertidamente en pose. La reflexión “renovada” termina en una fuga hacia atrás. No es una casualidad que el auge del multiculturalismo coincida con la decadencia de la utopía. Clasificar a este pensamiento político simplemente como conservador sería, como afirma Jacoby, incorrecto. La suspicacia de las categorías universales ha sido patrimonio de otras doctrinas, como el pragmatismo y el romanticismo. Villoro defiende el anhelo romántico: “todo planteamiento de un ideal tiene algo de anhelo por lo otrode esta realidad y toda transformación radical de la sociedad tiene algo de retorno a un pasado perdido. No ha habido revolución ni reforma social o espiritual en las que no se den esos rasgos”. 33 En nuestro caso, el retorno al pasado está epitomizado por los pueblos indígenas: “...contamos con el caudal de las comunidades que contrarresten el individualismo y el desamparo a que conduce la modernización de la sociedad. Nuestra política podría ser la de recuperar los valores de la comunidad; en lugar de combatirlo, fomentarlos, aprender de ellos en los pueblos que aún existen”. 34
Los elementos progresivos y regresivos de esta orientación se entremezclan. En tanto defienda a los individuos contra una totalidad opresiva el enfoque es libertario. El romanticismo del siglo XVIII contenía una protesta contra la subordinación, y a menudo sacrificio, del individuo a un sistema social. 35 Sin embargo, a diferencia de los románticos, que se preocupaban por el florecimiento individual, Villoro acaba por reivindicar la autonomía cultural de los grupos. Así, el elemento emancipador del romanticismo se diluye. En la esfera política y social, el amor a la diversidad se presta fácilmente a un tipo de vanidad colectiva que degenera en chauvinismo o nacionalismo.
El rechazo de lo universal conduce a la afirmación mecánica de lo único y lo específico. De esta forma, la historia se convierte en la gran excusa. Inexorablemente, este tren de pensamiento se vuelve conservador en tanto que sabotea “las proposiciones generales que se requieren para hacer juicios”. Una vez que los filósofos aíslan las condiciones locales de las categorías universales .homogéneas por definición. pierden la capacidad de juzgarlas. Así, se convierten en porristas, nacionalistas y chauvinistas. 36 Los pensadores de vanguardia regresan a las ideas primarias y dudan de los conceptos que no trascienden a la sangre y la tierra. En el fondo, el anhelo romántico no es compatible con la visión utópica. Nadie lo pone mejor que Isaiah Berlin: la negación del monismo “habría de conducir, a su debido tiempo, al conservadurismo de Burke y Moser, por un lado: y por el otro, a la autoafirmación romántica, al nacionalismo, a la idolatría del héroe y el líder, y finalmente al fascismo, al irracionalismo brutal y a la opresión de las minorías”. 37
“Estos pensadores”, afirmaba Berlin en otro famoso ensayo, “que vuelven la vista al pasado en busca de fuerza, no desempeñan el papel de visionarios sociales: con diversos grados de pesimismo, tratan de revivir un espíritu nacional que ha sido socavado, quizás para siempre, por el enemigo .constituido por los liberales, los masones, los científicos, los ateos, los escépticos y los judíos”. 38 Las líneas escritas por Berlin en 1972 no han perdido un ápice de actualidad: “...asistimos a una reacción mundial en contra de las doctrinas centrales del racionalismo liberal del siglo XIX, a un confuso esfuerzo para retornar a una antigua moral. En los siglos XVIII y XIX, los frentes de batalla estaban marcados más o menos claramente. De un lado estaban los partidarios de la tradición, de las jerarquías políticas y sociales, ya fueran ‘naturales’ o estuvieran santificadas por la historia, o por la creencia y la obediencia debidas a una autoridad divina o trascendente... En el otro bando estaban los campeones inquebrantables de la razón, que rechazaban la fe en la tradición, en la intuición y en las fuentes trascendentales de la autoridad por considerarlas meras pantallas de humo para justificar la irracionalidad, la ignorancia, la parcialidad, el miedo a la verdad en materia de historia, la estupidez, la injusticia, la opresión...” 39 Hoy, la línea que divide esos campos se ha tornado borrosa. Asistimos a una paradójica y triste metamorfosis del pensamiento progresista: se ha transfigurado en un Mr. Hyde romántico, ignorante de su nueva forma.
Según Villoro, el modelo liberal enfrenta “dificultades insalvables” para conciliar libertad e igualdad. ¿Cuáles son esas fallas? En primer lugar, puesto que el modelo concibe a la sociedad como una suma de individuos “que regulan sus decisiones por sus concepciones personales del bien y sus intereses particulares”, al juntarse no pueden menos que entrar en competencia. El espacio público, “es un tablero donde cada uno mueve sus piezas para obtener los mayores beneficios. Vencen los más emprendedores, pero sobre todo, los que inician el juego con las mayores ventajas”. Un Estado neutral “no puede menos que consagrar, en incluso acrecentar, las desigualdades existentes”. 40 En segundo lugar, “a mayor competencia, mayor desigualdad, a mayor desigualdad, mayor desintegración de la sociedad. De allí el peligro de que la multiplicidad conduzca a la pérdida de conciencia del valor de la colectividad, a la fragmentación de la sociedad y a la reducción de la vida éticamente valiosa a la esfera privada”. 41
El origen de esta primera crítica es marxista, y sin duda hay algo de cierto en ella. Sin embargo, la opresión moderna no sólo la ejercen los individuos más dotados sobre los menos. Sobre todo son los grupos –empresas transnacionales, sectas fanáticas, etc.—los que, a partir de sus desigual poder, explotan a otros grupos e individuos. Por otro lado, el hecho de que los individuos se junten, no implica que entrarán irremediablemente en competencia. Villoro comparte la versión de Hobbes del estado de naturaleza. Sin embargo, el contacto también produce cooperación y solidaridad. La interpretación de Hobbes no es más válida –ni plausible— que la de, digamos, Locke, quien no creía que el hombre natural hubiera vivido en un estado de guerra permanente.
Villoro acepta una definición normativa del Estado que proviene, sobre todo, de las versiones anglosajonas del liberalismo. Es cierto que el postulado de “neutralidad” del Estado que proponen Rawls y Dworkin es cuestionable. Sin embargo, no es compartido por todas las vertientes de la teoría liberal. Ciertamente no es parte de la escuela francesa, que es menos abstracta y más sociológica e institucional. No todos los liberales creen en la neutralidad del Estado. Ni siquiera los anglosajones. 42 De la misma manera, los desarrollos recientes en la teoría liberal que hacen énfasis en la justicia consideran una anomalía la inexistencia de igualdad de oportunidades entre los individuos. Rawls ha propuesto criterios de intervención estatal para lograr esta equidad. Es falso que un Estado liberal tenga que cruzarse de brazos ante la injusticia. Lo que describe Villoro no es un Estado liberal, es más bien el estado de naturaleza hobbesiano.
El segundo argumento comete la misma falacia de composición que ya hemos encontrado antes: “a mayor competencia, mayor desigualdad, a mayor desigualdad, mayor desintegración de la sociedad”. Los eslabones causales de esta cadena son muy débiles. La sociología comparada nos demuestra que a pesar de la aguda desigualdad muchas sociedades se mantienen integradas. En ciertos casos, la desigualdad es precisamente el elemento que las mantiene unidas. En esta reflexión hay un temor integrista apenas embozado. Como afirma Holmes, la mayor amenaza a la coherencia social no proviene del individualismo sino de las pasiones colectivas, los conflictos ideológicos y las rivalidades heredadas. 43
El reconocimiento de los derechos minoritarios es propuesto como una medida justa. Villoro afirma: “En una sociedad en que, desde hace siglos, hay una diferencia enorme en la situación de dos sectores distintos de la población, la única forma de llegar a una igualdad de oportunidades es reconocer esa diferencia real, sin hipocresías, y favorecer abiertamente a la parte en situación de desventaja a costa de la parte privilegiada”. 44 Hasta aquí el razonamiento es impecable. El problema es la inferencia que se hace de él. “Una política justa”, continua Villoro, “en una situación de injusticia, no puede tratar igual a los desiguales. Si quiere realmente la igualdad tiene que reconocer primero la desigualdad y conceder ventajas a los desaventajados. Por otra parte, ‘igualdad’ no es lo mismo que ‘homogeneidad’. La verdadera igualdad entre sujetos autónomos consiste en el respeto a sus diferencias”. 45 Otra vez, el corolario de una premisa válida es espurio. El error consiste en subordinar la ciudadanía a la igualdad social. Lo que es necesario reconocer no es la “diferencia”, sino la desigualdad en las condiciones de vida que sufren las personas. La acción correctiva debe ocurrir en el mundo de verdad, no en el discurso filosófico. Hay aquí un giro aristotélico que nos regresa a la vieja noción de justicia. El entendimiento moderno es cualitativamente distinto: la dignidad humana es un bien que se distribuye equitativamente entre todos los individuos independientemente de las desigualdades materiales y culturales. Los partidarios del voto censatario en el siglo XIX seguían exactamente la misma lógica de Villoro: ¿por qué conceder iguales prerrogativas y derechos a sujetos que son manifiestamente desiguales y tienen dotaciones distintas de recursos? Lo justo era que votaran sólo los propietarios. La igualdad moderna consiste precisamente en poder hacer abstracción de las diferencias para concebir a los individuos en un mismo plano horizontal. Igualdad no significa igual respeto a las diferencias: la transposición semántica sólo conduce al equívoco.
Coincido plenamente con el ánimo justiciero de Villoro, sin embargo reconocer las desventajas y actuar en consecuencia no implica, en lo más mínimo, un “Estado plural”, como él sugiere. Las diferencias y desigualdades que ponen en desventaja a los indígenas son el producto de injusticias ancestrales. Eso, es cierto, les da derecho a un trato diferenciado por parte de la mayoría, pero no en cuanto a su condición de ciudadanos en una comunidad política constituida por individuos libres e iguales. Trato “diferenciado” quiere decir fundamentalmente que el Estado realice un esfuerzo especial . proporcional para poner a esos individuos en igualdad de condiciones. Es resarcir las injusticias históricas a través de asegurarle a esas comunidades condiciones de vida dignas, el disfrute de sus derechos, así como la posibilidad de lograr el progreso material. Es proveerles efectivamente de vivienda, salud, educación y trabajo. En pocas palabras, se trata de poner a los indígenas en una posición real de elección. Ellos, como un grupo particularmente agraviado, merecen un trato especial por parte de la sociedad mayoritaria –que es la que deberá pagar con sus impuestos los programas sociales., pero éste no es el que sugiere Villoro. Lo que daña a la gente es la ausencia de trabajo, de condiciones decentes de vida, de educación, no la ausencia de “reconocimiento” de sus derechos culturales. Una política compensatoria estaría encaminada a lograr la igualdad de oportunidades, materiales y físicas, con otros ciudadanos, no a perpetuar diferencias culturales. Este tipo de resarcimiento, a diferencia de las reparaciones simbólicas que propone Villoro, sería costoso y tardado. Es, sin embargo, la vía responsable. La retórica del multiculturalismo desvía la atención de los verdaderos problemas y de las posibles soluciones, pero ofrece a cambio una gratificación inmediata a la mala conciencia de la sociedad mayoritaria. 46
La insoportable necesidad de cuadrar el círculo
Una forma de introducir de manera embozada la noción de derechos culturales es presentarlos como una condición necesaria para ejercer los individuales. Villoro señala que: “entre los derechos que garantizan al individuo la capacidad de elección de vida, es necesario considerar derechos que aseguren a las diferentes comunidades culturales la autonomía que hace posible la elección de vida de los individuos”. Y afirma: “para que un purépecha o un tzotzil pueda ejercer realmente el derecho de elegir su propio plan de vida, tienen que respetarse las formas de vida purépecha o tzotzil. Si le quieren imponer por fuerza una cultura que no es la suya, no podrá elegir su plan de vida ni ejercerlo”. 47 La conclusión es, por supuesto, que “el derecho de los pueblos no puede verse como contradictorio ni opuesto a los derechos individuales, sino como condición para el ejercicio de esos derechos”.
Esta visión tiene el mérito de reconocer la primacía ontológica de los individuos. Pero mañosamente le pone “condiciones” culturales. Quien ha elaborado más sistemáticamente esta tesis es Will Kymlicka. En otro lugar me he ocupado del esquema teórico de Kymlicka; aquí sólo me concentraré en su argumento sobre la “compatibilidad necesaria” entre derechos culturales y autonomía individual. 48 Según Kymlicka, “los liberales deberían preocuparse por el futuro de las estructuras culturales, no porque éstas tengan algún status moral en sí mismas, sino porque sólo cuando la gente tiene una estructura cultural rica y segura puede percatarse, vívidamente, de las opciones a su disposición y es capaz de examinar de manera inteligente su valor”. 49 La cultura, piensa Kymlicka, es un bien primario que es condición para la elección significativa de opciones de vida. La traducción en la práctica de esta idea es la ciudadanía multicultural. 50
Esta línea argumentativa le permite afirmar a Villoro que “los derechos de los pueblos no son opuestos a los derechos individuales ni tienen un fundamento distinto; son una condición de posibilidad de los derechos individuales”. Así queda resuelto –teóricamente. el conflicto: se trata simplemente de una imposibilidad lógica. Sin embargo, el argumento no se sostiene, ni en la teoría ni en la práctica. La posibilidad de conflicto entre derechos colectivos e individuales no es hipotética; es muy real. A menudo las comunidades culturales restringen los derechos de sus miembros para asegurar su reproducción. Decir que ambos derechos no pueden chocar es tapar el sol con un dedo. Teóricamente, Jeremy Waldron ha demostrado la inconsistencia lógica de la tesis de la complementariedad necesaria. 51 Como señala Waldron, “la pretensión de que siempre hemos pertenecido a pueblos específicos y culturalmente homogéneos tiene que ser tratada con la misma precaución que las fantasías individualistas sobre el estado de naturaleza: útil, tal vez, para algún propósito teórico, pero completamente errada para otros”. 52
“La estrategia cosmopolita”, afirma Waldron, no consiste en negar el papel de la cultura en la constitución de la vida humana, sino en cuestionar, primero, el supuesto de que el mundo social se divide limpiamente en culturas singulares, una para cada comunidad y, segundo, el supuesto de que todos necesitamos de una, y sólo una, de estas entidades –una cultura singular y coherente– para darle forma y significado a nuestras vidas”. 53 Por supuesto que la elección ocurre en un contexto cultural, entre opciones que tienen significados definidos culturalmente. Sin embargo, del hecho de que cada opción debe tener un significado cultural no se sigue que debe haber un marco cultural en el cual a cada alternativa disponible le sea asignada un significado. Fragmentos de opciones significativas pueden provenir de una gran variedad de fuentes culturales. Kymlicka asume injustificadamente que el significado de cada elemento viene de una entidad llamada “nuestra cultura” y de ahí no puede inferir legítimamente que existan cosas tales como “estructuras culturales”, cuya integridad deba salvaguardarse para que las personas puedan hacer elecciones significativas. Su argumento demuestra que “la gente necesita materiales culturales; no prueba que la gente necesite una ‘estructura cultural rica y segura’. Muestra la importancia del acceso a una variedad de relatos y papeles, pero no prueba, como él pretende, la importancia de la membresía en una cultura”. 54 Los “materiales” culturales, como fragmentos, imágenes y atisbos de relatos, más o menos significativos, que están a nuestra disposición sencillamente nos vienen de todas partes del mundo.
La membresía en una comunidad particular, definida por su identificación con un marco o matriz cultural singular, carece de la importancia que le asigna Kymlicka. Necesitamos significados culturales, pero podemos prescindir de marcos culturales homogéneos. Requerimos comprender nuestras elecciones en los contextos que les dan sentido, pero no necesitamos de ningún contexto singular para estructurar todas nuestras elecciones. “Para ponerlo crudamente”, afirma Waldron, “necesitamos de la cultura, pero no requerimos de la integridad cultural”. El argumento muy bien podría ponerse de cabeza: para poder realizar elecciones significativas debemos ser capaces de comparar. Para que la elección individual sea una genuina evaluación es necesario que la cultura sea desafiada y comparada. El “conservar” una cultura –insistir que debe estar segura– es aislarla de las mismas fuerzas y tendencias que le permiten operar en un contexto de elección genuina. Hay algo artificial en los esfuerzos de conservar las culturas de las minorías. “Las culturas viven y crecen, cambian y a veces mueren: se amalgaman con otras culturas, o se adaptan a las necesidades geográficas y demográficas”. El enfoque “conservacionista” mina precisamente esos mecanismos adaptativos con los que todas las culturas enfrentan al mundo.
Finalmente, Kymlicka, al igual que Villoro y otros en la misma corriente, es políticamente ingenuo. Es un filósofo de los buenos propósitos. “Si existe una forma viable de promover un sentido de solidaridad y propósito común en un estado multinacional”, escribe Kymlicka, “ella involucrará el acomodar, más que el subordinar, a las identidades nacionales”. 55 Como afirma David Laitin, “esta gentil noción de que el acomodo produce un propósito común difícilmente encuentra sustento. Se trata de una visión más bien rosa del proceso político, que tal vez sea sólo adecuada para Canadá y otros pocas sociedades”. 56 El proyecto de Villoro es tan ilusorio como el de Kymlicka: “un Estado plural no podría buscar la unidad en la adhesión colectiva a valores que todos compartieran, porque se extendería sobre pueblos y minorías que pueden regirse por diferentes valores. Estaría obligado, por lo tanto, a propiciar la unidad mediante un proyecto común que trascienda los valores propios de cada grupo cultural”. 57 En su opinión, lo que habría que hacer es adelgazar la noción de ciudadanía: “una idea de ciudadanía restringida constituye un marco común para la unión de pueblos diferentes”. 58 En lugar de expandir los derechos ciudadanos, los parámetros universales de civilidad, Villoro busca restringirlos. Mientras menos contenido tenga la idea de ciudadanía, mejor, porque así podría ser aceptada más fácilmente por las diferentes culturas. Villoro parece ignorar a Rousseau, quien creía necesaria la existencia de una "religión civil".
El problema no es lo inalcanzable de esta visión. Como bien apunta Villoro, esta idea sólo se cumpliría parcialmente, “pero serviría de guía para orientar la política de un Estado en transición hacia un Estado plural”. Sin embargo, aun como brújula, el modelo es un artefacto defectuoso porque parte de supuestos equivocados sobre la naturaleza de lo político. Difícilmente nos proporcionará un norte confiable. Un catálogo de buenas intenciones es inútil para resolver los problemas políticos que enfrentan los estados multinacionales. En principio, el lenguaje filosófico y jurídico de los “derechos” invita a la no negociación porque los derechos se presentan retóricamente como inalienables. Algunas negociaciones involucran asuntos que evocan sentimientos y emociones muy intensos. La creencia de que las áreas grises en los arreglos multiculturales pueden ser despejadas a través de la negociación democrática es, simplemente, ingenua.
Conclusión
Al comienzo del nuevo milenio, nos encontramos ante una encrucijada histórica. Es necesario refundar al país. Una opción, el “Estado plural”, que se presenta como visionaria, nos llevaría hacia atrás: sería una regresión civilizatoria. La ironía es que Luis Villoro es el brillante exponente de una gran claudicación. Él constituye un punto ineludible de referencia en nuestro horizonte filosófico finisecular. Precisamente por su estatura, y por su autoridad moral, Villoro no puede ser ignorado. Merece toda nuestra atención. A pesar de nuestras muchas diferencias, creo compartir con Villoro un sentido de indignación moral frente a un mundo injusto. Coincido plenamente con él en que hay poco que celebrar en nuestra condición actual. No creo, sin embargo, que la respuesta a esa insatisfacción sea una nueva concepción filosófica que se presume radical. El mal, existe. Son su diagnóstico y la prescripción los que están equivocados. Creo que el camino de replantear de nuevo, desde los inicios, la relación entre el poder político y los valores morales no nos llevará muy lejos. Podremos estar perdidos, pero lo que está mal no es la brújula. Es más bien el timón del barco, su sistema de navegación, sus pilotos. Miramos a las estrellas y a pesar de ello, seguimos confundidos.
Notas
* Los textos que se reúnen bajo este título fueron presetados en el IX Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad Libre de Derecho (ULD). El evento se llevó a cabo en la ciudad de México los días 8 y 9 de octubre de 1999.
1 Stephen Holmes, The Anatomy of Antiliberalism, Cambridge, Harvard University Press, 1993, p. 184.
2 Aquí sigo la discusión con Luis Villoro iniciada tiempo atrás en otro lugar. Véase: José Antonio Aguilar Rivera, “La refundación de México”, Este País, núm. 91(octubre 1998) pp. 16-24 y Luis Villoro, “Respuesta a José Antonio Aguilar”, pp. 16-24.
3 Enrique Florescano, Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Aguilar, 1997.
4 Ibid. p. 18.
5 Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós/UNAM, 1998, p. 43.
6 Ibid. p. 44
7 Ibid.
8 Florescano, Etnia, Estado y Nación, p. 19.
9 José Antonio Aguilar Rivera, “Los indígenas y la izquierda”, Nexos, vol. 21, núm. 248 (agosto 1998) pp. 55-63.
10 Florescano, Etnia, Estado y Nación, pp. 19- 20.
11 Luis Villoro, El poder y el valor, México, FCE, 1998, p. 339.
12 El punto lo elabora brillantemente Russell Jacoby. Véase: Russell Jacoby, The End of Utopia, New York, Basic Books, 1999, pp. 53-58
13 Aguilar Rivera, “La refundación de México”, p. 19.
14 Bernard Yack, “The Myth of the Civic Nation”, Critical Review, vol. 10, núm. 2 (1996) p. 207.
15 Esta línea argumentativa ha sido desarrollada por Samuel H. Beer. Véase: Samuel H. Beer, “In Praise of Liberal Nationalism”, trabajo presentado en la reunión anual de la American Political Science Association, Boston, 1998.
16 Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 66.
17 En otro lugar he tratado de rebatir la tesis de que la ausencia de “ciudadanos” produjo el fracaso del orden constitucional en América latina durante el siglo XIX. Véase: José Antonio Aguilar Rivera, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional Atlántico, México, FCE/CIDE, en prensa y Gabriel L. Negretto y José Antonio Aguilar Rivera, “Rethinking the Legacy of the Liberal State. The Cases of Argentina (1853-1916) and Mexico (1857-1910)”, Journal ofLatin American Studies, mayo 2000.
18 Villoro, Estado plural, p. 43.
19 Villoro, “Respuesta a José Antonio Aguilar”, p. 16.
20 Villoro, El poder y el valor, p. 367.
21 Ibid., p. 368.
22 Roger Bartra, La sangre y la tinta, México, Océano, 1999, pp. 33-34.
23 Para una muestra, véase: Walter Beller Taboada, (coord.), Las costumbres jurídicas de los indígenas en México, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos, pp. 86-97.
24 José Antonio Aguilar Rivera, “La casa de muchas puertas: diversidad y tolerancia”, Política y Gobierno, vol. 4, núm. 2(1997) p. 505.
25 Peter Sahlins, Boundaries. The Making of France and Spain in the Pyrenees , Berkeley, University of California Press, 1989, pp 7-9. El libro de Sahlins es un excelente estudio de caso de este tipo de dinámicas.
26 Al respecto, véase James C. Scott, Weaponsof the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance,New Haven, Yale University Press, 1985.
27 Florencia Mallon, Peasantand Nation, Berkeley, University of California Press, 1995. p. 29.
28 Ibid. p. 32.
29 Graham Walker, “The Idea of Non-Liberal Constitutionalism”, en Will Kymlicka e Ian Shapiro, (eds.), Ethnicityand Group Rights, New York, New York University Press, 1997, pp. 154-187.
30 En otro lugar he criticado algunas de las deficiencias institucionales del constitucionalismo liberal. Véase: José Antonio Aguilar Rivera, “El manto liberal: emergencias y constituciones”, Política y Gobierno, vol. 3, núm. 2(1996) pp. 327-361. El liberalismo dista de la perfección: es una teoría que tiene problemas de diversa índole. En áreas tales como la rendición de cuentas, la intersección entre el poder político y el económico y los mecanismos de representación la teoría liberal sufre omisiones y, a veces, insuficiencias.
31 Villoro, El poder y el valor, p. 315.
32 Ibid., p. 7.
33 Villoro, “Respuesta a José Antonio Aguilar”, p. 17.
34 Villoro, El poder y el valor, p. 376.
35 Jacoby, End of Utopia, p. 148.
36 Ibid., p. 149.
37 Isaiah Berlin, “La apoteósis de la voluntad romántica”, en Arbolque crece torcido, México, Vuelta, 1992, p. 275.
38 Berlin, “La rama doblada: sobre el surgimiento del nacionalismo”, Ibid., p. 303.
39 Ibid., p. 310.
40 Villoro, El poder y el valor, pp. 312-313.
41 Ibid., p. 314.
42 Véase, por ejemplo, William A. Galston, “Liberalism without neutrality”, en Liberal Purposes. Goods, Virtues, and Diversity in the Liberal State, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 165-241.
43 Holmes, Anatomy, p. 180.
44 Villoro, “Respuesta a José Antonio Aguilar”, p. 19.
45 Ibid.
46 He elaborado este punto en otro lugar. Aguilar Rivera, “La izquierda y los indígenas”, pp. 62-63.
47 Villoro, Estado plural, p. 93.
48 Aguilar Rivera, “Las casa de muchas puertas”, pp. 499-522.
49 Will Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, Oxford, Oxford University Press, 1989, p. 165.
50 Will Kymlicka, Multicultural Citizenship, Oxford, Oxford University Press, 1995.
51 Jeremy Waldron, “Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative”, en Will Kymlicka, (ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford, Oxford University Press, 1995, pp. 93-123.
52 Ibid. p. 105.
53 Ibid. p. 106.
54 Ibid. pp. 106-107.
55 Kymlicka, Multicultural Citizenship, p. 189.
56 David Laitin, “Liberal Theory and the Nation”, Political Theory, vol. 26, núm. 2 (abril 1998) p. 211.
57 Villoro, Estado plural, p. 61.
58 Ibid. p. 104.