El encaje de las piezas del derecho (primera parte) *

José Juan Moreso
Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España

El encaje de las piezas del derecho (primera parte) *

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 14, 2001, pp. 136 -157

El libro de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos (Barcelona, Ariel, 1996) constituye una excelente aportación a la teoría general del Derecho, una aportación que, según nos hacen saber los autores al inicio de la presentación, forma parte de un proyecto más amplio que conducirá a la realización de una teoría general del Derecho, cuando la teoría de los enunciados jurídicos sea completada con una teoría de la relación jurídica y una teoría del ordenamiento y de los procedimientos jurídicos.

Hay, en mi opinión, tres aspectos del libro que hacen que el trabajo de Atienza y Ruiz Manero (A-RM de aquí en adelante) sea especialmente bienvenido. En primer lugar, la claridad con la que exponen las tesis principales que defienden, un aspecto que revela la influencia que la filosofía analítica (y la claridad es, por así decirlo, marca de la casa de dicha corriente filosófica) ha tenido y tiene en la teoría jurídica en lengua española de los últimos años. En segundo lugar, la originalidad de sus posiciones, Las piezas del Derecho no es un farragoso y erudito examen de las diversas posiciones sostenidas acerca de la naturaleza de los principios jurídicos, de las reglas que confieren poderes, de las permisiones jurídicas, de los valores en el Derecho o de la regla de reconocimiento (los cinco capítulos, aparte de las conclusiones, en los que se estructura la obra); por el contrario, el libro es una indagación original en la cual las posiciones de otros son tomadas sólo como un entramado con (y contra) el cual construir la propia teoría. 1 En tercer lugar, la sólida articulación de la que el libro está dotado, el lector que recorra sus páginas descubrirá la forma en que A-RM pretenden que sus posiciones encajen en un todo coherente y armónico. El capítulo de conclusiones y los dos cuadros, clasificatorio y comparativo, con el que la obra concluye dan fe de la articulación del conjunto.

No es tarea fácil comentar este libro. No lo es exponer brevemente sus ideas de forma que aporte algo nuevo y distinto de lo que ya A-RM han conseguido en su labor sistematizadora realizada en el capítulo VI de conclusiones, y tampoco lo es presentar ordenadamente las objeciones, dudas y perplejidades que la lectura de su trabajo me ha suscitado porque la crítica a aspectos puntuales podría dar una imagen distorsionada de mi propia posi- ción como comentarista. A pesar de ello, asumiré estos riesgos y articularé mi comentario de la siguiente forma: dividiré mi comentario en seis partes, en las cinco primeras trataré de identificar las tesis principales que los auto- res defienden en los cinco primeros capítulos de su obra: I. Las normas de mandato: principios y reglas. II. Las reglas que confieren poderes. III. Los enunciados permisivos. IV. Los valores en el derecho y V. La regla de reconocimiento, y de exponer algunas de las objeciones y dudas que dichas tesis me sugieren; en la sexta y última parte realizaré algunas consideraciones generales sobre la concepción que A-RM tienen del proyecto de la teoría jurídica tal y como aparece en la presentación de su libro.

I. Reglas, principios y condicionales superables

En este capítulo, el lector hallará una interesante elucidación de los diversos sentidos que la expresión ‘principio jurídico’ ha recibido en la literatura relevante al respecto y una clara propuesta propia de clasificación. Sin embargo, creo que el núcleo del trabajo puede considerarse su distinción entre principios y reglas, y su distinción entre principios en sentido estricto y directrices o normas programáticas. 2 Mi presentación y ulterior discusión de las ideas contenidas en el capítulo I va a limitarse a estas dos distinciones.

Bajo el supuesto de que todas las normas pueden ser presentadas con un esquema condicional, las ideas de A-RM con relación a la distinción entre principios y reglas pueden ser expresadas en la siguiente tesis:

Tesis I: Mientras las reglas delimitan de forma cerrada sus condiciones de aplicación, los principios delimitan sus condiciones de aplicación de forma abierta.

En palabras de A-RM (p. 9): La diferencia estriba en que los principios configuran el caso de forma abierta, mientras que las reglas lo hacen de forma cerrada. Con ello queremos decir que mientras que en las reglas las propiedades que conforman el caso constituyen un conjunto finito y cerrado, en los principios no puede formularse una lista cerrada de las mismas: no se trata sólo de que las propiedades que constituyen las condiciones de aplicación tengan una periferia mayor o menor de vaguedad, sino que tales condiciones no se encuentran siquiera genéricamente determinadas.

Esta diferencia se corresponde con lo que A-RM denominan un enfoque estructural, consistente en ver las normas como entidades organizadas de una cierta manera. A ello A-RM añaden dos enfoques ulteriores: un enfoque funcional, centrado en el papel que las normas ocupan en el razonamiento práctico y un tercer enfoque que contempla las normas en conexión con los intereses y relaciones de poder existentes en la sociedad (pp.6-7). Estos tres enfoques son aplicados por los autores, como veremos, al estudio de todos los enunciados jurídicos. La única razón de privilegiar el enfoque estructural para establecer la distinción entre reglas y principios reside en que éste, según creo, es previo a los anteriores, en el sentido de que permite explicar el modo diferente en que principios y reglas actúan en el razonamiento práctico y, también, su conexión con las relaciones de poder y los intereses presentes en una sociedad. Me limitaré a tratar de mostrar el carácter previo del enfoque estructural respecto al enfoque funcional, confiando en que si este intento tuviera éxito, un análisis semejante mostraría que también el análisis de la distinción en términos de las relaciones de poder e intereses presentes en una sociedad depende de la distinción estructural.

Desde el punto de vista funcional, A-RM señalan que las reglas jurídicas actúan en el razonamiento práctico como razones perentorias e independientes del contenido (tomando la caracterización de Hart 1982a). Las reglas son razones perentorias (razones protegidas, en la terminología de Raz, vd. Raz 1979, 1990) en el doble sentido de que son razones de primer orden para realizar la acción prescrita y razones de segundo orden (razones excluyentes) para excluir cualquier deliberación del destinatario de la norma acerca de los argumentos en pro y en contra de realizar dicha acción. Y son razones independientes del contenido puesto que su carácter perentorio viene otorgado en razón de su origen o fuente en la autoridad normativa que la ha promulgado.

En cambio, los principios no son razones perentorias puesto que no excluyen la deliberación del destinatario de la norma, son sólo razones de primer orden que señalan una dirección respecto al curso de acción a tomar, pero que entran en la deliberación del agente junto a otras razones (otros principios) y que pueden, por lo tanto, ser superadas en el balance de razones. 3

Como puede apreciarse, la virtualidad de esta distinción depende de la caracterización estructural de las normas y de los principios. Como las reglas configuran de forma cerrada sus condiciones de aplicación, gozan –a la hora de ser aplicadas– de cierta autonomía semántica (Schauer 1991, p. 53-62) y pueden configurarse como razones para la acción de carácter perentorio, en cambio dado que los principios tienen abiertas sus condiciones de aplicación no pueden convertirse en razones perentorias para la acción. Es su estructura la que determina el carácter no perentorio. A-RM (p. 9) usan como ejemplo de principio el art. 14 de la Constitución española que establece el principio de igualdad. Su reformulación estructural del texto constitucional es la siguiente:

Si (condición de aplicación) un órgano jurídico usa sus poderes normativos (esto es, dicta una norma para regular un caso genérico o la aplica para resolver un caso individual, etc.) y en relación con el caso individual o genérico de que se trate no concurre otro principio que, en relación con el mismo, tenga un mayor peso, entonces (solución normativa) a ese órgano le está prohibido discriminar basándose en razones de nacimiento, raza, sexo, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

La estructura del art. 14 del texto constitucional, tal como A-RM la reconstruyen, determina ya su diferencia funcional con una regla que tiene las condiciones de aplicación determinadas.

Tal vez una analogía pueda ser usada en este contexto (Alchourrón 1993). En el ámbito de la filosofía moral, se ha argumentado que una dificultad considerable de la ética kantiana radica en su configuración de los deberes morales como deberes absolutos. Así, si hay un deber moral de decir la verdad, entonces en cualquier circunstancia es obligatorio moralmente decir la verdad. 4 En este caso, el deber moral de decir la verdad se comporta como una regla, absolutamente opaca (para la distinción entre opacidad y transparencia de las reglas, vd. Regan 1989) a otros deberes que pueden entrar en conflicto con el deber de decir la verdad. No importa, ahora, que este deber sea configurado como categórico (en el especial sentido kantiano), es posible establecerlo en una regla condicional que diga algo como lo siguiente: ‘Siempre que hagas una aserción, debes decir lo que crees que es verdadero’. 5 Dada la insatisfacción que esta posición produce, algunos filósofos morales (vd. Ross 1930) han sostenido que los deberes morales no son absolutos sino prima facie, es decir, pueden entrar en conflicto con –y ser superados por– otros deberes morales. Así, si en el año 1940, en Berlín, un benevolente alemán de clase alta tiene escondido en su casa a un judío amigo suyo y una tarde, tomando el té con un alto dirigente de la Gestapo, éste le pregunta si, por casualidad, no sabrá nada precisamente del judío que tiene escondido; una moral que requiriera de nuestro buen prusiano una respuesta sincera a esta pregunta, nos parecería una moral despreciable. Por esta razón, el deber moral de decir la verdad no es un deber absoluto sino un deber prima facie. Se comporta como un principio, algo así como: ‘Siempre que hagas una aserción y no concurra un principio que supere al deber moral de decir la verdad (como sería el de proteger la vida de un inocente), debes decir lo que crees que es verdadero’.

Esta analogía nos permite ahondar más en la diferencia de naturaleza lógica entre reglas y principios. Las reglas pueden ser concebidas como enunciados condicionales clásicos, en particular, para ellas son válidas tanto la regla de refuerzo del antecedente como el modus ponens. Así sea la regla:

R1p→Oq, entonces de R1 puede inferirse R2 p ∧ r → Oq

mediante la ley de refuerzo del antecedente, dado que el hecho de que sea p es una condición suficiente de que surja la obligación de realizar q, independientemente de que se den también otros estados de cosas. 6

Y si tenemos la regla R1 y se da p entonces podemos obtener Oq, mediante el modus ponens.

Los principios, en cambio, no se comportan como condicionales clásicos, sino como condicionales superables (defeasible conditionals) que suministran sólo razones prima facie. 7 Como Alchourrón (1996a, 1996b) ha mostrado, es un criterio de adecuación negativo para las razones prima facie y para los principios, que no sean válidas ni la ley de refuerzo del antecedente, ni el modus ponens. Para volver a nuestro ejemplo, puede ser que en circunstancias de realizar una aserción debamos decir la verdad, pero en circunstancias de realizar una aserción que podría contribuir a la muerte de un inocente, no debamos decir la verdad. Puede decirse que la obligación de decir la verdad es superada o derrotada en las circunstancias de salvar la vida de un inocente, esto es, en circunstancias de realizar una aserción y salvar la vida de un inocente por realizar una aserción falsa, no debemos decir la verdad.

En este sentido los principios no son razones suficientes sino, también siguiendo a Alchourrón 1996b, razones contribuyentes, esto es, condiciones necesarias de una razón suficiente: realizar una aserción es una condición necesaria de una razón suficiente para decir la verdad.

Un sistema de reglas es entonces, en la concepción de A-RM un sistema de deberes condicionales no superables. Un sistema de principios, en cambio, es un sistema de deberes condicionales superables. Sin embargo, al no valer la regla del modus ponens, un sistema de deberes condicionales superables nunca produciría deberes concluyentes (deberes all things considered): de ‘p → Oq’ (siendo éste un condicional superable) y ‘p’ nunca podríamos obtener ‘Oq’. Esta desesperanzadora conclusión puede ser paliada mostrando cuál es el comportamiento lógico de los condicionales superables y qué operaciones es preciso realizar para transformar estos condicionales en condicionales que sí admitan la aplicación de la regla del modus ponens. Voy a tratar de exponer los rasgos principales de dicha lógica, siguiendo los desarrollos de Alchourrón 1993, 1996a, 1996b. 8

El condicional superable será representado por el corner ‘>’ definido de la siguiente manera:

(Def.>)(A>B)=def. (fA⇒B)

La lógica que se usa es una lógica modal mixta, con el símbolo ‘⇒’ para la implicación estricta, que no es otra cosa que la representación de que el antecedente es una razón suficiente del consecuente. El condicional estricto ‘⇒’ no es más que la modalización con el operador de necesidad de un condicional material, esto es, la cuantificación universal respecto a las circunstancias de un condicional material, y el operador ‘f ‘ que es un operador de revisión. ‘fA’ será, entonces, un enunciado de revisión, la revisión de A. El enunciado de revisión ‘fA’ significa las presuposiciones que son asumidas al enunciar A, es decir, el conjunto de circunstancias que son presupuestos de A: (A ∧ A1 ∧ ... ∧ An). Supongamos que el deber moral de decir la verdad en las circunstancias de realizar una aserción es un deber superable, entonces las circunstancias de realizar una aserción presuponen el hecho de que se den otras circunstancias (como que por decir una mentira no se salve la vida de un inocente, etc.).

Los axiomas para la revisión son los siguientes:

(f.1) : (fA → A) (Expansión)

Este postulado indica que el contenido conceptual de fA es una expansión del contenido conceptual de A ya que en él está comprendido no sólo A sino todos los presupuestos que lo acompañan.

El segundo axioma establece que las presuposiciones que acompañan a una afirmación no dependen del particular enunciado que haya sido elegido para hacerla sino de su contenido conceptual. Esto es,

( f .2):(A⇔B)( f A⇔f B )(Extensionalidad)

El tercer axioma guarda relación con cierto grado de coherencia asignado al conjunto de presuposiciones (que representa un cierto grado de coherencia en un sistema de razones prima facie) de manera que las presuposiciones que se acoplan a A son consistentes con A, obviamente tampoco A ha de ser inconsistente. De esta forma, cuando A es posible, fA (A junto con sus presupuestos) también lo es:

(f.3) : (◊A → ◊fA) (Expansión limitada)

La explicación del cuarto y último axioma (el axioma de ordenación jerárquica) puede presentarse de la siguiente manera en palabras de Alchourrón (1996b, 120):

Supongamos que A es un enunciado consistente y que Ai es uno de los presupuestos que lo acompaña (fA implica Ai). Esto implica, por el postulado de expansión limitada, que A es compatible con Ai. Supongamos, además que A no implica lógicamente a Ai, esto es, que A es compatible con ¬ Ai. Luego, por el último postulado, se sigue que f (A ∧ ¬ Ai) es posible. Esto implica que Ai que era un presupuesto de A no puede serlo de (A ∧ ¬ Ai), lo que significa que en esta transición hay que abandonar parte del contenido conceptual de un enunciado. En este caso, el paso de fA a f (A ∧ ¬ Ai) obliga a abandonar el contenido conceptual de Ai. El abandono de un contenido conceptual es un asunto complejo por la siguiente circunstancia. Supongamos que hay por lo menos un conjunto de enunciados B1...Bn tal que: a) cada uno de ellos es implicado por fA, b) todo el conjunto de los B implica Ai pero c) ninguna parte propia del mismo lo hace. Entonces, para abandonar Ai basta con abandonar uno cualquiera de los B (aunque también puede lograrse el objetivo buscando eliminar más de uno). Pero entonces la pregunta es ¿cuál B se eliminará? Esta pregunta plantea un dilema sin respuesta, a menos que se tenga un criterio para comparar la importancia relativa de los distintos supuestos.

El cuarto axioma supone que los distintos supuestos pueden jerarquizarse y que, cuando alguno ha de ser abandonado, se preserva el contenido de los de máxima jerarquía, que no impliquen el presupuesto que se quiere abandonar. Así:

(f.4): ((f(A∨B)⇔fA)∨

f (A ∨ B) ⇔ fB) ∨

(f (A ∨ B) ⇔ (fA ∨ fB))) (Ordenación jerárquica)

Vale la pena señalar algunas implicaciones de este sistema para los condicionales superables, que puede aplicarse a las razones y deberes prima facie (esto es, a las razones para la acción no perentorias):

(i) En un sistema de condicionales superables que toma en consideración el operador de revisión, ni la ley de refuerzo del antecedente, ni el modus ponens son leyes válidas.

(ii) En un sistema de condicionales superables tenemos una regla que nos permite obtener (si los condicionales son normativos) una obligación concluyente, se trata de un modus ponens especial para condicionales superables:

(A > B) → (fA → OB)

De esta manera, si se dan todas las circunstancias que acompañan a A, entonces puedo obtener OB. Siguiendo con nuestro ejemplo, si estoy en circunstancias de decir la verdad y no estoy en circunstancia alguna susceptible de revocar mi deber de decir la verdad, entonces debo decir lo que creo que es verdad.

Llegados a este punto, alguien podría pensar que todo esto es compatible con la aproximación a los principios de A-RM y que las anteriores consideraciones son únicamente un desarrollo lógico de las ideas que ellos exponen. Tal vez sea así, pero restan, al menos, tres problemas:

a) Cuando A-RM (p. 27-31) se enfrentan a una objeción de Prieto Sanchís (1992, 1993) –y de Peczenick (1989, 1992)– en el sentido de que la distinción entre reglas y principios se desvanece si caemos en la cuenta de que también las reglas actúan como razones prima facie, A-RM –con el objetivo de aclarar su posición– acuden a un trabajo de Alchourrón (Alchourrón– Bulygin 1991) en donde plantea la siguiente situación producida por un sistema de normas SJ que contuviera las dos siguientes prescripciones:

N1: Los jueces deben castigar a los que han cometido homicidio p→Oq

N2: Los jueces no deben castigar a los menores de edad r→O¬q

Obviamente, en el caso de que se den las condiciones de aplicación de N1 y N2, entonces el juez se halla ante un conflicto de obligaciones. Para resolver este problema, Alchourrón acude a la posibilidad de establecer una relación ordenadora en el conjunto, una relación ordenadora que ahora puede contemplarse en términos de la función de revisión f. Siendo así, N1 contendría solamente un deber condicional de naturaleza superable, y la función de revisión expandiría el contenido conceptual de las condiciones de aplicación de N1 para incluir que no sea menor de edad, que no concurra ninguna causa de justificación, etc. Paradójicamente, el sistema de deberes superables antes presentado sería una adecuada representación para las reglas jurídicas –que establecerían deberes superables, vd. MacCormick 1995, Sartor 1995–. Sin embargo, esta no es según A-RM (p. 31) una buena reconstrucción para los principios:

éstos [los principios] establecen obligaciones configurando sus condiciones de aplicación de la manera que hemos llamado abierta, esto es, negativa –‘obligatorio p salvo que esta obligación sea desplazada por un principio que en relación con el caso tenga mayor peso’– y carente de ordenación –pues el sistema no predetermina el orden jerárquico (el ‘peso relativo’) en caso de concurrencia de principios–.

Pero si no puede establecerse una ordenación jerárquica entre los supuestos susceptibles de acompañar a las condiciones de aplicación de un principio, entonces no es posible generar un operador de revisión sujeto a los axiomas f.1–f.4 y, sin dicho operador –o alguna otra operación lógica análoga– no podemos obtener obligaciones all things considered –esto es, obligaciones una vez apreciadas las condiciones de aplicación y que dichas condiciones no son revocadas– que nos permitan resolver los casos concretos. Volveré sobre este punto en c).

b) Hay otra objeción de Prieto que trata de difuminar la distinción de A- RM entre reglas y principios: si los principios pueden exceptuar a las reglas, entonces las reglas tampoco tienen cerradas sus condiciones de aplicación, se aplican solamente cuando no son superadas por la fuerza de algún principio (una objeción que se hallaba ya en Raz 1972, vd. la dfensa de Dworkin en Dworkin 1978, cap.3).

A esta objeción, contestan A-RM (p. 33–34) señalando que el Derecho guía el razonamiento de sus órganos de aplicación en dos niveles: en el primer nivel, los órganos de aplicación deliberan acerca de si se impone el principio ‘debe hacerse lo prescrito por las reglas jurídicas’ o bien se impone un principio con mayor peso; si el primer principio resulta victorioso entonces se pasa al segundo nivel: se aplica la regla jurídica como una razón perentoria. Entonces, las reglas jurídicas son razones perentorias en el segundo nivel.

En mi opinión, esta distinción entre niveles del razonamiento no consigue destruir la objeción. El principio ‘debe hacerse lo prescrito por las reglas jurídicas’ (que, por cierto, no prescribe nada que no sea redundante con lo prescrito por las reglas jurídicas, vd. Ross 1969, p. 18) sólo puede llenarse de contenido y entrar en la deliberación de alguien si conocemos el contenido de lo prescrito por las reglas jurídicas. Así, si una norma prescribe castigar penalmente a aquellos que quemen la bandera nacional y se considera que esta norma va contra el principio que establece y protege la libertad de expresión, entonces este principio exceptúa la aplicación de la norma que prescribe sancionar a los que quemen la bandera nacional. Es necesario que el juez penal considere el conflicto en términos de aplicar la norma penal o bien considere desplazada esta obligación por el principio de la libertad de expresión. El deber de comportarse como las reglas jurídicas prescriben sólo puede llenarse de contenido averiguando qué prescriben dichas reglas. Si se acepta el anterior argumento, entonces la estructura en dos niveles se diluye: el juez debe considerar si el deber impuesto por una regla jurídica no queda desplazado por el deber impuesto por algún principio, sólo si no queda desplazado entonces debe aplicar la regla jurídica. Pero, eso también ocurre con los principios, si el deber prescrito por el principio P no queda desplazado por algún otro principio, entonces el juez debe aplicar P.

De tal forma, los principios podrían entrar en conflicto con otros principios y con las reglas. A su vez, las reglas podrían entrar en conflicto con otras reglas y también con los principios. La distinción se atenúa. Esta es la posición expresada por Hart (1994, p. 262) en el Postscript a The Concept of Law en donde discute la posición de Dworkin (que inspira este aspecto de la construcción de A-RM). Comentando el conocido caso, que Dworkin ha hecho famoso, Riggs v. Palmer, en donde el principio ‘nadie puede sacar provecho de su propia acción ilícita’ supera el deber de aplicar las reglas jurídicas sobre testamentos que no prohibían heredar al homicida del causante, escribe:

Este es un ejemplo de un principio que vence en la competición con una regla, pero la existencia del principio muestra ciertamente que las reglas no tienen un carácter todo-o-nada, puesto que se hallan sujetas a entrar en conflicto con principios que pueden desplazarlas. Incluso si tales casos se describen (como Dworkin sugiere a veces) no como conflictos entre reglas y principios, sino como un conflicto entre el principio que explica y justifica la regla bajo consideración y algún otro principio, el contraste nítido entre reglas todo o-nada y principios no-concluyentes desaparece; según esta concepción una regla no consigue determinar un resultado en un caso al que es aplicable según sus propios términos, si su principio justificante es desplazado por otro. Lo mismo sucede si (como Dworkin también sugiere) pensamos en un principio como suministrando una razón para una nueva interpretación de alguna regla jurídica claramente formulada.

Esta incoherencia en la pretensión de que un sistema jurídico consiste de reglas todo–o–nada y principios no–concluyentes puede ser evitada si admitimos que la distinción es una cuestión de grado. 9

c) Según A-RM (p. 140) los principios en sentido estricto expresan valores últimos y, por otra parte, (p. 139) ‘[...] no puede descartarse la concurrencia en relación con un caso entre diversos valores últimos que orientan la decisión en sentidos distintos’, además (p. 31) ‘el sistema no predetermina el orden jerárquico (el ‘peso relativo’) en caso de concurrencia de principios’. De estas premisas se infiere que el sistema, en algunos casos, no suministra razones para obtener deberes concluyentes (como ya señalaba más arriba). Ahora bien, esta cuestión nos conduce a otra, ampliamente discutida en filosofía moral, me refiero a la tesis de la inconmensurabilidad de los valores. 10

La tesis de la inconmensurabilidad de los valores puede ser entendida, al menos, de dos formas (vd. Statman 1996):

En algunas ocasiones los valores entran en conflicto entre sí y no existe ningún procedimiento para resolver el conflicto. De esta forma, es posible que el valor A requiera que se haga p y el valor B requiera que se haga q (que implica ¬p) y carezcamos de criterio para determinar cuál valor debe ser preferido, i.e., no es verdad que A sea mejor que B, ni que B sea mejor queA, ni que A y B sean de igual valor.

Para la segunda concepción la expresión ‘inconmensurabilidad’ es usada en un sentido ligeramente distinto, análogo al uso de dicha expresión en filosofía de la ciencia. Dos teorías científicas son inconmensurables, dicho en términos generales, si ambas son consistentes y dan cuenta razonablemente de los datos empíricos de forma distinta y en algún modo incompatible, i.e. explican los datos empíricos con leyes científicas distintas. Dworkin (en su réplica a Mackie 1977b, Dworkin 1978, p. 359-360) parece concebir de forma semejante la tesis de la inconmensurabilidad en el ámbito jurídico y moral, como diferentes y opuestas formas de reconstruir el material jurídico. La réplica de Dworkin, como es sabido, consiste en decir que es muy improbable que dos teorías sean diferentes, exijan una respuesta distinta en un caso concreto y, además, suministren una explicación igualmente adecuada de los materiales jurídicos relevantes.

Ahora bien, es importante destacar que esta respuesta dworkiniana sólo sirve para el segundo tipo de inconmensurabilidad, nada nos dice acerca de cómo resolver la pluralidad irreductible de criterios jurídicos o morales, por la que arguye la primera concepción de la inconmensurabilidad.

Así, si yo sé que la mujer de un amigo míole es infiel y, a la vez, he prometido no revelar esta información, puedo tener un dilema moral si mi amigo me interroga al respecto. O bien le digo la verdad e incumplo mi deber moral de cumplir las promesas, o bien le miento e incumplo mi deber moral de decir la verdad a los amigos (entonces ya no sólo le engaña su mujer, sino también su amigo). La naturaleza del dilema se pone de manifiesto si caemos en la cuenta que, sea cual fuere nuestro curso de acción, es posible que sintamos que hemos incumplido un deber, que cualquier decisión que tomemos sea una mala decisión, que sacrifica algún aspecto valioso. 11

Si aceptamos la posibilidad de conflictos de valores irresolubles, entonces –a veces– careceremos de soluciones concluyentes para los casos concretos. Si –como parece plausible– esta situación se da también entre los principios jurídicos, entonces habrá casos individuales en los cuales los jueces carecerán de criterio para resolverlos. Debe apreciarse que esto conlleva algo más fuerte que la discreción en los casos difíciles, porque si realmente carecemos de criterio –no sólo de criterios jurídicos– sino también de crierios morales –porque es un caso de dilema moral–, entonces la solución no sólo queda indeterminada sino que, en algún punto, será arbitraria.

No me queda muy claro cuál es la posición de A-RM respecto a la cuestión de la inconmensurabilidad de los valores, pues si bien parecen apuntar la posibilidad de conflictos irresolubles entre valores, esta tesis queda atenuada por lo que denominan la fuerza expansiva de los principios – que, no lo olvidemos, establecen valores– (p. 31 y, también, p. 43-44):

De ahí que para resolver un caso en el que estén involucrados principios sea precisa una operación intermedia, esto es, el establecimiento (a partir de dichos principios) de una nueva regla. A esta operación consistente en transformar los principios en reglas es a lo que se suele llamar concreción.

Parece, entonces, que es posible generar algún criterio que ordene la fuerza de los principios en la deliberación (al menos, ante los casos concretos) para obtener una regla más concreta pero que todavía regula casos genéricos (p. 44). Ahora bien, esto no es otra cosa que realizar una expansión de las condiciones de aplicación de los principios –en la línea del operador de revisión– que permite obtener obligaciones concluyentes.

O dicho de otra forma: para obtener razones concluyentes para la acción de un sistema integrado por principios y reglas es necesario que se pueda establecer una ordenación jerárquica entre los principios (y, obviamente también, entre las reglas).

Sea cual fuere la fortuna de la tesis de la inconmensurabilidad de los valores, si las decisiones de los jueces no han de ser, en algunos casos, arbitrarias; les es exigible, al menos, el intento de ordenación jerárquica de los principios aplicables al caso como condición necesaria para controlar la racionalidad de sus decisiones. 12

Alchourrón (1993) ha generalizado esta intuición para toda clase de condicionales superables y ha añadido que estamos frente al siguiente dilema:

O bien usamos enunciados conceptualmente fuertes (condicionales generalizados) con muchas consecuencias interesantes y asumimos todos los peligros que esto conlleva, y a la vez estamos dispuestos a revisar las premisas tantas veces como sea necesario, o bien usamos los condicionales superables, conceptualmente más débiles, que son casi completamente seguros, al precio de perder la mayoría (si no todas) las conclusiones interesantes. Tenemos que elegir entre la tranquila oscuridad del Paraíso o las luces, llenas de riesgos, de la vida cotidiana sobre la Tierra.

Me ocuparé ahora de la distinción que A-RM realizan entre principios en sentido estricto y directrices. Tanto los principios en sentido estricto como las directrices establecen de forma abierta las condiciones de aplicación. Para comprender la diferencia entre ellos es necesario referirse a la distinción de A-RM (p. 7) entre reglas de acción y reglas de fin. Mientras las reglas de acción correlacionan un determinado caso genérico con una solución normativa, con la calificación deóntica de determinada conducta; las reglas de fin no califican deónticamente conducta alguna, sino que prescriben la obtención de un estado de cosas. Esta distinción entre las reglas es, según A-RM, trasladable a los principios en sentido amplio (condicionales con las condiciones de aplicación abiertas). Esto nos permite identificar la siguiente tesis de A-RM:

Tesis II: Tanto los principios en sentido estricto como las directrices establecen de forma abierta sus condiciones de aplicación, ahora bien los principios en sentido estricto determinan de forma cerrada el modelo de conducta prescrito, mientras las directrices determinan de forma abierta el modelo de conducta prescrito.

A-RM (p. 8) admiten que, en ocasiones, esta diferencia entre normas que prescriben realizar comportamientos y normas que prescriben alcanzar estados de cosas es una mera cuestión de la formulación normativa. Así, una norma que ordena la acción de limpiar la casa es equivalente a la norma que prescribe alcanzar el estado de cosas consistente en que la casa esté limpia. Ahora bien: ‘la distinción es relevante cuando la disposición que estipula como obligatoria, por ejemplo, la producción de un determinado estado de cosas deja a la discreción de su destinatario la selección de los medios causalmente idóneos para producirlo: en este sentido, las reglas de fin dejan a sus destinatarios un margen de discreción que no existe en el caso de las reglas de acción’.

Obviando ahora la relación de esta cuestión con la interpretación adecuada de la lógica deóntica (entre una concepción de las normas de tipo Tun-Sollen y una de tipo Sein-Sollen, vd. von Wright 1996), he de decir que la distinción no me parece radical sino de grado. Puedo ordenar una acción: ‘presentarse mañana en mi oficina’ o ‘pagar el precio de la cosa comprada’ y, aún así, cabe cierta gama de acciones distintas que el destinatario de la norma ha de realizar para cumplir con estas obligaciones; puede tomar el tren o el autobús o el coche particular para acudir a mi oficina y puede entregar el precio de la cosa comprada en metálico o mediante un cheque, etc. De esta manera (como sugiere el trabajo citado de von Wright), todas las normas pueden verse como de tipo Sein-Sollen, como normas de fin.

Lo anterior no tendría más importancia si A-RM no entendieran la distinción entre principios en sentido estricto y directrices como de carácter exhaustivo y excluyente (p. 5). Además esta distinción se refleja en el enfoque estructural y en el enfoque funcional que de este tipo de enunciados jurídicos realizan. Los principios en sentido estricto, una vez comprobado que desplazan a otros principios en el balance de razones, exigen un cumplimiento pleno, no caben modalidades graduables de cumplimiento. Las directrices, en cambio, prescriben el cumplimiento del estado de cosas en el mayor grado posible (p. 9-11). Por otra parte, las directrices generan razones para la acción de tipo utilitario, mientras los principios en sentido estricto generan razones de corrección, razones que son últimas, por ello los principios en sentido estricto prevalecen siempre frente a las directrices (p. 14).

De acuerdo con esta concepción, A-RM consideran que la caracterización de Alexy (1988, 143-144; 1993, 86) de los principios jurídicos como mandatos de optimización es adecuada si es referida a las directrices, pero es inadecuada como una concepción de los principios en sentido estricto.

Creo que esta distinción tajante entre principios en sentido estricto y directrices es susceptible, al menos, de las dos siguientes objeciones:

(I) No es claro que los principios en sentido estricto requieran siempre un cumplimiento pleno. En los casos de conflictos importantes entre los valores que subyacen a determinados principios (casos difíciles sin duda) –como casos de conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor, por ejemplo– es posible sugerir soluciones que establecen algún grado de compromiso entre dichos valores. Así, recientemente algunos autores (Schauer 1992, Salvador Coderch 1993, p. 67-71) han considerado la posibilidad de compatibilizar el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor de las personas. Como es sabido, el Tribunal Supremo norteamericano consideró en New York Times v. Sullivan (376 U.S. 254 (1964)) 13 que hay que permitir la publicación de noticias equivocadas sobre personajes públicos siempre que los informadores no lo hubieran hecho con actual malice, esto es, se exige –en la versión del Tribunal Constitucional español– que la información sea veraz (verdadera o, si resulta ser falsa, diligentemente contrastada) aunque sea en detrimento de la tutela de la reputación. Dicho en otros términos, en estos casos el principio de la libertad de expresión desplaza al derecho al honor. Pues bien, lo que Schauer plantea es, en palabras de Salvador Coderch (1993, p. 69):

El autor pretende alcanzar dos objetivos que, desde luego, son muy difíciles de compatibilizar: por un lado, quiere quedarse con las ventajas que Sullivan ofrece a la libertad de expresión, a fin de evitar la autocensura; pero por el otro, trata de conseguir que las personas públicas difamadas cobren una indemnización en todo caso de negligencia por parte del informador y no sólo en los de negligencia grave y mala fe, como estableció Sullivan.

Los mecanismos de compatibilización analizados por Schauer son los siguientes: en primer lugar, no atribuir la responsabilidad por la publicación de noticias falsas difamatorias a los redactores sino a las empresas editoras; en segundo lugar, la contratación de un seguro de responsabilidad civil por difamación –que podría ser subvencionado por el Estado– y, en tercer lugar, la creación de un fondo estatal de compensación de las víctimas. No se trata aquí de analizar la plausibilidad de esta propuesta concreta, sino de mostrar que es posible que determinados principios en sentido estricto estén en conflicto entre sí y que ninguno de ellos alcance un cumplimiento pleno después de la deliberación, ninguno consiga desplazar completamente al otro en conflicto, sino que la mejor solución venga de la mano de una especie de trade off entre ellos.

A-RM (p. 139) afirman que la libertad de expresión –como libertad negativa– es un valor último y que (p. 140) los principios en sentido estricto expresan valores últimos. Por lo tanto, en caso de conflicto entre el principio de la libertad de expresión y otro principio, el que resulte vencedor debe, según A-RM, alcanzar cumplimiento pleno. Esto es lo que la argumentación de Schauer pone en duda: es posible que haya conflictos entre principios en sentido estricto en los cuales no sea razonable esperar que uno de ellos desplace al otro completamente.

(II) No es claro, que nunca las consideraciones de objetivos valiosos, pero utilitarios, a alcanzar puedan prevalecer sobre los principios en sentido estricto. Al menos no es claro que la práctica de los Tribunales, por ejemplo de nuestro Tribunal Constitucional, se adecue a esta idea.

Así en la STC 75/83, de 3 de agosto, nuestro Tribunal Constitucional consideró que el derecho a la igualdad (establecido en el art. 14 de la Constitución y, para este caso, en el art. 23) no era vulnerado por una disposición (el art. 28.2.b)) del Decreto –preconstitucional– 1166/1960, de 23 de Mayo que aprobaba el texto articulado de la Ley Especial para el Municipio de Barcelona, que exigía como requisito no rebasar los sesenta años para tomar parte en los concursos de provisión de la plaza de Interventor de Fondos del Ayuntamiento de Barcelona. La sentencia argumentaba que el derecho a la igualdad podía ceder en este caso frente a ‘un componente organizativo que atiende a exigencias de operatividad y eficacia de la Administración, que hacen razonable exigir una edad tope para concursar inferior a la general de los concursos ordinarios’ (Fundamento jurídico 5o). Aunque la eficacia de la Administración es lo que se denomina ‘un bien constitucionalmente protegido’ (art. 103.1 C.E.), no cabe duda que se trata de un valor no último establecido por una directriz; a pesar de ello, según el Tribunal Constitucional puede desplazar al principio de igualdad.

Ahora bien, el Tribunal Constitucional puede equivocarse y esto podría haber ocurrido en este caso. De hecho, cinco magistrados 14 formularon un voto en disidencia argumentando que la eficacia de la Administración, aún siendo un bien constitucionalmente protegido, no puede en este caso desplazar al principio de igualdad. Un juicio que, dicho sea incidentalmente, seguramente comparten A-RM y al cual también yo me adhiero. Sin embargo, en el mismo voto particular los magistrados disidentes aceptan que si el hecho de ser menor de 60 años figurara como un criterio preferente ponderado con otros entre los elementos del concurso, se salvaría el objetivo de favorecer la eficacia de la gestión y, entonces, se justificaría el trato desigual a los concursantes.

Tal vez otros casos en los que alguno de los denominados ‘bienes constitucionalmente protegidos’ vence a alguno de los principios que establecen derechos sean más aceptables. Diversas sentencias del Tribunal Constitucional (STC 11/1981, STC 26/1981, STC 33/1981, STC 51/1986, STC 53/ 1986, STC 27/1989, STC 43/1990) han señalado la forma en que el establecimiento de servicios mínimos limita el derecho de huelga. El Fundamento jurídico 5o de la STC 43/1990, de 18 de marzo establece lo que considera doctrina ya asentada del Tribunal:

Los límites del derecho de huelga no son sólo los derivados indirectamente de su acomodación con el ejercicio de otros derechos reconocidos y declarados igualmente por la Constitución, sino que también pueden consistir en otros bienes constitucionalmente protegidos.

Podría decirse, sin violentar las ideas de A-RM, que los principios en sentido estricto establecen derechos constitucionalmente protegidos, mientras las directrices establecen bienes constitucionalmente protegidos. Pues bien, según el Tribunal Constitucional, las razones fundadas en bienes jurídicamente protegidos pueden, algunas veces, derrotar a las razones fundadas en derechos. Por lo tanto, una de las consecuencias que A-RM extraen de la Tesis II –que las consideraciones fundadas en principios siempre vencen a las consideraciones fundadas en directrices– no reconstruye adecuadamente la práctica de nuestro Tribunal Constitucional. Tal vez este no sea su objetivo, tal vez haya de entenderse como una tesis prescriptiva, más que reconstructiva. No indagaré aquí sobre esta posibilidad.

Sin embargo, deseo terminar advirtiendo que ya el mismo Dworkin (1978, p. 22-23), al que –como es sabido– se debe la distinción entre principles y policies había advertido de las dificultades de trazar claramente la distinción:

La distinción puede colapsar si se interpreta que un principio enuncia un objetivo social (a saber, el objetivo de una sociedad en la que nadie se beneficie de su propia injusticia), o si se interpreta que una directriz enuncia un principio (esto es, el principio de que el objetivo que defiende la directriz es valioso) o si se adopta la tesis utilitarista de que los principios de justicia enuncian encubiertamente objetivos (asegurar la mayor felicidad para el mayor número).

Aunque Dworkin considera que la distinción puede mantenerse –y extrae de ella consecuencias centrales para su teoría, i.e., los jueces deben actuar movidos sólo por principles y no por policies; creo que la diferencia entre principios en sentido estricto y directrices es una cuestión de grado – y una cuestión que depende, a menudo, del contexto en que se presente– más que una distinción entre categorías excluyentes.

En conclusión, tanto la Tesis I como la Tesis II de A-RM trazan demasiado radicalmente sus respectivas distinciones, entre reglas y principios y entre principios en sentido estricto y directrices. En mi opinión, hay buenas razones para ser más cautelosos y configurar estas categorías menos taxativamente.

Apéndice sobre superabilidad e inconmensurabilidad

En un seminario en la Universidad de Alicante, en el que presenté una versión previa de este trabajo, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero me indicaron que (convencidos por Josep Aguiló) habían cambiado ligramente su caracterización de los principios. Este cambio se pone de manifiesto en una nota incluida en la versión inglesa de su libro (Atineza, Ruiz Manero 1998, pp. 9-10 nota 1). La nota tiene el siguiente contenido:

Principles could be said to be ‘categorical norms’ in the sense of von Wright, that is, norms whose ‘condition of application is the condition which must be satisfied if there is going to be an opportunity for doing the thing which is its content, and no further condition’ (von Wright 1963, 74). Art. 14 of the Spanish Constitution prohibits prima facie to discriminate on grounds of birth, race, sex, etc., whenever there is an opportunity for discriminating on such grounds; that prima facie prohibition gives way only if with respect to the case at hand another principle applies which counteracts the former and which, in the case in question, has higher weight (or, if you like, if the reasons in favour of unequal treatment deriving from some other principle have more weight than the reason given by the principle of equal treatment).

Rules, in contrast, are intended to preclude deliberation; by correlating their normative solution with conditions of application (or generic cases) consisting in properties that are independent of the reasons speaking for or against that normative solution, they claim to impose obligations or prohibitions not merely prima facie, but all things considered, for all cases where those conditions of application obtain (or which can be subsumed under the respective genereic case). However, as we will see later, the scope of the claim seems to be restricted by the possibility that in some cases, the application of a rule may come into conflict with a principle that, with respect to the relevant properties of the case, has greater weight than the principle(s) sustaining that rule.

Siguiendo a Alchourrón (1996, p. 17) podríamos decir que hay cuatro tipos de normas de deber:

1) Las que establecen deberes de manera incondicional e inderrotable: OA

2) Las que establecen deberes de manera condicional e inderrotable: O(A|B), definido como (B ⇒ OA).

3) Las que establecen deberes de manera incondicional pero derrotable: Od(A), definido como (T > OA), que es lo mismo que (f T ⇒ OA).

4) Las que establecen deberes de manera condicional y derrotable: Od(A|B), definido como (B>OA), que es lo mismo que (fB ⇒OA).

De acuerdo con las ideas del texto citado de A-RM, tal vez los principios deban ser concebidos como normas de deber de tipo 3): tienen condiciones de aplicación tautológicas, pero sometidas al operador de revisión. Las reglas, en cambio, y atendiendo a la idea de que también las reglas pueden ser exceptuadas por principios y son, por lo tanto, también prima facie; pueden ser caracterizadas como normas de deber de tipo 4): tienen condiciones de aplicación no tautológicas y están también sujetas al operador de revisión.

De aceptar esta sugerencia –que debería ser más ampliamente desarrollada–, se sigue que la distinción entre pirncipios y reglas no se halla en su carácter derrotable o superable (puesto que ambos lo son, ambos tipos de normas de deber tienen su antecedente sujeto al operador de revisión), sino en el tipo de sus condiciones de aplicación, mientras los principios tienen condiciones de aplicación tautológicas, las reglas tienen condiciones de aplicación no tautológicas. En este sentido, podría mantenerse que la distinción entre reglas y principios depende de la apertura de sus condiciones de aplicación.

Por cierto, caracterizar los principios de este modo (como normas de deber incondicionales pero derrotables) podría servir también para intentar una vía de solución al problema de la inconmensurabilidad. A menudo, este problema es planteado de manera que genera una contradicción lógica (vd. Williams 1973, 180). Supongamos un sistema que contiene un principio que obliga a A y otro que obliga a B y que no es posible hacer conjuntamente A y B):

1) OA Presupuesto

2) OB Presupuesto

3) ¬ ◊ (A ∧ B) Presupuesto

4) O (A ∧ B) Principio de aglomeración de obligaciones

5) O (A ∧ B) → ◊ (A B) Principio kantiano: Debe implica puede

6)¬O(A∧B) Modus tollens en 3y5

No discutiré aquí el alcance del llamado principio de aglomeración ni el status del principio kantiano. Mi intención se detiene en advertir que si 1) y 2) son entendidos como

1') Od (A)

2') Od (B)

ntonces, dado que 1') y 2') son obligaciones incondicionales pero superables y dado que los axiomas ( f .3) y ( f .4) establecen requisitos de consistencia y jerarquía para el operador de revisión, habrá que concluir que aunque el principio de aglomeración de obligaciones fuera válido para las obligaciones superables –esto es, que 1') y 2') conllevaran ‘Od (A ∧ B)’–, ‘Od (A ∧ B)’ no comportaría que la conjunción de A y B es posible – ‘◊(A ∧ B)’–. Aunque el principio kantiano según el cual debe implica puede es muy plausible para las obligaciones all things considered, puede ser inválido para las obligaciones prima facie.

Hart 1982a, 241, Spaak 1994, 83, Ferrer 1995, 260-262 y, en general, Bulygin 1992). Si la regla que confiere poder al vendedor fuera permisiva entonces entraría en contradicción con la norma que le prohíbe vender cosas robadas; sin embargo, habitualmente no se contempla este caso como uno de contradicción normativa sino que, se dice, aunque el acto está prohibido la compraventa es válida.

Más adelante me referiré a otros aspectos del uso irregular de los poderes en la concepción de A-RM, ahora quiero únicamente señalar que otra interpretación prescriptiva de las reglas que confieren poderes tal vez evitaría este problema. Me refiero a la concepción según la cual las reglas que confieren poderes son reglas de obligación, mandatos que prescriben comportarse de acuerdo con las normas dictadas en el ejercicio de esos poderes normativos.15 No parece contradictorio sostener a la vez que hay una norSólo

Notas

* Una versión anterior de este trabajo fue presentada y discutida en dos seminarios en los Departamentos de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante (marzo de 1997) y de la Universidad de Génova (junio de 1997). Estoy agradecido a los participantes en dichos seminarios y, en especial, por valiosos comentarios y sugerencias a Josep Aguiló, Manuel Atienza, Albert Calsamiglia, Riccardo Caracciolo, Bruno Celano, Pierluigi Chiassoni, Paolo Comanducci, Jordi Ferrer, Riccardo Guastini, Pablo Navarro, Cristina Redondo, Jorge Rodríguez, Michel Rosenfeld y Juan Ruiz Manero. Los textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el X Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho organiza- do por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Universidad Iberoamericna (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Escuela Libre de Derecho (ELD). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México del 12 al 14 de octubre de 2000

1 Ello no obsta para que los tres primeros capítulos vayan seguidos de apéndices en los cuales los autores discuten con sus críticos o aclaran los puntos de coincidencia con otras posiciones cercanas a las suyas. De hecho, los capítulos 1,2,3 y 5 contaban ya con versiones previas publicadas que, en la mayoría de los casos, habían sido objeto de diversas críticas (vd. p. XV de la presentación)

2 Como el lector notará ambas ideas son deudoras, en gran medida, de Dworkin 1978, 22-28.

3 Respecto a si los principios son razones independientes del contenido, A-RM (pp.13-14) remiten a su distinción entre principios explícitos y principios implícitos. En su opinión, mientras los principios explícitos (que tienen su fuente en alguna formulación normativa explícita) son razones para la acción independientes del contenido; los principios implícitos (que no tienen su fuente en ninguna formulación normativa explícita, aunque puedan ser extraídos de diversas formulaciones normativas) no son razones para la acción independientes del contenido, puesto que la razón para tomarlos en cuenta no reside en su origen en alguna fuente, sino en la fuerza de su contenido. Nada más se dirá sobre este punto en esta exposición.

4 Kant (1989, p. 292) escribió: ‘La mentira (en el sentido ético de la palabra), como falsedad deliberada, no precisa perjudicar a otros para que se la considere reprobable...Su causa pude ser la ligereza o la bondad, incluso puede perseguirse con ella un fin realmente bueno, pero el modo de perseguirlo es, por la mera forma, un delito del hombre contra su propia persona y una bajeza que tiene que hacerle despreciable a sus propios ojos’.

5 Para la distinción entre deberes condicionales y deberes categóricos (incondicionales) en el ámbito de esta discusión puede verse Alchourrón 1996a.

6 A-RM (p. 169) ponen como ejemplo de norma de mandato el art. 28 del Estatuto de los Trabajadores que reformulan así: ‘Si A mantiene, como empresario, una relación jurídico-laboral con diversas personas que realizan un trabajo igual, A debe pagar el mismo salario a cada uno de ellos, con independencia de su sexo’. El hecho de que A mantenga una relación laboral con M (un hombre) y con F (una mujer) que realizan un trabajo igual hace surgir la obligación de pagarles el mismo salario con independencia del resto de circunstancias.

7 Este no es un problema particular del razonamiento práctico, sino que vale también para razones teóricas en razonamientos que incluyen cláusulas ceteris paribus y ha sido ampliamente estudiado en el ámbito de la inteligencia artificial, e.g. mediante lógicas no-monótonas, puede verse Brewka 1991, Carnota 1995. Valga, por todos, el ejemplo preferido por los teóricos de la inteligencia artificial: 1) Todas los pájaros vuelan 2) Todos los pingüinos son pájaros 3) Tweety es un pingüino 4) Teweety es un pájaro Luego, Modus Ponens en 2 y 3 5) Tweety vuela Modus Ponens en 1 y 4. ∀ x (x es un pájaro → x vuela) ∀ x (x es un pingüino → x es un pájaro) Lo que las lógicas no monótonas tratan de evitar es que se produzca esta indeseada conclusión: ni los pingüinos, ni los pájaros muertos, ni los pájaros a los que se han arrancado las alas, etc. vuelan; pero la generalización contenida en 1 la seguimos considerando valiosa en algunos sentidos, por lo tanto dichas lógicas proponen cambiar la noción de consecuencia lógica clásica (que tiene la propiedad de monotonía, es decir: si A _ B, entonces A ∪ C _ B ) por una noción divergente de consecuencia lógica que carezca de la propiedad de monotonía.

8 En realidad, la propuesta de Alchourrón no genera una nueva noción de consecuencia lógica y no es stricto sensu una nueva lógica. Propone una manera de representar los condicionales superables que muestra cómo pueden ser transformados en condicionales clásicos. En particular, es importante distinguir la propuesta de Alchourrón de las propuestas de las lógicas no-monótonas, aunque abordan el mismo problema sus soluciones son distintas. Debo a unos comentarios de Jorge Rodríguez una comprensión más clara del alcance metalógico de la propuesta de Alchourrón.

9 Dworkin (1994) ha replicado a esta objeción hartiana señalando que, después de la decisión de la Court of Appeal de Nueva York en Riggs v. Palmer, la regla sobre testamentos ha cambiado, ahora ya no es válida una regla que dijera que un testamento es válido si cumple con todos los requisitos formales especificados en la ley sobre testamentos. En un sentido, ésta es una respuesta sorprendente ya que una de las razones dworkinianas para distinguir entre reglas y principios era que una explicación positivista del Derecho (que no acomodara los principios en su seno) con llevaría la aceptación del establecimiento de deberes jurídicos por parte de los jueces ex post facto (Dworkin 1978, 30). Si la regla antes aludida alguna vez fue válida, entonces la Court of Appeal creó nuevas deberes jurídicos (como querría un postivista defensor de la discreción judicial); si la regla siempre estuvo exceptuada por el principio, entonces la regla no creó nuevos deberes jurídicos pero no establecía deberes concluyentes, sino sólo razones prima facie. Vd., en el mismo sentido, Schauer 1977, p. 1306 nota 44.

10 Vd., por ejemplo, Nagel (1979), Williams (1981), Raz (1986), Finnis (1987).

11 Puede verse el caso de elección trágica propuesto por Sartre (1968): en la Francia ocupada por los nazis un joven debe decidir entre irse a Inglaterra y combatir al ejército alemán, que había matado a su único hermano, o quedarse con su madre, anciana, desvalida y abandonada por su marido –que era colaboracionista–.

12 Williams (1981) ha notado que, tal vez, sea posible distinguir entre la esfera privada, que puede vivir con gran cantidad de intuiciones y conflictos irresueltos, y la esfera pública que ‘a menos que renunciemos a la ambición ética de que sea responsable, sólo puede vivir con menos’.

13 Una doctrina que se ha admitido en la jurisprudencia constitucional de los países europeos, vd. en España STC 6/1988, de 21 de enero, STC 40/1992, de 30 de marzo, STC 240/1992, de 21 de diciembre y Salvador Coderch 1993, 64-67.

14 Sra. Begué Cantón, Sr. Díez Picazo, Sr. Tomás y Valiente, Sr. Gómez-Ferrer y Sr. Truyol Serra.