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El encaje de las piezas del derecho *

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 15, 2001

Instituto Tecnológico Autónomo de México

José Juan Moreso

Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España

II. Usos regulares e irregulares de las reglas que confieren poderes

En el capítulo II, dedicado a las reglas que confieren poderes, Atienza y Ruiz Manero (A-RM) critican dos concepciones ampliamente extendidas sobre dichas reglas. En primer lugar, ponen de manifiesto las insuficiencias de la concepción según la cual las reglas que confieren poderes son normas regulativas de carácter permisivo (von Wright 1963,Alchourrón-Bulygin 1974) y, en segundo lugar, critican la concepción según la cual dichas reglas son reglas definitorias, conceptuales o cualificatorias (Alchourrón-Bulygin 1983, Bulygin 1992, Hernández Marín 1984, 1989, 1996). A ello añaden una caracterización propia de las reglas que confieren poderes.

Dado que tuve la oportunidad de ocuparme de una versión previa (ARM1994) de este capítulo en Mendonca-Moreso-Navarro 1995 (que cuenta con una réplica de A-RM como apéndice al capítulo), tal vez pueda aceptarse que ahora me refiera únicamente a unas pocas cuestiones, en concreto a la naturaleza de las reglas que confieren poderes y a la cuestión del uso irregular de los poderes normativos.

A-RM defienden la siguiente tesis acerca de la naturaleza de las reglas que confieren poderes:

Tesis III: Las reglas que confieren poderes no son normas deónticas o regulativas ni reglas conceptuales o definitorias, sino que son reglas anankástico–constitutivas.

Respecto al primer descarte realizado por A-RM, las reglas que confieren poderes no son de carácter regulativo permisivo, la crítica de A-RM se centra en señalar que tal concepción se enfrenta al siguiente dilema (p. 49-51): en algunas ocasiones las autoridades jurídicas llevan a cabo actos normativos irregulares, entonces o bien a los órganos jurídicos no les está permitido realizar tal acto normativo –y no puede explicarse porqué dichos actos producen efectos jurídicos– o bien sí les esta permitido realizar dichos actos, con lo cual se cae en los conocidos problemas de la teoría de Kelsen acerca de la cláusula alternativa tácita (Kelsen 1960, p. 273-276; vd. Vernengo 1960, Ruiz Manero 1990, p. 53 y ss., Moreso 1993):cualquier acto de creación normativa está permitido por el sistema jurídico.

A-RM parecen pensar en casos como el de un vendedor de cosas robadas, un acto prohibido por el sistema jurídico; que, a pesar de ello, transmite válidamente derechos y obligaciones al comprador de buena fe (vd.Hart 1982a, p. 241, Spaak 1994, p. 83, Ferrer 1995, p. 260-262 y, en general, Bulygin 1992). Si la regla que confiere poder al vendedor fuera permisiva entonces entraría en contradicción con la norma que le prohíbe vender cosas robadas; sin embargo, habitualmente no se contempla este caso como uno de contradicción normativa sino que, se dice, aunque el acto está prohibido la compraventa es válida.

Más adelante me referiré a otros aspectos del uso irregular de los poderes en la concepción de A-RM, ahora quiero únicamente señalar que otra interpretación prescriptiva de las reglas que confieren poderes tal vez evitaría este problema. Me refiero a la concepción según la cual las reglas que confieren poderes son reglas de obligación, mandatos que prescriben comportarse de acuerdo con las normas dictadas en el ejercicio de esos poderes normativos. 1 No parece contradictorio sostener a la vez que hay una norma que confiere competencia a A para dictar normas sobre la materia M, en el sentido de que si A dicta una norma N sobre la materia M, entonces los destinatarios de N deben obedecerla, aunque el acto dedictar N esté prohibido por otra norma del sistema (vd. Ziembinski 1970,p. 28; 1988, p. 168). 2 Así, tal vez, puede comprenderse que la compra-venta de cosas robadas pueda ser válida (no es nula, ni siquiera anulable) aunque el acto de realizarla esté prohibido y sancionado para el vendedor.

Respecto al segundo descarte, A-RM sostienen que las reglas que confieren poderes no son reglas conceptuales, definitorias o disposiciones cualificatorias. La crítica ahora reside en que (p. 57) ‘ella parece asimilar bajo una misma categoría [...]disposiciones jurídicas que presentan entre sí suficientes diferencias relevantes como para exigir la elaboración de categorías separadas’.

Dado que A-RM han realizado, en el libro objeto de este comentario, un amplio mapa conceptual de los enunciados jurídicos, su segundo descarte queda ahora más claro. A-RM (p. 64) distinguen entre normas constitutivas que confieren poderes y normas meramente constitutivas (que establecen que cierto estado de cosas es condición de cierto cambio normativo).A ello añaden otras disposiciones (como las derogatorias) que expresan el uso de poderes normativos y cuyo resultado son actos realizativos: actos normativos. E, incluso, han reconocido (p. 64) que ciertas formulaciones normativas que tienen aspecto de definiciones son ambiguas, como ‘La mayoría de edad se alcanza a los 18 años’, puesto que, también en este caso, determinado estado de cosas determina cierto cambio normativo. En realidad, y dicho simplemente, la casa de las reglas constitutivas, que constituyen un uso realizativo del lenguaje, tiene muchas moradas y la adscripción a las reglas conceptuales de las reglas que confieren poderes oscurecía este relevante hecho, puesto de manifiesto por la amplia literatura acerca de las reglas constitutivas.

Para terminar con la tesis III, deseo señalar que estas consideraciones desde el punto de vista estructural, tienen consecuencias en el enfoque funcional de las reglas constitutivas. Según A-RM (p. 69) mientras los mandatos operan en el razonamiento práctico como imperativos categóricos, las reglas que confieren poderes y las reglas meramente constitutivas operan como imperativos simplemente hipotéticos: constituyen razones para actuar siempre y cuando el sujeto de las mismas pretenda alcanzar un determinado fin. En cambio, las definiciones no son razones para la acción, sino criterios que nos permiten identificar las normas.

Sólo deseo añadir que no estoy muy seguro de que las definiciones(cuando los fines que pretendo alcanzar dependen de lo que ellas estipulen)no puedan figurar como razones auxiliares (como imperativos hipotéticos en el razonamiento práctico). Así si yo deseo votar, y sé que para votar es preciso ser mayor de edad (y una definición legal establece quela mayoría de edad se alcanza a los 18 años) de poco me sirve concluir que debo tener 18 años, puesto que no está en mi mano cambiar ese estado de cosas. Ahora bien, si deseo contraer matrimonio con una determinada persona y sé que una definición legal estipula, entre los requisitos que definen el matrimonio, que sea celebrado entre mayores de edad, entonces tengo una razón (auxiliar) para esperar –y esperar sí está en mi mano– a que sea mayor de 18 años (y la tengo en virtud de la regla que establece que la mayoría de edad se alcanza a los 18 años) la persona con la que quiero contraer matrimonio. Al fin y al cabo, ¿no son las definiciones estipulativas un ejemplo de uso realizativo del lenguaje?

La otra tesis de A-RM sobre las reglas que confieren poderes que deseo analizar puede ser enunciada de la siguiente manera:

Tesis IV: Es necesario distinguir entre conferir un poder normativo (a través de una regla que confiere el poder, una regla constitutiva) y regular, como facultativo, obligatorio o prohibido (mediante una regla prescriptiva) el ejercicio de ese poder. En virtud de ello, es posible que una persona P pueda, en el sentido de que hay una regla que le confiere poder, producir cierto resultado normativo R y, a la vez, no pueda, en el sentido de que hay una norma que se lo prohíbe, producir R.

Esta tesis me parece aceptable y sólo pretendo discutir el alcance que A-RM le otorgan. Según A-RM (p. 49, 61, 94-95) es esta tesis la que permite explicar ‘que el juez, la Administración o el legislador tengan éxito (esto es, produzcan el resultado normativo que pretenden...) cuando dictan una sentencia contra legem, un reglamento ilegal o una ley inconstitucional’. Parece que A-RM piensan que la situación del Parlamento promulgando una ley inconstitucional es semejante a la del ladrón que vende cosas robadas: ambos consiguen producir efectos jurídicos mediante la realización de una acción que está prohibida. Esta es una conjetura que se halla en Dworkin (1978, p. 142 nota 1), aunque Dworkin la rechaza como inadecuada:

La Constitución ha de interpretarse de modo que imponga un deber jurídico al Congreso de, por ejemplo, no aprobar leyes que restrinjan la libertad de expresión, pero no ha de interpretarse de manera que sustraiga el poder jurídico del Congreso de hacer válidamente una ley de ese tipo si infringe su deber. Desde este punto de vista, el Congreso se halla en la posición jurídica de un ladrón que tiene el deber jurídico de no vender bienes robados, pero conserva el poder jurídico de realizar una transmisión válida si lo hace. Esta interpretación tiene poco a su favor puesto que el Congreso, al contrario que el ladrón, no puede ser disciplinado más que negando la validez de sus actos incorrectos, por lo menos de una manera que ofrezca protección a los individuos a quienes la Constitución está destinada a proteger.

La razón que da Dworkin para rechazar esta posición me parece muy atinada. Guarda relación con la distinción de Hart entre sanción y nulidad (Hart 1961, p. 33-35), mientras las reglas primarias (que imponen deberes)van contingentemente acompañadas de la sanción, las reglas secundarias(que confieren poderes) van conceptualmente unidas a la idea de nulidad, esto es, los actos realizados ultra vires carecen de validez, son nulos. Es más, cuando Hart (1982b, p. 241) se refiere a la noción de límites al poder legislativo en la obra de Bentham, le critica precisamente no haber distinguido entre aquellas leyes que el poder legislativo tiene prohibido emitir y aquellas que, si las promulga, no adquieren validez. Esto es, los límites al Parlamento provienen del hecho que si los traspasa sus disposiciones son nulas. 3 Si fuera de otra forma, como quieren A-RM, entonces debería decirse que el Parlamento español tiene poder jurídico para promulgar normas penales que castiguen determinados delitos con la pena de muerte o que la Administración (la Junta de Gobierno de una Universidad, por ejemplo) puede sancionar con la pena de cárcel determinados comportamientos, aunque tienen prohibido realizar dichos actos. Obviamente, lo que preocupa a A-RM es importante: ¿cómo se da cuenta del uso irregular de los poderes normativos, i.e. cómo es que las leyes inconstitucionales, los reglamentos ilegales o las sentencias contra legem producen efectos jurídicos? Ahora bien, si la respuesta es que los órganos que emiten estas normas son competentes para hacerlo, aunque lo tienen prohibido; entonces creo que la posición de A-RM no se distingue mucho de la de Kelsen (posición que Ruiz Manero 1990, había criticado contundentemente):la Constitución no limita lo que el Parlamento puede normativamente hacer, las leyes no limitan lo que la Administración y los jueces pueden normativamente hacer, etc., la pirámide kelseniana es una quimera.

Puede aventurarse que la explicación a que las normas irregulares produzcan efectos jurídicos la ofrezca la idea de aplicabilidad (Bulygin 1991,Moreso 1993, Moreso-Navarro 1993, p. 105-108): si bien dichas normas no son válidas en el sentido de que no pertenecen al sistema jurídico, son válidas en el sentido de que son aplicables en determinadas condiciones. 4 Así, si el Tribunal Constitucional declara de acuerdo con la Constitución una ley que no lo está, entonces no le confiere validez en el sentido de pertenencia, sino que obliga a todos los órganos de aplicación a tomarla en cuenta en sus decisiones.

En resumen, es cierto que una concepción de las reglas que confieren poderes debe dar cuenta del uso irregular de los poderes –de los casos en que, aunque se dispone del poder normativo para realizar determinadas acciones que tendrán resultados normativos, el ejercicio de ese poder está prohibido, al menos, en algunos supuestos–, ahora bien, creo que A-RM (vd., por ejemplo, p. 94-95) extienden en demasía el alcance de las situaciones en las que ello ocurre. En muchos de los casos con los que ellos ejemplifican su tesis, así en el caso del Parlamento dictando una ley inconstitucional, mi opinión es que –independientemente de que tal uso irregular del poder esté prohibido– no se tiene poder normativo para realizar tales acciones o, dicho de otra manera, las acciones así realizadas son nulas. Cuando el Parlamento dicta una ley inconstitucional, más que al ladrón que vende cosas robadas, se parece a la persona que contrae matrimonio bajo intimidación o víctima de un error invencible, como el consentimiento está viciado dicho matrimonio es nulo, aunque ningún Tribunal nunca lo declare o aunque produzca determinados efectos jurídicos que el sistema jurídico desea preservar parcialmente. 5

III. La relevancia de las permisiones jurídicas

El análisis de las permisiones se ha convertido en una de las cuestiones más disputadas no sólo en teoría jurídica, sino también en lógica deóntica.

Uno de los problemas centrales de tal análisis es el de si las permisiones son relevantes, y en qué medida lo son, para guiar el comportamiento humano. En este capítulo, A-RM toman este punto como el núcleo de su análisis. Analizan diversas posiciones al respecto, precisamente de autores que han trabajado en la zona de intersección entre teoría jurídica y lógica deóntica (von Wright 1963, Ross 1971, Echave-Urquijo-Guibourg1980, Alchourrón–Bulygin 1981, 1984a) y terminan con una conclusión que puede sumarizarse en la siguiente tesis: 6

Tesis V: Las permisiones jurídicas pueden ser analizadas en términos de negación, derogación y excepción de normas de mandato (o de formulación indirecta de las mismas) y, eventualmente, de definiciones.

A-RM (p. 91-92) comienzan preguntándose lo siguiente: si la función primaria de los sistemas normativos consiste en guiar la conducta humana, entonces las normas de obligación y prohibición cumplen adecuadamente esa función, puesto que pueden ser incumplidas. Ahora bien, las permisiones facultativas (las normas que permiten tanto la realización como la omisión de una conducta determinada) no pueden ser incumplidas, porque sea cual fuere el comportamiento de los destinatarios de la norma estará de acuerdo con la permisión facultativa. Por lo tanto, desde este punto de vista, las permisiones facultativas son irrelevantes en la guía de los comportamientos humanos.

Sin embargo, A-RM consideran que las permisiones facultativas cumplen otras funciones en los sistemas jurídicos:

(i) En primer lugar, algunas normas permisivas pueden analizarse como la negación de normas prohibitivas (p. 102–103). La idea es simple, la norma

N: Los martes está permitido pescares equivalente a la norma

N’: Los martes no está prohibido pescar.

Ahora bien, A-RM parecen concluir de esta equivalencia que las normas permisivas carecen de una categoría autónoma, por la razón simplemente de que son reducibles a normas prohibitivas. Esta me perece una conclusión sorprendente. Lo mismo podría decirse, entonces, de las normas de obligación o de prohibición. Dado que los operadores deónticos son interdefinibles (Obligatorio = Prohibido no = no Permitido no), es irrelevante tomar uno de ellos como primitivo (von Wright 1951, tomó el operador Permitido como primitivo). Decir que las permisiones jurídicas son superfluas equivaldría a decir que los mandatos son superfluos.

El ejemplo (tomado de Alchourrón y Bulygin 1974, p. 224) que A-RM(p. 102-103) usan para llegar a esta conclusión es el siguiente. Supongamos un sistema normativo con las normas:

N1: Si se dan las circunstancias A y B, prohibido p.

N2: Si se dan las circunstancias no-A y no-B, permitido p.

Ahora resulta que, por ejemplo, el caso A y no-B carece de solución normativa en este sistema. Podría colmarse esta laguna, introduciendo la norma

N3: Si se dan las circunstancias A y no-B, permitido p.

A-RM sostienen que esta solución podría alcanzarse también, sin necesidad de introducir norma permisiva alguna, introduciendo:

N1': Sólo si se dan conjuntamente las circunstancias A y B, prohibido p.

Pero esta es una conclusión sorprendente, porque N1' sólo puede seranalizado como ‘Si se dan conjuntamente las circunstancias A y B, prohibidop; y si no se dan conjuntamente A y B, no–prohibido p (esto es,permitido p)’. O sea,

N1":((A ∧ B) → Php) ∧ (¬(A ∧ B) → ¬Php)).

Como la negación de una prohibición es una permisión, N1' no puede expresarse sin contener una permisión.

Puede que haya argumentos independientes para mostrar que las permisiones jurídicas son irrelevantes, pero el argumento de que las permisiones son equivalentes a negaciones de prohibiciones no es adecuado para este propósito. 7

(ii) Algunas normas permisivas tienen la función de derogar o cancelar normas prohibitivas (p. 103).

Como A-RM notan, esta es la posición de Alchourrón y Bulygin (1981) en la concepción expresiva de las normas. No entraré en el análisis de los problemas de la concepción expresiva de las normas (Weinberger 1985),ahora bien es preciso recordar que la equivalencia entre permitir y derogar normas es idiosincrásica de esta concepción. Dado que esta concepción tiene serios problemas añadidos (Alchourrón y Bulygin 1984b), talvez sea adecuado tener cautela también por lo que respecta a esta equivalencia.

(iii) Algunas normas permisivas pueden analizarse como rechazos por adelantado de normas prohibitivas. Esto es, algunas normas permisivas circunscriben el ámbito normativo en el cual las autoridades inferiores pueden dictar normas. Es decir, si la autoridad A permite p, entonces las autoridades inferiores a A, no pueden prohibir p (p. 104-105).

No importa ahora (como A-RM notan, p. 104) si el poder al que se hace referencia es normativo (y así estas normas delimitan la competencia delas autoridades subordinadas) o bien se trata sólo de una prohibición añadida al poder normativo (que no limita la competencia de las autoridades subordinadas, como A-RM prefieren).

Entonces, la relevancia de las permisiones jurídicas queda circunscrita a (p. 105-108) aclarar el estatus normativo de una acción (porque existían dudas sobre él) o bien a modificar ese estatus deóntico, derogando una prohibición antes existente. Además, las permisiones pueden expresar prohibiciones a terceros de interferir en el ámbito de acción permitido y, sobre todo, prohibiciones a las autoridades inferiores de interferir normativamente en el ámbito de lo permitido.

Expuesta la posición de A-RM respecto a las permisiones jurídicas, me propongo aplicar al análisis de las permisiones (en concreto, de las permisiones facultativas) dos de los enfoques que A-RM consideran prevalentes en el análisis de los enunciados jurídicos: el enfoque estructural y el enfoque funcional.

Desde el punto de vista estructural, en mi opinión, las permisiones facultativas gozan del mismo estatus que los mandatos. 8 Si las reglas de mandato (y de acción, para simplificar) son enunciados que correlacionan un conjunto de condiciones cerradas de aplicación con una solución normativa, obligatorio o prohibido; las reglas que otorgan facultades son enunciados que correlacionan un conjunto de condiciones cerradas de aplicación con una solución normativa, facultativo. Dada una sola acción como integrante del universo de acciones, obligatorio, prohibido y facultativo constituyen las soluciones maximales posibles. Esto es, soluciones que determinan normativamente tanto la acción como su omisión. Puesto que las soluciones maximales son interdefinibles, el enfoque estructural de los mandatos vale también para las reglas permisivas facultativas.

Pero, tal vez, donde A-RM vean más problemas sea en el enfoque funcional, es decir, en cómo las reglas permisivas funcionan como razones para la acción en el razonamiento práctico. En el cuadro 2, dedicado a una comparación de los enunciados jurídicos, A-RM configuran la diferencia entre reglas de mandato y reglas permisivas de la siguiente manera: mientras las reglas de mandato son razones operativas para sus destinatarios, las reglas permisivas sólo son razones operativas para que otros no interfieran en la realización de la acción permitida, respecto a los destinatarios de la regla permisiva sólo expresan la ausencia de razones. Esta última idea es la que me propongo cuestionar.

Raz (1990, p. 89-97) ha tratado de argumentar en favor de la fuerza de algunas permisiones en el razonamiento práctico:

Voy a sugerir un sentido en que pueden considerarse algunas permisiones como basadas en normas que garantizan permisos, y que es diferente del sentido de todas las permisiones débiles mencionadas anteriormente. Este sentido de las permisiones es distinto realmente del que se asigna habitualmente a las permisiones fuertes, pero es posible que explique una de las intuiciones fundamentales que hay tras muchos de los escritos sobre permisos fuertes, a saber, que hay normas permisivas (i.e. normas que garantizan permisos) y que las permisiones basadas en tales normas difieren en su fuerza normativa de otras permisiones.

Según Raz, cuando un comportamiento C está permitido en sentido débil, entonces carecemos de razones para hacer C, no tenemos razones operativas que requieran que hagamos C. Ahora bien, hay ocasiones en que C está permitido en sentido fuerte (supongamos que hay una norma que faculta hacer C) y ello afecta a nuestro razonamiento práctico. Como Raz (1990, p. 90) afirma: ‘Me está permitido realizar un acto a pesar de que hay razones concluyentes para no hacerlo si puedo desatender aquellas razones’. Este supuesto difiere de una permisión débil en que no está basado en la ausencia de razones concluyentes para realizar el acto. Difiere también de las razones excluyentes en que no requiere que el agente deba ignorar las razones excluidas, sino únicamente en que pueda hacerlo. Raz las denomina ‘permisiones excluyentes’. Las permisiones excluyentes son permisos fuertes y, según Raz, aunque no son razones directas para la acción y no guían la conducta directamente, tienen una fuerza normativa que afecta al razonamiento práctico (p. 90-91): ‘Las permisiones débiles no contribuyen en nada al razonamiento práctico. Pueden ser la conclusión de una inferencia práctica, pero nunca afectan a su resultado. Las permisiones excluyentes, en virtud de que contrarrestan el poder de las razones, afectan al resultado de las inferencias prácticas’.

Mediante la noción de permisión excluyente, Raz analiza el importante problema en filosofía moral de la naturaleza de la supererogación. Según Raz (p. 94), ‘un acto supererogatorio es un acto que se debe hacer según el balance de razones, pero respecto del cual se tiene permitido no actuar según el balance de razones’. La explicación de esta aparente contradicción, reside en que la permisión es una permisión excluyente, de segundo orden, que autoriza a no actuar de acuerdo con el balance de razones. Conjeturo, aunque no puedo desarrollarlo, que esta idea es importante no sólo en el ámbito de la filosofía moral, sino también en el ámbito de la teoría jurídica, e.g. como una explicación de las permisiones contenidas en las causas de justificación del derecho penal.

Siendo así, las permisiones facultativas no sólo indicarían la ausencia de razones para sus destinatarios, sino también la presencia de permisiones excluyentes que les autorizan a no entrar en el balance de razones. 9

Si se aceptan las consideraciones que he realizado desde el punto de vista estructural y desde el punto de vista funcional, entonces es posible conjeturar que la relevancia de las permisiones jurídicas sea mayor que lo que el capítulo de A-RM permite concluir.

IV. Valores y normas

El capítulo IV del libro, ‘Los valores en el Derecho’, comienza presentando y criticando dos concepciones de las normas penales, disputadas en la dogmática penal alemana y española (p. 124-130). Una de estas concepciones destaca el elemento imperativo de la norma penal, la otra destaca el elemento valorativo. A partir de esta presentación, A-RM perfilan su propia posición, aplicable no sólo a las normas penales sino a todas las normas jurídicas, que puede ser expresada de la siguiente forma:

Tesis VI: Las normas jurídicas tienen dos dimensiones: una dimensión directiva, como guías de comportamiento y otra dimensión valorativa, como estándares de justificación o crítica.

Para explicar este carácter bifronte de las normas jurídicas, A-RM sugieren que esta misma dualidad se da en los juicios de valor. Apelando a Rescher (1969) y a Hare (1952), sostienen que los juicios de valor expresan conjuntamente las razones que justifican esa acción o estado de cosas y la prescripción que requiere comportarse de manera que realicemos esa acción o ese estado de cosas. De esta manera (p. 134), ‘la diferencia entre los juicios de valor y las normas es, en todo caso, una cuestión de grado o de énfasis’.

En mi opinión, la tesis VI es susceptible de ser interpretada de dos formas. En su versión débil, dice solamente que cuando alguien acepta un juicio de valor, de carácter moral por ejemplo, 10 tiene que aceptar el imperativo que de él se deriva. Si yo asiento al juicio moral ‘la esclavitud es injusta’, tengo que asentir también al imperativo ‘la esclavitud debe ser abolida’. De la misma forma, si prescribo a mis estudiantes que guarden silencio en el examen, también expreso mi preferencia por un estado de cosas tal que en el examen se guarde silencio, frente a un examen ruidoso. Esta posición es particularmente clara en el caso de Hare. Para Hare, el lenguaje de la moral es un tipo de lenguaje prescriptivo (Hare 1952,p. 1), cuando Hare sostiene que todos los juicios morales valorativos implican un imperativo, quiere decir que en los juicios de valor el aspecto prescriptivo es el primario. Según Hare (1963, p. 27), ‘todas las palabras evaluativas son también prescriptivas, pero hay expresiones que son prescriptivas pero no evaluativas’. Esto ocurre, porque para que un imperativo equivalga a un juicio de valor, es necesario que sea universalizable, este rasgo (junto con otros que ahora podemos dejar de lado) es el que hace inteligible la idea de que si bien todos los juicios morales impliquen imperativos, no todos los imperativos (puesto que no todos son universalizables) impliquen juicios morales. Por otra parte, tanto Hare como Rescher son no-cognoscitivistas y, por esta razón, no tratan de dar cuenta de la objetividad como un rasgo del discurso moral. Un pasaje de Hare (1952, p. 148) expresa claramente esta idea:

Supongamos que un misionero, provisto de un libro de gramática, llega a una isla de caníbales. El vocabulario de su libro de gramática le da el equivalente, en el lenguaje de los caníbales, de la palabra ‘bueno’. Supongamos que por una extraña coincidencia la palabra es ‘bueno’. Y supongamos, además, que en la lengua de los caníbales es realmente equivalente: que se refiere, como dice el Oxford Dictionary acerca de la palabra ‘good’, al adjetivo encomiástico más general. Si el misionero ha dominado su vocabulario puede, mientras use la palabra valorativamente y no descriptivamente, comunicarse con los caníbales acerca de cuestiones morales. Ellos saben que cuando el misionero usa la palabra está encomiando a la persona u objeto al que la aplica. Lo único que encontrarán extraño es que el misionero la aplica de manera inesperada a personas que son suaves y amables y que no coleccionan cueros cabelludos en cantidad, mientras que ellos, a su vez, están acostumbrados a encomiar a personas que son rudas y atrevidas y que coleccionan más cueros cabelludos que el término medio. Pero ellos y el misionero no son víctimas de ningún malentendido respecto del significado, en sentido valorativo, de la palabra ‘bueno’: es la palabra que uno usa para encomiar. Si hubiese tal malentendido la comunicación moral entre ellos sería imposible.

Por eso Hare añade que una adjetivo como ‘bueno’ no designa una propiedad como, e.g., ‘rojo’. Si ‘bueno’ fuera como ‘rojo’, la palabra del misionero y la palabra de los caníbales no serían sinónimas: no designarían las mismas cosas. En conclusión, las palabras valorativas tienen primordialmente un significado prescriptivo y, por esta razón, es posible la sinónimia entre lenguajes, aunque ‘bueno’ para los caníbales se refiera a acciones, personas o estados de cosas totalmente distintos que ‘bueno’ para el misionero.

La posición de Hare da cuenta de algunos aspectos centrales de nuestra práctica moral, en particular da cuenta de cómo nuestra práctica moral está relacionada con nuestras acciones, da cuenta de lo que ha sido denominado (Smith 1994, p. 6-7) el requisito de practicalidad, según el cual si alguien juzga correcto hacer A, entonces ceteris paribus está motivado a hacer A. Ahora bien, no da cuenta del requisito de objetividad, según el cual cuando alguien juzga correcto hacer A expresa su creencia acerca de un hecho objetivo del mundo: que hacer A es correcto. 11

Si esta fuera la posición de A-RM, entonces no hay problema en entender cómo se relacionan entre sí el aspecto directivo y el aspecto valorativo de las normas jurídicas. Dado que la dimensión conceptualmente primaria del aspecto valorativo es también prescriptiva, las relaciones lógicas entre juicios de valor y normas pertenecen al ámbito de la lógica de enunciados que carecen de valor de verdad, en concreto de la lógic adeóntica (Hare 1952, 32-55). Algunas frases de A-RM parecen sugeriresta interpretación (p. 137-138): ‘Los valores incorporados a los enunciados jurídicos pueden considerarse como la plasmación de los juicios de valor efectuados por quienes establecen los enunciados (las autoridades jurídicas) sobre ciertas acciones y estados de cosas’. 12 Sin embargo, otras muchas afirmaciones de A-RM no encajan con esta versión débil de la tesis VI. Así, la idea de que el lado axiológico tiene prioridad sobre el directivo (p. 135), o que las autoridades no pueden crear valores sino sólo reconocerlos (p. 115) 13 , o –más claramente– su asunción explícita del cognoscitivismo y del objetivismo moral (Presentación, p. xii). Estas afirmaciones hacen aconsejable analizar la versión fuerte de la tesis VI.

En su versión fuerte, la tesis VI conlleva que los juicios de valor expresados por las normas jurídicas son susceptibles de verdad o falsedad. Ahora, capturamos el requisito de objetividad de nuestras prácticas morales, pero nos enfrentamos con graves problemas:

(i) ¿Cuál es la relación lógica entre la dimensión valorativa y la dimensión prescriptiva de las normas jurídicas? Porque si los juicios de valor son susceptibles de verdad o falsedad y las prescripciones no lo son, decir que un juicio de valor implica una prescripción comete la falacia naturalista. ¿Cómo pasamos del mundo del ser –aunque sea el ser de los valores– al deber ser de las prescripciones?

Creo que esta es una de las razones por las cuales Nino (1985) –como A-RM notan, p. 133– objetaba la posición de Hare y pensaba que los juicios de valor son distintos de las prescripciones. Para Nino (1985, p. 114),no hay duda de que los juicios de valor son susceptibles de verdad o falsedad, tampoco hay duda de que de las normas jurídicas no se puede predicar verdad o falsedad 14 , por esta razón juicios de valor y prescripciones pertenecen a ámbitos conceptuales distintos, mientras los juicios de valor presuponen la existencia de razones para la acción distintas de las contenidas en el juicio, las normas se constituyen ellas mismas en parte de esas razones.

Sin una explicación de cómo derivar una prescripción de un juicio de valor, entendido como una proposición susceptible de verdad o falsedad, no tenemos una idea clara de qué significa que el aspecto valorativo de las normas jurídicas es prioritario con relación al directivo.

(ii) Por otra parte, si los juicios de valor describen el mundo objetivamente, ¿cómo se obtienen de ellos guías para el comportamiento humano? Alguien podría, entonces, reconocer e.g. que la esclavitud es injusta y no tener ningún motivo para abolir la esclavitud. Si se acepta la idea humeana según la cual las creencias y los deseos son existencias separadas, una posición cognoscitivista tiene que explicar el requisito de practicalidad de nuestra actividad moral. Y, en el caso del derecho, si las normas jurídicas reconocen valores, entonces tenemos problemas para explicar en qué sentido las normas jurídicas guían el comportamiento humano. Entonces, tal vez, las normas jurídicas no serían razones para la acción sino razones para la creencia, y las autoridades jurídicas no serían autoridades prácticas sino autoridades teóricas. Esta es la posición asumida por Hurd (1990), según la cual las normas jurídicas no deben ser entendidas como guías para el comportamiento sino como enunciados descriptivos de lo que denomina ‘acuerdos jurídicos óptimos’. Así, Hurd (1990, p. 1010) escribe:

La legislatura tiene autoridad sobre nosotros sólo si funciona como una guía heurística de hechos morales que existen previamente. En la medida en que la legislatura describe erróneamente o distorsiona los estados de hechos óptimos...la legislatura fracasa en su autoridad (teórica) hacia nosotros.

Creo que A-RM no asumirían una posición tan radical. A-RM creen que las normas jurídicas guían el comportamiento, que son razones para la acción y que las autoridades jurídicas son autoridades de carácter práctico. Ahora bien, entonces la interpretación fuerte de la tesis VI se vuelve altamente implausible.

La relación entre normas jurídicas y valores es importante y, como ARM(p. 121) advierten, en este ámbito de la teoría jurídica está casi todo por hacer. Ahora bien, en primer lugar creo que es preciso definir si se piensa que los valores son proyectados sobre el mundo, si tienen una dimension of fit (Anscombe 1957) de mundo-a-palabra y, en este sentido, los juicios de valor se asemejan a las prescripciones; o bien si los valores están en el mundo a la espera de ser descubiertos, si poseen una dimension of fit de palabra-a-mundo y, entonces, los juicios de valor son descripciones. Ambas posiciones tienen que resolver importantes problemas, pero si la razón de adoptar la segunda posición –que compromete con la versión fuerte de la tesis VI– es, como A-RM (Presentación, p. xii)sugieren, que de otra forma no podríamos dar cuenta de aspectos fundamentales de nuestras prácticas institucionales, tal vez sea bueno recordar que el rechazo del realismo moral (el no cognoscitivismo) no comporta la imposibilidad de toda discusión racional en materia moral. 15

V. La dimensión normativa de la regla de reconocimiento

En el capítulo V, A-RM no se ocupan ya de las diversas piezas que conforman el Derecho, sino de la cuestión de cómo estas piezas adquieren unidad; esto es, de cuáles son los criterios que permiten identificar los enunciados jurídicos, los enunciados que pertenecen al Derecho. Como es habitual en teoría jurídica desde Hart (1961), acuden a la noción de la regla de reconocimiento para tal fin. Discuten en el capítulo muchas cuestiones importantes: la cuestión de la circularidad que se produce cuando se intenta identificar las normas supremas del sistema desde dentro del sistema (p. 144-148), la cuestión de la relación entre la regla de reconocimiento y la continuidad del orden jurídico (p. 148-150), la cuestión de quién configura la regla de reconocimiento (p.151-154), las dimensiones conceptual, directiva y valorativa de la regla de reconocimiento (p. 154-160) y, por último, la cuestión de la unicidad de la regla de reconocimiento y la de la zona de penumbra presente en esta regla (p. 159-164).

Comparto gran parte de sus reflexiones acerca de estas importantes cuestiones y me referiré sólo a una cuestión en la cual la zona para la discrepancia es todavía amplia: la dimensión normativa o directiva de la regla de reconocimiento.

Estoy completamente de acuerdo con A-RM acerca del carácter conceptual de la regla de reconocimiento. Dicha regla establece un criterio(o un conjunto ordenado de criterios) que permiten determinar qué normas pertenecen a un determinado orden jurídico (puede verse una reconstrucción de estos criterios en Bulygin 1991).

Sin embargo, A-RM añaden que:

Tesis VII: La regla de reconocimiento es una norma de obligación, que obliga a tomar como guía de conducta las normas que ella misma permite identificar y, por otra parte, la justificación de la regla de reconocimiento sólo puede basarse en razones morales.

La tesis VII nos conduce a la cuestión de la normatividad del Derecho, i.e. a la naturaleza de las normas jurídicas y a su relación con las razones para actuar, así como a la posibilidad de insularidad del discurso jurídico justificatorio frente al discurso moral de justificación (Bayón 1996, p. 326).Recientemente Bayón (1996, p. 326-329) ha escrito que acerca de esta cuestión pueden identificarse dos posiciones divergentes:

Una (que Bayón mismo atribuye a Bulygin 1991, Moreso-Navarro-Redondo 1992, Caracciolo 1994) según la cual, para justificar acciones es suficiente con usar una norma, en el sentido de que figure como premisa normativa de un razonamiento práctico. Así, en el caso de la justificación de una decisión jurídica es suficiente con usar una norma general que, juntamente, con la proposición descriptiva de los hechos del caso, implique la conclusión normativa. Para usar una norma de esta manera, se añade, es necesario que el agente acepte la norma. Ahora bien, las razones para la aceptación pueden ser múltiples (Hart 1982a, 256-257): por razones prudenciales, por hábito, por razones morales, etc. Para que la justificación sea jurídica, sólo es preciso que la premisa normativa sea también jurídica y esto depende de que satisfaga los criterios de pertenencia que establece la regla conceptual de reconocimiento; lo que puede mostrarse con un argumento teórico, no hace falta para ello ningún razonamiento práctico.

De manera que el razonamiento jurídico es relativamente insular. Digo relativamente porque es obvio que si las pautas jurídicas remiten a determinadas pautas morales, entonces el usuario de las normas jurídicas deberá usar pautas morales para justificar su decisión; pero lo hará porque alguna regla jurídica le obliga (o permite) hacerlo.

La segunda posición (en la que Bayón incluye a Raz 1984, Nino 1985,1994, Páramo 1988, Ramos Pascua 1989, Ruiz Manero 1990, Delgado Pinto 1991 y Bayón 1991) es la que sostiene que el razonamiento jurídico justificatorio no es más que un razonamiento moral con una estructura especial. Según esta posición, quien usa una norma jurídica para justificar una acción o una decisión, debe aceptarla como conclusión de un razonamiento en el que previamente acepta las razones para tomar el derecho como guía de conducta con exclusión de otro tipo de razones. La aceptación de estas razones (Nino 1994, p. 117 y ss.) comporta la aceptación de juicios normativos puros (e.g. ‘Es justo o debido obedecer a la autoridad democrática’), que junto con razones auxiliares (como ‘la autoridad democrática dictó la norma: «se debe hacer p»’), llevan a un juicio de adhesión normativa (‘se debe hacer p’). 16 Ahora bien, las razones últimas que ordenan tomar excluyentemente como pauta de comportamiento las normas jurídicas no podrán ser más que razones morales. Por lo tanto, el razonamiento jurídico justificatorio presupone la aceptación de razones morales.

Creo que es posible distinguir, a su vez, dos versiones de esta segunda posición (Hart 1982a, p. 264): a) una extrema: todo razonamiento jurídico justificatorio presupone la existencia de razones morales objetivas y b)otra más moderada: todo razonamiento justificatorio presupone la creencia en la existencia de razones morales objetivas. Creo que mientras la versión extrema es atribuible, e.g., a Nino (1994), la versión moderada es atribuible, e.g., a Bayón (1991, p. 721-22; p. 736-739). No estoy muy seguro, en cambio, si la posición de A-RM se corresponde con la versión moderada o con la versión extrema.

Obviamente que la pregunta de por qué debo obedecer (o por qué debo justificar mis decisiones en) las normas jurídicas tiene perfecto sentido (ARM,p. 159). Ahora bien, la posición sustentada por la versión extremas ólo puede considerarse verdadera si se le añaden algunas premisas altamente cuestionables: 1) la tesis de la unidad del razonamiento práctico, 2) la tesis de la objetividad de la moral y 3) la tesis epistémica conforme a la cual hay algunos criterios intersubjetivos para alcanzar la verdad en materia moral.

No es éste el lugar para detenerme en estas cuestiones (pero, vd. Para la unidad del razonamiento práctico, Redondo 1996, p. 239-252), ahora bien deseo señalar que mientras no se muestre una forma de acceso epistémico a la verdad moral, la objetividad de la moral parece una cuestión irrelevante para el razonamiento jurídico (Waldron 1992). Esto es, sin estos criterios epistémicos, en la discusión sobre la justificación moral de las acciones estarán situados por igual los argumentos de los realistas en materia moral como los de los antirrealistas.

La versión moderada de la conexión entre el derecho y la moral en el razonamiento justificatorio que, según Bayón (1996, p. 329), no implica el abandono del positivismo jurídico, también me parece cuestionable. Me parece cuestionable que las razones por las que los jueces aceptan la regla de reconocimiento deban ser necesariamente de carácter moral (vd.Hart 1982a, p. 266). Bayón (1996, p. 328) sugiere que las razones últimas son siempre razones morales ‘mientras mantengamos la convención de llamar ‘morales’ precisamente a las razones últimas –sean las que fueren– que un sujeto acepta en virtud de su contenido y como razones dominantes sobre los intereses de cualquiera’. Creo que si bien todas las razones morales son últimas por definición, no todas las razones últimas son razones morales (para serlo deben reunir otros requisitos: la universalización, la autonomía, la imparcialidad). Cuando un juez usa la regla de reconocimiento para identificar las normas en las que justifica sus decisiones y lo hace por miedo o por propio interés, no creo que sus razones sean morales (es incluso posible que ello contradiga sus convicciones morales más profundas), pero son últimas en el sentido en que ya no puede apelar a ningunas otras. Todavía podría argüirse que entonces la decisión del juez no está justificada moralmente, aunque lo esté jurídicamente; pues bien, esto es lo que siempre ha defendido el positivismo jurídico.

Cuestión distinta a ésta, con la que termino este epígrafe, es la de en qué medida el positivismo jurídico podría justificar la dimensión normativa del derecho si de hecho existieran razones objetivas para actuar. Como Hart (1982a, 267) ha sugerido, la respuesta tal vez deba ser negativa, porque resultaría más bien extraño pensar que haya dos mundos o conjuntos de razones objetivas separados entre sí, uno de carácter moral y otro de carácter jurídico. Con lo cual cabe conjeturar que la concepción positivista estándar del razonamiento jurídico justificatorio, según la cual el derecho no está necesariamente conectado con la moral, implica el rechazo del objetivismo moral.

VI. La densidad de la teoría del Derecho

En este último apartado, realizaré algunas consideraciones sobre los fundamentos que, según la presentación que A-RM escriben en su libro, debe tener una teoría del derecho ‘que se proponga superar esta situación de ensimismamiento y llegar a ser un elemento de dinamización de la cultura jurídica’ (p. xi).

Por supuesto que comparto los objetivos de A-RM y pienso, además ,que su libro es un excelente ejemplo de camino para transitar en esta dirección. Sin embargo, tengo más dudas sobre la adecuación de los fundamentos que ellos consideran necesarios. Los fundamentos de la teoría del derecho que A-RM construyen se apoyan según confesión explícita(p. xii) en: a) el arsenal teórico proveniente de la filosofía analítica, b) una concepción racionalista y objetivista de la ética y c) una filosofía social que haya saldado sus cuentas con el marxismo.

Respecto al punto a) mi acuerdo con A-RM es, como será presumible, absoluto. Respecto a los dos siguientes puntos tengo algunas dudas que deseo explicitar.

No se trata ahora de discutir sobre el fondo de los fundamentos que plantean(puedo decir, sin embargo, que mientras me considero no-cognoscitivista en materia moral, sí pienso que cualquier filosofía social ha de saldar sus cuentas con el marxismo); sino sobre la densidad que una teoría jurídica debe tener. Ocurre en teoría jurídica, algo semejante –en mi opinión– a lo que ocurre en filosofía política. Como es sabido, Rawls (1985, 1987, 1993) piensa que una filosofía política que intente dar cuenta del pluralismo de nuestras sociedades debe ser una teoría lo suficientemente abstracta que permita un overlapping consensus entre doctrinas razonables y comprehensivas de la moralidad, debe ser una teoría política y no metafísica. Debe ser una teoría más modesta que, e.g. el liberalismo kantiano o el milliano. Pues bien, en mi opinión, una teoría jurídica debe ser también modesta desde el punto de vista filosófico. ¿Por qué presuponer el cognoscitivismo en materia moral? Creo que desde posiciones no-cognoscitivistas es también posible embarcarse en la discusión de cuestiones normativas y creo que estas discusiones son controlables racionalmente. El control proviene del equilibrio reflexivo (otra idea rawlsiana), de adecuar nuestras intuiciones morales a nuestro esquema conceptual y de revisar nuestro esquema cuando el sacrificio de algunas de nuestras intuiciones sea excesivo. Lo mismo que, por otra parte, ocurre en cualquier rama de la filosofía. Dado que este elemento de racionalidad lo tenemos en común cognoscitivistas y no-cognoscitivistas, no veo porqué debamos asumir el cognoscitivismo como fundamento de la teoría jurídica. Es más, en el ámbito jurídico precisamos concepciones políticas muy abstractas en las que acordar (que justifiquen nuestro diseño institucional general) y, también, precisamos acuerdos en materias muy concretas (que son objeto de controversia todos los días en nuestras sociedades).Tal vez, estos acuerdos no puedan ser más que lo que Sunstein (1996) ha llamado recientemente incompletel y theorized agreements; para producir estabilidad y acuerdo en un mundo social de desacuerdo y pluralismo es necesario, a menudo, dejar en la opacidad el largo recorrido que une nuestras concepciones más abstractas con las soluciones a los casos concretos. Algo semejante ocurre con el ajuste de cuentas con el marxismo. Es cierto que sería preferible una teoría jurídica más cercana a una teoría social consciente de los elementos de desigualdad y dominación que persisten en nuestras sociedades, pero si la teoría jurídica quiere ser una teoría del derecho para nuestras sociedades, ha de ser consciente de la pluralidad de explicaciones y propuestas que estas sociedades contienen y conformarse con un lugar modesto en el ámbito del conocimiento social.

Parafraseando a Rawls, y tal vez siguiendo de cerca la aspiración de pureza de la teoría kelseniana, la teoría del derecho –en mi opinión– no ha de ser metafísica, ni política; sino jurídica.

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Notas

* La primera parte de este texto se publicó en Isonomía No. 14, abril 2001, pp. 135-157.

1 Ya Bentham (1970, 27-28) había advertido que el poder puede conferirse mediante una regla permisiva, ‘dirigida en primer lugar a los poderes subordinados, una permisión para promulgar mandatos que se está dispuesto a adoptar’ o bien mediante un mandato, ‘dirigido inmediatamente a aquellos sujetos al poder, ordenándoles obedecer determinados mandatos promulgados por los poderes subordinados’, vd. Moreso 1992, 184-185. Raz ha llamado, siguiendo esta última interpretación, leyes de obediencia a las normas de competencia (Raz 1970, 166-167) y, recientemente(Hernández Marín 1996, 122-123), esta concepción ha sido denominada como ‘la más famosa interpretación de las normas jurídicas de competencia’.

2 Obviamente esta concepción es pasible de otras críticas (Spaak 1994, 173-174, Hernández Marín 1996, 123-124).

3 Por eso suele decirse que las sentencias de inconstitucionalidad de los Tribunales Constitucionales tienen valor declarativo, vd. Moreso 1993.

4 Es interesante notar que las condiciones de aplicabilidad son contingentes a cada sistema jurídico: mientras en los sistemas de control difuso de constitucionalidad los jueces deben inaplicar las leyes inconstitucionales –excepto que el Tribunal de última instancia las haya considerado constitucionales y ellos estén sujetos por la regla del precedente–, en los sistemas de control concentrado los jueces tienen prohibido inaplicar una ley por inconstitucional –aunque pueden tener la posibilidad de plantear una cuestión de constitucionalidad al Tribunal Constitucional–

5 En algunas ocasiones parece que la posición de A-RM (p.95) es la siguiente: las reglas que confieren poderes delimitan el órgano (y tal vez el procedimiento) competente para promulgar vá lidamente las normas, en cambio que el contenido de lo regulado se adecúe o no a la materia objeto de competencia no priva de validez a las normas promulgadas, sino que sólo sirve para activar los mecanismos para anular esa norma. Esta posición conlleva la distinción entre autorización formal y autorización material (vd. Paulson 1980, Caracciolo 1988, p. 87). En mi opinión, esta distinción no resuelve el problema (Moreso 1993, p. 98-100), pero nada más diré aquí sobre el particular.

6 No me referiré a la relación de los permisos con los poderes normativos, aunque las dudas que expresaré acerca del análisis de los permisos y la regulación de la conducta natural, tal vez puedan ser extendidas también a este punto.

7 En la obra de Hernández Marín (1984, p. 55-71,1989, cap. 8) se defiende la posición de que el operador normativo ‘P’ no tiene un núcleo común de significado y que todas las permisiones jurídicas son equivalentes a normas de obligación o a disposiciones cualificatorias (reglas concep tuales) o a una conjunción de oraciones de ambas clases de disposiciones. Ahora bien, según el autor, la expresión ‘Pp’, en su interpretación estándar, no es equivalente a ‘¬Php’, sino que es una expresión metalingüística que expresa una regla conceptual, equivalente a “¬’Php’ ∈ S”. Esto es, la norma que prohibe p es declarada como rechazada en el sistema S por una norma del sistema. No hay lugar aquí para un análisis pormenorizado de esta posición. Ahora bien, deseo añadir que esta posición se enfrenta a una intuición ampliamente difundida (von Wright 1963, 168-169) según la cual de la misma forma que la negación de una proposición es una proposición, la negación de una norma es una norma. En cambio, para Hernández Marín, la negación de una norma (una prescripción), no es una norma; sino que es una disposición cualificatoria. Es más, aunque la expresión ‘Los mayores de edad pueden votar’ no expresa una prescripción, sino una disposición cualificatoria; la negación (externa) de esta expresión ‘Los mayores de edad no pueden votar’, sí expresa una prescripción de carácter prohibitivo.

8 De hecho, y a pesar de todos las advertencias de A-RM, ellos mismos guardan un lugar autónomo para los permisos en el cuadro final de los enunciados jurídicos: hay reglas permisivas y hay principios permisivos.

9 Por cierto, Raz (p. 96) también piensa que la estructura de las reglas permisivas es equivalente a la de los mandatos: ‘Las normas permisivas tienen la misma estructura que las normas .Un enunciado de una norma permisiva establece que determinados sujetos normativos tienen una permisión excluyente para hacer la acción normativa cuando las condiciones de aplicación se obtienen. Difieren de las normas de mandato sólo en el operador deóntico: el operador de la permisión excluyente sustituye al ‘obligatorio’ excluyente junto con el ‘obligatorio’ de primer orden que figura en los enunciados de las normas de mandato’.

10 Como A-RM (p. 132, nota 7), en la versión de Hare es preciso distinguir los juicios morales genuinos, de los juicios morales entrecomillados, en estos últimos el asentimiento al juicio de valor no implica ningún imperativo, puesto que aquí el juicio de deber es espurio, sólo hace referencia a las pautas de comportamiento aceptadas por otros.

11 Este no es el único problema de la concepción de Hare (que, por otra parte, podría ser respondido diciendo que no hay objetividad alguna que reconstruir, vd. Mackie 1977a y Harman 1977),el prescriptivismo de Hare tiene problemas para explicar algunos aspectos de la fenomenología dela moral, por ejemplo, la debilidad de la voluntad (sin embargo,vd. Hare 1963, p. 67-85)

12 Sin embargo, no es claro porque esta posición es, como A-RM afirman (p.135 nota 9), el reverso de la sustentada por Kelsen (1960, p. 30-31). La posición de Kelsen es, en mi opinión, cercana a la de Hare; según Kelsen, matar está valorado negativamente si y sólo si hay una norma válida que prohibe matar . Esto quiere decir, que los juicios de valor son considerados por Kelsen, como juicios entrecomillados y, por lo tanto, descriptivos: son verdaderos si y sólo si hay una proposición normativa acerca de una norma válida (Kelsen 1979, p. 147-148, 298 nota 121). O, mejor, el juicio de valor así entendido presupone la existencia de la norma. No veo por qué Kelsen debería negar que las normas jurídicas tienen un aspecto valorativo, si –como Hare quiere– el núcleo significativo de este aspecto es también prescriptivo.

13 Un afirmación realizada en el contexto del análisis de las libertades constitucionales, A-RM ven en este análisis un claro ejemplo de normas que expresan a la vez prescripciones y juicios de valor.

14 Esta es una posición que Nino abandonaría más adelante (1994, p. 106-129), si consideró las normas jurídicas como susceptibles de verdad o falsedad, es posible conjeturar que había cambiado su posición en relación al ensayo de 1985.

15 Importantes defensores del no-cognoscitivismo en moral, han contribuido a relevantes cuestiones de ética normativa, a menudo en los mismos libros en que exponían su metaética.

16 Algunas veces se dice que los autores que defienden la primera posición cometen un error lógico (la falacia naturalista , así Nino 1993), porque extraen conclusiones de deber de juicios descriptivos(acerca de la existencia de determinados actos de creación de normas). Sin embargo, como Redondo (1996, p. 167 nota 43) ha puesto de manifiesto aquí se manejan dos nociones de justificación. De acuerdo con la primera, un razonamiento está justificado si y sólo si las premisas implican la conclusión. De acuerdo con la segunda, un razonamiento está justificado si sus premisas son verdaderas (o, si son normativas, correctas) y si ellas implican la conclusión (que será también verdadera o correcta). Ahora bien, no hay error lógico alguno en usar la primera noción de justificación y decir que una decisión jurídica está justificada cuando se deriva de sus premisas normativas y en su caso descriptivas. Lo que puede argüirse es que este es un mal concepto de justificación porque sólo si las premisas normativas son correctas la conclusión que se deriva de ellas está justificada, usando como es obvio el segundo sentido de justificación.

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