Sobre el papel del derecho y el contrato político en el proyecto intercultural
Sobre el papel del derecho y el contrato político en el proyecto intercultural
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 19, 2003, pp. 47 -80
Las sociedades de la Unión Europea están descubriéndose a sí mismas, con gran dificultad, como sociedades multiculturales. Aunque en la mayoría de ellas el factor decisivo de multiculturalidad es interno, endógeno (la presencia de minorías nacionales, culturales, lingüísticas, que exigen reconocimiento en el espacio público, tal y como advirtiera Honneth y explicara Taylor), lo cierto es que buena parte de la discusión acerca de la dialéctica del reconocimiento en nuestro ámbito se centra en un factor de multiculturalidad de carácter externo, alógeno: la inmigración.
En este artículo me propongo subrayar algunas imprecisiones, si no falacias, que han alcanzado el grado de tópicos a propósito de la interculturalidad y de la inmigración en ese debate. Muy concretamente, me interesa la crítica de la bienintencionada apuesta por una soi-dissant interculturalidad, presentada como bálsamo milagroso que resolvería todos los problemas surgidos de la presencia de esos agentes de la diversidad cultural que serían los inmigrantes. Una apuesta que centra su eficacia en la receta de la tolerancia y del reconocimiento de la autonomía individual respecto a los planes de vida, desde el presupuesto de la neutralidad del espacio público. Esta propuesta (a mi juicio, falaz) se apoya las más de las veces en otra falacia previa, la que pretende que la diversidad cultural es siempre producto de factores alógenos, como si no hubiera pluralidad cultural endógena.
Lo que me interesa es poner de relieve que no hay tales recetas milagrosas y que lo que llamamos interculturalidad, las más de las veces, es mera retórica. Porque para hablar de interculturalidad en serio, deben darse algunas condiciones que trataré de recordar y que, a mi juicio, están aún lejanas, sobre todo en nuestro país, cuando lo que concita buena parte de nuestros esfuerzos es el objetivo de asentar la tesis del "inintegrable cultural". La importancia de la discusión sobre esas condiciones reside sobre todo en que pone de relieve que la multiculturalidad y sus recetas (la interculturalidad) en no pocas ocasiones es una coartada para ocultar la verdadera dimensión de nuestros problemas: el acceso al poder y a la riqueza, un acceso en el que se imponen condiciones discriminatorias y de subordinación precisamente justificadas desde o por la diferencia cultural. Junto a ello, intentaré poner de relieve algunas imprecisiones a propósito de los instrumentos jurídicos de la política de inmigración, en particular sobre la integración.
La primera de las condiciones a las que me refiero en relación con la interculturalidad es precisamente ponernos de acuerdo en el sentido que atribuimos a la interculturalidad. Y no es nada fácil. No se trata, obviamente, de un status, de una situación de hecho ni tampoco de un resultado que pueda producirse por mera buena fe, voluntarismo, ingenuidad y arcadismo. La interculturalidad es una propuesta normativa, un modo de gestionar la diversidad cultural que no puede confundirse con ésta ni con la multiculturalidad, pero tampoco equivale, como se dice tan alegremente, al mestizaje.
La apuesta en que consiste la interculturalidad, evidentemente, debe distinguirse con cuidado de la asimilación impuesta, del paternalismo cuando no imperialismo cultural que tantas veces le subyace. Así sucede cuando se equipara interculturalidad e integración sin precisar el uso de este segundo concepto. En efecto, reza el tópico bienintencionado que toda gestión de la diversidad cultural debe orientarse hacia la integración social y no a la mera asimilación (ni, desde luego, a la segregación). Pero la integración social es un concepto complejo que no debiera identificarse con integración cultural y que no puede describirse en los términos unidireccionales que sugieren que el anfitrión ingiere al de fuera permaneciendo inalterado1. Estamos hablando de procesos de interacción, de adaptación mutua, que exigen cambios de ambas partes y que harán crecer la pluralidad. La imagen de una sociedad de acogida que "integra" a los de fuera permaneciendo igual a sí misma —como el cristal atravesado por la luz, como en la concepción inmaculada— es, por encima de un mito, un error, salvo que se imponga el modelo de asimilación impuesta, de aculturación brutal, basado en la negación de la condición de persona de todo otro, en la negación de reconocimiento y valor a cuanto es y cree el otro. Las políticas de integración e interculturalidad no pueden tener como destinatario exclusivo (ni siquiera primordial) al otro, sino que han de contemplar a la población indígena.
La verdad es que no es difícil deconstruir el mito de la "cultura anfitriona" como paradigma y aún más, como molde en el que debe desaparecer toda cultura alógena que pretenda su integración. Se trata de un supuesto contrafáctico, pues resulta del todo imposible un proceso social de interacción y que a la vez se traduzca en un solo sentido, esto es, que la cultura anfitriona incorpore a las alógenas sin quedar transformada a su vez. Más que una tesis, esta es una propuesta ideológica, la que acompaña por ejemplo a la concepción de la cultura propia de la KulturNation que desemboca, como ha mostrado Stolcke, en fundamentalismo cultural, en esencialismo. Por el contrario, resulta evidente la necesidad de someter a crítica tales concepciones esencialistas/naturalistas de la identidad y mostrar cómo la construcción de la identidad, como ya advirtieran Barth o Glazer y recuerda Taylor, es precisamente un proceso que se lleva a cabo en contraste dialógico con los otros, una "operación basada en el juego de semejanzas y diferencias". Las identidades culturales son precisamente esas relaciones, esas estrategias de adaptación para la interacción social. como ya hemos visto, la conclusión es que la mayor parte de los conflictos que se presentan como identitarios pueden resolverse en conflictos de intereses acerca de la distribución de la riqueza y de la participación en el poder y de las condiciones para esa participación y distribución. En otros términos, pueden traducirse en negociación razonable de las reglas de juego de la convivencia plural en lugar de permanecer anclados en la estrategia funcional al grupo dominante, una estrategia que, como ha descrito Bourdieu, se basa en el monopolio de la tarea de segmentación, de taxonomía social, como instrumento privilegiado de las estrategias simbólicas de legitimación-naturalización del orden, herramientas clave para perpetuar el statu quo (la "estrategia de sociodiceas" en expresión del sociólogo y politólogo francés).
Pero tampoco se persigue en serio la integración si olvidamos la situación de asimetría en la relación de "acogida" que se da en los procesos de inmigración a los países de la UE. Las sociedades de destino de la inmigración estamos en la mejor posición, en la de dominio, y por ello tenemos la carga de enseñar las reglas de juego (y parte importante de ello son los derechos y los deberes de quienes vienen de fuera) y de comenzar nosotros por reconocer nuestros deberes antes que exigirlos por la vía de la amenaza, de la imposición, a quien es estigmatizado de entrada como sospechoso de ponerlos en peligro aunque ni siquiera le hayamos dado la oportunidad no ya de pronunciarse sobre ellos, sino de conocerlos. Quienes estamos en la posición de poder somos los obligados a empezar y ésta es una consecuencia que no se destaca en planteamientos como los de Sartori. La sociedad de acogida debe dar el primer paso, que no es el de la tolerancia, la condescendencia paternalista o los buenos modales propios de la gente civilizada, sino el de la garantía de derechos y, por tanto, la iniciativa a la hora de enseñarlos —como también, desde luego, de enseñar los deberes—. Esto tiene particular importancia desde el punto de vista de la relación entre integración y reconocimiento de derechos (que no son una consecuencia, sino una condición para la integración) y en particular acerca de la atribución de derechos políticos.
Sólo desde una perspectiva rabiosamente etnicista que sostenga la presunción de que la sociedad de acogida es siempre superior2, a la par que homogénea en esa identidad superior —al menos culturalmente, se dice— y que esa superioridad y homogeneidad no precisan ser discutidas, sólo desde esos puntos de partida, insisto, puede defenderse la viabilidad de semejante modelo, cuya conclusión a propósito de la inmigración es que hay que acoger sólo a quienes cumplan dos condiciones: ser útiles en nuestro mercado de trabajo y ser fácilmente integrables porque están más próximos a nuestra cultura, a nuestra civilización. Por eso se da hoy en Europa una tendencia a la preferencia por la inmigración del este o en todo caso por la latinoamericana, definidas como "integrables". De nuevo un análisis simplista de las diferencias culturales que parece ignorar la diversidad cultural que existe entre las sociedades latinas y las eslavas, o dentro de éstas últimas.
La integración no se persigue, pues, si se mantienen los fobotipos, el mecanismo de sospecha que hace de todo extranjero -hoy, el extranjero es el extracomunitario pobre- sujeto de sospecha y por ello, sostiene la consecuencia "natural" de que la discriminación en el trato, o sea, la no equiparación en derechos, está justificada. Que subsisten los fobotipos lo muestran, por ejemplo, algunas de las políticas de extranjería como, en el caso español, la ley 8/2000, en estos momentos de nuevo en trance de reforma. Por ejemplo, su artículo 3.2 (sobre todo si se piensa que se suprimió el 3.3.), que lanza el mensaje de que las otras identidades culturales (al parecer, no la nuestra) son el origen de violaciones de los derechos humanos, o el modelo de reagrupamiento familiar del artículo 17 a), en el que se excluye un modelo de familia, como si nosotros tuviéramos a nuestra vez un único y necesario modelo. Dicho claramente, toda diferencia cultural es sospechosa de incompatibilidad con los derechos humanos. Y esto se sostiene como si, por ejemplo, la violencia doméstica o el abandono de los ancianos —tan arraigados en ciertos hábitos culturales que son muy nuestros— no fueran atentados a derechos elementales. Lo cierto es que la mayor parte de las violaciones de derechos las sufren los inmigrantes y no al revés, aunque sean tan cotidianas que resulten invisibles hasta que se produce el estallido. Los preceptos que transmiten fobotipos como ésos deberían desaparecer.
Por consiguiente, conviene ser precavido a la hora de hablar de interculturalidad. Para que haya interculturalidad en serio es preciso tomar en serio a su vez las otras culturas. No proyectar sobre ellas el estigma de inferioridad ni juzgarlas sólo de acuerdo a criterios culturales (los nuestros) identificados aprioriísticamente como los únicos aceptables, los únicos civilizados, los únicos compatibles con las exigencias de la legitimidad democrática, es decir, con los derechos humanos y el Estado de Derecho.
Creo que no se puede hablar de interculturalidad si no existe la menor voluntad de conocer las demás culturas y, a fortiori, de reconocer el derecho a la identidad cultural de los otros. La reivindicación del derecho a la cultura en términos de derecho a la "propia cultura", entendida como cultura diferenciada (inevitablemente, minoritaria) pone el énfasis en un aspecto relativamente distinto, más específico, respecto al sentido que atribuimos al derecho a la cultura in genere. Mientras que este último es considerado como un elemento o incluso como una condición de la libertad y del desarrollo individual, esto es, como un requisito que hace posible la emancipación del individuo (en ese sentido, un requisito paralelo a la educación), el primero pone el acento en la dimensión comunitaria de la cultura y por eso las reivindicaciones del derecho no se detienen en el área de los derechos individuales, lo que constituye una de las razones fundamentales de su problematicidad. Es así precisamente porque en este caso lo relevante es la vulnerabilidad de la propia cultura junto a la condición de precariedad que define a los grupos diferenciados —minoritarios en el sentido normativo: que se encuentran en una posición de inferioridad, de desigualdad, de perjuicio e incluso de discriminación— y a los individuos que forman parte de ellos.
Por supuesto que, además, hay un tercer factor que especifica el sentido de la apelación a la identidad cultural. Si tal identidad no aparece de forma expresa como contenido básico del derecho a la cultura hasta muy recientemente, es precisamente porque ésta, la cultura, se da por supuesta como un concepto pacífico, unitario, aún más, obvio: nuestra cultura. Sólo cuando se toma en serio el fenómeno del pluralismo (concretamente del pluralismo cultural), es cuando se advierte la imposibilidad de mantener como idénticos el derecho a la cultura en el sentido genérico de acceso al bien de la cultura y el derecho a la identidad cultural, que aparecen confundidos en el planteamiento de homogeneidad cultural propio de los Estados nacionales hasta prácticamente ayer, pues se da por hecho que el Estado es monocultural, que compartimos una cultura. Es entonces cuando se da paso al plural: a las culturas, a la diversidad cultural. con el incremento del pluralismo cultural, con el reconocimiento de que las nuestras son (siempre lo han sido, aunque sólo ahora es visible) sociedades multiculturales, es posible e incluso necesario distinguir: una cosa es el derecho al acceso y participación en la cultura como bien primario, en el sentido del acceso, participación y disfrute de la cultura como requisito para el desarrollo y la emancipación individual. otras, el derecho a la propia identidad cultural, al propio patrimonio y herencias culturales. En la primera, el objetivo es que todos seamos iguales. En la segunda, lo importante es la garantía de la diferencia y de que esa diferencia constituya igual punto de partida para participar en la vida pública, para constituirla.
Como he apuntado en otras ocasiones, las respuestas tradicionales ante el fenómeno de la multiculturalidad que sostienen esta tesis del riesgo para la democracia son las que se orientan a reforzar la homogeneidad en términos de identidad cultural, étnica o demográfica, la vía escogida por las políticas de asimilación impuesta y por las de segregación, propuestas detrás de las cuales se encuentra un reduccionismo bien conocido, el que sostiene el carácter imprescindible de la homogeneidad social como requisito para la pervivencia y estabilidad de cualquier grupo social. Asimismo, les subyace (el paradigma es la tesis de Huntington) la tesis de la incompatibilidad de convivencia de esos modelos culturales y del inevitable conflicto cultural. obviamente, el corolario es la superioridad jerárquica del modelo occidental. Todo eso se traduce en medidas sociales, económicas y jurídicas que, a la vista de la incompatibilidad de las diferentes propuestas o identidades culturales (de la inviabilidad misma del multiculturalismo y, a fortiori, de la propuesta intercultural), están presididas por el modelo de asimilación impuesta o en todo caso por el de segregación. Me parece indiscutible que esa visión, reproducida aquí esquemáticamente (y, por tanto, también rozando la caricatura), ha comenzado ya a ser admitida y puesta en práctica. Baste pensar también en cómo se analiza el fenómeno de la inmigración (especialmente el de origen africano, vinculado a la identidad musulmana) por parte de los países de la Unión Europea, y en las tímidas respuestas, al crecimiento de las demandas de las minorías nacionales, étnicas o religiosas en los países de ese ámbito. Por eso el conflicto se centra en la incompatibilidad del modelo occidental con la cultura propia del fundamentalismo islámico, la más significativa y la más cercana.
Por eso, en cierta medida el proyecto intercultural —en lo que se refiere a la gestión de los flujos migratorios— tiene una dimensión aún más compleja, de orden global, que tiene que ver con la imposición de un orden del mundo desde una visión liberista (de fundamentalismo liberista han hablado Beck o Stiglitz) que inspira la supeditación de la gestión de esos flujos a los intereses del mercado global. Esa perspectiva es la que está detrás de la construcción de nuestra visión —sectorial, instrumental, parcial— del otro inmigrante, lo que bloquea cualquier diálogo cultural en serio.
Un proyecto intercultural en serio en los países de la UE que son cada vez más receptores de inmigración, exige entender que la inmigración, hoy, ha adquirido un significado político radical. Y eso es así porque las características de los actuales flujos migratorios —que se han convertido ya en un factor estructural de nuestras sociedades— muestran que la inmigración no pertenece a la periferia, sino al núcleo mismo de la política. Más allá de la discusión sobre las políticas específicas de gestión del tráfico de flujos y de su presencia en los países de destino, la inmigración constituye un desafío y una oportunidad para reflexionar sobre las condiciones del vínculo social y del contrato político, para revisar los criterios no ya de acceso, sino sobre todo de pertenencia y con ello las condiciones de una democracia plural e inclusiva. Porque el problema que nos plantea la inmigración no es cómo insertar en nuestro orden de cosas (la lógica del mercado) a quienes vienen a nosotros, lo que siempre se concreta en qué cambios deben realizar los inmigrantes, sino que los flujos migratorios nos hacen comprender que es precisamente ese orden de las cosas el que tiene que cambiar. Nuestra noción de soberanía, de ciudadanía, por ejemplo.
No hace falta argumentar que en la UE y en España aún predomina ese dilema al que me refería antes y eso se traduce en un modelo de gestión de la inmigración que toma elementos de los dos términos del dilema, pero prima sobre todo el primero, que contempla la inmigración sobre todo como una herramienta del mercado global. Se trata de una política instrumental y defensiva, de policía de fronteras y adecuación coyuntural a las necesidades del mercado de trabajo (incluida la economía sumergida) que se encamina a gestionarla en términos que aseguren su contribución al crecimiento, al beneficio, a nuestro beneficio. Una política de inmigración que, al igual que sucede con algunas políticas de gestión de la multiculturalidad, se basa paradójicamente en la negación de su objeto pues consiste en negar al inmigrante como inmigrante, es decir, alguien cuyo proyecto —plural— puede ser perfectamente tratar de quedarse en el país de recepción al menos durante un período estable que tampoco significa necesariamente (menos aún en los tiempos de la globalización) quedarse para toda la vida, al menos en el proyecto de la primera generación. Se niega la posibilidad de ser inmigrante de verdad, esto es, libre en su proyecto migratorio —el que sea— basado simplemente en la libertad de circulación. En lugar de aceptar esa posibilidad o, al menos, abrirla, se extranjeriza al inmigrante, se le estigmatiza congelándolo en su diferencia, como distinto (extranjero) y sólo como trabajador útil en nuestro mercado formal de trabajo aquí y ahora. Por eso, se le imponen condiciones forzadas de inmigración, supeditadas al interés exclusivo e instrumental de la sociedad de destino, que sólo le necesita como mano de obra y sujeta a plazo.3
Si, por el contrario, reconociéramos la realidad que nos ofrece otra mirada sobre los flujos migratorios, quizá la respuesta se encuentre en otra política, basada en dos pilares, en dos dimensiones de actuación: una internacional y otra interna, estatal.
La primera, la dimensión internacional de la inmigración, exige a mi juicio el reconocimiento del derecho universal a la libre circulación y el establecimiento de relaciones internacionales equitativas, encaminadas a reducir la dualización creciente entre el Norte y el Sur y la dependencia y empobrecimiento (la miseria, la reducción de las expectativas de vida, incluso para quienes cuentan con formación) del segundo, los verdaderos factores impulsores de los flujos migratorios. En algún otro lugar he tratado de examinar con más detenimiento ese pilar, con especial atención a la política de codesarrollo.4
La segunda, la que aquí nos interesa, es la revisión del contrato social y político, lo que afecta directamente al alcance del principio jurídico de igualdad (en lugar de ese subterfugio que es, a mi juicio, el constante, retórico y paternalista alegato de la tolerancia) y a la noción de ciudadanía, que debe ser objeto de una profunda reformulación para hacer frente a las exigencias que derivan de los nuevos flujos migratorios. Se trata de revisar las condiciones jurídicas y políticas del status de los inmigrantes.
Por supuesto que las actuales políticas de inmigración no ignoran este aspecto pero lo consideran una cuestión sectorial, periférica políticamente menos relevante (salvo cuando se quiere hacer política con la inmigración y se crea la inmigración como problema con fines electorales). Así, reducen la respuesta a la tarea de policía y orden público, con la obsesión estadística (el lenguaje de nuestras políticas de inmigración es sobre todo éste de "los números", aunque en muchas ocasiones deformados, incompletos manipulados), de "suma cero" —que estén todos los que necesitamos y sólo mientras los necesitamos y en las condiciones en que los necesitamos—, cuya base científica aún nadie ha conseguido explicar.5 Es una concepción que se traduce en una lógica jurídica del regateo, de segmentación: reconocer sólo los derechos estrictamente necesarios qua trabajadores inmigrantes, ni uno más. Una lógica jurídica que instituye una especie de carrera de obstáculos en la que además cabe la marcha atrás, la caída en la ilegalidad debido al círculo vicioso de permiso de residencia y trabajo y a la apuesta por esa ficción de que todos los flujos migratorios se produzcan por el cauce de la contratación desde los países de origen. Una lógica jurídica de la discrecionalidad de la administración, de los poderes públicos (si no la arbitrariedad) y no del control de esos poderes por parte de los administrados (los inmigrantes) y de la garantía jurisdiccional de los derechos. Una lógica de la discriminación, no de la igualdad una lógica de la inestabilidad, de la vulnerabilidad y, en suma, de la inseguridad y no de la previsibilidad, de la estabilidad.
La consecuencia es la construcción del inmigrante como infrasujeto, ergo como infraciudadano, un status jurídico que se basa, pues, en la negación de los principios jurídicos más elementales para los inmigrantes precisamente por su construcción como extranjeros, razón por la cual no valen las reglas del Estado de Derecho al contrario que para el ciudadano. La clave de la justificación de ese status de dominación/ subordinación y desigualdad/discriminación, junto a esa visión instrumental (el inmigrante es sólo un trabajador) es el vínculo entre heterogeneidad social (cultural, nacional) del inmigrante y desigualdad ante el Derecho. Las diferencias culturales significan incompatibilidad social e incompatibilidad jurídica y política.
Habría que decir, por cierto, que en este punto se produce una importante contradicción, si no una aporía, en la soi-dissant alma plural, incluso multicultural, constitutiva de la UE. Así, en el preámbulo de la carta de Niza, cuando se habla de diversidad, se trata tan sólo de la "diversidad de los pueblos de Europa",6 un modelo un tanto extraño, reductivo, no universal de diversidad, pues parece basarse en la distinción entre una diversidad buena —si no verdadera— o quizá simplemente aceptable, compatible con la democracia y el Estado de Derecho. Frente a ella, una diversidad perniciosa, falsa, incompatible con la democracia y el Derecho, es la diversidad exógena, la que nos traen los otros, por ejemplo, los inmigrantes. La carta propiciaría una diversidad cerrada a la única diversidad real, la de la existencia de otros, de aquellos que vemos y concebimos como los verdaderos otros.
La otra respuesta, la que a mi juicio se basa en la comprensión del significado radicalmente político de la inmigración, advierte sobre el carácter central del respeto de los derechos de los inmigrantes, lo que significa también que éstos entran en el centro de las políticas públicas y no en su periferia, como una cuestión de asistencia a grupos marginados o vulnerables. Se advierte así el significado profundo de la cuestión de la integración. Porque no se trata de integrar a los inmigrantes en nuestra sociedad (en todo caso, la integración social es una cuestión recíproca, de ambas partes, no unidireccional), sino de la integración de todos, de la integración política, en el sentido de la terminología propuesta por Phillips y que otros podrían llamar simplemente participación en la vida pública, profundización en la democracia participativa de todos los que forman parte de la comunidad política y en la sociedad civil: todos, también los inmigrantes.
Por eso, las exigencias de semejante respuesta son sobre todo dos: la concreción de las exigencias del principio jurídico de igualdad compleja para los inmigrantes y, en segundo lugar, la construcción de una ciudadanía plural e inclusiva. Y a esos efectos es necesario, a mi juicio, redefinir los criterios de pertenencia, el acceso a la ciudadanía. como he recordado antes, la cuestión es que no podemos seguir aceptando nuestra respuesta a esas dos exigencias, una respuesta parcial, de segmentación de derechos, de creación de infraciudadanos, en contradicción con las elementales garantías del estado de Derecho, con la universalidad de lso derechos humanos y con las exigencias de la extensión de la democracia en sociedades cada vez más plurales. No podemos seguir ignorando el déficit de legitimidad, la erosión de los principios del Estado de Derecho que subyacen al dramático contraste entre nuestro proclamado universalismo de nuestra cultura jurídica y política junto a nuestra decisión de exportar la democracia a todo el globo, y la institucionalización de la desigualdad jurídica y de la subordinación política de los inmigrantes que se traducen en manifestaciones casi aporéticas de institucionalización de la exclusión. Es un contraste, si cabe, más estridente cuanto más se insiste en las premisas del patriotismo constitucional como fórmula mágica que permitiría incluir a todos, desde la pluralidad real. Porque éste es el problema real: la exclusión institucionalizada de los inmigrantes del espacio público, justificada en términos axiomáticos (no son ciudadanos: ¿cómo podrían serlo si son extranjeros?) o, en todo caso, con argumentos paternalistas (pobres inmigrantes, víctimas, incapaces de los requisitos de la democracia). Esa exclusión representa un déficit constitutivo de legitimidad política desde dos puntos de vista.
En primer lugar, porque no cabe integración política cuando la dimensión etnocultural es su condición y la única justificación de esa condición es a su vez la radical diferencia atribuida al extranjero como extraño a la comunidad política a causa de su nacionalidad —nacimiento— o de su identidad cultural.
En segundo lugar, porque se bloquea el acceso del inmigrante a la esfera pública, condenándolo a una condición atomística, exacerbadamente individualista. De esta forma. Se le niega el reconocimiento de los derechos que permiten el acceso a la esfera pública a través de la acción colectiva: reunión, asociación, huelga, étc.
Esta visión restrictiva del alcance político de la inmigración tiene el objetivo de monopolizar la libertad de acoger o expulsar la mano de obra extranjera a bajo coste y eso siempre es más fácil si se dificulta a los inmigrantes entrar legalmente y sobre todo, si se les dificulta durante su permanencia la adquisición de un status jurídico seguro, estable. Son esas "políticas de inmigración" las que generan ilegalidad, las que condenan a tantos inmigrantes a la marginalidad, a la exclusión, a la ilegalidad, las que les obligan a negociar con las mafias y a aceptar cualquier trabajo, en cualquier condición. Son esas políticas las que justifican su estigmatización.
Por tanto, la pregunta es cómo promover otra concepción del vínculo social y del contrato político, otra relación entre comunidad social y comunidad política, entre etnos, populus y demos, que evite esa aporía constitutiva. Y eso significa también una nueva Constitución, sobre todo si aceptamos, con Ferrajoli,7 que en la relación entre Constitución, populus y demos, es la constitución la que construye al pueblo como demos, y no al revés. Así es como podremos construir otro demos, no ligado al etnos -nación, cultura- sino abierto e inclusivo de todos aquellos que nos han elegido como su pueblo y que quieren formar parte de ese demos. ¿Acaso hay mayor prueba de voluntad política que aquella de elegir formar parte de otra comunidad? Es la superación del viejo dogma hobbesiano, mejor, schmittiano (y de Mancini) acerca del vínculo entre soberanía y nación, el del Estado nacional, keine Verfassung ohne Volk.
El proyecto intercultural: la complejidad interna
Además de esa dimensión global, la consecución del proyecto intercultural entraña una enorme dificultad incluso en el ámbito interno, estatal.
La interculturalidad como proyecto se articula, en mi opinión, en tres planos distintos: el ideológico o simbólico, en el que el papel determinante lo tienen los medios de comunicación y la educación (educación intercultural y mediación), tal y como ha desarrollado y propuesto con extraordinario acierto Carlos Giménez (1997), el normativo, en el que la clave es el discurso jurídico político (las nociones de ciudadanía inclusiva, por ejemplo en el modelo de ciudadanía diferenciada o multicultural, la soberanía compartida, la economía de codesarrollo son los instrumentos clave) y el de la praxis social, en la que de nuevo la educación y cierta ética pública son imprescindibles junto con las medidas adoptadas en relación con el trabajo, la vivienda y la salud.
Como apunté, pocos como Carlos Giménez, desde los análisis de Young, Perotti o Lipjhardt, han trabajado eficazmente en señalar las condiciones del proyecto intercultural y por eso seguiré sus propuestas en este punto. Para evitar los fracasos a los que se vieron abocados otros intentos de gestión de la multiculturalidad para evitar el riesgo de que el proyecto intercultural aparezca como sucedáneo de la buena conciencia (ya saben: la ideología Benetton) es preciso contextualizar el proyecto intercultural. Estamos en un mundo globalizado en el que la hegemonía de un modelo (el que podemos sintetizar en la fórmula "MacWorld frente a la Yihad", propuesta por B. Barber) amenaza con hacer desaparecer toda diferencia.
La primera de las condiciones de la interculturalidad, la fundamental, es cierta simetría, cierto grado de igualdad de los interlocutores, que parece exigir, como en la propuesta de Habermas sobre universalismo moral, la asunción por cada cultura de su propia relatividad, lejos de todo esencialismo, de todo monopolio de la verdad o superioridad cultural dogmáticas, para posibilitar la convergencia. No hay diálogo intercultural sin igualdad en las posiciones de partida y eso es muy difícil de predicar hoy y por esa razón la primera queja es que con frecuencia los proyectos interculturales (como las políticas soi-disant multiculturales) no son más que una nueva coartada del etnocentrismo. Para asegurar esa condición sine qua non, Giménez ha propuesto vincular el debate intercultural al desarrollo (y al etnodesarrollo, como se ha propuesto a propósito de los derechos de las minorías), a la construcción de una ciudadanía inclusiva, a un modelo de poder compartido (quizá por la vía de la descentralización, de la importancia de los poderes locales y regionales o, de forma más ambiciosa, según propone Castells, por el modelo de sociedad-red, de estado-red). Dicho de otro modo, conciencia de la desigualdad en el punto de partida desde el que se plantea tantas veces el diálogo intercultural. No puede haber nada similar a esto cuando el acceso, la garantía y el desarrollo del poder y de la riqueza son tan desiguales precisamente en función de la diversidad cultural: la asimetría económica, de dominación, de acceso a la información y a los medios de difusión cultural, exige el reconocimiento de la asimetría en el primer paso, en el deber de conocer y dar a conocer las propias reglas de juego, las instituciones, valores y prácticas sociales relevantes, antes de exigir su cumplimiento incondicionado.
La segunda condición es el acceso simétrico a los medios de comunicación y formación de la opinión pública. Y en este sentido, la situación de hecho obliga a un diagnóstico teñido de escepticismo: ¿cómo podrían alcanzar condiciones de igualdad las culturas periféricas frente a la cultura global? ¿Puede ser su destino diferente de la desaparición o de su integración como glocalismo (localismo globalizado/globalismo localizado) en el mercado global?
La tercera condición, que se desprende de las anteriores es el esfuerzo por el mutuo conocimiento, que implica voluntad de conocimiento y superación del prejuicio de que todo lo que no es nuestro es barbarie...
La cuarta es la voluntad de reconocimiento de esas culturas y sobre todo de sus agentes: reconocimiento de los inmigrantes como sujetos jurídicos y políticos, no como objeto de asistencia ni como mera herramienta.
La quinta, la voluntad de negociación que es una condición de cualquier proyecto de construcción de una gestión democrática de las sociedades multiculturales: aceptar que todos podemos cambiar y que todos tenemos la palabra para proponer, negociar, decidir. Y ello supone también paciencia y atención a la complejidad: no hay recetas mágicas, no hay soluciones a corto plazo. Sí existe experiencia acumulada fuera de nuestras fronteras, en particular en Holanda, Francia e italia, más que en el Reino Unido o la RFA y también dentro, en los planes municipales y en algunos planes autonómicos.
Pues bien, entre esas condiciones previas al proyecto intercultural se encuentra la tarea del Derecho. Y también una determinada noción del contrato político, más allá del contrato social.
Las condiciones jurídicas del proyecto intercultural
No desconozco la objeción frecuentemente formulada por quienes se plantean si son el Derecho, las leyes, los derechos, las reglas de juego, los procesos jurisdiccionales y administrativos la vía idónea para la integración social y para la interculturalidad y aún cuestionan que tenga sentido una "ley de integración" de quienesquiera que sea. No es nada raro escuchar por parte de algunos de nuestros responsables políticos que, en efecto, esas no son una cuestiones jurídicas sino sociales. Evidentemente, no les falta razón si lo que se trata es de descubrir el mediterráneo de que como proceso social complejo no pueden reducirse a una dimensión como la legal o, para decirlo mejor, la jurídica. Pero si lo que se pretende decir es que el Derecho sólo puede y debe aspirar a garantizar a posteriori las condiciones y procesos sociales que hacen posible la integración, esos argumentos no merecen el chocolate, sino una reprimenda y una descalificación.
Semejante planteamiento es el que se sostiene también cuando se aduce que la integración no tendría o, al menos, no dependería básicamente de condiciones jurídicas, porque es una cuestión cultural, o económica, o de la vida cotidiana, y que, en todo caso, la integración es cuestión y competencia de la sociedad civil, de los agentes sociales y por tanto el Derecho y el Estado deben mantener una estricta posición de neutralidad, de no interferencia (hands-off) para no perturbar ese protagonismo, esa responsabilidad?.
La respuesta a estos planteamientos es muy sencilla y pasa por denunciar la falacia argumentativa, una falacia que es muy coherente con cierta más que rancia concepción del liberalismo, por más que pretenda modernizarse arrojando al otro lado la descalificación de paleolítico intervencionismo estatalista. En efecto, contra lo que viene insistiendo el discurso oficial a propósito de los "errores de leyes desmesuradamente generosas que pretender imponer la integración y crean así el conflicto", hay que decir muy alto y muy claro lo contrario: Los derechos, su reconocimiento, no crean el conflicto, no crean la reacción del racismo y la xenofobia, sino que constituyen la condición previa, necesaria aunque, desde luego, insuficiente, para que haya una política y una realidad social de integración. Dicho de otro modo: para que tenga sentido hablar de integración hay que comenzar por algo previo a los programas de interculturalidad, a las políticas de valoración positiva de la diversidad, a la lucha contra el prejuicio frente al otro. Y eso previo es la seguridad en el reconocimiento y satisfacción de las necesidades básicas de todos. Un elemento previo que significa reconocer y garantizar a todos los seres humanos los derechos fundamentales (aquellos derechos humanos que predicamos como universales) que son la vía de satisfacción de tales necesidades. Si no, estamos hablando de otra cosa cuando hablamos de derechos. Ya no hablamos de aquellos instrumentos que sirven para la emancipación de los seres humanos como agentes morales, como únicos sujetos de soberanía, sino de las coartadas para asegurarnos la obediencia mecánica y la pasividad de los súbditos, de la masa. Y es que a veces cuando hablamos de integración y derechos estamos pensando en otro modelo.
Otro modelo, sí: aquel en el que la integración es el ingreso en un corral en el que nuestra marca de hierro son esos derechos-mercancía que traducen un consenso ajeno a nuestra voluntad y a nuestra capacidad de decisión, a nuestra autonomía, a nuestra libertad. integración en un cuerpo supuestamente homogéneo en el que está muy claro lo que es bueno y lo que no, porque lo primero está recogido en la Constitución y lo segundo en el Código penal, y no hay discusión ni dudas ni menos aún posibilidad de cambiar éste o aquella. Ese es el modelo de quienes piensan que de un lado está la democracia occidental, el mercado y los derechos universales y de otro la barbarie. De forma que lo que hay que exigir al bárbaro es que se despoje de sus costumbres, instituciones y reglas repugnantes para la dignidad humana, la democracia y el mercado y se integre, o, mejor aún, comulgue en esas reglas de juego que nos hacen superiores, libres e iguales.
Dicho de forma más concreta, el camino jurídico áureo que llevaría a la integración sería el que supone la más absoluta renuncia a cualquier manifestación de pluralidad en serio. Y ello demuestra que quienes así lo sostienen (aunque se proclamen y probablemente lo crean de buena fe, demócratas inequívocos) jamás han tomado en serio ni la libertad, ni la igualdad, ni el pluralismo. Presas no ya de un complejo etnocéntrico, sino de un auténtico complejo de Procusto, realizan una tan simplista como falsa ecuación de identidad entre valores jurídicos universales, Estado de Derecho y democracia con costumbres e intereses de los grupos de poder que hegemonizan y homogeneizan nuestras denominadas sociedades de "acogida".
Lo que sucede es que incluso esa cínica respuesta entraña no pocos problemas, empezando por la concreción de los derechos cuyo reconocimiento vendría así exigido como condición previa de la integración. Es una opinión comúnmente repetida, a ese propósito, que ese reconocimiento, en el caso de los inmigrantes, de los extranjeros, de los diferentes visibles (aunque sean nacionales: mujeres, minorías étnicas o culturales o nacionales o religiosas, niños, discapacitados, étc), recorre un camino inverso al de la positivación de los derechos humanos: en este caso, los derechos civiles son primero, sí, pero luego vienen los económicos, sociales y culturales y sólo muy al final los políticos. En mi opinión, la única regla admisible es la igualdad y la plenitud en el reconocimiento de derechos, con prioridad para los imprescindibles para la integración: educación, sanidad, trabajo, vivienda y libertades.
En realidad, las cosas son más duras todavía: suponen una doble restricción del camino del reconocimiento jurídico. Ante todo, (a) la restricción que hace del otro-inmigrante un no-sujeto jurídico, porque por definición ("por naturaleza") no es ni puede ser miembro de la comunidad política y jurídica, no puede crear derecho, sino sólo sufrirlo. Por eso el inmigrante no puede tener (¡qué disparate!) derechos políticos ni siquiera en el ámbito municipal, si no es en régimen de correspondencia o reciprocidad. Hasta que no se ha "naturalizado" hasta que no ha dejado de ser él, no podemos creer en su integración. Sólo los hijos de sus hijos, cuando se haya borrado la huella de su comunidad de origen, la huella de la evidencia de su no-pertenencia al nosotros (y eso en realidad nunca será del todo así) podrán aspirar a ser ciudadanos de verdad. Además, (b) restricción porque imposibilitan que el no-sujeto llegue a ser sujeto, pues el primer y devastador efecto de tales "políticas" es desestabilizar, deslegalizar, desintegrar a quienes aspiran a la estabilidad, a la legalidad, a la integración.
Esa condición de no-sujeto y esas trabas en su camino por llegar a ser sujeto se concretan en los elementos que caracterizan el contrato de extranjería en la permanente contrarreforma en la que parecen embarcadas la UE y desde luego España en materia de inmigración:
La prioridad incondicionada de los deberes respecto a los derechos: al inmigrante se le exige ante todo cumplimiento de deberes, testimonio fidedigno de que no va a poner en peligro nuestra comunidad, nuestros valores, nuestro consenso; ante todo, debe hacer expreso que acepta las reglas de juego (aunque no pueda ni siquiera conocerlas porque nadie se las ha explicado, pues, pese a los apóstoles del efecto llamada, la ley de extranjería no es la lectura obligada en el tercer mundo). Ese planteamiento ignora la asimétrica relación de poder que se da entre el otro-inmigrante y nosotros-ciudadanos (o sociedad de acogida, como se dice). La lógica igualitaria exige tener en cuenta tal asimetría a la hora de imponer obligaciones, reconocer derechos y manejar medios para uno y otro fin. Y sobre todo, exige el previo conocimiento de los deberes: la situación de partida del inmigrante pone de manifiesto la deficiencia del principio ignorantia legis non excusat. La situación de asimetría entre la sociedad de destino y los inmigrantes justifica a mi juicio que se pueda sostener la existencia de una obligación de aquella para que éstos adquieran ese conocimiento. Por otra parte, hay que hilar fino a la hora de hablar de deberes. A mi juicio, más allá de la Constitución y la legislación ordinaria (simplificando, el Código Penal) no es exigible para los inmigrantes ningún tipo de deber específico, en particular por lo que se refiere a "nuestras costumbres" o "nuestro modo de vida". Lo contrario significa una discriminación respecto a los nacionales y,. Además de violar el principio de igualdad de trato, rompe con la exigencia de respeto del pluralismo.8
La inversión del principio de inocencia (clave del garantismo como núcleo del Estado de Derecho): el inmigrante debe demostrar de continuo que no es una amenaza, un peligro, una patología, un cuerpo extraño e incompatible cuya presencia no puede no generar rechazo, desestabilidad, imposibilidad de convivencia. Ese es el discurso de los cupos, incluso so capa de un pretendido respeto al imperio de la ley y del derecho que exigiría ante todo acotar la estigmatizada categoría de irregular, con la coartada de que es para su propio bien: para evitar males mayores, para poner límite a la xenofobia y al racismo, para evitar que la realidad desborde la norma.
La anulación del principio de la seguridad jurídica sin el que no hay respeto a los derechos humanos. Porque la seguridad jurídica no es el discurso del orden, sino la garantía en el reconocimiento y disfrute de las libertades, y si algo caracteriza el discurso acerca del status jurídico del otro-inmigrante es la precariedad en el reconocimiento (sólo parcial, sólo sectorial, sólo durante un tiempo, mientras se tenga la condición de trabajador formal) y en el disfrute de las libertades (puesto que se incentiva la discrecionalidad si no incluso la arbitrariedad de la administración: se desdibuja el control de los actos de la administración respecto a derechos de los inmigrantes, se altera el régimen de silencio administrativo, se elimina el requisito de motivación de los actos de la administración, justamente de aquellos más decisivamente limitadores de derechos, como lo muestra el régimen de denegación de visados), étc.
El abandono descarado del principio de igualdad en los derechos humanos, es decir, la reiteración del principio de preferencia nacional en el ámbito de los derechos humanos.
En resumen, el Derecho debe garantizar aquí también el cumplimiento de tres objetivos básicos: seguridad jurídica, igualdad e inclusión. Si los instrumentos del derecho van encaminados a configurar un status de incertidumbre y vulnerabilidad, un status de segmentación de derechos y de discriminación injustificada de trato, un status de subordinación, si continúa siendo un instrumento para ver el velo en la cabeza ajena pero no la mantilla en la nuestra, el Derecho se convierte en un instrumento ilítico.
Las condiciones políticas del proyecto intercultural
Claro que el problema fundamental es que mal se puede hablar de integración e interculturalidad en serio cuando el programa de creación de la comunidad política está marcado por tres reducciones: a) La mencionada preferencia nacional, que excluye —hace impensable— que pueda ser miembro quien no ha nacido en la comunidad, b) La negación del pluralismo en aras de un complejo de Procusto y que sigue entendiendo la comunidad política en los términos schmittianos que exigen la existencia del otro como enemigo para que podamos hablar del nosotros, de los ciudadanos-amigos-familia, y finalmente c) Una vieja concepción de la política que, o bien reduce la condición de ciudadano/soberano/miembro activo de la comunidad a los nacionales ricos, conforme al síndrome de Atenas, o bien entiende la democracia en términos shumpeterianos-mercantilistas, como un marco formal en el que los clientes tratan de obtener la mejora de sus preferencias y asignan poder en función de las aptitudes de los políticos-profesionales para optimizar esos intereses que les mueven a jugar en el mercado.
Hablo, desde luego, de una noción de comunidad política que quizá no se ajusta a la caracterización habitual de la democracia. Se trata de una democracia inclusiva, plural, consociativa e igualitaria. Una democracia basada, a su vez, en una noción de ciudadanía abierta, diferenciada, integradora.
Una comunidad política así entendida exige, en mi opinión, plantear como reivindicaciones irrenunciables de toda política de inmigración que pretenda ser acorde con los principios de legitimidad democrática y de respeto a los derechos humanos, al menos las tres siguientes:
La condición de miembro de la comunidad política no puede ser un privilegio vedado a quienes no tuvieron el premio de nacer en el momento y lugar adecuados. El modelo de democracia inclusiva exige un cambio en las oportunidades de alcanzar esa membership. No sólo de llegar, de acceder sino de pertenecer. insisto. La primera reivindicación es el reconocimiento y satisfacción del derecho de acceso, de las vías que hacen posible el acceso a la condición de miembro de esa comunidad, de nuestras comunidades, y eso se ha de traducir en la adopción de un abanico de medidas que hagan posible ese reconocimiento y esa garantía. La clave de esta política, si quiere merecer el adjetivo no ya de integradora, sino de conforme a los principios de legitimidad que supone el respeto a los derechos, más incluso que el grado de reconocimiento de derechos (de huelga, de asociación, de reunión, étc) son las condiciones de acceso a la comunidad. Lo primero es cómo entrar, cómo llegar: Por lo tanto, las condiciones de entrada y permanencia, las condiciones de regularización y participación en la vida pública en términos de igualdad son condiciones sine quae non. Por esa razón, antes que los derechos políticos, el rasero para medir una política que de la talla es, por ejemplo, el procedimiento de obtención y el control de denegación de visado, la supeditación de la entrada al sistema de cupos y la utilización de los procesos de regularización. Lo es también el sistema de dependencia inexorable entre permiso de residencia y de trabajo que aherroja la ciudadanía en el trasnochado molde del trabajo formal.
Pero una vez que se entra, es necesario adoptar medidas que impidan la existencia de un muro infranqueable para quien llega y quiere convertirse en miembro de esa comunidad. Entre las condiciones que responden a ese objetivo se encuentran, evidentemente, algunos de los medios de acceso a la integración social: vivienda, educación y trabajo. La responsabilidad básica aquí compete a la administración municipal y regional o autonómica, pero a esa responsabilidad debe dársele la contrapartida de medios y de competencias. Y quiero dejar claro que todavía no me refiero a la garantía de esos derechos. Hablo de problemas previos, como del modelo de alojamiento de los trabajadores inmigrantes. Los antropólogos saben muy bien la importancia de la organización del espacio. Saben muy bien y nos han explicado cómo hacer imposible lugares de reunión de los inmigrantes entre sí es aún más eficaz que dificultar su acceso a los espacios micropúblicos en condiciones que debieran ser evidentes en una sociedad que se dice pluralista. Hablo de las condiciones de trabajo y de la escasez de informes y actas (a fortiori de sanciones) practicadas por la inspección de trabajo. Hablo, claro está, de condiciones que exigen medidas presupuestarias y previsión al menos a medio plazo.
Y por fin, obviamente, el reconocimiento en condiciones de igualdad (nada de tolerancia) de los derechos. De los derechos personales, de las libertades públicas, de los derechos económicos, sociales y culturales, pero obviamente y sin zarandajas de utopías, de los derechos políticos. Desde luego, en el ámbito municipal y autonómico me parece inexcusable el reconocimiento de la titularidad de soberanía de la comunidad local, extendida a quien reside en esa comunidad. Y sin restricciones como las de contrarreforma que los somete increíblemente al sistema de reciprocidad. Pero hay que ir más allá de los Ayuntamientos y de las comunidades regionales o autonomías. Más allá incluso del Estado: lo que necesitamos, de verdad, es un estatuto que reconozca y garantice esos derechos en todo el espacio de la Unión Europea. Es necesario un estatuto jurídico de igualdad de derechos de los inmigrantes no comunitarios en la UE, que acoja los principios propuestos o, al menos, que acepte su discusión y no los excluya a priori como inconcebibles.
La interculturalidad no será más que una cáscara vacía hasta que los pueblos de Europa no tomen en serio la advertencia de Condorcet en el período 10° de su Esquisse, contra el colonialsimo y el paternalismo: "los pueblos aprenderán que no pueden convertirse en conquistadores sin perder su propia libertad". O, por remontarnos algo más, si no tratamos de evitar que pueda decirse de nosotros aquello que cuenta Montaigne al final de su Ensayo sobre los caníbales: Los salvajes en visita en Ruán, en tiempos de Carlos IX, se asombran de que hombres hechos y derechos sirvan a un niño y, como en su lengua se llama a los hombres "la mitad" los unos de los otros, expusieron que habían advertido que había entre nosotros personas llenas y hartas de toda clase de comodidades, mientras sus mitades mendigaban a sus puertas, demacrados por el hambre y la pobreza. Y les asombraba que esas mitades menesterosas tolerasen tal injusticia y no asiesen a los otros por el cuello y los quemaran en sus casas.
El reto de la extensión de la ciudadanía. De la visibilidad a la presencia, para conseguir la pertenencia y la participación. La ciudadanía para los inmigrantes.
De lo dicho hasta ahora se desprende que la construcción de un concepto de ciudadanía que permita abrir a los inmigrantes la condición de ciudadanos es un objetivo que aún está lejos. De momento, todavía buen aparte de ellos aspiran simplemente a la visibilidad, es decir, a un status de residencia que permita unas condiciones de estabilidad y seguridad. Pero eso, a todas luces, es insuficiente. Se trata de conseguir que quienes, como ellos, contribuyen al bienestar común y sufren la ley, puedan participar en las decisiones sobre ese bienestar común y, por tanto, a crear la ley. Se trata, en otras palabras, de concretar las condiciones para su integración política. No es sólo una utopía.
A mi juicio, la vía más adecuada para alcanzar ese objetivo es combinar ese principio de integración política con los de ciudadanía multilateral y ciudadanía local. A esos efectos, puede ser útil recuperar la noción de políticas de presencia, de participación en el espacio público, enunciada por Phillips, en relación con los grupos "desposeídos de poder", como propone Sassen,9 y en particular los inmigrantes, las mujeres. En cierto que Sassen incluye en esa política de presencia dos objetivos diferentes, el de dar poder a los que están privados del acceso al poder y a la riqueza, y el de explicar la paradoja de la capacidad política creciente de grupos a los que se niega la titularidad de la ciudadanía. Por eso recurre a la noción de presencia y a la de ciudadanía de facto para tratar de superar la nacionalización de la ciudadanía y su contaminación de género. Más allá del interés de la propuesta específica de Sassen a propósito de la cuestión de género, me interesa señalar que sus sugerencias apuntan en la misma dirección que proponía. Se trata de abrir esas dos jaulas de hierro que aprisionan la ciudadanía, la del vínculo nacionalidad-trabajo formal-ciudadanía, y la de ciudadanía-espacio público-género. Se trata de crear nuevas formas de ciudadanía, plurales, multilaterales, y de carácter gradual, que conectan con la ciudadanía como "derecho a la ciudad", "derecho a la movilidad", "derecho a la presencia", sobre todo de quienes han sido arrinconados a los territorios donde oficialmente (al menos para quienes siguen sin entender a Foucault) no reside, no juega el poder, teniendo en cuenta que desde esos espacios, esos actores -las mujeres, los inmigrantes, sobre todo los sin papeles- están tejiendo una nueva política.
En cuanto a los principios de ciudadanía múltiple o multilateral y local, como concreción de la democracia inclusiva y plural, lo que propongo es aprovechar las tesis defendidas por Bauböck o Rubio (y acogidas por Castles) a propósito de la ciudadanía transnacional,10 para definir la idea de ciudadanía o integración cívica antes enunciada. Se trata de una ciudadanía entendida no sólo en su dimensión técnico formal, sino social, capaz de garantizar a todos los que residen establemente en un determinado territorio plenos derechos civiles, sociales y políticos. La clave radica en evitar el anclaje de la ciudadanía en la nacionalidad (tanto por nacimiento como por naturalización), una identidad que pone de relieve la incapacidad de la propuesta liberal para superar las raíces etnoculturales del pretendido modelo republicano de ciudadanía. La ciudadanía debe regresar a su raíz y asentarse en la condición de residencia. Por eso la importancia de la vecindad, de la ciudadanía local, que pro otra parte es la que nos permite entender más fácilmente cómo los inmigrantes comparten con nosotros —los ciudadanos de la ciudad, los vecinos— las tareas, las necesidades, los deberes y por tanto también los derechos propios de ésta.
Basándome en esos criterios de principio, creo que pueden formularse media docena de medidas que los concreten, en el ámbito político y en el jurídico, en el status de ciudadano y en el de sujeto de derechos. Probablemente eso exige rebasar el ámbito estrictamente estatal, para remitirnos a la UE. En efecto, en el caso europeo, la ciudadanía de la UE pudiera ser vista como un paso hacia la ciudadanía cosmopolita, y a mi juicio la piedra de toque es el acceso de los inmigrantes al status de ciudadanía. Si me detengo en este aspecto es porque creo que el modelo de ciudadanía plural e inclusiva que requiere la sociedad multicultural se juega sobre todo en este terreno: en el de la integración política (no sólo social) de la pluralidad. En otros lugares he examinado críticamente las herramientas con las que contamos en el ámbito de la UE para orientarnos a este propósito. Ahora quiero subrayar los aspectos positivos, los que harían posible comenzar esta transformación. El principio de integración política ha sido propuesto, a propósito de los inmigrantes, por la Comisión europea11 y por el Comité Económico y Social Europeo en su Dictamen 365/200212 (Dictamen sobre inmigración, integración y la sociedad civil organizada) de 21 de marzo de 2002. Me inspiraré sobre todo en esos dos documentos de trabajo, que proponen dos conceptos, "integración cívica" y "ciudadanía cívica" que pueden sernos de utilidad para nuestra reflexión, sobre todo porque podrían concretarse en iniciativas, más allá de la discusión teórica a la que estamos habituados. El concepto de integración cívica, como formulan esos que siguen siendo a mi juicio los más interesantes documentos recientes elaborados en el seno de la UE, exigiría a mi juicio estas medidas:
1°. El reconocimiento inequívoco del principio básico de "igualdad de los derechos, del acceso a bienes, servicios y cauces de participación ciudadana en condiciones de igualdad de oportunidades y trato. Igualdad que conlleva la de deberes, según es obvio". No hablo de la igualdad como principio hermenéutico (tal y como establece la LO 8/ 2000), ni siquiera de la tendencia a una progresiva equiparación. Se trata de la garantía de igualdad formal en los derechos fundamentales entre ciudadanos y residentes estables en los países de destino de la inmigración. Esa igualdad formal es formulada como condición necesaria aunque insuficiente de la integración política que, a su vez, va más allá de la habitual reivindicación de integración social.
2° La igualdad de derechos debe abarcar no sólo los derechos civiles, sino también los sociales, económicos y culturales en sentido pleno: desde la salud a la educación, al salario y la seguridad social, al acceso al empleo y la vivienda. Esta consideración, unida al objetivo de integración, exige adoptar, a mi juicio, dos medidas básicas desde el punto de vista de los derechos y complementarias: 1) El reconocimiento pleno del reagrupamiento familiar como derecho de todos los miembros de la familia, sin condicionamiento de prejuicios etnoculturales. insisto, como derecho, no como instrumento de la política de inmigración, como un trámite. 2) El establecimiento de un plan de acción urgente y específico para los menores inmigrantes y en particular a quienes se encuentran en territorio de la UE sin el núcleo familiar, acorde con el Convenio de derechos del niño de la ONU.
3° Asimismo, a mi juicio un reconocimiento de derechos políticos (no sólo el sufragio activo y pasivo, sino también los derechos de reunión, asociación, manifestación, participación). Eso comporta el reconocimiento de que quienes residen de modo estable entre nosotros como consecuencia de su proyecto migratorio (lo que no significa que necesariamente tengan voluntad de quedarse de modo definitivo) han de ser reconocidos en condiciones de igualdad como agentes de nuestras sociedades, protagonistas de la riqueza cultural, económica y política de las mismas en igualdad de plano con los nacionales de los Estados en los que residen establemente. Y también, como agentes de la negociación desde la que se construye el espacio público.
4° El principio de integración cívica exige, desde el punto de vista de garantía, la adopción de medidas eficaces contra la discriminación por razones de nacionalidad, cultura religión o sexo, en relación con los inmigrantes, sean o no trabajadores. La diversidad cultural no puede utilizarse como factor de discriminación en el reconocimiento y garantía efectiva de derechos; tampoco, como es obvio en lo relativo al cumplimiento de deberes. Por lo mismo, muy concretamente, el acceso a un bien cultural básico como la lengua de la sociedad de acogida, más que una obligación impuesta o un requisito exigido previamente al inmigrante para poder reconocerle integración y reconocimiento jurídico, es un derecho a cuyo acceso se deben dedicar esfuerzos concretos. Y eso supone costes en dotación de personal, en líneas específicas en la escolarización y en medios económicos: las políticas de integración no son de coste cero. Y sin imponer la pérdida de la lengua de origen. En el contexto de la dimensión antidiscriminatoria de esta política, debe enfatizarse la relevancia de priorizar la lucha contra la discriminación/ subordinación jurídico política de género que han creado los instrumentos de política de inmigración y que afectan a las mujeres inmigrantes.
5° El principio de integración cívica exige también el compromiso de establecimiento de una directiva que asegure a los inmigrantes residentes permanentes en los países de la UE (a partir de 3 años y no de 5 como se contempla en este momento) un status de igualdad plena de derechos y de participación política con los nacionales de los Estados miembros, que haga posible una ciudadanía plural e inclusiva, más allá de la propuesta sobre estatuto de nacionales de países terceros residentes de larga duración (Comunicación 127 (final) de 13.03 2001). Como asegura el referido dictamen (punto 1.5) "El referente principal de la integración cívica (está)... en el concepto de ciudadanía", o de ciudadanía cívica, empezando por el nivel local, como se propone en la también mencionada COM 757. Es el sentido también de la iniciativa de reforma del artículo 17 del tratado Constitutivo de la CE, lanzada por la red ENAR en su appel de Madrid, junio de 2002 y que propone añadir al texto del artículo, junto a la pertenencia a un Estado miembro de la UE la condición de residente legal como vía de acceso a la ciudadanía europea.
6° El reconocimiento de la ciudadanía local, plena, para quienes tengan el status de residentes estables. Un status que puede tener un primer paso en el reconocimiento de efectos jurídicos al empadronamiento. Se trata de avanzar en la construcción de una ciudadanía múltiple o multilateral como concreción de la democracia inclusiva y plural, en línea con las tesis defendida por Bauböck o Rubio (y acogidas por Castles) a propósito de la ciudadanía transnacional y con la idea de ciudadanía o integración cívica antes enunciada. Una ciudadanía entendida no sólo en su dimensión técnico formal, sino social, capaz de garantizar a todos los que residen establemente en un determinado territorio plenos derechos civiles, sociales y políticos. Se trata de evitar su vinculación con la naturalización o adquisición de nacionalidad, a la par que la imposición de renuncia a la ciudadanía de origen. Una condición, la de residente municipal o vecino, que debe llevar aparejado el reconocimiento de derechos políticos de participación y del sufragio municipal activo y pasivo. La clave radica en evitar el anclaje de la ciudadanía en la nacionalidad (tanto por nacimiento como por naturalización), una identidad que pone de relieve la incapacidad de la propuesta liberal para superar las raíces etnoculturales del pretendido modelo republicano de ciudadanía. La ciudadanía debe regresar a su raíz y asentarse en la condición de residencia. Por eso la importancia de la vecindad, de la ciudadanía local.
La dificultad, como apunté, estriba en cómo hacer asequible esa condición de residente estable equiparada a la de ciudadano, y debemos discutir si debe tratarse de una condición que se adquiere simplemente tras un período consolidado de residencia (y en ese caso, la duración del mismo: 3, 5, o más años) o si hace falta además superar un test de adaptación o integración y de lealtad constitucional, tal y como, a la imagen de lo dispuesto en los EEUU se ha establecido en recientes reformas en algunos de los países de la UE (pruebas de lengua, de conocimiento de la Constitución). Por mi parte, de acuerdo con Carens o Rubio Marín, entiendo que debe tratarse de un efecto automático derivado de la estabilidad de residencia. Pese al carácter razonable de algunos de los requisitos enunciados, no puede ignorarse que plantean más bien un modelo de asimilación cultural como condición de la integración política.
En ese sentido, y por lo que se refiere al período inicial de residencia, resulta decisivo revisar los factores -legales- de precarización o vulnerabilidad de la condición legal de los inmigrantes: disposiciones como las vigentes en la legislación española o italiana que permiten que quien es residente legal caiga en la ilegalidad como consecuencia de la circularidad entre permisos de residencia y trabajo y de la rigidez de los segundos (vinculados a actividad y ámbito geográfico y, aún más, al procedimiento de contratación en origen), basada en el dogma de los cupos o cuotas como condición de integración y que contradicen los principios liberales de autonomía y libre circulación. La filosofía actual de las política de inmigración, que establece como postulado de la defensa del imperio de la ley y de la eficacia de esas políticas los mecanismos de cupo y contingente y la contratación en origen, es la que impide a los inmigrantes venir conforme a la legalidad en ejercicio de su derecho a la libre circulación. Al contrario, pone en colisión una y otra exigencia y obliga a buena parte de los inmigrantes que buscan trabajo a cruzar la frontera con visado turista, aunque su propósito sea otro, y por tanto a incurrir en situaciones contrarias a la legalidad. Una iniciativa como la creación de permisos de residencia para búsqueda de trabajo, vinculados a visados de corta duración tal y como existía en la antigua legislación italiana (ley Fini-Bossi) y como propuso la mencionada Com 757 final. Y junto a ella, el establecimiento de programas de cooperación y codesarrollo con los países de origen, que garanticen la libre circulación.
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Notas
1 Entre nosotros, los trabajos de Delgado, 1999; Giménez, 1996; Stolcke, 1998; o Alvarez Dorronsoro, 1998 son claros exponentes de esas tesis.
2 O que debiera serlo, como en el hermoso texto de Alberto Savinio, el hermano de G. di chirico, ciudad, escucho tus latidos. En el horizonte normativo, en el plano del deber ser, es donde juega sus mejores bazas otra perspectiva, menos burda, pero que lleva a menudo a idénticas conclusiones. Me refiero a la visión universalista abstracta, a veces disfrazada de cosmopolita, que en realidad suele esconder la etnocentrista o, por decirlo con B. Santos (Santos, 1987) un "localismo globalizado".
3 En otros lugares, (De Lucas 2002c, de Lucas 2003a) siguiendo los análisis de Castles y Bauböck, he tratado de explicar que esa visión instrumental parte de sucesivas reducciones de la inmigración: la "verdadera" y "buena " inmigración sería la que se ajusta al modelo de Gastarbeiter, pero en ese modelo el inmigrante no puede integrarse porque no se concibe esa posibilidad a quien se admite sólo como extranjero y sólo para cumplir una función. Por eso no tiene sentido ni una política de integración ni el acceso a la ciudadanía para aquellos a quienes se trata de devolver a su país en cuanto cumplen su tarea.
4 Cfr. Por ejemplo, De Lucas, 2002f. Para mayor detalle, Ramón chornet, 2002c.
5 Como ha insistido Sami Naír, aún no disponemos de las bases científicas que nos explican los umbrales de tolerancia, el punto cero en el que la barca está llena. Más bien los datos que conocemos apuntan a la incapacidad de establecer en términos "exactos" ese número mágico que permite integrar y que se traduciría sólo en beneficio, sin coste.
6 "Los pueblos de Europa... han decidido compartir un porvenir pacífico basado en valores comunes... La Unión contribuye a la preservación y al fomento de estos valores comunes dentro del respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa, así como de la identidad nacional de los Estados miembros." Hay que reconocer que el art. 22 (capítulo iii, igualdad) no limita ese respeto a los pueblos europeos: "La Unión respeta la diversidad cultural, religiosa y lingüística", pero hay una clara diferencia entre las dos formulaciones.
7 Cfr. Ferrajoli, 2003, pp.234-35.
8 La pregunta por ejemplo acerca de las condiciones de reconocimiento como sujeto de derecho, que en el caso de los inmigrantes conduce a los test de integración, en los que no es difícil advertir elementos de etnicidad en lugar de patriotismo constitucional: ¿qué exigir? ¿La lengua? ¿la memoria, la historia? La Constitución, el Código penal, el de circulación?
9 Cfr. S. Sassen, 2003, Las tesis a las que me refiero se encuentran en el último capítulo de ese libro,
10 Cfr. Bauböck, R., 2002. Sobre ciudadanía multilateral y el acceso automático a la ciudadanía a partir de una residencia estable, sin exigencias de "integración" que considera etnoculturales, Cfr. Rubio, R., 2000. Me parece más útil y viable en términos jurídicos y políticos su propuesta que la idea de ciudadanía posnacional basada en la universalidad de los derechos, tal y como la formulara Soysal, 1996.
11 Por ejemplo, COM (2000) 757 final de 12 de noviembre de 2000 ("Comunicación a la Comisión sobre política europea de inmigración", del Comisario de Justicia e Interior, A. Vitorino)
12 Dictamen CES 365/2002 de 21 de marzo de 2002 (Comité Económico y Social Europeo, "Dictamen sobre La inmigración, la integración y el papel de la sociedad civil organizada", en relación con el establecimiento del Programa Marco Comunitario para promover la integración social de los inmigrantes.