Guerra, justicia y Derecho Internacional

Alfonso Ruiz Miguel
Universidad Autónoma de Madrid, España

Guerra, justicia y Derecho Internacional

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 20, 2004, pp. 1 -14

Mi contribución a este Simposio pretende situar el debate en un marco muy general, casi de filosofía de la historia, está escrita -o, mejor, reescrita- 1 en un momento bien concreto, pocos meses después del ataque e invasión de Estados Unidos y el Reino Unido a Irak. Precisamente por ello, no me parece inútil comenzar haciendo un comentario sobre ese reciente conflicto bélico. Aunque Francis Bacon escribió que "hay tal justicia en la naturaleza del hombre que no entra en las guerras (que tantas calamidades producen) sino con ciertos motivos y querellas al menos plausibles", 2 me parece muy clara la implausibilidad de las causas de la invasión de Irak: ninguno de los motivos alegados ha resistido la prueba de los hechos: ni terrorismo fundamentalista, ni armas de destrucción masiva, ni intervención por la democracia. En realidad, lo que destaca en este caso ha sido la misma "obscenidad" -literalmente, "lo que debe mantenerse fuera de la escena"- de sus causas latentes, sea el control estratégico, el petróleo o la asunción de la jefatura internacional unilateral por parte del país hoy hegemónico. Hecha esa consideración, en adelante me referiré sobre todo a la evolución histórica del pensamiento filosófico y jurídico sobre la guerra y a algunos de sus retos actuales.

Las relaciones entre la guerra y el Derecho

Una manera de observar la evolución histórica del pensamiento filosófico jurídico sobre la guerra es partir de la triple distinción propuesta por Bobbio entre la guerra como objeto del Derecho, la guerra como medio de realización del Derecho y la guerra como antítesis del Derecho. 3 Voy a comentar esos tres puntos situándolos en un diseño histórico algo esquemático pero, espero, orientador.

Puede decirse que la guerra aparece primero como objeto del Derecho cuando históricamente se la deja de ver como un hecho natural o cuasinatural, esto es, cuando se comienza a pensar teóricamente en ella y se intenta legitimar, y a la vez limitar, haciéndola objeto de la regulación moral y jurídica (y, entre paréntesis, téngase en cuenta que una clara distinción entre Derecho y justicia no comienza a generalizarse hasta, como muy pronto, el siglo XVIII, y que todavía hoy sigue siendo discutida, también en el Derecho internacional). Esa reflexión jurídico-moral comienza, como mínimo, en Roma, con Cicerón, y se recupera por la larga tradición escolástica medieval, con la doctrina de la guerra justa, que ya elabora el esquema básico del Derecho internacional moderno en la materia. La doctrina de la guerra justa supone que hay guerras justas e injustas y propone las condiciones jurídico-morales para dos tipos de conductas relativas a la guerra: por un lado, la licitud del recurso mismo a la guerra (el ius ad bellum, que señala cuándo es lícito emprender o participar en una guerra, donde, en realidad, se avanza ya la idea de la guerra como medio del Derecho, especialmente como medio de realización de la justicia, sobre lo que volveré inmediatamente), y, por otro lado, la licitud de las acciones emprendidas en el curso de una guerra ya en marcha (el ius in bello, que plantea qué es lícito hacer con los prisioneros o los niños, o si es lícito usar ciertas armas como el veneno, o, hoy, las armas de destrucción masiva, etc.).

El segundo punto de vista, la guerra como medio de realización del Derecho, en buena parte tiene sus orígenes en esa doctrina medieval de la guerra justa y se desarrolla sobre todo tras el nacimiento del Derecho internacional moderno, a partir de los siglos XVI y XVII, desde Vitoria y Grocio hasta nuestros días. El Derecho internacional moderno, como conjunto de normas consideradas jurídicas pero con cierta pretensión de fundamentación y alcance morales, concibe la guerra sobre todo como medio para la realización del Derecho. Las causas o motivos que legitiman jurídicamente a ir a la guerra pretenden hacer de la guerra misma la sanción jurídica más grave, la respuesta última frente a las conductas de los Estados ilícitas jurídica y moralmente, conductas que aparecen como la condición o supuesto de hecho que permite poner en marcha el mecanismo procesal para la imposición de la sanción jurídica, de modo semejante a como el homicidio es condición de una pena tras el juicio correspondiente. En la teoría jurídico-internacional tradicional, que llega hasta la Primera Guerra Mundial, tales causas de licitud comprenden no sólo la legítima defensa, sino también la reparación de las injurias o delitos internacionales cometidos por otros Estados, que era la espita por la que el elenco real de motivos de guerra se ampliaba y podía fácilmente dar lugar a la alegación de justa causa por los distintos Estados contendientes entre sí. Otras serias dificultades prácticas de la doctrina eran que el Estado llamado a sancionar mediante la aplicación de la fuerza militar resultaba ser a la vez parte y juez en su propia causa y que el que lograra o no sancionar al presunto Estado injusto dependía más de su fuerza que de su razón, de modo que el vencedor bien podía ser el que terminara reivindicando su victoria como justa. En todo caso, un aspecto importante de esta doctrina es que sus protagonistas eran los Estados y no los individuos. Lo ilustra bien la posición de Hans Kelsen, el jurista judío exiliado de la Alemania nazi, pacifista moderado y defensor de los ideales internacionalistas, que todavía en 1941, conforme a la convicción jurídica de la época, mantenía la doctrina de que la responsabilidad jurídico-internacional es colectiva y no individual, de modo que sólo el Estado y no sus dirigentes individualizadamente podía ser sujeto de sanción por la provocación de una guerra. 4 Tales sanciones eran usualmente de carácter territorial y económico, como las impuestas a Alemania tras la Primera Guerra Mundial por el Tratado de Versalles. Poco tiempo después, todavía en plena Segunda Guerra Mundial, Kelsen fue uno de quienes propugnaron cambios en el Derecho internacional para exigir la responsabilidad individual por la iniciación de una guerra jurídicamente ilícita y para crear una jurisdicción internacional obligatoria que pudiera garantizar -según el título de su obra- La paz por medio del Derecho.

La tercera posición político-jurídica sobre la guerra que anuncié es la de su exclusión del ámbito jurídico, esto es, su consideración en oposición al Derecho, como su antítesis. Thomas Hobbes, siempre claro y penetrante, fue el primer exponente de esta idea, para la cual los Estados se hallan entre sí -al igual que los individuos antes de la constitución de la organización política- en estado de naturaleza, esto es, en situación de guerra efectiva o, cuando menos, potencial de todos contra todos, por la inexistencia de un soberano común que imponga unas leyes generales eficaces mediante una fuerza superior. Esta visión de la guerra como antítesis del Derecho derivaría después en dos líneas opuestas, una belicista y otra pacifista. La primera está bien representada por Hegel, para quien las relaciones internacionales, al estar sometidas sólo al expediente del acuerdo o pacto entre iguales, se hallan por encima del Derecho y dependen sólo de la voluntad soberana de los Estados, quienes están legitimados por la historia a acudir a la guerra para perseguir sus intereses: en Hegel, así, por encima de las supuestas reglas del Derecho internacional, que son más bien papel mojado, hay una "justicia" histórica que da la razón al pueblo que vence. En cambio, la segunda y más genuina visión de la tesis de la guerra como antítesis del Derecho -antítesis al menos del Derecho ideal y, por tanto, también antítesis de la justicia- es la línea pacifista que a partir de los grandes proyectos utópicos de la ilustración hasta el pacifismo contemporáneo, propugna la proscripción jurídica de la guerra. Esta línea, que se ha denominado de pacifismo jurídico, argumenta en favor de la superación de la soberanía estatal mediante la constitución de un poder o gobierno internacional lo suficientemente fuerte como para evitar las guerras, un Estado mundial, si se quiere llamarlo así. Se trata de una doctrina que recibe su vigor de la férrea lógica de Hobbes, por más que Hobbes la aplicara sólo hacia el interior de cada uno de los distintos Estados, es decir, sólo en la búsqueda de la seguridad entre los individuos de un país, sin pensar que el mismo argumento justificaría también la necesidad de un Estado universal que estableciera la paz entre las distintas comunidades políticas. Porque, en efecto, sin un poder común que limite el uso de la fuerza por los distintos Estados, parece que la guerra siempre será el último recurso para dirimir las disputas graves entre ellos.

Pues bien, teniendo presente el marco histórico anterior, quiero hacer unas reflexiones muy generales, casi de filosofía de la historia, sobre el Derecho internacional actual y sus posibles tendencias de evolución, si bien no como experto en esa disciplina sino desde el punto de vista más externo y general de la filosofía jurídica. Y para ello voy a volver a utilizar los mismos tres puntos de vista, de la guerra como objeto, como medio y como antítesis del Derecho. Porque, en efecto, el Derecho internacional puede ser considerado como un conjunto de criterios y reglas que definen y delimitan esos tres puntos sobre la guerra en una determinada configuración, si bien esa configuración no es una foto fija o un dibujo absolutamente nítido, sino que, según los autores y los momentos, la foto contiene distintas posiciones, o el dibujo mantiene límites difusos, respondiendo a diferentes criterios, no sólo jurídicos sino también éticos y políticos, que indican serias y complejas encrucijadas. En particular, creo que, precisamente en el momento actual, afrontamos una de las más decisivas encrucijadas de la historia del Derecho internacional, y no sólo de la historia más reciente. 5

En primer lugar, el Derecho internacional contemporáneo, de manera mucho más explícita y codificada que en épocas pasadas, tiene a la guerra como objeto de su regulación normativa en los dos aspectos clásicos, el ius in bello y el ius ad bellum. Históricamente, son las reglas jurídico-internacionales del ius in bello, que limitan las conductas bélicas, las que han aparecido en primer lugar, mediante tratados que comienzan a firmarse de forma generalizada desde fines del siglo xix. Es a partir de entonces cuando las convenciones de La Haya y de Ginebra establecen jurídicamente las reglas sobre la exclusión de ataques a no combatientes, el buen trato a los prisioneros o la prohibición de armas crueles y desproporcionadas, reglas que serían la base de la actual regulación internacional de ese tipo de conductas como "crímenes de guerra". Junto a ello, y sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, también el Derecho internacional contemporáneo ha regulado de manera mucho más expresa y precisa que en épocas pasadas el ius ad bellum, esto es, los motivos para iniciar o intervenir en una guerra jurídicamente lícita. Es a partir de 1928 -con la firma del Pacto Kellogg-Briand, o Pacto de París, en el seno de la Sociedad de Naciones- cuando se considera que el Derecho internacional condena el "recurso a la guerra para la solución de los conflictos internacionales" y, por tanto, toda guerra de agresión. Simplificando mucho, esta regulación jurídica, ha sido reforzada después de la Segunda Guerra Mundial por los tratados que dieron lugar a los procesos de Nüremberg, que consideraron la agresión bélica como un "crimen contra la paz", y, sobre todo, por la Carta de Naciones Unidas y sus ulteriores desarrollos, entre los que merecen mencionarse las Declaraciones de la Asamblea General de Naciones Unidos sobre los Principios del Derecho Internacional (resolución 2625 [XXV], de 24 de octubre de 1970) y la Definición de la Agresión (resolución 3314 [XXIX], de 14 de diciembre de 1974). Conforme a esta nueva posición, desde el punto de vista del contenido, la legítima defensa se había convertido en la justificación central y excepcional para intervenir en una guerra, y, desde el punto de vista del procedimiento, se exigía el acuerdo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Sin embargo, desde el final de la guerra fría, y todavía más tras el 11 de septiembre, algunos de los criterios anteriores parece que comienzan a tambalearse en la práctica, lo que resulta muy grave porque el Derecho internacional se hace en buena parte, según algunos en todo, con la conversión en criterios de las prácticas y acuerdos de los Estados. De ahí el interés de muchos juristas y diplomáticos que quieren mantener, y mejorar, el modelo de Naciones Unidas, en aislar, encapsular como excepción y violación, la falta de acuerdo de Naciones Unidas ante la reciente guerra contra Irak, que de otro modo podría llegar a ser la nueva pauta internacional, dada la hegemonía de Estados Unidos. Naturalmente, antes de llegar a este momento de crisis, existían agudos debates sobre el alcance de la idea de legítima defensa y, en general, de las causas para una acción bélica legítima, pero, por poner el ejemplo más llamativo, se discutía si esa idea podía comprender o no la prevención de un ataque considerado inminente y cierto (lo que se había llegado a formular técnicamente con el término inglés preemptive y con el consiguiente neologismo castellano "preemptivo"), pero estaba bastante claro que los ataques preventivos en sentido más amplio -esto es, ante una posible agresión futura que, por tanto, no resulta inminente o es incierta- no eran legítima defensa, sino clara agresión, y no estaban autorizados por el Derecho internacional. Hoy, como sabemos, la nueva doctrina de Estados Unidos, recién aplicada en Irak, es la de la legitimidad de las acciones preventivas. 6 Sobre la peligrosidad de este nuevo criterio para la seguridad internacional no hace falta decir mucho. Aunque el dominio militar y tecnológico de Estados Unidos es abrumador, la pax americana no está garantizada: las armas nucleares siguen ahí y las tienen muchos países; pero, sobre todo, si tal doctrina se generaliza podría utilizarse por otros países, más igualados entre sí, en sus contiendas locales, dando lugar al modelo típico de los dos pistoleros frente a frente del cine del oeste tan eficazmente descrito por Thomas Schelling en relación con la disuasión nuclear:

él, creyendo que yo estaba a punto de matarle en defensa propia, estaba a punto de matarme en defensa propia, de modo que yo tuve que matarle en defensa propia. 7

Por lo demás, a la creciente inseguridad y peligrosidad que en el campo del ius ad bellum alienta esta doctrina se añaden los riesgos que también se ciernen sobre el ius in bello, el Derecho internacional humanitario de las convenciones de Ginebra, que con prácticas como las de los prisioneros de Guantánamo, que están en una tierra de nadie jurídica, sin derechos reconocidos de ningún tipo, está sufriendo un gravísimo ataque que puede transformarlo para mal.

En segundo lugar, en cuanto a la guerra como medio de realización del Derecho, precisamente la tendencia a la consideración de la legítima defensa como razón central de intervención en una guerra parecía llevar consigo una reducción del radio de acción del medio bélico, hasta el punto de que, al menos en las interpretaciones más estrictas, encajaba ya mal la idea de la guerra como sanción al Estado infractor, pues la defensa estricta, más que como sanción ante distintas injusticias, aparece sólo como el único remedio final, como el último recurso, para repeler una agresión bélica o una conducta asimilada a ella. En tal sentido, la diferencia entre el modelo anterior de la guerra como sanción y el de la Carta de Naciones Unidas es similar a la que va de la sanción penal, impuesta mediante un juicio previo (aunque el juez fuera también parte en su propia causa), y la defensa individual ante una agresión, donde la inmediatez de la respuesta excluye pensar en juicio previo alguno.

Hasta la crisis actual, se venía hablando de un importante proceso individualización en el Derecho internacional contemporáneo -lento e incipiente nada más, pero con indicaciones muy positivas- por el que los individuos, y sus derechos y deberes individuales, parecen empezar a irrumpir en él con cierta fuerza. Era un proceso -hasta esta crisis no exento de luces y sombras, pero con menos sombras que hoy- que sugería que, frente a la doctrina asentada durante siglos de que los sujetos del Derecho internacional son los Estados y no los individuos, comenzaba a haber atisbos de una ruptura con ese protagonismo exclusivo de los Estados que quizá podría terminar siendo radical. Ese proceso de individualización puede ser visto en dos aspectos: en lo que concierne a los deberes individuales, especialmente de los funcionarios, militares y representantes políticos, y en lo que se refiere a los derechos individuales, atribuidos a todos los seres humanos.

En efecto, y recordando cosas que Kai Ambos ha desarrollado en este mismo Simposio, 8 de una parte, desde el final de la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Nüremberg, los individuos, y en particular los dirigentes políticos y militares en cuanto representantes de los Estados, han comenzado a ser considerados sujetos de deberes y, por tanto, responsables de delitos ante el Derecho internacional. 9 En esta línea -con sus luces y sus sombras, insisto-, podían ser pasos positivos y decisivos contra la impunidad la creación de tribunales internacionales ad hoc, como los de Ruanda o Yugoslavia, la aceptación de la jurisdicción de cualquier Estado contra ciertos tipos de delitos iniciada en España con el caso Pinochet o, en fin, el tratado sobre la Corte Penal Internacional, entrado en vigor el 1 de julio de 2002. Pero la retirada de la firma de Estados Unidos ha abierto la fatal perspectiva de que el proceso de individualización en este ámbito de los deberes básicos quede abortado. Y, sin embargo, la responsabilidad penal internacional de los individuos, que no en vano fue una de las propuestas de Kelsen para que el Derecho fuera medio para la paz, es una vía esencial para el progreso del Derecho internacional y debería ser recuperada, alentada y extendida, también y sobre todo por un país como Estados Unidos, cuyos principios históricos e ideales son -como se dijo en su Declaración de independencia- "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad" de todos los hombres.

Por otra parte, la individualización del Derecho internacional contemporáneo se ha venido manifestando también, aunque muy incipientemente, en el fenómeno de la internacionalización -o, dicho de manera más fea pero también más precisa, juridificación internacional- de los derechos individuales, que comienza a perfilarse también tras la Segunda Guerra Mundial, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, a la que siguieron los Pactos de Naciones Unidas y, en fin, la creación de organizaciones internacionales regionales que, como el Convenio Europeo para la Salvaguarda de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, de 1950, han llegado a aceptar que los individuos puedan reclamar judicialmente ante una instancia internacional, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (también la Corte interamericana de Derechos Humanos, en el marco de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de 1969, puede examinar casos individuales, si bien, como ocurría en el Convenio Europeo antes de 1998, tras haber pasado el filtro de una Comisión). ¿Va a quedar truncado también este proceso, o sólo reducido a ciertas regiones, en parte para los ciudadanos de los Estados que ya protegen en mayor medida los derechos humanos, o podrá seguir extendiéndose en una verdadera y, esta vez claramente positiva, globalización que permita mejorar la suerte de todos los seres humanos? De momento, y lamento ser muy pesimista en el plazo que puedo prever, la pregunta parece tener una triste respuesta.

Por lo demás, este proceso de internacionalización de los derechos humanos -que debería tender a su verdadera universalización o globalización- debe relacionarse, en parte críticamente, con uno de los cambios del Derecho internacional naciente tras la caída del muro de Berlín y la superación de la época de la guerra fría y la bipolarización, que han dado lugar a la hegemonía internacional de Estados Unidos a la cabeza de los países occidentales. Me refiero a la ampliación que la doctrina jurídico-internacional está dando a la idea de conducta contraria a la paz internacional, ampliación por la que se tiende a aceptar la licitud de las llamadas intervenciones bélicas humanitarias, que se pretenden justificar como formas de defensa frente a la violación gravísima por parte de un determinado Estado de los derechos humanos más básicos de su propia población. Las intervenciones bélicas humanitarias serían tema por sí solo para otro simposio, por lo que me limitaré a repetir la paradoja de que los derechos humanos pretenden ser salvados mediante la guerra, el modo más violento de acción y muy poco capaz de diferenciar entre víctimas y verdugos. Y, sin embargo, para no simplificar en exceso un debate complejo, en el que hay muchas razones y argumentos en juego, añadiré sólo que a veces quizá la única esperanza para poblaciones civiles cuyos derechos están siendo masivamente violados puede ser sólo una intervención armada, aunque limitada, selectiva y proporcionada. Aun así, debe reconocerse el riesgo de que las intervenciones humanitarias se conviertan en meras excusas para encubrir intereses políticos no confesables. 10

En fin, quedaba por comentar, en tercer lugar, el punto de vista de la guerra como antítesis del Derecho en el Derecho internacional contemporáneo. Aunque fuera más como esperanza ideal que como realidad efectiva, en la segunda mitad del siglo XX existían indicios, como algunos de los mencionados, que animaban a reflexionar sobre la posibilidad de abrir un camino para ir convirtiendo el recurso a la guerra en antijurídico. Ese era el sentido latente de las tendencias que he comentado a la limitación de las causas justas de guerra a una legítima defensa estrictamente entendida y de los procesos de individualización del Derecho internacional en deberes y derechos. La enorme desproporción entre los pretendidos fines y los terribles medios bélicos hoy disponibles -de las armas químicas y biológicas a las nucleares-, que castigan sobre todo a las poblaciones civiles, parecía obligar a esa reducción, y en el límite a la proscripción, del recurso a la guerra.

Ahora bien, ya antes del actual momento crítico, sabíamos del déficit de efectividad del Derecho internacional, que en último término se regula políticamente mediante un sistema basado en parte en alianzas, tensiones y equilibrios entre los países más grandes y en parte en los impulsos hegemónicos de Estados Unidos. Hoy la parte que corresponde a la voluntad de hiperpotencia hegemónica de Estados Unidos parece de mucho mayor peso que antes, y la continuación y profundización de esa tendencia (que las dificultades de la postguerra de Irak pueden desalentar) configuraría un mundo que, aun atractivo para algunos, iría en la dirección opuesta a los ideales de libertad y democracia en que desde la Ilustración decimos creer en Occidente. Las esperanzas de conseguir la paz mundial propugnada por el pensamiento liberal-democrático van desde Kant en dos direcciones distintas aunque no del todo incompatibles entre sí, si se consideran como etapas sucesivas en el tiempo, pero también pueden verse como incompatibles si se piensa que la condición humana en ningún caso permitirá el paso de la primera a la segunda, que era, por cierto, el punto de vista del propio Kant: la primera, que defendió Kant y que en nuestros días ha recuperado john Rawls, es que para mantener la paz sería suficiente una pluralidad de distintos Estados democráticos en relaciones pacíficas entre sí bajo una organización internacional similar a Naciones Unidas; para la segunda, en un paso más allá (bastante más allá, quizá mucho más allá), que ha defendido jürgen Habermas, sólo una organización internacional que centralizara la capacidad bélica de los actuales Estados y tuviera carácter democrático, es decir, un Estado (o gobierno) democrático mundial, podría garantizar un sistema de paz justa. Curiosamente, Kant defendió la primera opción no sólo porque era escéptico sobre la posibilidad de un Estado mundial, sino también porque, en la medida en que fuera realizable, le pareció muy peligroso: pensaba que únicamente una "monarquía universal" (hoy diríamos un imperio hegemónico) de carácter despótico podría evitar las guerras, y eso sólo de manera momentánea, hasta que su excesiva extensión hiciera ineficaz su gobierno dando lugar a incontrolables guerras civiles dentro de su ámbito de dominación 11 . De momento, lamentablemente, es hacia ese espectro hacia lo que parecen apuntar las tendencias más pesimistas propiciadas por la hegemonía estadounidense 12 : una especie de Estado mundial, pero dictatorial y deficiente en cuanto a la paz 13 .

Quizá haya quien crea en la posibilidad de una vía media entre las dos anteriores: un imperio hegemónico democrático hacia el interior y benevolente hacia el exterior. Pero mis temores van más en la línea de Norbert Elias, el gran sociólogo e historiador alemán del pasado siglo -como Kelsen, también perseguido por el nazismo-, que expresó bien una ambivalencia que no podemos dejar de tener presente:

No hablo aquí de mis deseos. Es cierto que yo mismo no me encontraría bien en un mundo donde un Estado o un grupo de Estados dominara a toda la humanidad. De todos modos, podríamos preguntarnos si la supremacía de un Estado más poderoso que todos los demás sería un precio demasiado elevado para la pacificación de la humanidad, o sea, para la eliminación de la guerra como institución permanente en las relaciones internacionales. [...] ... tal vez merecería la pena pagar por lo menos durante un tiempo el precio del sometimiento a un Estado hegemónico y de soportar la altanería, siempre presente en estos casos, del pueblo dominante. [...] Una vez más, no deseo para mí ni para ustedes vivir en un mundo con semejante estructura social 14 .

Pues bien, si no deseamos eso, debemos esperar que, en parte por procesos internos y en parte por la presión de otros Estados, el Derecho internacional logre recuperarse de la crisis actual recogiendo y ampliando sus anteriores tendencias más positivas

Notas

1 En efecto, aun con revisiones, he utilizado materiales en parte ya antes publicados, especialmente en "Doctrinas de la guerra y de la paz", Anuario de Filosofía del Derecho, XIX, 2002, pp. 139-152.

2 "De la verdadera grandeza de los reinos y los estados" (1612), en Essays (1625), trad. cast. de Luis Escobar Bareño, Ensayos, Barcelona, Orbis, 1985, p. 106.

3 Vid. Bobbio, El problema de la guerra y las vías de la paz (1979), Barcelona, Gedisa, 1982, cap. II.

4 Hans Kelsen, Derecho y paz en las relaciones internacionales [1942], t. c. de Florencio Acosta, México, Editora Nacional, 1974, pp. 113-28, esp. p. 127 (este texto recoge las Oliver Wendell Holmes Lectures dictadas por Kelsen en 1940 y 1941).

5 El actual Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan, lo ha reconocido en su Declaración ante la Asamblea General de Naciones Unidas del 23 de septiembre de 2003, cuando advirtió que "nos encontramos en una encrucijada. Este momento puede ser tan decisivo como 1945, cuando se fundaron las Naciones Unidas. Entonces, un grupo de dirigentes con visión de futuro [...] elaboraron normas que rigieran la conducta internacional y fundaron una red de instituciones, con las Naciones Unidas en el centro, en la que los pueblos del mundo pudieran colaborar en aras del bien común. Ahora debemos decidir si es posible seguir adelante sobre la base acordada entonces o si es preciso introducir cambios radicales". Tales cambios, que Annan consideró claramente regresivos por propiciar "un aumento del uso unilateral y anárquico de la fuerza", se producirían si el actual sistema establecido por la Carta de Naciones Unidas para "afrontar las amenazas contra la paz mediante la contención y la disuasión", que exige la "legitimación de Naciones Unidas" para cualquier empleo de la fuerza que vaya más allá del derecho inmanente de legítima defensa, fuera sustituido por el criterio de "algunos" (donde la alusión a Estados Unidos es clara) de que "los Estados tienen el derecho y la obligación de emplear la fuerza preventivamente", reservándose "el derecho de actuar unilateralmente, o en coaliciones ad hoc" (http://www.un.org/spanish/aboutun/organs/ga/58/sgmessageAG.htm).

6 Véase The National Security Strategy of the United States of America, publicada en septiembre de 2002, donde se viene a extender la idea de acción "preemptiva" hasta convertirla en política de prevención, es decir, no limitada ya exclusivamente frente a un ataque inminente y cierto sino ante una amenaza suficiente. En efecto, allí se dice: "For centuries, international law recognized that nations need not suffer an attack before they can lawfully take action to defend themselves against forces that present an imminent danger of attack. Legal scholars and international jurists often conditioned the legitimacy of preemption on the existence of an imminent threat-most often a visible mobilization of armies, navies, and air forces preparing to attack. We must adapt the concept of imminent threat to the capabilities and objectives of today's adversaries. Rogue states and terrorists do not seek to attack us using conventional means" (en http://www.whitehouse.gov/nsc/nss.pdf, p. 15). Conforme a esa "adaptación", una idea central de esta nueva estrategia es que Estados Unidos se reserva el derecho de actuar "preemptivamente" para prevenir ataques ajenos: "we will not hesitate to act alone, if necessary, to exercise our right of selfdefense by acting preemptively against such terrorists, to prevent them from doing harm against our people and our country" (ib., p. 6).

7 The Strategy of Conflict (1960), trad. cast. de Adolfo Martín, La estrategia del conflicto, Madrid, Tecnos, 1964, p. 260.

8 Véase su Nuevo Derecho Penal Internacional, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2002.

9 Mediante una argumentación que comportaba, me parece, una considerable revisión de su propia doctrina, antes comentada, a propósito de la responsabilidad eminentemente colectiva en el Derecho internacional, Kelsen contribuyó doctrinalmente a esta nueva posición. En una serie de artículos publicados en 1943 el jurista austriaco mantuvo que, mediante un tratado internacional "concluido con el Estado cuyos actos han de ser castigados" que, incluso de forma retroactiva, estableciera las normas sustantivas y procesales correspondientes, era jurídicamente posible sancionar penalmente a los responsables políticos de la provocación de una guerra ilícita según el Derecho internacional general o convencional y, por tanto y en concreto, a los jefes de Estado y de Gobierno de las potencias del Eje (cf. el libro en el que Kelsen reelaboró los citados artículos: La paz por medio del Derecho [1944], t. c. de Luis Echávarri y Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Losada, 1946, parte II, esp. pp. 118, 137-44; la cita textual en p. 137). No obstante, el acuerdo de Londres de 8 de agosto de 1945, por el que se establecieron tanto la jurisdicción del tribunal militar internacional de Nüremberg como los delitos y sanciones internacionales aplicables, fue firmado únicamente por los Estados vencedores. Tampoco la Carta de Naciones Unidas siguió la propuesta de Kelsen de crear un Tribunal permanente con jurisdicción obligatoria y competencia en materia penal sobre acciones individuales contrarias al Derecho internacional.

10 Frente al inicialmente rotundo peso de la apelación a los derechos humanos, los argumentos contra las intervenciones bélicas humanitarias son numerosos, aunque no siempre necesariamente convincentes. Pueden ordenarse en cuatro apartados. El primero destaca los graves riesgos y daños de tales intervenciones, sea porque podrían dar lugar a escaladas y contraintervenciones que degenerasen en una guerra generalizada y devastadora, sea por las dificultades de mantener la debida proporción entre el mal infligido y el que se quiere evitar. Un segundo apartado insiste en los peligros de abuso, tanto porque categorías como "humanitarismo" y "derechos humanos" carecerían de límites bien definidos y animarían a imponer el modelo occidental en dos tercios del mundo, como porque, aunque sus límites fueran estrechos y razonables, siempre servirían de coartada para intervenir selectivamente, con el consabido doble rasero para amigos e indiferentes o enemigos, y por simple autointerés de los Estados más poderosos. Un tercer apartado corresponde a las advertencias políticas y estratégicas sobre las altas posibilidades de fracaso de este tipo de acciones, que rara y difícilmente parece que puedan durar y profundizar hasta cambiar de veras las estructuras políticas de los países intervenidos. En fin, el cuarto y último apartado denuncia la confusión entre argumentos jurídicos y morales, que conduciría no sólo a la difuminación y oscurecimiento de las reglas aplicables, sino también al olvido de los procedimientos jurídicos básicos y, en concreto hoy, a la relegación de Naciones Unidas en favor de Estados Unidos como gendarme mundial. Sin embargo, la seriedad de varias de las objeciones anteriores, que merecerían una más detallada discusión, no elimina ni la gravedad de las violaciones de los derechos más básicos ni la necesidad de buscar y emplear los medios apropiados para evitarlas (sobre ello, remito a mi escrito "Las intervenciones bélicas humanitarias", Claves de Razón Práctica, n. 68, dic. 1996, pp. 14-22).

11 Cf. Kant, La paz perpetua... cit., p. 127; así como La metafísica de las costumbres cit., pp. 190-1.

12 Bertrand Russell escribió que "[siendo poco probable un peligro exterior general para toda la humanidad...] no veo ningún mecanismo psicológico que pueda conducirnos al gobierno mundial, excepto la conquista de todo el mundo por alguna nación o grupo de naciones. Esto parece estar por completo dentro de la línea natural de desarrollo de los acontecimientos, y puede producirse quizá dentro de los próximos cien o doscientos años" ("Civilización occidental", en Elogio de la ociosidad, pp. 183).

13 Esta es una de las crítica más sustanciales que Danilo Zolo dirige en Cosmopolis. Perspectiva y riesgos de un gobierno mundial (trad. cast. sobre la ed. original inglesa [1997], de Rafael Grasa y Francesc Serra, Barcelona, Paidós, 2000) a la propuesta de un gobierno mundial. Frente al convincente realismo de su crítica, en cambio, su propuesta para convivir con la permanente existencia de numerosos Estados y la inevitabilidad de los conflictos entre ellos, incluidos los bélicos, mediante un "pacifismo débil" que desarrolle acuerdos e instituciones internacionales parciales y en red, que tenderían a aislar a los Estados y colectivos en conflicto sin intervenir directamente, me parece, cuando menos, tan ilusoria como la creencia en la inmediata cercanía de un gobierno mundial democrático.

14 Humana conditio (1985), trad. cast. de Pilar Giralt Gorina, Humana conditio. Consideraciones en torno a la evolución de la humanidad en el cuadragésimo aniversario del fin de una guerra (8 de mayo de 1985), Barcelona, Península, 1988, pp. 99-100. En este texto, Norbert Elias insiste particularmente en la alta improbabilidad de que semejante Estado hegemónico pudiera llegar a establecerse y, sobre todo, a consolidarse duraderamente (cf. ibidem, esp. pp. 90-92 y 99-104). Sin embargo, en tan vidrioso asunto como el de incluir o excluir posibilidades a la historia humana, alecciona a la cautela el que el propio Elias -cuya sabiduría y sensatez soy el primero en reconocer y admirar- afirmara también, con un error hoy tan evidente como entonces compartido y compartible, que las "ilusiones del supuesto derrumbamiento espontáneo de los regímenes capitalista y comunista son una quimera" (ibidem, p. 75).