Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 25, 2006
Instituto Tecnológico Autónomo de México
James Buchanan
Recibido: 02 Junio 2006
Aceptado: 12 Julio 2006
1. Introducción
En febrero de 2002, dicté la Conferencia Passmore en la Australian National University, bajo el título "El liberalismo clásico y la perfectibilidad del hombre", recogiendo deliberadamente en mi título el del libro de J. Passmore publicado en 1970. En aquella conferencia, intenté identificar las diversas características de comportamiento que debe poseer la ciudadanía de una comunidad política o, por lo menos, una porción sustancial de ella, a fin de que un orden liberal clásico pueda surgir y seguir siendo viable. Y definí el orden liberal en términos de una organización política bajo la forma de una democracia constitucional y de una organización económica basada en mecanismos operativos de mercado relativamente libres del control político.
Concentré la atención en cuatro características diferentes: la autonomía individual, la reciprocidad del respeto interpersonal, un mínimo de entendimiento y, finalmente, la disposición a defender este orden frente a sus enemigos potenciales. Deseo aquí ampliar algunos de los argumentos de la Conferencia Passmore, examinando más de cerca las actitudes o conjuntos de actitudes evaluativas o normativas frente a las realidades empíricas que describen los comportamientos personales, a diferencia de aquellas realidades mismas, especialmente tal como suelen ser presentadas por la "ciencia" moderna. Sugiero que el orden democrático liberal depende críticamente también de un conjunto indispensable de presuposiciones normativas respecto a las características de los participantes en ese orden; presuposiciones que deben ser incluidas como el "núcleo duro", por así decirlo, en toda discusión de reforma de las estructuras institucionales de las sociedades existentes.
Al menos indirectamente, revisaré así la discusión secular —que vincularé con los nombres de Platón y Adam Smith— acerca de la posible igualdad o desigualdad de los seres humanos en aspectos que pueden ser relevantes para la organización social y política. Sin embargo, mi énfasis estará puesto en las actitudes que se adoptan cuando examinamos o leemos los datos de la realidad, más que en las características particulares de los datos mismos.
Antes de seguir avanzando es necesario "despejar la mesa", por así decirlo, identificando los parámetros de la "política" que estamos considerando. Previo al análisis de las presuposiciones normativas de la democracia, debemos ponernos de acuerdo acerca de qué es y qué no es la "política", sin que importe que la actividad de la política sea o no "democrática". Aquí supondré simplemente que la política es la forma institucional por medio de la cual los individuos intentan alcanzar sus objetivos a través de la acción conjunta o colectiva, a diferencia de acciones aisladas o privadas. De acuerdo con mi conceptualización, no es y no puede ser considerada como un proceso que aspire al descubrimiento de algún "bien" o "verdad" que exista independientemente de la evaluación individual. El idealismo ingenuo, que caracterizara durantre siglos buena parte de la "teoría política", debe ser exorcizado definitiva y totalmente.
Si se aceptase la concepción idealista de la política, si la actividad política consistiese en la búsqueda permanente de algún "bien" que existiría independientemente de la creación individual de valores, habría entonces pocos argumentos justificantes de las estructuras democráticas. En ese caso, existiría una tendencia nececesaria a dejar la conducción de dicha búsqueda en manos de expertos. En esta visión básicamente platónica, queda poco espacio para la democracia. En cambio, si no existen valores trascendentes y las personas tienen que crear sus propios valores, ¿cómo podrían considerarse los de algunas personas más importantes que los de otras? En esta concepción existe una necesaria tendencia inicial a la igualdad natural; éste fue el argumento que Adam Smith adoptó para enmarcar sus ideas.
En el análisis que sigue, el punto de partida será la inclinación smi-thiana hacia la presunción de la igualdad natural.
2. Autonomía
¿Son las personas capaces de autogobernarse? ¿O son, como los niños, incapaces de tomar decisiones que respondan a su propio interés? Y, lo que es muy importante, ¿desean realmente poder elegir libremente?
Así planteé las preguntas centrales en mi Conferencia Passmore. Aquí las presentaré de manera diferente. Cuando pensamos acerca de las estructuras de gobierno, acerca de la reforma y del diseño constitucional, ¿deberíamos suponer que las personas son capaces de autogobernarse? Es decir, ¿deberíamos otorgarle a la "democracia" una genuina posibilidad de realización? ¿o deberíamos, más bien, preservar solamente los "atavíos" del proceso democrático (derecho a voto, elecciones periódicas, representación parlamentaria, referéndums) que reconocemos como algo más que sonníferos, susceptibles de ser manipulados y controlados por quienes verdaderamente saben qué es lo mejor para cada cual en una comunidad política?
Mis propias respuestas están ya implícitas en la forma como planteo las preguntas. Deberíamos, por lo menos, ser honestos con nosotros mismos y, cuando utilizamos la palabra "democracia", deberíamos sólo referirnos a diseños en los cuales los participantes en el cuerpo político detentan la autoridad soberana suprema. Esta soberanía significa que, en su calidad de ciudadanos, las personas que actúan colectivamente tienen poder para decidir definitivamente cómo habrán de ser gobernados y qué, exactamente, harán, individual y colectivamente. En este último nivel de elección, la delegación ya no tiene sentido.
Supongamos, sin embargo, que las personas no desean ser soberanas. ¿Qué sucede si todos, o al menos una parte sustancial de los participantes, desean vivir en una situación de dependencia, ser dirigidos y controlados por otras personas o por agencias impersonales, o hasta por fuerzas externas, que les proporcionarían sustento y socorro? Supongamos, más aún, que las personas parecen ser incapaces de realizar las elecciones más simples, incluso aquéllas que se refieren a su bienestar personal. ¿Qué sucede si, otra vez considerándolo empíricamente, las personas realmente no saben qué es lo que ellas mismas desean? En estas circunstancias, el argumento epistémico que puede invocarse para defender la autonomía individual, ya sea a través de las instituciones de la economía de mercado o de la democracia política, parece desmoronarse.1
Precisamente en tales circunstancias el filósofo con aspiraciones científicas debe, primero, hacer frente a la realidad y tener el valor de dar lo que podríamos llamar un "salto normativo", desde aquello que parece observarse empíricamente hacia aquello que sólo puede imaginarse como posible. Tiene entonces que surgir una presunción consciente de que las personas son potencialmente capaces de enfrentar alternativas como electores autónomos. Se podría invocar la potencialidad humana, a diferencia de su actualidad, para surgerir que, si bien es cierto que no puede esperarse que los hombres y las mujeres se conviertan en ángeles, sí es posible imaginar que pueden ampliar sus capacidades más allá de los límites de cualquier descripción científica actual de su comportamiento real.
Ni los datos científicos sobre el comportamiento ni las encuestas de actitudes pueden proporcionar las bases para inferencias sobre una justificación última del orden democrático-liberal. El científico del comportamiento social puede, en el mejor de los casos, observar lo que existe, algo que, a su vez, depende del marco institucional. No puede determinar empíricamente el comportamiento que podría surgir bajo estructuras institucionales alternativas.
El salto normativo al que me refiero es, efectivamente, un genuino "salto de fe" en el potencial humano. Sin esta fe en la autonomía de las personas, entendida de una forma amplia de modo tal que abarque a todos los miembros adultos de la red de interacción social, ningún argumento justificativo en favor de la democracia como principio de organización del orden político podría sostenerse. En ausencia de esta presuposición normativa, la tarea obvia frente a las incapacidades observadas o supuestas por parte de algunas personas consiste en hacer las distinciones apropiadas entre los potenciales gobernantes y gobernados, es decir, en la elección de los miembros de la élite.
La contradicción implícita en las democracias occidentales de bienestar se manifiesta claramente cuando nos enfrentamos con las cuestiones aquí planteadas. La universalidad del derecho a voto parece incorporar la presuposición normativa de que todas las personas son realmente capaces de participar en el proceso político. Al mismo tiempo, y especialmente a lo largo del siglo pasado, un porcentaje cada vez más grande de la población llegó a depender para su sustento económico, total o parcialmente, de la colectividad, del Estado. Parece tener poco o ningún sentido para las personas involucradas pensar que la situación de dependencia en que se encuentran es un estigma que debería ser evitado dentro de lo posible. ¿Cómo podría esperarse que tales personas consideraran que la colectividad es otra cosa que una entidad que se presta a la explotación, un medio para lograr transferencias de los otros miembros de la comunidad política? Pero, ¿es viable la democracia cuando las personas utilizan sus instrumentos como medios para explotar a otros?
3. Reciprocidad
Es esencial que aquellos miembros del cuerpo político que se encuentran en una relación de dependencia con la colectividad no consideren explícitamente que las transferencias reflejan la explotación exitosa de otros a través del ejercicio del derecho al voto. Es igualmente importante que los perdedores netos en los procesos de transferencia de las democracias de bienestar no se consideren a sí mismos como abiertamente explotados. La democracia como forma de organización política no es viable si se la conceptualiza primariamente como la "política de conflictos distributivos".
Una vez más, hay que distinguir entre lo que se observa, a veces de manera ingenua, y la interpretación de lo observado. vale aquí la conocida metáfora del vaso medio lleno o medio vacío. Gran parte del proceso político en las democracias modernas de bienestar parece, en verdad, reflejar la penosa producción de resultados entre diferentes grupos de presión, cada uno de los cuales intenta explotar la autoridad coactiva de las agencias de gobierno. ¿Es acaso posible -podría preguntar un crítico escéptico- interpretar de otra manera la política?
En este punto se hace necesario llevar a cabo una comprensión constitucional o, con otras palabras, asumir una forma de pensar constitucional. De lo contrario, ¿cómo podría interpretarse el observado proceso real de transferencia como una parte del intercambio político en que la democracia tiene básicamente que consistir? Estén o no explícitamente constitucionalizadas, es necesario que tanto los aparentes ganadores netos como los aparentes perdedores netos conciban las transferencias que describen las operaciones fiscales de las democracias de bienestar como si lo estuvieran. Las transferencias de bienestar tienen que ser evaluadas desde una perspectiva en cierto modo rawlsiana, en la cual el individuo se coloca, normativamente, en una situación parecida a la de la posición originaria, sin identificación específica.
Esta forma de pensar permite que la totalidad del sistema de transferencias en las democracias de bienestar sea considerada como un elemento del conjunto más amplio de intercambios recíprocos entre las personas, que caracterizan la continuada construcción de la constitución misma de la sociedad política. Desde este punto de vista, o con esta presuposición de reciprocidad, la explotación de un grupo o una coalición por parte de otro simplemente no forma parte de la estructura política. Claramente tal interpretación pone límites eficaces a la operación de la política distributiva observada. Pero, la presuposición de reciprocidad en el sentido constitucional permite una considerable tolerancia en la evaluación última de la realidad política observada.
La presuposición de reciprocidad tiene que extenderse también más allá de la política propiamente dicha y ser aplicada al funcionamiento de la economía de mercado, complemento necesario de la democracia en un orden liberal. El mercado, en tanto forma de organización, habrá de funcionar bien sólo si se supone que los participantes están motivados por el autointerés, pero dentro del marco de la disciplina impuesta por el respeto mutuo de las partes intercambiantes. un orden de mercado en el cual las personas negociaran entre sí estrictamente en términos de su autointerés oportunista no sería ni eficaz ni aceptablemente justo.
Sin embargo, una vez más y de la misma manera que en el caso de la demo cracia política, los intercambios en el mercado, tal como son observados, tienen que ser interpretados bajo la presuposición de la reciprocidad, aun cuando se den violaciones manifiestas de la norma. El comportamiento oportunista, que a menudo puede parecer que es el propio de los intercambios mercantiles, no debería ser interpretado como lo normal. Las "leyes e instituciones" necesarias, mencionadas por Adam Smith, incluyen no solamente reglas formales y convenciones informales, sino también la ética institucionalizada del respeto mutuo o la reciprocidad. Y aquí hay que subrayar que, aun cuando empíricamente parezca que una ética tal está ausente en amplias áreas de las relaciones mercantiles, hay que presuponer que la reciprocidad está presente como una restricción fundamental.
4. Implicaciones
En las dos secciones precedentes, he sugerido que el orden liberal, que incluye la democracia política y la economía de mercado, tiene que estar basado en dos presuposiciones normativas: primero, que todas las personas son capaces de hacer sus propias elecciones y que prefieren ser autónomas; segundo, que la mayoría de las personas, si no todas, entran en relaciones con las demás sobre la base de negociaciones justas, de reciprocidad y respeto mutuo. He sugerido también que, desde ciertas perspectivas, la realidad que se observa en la política y en la economía no parece ajustarse a estas presuposiciones. Mi argumento es que, no obstante ello y dejando de lado lo que pueda observarse, tenemos que proceder -dentro de ciertos límites, por supuesto- como si las presuposiciones estuvieran satisfechas.
¿Cuáles son las implicaciones específicas de esta postura para el conjunto de aspectos implicados en el diseño, reforma y cambio institucional-constitucional? Me he referido ya a una institución, el sufragio universal, que efectivamente debe estar basado en la aceptación "como si" de la primera de estas dos presuposiciones. Un segundo complejo de instituciones, resumido bajo la rúbrica del "gobierno de la ley", es quizás una implicación menos evidente de la presuposición normativa según la cual todas las personas son capaces de y desean autonomía. Pues, ¿qué podría significar el principio de "igualdad ante la ley" si, en algún sentido básico, las personas sometidas a la ley fueran consideradas "desiguales"?
Una ley discriminatoria que incluya una clasificación previa de las personas sometidas a su potencial fuerza coactiva viola claramente el precepto normativo. Esta implicación es ampliamente aceptada. Por ejemplo, las distinciones entre las personas por razones de sexo, raza o religión son consideradas como "fuera de los límites" de un orden democrático. Sin embargo, son mucho menos entendidas las implicaciones para el funcionamiento de la política mayoritaria. El principio de generalidad, o no discriminación, vale para todos los aspectos de la intervención colectiva en las vidas individuales, mucho más de aquéllos incluidos en las leyes entendidas en un sentido estricto.2 Es quizás algo sorprendente que se haya reconocido poco o nada que los programas discriminatorios de gastos gubernamentales que apuntan a beneficiar a miembros de grupos clasificados según características arbitrarias, aunque aparentemente plausibles, tiene que ser considerados como apartamientos manifiestos de la norma democrática básica. ¿Cuál puede ser la justificación "democrática" de programas que destinan subsidios o transferencias a grupos profesionales u ocupacionales particulares, a regiones especificadas, a productores o consumidores de determinados bienes y servicios? Ciertamente no es posible invocar una correspondencia, ingenuamente aplicada, entre "regla de la mayoría" y "democracia" para legitimar una manifiesta discriminación política.
Como ya lo señalara, las transferencias distributivas, sean o no discriminatorias en el sentido mencionado, pueden convertirse en elementos de una democracia efectiva sólo si se las trata como si básicamente fueran de naturaleza constitucional. La implicación institucional es clara. En la medida de lo posible, los programas que constituyen un tratamiento diferenciado de los miembros o grupos de la comunidad política tienen que estar explícitamente constitucionalizados. Es decir, tales programas deben ser llevados a cabo como una parte de las reglas operativas dentro de las cuales se desenvuelve la política ordinaria.
Las implicaciones de la segunda presuposición aquí identificada no son tan fácilmente evidentes. A fin de que la democracia política sea eficaz o que la economía de mercado funcione bien, las personas deben llevar a cabo las interacciones con las demás bajo cierta presunción de reciprocidad. Sin embargo, tal presunción puede surgir de un contexto cultural que no es fácilmente susceptible de una reforma constructiva. F. A. Hayek, especialmente en sus últimos trabajos, subrayó el hecho de que a través de un proceso más bien misterioso de evolución cultural las personas adquirirían la disposición de tratar a los extraños desde una perspectiva de reciprocidad, moviéndose así más allá de la herencia genética que permite sólo la reciprocidad tribal en los intercambios.
Sin embargo, desde aquí se pueden delinear sugerencias para reformas institucionales. El tradicional ideal americano del "melting pot", en el que diversos grupos étnicos y culturales de inmigrantes se asimilan a través de un lenguaje y de experiencias sociales comunes, tiende a promover la norma de la reciprocidad generalizada. En cambio, ciertas actitudes modernas que tienden a animar el mantenimiento de identidades culturales separadas contradicen esta norma. La democracia, en tanto estructura política, fracasa en la medida en que las agencias de gobierno son consideradas como recursos para promover los intereses de determinados grupos a expensas de otros. Y los mercados, en tanto generadores eficientes de los valores deseados por los participantes, fracasan también si, con anterioridad a cada transacción, las personas tienen que identificar a la parte contratante recurriendo a alguna característica discriminatoria.
5. Conclusión: Las restricciones de la realidad
En la reunión del Tampere Club de 2002, la atención y la investigación se centraron en el "futuro de la democracia". Aquí, he intentado identificar las presuposiciones normativas que deberían ser tenidas en cuenta en discusiones fecundas acerca de ese futuro. Sin ellas, tendremos dificultades para formular argumentos justificativos de las instituciones correspondientes. Pero con estas presuposiciones, actuamos con la esperanza de que los seres humanos son capaces de satisfacer los requisitos formulados.
Las actitudes implicadas en las presuposiciones aqui identificadas no deben ser extendidas ingenuamente de forma tal que deban aplicarse al comportamiento de todas las personas de la comunidad política. El diseño institucional-constitucional debería prever desviaciones de las pautas normativas por parte de subconjuntos de los participantes y habría que incorporar a la estructura protecciones que limiten los daños que puedan imponer a los demás quienes se aparten de estas pautas. No hay que dar oportunidad para que las personas que o bien son incapaces de actuar autónomamente o bien no desean seguir siendo autónomas puedan ser conducidas, como rebaños, por demagogos que, a través de las agencias gubernamentales, puedan subvertir el propio orden liberal. El argumento de la separación de poderes en el gobierno se basa, en parte, en el reconocimiento de este peligro.
De manera similar, hay que aceptar el hecho de que algunos participantes, ya sea en el orden político o en el mercantil, no respetan las normas de reciprocidad. Y en los arreglos institucionales hay que incorporar protecciones frente a la indebida explotación por parte de tales oportunistas. un medio a través del cual esto puede lograrse son las garantías legales-constitucionales que permiten entrar y salir libremente tanto de los mercados políticos como de los económicos. Mientras las persona conserven opciones de salida a un coste razonablemente bajo, la extensión de la explotación queda fuertemente limitada. En el plano de lo político, la implicación es que, allí donde ello sea posible, hay que establecer estructuras federales de gobierno y, dentro de las unidades particulares, debería estar abierto el ingreso a la competencia electoral, con una periodicidad electoral garantizada. En el ámbito de lo económico, debería estar legalmente sancionada la protección para ingresar y salir de todos los mercados.
Pero, las salvagardias constitucional-institucionales adecuadamente diseñadas en contra de las desviaciones de las normas pueden ser eficaces sólo en contextos en donde el porcentaje de participantes dispuestos a violar las normas de autonomía y reciprocidad permanece relativamente reducido. La falta generalizada o extendida de las personas de adherir a estas normas, junto con el reconocimiento difundido de que otros también violan estas pautas, asegurará el fracaso del propio orden liberal, cualesquiera que sean las salvaguardias institucionales.
Debemos admitir que este fracaso está siempre dentro del ámbito de lo posible. La "democracia" o, más generalmente, la "sociedad libre", puede no ser consistente con la realidad empírica de la humanidad. Después de todo, el sueño de la Ilustración puede haber sido ilusorio, tal como concluyen John Gray y otros desertores liberales. Y este siglo puede, una vez más, reiterar tragedias similares a las experimentadas en el siglo veinte y en otros siglos anteriores. Mi ex colega Frank Fukuyama puede haberse equivocado cuando hace una década afirmó que habíamos llegado al "fin de la historia", en el sentido de la lucha dialéctica entre el individualismo (que permite la democracia y la economía libre) y el colectivismo. Por mi parte, siento la obligación moral de dar el necesario salto de fe y pensar y actuar como si las personas pudieran, en verdad, ser individuos libres y responsables.
Por supuesto, no sugiero que debamos presuponer imaginativamente una realidad que no pudiera existir, ni siquiera potencialmente. Nuestro objeto de estudio es el comportamiento de seres humanos que pueden ser influenciados, pero no totalmente determinados por las instituciones que los restringen y por las actitudes que se adopten frente a estas instituciones. No podemos forzar la realidad para que responda a la imagen que nos hacemos de ella. Pero podemos, en tanto científicos y filósofos sociales, ser obstinados en nuestro rechazo de los resultados de aquellos "científicos" que, al menos por implicación, socavan los fundamentos normativos sobre los que se basa el orden civil occidental. Es muy fácil asumir una postura platónica y mofarse de la ingenuidad empírica de Thomas Jefferson y Adam Smith. Pero si lo hacemos, corremos grave peligro.
Bibliografía
Buchanan, James M. 1991: "The Foundations for Normative Individualism" en id., The Economics and the Ethics of Constitutional Order, Ann Arbor: University of Michigan Press, 221-29.
Buchanan, James M. y Roger D. Congleton 1988: Politicsby Principle Not Interest: Toward Nondiscriminatory Democracy, Nueva York y Cambridge: Cambridge University Press.
Fukuyama, Francis 1992: The End of History and the Last Man, Nueva York: The Free Press.
Gray, John 1995: Enlightenment's Wake: Politics and Culture at the Close of the Modern Age, Londres y Nueva York: Routledge.
Passmore, John 1970: The Perfectibility of Man, Nueva York: C. Scribner's Sons.
Rae, Douglas 1988: "Epistemic Individualism, Unanimity, and the Ideology of Liberty: The Calculus of Consent Revisited", ponencia presentada en una conferencia del Liberty Fund en Santa Cruz, California, junio de 1988.
Referencia
Las presuposiciones normativas de la democracia. BUCHANAN, James. Isonomía [online]. 2006, n.25, pp.23-33. ISSN 1405-0218.
Notas
1 Para una discusión amplia de este argumento, ver Rae (1988) junto con mi respuesta (Buchanan, 1991).
2 Para una consideración exhaustiva de la aplicación y extensión del principio de generalidad a la política, ver Buchanan y Congleton (1988).