Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 25, 2006
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Mónica González Contro
**Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México
Recibido: 10 Octubre 2005
Aceptado: 12 Junio 2006
Resumen: El reconocimiento de los niños como titulares de derechos plantea necesariamente el problema de su ejercicio, derivado de su calificación como incompetentes. El artículo pretende ser un análisis de los modelos de intervención estatal y su justificación ética, que se vincula directamente con el ejercicio de los derechos durante la infancia. Ante los extremos que plantean los modelos liberacionista y perfeccionista moral-jurídico se propone como alternativa el paternalismo jurídico desde la perspectiva de necesidades básicas. El modelo paternalista se justifica en el caso de los niños y adolescentes con el requisito de tener como base y límite las necesidades como criterio objetivado que permite evaluar el papel de cada uno de los agentes que interactúan en el cumplimiento de los derechos de los niños —Estado, padres y niño—, así como explicar los llamados "derechos obligatorios" durante esta etapa de la vida humana.
Abstract: Recognizing children as having rights and being able to exercise them poses a problem because many times they are considered incompetent due to their youth. The following article constitutes an analysis regarding the models of State intervention and its ethical justification, which is linked directly to the exercise of the children's rights. As the Liberationist and Legal - Moral Perfectionism model can be considered extremist in these cases, I propose the Legal Paternalistic model from the vantage of basic needs. The afore mentioned model is justifiable concerning the children and adolescents as long as it is based on their needs which serve as a criterion that evaluates the role of each of the agents, i.e., the State, the parents, the child, who interact directly in the fulfillment of these rights and explains " mandatory rights" during this stage of life.
1. Introducción
El tema de los derechos del niño y adolescente juega hoy un papel importante en la discusión en relación con ciertos valores fundamentales del Estado democrático, tales como del derecho a la no-discriminación o, visto desde otra perspectiva, la igualdad como elemento de legitimidad del Estado, la autonomía y su ejercicio durante los primeros años de la vida humana o la dignidad de la persona como centro independiente de intereses. Pese a que aún hay algunas voces que cuestionan el fundamento de los derechos del niño alegando la carencia de autonomía, y por tanto la incapacidad para tener discrecionalidad en el ejercicio de los derechos, resulta indiscutible que los niños y adolescentes efectivamente son titulares de derechos, por lo menos en los países que han ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y no han formulado reservas que alteren el contenido básico de dicho instrumento. Ello significa que, a pesar del debate teórico, existe un gran acuerdo -por lo menos de forma- en la manera en que debe tratarse jurídicamente al niño, esto es, reconociéndole dignidad como persona moral, y en consecuencia como titular de derechos propios, diferenciados de los de sus padres y círculo familiar. Sin embargo, es claro que con esto el problema del tratamiento jurídico a los niños y adolescentes no queda totalmente resuelto, pues la Convención establece únicamente linea-mientos generales, lo cual deja un amplio margen para la discusión teórica sobre el tema de la efectiva realización de estos derechos y como consecuencia los fundamentos y límites de la intervención de los distintos actores en las decisiones que atañen al ser humano cuando éste es menor de edad.
Los modelos tradicionales de intervención estatal en sus versiones más radicales, en particular el liberacionismo 1 y el perfeccionismo 2 han perdido fuerza en los últimos años, quedando —y así lo pone de manifiesto la convención— como único modelo aceptable para el tratamiento a la infancia el llamado "paternalismo jurídico". Dicha postura justifica la intervención del Estado en la vida de los niños, aun en contra de la voluntad del titular del derecho y de la familia. Este ensayo pretende ser una reflexión sobre los fundamentos teóricos del paternalismo como modelo de intervención estatal para garantizar y hacer efectivos los derechos del niño, así como de las implicaciones prácticas que esto conlleva a través del análisis sobre varios aspectos problemáticos relacionados con este modelo.
El punto de partida de este análisis se sitúa en la consideración de que las capacidades del niño son distintas a las del adulto y esto tiene como efecto, en primer lugar que su percepción de las relaciones causales muchas veces pueda ser limitada, tanto por su inmadurez como por la falta de experiencia. Por otra parte, es necesario tener en cuenta también que la situación evolutiva en la que se encuentra el ser humano durante las distintas etapas de la infancia le hacen tener necesidades específicas que en buena medida lo exponen al riesgo de consecuencias más radicales como resultado de la satisfacción o no satisfacción de las mismas. 3 Sin embargo, se rechaza la imagen del niño como ser incapaz y totalmente carente de autonomía; las habilidades van surgiendo a lo largo del desarrollo y para ello es necesario que se le vaya permitiendo el ejercicio de la autonomía dejándole elegir en los asuntos para los cuales tiene capacidad. La instrumentación de los derechos entonces, debe ser coherente con esta situación. De esta manera resulta que, desde una perspectiva liberal, la clase de derechos a los que se relaciona con las intervenciones paternalistas están vinculados con la idea de necesidades básicas, en el entendido de que éstas se configuran como el criterio de justificación y límite de dichas injerencias, como se intentará argumentar a continuación.
2. El concepto de paternalismo jurídico
Ligadas a la noción de la minoría de edad podemos identificar por lo menos dos intuiciones profundamente arraigadas: por un lado, una tendencia hacia la protección de los pequeños y por otra parte, la idea de incapacidad, de carencia de algo. Desde el surgimiento del concepto de infancia la inclinación natural a la defensa de los niños se ha extendido de los primeros años en los que la vulnerabilidad y dependencia son más evidentes, hasta lo que hoy conocemos como adolescencia. El problema es entonces cómo ha de garantizarse esta protección sin violar la autonomía y respetando la dignidad del niño. Sin embargo, no se puede negar que la fuerte carga emotiva que tiene la palabra "paternalismo" nos revela algo acerca de la segunda intuición. 4 Casi siempre el concepto de paternalismo encuentra una fuerte oposición por estar asociado a la idea de un estado que actúa como padre-adulto protegiendo a sus ciudadanos como hijos-niños. Esto pone de manifiesto cierta concepción de la infancia que frecuentemente subyace al discurso público, pero ¿es verdaderamente justificable el paternalismo jurídico en el caso de los niños y cuáles son sus límites? 5
La noción de paternalismo se vincula generalmente con la imposición de medidas 6 por parte del Estado dirigidas a evitar que el individuo se dañe a sí mismo o a favorecer sus intereses. 7 Para ello la autoridad pública prescribe a las personas conductas o cursos de acción que son aptos para que satisfagan los preferencias y los planes de vida que han adoptado libremente, protegiendo así al sujeto de los actos u omisiones que afectan sus propios intereses o las condiciones que los hacen posibles, aun en contra de su voluntad, es decir, prescindiendo de su consentimiento. Ejemplos de medidas paternalistas son la obligación de usar el cinturón de seguridad en el automóvil o el casco en las motocicletas, la obligatoriedad de la educación, la punición de la venta de drogas, la obligación de hacer aportes jubilatorios o la prohibición de vender medicamentos sin receta.
Nino subraya la importancia de distinguir las medidas paternalistas de otras formas de coacción estatales: Por una parte hay medidas e instituciones que, a pesar de su apariencia paternalista, están dirigidas a la protección de terceros, como es por ejemplo el caso de la obligación de vacunarse contra enfermedades transmisibles. Además, el paternalismo debe ser claramente diferenciado del perfeccionismo que justifica la intervención pública para imponer la materialización de ideales morales considerados como verdaderos, ya que el paternalismo -no perfeccionista- no tiene como fin el progreso del carácter moral de la persona, sino facilitar la consecución de los objetivos propios (Nino 1989, p. 414). En este sentido resulta interesante el debate en torno a los objetivos de las medidas paternalistas sostenido entre Garzón y Atienza (1988). Atienza sostiene que una de las condiciones para que una conducta o norma se considere paternalista es que sea "con el fin de obtener un bien para una persona o un grupo de personas"' 8 mientras que Garzón se opone a este requisito en tanto introduce el concepto de "bien", pues en su opinión "esto impide distinguir los casos de paternalismo jurídico, que pueden ser justificables, de los de perfeccionismo moral" que se inclina a pensar que nunca lo son, y por ello prefiere hablar de evitar un "daño". Las ideas de "bien" o de "beneficiar" podrían tener como consecuencia la aceptación de bienes absolutos u objetivos "que nos lleven a la prohibición del suicidio y de todas las acciones que pongan en peligro los bienes "objetivos" de la vida o la salud" (Garzón 1988, p. 217-219).
Esta discusión se vuelve especialmente importante si se enfoca desde la perspectiva de los niños, pues aunque en el caso de los adultos podría parecer claro que las medidas paternalistas deben tener como fin exclusivo el impedir un daño, durante la minoría de edad la intervención estatal -y paterna- parece abarcar un ámbito más amplio, que requeriría una aclaración de lo que se entiende por evitar un daño, como explicaré más adelante. Creo que Alemany resuelve adecuadamente esta discusión recurriendo al concepto de bienes primarios o necesidades básicas, entendidos como aquellos necesarios para la realización de cualquier plan de vida. En su opinión, este concepto permite distinguir el paternalismo y el perfeccionismo a través de la definición de los bienes primarios a diferencia de los bienes morales 9 a cuya consecución está dirigido el perfeccionismo (Alemany 2000, p. 86). Ciertamente las posturas perfeccionistas defienden la función del Estado de guiar a los ciudadanos hacia aquellos ideales o planes de vida que se consideran objetivamente mejores. 10
En esta misma línea de las necesidades básicas, Doyal y Gough consideran que éstas son la condición para evitar perjuicios graves, es decir, aquellos que incapacitan al hombre para desenvolverse y participar activamente en la sociedad; esta definición amplia de daño, permite incluir las acciones destinadas a proteger intereses de los niños:
Por perjuicio grave se entiende, explícita o implícitamente, la búsqueda significativamente dañada de objetivos que los individuos juzgan valiosos. Estar perjudicado gravemente significa por tanto estar básicamente incapacitado en la búsqueda de la visión propia de lo bueno (Doyal y Gough 1994, p. 78).
Por otra parte, Feinberg subraya la importancia de la voluntad en la discusión sobre el paternalismo legal clasificándolo en débil y fuerte; desde la versión débil se justifica impedir al individuo dañarse a sí mismo si su acción es, o por lo menos existe una presunción de que sea, sustancialmente involuntaria y no existe una evidencia de lo contrario, mientras que la versión fuerte considera que el Estado está legitimado para proteger a alguien aun en contra de su voluntad. Es evidente que no todo daño constituye un argumento para una intervención fundada, de manera que es conveniente establecer las condiciones necesarias para los casos de paternalismo justificado. Para ello hace varias distinciones relacionadas con el concepto de daño a uno mismo: en primer lugar diferencia entre el daño que una persona se hace a sí misma y el daño producido por la acción de otra persona con autorización del sujeto, pues sólo en el segundo caso puede hablarse realmente de consentimiento. 11 La segunda precisión separa las situaciones en que la persona se hace un daño porque este es su fin deseado y cuando simplemente corre un riesgo de dañarse en el curso de actividades orientadas hacia otros fines, y directamente relacionado con esto distingue entre riesgos razonables y riesgos no razonables. Toda actividad supone cierto peligro, y en algunas ocasiones es razonable exponerse para obtener una gran ganancia (por ejemplo en una operación del corazón), y aunque reconoce la dificultad de determinar exactamente que es lo "razonable", pues no es una cuestión de fórmula matemática (por ejemplo, no es razonable conducir a exceso de velocidad para llegar a tiempo a una fiesta, pero sí lo es para transportar a una mujer a punto de dar a luz al hospital) señala que hay cosas claramente irracionales; no basta con que la actividad sea arriesgada para justificar la protección estatal, sino que esta exposición sea extrema y manifiestamente irrazonable. La última distinción relevante para el tema de la intervención estatal clasifica las situaciones en las que el riesgo se asume de manera totalmente voluntaria de las que carecen de aceptación plena. Para considerar que se da el primer supuesto —asumir voluntariamente— se requiere enfrentar el riesgo completamente informado de los hechos y contingencias relevantes, con plena conciencia y sin ningún tipo de coerción o compulsión. Debe haber calma y reflexión, no debe haber emociones distractoras, compulsión neurótica, ni malentendidos para que haya perfecta voluntariedad. Es obvio entonces que se trata de una cuestión de grados, y que la mayoría de las decisiones se encuentran en algún punto de los dos extremos —perfectamente voluntario y completamente involuntario— (Feinberg 1980, pp. 110-116).
El tema de la voluntad es uno de los puntos medulares del debate sobre el paternalismo, pues sería la condición determinante para su aceptabilidad en una sociedad liberal, sobre todo desde la perspectiva de los derechos humanos. No resulta fácil, sin embargo, determinar cuando se trata de un consentimiento dado involuntariamente dado que, tal como dice Feinberg, esto es una situación gradual. Algunas medidas paternalistas se dirigen precisamente a generar las condiciones para perfeccionar la decisión voluntaria. Estos serían los casos que describe Nino en los que el Estado interviene proveyendo información relevante —por ejemplo en el caso del tabaco—, estableciendo requisitos especiales para ciertos trámites obligando así a una meditación más cuidadosa —por ejemplo en los casos de matrimonio o divorcio—, eliminando las presiones sociales que pueden determinar que se tomen decisiones autodañosas —por ejemplo en el caso de la punición al desafío al duelo—, o estableciendo medidas tales como las leyes laborales o el voto obligatorio —que promueve el valor epistemológico de la democracia—y la educación de los jóvenes. otro caso de paternalismo justificado para Nino, aunque en mi opinión de distinta naturaleza que los mencionados, es el de las medidas encaminadas a facilitar la cooperación resolviendo los problemas de coordinación como el caso de los sistemas de salud, la seguridad social o la agremiación sindical (Nino 1989, pp. 416-117). 12 En estas ocasiones el Estado actuaría únicamente como un facilitador de la coordinación, aunque pueden darse distintos grados de paternalismo dependiendo de si esta colaboración es voluntaria u obligatoria.
El caso de los niños es distinto, pues se presume que ni siquiera estas medidas podrían llevar a una voluntad completa y por tanto a un consentimiento consciente. Esto nos conduce al concepto de competencia, es decir, quién se considera que está facultado para tomar decisiones y que éstas produzcan sus efectos, aun cuando ello suponga un riesgo para el titular del derecho. Tal como señala Nino, el liberalismo supone atribuir un valor objetivo a la autonomía, de modo que cualquier preferencia subjetiva que no contradiga este valor debe ser respetada (Nino 1989, p. 217). Resulta entonces que debe existir una presunción en el sentido de que las decisiones deben ser acatadas cuando expresan la voluntad del agente.
Según Garzón, en principio, se podría considerar que únicamente mediante consentimiento del destinatario es éticamente justificable la imposición de una medida paternalista, sin embargo, esto presenta varios problemas: en primer lugar, es obvio que el consentimiento no podría darse en el momento de aplicación de la medida, ya sea porque la persona se opone a ella —en el caso de los llamados "contratos Ulises"— 13 o porque no está en condiciones de hacerlo —por estar inconsciente o con las capacidades alteradas—. El consentimiento posterior también es complicado, pues como han objetado muchos autores, éste puede estar "fabricado" por las intervenciones, además, la negativa de la persona a aceptar la medida paternalista podría considerarse como causa para seguir imponiendo la intervención por no comprender la bondad de la medida, dando lugar así a un argumento circular: "la bondad (o justificación) de la medida paternalista depende del consentimiento futuro y cuando éste no se da decimos que no ha comprendido la bondad de la medida" (Garzón 1993a, p.370). 14 Para solucionar estos conflictos recurre al concepto de competencia como hipótesis de racionalidad o normalidad: se trata de determinar si a quien se aplica la medida la rechaza porque no alcanza a comprender el alcance de la misma. La competencia se refiere a la capacidad de una persona para "hacer frente racionalmente o con una alta probabilidad de éxito a los desafíos o problemas con los que se enfrenta" (Garzón 1993a, p. 371).
La competencia puede ser a su vez básica y relativa, la competencia básica es la que se requiere de manera general para la vida en sociedad y el cumplimento de las disposiciones jurídicas generales, mientras que la relativa se refiere a la diferencia de competencia entre las personas.15 El paternalismo sólo está justificado en el caso de alguien que carezca de la competencia básica y por tanto es plausible decir que alguien es "incompetente básico" por lo menos en los siguientes casos:
a) cuando ignora elementos relevantes de la situación en la que tiene que actuar (tal es el caso de quien desconoce los efectos de ciertos medicamentos o drogas o de quien se dispone a cruzar un puente y no sabe que está roto, para usar el ejemplo de Mill);
b) cuando su fuerza de voluntad es tan reducida o está tan afectada que no puede llevar a cabo sus propias decisiones (en el caso de Ulises, el de los alcohólicos o drogadictos que menciona el §114 del Código Civil Alemán, o el de la debilidad de voluntad, del que hablaba Hume);
c) cuando sus facultades mentales están temporaria o permanentemente reducidas (a estos casos se refieren las disposiciones jurídicas que prohiben los duelos, o las relacionadas con la curatela de los débiles mentales);
d) cuando actúa bajo compulsión (por ejemplo, bajo hipnosis o bajo amenazas).
e) cuando alguien que acepta la importancia de un determinado bien y no desea ponerlo en peligro, se niega a utilizar los medios necesarios para salvaguardarlo, pudiendo disponer fácilmente de ellos. La incoherencia que resulta de querer X, saber que Y es condición necesaria para lograr X, disponer de Y, no tener nada que objetar contra Y y no utilizarlo, es un síntoma claro de irracionalidad (G. Dworkin 1983a, 30). Ello permite incluir a la persona en cuestión en la categoría de quienes carecen de una competencia básica (es el caso de la obligación de los cin-turones de seguridad en los automóviles y de los cascos de los motociclistas" (Garzón 1993a, pp. 371-372).
Quien se encuentra en una posición de carencia de competencia básica tiene un déficit con respecto a la generalidad y por tanto se encuentra en una situación de desigualdad negativa, de tal manera que se precisa de la intervención del Estado para compensar esta desigualdad. Sin embargo, para justificar la acción paternalista no basta con la existencia de una incompetencia básica, sino que se requiere que exista un interés benevolente cuya intención sea procurar evitar los daños que pueden derivar de la propia incompetencia.
Tenemos entonces que, según Garzón, el razonamiento para justificar una intervención paternalista debe partir de dos premisas:
a) En primer lugar una verificación empírica de la incompetencia básica, lo que supone probar que existe una relación de causalidad segura entre la situación que provoca una presunta actuación involuntaria y la atribución de incompetencia básica (por ejemplo los efectos del alcohol o las drogas) o la utilización de criterios de incoherencia lógica (como en el caso de quien no quiere utilizar cinturón de seguridad o casco, aunque tiene interés en preservar su vida).
b) Una verificación de tipo ético normativo, es decir, la medida debe tener como finalidad promover la autonomía y superar la desventaja relativa que supone el déficit.
Esto excluye según Garzón los casos en que alguien con competencia básica decide dañarse a sí mismo, incluyendo quitarse la vida, por considerar la muerte una liberación, o quien decide correr un riesgo por placer o felicidad o arriesgar su vida por los demás.
Para Atienza, el planteamiento de la primera premisa es discutible en lo que se refiere a su tratamiento como una cuestión exclusivamente empírica, pues antes de aplicar el concepto de incompetencia básica a casos concretos, es necesario determinar quiénes deben decidir y de qué manera lo que será una incompetencia básica y para ello hay que apelar a la noción de consenso o aceptabilidad racional:
si se dieran ciertas condiciones de racionalidad, se produciría un acuerdo sobre qué bienes deban considerarse como primarios y, por tanto (pues la noción de incompetencia básica quizá pueda considerarse como derivada de la de bienes primarios) a qué individuos hay que conceptuar como incompetentes básicos" (Atienza 1988, p. 212).
Garzón considera haber tomado en cuenta la idea de consenso racional al referirse a los casos c) y e) de incompetencia básica en los que se refiere a situaciones en las que se pone en duda la racionalidad del agente, lo que se da por admitido en los casos que excluye de paternalismo justificado (como el suicida, el héroe o el amante del riesgo) (Garzón 1988, p. 217).
El problema consiste precisamente en definir de qué tipo de racionalidad estamos hablando, pues al aplicarlo a los niños nos enfrentamos con una lógica distinta a la del adulto, pero que desde mi perspectiva no justifica en todas las ocasiones la intervención paternalista, además de que los niños se encuentran excluidos generalmente de cualquier tipo de consenso por lo menos formalmente —aunque me parece que también fácticamente—. En consecuencia, resulta problemática la utilización de la noción de aceptabilidad racional o consenso en el caso de la infancia ya que, como se entiende generalmente, obliga a recurrir a la idea de consentimiento hipotético o futuro de dudoso valor metodológico por centrarse casi exclusivamente en el punto de vista adulto. Por esta razón, la vía que se propone es la de necesidades básicas desde un enfoque interdisciplinario que permita incorporar de alguna manera la racionalidad presente del niño para darle cabida en el discurso de justificación ética sobre la consideración de ciertas incompetencias básicas y la imposición de medidas paternalistas. Es necesario entonces incluir de alguna manera a los niños en la idea de consenso racional y esto no puede ser -en mi opinión- de otra manera más que a través del equilibrio entre necesidades básicas de cada una de las etapas de la infancia y el derecho a ser escuchado, lo que supone permitirle cierto poder de decisión en los asuntos que le afectan directamente, como se explicará con más detalle posteriormente.
Por otra parte, es curioso que al describir los casos de incompetencia básica Garzón no se refiere expresamente a los menores, aunque como veremos en seguida relaciona su incompetencia con la debilidad y vulnerabilidad. Tratándose de los niños generalmente se da por establecido que la primera condición está dada por su misma situación de minoría de edad, es decir, se considera la edad como una evidencia empírica de que el sujeto es un incompetente básico, en otras palabras, que su capacidad está fuertemente disminuida respecto de la de los adultos.
La segunda premisa es igualmente problemática, pues desde mi punto de vista requiere de la revisión y verificación de cada una de las medidas paternalistas que se encuentran contenidas en la ley, aunque de modo general podemos verla reflejada en el sometimiento a la patria potestad. Sin embargo, el caso de los niños presenta también una característica que torna más delicada la situación, y es que, a diferencia de otras intervenciones en adultos, su justificación no se limita a la prevención de un daño en concreto, sino que abarca un ámbito mucho más amplio. En este sentido constituye una excepción a la recomendación que hace Garzón acerca de que parece aconsejable mantener los casos de incompetencia básica en un límite bajo (aunque tal vez considera que el tratamiento paternalista en el caso de los niños no contradice esta indicación). Esto parece no aplicarse cuando la incompetencia se deriva de la condición infantil pues aparentemente se emplean justificaciones genéricas procedentes muchas veces de ciertas presunciones o prejuicios que subyacen a la concepción del niño.
La calificación del niño como incompetente básico y las características peculiares que por este motivo adquieren sus derechos tiene, además, otras dos consecuencias importantes que serán objeto de análisis a continuación: una en relación con los actores que forman parte en el ejercicio de los derechos que son el niño, los padres y el Estado y otra respecto de su forma, pues se configuran como derechos obligatorios.
3. El niño como "incompetente básico" y las partes en el conflicto: niño, padres y estado
La condición de incompetente básico, o más bien el grado de incompetencia que se asigna a los niños depende en buena medida de las características y capacidades que se les reconocen. Algunos autores relacionan la condición infantil con una situación de extrema debilidad y vulnerabilidad, tal es el caso de Onora O'Neill:
Children are more fundamentally but less permanently powerless; their main remedy is to grow up. Because this remedy cannot be achieved rapidly they are peculiarly vulnerable and must rely more than other powerless groups on social practices and institutions that secure the performance of other's obligations (O. O'Neill 1995, pp. 39-40). 16
En una línea muy similar —incluso citando los argumentos de Onora O'Neill— Garzón relaciona el concepto de vulnerabilidad en el caso de los niños con el de incompetencia básica: el ejercicio de la autonomía durante la infancia está condicionado por su situación de radical fragilidad, que los incapacita para negociar por sí mismos relaciones equitativas de reciprocidad de derechos y obligaciones. La vulnerabilidad, continúa, se da tanto en relación a las personas que están mejor situadas para dañar y ayudar, como respecto de la adquisición y conservación de ciertos bienes. De acuerdo con esta distinción existen dos tipos de vulnerabilidades: relativas, que dependen de las condiciones de explotación o discriminación y desaparecen si éstas se eliminan, y las absolutas para las que no basta la supresión de la situación de opresión, sino que requieren de la adopción de medidas. En el caso de los niños su vulnerabilidad es absoluta, y ello les convierte en incompetentes básicos, pues no pueden medir el alcance de muchas de sus acciones ni satisfacer sus necesidades elementales, aunque concede que es superable con el transcurso del tiempo y que la transformación en capaz básico o incapaz relativo del niño depende en buena medida de la forma en que haya sido atendido durante esta etapa (Garzón 1994, p. 737-738).
Esta visión de la niñez, por cierto compartida por numerosos autores muchas veces con el objetivo de promover la protección de los niños o hasta de fundamentar sus derechos, ha tenido como consecuencia el dilema clásico que enfrenta la protección de los niños y el ejercicio de sus derechos de autonomía, también conocido como la disyuntiva entre salvación o liberación, crianza o autodeterminación. Se plantea la necesidad de optar entre defender al niño de los riesgos que puede suponer el dejarle que elija libremente ya que no tiene la capacidad ni experiencia para prever las consecuencias, o inclinarse por permitirle decidir autónomamente como un adulto, partiendo de que tiene aptitud para hacer opciones voluntarias y que es mejor para el desarrollo de su independencia. creo que este dilema es falso y tiene su origen en una concepción totalizadora de la niñez y del ser humano. Efectivamente el niño se encuentra en una situación de dependencia y vulnerabilidad, pero es falaz que esto sea incompatible con el ejercicio de la autonomía, entendida de una manera amplia y como una capacidad gradual, también en los adultos.
Si bien es cierto que el niño puede ser calificado como incompetente básico, por lo menos durante los primeros años del desarrollo, y que por tanto se justifican las medidas paternalistas en el ejercicio de sus derechos, no hay que ignorar que los distintos derechos requieren de diversas competencias por lo que en la medida en que se van desarrollando ciertas habilidades es necesario ir permitiendo el ejercicio de algunos de éstos. Sin embargo, tampoco podemos dejar de lado que existen derechos cuya práctica no requiere de ninguna capacidad especial —entendida como capacidad de autonomía— y son indiscutiblemente aplicables a los niños desde el inicio de la vida (por ejemplo los derechos a no ser sometido a esclavitud o a no ser torturado).
La calificación del niño como incompetente básico puede tener como consecuencia ubicarlo en el extremo de carencia completa de voluntad y por tanto incapacidad absoluta para dar su consentimiento. El menor de edad, al igual que cualquier adulto en las situaciones que el mismo Garzón cita como ejemplos (bajo los efectos del alcohol o las drogas), carece de competencia para algunos asuntos y decisiones, pero no para todos ni de igual manera en todas las etapas del desarrollo. El niño puede ser incompetente para viajar libremente o dar su consentimiento para adquirir un bien inmueble, pero no para elegir quiénes han de ser sus amigos o para decidir a qué quiere jugar en sus ratos de ocio. No se pretende negar la necesaria conducción de los padres u otros adultos, pero quiero resaltar la idea de que la autonomía es un concepto dinámico que interactúa con el ambiente y se va transformando en la medida en que se da oportunidad para su ejercicio. Es un error intentar dibujar una línea divisoria entre la competencia y la incompetencia básica en el caso de los niños, la sombra de penumbra en la cual es difícil proponer criterios de aplicación universal, también existe en las decisiones sobre la imposición de medidas paternalistas a la infancia, y debemos tomar muy en serio la tarea de evaluar si se justifica o no la intervención. Sin embargo, parece que resulta más sencillo asumir que ciertas habilidades y capacidades de los niños están ausentes que permitirles expresarse y tener en cuenta sus elecciones.
Es más, no sólo es falso que autonomía y protección no son recíprocamente excluyentes, sino que se implican una a la otra. Desde la perspectiva de necesidades el ejercicio de cierto grado de autodeterminación es un requerimiento del desarrollo, pero también precisa de un marco adecuado que impida que el niño se exponga innecesariamente, de tal manera que se podría decir que se protege al niño permitiéndole el adecuado ejercicio de su autonomía o que se posibilita el ejercicio la autonomía protegiéndole debidamente para que no corra riesgos inútiles. Se trata de una interacción dinámica que debe responder a las características de cada etapa y a las capacidades personales. En este sentido es necesario mantener también un equilibrio entre los intereses presentes del niño y la salvaguarda de su condición de adulto futuro. No podemos partir de presunciones generalizadas derivadas de imágenes tal vez equivocadas o por lo menos inexactas, porque ello supondría no reconocer la autonomía y dignidad de los niños, significaría no tomar sus derechos en serio.
Ahora bien, el paternalismo en el caso de los niños enfrenta otro problema peculiar, y es que no se trata únicamente de un posible conflicto entre la autonomía del individuo y la intervención estatal, sino que participan también como actores los padres, sus derechos y deberes. En otras palabras, la interferencia estatal no se percibe únicamente como una limitación a la autonomía del destinatario, también se ha considerado como una injerencia en la esfera privada de la familia. Durante mucho tiempo se sostuvo que todas las cuestiones relacionadas con los menores sujetos a la patria potestad estaban incluidas en el campo de inmunidad del padre, lo que quiere decir que a éste afectaban las medidas paternalistas. Aunque actualmente hay algunas posturas que se decantan por garantizar la atención de los niños a través del reconocimiento de derechos a la familia, 17 creo que la actitud más razonable es la consideración de cada niño como sujeto de derechos individuales, sin que esto signifique negar que deba existir un ámbito de actuación garantizado en el que la familia tenga libertad para proponerse proyectos comunes. Tenemos entonces que los derechos de los niños se distinguen también porque en su ejercicio se ven implicados de manera directa el niño, los padres y el Estado.
Este problema es abordado por Gutman desde la perspectiva de la educación, en particular a partir de cuestionar si el derecho a transmitir ciertos valores de padres a hijos debe considerarse como parte del derecho a una libertad de interferencia de los progenitores. Este tema se plantea frecuentemente, sobre todo al tratar de las libertades de los niños ¿cómo debe entenderse la libertad religiosa en un niño? ¿se puede hablar de un derecho del niño o es un derecho del padre? ¿qué sucede en un enfrentamiento entre los valores del estado liberal y los valores de la familia? Primero es necesario examinar de cerca las relaciones de filiación y los derechos genéricos derivados de ella. Doy por aceptado que se excluye el argumento de que los niños son propiedad de sus padres, por ser contrario a su consideración como persona moral.
Una propuesta atractiva desde mi punto de vista es la de Archard quien sugiere que los derechos de los padres derivan de una obligación de cuidar a sus hijos en cuyo cumplimiento gozan de discrecionalidad y para lo cual requieren ser paternalistas. Gutman vincula a las obligaciones parentales un derecho de "agencia paternalista'" ("paternalistic agency") que se posee frente a otros adultos para que no interfieran en las actuaciones, condicionado al cumplimento de los deberes relacionados con la crianza. El hecho de que los padres biológicos sean quienes detentan este derecho preferentemente se debe a que ello responde mejor a los intereses del niño, pues según Gutman, de entre los agentes disponibles en el estado liberal, los padres son los que mejor pueden cumplir esta función (Gutman 1980, pp. 343-345). Podríamos decir que existe una presunción a favor de los padres biológicos de que atenderán satisfactoriamente las necesidades de sus hijos, pero en caso de no hacerlo desaparecen los derechos derivados de la discrecionalidad en el cumplimiento de las obligaciones de la paternidad. Archard expone varias razones a favor de esta presunción diferenciando las que derivan de la perspectiva del niño y las que tienen su origen en la posición del padre; esto quiere decir que es distinto afirmar que el interés del niño es ser criado por sus padres, a sostener que un padre puede exigir ser el criador de sus hijos independientemente de cómo resulte para éstos. Las razones desde la postura del niño son las siguientes: Primero, los padres biológicos son quienes mejor dotados están para cuidar de sus hijos, dada la inclinación biológica al amor y la protección 18 —aunque por supuesto reconoce que existen excepciones—. Segundo, el ser criado por los propios padres contribuye a la identidad y autoimagen del niño, ya que le herencia genética y el parecido facilitan la identificación y favorecen el afecto mutuo —aunque también existan casos de hijos adoptados que han sido criados exitosamente—. Tercero, permitir a los padres naturales cuidar de sus hijos resuelve problemas de coordinación, en tanto constituye un sistema para asignar niños a padres. Dado que los niños requieren ser criados por adultos significativos es mejor adjudicar la obligación a personas específicas: los problemas de coordinación pueden solucionarse si existe una razón que todos puedan reconocer y que pueda constituir un arreglo aceptable y el hecho de la paternidad natural puede serlo. Sin embargo, estos argumentos no significan que la simple condición de procreador biológico constituya una base suficiente para exigir la custodia, ni que exista nada en la paternidad natural que pueda probar que un padre es bueno. Todas las razones expuestas se basan en el mejor interés del niño. Finalmente aclara que se trata de una presunción, pues cuando los padres demuestran deficiencias en el cumplimiento de los deberes de cuidado, no pueden argumentar un derecho derivado de la filiación biológica (Archard 2003, p. 83-86).
Respecto del papel del Estado, Archard sostiene que tiene una doble función relacionada con los niños: una función de patria potestad para proteger los intereses del niño y otra que responde a la aspiración de la transformación de las generaciones jóvenes en adultos funcionales. En su desempeño como protector el poder público debe preocuparse por el interés del menor, tomando también en cuenta la visión que el mismo niño tiene de su propio bienestar y los padres no pueden oponerse a alguna intervención alegando sus derechos como progenitores. El Estado tiene también el cometido de actuar como suplente de los padres cuando éstos han demostrado incapacidad para cumplir con sus obligaciones, aunque esto debe sujetarse a ciertas condiciones: por una parte debe operar únicamente como último recurso, cuando no hay adultos que se hagan cargo de la crianza del niño o cuando han demostrado incapacidad para hacerlo. En este sentido, existe una presunción del estado liberal acerca de que las familias puedan funcionar mejor si se les deja cierto grado de libertad para conducir sus asuntos privados —aunque ello no es razón para considerar a la familia como una organización estrictamente privada y ajena a la intervención pública—, y el Estado interviene en caso de que los padres crucen cierto umbral para garantizar los derechos de los niños y para proteger el interés general. Además, una vez que se asume la patria potestad, los poderes parentales del Estado deben ir más allá que los de los ciudadanos adultos-padres ante los derechos del niño, es decir, puede tomar decisiones que no están sometidas, por ejemplo, a su consentimiento en caso de haber alcanzado cierto grado de madurez —lo que sí sucede con las de los padres— 19 (Archard 2003, p. 117-126).
De esta manera tenemos una relación triádica que funciona de manera interactiva pero que tiene como justificación última el interés superior del menor: los niños tienen algunos derechos cuya satisfacción se supone garantizada en el ámbito de la familia y otros a los que atiende directamente el Estado, y en caso de incumplimiento de los primeros los organismos públicos pueden actuar subsidiariamente; los padres tiene derechos derivados de las obligaciones de cuidado de sus hijos que se encuentran limitados por los derechos del niño y por los requerimientos del estado liberal, y finalmente, el Estado tiene la obligación de garantizar los derechos de los niños a través de intervenciones paternalistas acotadas por los derechos de los padres y sobre todo por el derecho a la autonomía en los niños. 20 Gutman distingue entre tres niveles distintos: el poder de los padres, el poder del Estado como alternativo al de los padres, y finalmente un ámbito en el que el niño tiene libertad para hacer elecciones propias, sobre todo tratándose de los adolescentes, aunque como he tratado de defender cierto grado de autonomía debe ser reconocido durante todas las etapas del desarrollo.
En este sentido tal vez el análisis de los derechos de los niños pueda ser de utilidad para adoptar una nueva perspectiva sobre las intervenciones paternalistas. Es tradicional la postura que cuestiona la legitimidad de que la autoridad actúe con los ciudadanos como el padre con sus hijos. Pues bien, tal vez tendríamos que detenernos a pensar también en lo que se acepta como premisa implícita en ese tipo de afirmaciones y que tiene que ver con la justificación de ciertas pautas de conductas paternas respecto de los niños, para así derivar una visión distinta acerca del valor autonomía no sólo en los adultos, sino también para los pequeños.
4. Los "derechos obligatorios"
La incompetencia que se atribuye al niño tiene como otro efecto importante la forma que adquieren sus derechos, es decir, no únicamente que el ejercicio de los mismos depende en parte de actores distintos del titular, sino que el contenido no es disponible, pues no se reconoce capacidad de decisión respecto de su cumplimiento. Esta ausencia de disponibilidad opera para los tres actores, traduciéndose en conductas exigibles a cuyo cumplimiento ninguno tiene facultad de renunciar. Los derechos obligatorios constituyen así una fórmula para implementar las medidas paternalistas que es en sí misma paternalista, pues a través de ellos se pretende subsanar una incompetencia básica y garantizar la permanencia de opciones abiertas para cuando ésta sea superada. Desde mi punto de vista los derechos obligatorios son necesarios para mantener el equilibrio entre las partes, pues implican deberes tanto para los niños, los padres y el Estado. Hay que decir que este tipo de derechos no es exclusivo de la infancia, sin embargo, la diferencia radica en que durante esta etapa de la vida humana la mayor parte se configuran de esta manera.
En este sentido es importante la distinción de Feinberg entre "derechos discrecionales" que conllevan tener la posibilidad de decidir entre hacer o no hacer X, y los "derechos obligatorios" que no conceden opciones a su titular, es decir, sólo se permite una forma de ejercitarlos e imponen en los otros una obligación correlativa de proporcionar los medios para realizarlos y no obstaculizarlos, pero no establece un deber de no interferencia (Feinberg 1980, pp. 233). En mi opinión, se trata de bienes de tal importancia que se justifica la restricción a la libertad y encuentra su justificación última precisamente en la autonomía (y tiene como fin la igualdad y el respeto a la dignidad del niño). Esto significa que las medidas paternalistas y por ello los derechos obligatorios únicamente están justificados si, como sostiene Garzón, su finalidad es promover la autonomía. Por ello es importante establecer un criterio claro para determinar el contenido de estos derechos, pues no pocas veces se ha abusado a lo largo de la historia de la supuesta bondad de ciertas medidas para justificar prácticas autoritarias.
Para Feinberg los derechos obligatorios son exigencias contempladas desde un punto de vista positivo, se trata de deberes cuyo cumplimiento es especialmente ventajoso para la comunidad y para el titular, de tal manera que la libertad que supone cualquier obligación (libertad como ausencia de una obligación de no hacer X) se convierte en un derecho pretensión. Para este autor la descripción de este tipo de obligaciones como derechos o como obligaciones depende de qué tanto queramos acentuar su papel como cargas o beneficios (Feinberg 1980, 235). En cierta medida tiene razón Feinberg, pero me parece que trivializa excesivamente la función de los derechos, pues el hecho de calificar una determinada conducta como derecho u obligación no es simplemente una cuestión de perspectiva, los derechos se relacionan con valores fundamentales para el ser humano y se identifican con ciertos principios como igualdad, autonomía y dignidad. 21 Los derechos políticos que menciona este autor como ejemplo, así como el derecho a la educación, los derechos laborales o a la igualdad ante la ley, todos ellos transformados en obligatorios tienen una cosa en común: que protegen bienes fundamentales en una sociedad liberal y sacrifican una parte de la libertad del sujeto en tanto que no permiten elección en aras a alcanzar una autonomía mucho mayor, como lo es vivir en una sociedad democrática, desarrollar las habilidades para poder hacer elecciones libres, tener garantizados unos mínimos en el empleo que permitan la libertad de ocupación o no ser objeto de discriminación. Ello supone una justificación para no dejar las opciones abiertas en la elección ni en el cumplimiento de la obligación. Además, se diferencian porque a cada derecho corresponde un deber en el cumplimiento, mientras que no podemos decir que a cada obligación corresponde otra obligación.
La definición de Peces Barba concuerda mejor con esta visión, pues relaciona los derechos obligatorios ("derechos-deber" los llama) con contenidos trascendentales para el titular y para la comunidad: se trata de derechos cuya importancia es tal que visto desde el punto de vista de su titular, suponen una acción positiva de los poderes públicos, pero desde la perspectiva de la colectividad y el interés general son también fundamentales, de tal manera que constituyen una obligación para el titular (Peces Barba 1995, pp. 462-463). Las teorías voluntaristas de los derechos subjetivos 22 negarían que estas normas constituyan derechos por carecer de un poder de disposición por parte del titular, en otras palabras por no involucrar la voluntad en el ejercicio. Sin embargo, creo que hay razones de peso para considerar que sí se trata de derechos. Los bienes protegidos son de tal modo relevantes que han de ser garantizados inmunizando al titular en contra de sí mismo, pero no sólo de sí mismo, sino también de los actores involucrados en el ejercicio. De otra manera sería muy arriesgado, aun dejando de lado que los niños no pueden en muchas ocasiones juzgar sobre los intereses que involucran proyectos a largo plazo, sino que los otros actores tendrían demasiado peso en las decisiones sobre la vida de los pequeños. En este sentido se puede establecer cierta analogía con el rasgo de inalienabilidad que muchos autores atribuyen a los derechos humanos: se consideran indisponibles por ser tan básicos que ni siquiera su titular tiene derecho a renunciar a ellos y de esta manera se le protege no sólo de sus propias decisiones, sino de eventuales condiciones que pudieran llevarlo a enajenar sus derechos (por ejemplo a renunciar a su libertad volviéndose esclavo para salvar una situación desesperada o poner en peligro su vida vendiendo algún órgano para conseguir recursos económicos). Se crea así un espacio que garantice los mínimos y deje ciertos bienes fuera de las fuerzas del mercado y las eventualidades sociales. En el caso del niño ocurre algo parecido, se salvaguarda un estado de condiciones que no son disponibles para nadie de modo que queden garantizados para cuando pueda disfrutar de ciertos bienes, aunque a diferencia de los derechos cuando se trata de adultos, el ejercicio es también forzoso. Sin embargo, para ello —al igual que ocurre con los mayores— son necesarias dos condiciones: a) que este espacio de no disponibilidad sea el mínimo indispensable, es decir, que no pueda servir como excusa para favorecer una práctica desmedida del poder paterno o estatal, de modo que el niño debe tener facultad para elegir de acuerdo a sus capacidades, y en lo que tenga habilidad para decidir no es válida la imposición de una obligación; b) en relación con la anterior, las limitaciones deben tener un fundamento normativo lo más objetivo posible, y para ello es indispensable un conocimiento de las características del niño aportado por las disciplinas especializadas. Dado que el niño no puede participar directamente en el procedimiento democrático y su intervención en el discurso moral es limitada se vuelve imprescindible que la determinación de sus intereses y del ámbito de actuación indisponible tenga su justificación en las necesidades básicas, sin que ello obste para que se le permita expresarse y se le escuche.
Otra de las cualidades especiales que presentan los derechos obligatorios, y en general las medidas paternalistas en el caso de los niños es que su incumplimiento generalmente no lleva aparejada una sanción, sino la realización forzosa de la obligación. Esto nos refleja también la cualidad de los bienes que se intenta proteger, pues la obligatoriedad tiene como finalidad la realización del derecho sin que pueda ser sustituida. Por ejemplo, la educación obligatoria: en caso de negligencia de los padres o del niño, el Estado se hace cargo para garantizar que el niño la reciba —por lo menos teóricamente—. En el caso de otras medidas paternalistas la coacción se establece a base de sanciones que actúen como elementos disuasores, como ocurre en el caso del cinturón de seguridad, del uso de casco y hasta del voto obligatorio, se imponen multas o privación de la libertad como consecuencia de la infracción. 23 Por otra parte, es importante matizar una afirmación respecto de los derechos obligatorios en el sentido de que no hay discrecionalidad en el ejercicio, pues una cosa es que al ser obligatorios no pueda decidirse si se cumplen o no, y otra es tener cierto poder de decisión en cuanto a la realización del mismo. Aquí entra en juego el pluralismo de una sociedad liberal democrática que debe aceptar distintas opciones para cumplir los derechos obligatorios, por ejemplo, permitir diferentes tipos de educación, aceptar la diversidad de hábitos alimenticios o reconocer varios modelos de organización familiar. Pero en el plano de la ejecución por parte de los niños debe también existir un margen de acción que debe ir directamente relacionado con el desarrollo de competencias y habilidades: por ejemplo, el niño tiene que recibir instrucción formal, pero en un momento cercano a la adolescencia puede opinar sobre a qué escuela asistir. Tampoco hay que olvidar la importancia de los derechos en los que si debe gozar de discrecionalidad en el ejercicio: el derecho al juego, en el sentido de decidir a qué quiere jugar (no se niega que sea necesaria cierta orientación paterna, pero no debe convertirse en imposición), el derecho al tiempo de ocio (que muchas veces es violado por los padres que, ansiosos por preparar a los hijos para un entorno altamente competitivo proyectando quizás sus propias inseguridades y buscando cuidadores alternativos que se hagan cargo de los niños mientras ellos trabajan, los atiborran de actividades extraescolares), el derecho de asociación (para elegir compañeros de juegos y aventuras), etc. Es necesario armonizar tanto a los actores —niño, padres y Estado— como a la forma y contenido de los derechos -derechos obligatorios- de manera tal que respondan a las características de cada una de las etapas, protegiendo al niño, pero al mismo tiempo permitiendo y estimulando el desarrollo de su autonomía.
5. Los intereses fundados en las necesidades de los niños y adolescentes como justificación y límite de las intervenciones paternalistas
Recapitulando, creo que es razonable decir que el debate en relación con la intervención estatal en la vida de los niños a través de medidas paternalistas se concreta en tres grandes bloques de conflictos aparentes:
• El dilema entre autonomía/liberación y vulnerabilidad/protección: Este conflicto enfrenta dos concepciones de la infancia que dan lugar a dos actitudes opuestas, que podrían encontrar su expresión entre las posturas más radicales del liberacionismo y del paternalismo y que sostienen respectivamente que el concepto de niño es una construcción social y por tanto se requiere una liberación a través del reconocimiento de libertades en el ejercicio de los derechos; y una percepción de la infancia como etapa de total dependencia y vulnerabilidad, inclinándose como consecuencia por una función sobreprotectora del Estado. Desde los razonamientos expuestos se rechaza esta aparente disyuntiva, pues ni el niño es en su totalidad un constructo social ni es radicalmente débil y se requiere una interacción entre el ejercicio de la autonomía y la protección contra riesgos innecesarios.
• El papel del niño, los padres y el Estado en las medidas paternalistas: Si bien es cierto que se puede presentar un conflicto entre los tres actores, es claro que el fin último de toda actuación debe ser el interés superior del niño. Ahora bien, es verdad que en la ejecución de esta directriz se pueden dar distintas interpretaciones, pero la respuesta al dilema entre liberación y protección puede dar algunas pistas: toda conducta debe tener como criterio la integración de estas dos necesidades fundamentales y como objetivo último el desarrollo de la autonomía.
En este contexto se enmarca también el tema de la frontera entre la familia y la actuación estatal. Parece razonable sostener la presunción a favor de los padres biológicos sobre la adecuada atención al niño y por tanto la legitimidad de que actúen paternalistamente 24 con sus hijos, aunque teniendo a la autoridad pública como garante último del respeto a los derechos, lo que significa que puede intervenir cuando considera que los derechos del niño están seriamente amenazados por la actuación paterna. Por otra parte, el Estado debe ejercer como proveedor de ciertos bienes, como educación y salud, encuadrado a su vez por el respeto a los derechos.
No quiero dejar de subrayar en este punto la trascendencia de la familia en el ejercicio y desarrollo de la autonomía en relación con la adquisición gradual de competencias. Los padres son testigos privilegiados del crecimiento y la evolución de las capacidades, de manera que pueden atender a las características específicas que necesariamente deben ser excluidas de la regulación jurídica. En otras palabras, mientras que la ley debe establecer un criterio general —una edad o edades determinadas para la atribución de ciertas competencias— los padres pueden hacerlo de acuerdo con el desarrollo particular de las habilidades de cada niño, dándole mayor poder de decisión y elección cuando esté preparado para ello.
• La supuesta contradicción entre los intereses del niño como menor de edad y como futuro adulto: En cierta medida este conflicto es expresión de otros dos, el enfrentamiento entre la valoración de dignidad y autonomía y el choque entre los intereses el niño y los intereses colectivos. La visión que pondera más la autonomía se inclinaría por proteger los intereses del niño como adulto y justificaría sobre todo las medidas que promuevan y garanticen la formación de la capacidad de autodeterminación, la cual también puede ser concebida como de interés público en tanto que el Estado busca la formación de ciudadanos responsables. Por su parte, la dignidad del niño se centra más en su situación presente y sus intereses como tal. El conflicto se diluye si consideramos que para la formación de la autonomía adulta es necesario el ejercicio de la libertad presente que responde a la condición actual del niño. Sin embargo, no debemos olvidar tampoco que el principio de dignidad constituye una frontera importante a las intervenciones paternalistas. Esto es frecuentemente ignorado por quienes defienden los derechos de los niños, pues en muchas ocasiones los justifican únicamente en función de su porvenir como adultos 25 . El principio de dignidad proscribe la imposición de sacrificios que no redunden en beneficio del sujeto, lo que incluye una prohibición de postergar sus intereses presentes; en este sentido el principio de dignidad actúa como límite a los cálculos utilitarios que buscarían el bienestar general aunque éste incluya al propio titular como futuro beneficiario.
Los argumentos a favor del paternalismo jurídico —con las precisiones expuestas— parecen razonables, y creo que no habría objeción en principio a considerar que de esta manera se justifican los derechos obligatorios para compensar las incompetencias básicas durante la minoría de edad. No obstante, esto no es suficiente para aceptar acrítica-mente la imposición de cualquier medida paternalista por parte del Estado a los niños, pues aunque es verdad que en general carecen de la información y experiencia necesarias para la toma de decisiones, hay que matizar y precisar algunos puntos y limitaciones importantes:
En primer lugar, la imposición de las medidas paternalistas no puede tener una justificación general para toda la infancia. La minoría de edad no ha de considerarse como un bloque completo, pues como han señalado muchos autores, y según se desprende de los estudios de la psicología del desarrollo, el ser humano durante la niñez va madurando y adquiriendo nuevas capacidades rápidamente, de manera que no es posible incluir dentro de la misma categoría a un niño de dos años, a uno de diez o a un adolescente de quince. La justificación del paternalismo jurídico es distinta en cada etapa, y debe responder a la capacidad y el desarrollo de la autonomía de la persona.
En segundo lugar, es necesaria la limitación en relación con el contenido de las medidas paternalistas, y para ello es indispensable recurrir al concepto de intereses justificados a partir de necesidades básicas y en especial en las necesidades de cada etapa de la infancia. La incompetencia de los niños no justifica la intervención arbitraria del estado o de los padres, sino que ésta se encuentra determinada por las necesidades. Alemany, después de analizar detenidamente el debate en relación con la justificación de paternalismo, concluye que el problema de fondo de la discusión que he considerado es que se trata de dar cuenta del paternalismo sin acudir a la noción de necesidades básicas y poniendo en su lugar (cumpliendo su función) a los deseos y preferencias de las personas (Alemany 2000, p. 81). Pues bien, si en el caso de los adultos esto parece claro, tratándose de los niños debe serlo mucho más, pues sólo la idea de necesidades básicas puede constituir -desde mi punto de vista- la base para justificar las intervenciones paternalistas.
Finalmente, las actuaciones paternalistas en la vida de los niños deben cumplir también con el requisito de ser lo menos gravosas posible para los individuos, tal como sostiene Alemany:
La satisfacción de necesidades básicas es condición necesaria pero no suficiente de la intervención paternalista. Toda intervención paternalista debe estar mediada por un principio de adecuación al fin que se persigue. En consecuencia, debe justificarse que la intervención conseguirá satisfacer las necesidades básicas de la forma menos gravosa posible para los individuos afectados (Alemany 2000, p. 87).
Estas consideraciones nos llevan directamente a subrayar el principio de igualdad, que hasta el momento parecía no tener un papel especialmente relevante en la discusión sobre el paternalismo. Garzón vincula la imposición de medidas paternalistas al deber de homogeneización de un sistema democrático, esto es, la existencia de cierto grado de uniformidad social es una condición necesaria para la viabilidad del sistema democrático. De esta manera, lo que denomina "coto vedado" compuesto por los derechos directamente vinculados con la satisfacción de los bienes básicos que son condición necesaria para la realización de cualquier plan de vida, está excluido de la negociación y las decisiones mayoritarias, pero además si uno de los miembros de la comunidad no comprende su importancia, se justifica la imposición de medidas paternalistas. Para Garzón la no aceptación de la garantía de los bienes básicos constituye una clara señal de ignorancia o irracionalidad, por lo que puede calificársele como incompetente básico y esto es muchas veces lo que ocurre en el caso de los niños:
El deber de homogeneización puede implicar, en algunos casos, la necesidad de su imposición, aun en contra de la voluntad de sus destinatarios. La obligación de escolaridad, por ejemplo, no queda sujeta al consentimiento del niño o de sus padres (Garzón 1993d, p. 536).
De este modo el paternalismo debe estar fundamentado también en la idea de equidad pues precisamente este tipo de medidas deben tener como propósito el asegurar los mínimos de homogeneización necesarios en una sociedad democrática, que desde mi punto de vista no es otra cosa que la equidad de los miembros de una sociedad respecto de las necesidades básicas. 26 La importancia de los bienes es tal, que incluso el autor los relaciona con la competencia, es decir, quien no alcanza a percibir su trascendencia no actúa con racionalidad o ignora las relaciones causales elementales, de modo que puede considerársele como incompetente básico e imponerle la satisfacción de esas necesidades. Este sería el caso típico de los niños y la justificación del paternalismo que caracteriza casi todos sus derechos.
Por otra parte, la incapacidad para satisfacer por sí mismo las necesidades básicas, ya sea porque no alcanza a percibirlas como tales —por ejemplo la necesidad de nutrientes adecuados para un niño que quiere alimentarse a base de dulces—, o por carecer de aptitudes para satisfacerlas por sí mismo debido a una falta de habilidad inherente a su edad, consecuencia de su situación de dependencia —por ejemplo dotarse a sí mismo de vivienda, vestido, alimentación, etc.— o a una incapacidad socialmente construida —por ejemplo la prohibición de trabajar—, constituye una justificación para la imposición de medidas paternalistas. En este sentido el niño tiene una incompetencia básica y requiere de otros medios para atender a sus necesidades. Al mismo tiempo, las necesidades constituyen un límite, pues las medidas se justifican únicamente en cuanto se requieren para su satisfacción, todo lo que sobrepase esto viola la autonomía del niño. En mi opinión, la teoría de las necesidades básicas de los niños y adolescentes puede funcionar como el criterio único de justificación del paternalismo al que se refiere Atienza en tanto que sirve para determinar si los bienes que se promueven son de tipo primario, ayuda a evaluar si el sujeto tiene una incompetencia básica y puede presumirse racionalmente su aceptabilidad (Atienza 1988, p. 213).
No ignoro que este concepto es problemático, pues de la idea de necesidades puede desprenderse una gran variedad de conductas y actuaciones, sin embargo, creo que vale la pena el esfuerzo de someter a análisis lo que tradicionalmente se ha asumido como adecuado para los niños. En la medida en que renunciemos a las visiones simplistas y totalizadoras será más consistente la integración de los diversos aspectos que intervienen en la justificación de las medidas paternalistas cuando el individuo tiene una incompetencia básica.
Las necesidades básicas de los niños constituyen la justificación y al mismo tiempo el límite de las intervenciones paternalistas. justificación porque proporcionan razones para explicar que los niños tienen necesidades específicas, que se manifiestan de una forma distinta que las de los adultos y que son de tal manera importantes, que es preciso garantizarlas y el Estado debe asumir esta función en combinación con la familia. Es admisible que el poder público intervenga en la esfera del individuo aun prescindiendo de su consentimiento a través de la imposición de derechos-obligatorios destinados a preservar la autonomía y permitir su ejercicio, redistribuir los recursos sociales para conseguir condiciones de igualdad, y salvaguardar la dignidad del titular. Pero al mismo tiempo las necesidades de los niños y adolescentes conforman el límite para las intervenciones, en otras palabras, únicamente es legítima la actuación pública sin la voluntad de titular del derecho en lo que se relaciona con la satisfacción de las necesidades, cualquier otra intromisión u omisión al solicitar su consentimiento es contraria a los derechos del niño y por tanto injustificada.
La perspectiva de necesidades permite establecer un punto de equilibrio respecto de los derechos de los niños, dotando de un aparato crítico que sirve como prueba para cada una de las intervenciones paternalistas. Desde mi punto de vista cualquier otra posición cae en extremos igualmente peligrosos: o deja desprotegido al niño y vulnerable en su situación de desarrollo o falta de experiencia, o viola sus derechos ignorando su capacidad de autonomía y dignidad imponiéndole medidas en contra de sus deseos e intereses. Este equilibrio es delicado, pues los contornos no son claros y perfectamente delimitados; se requiere por tanto una actitud de discusión social, siempre abierta a la escucha del niño teniendo como telón de fondo sus necesidades, con la suficiente flexibilidad para ir asimilando los cambios que se van produciendo a cada momento del proceso del crecimiento.
Finalmente, los principios de autonomía, dignidad e igualdad cumplen también una función legitimadora, pues deben constituir la base de cualquier intervención paternalista: la autonomía en su doble papel de autonomía como necesidad presente que debe ser ejercida y autonomía futura que debe ser resguardada; dignidad como garantía de no sacrificio del niño como futuro adulto o miembro de la comunidad; e igualdad como homogeneización fundamentadora de la medida paternalista.
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Referencias del artículo . Paternalismo jurídico y derechos del niño. GONZALEZ CONTRO, Mónica. Isonomía [online]. 2006, n.25, pp.101-135. ISSN 1405-0218.
Notas
* Este texto fue presentado en la Universidad de Alicante, España. Agradezco las observaciones de Macario Alemany que me permitieron hacer algunas correcciones al texto original.
1 La tesis liberacionista de los derechos se entiende generalmente como la postura que sostiene que los niños deben ser titulares de derechos para ser "liberados" de los condicionamientos y la opresión adulta. La idea básica general de este tipo de pensamiento es que la infancia es una construcción social, es decir, que las características que se atribuyen a los niños no parten de hechos reales y objetivos, sino que, al igual que sucede con otros grupos oprimidos, la visión de que no tienen capacidad para ejercitar sus derechos y la carencia de autonomía son productos fabricados artificialmente. De la misma manera que durante siglos se creyó firmemente que ciertas clases de personas como los negros o las mujeres eran naturalmente inferiores y por tanto incapaces de compartir la titularidad de derechos con los varones blancos, los teóricos liberacionistas argumentan que la supuesta inferioridad de la infancia tiene origen en los prejuicios de los grupos dominantes. Es necesario entonces liberar a los niños al igual que se ha hecho con otros colectivos, y esta emancipación sólo podrá realizarse a través de permitirles la toma de decisiones autónomas, de dejarles elegir libremente sus proyectos personales. De esta manera, muchos autores creen que la niñez es un fenómeno que tiende a desaparecer en la medida en que se van eliminando las estructuras que lo sostienen y que impiden el ejercicio completo de la autonomía, de modo que la historia de la infancia tendrá como culminación la desaparición del niño como categoría social. Estas ideas encuentran sobre todo su expresión práctica en la filosofía de la educación y su concreción en diversos experimentos educativos que concebían como uno de los pilares básicos la libertad del alumno.
2 En términos muy generales puede decirse que, mientras los liberacionistas propugnan por la no intervención del Estado en las decisiones de los individuos, los perfeccionistas justifican la conducción del Estado hacia ideales morales. El perfeccionismo parte de la base no sólo de que existen planes de vida objetivamente mejores, sino que "sostiene que lo que es bueno para un individuo o lo que satisface sus intereses es independiente de sus propios deseos o de su elección de forma de vida y que el Estado puede, a través de distintos medios, dar preferencia a aquellos intereses y planes de vida que son objetivamente mejores" (Nino 1989, p. 205). Esta visión excluye la neutralidad del poder público frente a las distintas concepciones de lo bueno y asume como una función legítima la adopción de las medidas necesarias para que los individuos acepten y materialicen los ideales de virtud personal que se consideran verdaderos.
3 Para una teoría sobre las necesidades infantiles y adolescentes ver: Ochaíta, Esperanza y Espinosa, Ma. Angeles, Hacia una teoría de las necesidades infantiles y adolescentes: Necesidades y derechos en el marco de la convención de las Naciones Unidas sobre derechos del niño, Mc Graw-Hill-UNICEF, Madrid, 2004
4 Feinberg, por ejemplo, dice que el problema es conciliar nuestra aversión al paternalismo con la necesidad aparente o por le menos razonable de ciertas medidas paternalistas (Feinberg 1993, p. 111). Alemany, a su vez manifiesta que "Desde los tiempos de Filmer hasta nuestros días, la carga emotiva del término "paternalismo" ha cambiado de signo, aunque haya mantenido su intensidad. Mientras que Filmer podía confiar en la fuerza del argumento paternalista para fundamentar la monarquía absolutista, hoy en día calificar a una institución de paternalista es, por el contrario, una persuasiva manera de presentarla como carente de legitimación" (Alemany 2000, p. 17). En el mismo sentido, Camps afirma "El término "paternalismo" es ya peyorativo. Suele referir a un cierto tipo de protección o ayuda no justificado" (Camps 1988a, p. 105).
5 Es bien conocida la postura de fuerte oposición al paternalismo de Mill, sin embargo aun este autor defensor radical de la autodeterminación, considera el período infantil como una excepción: "Pero ni una sola persona, ni cualquier número de personas, está autorizada a decir a otra criatura humana de edad madura que, por su propio bien, no debe hacer con su vida lo que ella ha elegido hacer" (Mill [1859] 1991, p. 174). Sin embargo, Mill habla también de la obligación moral de los padres hacia los hijos y de que el Estado debe procurar que se cumplan estas obligaciones, especialmente la de educarle a costa del padre.
6 Es interesante la discusión en relación con el tipo de medidas que implican las acciones paternalistas. En un principio, Garzón sostiene que el paternalismo supone la imposición de una medida coactiva (1987, p. 361), lo que Atienza refuta afirmando que existen casos de paternalismo -jurídico y moral- que no implican la intervención coactiva, por ejemplo, cuando el Estado o el médico omiten informar a los ciudadanos o a los pacientes para evitarles preocupaciones o sufrimientos (Atienza 1988, p. 208). Alemany está de acuerdo con la postura de Atienza, sin embargo, distingue entre dos acepciones del término coacción: la que se refiere a la propiedad del sistema jurídico de que está respaldado por la fuerza del Estado, a diferencia de un sentido más restringido que alude a las normas para cuyo incumplimiento existe una sanción. En el primero de los significados, sostener que el paternalismo consiste en interferencias a la libertad es una especie de redundancia, mientras que la utilización de la segunda acepción para hablar del paternalismo restringe el concepto porque deja fuera muchas acciones y normas que son paternalistas (Alemany 2000, p. 42-43). Finalmente Garzón concede también que el concepto de paternalismo queda indebidamente restringido si se limita a prohibiciones y mandatos, aunque a su juicio es intrascendente si se trata de estas posiciones o de permisos, pues lo relevante es "que la medida se imponga en contra de la voluntad del sujeto" (Garzón 1988, p. 215).
7 Feinberg considera que el segundo caso, es decir, la protección de los intereses de la persona constituye una versión "extrema" del paternalismo: "The principle of legal paternalism justifies state coercion to protect individuals from self-inflicted harm, or in its extreme version, to guide them, whether they like it or not" (Feinberg 1980, p. 110).
8 "Una conducta (o una norma) es paternalista si y sólo si se realiza (o establece): a) con el fin de obtener un bien para una persona o grupo de personas y b) sin contar con la aceptación de la persona o personas afectadas (es decir, de los presuntos beneficiarios de la realización de la conducta o de la aplicación de la norma)" (Atienza 1988, p. 203).
9 Alemany distingue entre estos dos tipos de bienes: "No creo que quepa avanzar más en la distinción entre paternalismo y perfeccionismo sin entrar de lleno a exponer una teoría de carácter justificatorio. La distinción entre uno y otro requiere, en mi opinión, diferenciar entre actos que puedan ser dañosos o beneficiosos para la salud física, psíquica o la situación económica de un individuo, y en su calidad de ser meramente morales o inmorales" (Alemany 2000, p. 57). En mi opinión los bienes primarios se pueden identificar con los satisfactores de salud física y autonomía propuestos por Doyal y Gough.
10 Alemany señala que al definir el paternalismo Atienza no se compromete con la distinción entre "evitar un daño" y "beneficiar": "Esta distinción entre "evitar un daño" y "beneficiar" es relevante en el contexto de justificación y conviene no introducirla en la definición de paternalismo. La razón fundamental de la relevancia ética de esta distinción es que uno de los criterios con mucha frecuencia utilizados para distinguir en un caso si se trata de beneficiar o de evitar daños es el de los derechos y deberes implicados. De esta manera, si introducimos la idea de "evitar un daño" en la definición de paternalismo contribuimos a prejuzgar la cuestión moral por definición, pues para que una acción haya de ser calificada de "evitar un daño", según una concepción muy extendida, es necesario que se tenga el deber de actuar" (Alemany 2000, p. 85).
11 Feinberg considera que decir que yo consentí mis propias acciones es una metáfora para decir que actué voluntariamente (Feinberg 1980, p. 112).
12 Debo aclarar que aunque los casos son propuestos por Nino, la agrupación es mía, ya que el autor simplemente se limita a señalarlos como casos de paternalismo legítimo por compaginar con el principio de autonomía.
13 Cuando se solicita la intervención de un tercero para impedir una acción en un momento en el que se presume habrá debilidad de voluntad (como Ulises cuando solicitó ser atado para no dejarse seducir por el canto de las sirenas).
14 Archard plantea también las dificultades de recurrir al consentimiento hipotético o futuro para justificar el paternalismo en el caso específico de los niños: "Many children, on leaving their families, explicitly reject the upbringing they received, but this does not show that the parents acted impermissibly when they raised the child. A child might never grow up, dying before reaching her majority. Yet counterfactual appeals —in this instance, to the consent she would have given— are notoriously difficult to confirm or deny" (Archard 2003, p. 99).
15 Para clarificar el concepto de competencia básica y relativa Garzón ejemplifica: "Podríamos decir que, a pesar de que Pedro y juan son igualmente competentes, juan es más competente que Pedro. La aparente contradicción de esta frase indica que aquí estamos utilizando dos conceptos de competencia" La primera es la competencia básica y la segunda la competencia relativa (Garzón 1993, p. 371).
16 La argumentación de O. O'Neill pretende fundamentar la atención a las necesidades de los niños en obligaciones de los adultos.
17 Entre estos autores se encuentran los comunitaristas que sostienen el derecho de los padres a determinar la educación de niño y jóvenes. Por ejemplo john o'Neill considera que la teoría liberal ha ignorado a los niños y destaca la importancia de la familia en la atención a los menores: "The point of this device is to make it clear that, in the covenant perspective, the subject of politics is only properly conceived when the political subject is recognized as an embodied, gendered family-subject whose reciprocal regard for other citizens is constitutive of one's moral worth and civic agency. Thus, we must treat the child as a political subject. We do so not from a child-rights standpoint, but because the commitment of the children of our own generation, as well as of future generations, to a class contract that is so inimical to their well-being invalidates the moral grounds of market society" (J. O'Neill 1994, pp. 35-36).
18 Creo que Archard se refiere a las conductas preprogramadas, especialmente las relacionadas con el apego estudiado por Bowlby y que han sido investigadas por los etólogos, dado que las compartimos con otras especies animales.
19 Esta segunda condición se entiende mejor utilizando el ejemplo que cita Archard del caso Gillick en el que una madre se inconforma con una circular en la que se autorizaba a los médicos a informar a chicas menores de 16 años sobre temas sexuales y a proveerles de anticonceptivos sin consentimiento de los padres. La decisión fue que la circular no era ilegal, de modo que los padres debían ceder ante el derecho de la hija a decidir por sí misma una vez que hubiera alcanzado cierto grado de inteligencia y entendimiento. Por el contrario, cuando el Estado ha asumido un papel de patria potestad su derecho no tiene necesariamente que ceder ante la decisión del niño (Archard 2003, p. 121). En otras palabras, el Estado puede emitir una decisión vinculatoria sobre ciertos aspectos de la vida del niño aún en contra de su voluntad, como ocurre por ejemplo, cuando ordena una transfusión de sangre a un menor de edad contraviniendo sus creencias religiosas.
20 Es claro que nos encontramos en el plano hipotético de un escenario ideal, en el que cada uno de los actores puede desempeñar su función. Es innecesario subrayar el hecho de que en el mundo real la situación de los niños rebasa la cantidad de recursos destinados a la satisfacción de sus necesidades, de modo que las medidas que se requieren no se implementan o lo hacen de manera deficiente e insuficiente. Por otra parte la actuación subsidiaria, comenzando por la supervisión del Estado en caso de incumplimiento de las obligaciones paternas, rebasa también la capacidad de los organismos encargados en la mayoría de los países del mundo.
21 Feinberg dice que muchas de las obligaciones políticas se conciben como beneficios y se demandan como derechos por quienes no tiene acceso a ellos, tal es el caso de las mujeres y los derechos políticos. Esto es lo que sucede en una escena de Ana Karenina de Tolstoi en el que un grupo de personas discute acerca de la liberación y los derechos de la mujer: "But if women as a rare exception, can occupy such positions, it seems to me you are wrong in using the expression 'rights'. It would be more correct to say 'duties'. Every man will agree that in doing the job of a juryman, a witness, a telegraph clerk, we feel we are performing duties. And therefore it would be correct to say that women are seeking duties, and quite legitimately. And one can but sympathize with this desire to assist in the general labor of man" (Feinberg 1980, p. 236). Esto muestra claramente que constituyen acciones importantes para el individuo, pues permiten el acceso a las decisiones públicas; en efecto, este tipo de derechos obligatorios tienen como finalidad lograr mayores cuotas de autonomía, pues su negación en el caso de las mujeres, como refleja el texto de Tolstoi, supone vedar su participación y minusvalorar su autonomía y dignidad. curiosamente el mismo fenómeno ocurre con el derecho a la educación en los niños: para los niños de países del primer mundo la educación es una obligación, para los países en vías de desarrollo es un derecho, mientras que para los niños de los países más pobres es un privilegio.
22 Las teorías voluntaristas sostienen, de manera muy general, que las normas que crean derechos tienen como característica común que protegen y respetan la voluntad de las personas por acción u omisión, en este sentido los derechos son instrumentos para promover la autonomía y tienen como función el crear un perímetro protector libre de intervenciones ajenas para actuar sobre la obligación correlativa a su derecho.
23 Se puede argumentar que en el caso de incumplimiento de las obligaciones parentales, en muchos ordenamientos jurídicos se impone la privación de la custodia y hasta de la patria potestad como sanción a los progenitores, sin embargo, estas medidas tienen como primordial finalidad el garantizar el cumplimiento de los derechos del niño, aunque evidentemente pueden significar un castigo para los padres.
24 Se entiende que los padres actúan paternalistamente con sus hijos -y están legitimados para ello- en la medida en la que pueden imponer conductas en contra de la voluntad del niño en el cumplimiento de sus obligaciones parentales. Para Archard el que un padre actúe paternalistamente supone tomar las decisiones que promuevan los intereses del niño y que éste no sea capaz de realizar, hasta que madure (Archard 2003, p. 97).
25 Otro de los numerosos ejemplos de la visión que privilegia el papel del niño como futuro adulto es la de Gutman, quien al examinar el derecho a la educación en una sociedad liberal dice: "If children have rights in virtue of their basic needs and interests as future adults citizens, one of those rights will be a right to education, or what some theorists have called 'a right to socialization' " (Gutman 1980, p. 349). La opinión de la autora se fundamenta en el derecho a la educación obligatoria es presupuesto para convertirse en un ser humano racional y ciudadano completo de una sociedad democrática liberal, ya que sin educación formal los niños serían incapaces de ejercer inteligentemente sus derechos civiles y políticos.
26 La idea de equidad a partir de las necesidades básicas está presente también en la idea de bienes primarios de Rawls, sin embargo, la aplicación de esta teoría resulta problemática en el caso de los niños por estar excluidos de la clase de los ciudadanos y por su pertenencia a la familia.
Información adicional
Como citar: GONZALEZ CONTRO, Mónica. Paternalismo jurídico y derechos del niño. Isonomía [online]. 2006, n.25 [citado 2020-08-18], pp.101-135. Disponible en: . ISSN 1405-0218.