Isonomía, núm. 34, 2011
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Otfried Höffe
Universidad de Tubinga, Alemania
Fecha de recepción: 09/01/2010
Fecha de aprobación: 11/12/2010
Resumen: Este artículo explica que la paz global puede lograrse por medio de un Estado de naciones que comprende cuatro variantes, aunque se propone que sólo una variante satisface los requerimientos de la razón jurídica: el Estado de naciones con forma republicana o república mundial. En razón de que la pertinencia de una propuesta filosófica depende de la valoración de sus fortalezas y debilidades, el núcleo de este artículo lo constituye el análisis de los pros y contras de un Estado de naciones con forma republicana.
Palabras clave: Analogía del Estado y el individuo, democracia, república mundial, Estado de naciones, derechos humanos.
Abstract: This paper explains that global peace could be achieved by means of a State of nations which includes four variants, although it is proposed that only one variant meets the demands of the legal reason: the State of nations with republican form or world republic. Because the appropriateness of a philosophical proposal depends on the examination of its strengths and weaknesses, the core of this paper is the analysis of the pros and cons of a State of nations with republican form.
Keywords: Analogy of State and individual, democracy, world republic, State of nations, human rights.
Las siguientes reflexiones abordan la relación entre filosofía y política. En torno a esta relación existe un género literario que supedita el principio del rey filósofo de Platón al principio de la división de los poderes. En los denominados espejos de príncipes, el filósofo ya no reclama el poder, sino más bien el derecho a aconsejar al detentador del poder. Uno de los más antiguos ejemplos de este género literario relaciona a uno de los más grandes filósofos con uno de los estadistas más conocidos. Aristóteles aconseja a Alejandro Magno sobre el comportamiento hacia los subditos, sobre la fundación de Estados griegos y sobre la pregunta acerca de si se debería reasentar por la fuerza a la nobleza persa. El punto álgido del consejo lo constituye sorprendentemente la visión de un Estado mundial, una kosmopolis, que posee un gobierno y una constitución, y en el que no existen guerras.1
Nosotros no nos ocupamos aquí de la pregunta histórica acerca de si el texto proviene realmente de Aristóteles (el texto ha sido transmitido sólo en árabe). A nosotros únicamente nos interesa el siguiente asunto: ¿debe uno erigir también a gran escala lo que desde hace mucho tiempo se entiende por sí mismo como existente a pequeña escala (una constitución, un gobierno), y no exclusivamente para grandes regiones como Europa, sino para la Tierra en su totalidad? ¿0 el objetivo a que esta idea apunta (un orden global pacífico) puede alcanzarse de un modo que deje intactas las realidades estatales del mundo, es decir, sin un Estado global?
Por el modo como ha sido expuesta, esta pregunta nos determina una estructuración o argumentación en cinco actos, como en los dramas clásicos; pero, sin duda, detallada de otra manera. Comenzaremos con el argumento decisivo en favor de un Estado mundial, con la analogía del individuo y el Estado. En la segunda parte, analizaremos algunas objeciones, e inclusive examinaremos, en una tercera parte, la cuestión acerca de si el objetivo (la paz mundial) no sería alcanzable a través de una estrategia alternativa al Estado mundial. La cuarta parte se ocupará de un complemento necesario, del derecho de ciudadanía mundial y, al final, retomaremos algunas consideraciones sobre el Estado mundial.
Ante todo, hagamos una observación metódica, que es, en cierta manera, un preludio a los cinco actos. Un Estado mundial evidentemente no sólo es responsable por los miembros de nuestra cultura, de allí que el tema forme parte de un debate del cual nos ocupamos raramente y cuyos fundamentos también apenas conocemos. El tema corresponde a un discurso que no tiene lugar exclusivamente en nuestra cultura y que tampoco está sujeto a las condiciones especiales de la misma: el tema forma parte de un discurso jurídico intercultural. Con este discurso la filosofía no se dirige más a un único príncipe, sino, en el marco de la democratización, al príncipe que cada uno de nosotros es. Además, bajo el signo de la igualdad global, la filosofía asesora a todos los interesados de cualquier cultura.
Con motivo del crecimiento de la autoconciencia de otras culturas el discurso intercultural adquiere una nueva exigencia. Debido al temor, dicho explícitamente, a un imperialismo cultural -aquí, a un imperialismo jurídico-cultural- el discurso jurídico intercultural hace frente a tres planos. En el primer plano, el de la historia del derecho, el filósofo se informa con el teórico del derecho. En este plano, el filósofo se da cuenta de que la raíz para una comunidad jurídica internacional, es decir, un derecho internacional, nace mucho antes de la modernidad europeo-americana. Sólo por nombrar un ejemplo, en el Antiguo Oriente, más o menos de 1450 a 1200 a. C, es decir, durante un cuarto de milenio, las relaciones entre Egipto, Babilonia y los Hetitas, y por momentos las relaciones entre el reino de los Mitani y el Imperio Medio Asirio, tuvieron carácter jurídico.2
En el caso de la comunidad jurídica internacional, se impone, en tanto complemento, una mirada en la historia de la filosofía. Aquí encontramos un claro déficit, a pesar del supuesto espejo de príncipes de Aristóteles. Por regla general, no se toma en cuenta que existen comunidades -nótese el plural- que tienen una organización jurídico-formal y, como consecuencia, se pasa por alto que se reitera la pregunta acerca de si la coexistencia de estas comunidades debe asumir una forma jurídica. Ni en ¿a República de Platón ni en la Política de Aristóteles aparece siquiera el tema (por lo demás, esta situación habla en contra de la autenticidad de la carta de Aristóteles a Alejandro). Lo mismo observamos en la Edad Moderna. Mientras Europa está cubierta de guerras, leemos notables enfoques sobre la teoría de la guerra, como, por ejemplo, en el Segundo Tratado de Locke (capítulo XVI), en la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith (3ra parte, 3er capítulo) y en la Filosofía Jurídica de Hegel (§§ 326, 333-335). Por el contrario, una teoría para superar el peligro de guerra, la teoría de ese orden mundial pacífico que al mismo tiempo es el resultado de la existencia de una comunidad jurídica mundial, está ausente incluso en el filósofo que conoce el texto pacifista de Abbé de Saint-Pierre (Projetpour rendre la Paix perpetuelle en Europe [1713]); me refiero a Rousseau.3 Exceptuando a teólogos morales como Vitoria y Suárez, y a juristas como Grocio, la única excepción la constituye Kant. Para éste no se trata solamente de un tema ocasional, sino de un motivo fundamental de su pensamiento en general. Kant considera necesaria la instauración de un orden pacífico" inclusive en la filosofía teórica. Según él, la guerra que impera en lo que hasta ahora es la filosofía fundamental o metafísica, la discusión entre racionalistas y empiristas -incluyendo a los escépticos-, debe final izar, mediante un proceso, en la Critica de la Razón Pura, de una vez y para siempre y de una manera adecuada al derecho.
Un discurso intercultural se funda sobre un segundo plano, el de la teoría del derecho. El discurso inercultural no se apoya sobre elementos particulares de nuestra cultura, sino sobre una facultad humana común: la razón; más exactamente, sobre la razón jurídica. Ésta, por su parte, puede entenderse desde la óptica de un principio muy bien conocido por todas las culturas: la reciprocidad o regla de oro. La filosofía entra en escena en favor de la razón jurídica, aunque no realmente como consejera, sino más bien para estimular a la razón jurídica común hacia una profunda reflexión. Un espejo de príncipes verdaderamente democrático se entiende a sí mismo como autoaclaración de esa razón política que cada uno tiene.
Finalmente, en un tercer nivel, el del ejercicio del derecho, los principios se pondrían en práctica tan cuidadosamente que las otras culturas recibirían ese derecho a un proceso de aprendizaje que también Europa y Norteamérica se han tomado -por ejemplo, en materia de derechos humanos y derecho internacional-. De las tres dimensiones, la historia del derecho, la teoría del derecho y la praxis del derecho, el filósofo escoge la del medio.4
1. La analogía del Estado y el individuo
Una reflexión rigurosa debería comenzar con esta pregunta: ¿qué significa la razón en la coexistencia de los seres humanos? Para nuestro contexto, podemos considerar la pregunta como relativamente aclarada.5 Ciertamente, la realidad de nuestra coexistencia convalida lo siguiente: una sociedad satisface los requisitos mínimos de razón social cuando soluciona sus problemas no por medio de convicciones particulares, sino a través de reglas generales. Ella incrementa el grado de razón en el momento en que retira la responsabilidad de las normas del dominio privado y se la entrega al poder público común. Y alcanza un nivel relativamente óptimo de razón social cuando las reglas se sujetan a principios universales, tales como los derechos humanos, y cuando el poder público proviene de los mismos interesados. El último aspecto ya pertenece al abc de la educación cívica ciudadana: los derechos humanos y la soberanía del pueblo son expresión de una elevada razón social.
Ahora bien, el argumento expuesto es pertinente en general. Ya se trate de individuos o grupos, ya se trate de instituciones -incluyendo Estados particulares-, donde quiera que los seres humanos interactúen, la razón exige relaciones jurídicas públicas responsables, en lugar de arbitrariedad y violencia. En consecuencia, lo que es válido para la coexistencia dentro del Estado podemos extrapolarlo a la coexistencia entre Estados. Un principio puente es el responsable de la extrapolación: la transición de la comunidad jurídica dentro del Estado hacia la comunidad jurídica entre Estados se justifica por medio de la analogía del individuo y el Estado.
Desde la Antigüedad, esta analogía juega un papel en la filosofía política. En La República de Platón (II 368 d-e, IV 434 d), de acuerdo con la imagen de las letras pequeñas y de las grandes, esta analogía es un principio central de construcción. Para Aristóteles, por otro lado, los individuos y el Estado persiguen la misma meta rectora: la eudemonía (Etica a Nicómaco, II). Y, según Agustino, hay dos estilos de vida, tanto para los individuos como para los Estados: el estilo ciertamente modesto, pero que garantiza felicidad, y el codicioso, que, por el contrario, pone en peligro la felicidad (De civitate Dei, IV 3).
Aquí no necesitamos ocuparnos de la pregunta en relación a si el uso de la analogía se justifica, puesto que en torno a la discusión sobre un Estado mundial no se hace referencia a ella de forma integral, sino solamente a dos puntos bien determinados. Por una parte, los Estados particulares no son totalidades orgánicas, como lo teme el defensor de una estatalidad global única -el globalista-6, pero sí son sujetos colectivos capaces de decidir y actuar. Internamente, los Estados también toman decisiones obligatorias -por ejemplo, sobre leyes- y, externamente, celebran tratados. Por otra parte, los Estados se comportan en cierta medida como individuos naturales en su relación con los demás Estados cuando, en tanto que un orden jurídico público no existe, viven en un estado de inexistencia de derecho (Zustand der Rechtslosigkeit)7 Este estado, llamado en la tradición filosófica estado de naturaleza, ya no existe íntegramente, pues, debido a que los Estados particulares lo han abolido en lo que a cada uno le concierne, queda únicamente un residuo del mismo.
Para las relaciones interestatales vale, entonces, el mismo argumento que para las relaciones intraestatales. Los Estados viven modestamente de acuerdo con la razón, cuando se someten a reglas coactivas. Los Estados incrementan su razón, cuando deciden todos los conflictos, como Kant dice, "de un modo civil" -léase, de forma jurídica-, "digamos por un proceso y no de una forma bárbara (como los salvajes), es decir, mediante la guerra".8 Finalmente, viven de manera racionalmente justa, en sentido riguroso, sólo si los poderes públicos se comprometen con los derechos humanos y la soberanía del pueblo.
Este paso argumentativo es tan importante que merece una comprobación. Para la comunidad jurídica internacional existen, en esencia, las mismas cuatro opciones que conocemos para la comunidad intranacional. En conformidad con la opción más modesta, los Estados particulares se someten a reglas generales mediante tratados. Sin embargo, aquellos poderes públicos que son irrenunciables a los fines de la seguridad jurídica intraestatal deben ser omitidos a nivel interestatal. La correspondiente comunidad, una libre asociación de Estados-individuos, una confederación de naciones o un Estado mundial ultramínimo, prevé un derecho común, pero no un tribunal autorizado. Él no dispone ni siquiera de un árbitro, y mucho menos de un poder que ejecute las decisiones judiciales. Por consiguiente, la realización del Derecho sigue siendo confiada ora a la buena voluntad de los Estados, ora a un ocasional equilibrio de poderes.
Sin duda, los acuerdos son preferibles a la violencia directa. Pero, debido a que para su objetivo (la realización del derecho) se carece de los instrumentos adecuados, se trata no más que de una fase de transición hacia la auténtica tarea: el aseguramiento estatal-formal de soluciones para los problemas jurídicos internacionales. Aquí, en lo referido al orden estatal internacional o supranacional, hablamos provisionalmente de un Estado de naciones, con la condición de que la palabra naciones (Vólker) se entienda como civitates (ciudadanía de los Estados) -al igual que en las expresiones derecho internacional y soberanía del pueblo,9-, y no como gentes (grupos con un tronco común).
En su forma más modesta, un Estado de naciones contrae pocos compromisos. No obstante, en algún momento entrega la competencia de interpretación y ejecución -la soberanía- a un tercero, a un orden jurídico armado de coactividad. De esta manera, después del Estado ultramínimo surge la segunda opción, que es un Estado que posee las mismas tareas estrechamente limitadas que tiene el vigilante liberal: un Estado mínimo. La tercera opción: para favorecer la verdadera libertad se renuncia a una cuantiosa parte de libertad, y se funda el típico Estado constitucional democrático de occidente, caracterizado por la estatalidad social. Finalmente, la cuarta opción: la libertad puede ser totalmente suprimida, lo que iría a parar en un Estado absolutista, tal vez inclusive despótico o totalitario.
Como concepto rector para la segunda y tercera opción, introduzco el concepto de república, y por ello entiendo -como Kant, por ejemplo- una democracia representativa que reconoce los derechos humanos y la división de los poderes. (En 1796, Friedrich Schlegel, en su crítica a los conceptos de democracia y república de Kant, pasa por alto ambos aspectos, y llega así a opiniones cuestionables como: "la voluntad de la mayoría debe valer como subrogado de la voluntad general" y "la mayoría del pueblo, en tanto único subrogado válido de la voluntad general, es [...] sagrada". Donde los derechos humanos y la división de los poderes no entran en funcionamiento y no colocan límites claros al principio de la mayoría -lo que Kant enfáticamente llama despotismo-, se debe temer de hecho a la democracia). De acuerdo con nuestro principio puente, se debe exigir una cierta estatalidad a fin de lograr la coexistencia global, para la cual sin duda la versión absolutista se encuentra prohibida, al igual que para los Estados particulares. Así, la forma jurídico-estatal de coexistencia humana que ordena la razón exige un Estado mundial de carácter republicano; en suma: una república mundial.
2. Objeciones
Contra la república mundial se alza un colorido ramo de objeciones, ya se trate de la forma modesta o de la rigurosa. A modo de ejemplo, se teme que los conflictos existentes (conflictos territoriales, reclamo de autodeterminación, derecho de las minorías, etc.) no se resuelvan realmente, sino que sólo se transformen de conflictos interestatales a conflictos intraestatales. Con esto se perdería una barrera de inhibición importante como lo es la barrera de los límites estatales, lo que constituye un temor adicional. Además, caducaría un derecho humano que conocemos desde la Ilustración: el derecho a emigrar de un Estado. Allí donde este derecho es negado, como en las cortinas de hierro, se puede, por lo menos, intentar escapar. Sin embargo, en un orden estatal global ninguno de los dos (el derecho a emigrar y la posibilidad de escapar) tienen razón de ser. Conforme a un cuarto temor, se pierde la esperanza de que la oposición contra una eventual dictadura pueda vivir en el exilio, así como la esperanza de que una dictadura pueda ser disuelta desde afuera.
Según un segundo grupo de objeciones, un Estado global parece estar alejado de los ciudadanos, además de lucir sobre burocratizado o, como Kant teme,10 ingobernable debido a su tamaño e inabarcabilidad. También se perdería un elemento de la creatividad social y del continuo desarrollo: la competencia entre diferentes Estados y las constituciones estatales. Asimismo, a una comunidad eficaz le corresponde una institución que ni siquiera existe en la Unión Europea y que es mucho más difícil de constituir en un Estado mundial; un Estado mundial requiere de una esfera pública política en la cual los diferentes grupos, incluyendo las distintas minorías, sean escuchados. Desde luego que hay rudimentos en favor de una esfera pública política europea, inclusive global. El modelo lo conocemos del escrito pacifista de Kant: "una violación del derecho, cometida en un sitio, se siente en todos los demás".11 Sin embargo, la variedad de nuestros sentimientos y la parcialidad de los mismos muestran que hasta ahora no contamos más que con ensayos en favor de la mencionada esfera pública política.
Kant abriga un tercer tipo de temor: el temor a un "despotismo sin alma", a un "cementerio de la libertad".12 Unido a ello se encuentra un argumento que hoy día es expuesto por los comunitaristas.13 Desde su perspectiva, el Estado mundial ignora la integridad cultural de las comunidades existentes. Por ello, para evitar minar la integridad de las comunidades existentes e inclusive evitar que sean destruidas para siempre, se necesitarían buenas barreras, ya que únicamente ellas garantizan sociedades justas.14
En el marco de la teoría política internacional se encuentra un cuarto tipo de objeciones que proviene de los denominados realistas15 y neo-realistas.16 De acuerdo con ellos, no existe una vía pacífica que conduzca de la situación actual (Estados soberanos competidores) hacia el Estado mundial, es decir, el Estado mundial no sería alcanzable con medios políticos racionales.
Es indudable que cada uno de estos temores debe ser tomado en serio, y todavía más la carga concentrada de los mismos. Pero no por ello estos temores tienen el peso de un veto fundamental, ya que análogamente también hablan en contra de los Estados particulares y, a pesar de ello, no acarrean ningún desmedro para ninguna estatalidad. Los temores expuestos únicamente traen a colación -aunque eso ya es algo- la necesidad de medidas fiables de protección, especialmente los derechos humanos y la división de los poderes; incluida una segunda división vertical de los poderes, que se define por medio de la subsidiariedad y el federalismo.
Adicionalmente, para enfrentar los amplios peligros de un Estado global se debería actuar de forma progresiva, y uno se daría por satisfecho, en principio, con organizaciones internacionales infraestatales. Allí donde se establezcan grandes uniones de Estados se instaurarían después grandes uniones regionales como en el marco europeo; se establecería una supraestatalidad regional (regionale Überstaatlichkeit). La ventaja de esto salta a la vista: se someten a prueba nuevas posibilidades y se acumula experiencia; repentinamente y a ciegas no se debe fundar el Estado mundial. La experiencia nos enseña, por ejemplo, que se tiende a perseguir de buena gana objetivos contradictorios. Así, por una parte, la Unión Europea quiere organizarse cada vez más unificadamente; por la otra, quiere mantenerse abierta hacia los nuevos aspirantes conforme a las antiguas condiciones.
Debido a todos estos peligros, se debe rechazar ante todo aquella cuarta opción que Aristóteles llama kosmo-polis en su carta a Alejandro; que Christian Wolff denomina civitas maxima;17 a la que Kant teme en tanto monarquía universal y que los globalistas hoy día pretenden. Conforme a esta opción, los Estados particulares renuncian a su derecho a existir y entran, desde la perspectiva de la estatalidad, en un Estado mundial homogéneo, en un reino mundial. Aun cuando el Estado mundial homogéneo no se convierta en una dictadura, le es aplicable aquello que dijimos sobre el Estado absolutista en relación con los Estados particulares, ya que el Estado absolutista afecta al equivalente estatal mundial de los individuos naturales -a los Estados particulares- en el núcleo de su libertad, o sea, lesiona su derecho a continuar existiendo.
Contra un reino mundial que fusiona todos los Estados particulares o, en el mejor de los casos, los degrada a provincias, hay todavía otro argumento fundamental. Sorprendentemente, el argumento no se encuentra en Kant, el gran teórico de la república mundial. El argumento reza: la razón jurídica no ordena una estatalidad global absoluta, sino sólo en lo que se refiere al campo en el cual aún no existe derecho. En este punto, el principio de subsidiariedad18 encuentra un nuevo campo de acción: justamente porque los Estados particulares ya son responsables de la seguridad jurídica primaria, para la coexistencia de los mismos basta un orden estatal secundario; en tanto que a los Estados particulares les queda el rango de Estados primarios. En el marco del mandato jurídico universal, a la comunidad jurídica internacional le competen pocas tareas jurídicas. Las preguntas del derecho civil y del penal, del derecho laboral y del derecho social, del derecho a la lengua, al idioma y a la cultura, y, con ellos emparentados, el derecho a la ciudadanía y a erigir profundos vínculos -a los que los comunitaristas le dan un gran valor-, todas estas y otras tareas que ha sido confiadas al Estado se mantienen como competencia de los Estados primarios. Por lo menos de momento, tales tareas están excluidas de la competencia del Estado secundario. En todo caso, debido a que los Estados particulares por sí mismos ya no pueden ejecutar dichas tareas, se puede permitir subsidiariamente una ampliación de competencias, en el sentido de una delegación de abajo -Estados particulares- hacia arriba -república mundial.
Nuestro primer paso argumentativo, el de un Estado mundial con forma de una república mundial, dejó abiertas dos opciones. Ahora vemos que la opción rigurosa se descarta. En razón de que la república mundial, visto desde una legitimación teórica, sólo puede constituir un Estado secundario, ella es legítima únicamente a título de Estado mínimo.
En contra de este resultado se muestran ahora dos formas antagónicas de escepticismo: los comunitaristas iusinternacionalistas -verbigracia, Walzer-,19 quienes dudan de la legitimidad de tal estatalidad mundial, y los globalistas iusinternacionalistas -por ejemplo, Beitz-,20 quienes tienen dudas sobre el hecho de que la estatalidad secundaria se limite a un Estado mínimo. Quiero afrontar ambas formas de escepticismo con una variante de la navaja de Ockham, con un principio de austeridad en dos niveles.
La filosofía conoce este principio por la ontologia, y existe desde el Parménides de Platón (132d y s.) y desde el argumento de Aritóteles sobre el tercer hombre. De acuerdo con el principio ontológico de austeridad, la filosofía y la ciencia deben recurrir a la menor cantidad posible de entidades teóricas, a los fines de la construcción conceptual y la explicación: entia non sunt multiplicandapraeter necessitatem.21*
Aplicado al Estado y al Derecho, el nuevo principio político de austeridad significa, en su primer nivel, que no se debe crear ninguna entidad política, ningún orden de dominio, que no sea inevitablemente necesario. Como consecuencia, en un segundo nivel, las entidades políticas, en caso de que se requieran, no reciben más competencias de las necesarias.
Si uno aplica el principio político-económico a las cuatro formas de estatalidad, ambas formas extremas quedan excluidas. La opción de los comunitaristas, el Estado ultramínimo (dado el caso de una organización mundial, ésta no tendría poder coactivo), es realmente una meta histórica intermedia. Pero, en tanto que carece de estatalidad mundial, no puede garantizar la forma jurídica para la coexistencia internacional. Consecuencialmente, se ordena una cierta medida de estatalidad, de acuerdo con el primer nivel del principio económico. El otro extremo, la opción de los globalistas (Estado mundial homogéneo o absolutista), absorbe todos los Estados particulares. Por esta razón, debido a un exceso de estatalidad, contradice el segundo nivel del principio económico de austeridad.
No sin razón, globalistas como Beitz22 atribuyen sólo a las personas naturales el rango de un fin moral en sí mismo. Aunque de allí no se desprende que los Estados particulares se justifiquen exclusivamente como etapa histórica transitoria y que deban desaparecer para favorecer el establecimiento de una república mundial. En efecto, del derecho primordial de las personas resulta el derecho a conformar entidades colectivas, a concederles una forma jurídica y a asegurar tal forma. En pocas palabras: el derecho a erigir Estados particulares.
Se debe aceptar que algunos de los Estados que hoy figuran en los mapas tienen su origen en desarrollos accidentales, y no pocos se enfrentan desde hace mucho tiempo a la resistencia de los afectados. Pero este estado de cosas no implica que exista el derecho a fusionar sencillamente todos los Estados particulares en un solo Estado mundial, y menos aquellos Estados que necesitan una abrumadora aprobación por parte de sus ciudadanos. La situación es otra para las nuevas agrupaciones estatales, pues ellas no presentan dificultades primordiales. Así, no representa un problema el hecho de que partes de un Estado federado se constituyan en miembros federados (verbigracia, que una parte del Cantón de Berna se constituya en el Cantón Autónomo Jura), o que Estados como la Unión Soviética se dividan en Estados subsiguientes, ni tampoco el hecho de que los Estados europeos se junten en una sola unión. A pesar de ello, no podemos permitirnos hallar el deber, dirigido a cada Estado particular, de desaparecer como unidad. Por el contrario, quien disuelve un Estado en contra de su resistencia, viola el principio fundamental de un orden jurídico global, como lo es la proscripción incondicionada de la violencia.
De acuerdo con un arraigado prejuicio, el universalismo ético -por ejemplo, la idea de los derechos humanos- no es compatible ni con la clara pertenencia a una determinada comunidad ni con elementos culturales específicos del Derecho y la moral. Pero a partir de Kant, el mentor del universalismo ético, conocemos mejor esta situación. Él se manifiesta en favor de un orden jurídico que es universal y, al mismo tiempo, justifica los Estados particulares. Así, estando en favor de una solución intermedia, Kant superó hace mucho tiempo la actual oposición entre una unidad mundial con estatalidad global y el rechazo comunitarista a esa estatalidad mundial.
De este modo, en razón de que, de nuestras cuatro opciones, ambas posiciones extremas fueron excluidas, para el Estado mundial solamente quedan las opciones del Estado mínimo y el Estado constitucional social. No obstante, debido a la limitada responsabilidad de la que es titular un Estado secundario, la opción más exigente se suprime, con lo que el Estado mundial se justifica en forma de Estado mínimo. Al igual que los individuos, los Estados tienen un derecho al cuerpo y a la vida, y un derecho a la propiedad, que aquí se traduce sobre todo como derecho a la integridad territorial. Igualmente, les compete a ellos su autodeterminación política y cultural. Justo porque los Estados primarios deben ejecutar más tareas y, con ello, son responsables de la estatalidad cultural y social, estas tareas le corresponden al Estado secundario exclusivamente a título subsidiario, de ser necesario.
Puesto que el rango de Estados primarios corresponde a los Estados particulares, la república mundial con estatalidad secundaria se origina a través de la correspondiente renuncia de soberanía desde abajo. Esta circunstancia es importante desde la perspectiva de la legitimación teórica, y muestra la correspondencia estatal con el concepto de soberanía popular de los Estados particulares: todo poder del Estado de naciones emana de su pueblo de Estados, de la comunidad de los Estados particulares. Empero, debido a que éstos por su parte se componen de unidades con competencia soberana, de personas naturales, es más exacto hablar de una renuncia en dos niveles: la ciudadanía de los Estados particulares autoriza a su gobierno a renunciar a una parte de la soberanía, en favor de una república mundial. En todo caso, de conformidad con el principio teórico-estatal de la subsidiariedad, se lleva a cabo una delegación de abajo hacia arriba, y esta delegación está limitada en su contenido. El Estado de naciones, en caso de que deba existir, se ocuparía de la seguridad y del derecho de autodeterminación de los Estados particulares, y -casi- de nada más. El Estado de naciones dispondría, desde luego, del mayor poder, limitado sin duda a un campo mínimo de competencias, especialmente referido a los conflictos interestatales y no a los intraestatales. (Sólo en paréntesis: esta combinación -el mayor poder para competencias limitadas- trae consigo nuevas complicaciones, pues cada instancia superior desea ampliar sus competencias. Se necesita una razonable porción de sabiduría institucional para hacer frente al peligro de la constante acumulación de poder).
3. Democratización como alternativa
Los historiadores son de la opinión de que la fundación de Estados desata fuerzas polemogénicas o beligerantes. Sería interesante saber si esta hipótesis, sugerida con motivo de un vistazo a los Estados nacionales de los siglos XIX y XX, tiene validez para épocas y culturas remotas. Se sabe, por lo menos, que los Estados republicanos griegos se encontraban en guerra no sólo con los persas, sino también entre ellos mismos. Uno también se puede preguntar si los Estados particulares se encuentran capacitados para aprender de forma similar a las confesiones: en primer momento, la competencia entre las confesiones hizo un llamado a guerras civiles; actualmente viven, en el sentido de la sociología política, de manera pacífica unas al lado de las otras.
La correspondiente capacidad de aprendizaje de los Estados particulares podría depender de sus constituciones internas. De acuerdo con una famosa tesis de Kant, las repúblicas son poco propensas a hacer guerras (La paz perpetua, primer artículo definitivo). En su caso, para decidirse por la guerra sería ciertamente "necesario el consentimiento de los ciudadanos", aunque éstos probablemente no iniciarán un juego "tan arriesgado", "ya que ellos han de sufrir los males de la guerra -como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública [...]."23
Kant considera que las repúblicas no tienen una inclinación directa hacia la paz. Con toda objetividad, él no les confiere una cualidad moral más alta, pues ni en los ciudadanos ni en los gobiernos o parlamentos presupone una disposición sincera hacia el Derecho. Por el contrario, enfatiza el libre actuar de la motivación pre y extramoral. Para Kant, el poder de la democracia para exigir la paz se deriva de su capacidad de permitir fluir libremente los intereses propios de cada ciudadano. A ello se agrega la consideración empírica de que una guerra traería daños evidentes a los ciudadanos, y la consideración jurídico-constitucional de que los ciudadanos deberían dar realmente su aprobación para ir a la guerra. Además, Kant sostiene como evidente que no hay nada que produzca alguna distorsión de los propios intereses. Finalmente -en razón de una interpretación optimista de la Revolución Francesa-, cree que tan pronto como una república se haya constituido, ésta fungiría como "un centro de posible unión federativa a otros Estados".24
Por lo demás, la tesis político-sociológica de Kant no es totalmente nueva. El filósofo que hoy día pasa por ser el contrincante de Kant, y que al comienzo fue citado (Aristóteles), sostiene la misma tesis, aunque se trata de una inversión intersante: quien quiere conquistar Estados extranjeros, tiende a una tiranía en su casa (PolíticaVW 14, 1333b 29 y ss.). Una política de conquista minaría, pues, la república existente en el propio país.
Recurriendo a Kant, actualmente algunos politólogos -por ejemplo, Doyle-25 afirman que la tarea más importante que le corresponde al derecho internacional (evitar la guerra) se podría perseguir a través de una vía más fácil, visto políticamente. Cuando ocurre lo que jurídica y estatalmente ético está ordenado en sí mismo, es decir, cuando las dictaduras y los regímenes totalitarios se transmutan en Estados constitucionales, se erradican las guerras. La tesis reza: paz global por medio de la democratización global; o sustitución de una política mundial pacifista por una política de democratización global.
En contra de esta tesis, la historia nos exhorta al escepticismo. La joven República Francesa ya cubrió de guerra a toda Europa y persiguió con ello, desde luego, intereses imperialistas. De manera no muy diferente se comporta esa democracia que es un poco más antigua: Estados Unidos de Norteamérica se extiende hacia el oeste casi sin consideración de los habitantes milenarios. Además, se anexiona Texas y se apodera tanto de California como de Nuevo México, luego de una guerra con México. De la misma manera, mientras se desarrolla en dirección a una república, Gran Bretaña no permite que se le detenga en sus planes de poderío mundial, en sus planes de expandir el Commonwealth. No por último, un vistazo en la Antigüedad nos induce a escepticismo: Tucídides responsabiliza a las inconmensurables pasiones de las masas -democráticas- por los peores excesos de la guerra del Peloponeso.
Quien no confía en sus propios conocimientos sobre historia, encuentra la confirmación en estudios respectivos.26 En relación con largos espacios de tiempo, las democracias se muestran tan propensas a la guerra como las no-democracias. En efecto, desde el año 1945 Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos tienen los primeros lugares en las estadísticas bélicas. Como consuelo, se afirma de buena gana que las democracias no combaten contra sus similares. Las democracias, pues, no son en esencia propensas a la paz; y no lo son especialmente en sus relaciones con los Estados no democráticos.27
Si el nuevo y holgadamente modesto estado de cosas debe valer realmente en lo que respecta a su esencia, debería poder fundarse en el carácter democrático de los Estados. En razón de ello, Kant considera que las democracias son adecuadas para la paz, pues son sus ciudadanos mismos quienes deben cargar con las consecuencias económicas y sociales, a diferencia de los principados. Más tarde, Tocqueville piensa similarmente.28 Cuando uno no opera con un simple ideal de democracia, sino que más bien se mantiene en la democracia real existente, se muestran una serie de contraargumentos. Por ejemplo: muchas guerras no son acordadas por el parlamento, ya que inclusive allí donde se exige lo que Kant llamó "aprobación del pueblo", existe la diplomacia secreta. Adicionalmente, la política externa permanece de cualquier manera fuertemente blindada contra el control por parte de la sociedad. A más de esto, las guerras pueden llevarse a cabo en lontananza, de tal manera que los ciudadanos apenas perciben sus tormentos, y menos aún cuando se ejecutan contra un enemigo evidentemente más débil. Igualmente, las guerras pueden distender los problemas intraestatales. Asimismo, existe la sicosis de las masas y, no por último, en las guerras se puede devengar muy bien.
La experiencia de que justo las democracias más antiguas negocian en el próspero comercio de las armas y de que únicamente atacan cuando las armas se dirigen a los falsos,29 también habría motivado el escepticismo de Kant frente a la predisposición pacifista de las democracias. En efecto, él debió vivir cómo, después de la Revolución Francesa, la antes democrática Gran Bretaña apoyó financieramente a la no tan democrática Prusia, en contra de la democrática Francia. Esta política lo molestó tanto que rompió espiritualmente con su largamente admirada Inglaterra.
Hagamos un balance provisional. Ni la experiencia con las democracias reales ni los argumentos expuestos le otorgan a la tesis político-sociológica (paz global a través de la democratización global) una convalidación suficiente. No obstante, si el criterio de Kant (aprobación de los ciudadanos) es satisfecho y se establecen adicicionalmente medidas contra las distorsiones políticas (distorsiones por medio de intereses de grupos o de los medios), aumenta el poder de convencimiento de esta tesis. Y aumenta todavía más si lo antes dicho lo unimos con alternativas adicionales, especialmente -como ya lo hiciera Kant- con los intereses económicos (espíritu comercial), pues la esperanza de prosperidad que se deposita en un desarrollo económico no perturbado por ningún tipo de guerra exige la paz de forma absoluta.
Sin embargo, en favor de una república mundial hablan, por lo menos, dos argumentos más. Por una parte, la disposición a la paz no tiene el rango de una garantía confiable en favor de la paz. Por otra parte, tal disposición hacia la paz podría debilitarse en el momento en que todos los Estados han llegado a ser democráticos. En lo relativo a preguntas de ecología y política comercial, ya se ve actualmente un potencial conflicto, inclusive entre democracias. En cuanto a los graves problemas económicos y sociales, se extenderán aún más, de tal manera que el siguiente principio, que ya posee rango universal, se actualiza: como los individuos, los Estados también tienen el derecho a que todos los posibles conflictos se resuelvan, no por medio de la fuerza, sino por medio del derecho.
4. El complemento: un derecho de ciudadanía mundial
Puede suponerse que si la coexistencia de los Estados asume una forma jurídico-estatal, es decir, la forma de una república mundial, el estado de inexistencia de derecho (Zustand der Rechtslosigkeit) entre los seres humanos es superado definitivamente. Pero en verdad hay otra relación humana que todavía permanece en este estado. Ya sea debido a intereses comerciales, ya sea como turistas o por fines científicos o culturales, y actualmente también por medio de la red mundial de comunicaciones (Internet), los ciudadanos de un Estado buscan contacto con los de otro Estado. Al campo jurídico responsable de regular este fenómeno lo llama Kant derecho de ciudadanía mundial, y entiende por ello no una alternativa al derecho de ciudadanía nacional, sino más bien aquel derecho que regula la relación de personas no estatales -de personas privadas, grupos, asociaciones, también empresas- con Estados extranjeros y sus ciudadanos. (En este sentido, el tema sólo puede ser mencionado, mas no desarrollado en sus detalles particulares).
Para mayor determinación, Kant diferencia un derecho de huésped de un derecho de visitante [La paz perpetua, tercer artículo definitivo), el cual le corresponde al extrajero y le hace posible "no recibir un trato hostil por el mero hecho de ser llegado al territorio de otro".30 Acto seguido, limita el derecho de ciudadanía mundial, entendido como exigencia de los privados frente a Estados extranjeros, al derecho de visitente. Como ello no se trata de filantropía (amor al ser humano), sino de derecho, para ser titular de un posterior derecho de huésped "sería preciso un convenio especial benéfico".31 Un tercer paso fundamenta el derecho de visita así: "a todos los hombres asiste el derecho a presentarse en una sociedad. Fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la tierra".32
Después de este argumento, que ciertamente sólo es esbozado por Kant, se llega a una teoría de la propiedad, que comienza con la hipótesis de la propiedad común originaria de toda la humanidad: porque la tierra corresponde en principio a la totalidad de los seres humanos existentes -aunque pertenece en general a determinados seres humanos-, cada posesión particular, que desde luego es legítima, se encuentra sometida a dos restricciones. Por un lado, a nadie le puede ser quitado su derecho a la subsistencia (Doctrina del Derecho, § 49 C). Por el otro lado, cada título de posesión encuentra su límite en el derecho de visita de todos los seres humanos; de ninguna manera en el derecho de huésped.
5. Ampliación del Estado mínimo
Resulta evidente que una teoría relativa a la comunidad internacional jurídico-pacífica tiene consecuencias sobre la prática correspondiente. De esta manera, la filosofía de la política llega a ser filosofía política en un sentido explícito. En ello permanece intacto lo mencionado al principio sobre la autoaclaración de la razón política. Para finalizar, expongo sólo tres puntos.
Primero: debido a que los poderes públicos son irrenunciables para la seguridad jurídica, a una república mundial le corresponde un parlamento mundial, eventualmente constituido por dos cámaras: un consejo mundial -cámara de los Estados-, en el cual estarían representados los Estados, y una asamblea mundial -cámara de los ciudadanos-, donde los ciudadanos son representados; amén de un poder judicial mundial y un poder ejecutivo mundial. La organización mundial que hoy se valora conoce ciertamente algunos rudimentos. La Asamblea General se corresponde en algo a un parlamento, el Tribunal Internacional de la Haya a una jurisdicción judicial y el Consejo de Seguridad a un poder ejecutivo. A pesar de ello, visto desde la perspectiva de su tarea fundamental (asegurar la paz), uno no puede evitar confesar que la Organización de las Naciones Unidas no es efectiva. En el mejor de los casos, se especializa en resolver conflictos locales. Pero inclusive estas tareas las ejecuta sólo ocasionalmente, y justo allí donde los intereses de los grandes poderes convergen. Por el contrario, se carece de una voluntad política que proscriba realmente la guerra -salvo el caso de la autodefensa- y que, por ejemplo, no sólo actúe contra determinadas anexiones, mientras que en la mayoría de las demás anexiones permanece sin hacer nada. Igualmente, se impone una división de los poderes en la que la estatalidad internacional no tome la forma de una pax romana, ya sea de manera explícita, como sucedió antiguamente en el mar mediterráneo, o ya sea de una forma más sutil, en la cual se le confían a un gran poder único las tareas relevantes. Esto es así porque a las tareas de aseguramiento del orden jurídico internacional se les podría unir gustosamente un deseo oculto de hegemonía. (Por lo demás, este peligro es un argumento más en favor de una república mundial mínima: una amplia regulación de los conflictos de acuerdo con normas naturales exige tendencias hegemónicas que nuevamente permiten al poder ir por delante del Derecho).
Segundo: en cuanto a un importante aspecto los Estados no se equiparan con los individuos, y es precisamente el que los Estados se componen de individuos y grupos. Ahora, la razón jurídica no le prohibe a nadie atentar contra su propia vida. El suicidio puede violar un deber hacia sí mismo, pero no está ni jurídica ni racionalmente prohibido. En el caso de la comunidad jurídica internacional, la situación es otra. Cuando un Estado atenta contra sí mismo, no tiene lugar un suicidio colectivo, antes bien un grupo asesina a otro.
En razón de que el asesinato de otra persona es indiscutiblemente ¡legítimo, no se le puede permitir a la república mundial tolerar absolutamente ninguna masacre intraestatal. Especialmente porque ello tiene lugar sobre todo allí donde existen grupos que desde hace mucho tiempo no reconocen el correspondiente Estado como su Estado, tal vez inclusive desde el nacimiento de ese Estado. Aquí emerge un derecho a la intervención política; por lo menos el derecho de proceder contra los genocidios. Para ello se impone un tratamiento igualitario estricto: no se puede permitir comportarse de forma sensible frente a ciertos genocidios y de manera indolente frente a otros.
Tan pronto como esta tarea sea realizada confiablemente, la república mundial debería dirigirse a una segunda ampliación de sus competencias. Ello resulta del hecho de que los Estados particulares son legítimos en la medida en que no lesionen los derechos humanos. Allí donde los Estados particulares no cumplen con esta condición, la república mundial debería comprometerse en favor de la protección intraestatal de los derechos humanos, por medio de órganos de inspección, mediante informes y a través del derecho individual y colectivo a quejarse ante los órganos del poder judicial mundial.
Sin lugar a dudas, existen tareas jurídicas adicionales que rebasan el campo de acción de los Estados particulares. Como consecuencia, serían competencias de una república mundial los problemas ecológicos que traspasan las fronteras, la lucha contra el terrorismo internacional, contra el tráfico internacional de drogas y contra la proliferación de armas de exterminio masivo. Igualmente, corresponde a la estatalidad internacional la tarea de desarrollar un derecho de secesión. Por ello entiendo un derecho en sentido objetivo, es decir, condiciones bajo las cuales partes de un Estado puedan separarse y constituirse en Estados propios.
Teniendo tales competencias, la república mundial no es tan mínima como parece en un principio. No obstante, incluso luego de una ampliación de la estatalidad mínima, la república mundial conserva su carácter estatal secundario.
Tercero: una objeción contra la idea de una república mundial tacha a ésta de ser un ideal más allá de la vida, de mera utopía. La pequeña dimensión de los éxitos en la protección internacional del ambiente o en la tarea de poner fin a las muchas guerras y a las guerras civiles podrían dar la razón a los escépticos. Sin embargo, los déficits no deben impedir ver lo que ya se ha logrado. Desde hace tiempo, el simple estar a un lado del otro y contra el otro (Neben- und Gegeneinander) de los Estados se ha venido transformado en una densa red de cooperación económica, científica y cultural; incluso política, y ocasionalmente inclusive ecológica. Una gran parte de ello se corresponde con la primera opción, puesto que ciertamente existen tratados, pero apenas un sistema de seguridad con forma estatal. Sin embargo, el Estado singular, el ultramínimo, ha cedido frente al plural, frente a la compleja variedad tanto regional como temática. Aunque en ello no se perfila todavía un poder estatal común, una parte de los tratados supera a una mera asociación de Estados particulares. Allí donde las inspecciones internacionales han sido previstas, tiene lugar una pérdida de soberanía -casi de forma imperceptible, pero segura-. Esta pérdida se amplía tan pronto cuando se constituyen adicionalmente instancias arbitrales internacionales o cuando, como en Hamburgo, se constituye un Tribunal Internacional para el Derecho del Mar. Y la estatalidad es inmensa tan pronto cuando las decisiones judiciales gozan de poder coactivo.
Para la interpretación de este desarrollo, propongo que se diferencie entre dos conceptos de utopía. La república mundial no es ninguna utopía romántica irrealizable; la razón jurídica no ofrece sueños que enderezan la realidad del mundo, ilusiones personales o colectivas. Lo que ella exige -un Estado mundial con una constitución democrática, una república mundial con estatalidad secundaria- es algo diferente; ella demanda una utopía realizable,33* un ideal político en cuya realización ya nos encontramos en camino. En el marco de las reformas correspondientes y por medio de muchos pequeños pasos, estamos ocupados en crear un derecho capaz de ser ejecutado. Por lo menos en lo inmediato, no se aspira a un poder central. De cualquier forma, en ciertos temas es sensato encontrar primero únicamente soluciones para grandes regiones -por ejemplo, Europa-, antes de dirigirse a las soluciones globales. Tal vez el orden republicano entre los Estados constituidos republicanamente -la república mundial- por largo tiempo no sea nada más que la personificación de estas formas jurídicas que poco a poco se han ido constituyendo.
Referencias
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Notas
* Traducción de Johnny Antonio Dávila, Universidad de Tubinga (Alemania). Correo electrónico: joandav31@yahoo.com. Revisión de la traducción por Miriam Mesquita Sampaio de Madureira (UAM-C) y Gustavo Fondevila (CIDE)
1 Cfr. Stern, S. M., Aristotle and the World State, London/Colchester, 1968.
2 Cfr. Preiser, Wolfgang: Macht und Norm in der Völkerrechtsgeschichte, Nomos, Baden-Baden, 1978, pp. 105-126.
3 Un epítome sobre la historia del concepto de paz se puede ver en Höffe, Otfried: Immanuel Kant: Zum ewigen Frieden, Akademie Verlag, Berlín, 1995.
4 Más detalles en Höffe, Otfried, Vernunft und Recht. Bausteine zu einem interkulturellen Rechtsdiskurs, Frankfurt/M., Suhrkamp Verlag, 1996, cap. 5; ver también Höffe, Otfried, Gibt es ein interkulturelles Strafrecht?, Suhrkamp Verlag, Frankfurt/M., 1998; y Demokratie im Zeitalterder Globalisierung, Verlag C.H. Beck, München, 1999.
5 Ibid., Vernunft und..., cap. 2.
6 Cfr. Beitz, Charles, Political Theory and International Relations, Princeton University Press, Princeton, 1979, p. 81.
7 La locución nominal alemana Zustand der Rechtslosigkeit puede traducirse como estado de inexistencia de derecho o estado en el que no existe derecho. Se ha escogido la expresión es-fado de inexistencia de derecho por tratarse también de una locución nominal. Otra opción para la traducción sería la expresión estado de anarquía, en el entendido de que no se trata de la tesis político-filosófica que promulga la ilegitimidad del Estado, sino de un estadio en el que no existe una autoridad, lo que se corresponde con el significado de la palabra griega αvαpxía, de la cual deriva la palabra anarquía.
8 Kant, i., Die Metaphysik der Sitten, Suhrkamp Verlag (edición de Wilhelm Weischedel), Frankfurt/M., p. 475; edición en español, La metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina O. y Jesús Sancho, Editorial Tecnos, Madrid, 1989, p. 191.
9 Para aludir a la palabra nación, el autor emplea la palabra alemana Volk que puede significar, según el contexto, pueblo o nación. Como puede verse, el contexto sugiere que en este caso el autor se refiere a una organización político-jurídica, por ello se ha escogido la palabra nación En cuanto a la expresión soberanía del pueblo, el autor usa la palabra Volkssouveranitat, que alude a una organización político-jurídica, es decir, a la nación, al igual que en español -aunque en este último se use la palabra pueblo-. Así, a efectos de esta traducción, Volkssouveranitat y soberanía del pueblo son equivalentes, aunque con la salvedad de que se está hablando de la nación y no del pueblo. (N. del T.)
10 Ibid., § 61.
11 Kant, I.: Zum ewigen Frieden, DritterDeftnitivartikel, en Gesammelte Werke, Akademie-ausgabe, tomo VIII, Berlín; 1795; edición en español: La paz perpetua, tercer artículo definitivo; traducción de Manuel García M., Porrúa, México, 1998.
12 Ibid., Primer suplemento.
13 Cfr. Höffe, O., ob. cit, Vernunft und..., cap. 7.
14 Cfr. Walzer, Michael: Spheres of Justice. A Defense of Pluralism and Equality, Basic Books, New York 1983, p. 319.
15 Cfr. Morgenthau, Hans, The Purpose of American Politics, New York, Alfred A. Knopf, 1960.
16 Cfr. Waltz, Kenneth, Theory of International Politics, McGraw-Hill, New York, 1979.
17 Cfr. Wolff, Christian, lusgentium, Praefatio, Clarendon Press, Oxford, 1749.
18 Cfr. Höffe, O., ob. cit, Vernunft und... cap. 10.
19 Cfr. Walzer, M., ob. cit.
20 Cfr. Beitz.Charles, ob. cit.
21 Esta expresión latina puede traducirse por los entes no deben ser multiplicados más allá de lo necesario, si se quiere ser fiel al sentido pasivo del gerundivo latino, o por no deben crearse nuevos entes, si no son necesarios, lo que es una traducción más libre y adaptada a la voz activa. (N. del T.).
22 Ibid, pp. 53, 181 yss.
23 Kant, I., ob. cit, La Paz..., pp. 222-223.
24 Ibid., pp. 226-227.
25 Cfr. Doyle, Michael: Kant, Liberal Legacies, and Foreign Affairs, en Philosophy and Publics Affairs, vol. 12, num. 3, 1983, pp. 205-235; y Die Stimme der Völker: Politische Denker über die Internationa/en Auswirkungen der Demokratie, en Immanuel Kant: Zum ewigen Frieden, editado por Otfried Höffe, Akademieausgabe, Berlin, 1995.
26 Por ejemplo, ya en 1941, Wright, Quincy, A Study of War, Chicago/London, University of Chicago Press, 2a. edición, 1965; Singer, D./M. Small, The War-Proneness of Democratic Regimes. 1816-1965, en The Jerusalem Journal of International Relations, vol. I, 1976, pp. 50-69; Garham, David, War Proneness, War-Weariness, and Regime Type: 1816-1980, en Journal of Peace Research 23, 1986, pp. 279-289.
27 Para mayores detalles, ver Russett, Bruce Grasping the Democratic Peace: Principles for a Post-Cold War World, Princeton University Press, Princeton, 1993, pp. 151-165.
28 Tocqueville, Alexis Clérel, De la democratie en Amérique, tomo II, cap. 26, Gallimard, Parfs, 1840.
29 El autor se refiere a quienes se les trata como enemigos, en razón de ciertos intereses, aunque realmente no lo sean. (N. del T.).
30 Kant, I., ob. cit, La paz..., p. 22.
31 Ibid.
32 Ibid.
33 Para las denominaciones utopía irrealizable y utopía realizable el autor usa las locuciones Utopie des grundsätzlichen Nirgendwo y Utopie des Noch-Nicht, respectivamente. Utopie des grundsätzlichen Nirgendwo se refiere a una utopía que por esencia no puede llegar a ser realidad en ninguna parte, mientras que Utopie des Noch-Nicht alude a una utopía que puede dejar de ser tal y llegar a ser realidad, aunque todavía no es realidad. Pienso que las expresiones utopía irrealizable y utopía realizable reflejan claramente las ideas que el autor intenta dar a conocer al lector a través de las correspondientes locuciones en alemán. (N. del T.).