Liberalismo, sanción y reproche: una revisión crítica del concepto de reproche en la teoría jurídico-penal de C. S. Nino
Liberalism, Punishment and Blame: A Critical Review of the Concept of Blame in C. S. Nino’s Legal Theory
Liberalismo, sanción y reproche: una revisión crítica del concepto de reproche en la teoría jurídico-penal de C. S. Nino
Isonomía, núm. 39, 2013, pp. 37 -81
Fecha de recepción: 28 Febrero 2013
Fecha de aprobación: 15 Agosto 2013
Resumen: El trabajo persigue tres objetivos relacionados. El primero, de corte netamente hermenéutico, es rastrear y reconstruir las razones principales que habrían impulsado a C. S. Nino a rechazar la idea de reproche en su obra teórica. El segundo, de cariz más bien crítico, busca evaluar la credibilidad de estas razones, contraponiéndolas a otras que se estiman más acertadas desde el punto de vista filosófico y que, según se argüirá, habrían comenzado a formularse en la propia teoría del autor. El tercero apunta a desvincular la idea de reproche de algunas connotaciones innecesarias que se le han asociado, para que pueda ocupar un lugar más cómodo en el seno de una teoría jurídica compatible con las premisas de un Estado liberal de derecho.
Palabras clave: Sanción, reproche, liberalismo, perfeccionismo, intersubjetividad, autorreferencialidad, Nino.
Abstract: This paper has three related goals. The first one, purely hermeneutic in kind, seeks to track and reconstruct the main reasons that would have led C. S. Nino to reject the concept of ‘blame’ in his theory. The second goal, more critically oriented, attempts to evaluate the credibility of these reasons by contrasting them with other reasons (more philosophically convincing) that would have actually begun to develop within Nino’s own theory. The third goal is to detach the concept of blame from certain connotations that have been usually associated to it, so that it can have a more appropriate place in the context of a liberal legal theory.
Keywords: Punishment, blame, liberalism, perfectionism, intersubjectivity, auto-referentiality, Nino.
El
reproche es un juicio acerca del carácter moral o de las cualidades
intelectuales de una
persona. Cuando se reprocha a alguien por una cierta
acción mala se juzga que esa acción pone
de manifiesto un rasgo negativo de su
personalidad.
Fuente: (Carlos
S. Nino, Introducción a la filosofía de la acción humana)
I. Introducción
Como se advertirá, definir el reproche de la manera en que Nino lo hace en este epígrafe no sólo parece insuficiente a fin de ofrecer una caracterización exhaustiva del concepto sino que, en algunos contextos, proceder así resultará ciertamente excesivo. En efecto, ¿no sucede a menudo que la mala decisión o el desenfreno de alguien no son adjudicables más que a una fortuita confluencia de rasgos y factores situacionales que de por sí no son necesariamente malos? ¿No sucede a menudo que alguien normalmente bondadoso y gentil “pierde la compostura debido a que está cansado, preocupado o un poco paranoico” (Sher, 2001, p. 156)? De ser así, pues entonces esta persona gentil y bondadosa seguramente merecerá un reproche por su conducta, mas no por su carácter (idem).
Ante semejante constatación, muchos podrían verse impulsados a emprender la tarea de sentar las bases de lo que sería un enfoque más comprensivo o general sobre la idea de reproche, capaz de delimitar las distintas modalidades que esta idea reviste en la práctica tanto jurídica como moral de cualquier grupo social. Sin embargo, no es esta la tarea de la que se ocupará el presente trabajo.1 En su lugar, lo que se plasmará en las siguientes páginas es un intento por explicar de qué manera este mismo concepto que captura la definición de Nino, con su insuficiencia y precariedad inocultables, es todo lo que se necesita a los fines de cubrir dos frentes: por un lado, el de comprender las razones que habrían impulsado a este autor a prescindir de la idea de reproche –es decir, de esta idea en particular– en el ámbito penal; y, por el otro, el de hallar una vía nueva que permita rehabilitar esta misma noción sin que los reparos que Nino interpuso en su contra aparezcan sustentados en causa fundada.2
Para echar el carro a rodar, entonces, tal vez convenga comenzar a preguntarse por qué razón la teoría jurídico-penal de C. S. Nino habría renegado de la noción de reproche. En un artículo aparecido hace algunos años, Jaime Malamud Goti esbozó una explicación sumamente sugestiva tendiente a subsanar esta inquietud. Tanto esta noción, como asimismo la idea de ‘inculpación’, sostiene Malamud allí, presuponen una valoración de nuestro carácter; y una valoración tal implicaría, al menos de alguna manera, una institucionalización del perfeccionismo ético (2005, p. 91), que es una doctrina filosófico-política que a Nino le resultaba inaceptable, fundamentalmente por ser contraria al liberalismo de inspiración milliana que él defendió a lo largo de su carrera intelectual y en la mayor parte de sus producciones bibliográficas. Puesto en boca de Ferrajoli, ése sería el mismo liberalismo que se expresaría en las siguientes palabras: “Y el ciudadano, si bien tiene el deber jurídico de no cometer hechos delictivos, tiene el derecho de ser interiormente malvado y de seguir siendo lo que es” (Ferrajoli, 2001, p. 223). Con este verdadero postulado ético-político, Nino estaría plenamente de acuerdo, lo cual permite comprender por qué él llegaría a sostener en una de sus obras que “el ideal de un sistema liberal de derecho penal es realizado cuando los individuos no se dañan unos a otros aun cuando la sociedad haya degenerado a tal extremo que los individuos en general tengan un pésimo carácter moral y los peores sentimientos y deseos hacia otros” (Nino, 2006, p. 209).
Aunque bajo ningún concepto forma parte del propósito del presente trabajo contradecir esta sugestiva explicación de Malamud, lo que se sugerirá a continuación es una posible lectura que por lo menos consiga pararse frente a ella como una alternativa exegética. Para ello, dos convicciones acompañarán a lo largo de este recorrido: por un lado, la convicción de que existe una forma distinta o menos restrictiva de concebir la doctrina liberal; y, por el otro, la de que los elementos perfeccionistas que por definición comportan los juicios de reproche no necesariamente poseen implicancias antiliberales. Según se notará, existirían en la obra de Nino evidencias textuales que, lejos de resultar conclusivas, serían más que suficientes para hacer jugar a su favor estas dos convicciones, aún si el propio autor no hubiera sido capaz de advertirlo.
II. En torno a la caracterización perfeccionista de la noción de reproche: ¿tenues esbozos de una aproximación alternativa?
El presente apartado comienza con un breve repaso sobre cuál ha sido la posición original y más divulgada de Nino en lo tocante a la idea de reproche y luego muestra de qué manera, en otros pasajes de su obra, habrían comenzado a gestarse los lineamientos de una aproximación acaso discordante a esta idea. Lidio con la primera posición en este preciso apartado, dejando para el que viene el análisis de la segunda.
En el terreno filosófico-penal, Nino suscribió el utilitarismo, que es la doctrina que justifica el castigo estatal por el propósito de protección social que éste perseguiría, ya sea actuando de forma preventivo-especial o preventivo-general (véase Nino, 1980, p. 211). Con todo, injusto sería encasillar a Nino como un típico filósofo utilitarista, pues él consideraba que una fundamentación consecuencialista de la pena era pasible de al menos una objeción fundamental. Aunque el utilitarismo superara las conocidas objeciones que le llueven desde distintos frentes (por ejemplo, la que alude a sus efectos preventivos no empíricamente probados o la que esgrime que esta doctrina, amparada en el propósito de protección social, justificaría el castigo de gente inocente) (al respecto, véase Nino, 1980, pp. 212-218), Nino pensaba que él seguiría vulnerando la prohibición kantiana de tratar a cada hombre como un fin en sí mismo. Por su propia naturaleza, dirá Nino citando a Rawls y a Nozick, la concepción utilitarista de la justicia posee como una de sus características más llamativas el hecho de que ella no se toma en serio la separabilidad de las personas y es este carácter agregativo y totalizante el que repercute en contra de su credibilidad moral (véase Nino, 1980, pp. 219-222). Por eso Nino llegaría a adosar a la justificación utilitarista de la pena un elemento consensual. Si la pena pudiera llegar a ser vista, entre otras cosas, como el producto “de la voluntad de la persona misma que la sufre”, es decir, como el producto de su libre consentimiento, cualquier objeción que se le hiciera en el sentido de que supondría una distribución inequitativa de beneficios y cargas quedaría fuera de lugar (1980, p. 225). Sobre la justificación consensual de la pena que Nino desarrolló tanto en Los límites de la responsabilidad penal como en otros escritos, sin embargo, ya no se explayará el presente trabajo, aunque algo más se agregue hacia el final.
La doctrina filosófico-penal que Nino situó como la contracara del utilitarismo es el retribucionismo. Mal podría pensarse que Nino rechazó esta doctrina por haber abrazado grosso modo el utilitarismo penal. En su lugar, la explicación de por qué Nino defendió el utilitarismo penal sería más bien la inversa. Si se quiere, esta defensa habría acontecido por defecto. En lo fundamental, dos son las razones principales que motivaron a Nino a ponerse en guardia frente al retribucionismo. La primera de ellas es que él nunca se explicó por qué intricado ejercicio de alquimia filosófica la combinación de dos males, delito y sanción, podría aparejar un bien como su producto (véase Nino 2008a, p. 42; 2008b, p. 157). En cuanto a la segunda razón, la explicación central es que el retribucionismo es deudor de la idea de reproche y ya se han visto cuáles son las implicancias antiliberales que Nino adosa a esta idea. El siguiente pasaje, perteneciente a su artículo “A Consensual Theory of Punishment” (1983), resulta confirmatorio al respecto:
No comparto las posturas retributivas actuales que exigen actitudes subjetivas sobre la base de que la pena debería ser una reacción contra un acto inmoral que, en consecuencia, supone una condición subjetiva maliciosa (para la justificación de la pena que se presenta en este artículo, la reprochabilidad del agente es tan irrelevante como en el caso de los contratos) (Nino, 2008c, p. 126).
Y agrega en una nota autorreferencial formulada al pie de esta contundente afirmación:
En mi tesis doctoral –vale decir, en Los límites de la responsabilidad penal– argumenté que la postura liberal, que prohíbe fundamentar la interferencia del Estado en las conductas del individuo sobre la base de su autodegradación moral, supone que la reprochabilidad del agente no debe exigirse como condición suficiente de la pena, ni tampoco como condición necesaria (2008c, pp. 126-127).
No obstante, todavía mucho más demostrativo de esta posición liberal y, por lo pronto, antirretribucionista, es un pasaje perteneciente a “La derivación de los principios de responsabilidad penal de los fundamentos de los derechos humanos” (1989). Luego de criticar al retribucionismo en virtud de que no explica cómo de la combinación de dos males (el delito más la pena) puede surgir un bien, Nino afirma:
Pero, aparte de esta debilidad general, creo que el retribucionismo es incompatible con una concepción liberal de la sociedad. Esto es así porque el mal que se retribuye no puede ser, si es que queremos preservar algo de la intuición inicial, un mero mal objetivo; debe ser un mal del cual alguien pueda ser reprochado. Justo la única ventaja aparente del retribucionismo sobre otras concepciones es la de mantener esta conexión entre pena y reprochabilidad, de modo de excluir la punición del inocente, del inimputable, del que actúa excusablemente, etc. Sin embargo, creo que la reprochabilidad está intrínsecamente asociada con la valoración del carácter moral del agente y, por ende, con la homologación de ideales de virtud personal. El reproche tiene, es obvio, aspectos expresivos y pragmáticos (por medio de él se da rienda suelta a emociones y se intenta motivar futuros comportamientos), pero tiene fundamentalmente un aspecto descriptivo que consiste en hacer referencia al hecho de que la acción es manifestación de un rasgo disvalioso del carácter del agente. La exigencia de ciertas creencias y deseos como condición del reproche se explica precisamente porque ellas sirven de nexo entre el carácter del agente y su actividad física. En la medida en que las operaciones penales presupongan juicios de reproche, ello será una forma de darle sello oficial a ciertos ideales de virtud personal (Nino, 2008d, pp. 37-38).
Como fácilmente se observa, Nino parece poner en la misma bolsa cualesquiera juicios de reproche posibles, como si éstos necesariamente tuvieran que ver con un pronunciamiento negativo sobre aspectos del carácter de las personas que deberían ser de su exclusiva incumbencia y no de la del resto, verdaderos ámbitos de protección del liberalismo político. Ahora bien, paralelamente a las creencias, deseos, preferencias o valores que una persona puede tener, manifestar o elegir poner en práctica en el ámbito de su vida privada, ¿no existe asimismo un conjunto de creencias, deseos, preferencias o valores que sobrepasan este ámbito? La glotonería o el amor a la música pueden ser ejemplos de disposiciones o preferencias que no tienen por qué despertar el interés de nadie que no sea la persona que los porta. O, mejor dicho, aunque puedan suscitar el interés ajeno (el de un amigo, pariente o alguien similar), no parecen tratarse de actitudes en las que tengan por qué inmiscuirse las agencias públicas del Estado, haciendo valer su juicio crítico. Sin embargo, la indiferencia por el bienestar ajeno o el odio racial o religioso, pongamos por caso, ¿resultan equiparables a las actitudes anteriores? Incluso si no sobrepasaran el ámbito de lo meramente privado, dando lugar a acciones que provocaran un daño físico en otras personas o afectaran su sensibilidad moral o su honor, parece haber algo en estas actitudes que al resto de la sociedad no le permite dormir tranquila. El odio a lo judío, sin ir más lejos, ¿es de la exclusiva incumbencia de quienes odian lo judío?
No sin cierta oscuridad, Nino habría comenzado a reconocer este punto cuando en otro artículo publicado en 1989 –titulado “Derecho penal y democracia”– creyó necesario aclarar, manifestándose nuevamente en contra del retribucionismo, no ya que los motivos e intenciones de las personas entendidos latu sensu no podrían ser tomados en cuenta “dentro de un sistema democrático y liberal de derecho penal, como condición del castigo o como una circunstancia agravante”, sino, strictu sensu, “los motivos e intenciones de las personas que son relevantes sólo porque manifiestan un carácter perverso del agente” (Nino, 2008e, p. 23), esto es, que tendrían que ver con su autodegradación moral. Por lo que parece advertirse, Nino entrevería, si bien no expresamente, la existencia de motivos e intenciones que podrían ser materia de un reproche penal liberal o sin implicancias perfeccionistas. No obstante, dado que nada más dice al respecto en ese contexto, cualquier inferencia que pretendiera derivarse de esta declaración pecaría por ser en extremo arriesgada.3
A pesar de que la cantidad de pasajes en los que Nino afirma lo contrario es tan abrumadora que casi no valdría la pena emprender una empresa especulativa cuya hipótesis estuviera reñida de movida con el contenido de cada uno de ellos, hay al menos dos textos en los cuales se deslizan ciertas sugerencias que parecen encauzarse en aquella dirección. El primero de ellos está conformado por el último capítulo de Introducción a la filosofía de la acción humana (1987), un libro que naciera de un curso de teoría de la acción correspondiente a la maestría de filosofía organizada por la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico y que Nino dictara en 1982. Para todo aquel que haya repasado una y otra vez la teoría consensual de la pena tal como se haya expuesta en Los límites y en la mayoría de los artículos o capítulos de libros alusivos a la misma, lo que encontrará en ese texto parecerá ciertamente desconcertante. Nino no sólo enuncia allí, a modo de esbozo introductorio, de qué manera el carácter de los juicios de reproche viene determinado por el contexto general de la valoración de las acciones, sino que llega a distinguir entre distintos tipos de valoraciones (moral, jurídica, prudencial, económica, estética, etc.), dependientes a su vez “de la clase de principios, normas o criterios que se toman en cuenta para la valoración” (Nino, 1987, p. 111). Esto, que en principio no hace más que agregar información a lo que intuitivamente sabemos sobre el concepto de reproche, no tendría ninguna importancia si no fuera por lo que se desliza a continuación. Escribe Nino:
En muchos de estos tipos de valoración es posible distinguir dos dimensiones diferentes: por un lado está la valoración de la acción con total independencia del agente que la realiza; la acción es valorada como un acontecimiento afortunado o desafortunado fuere cual fuere la actitud o las características de su autor; por ejemplo, en el caso de la valoración moral de una acción se puede estimar si sus consecuencias contribuyen al bienestar de otros o si lo perjudican, independientemente de lo que haya querido hacer el agente. Por otro lado, está la valoración de la acción, en cuanto ella refleja ciertas cualidades, virtudes o vicios o inclinaciones de su autor; en este caso, la acción tiene un valor positivo o negativo según sea la manifestación de rasgos valiosos o disvaliosos del agente (así una cierta interpretación musical puede ser alabada como manifestación de virtuosismo).
En el caso de la moral esta distinción responde a dos tipos de normas o pautas morales que, bajo distintos nombres, han sido distinguidas por autores como Strawson: En primer lugar, están las pautas de la moral social o intersubjetiva que prohíben o prescriben ciertas acciones por sus efectos respecto del bienestar o los derechos de otros individuos. Después tenemos las pautas o ideales de la moral personal o auto-referente que valora una acción por los efectos que ella puede tener en el carácter moral del propio agente que la realiza; estas pautas valoran negativamente una acción cuando ella implica una autodegradación moral de quien la ejecuta y la valoran positivamente cuando la acción involucra satisfacer un ideal de excelencia humana. En muchos casos una misma acción puede ser valorada conforme a uno y otro tipo de pauta moral: puede ser mala por afectar los derechos de otros y, además, por ser expresión de cierta perversidad moral.
Estas dos dimensiones se dan también, con variaciones y con distintas modalidades, en los otros tipos de valoración, como en la valoración jurídica y hasta en la estética (podemos juzgar el valor que tiene en sí mismo cierto paso de baile y juzgarlo como expresión del talento o de la falta de talento artístico del bailarín) (1987, pp. 111-112).
Finalizado este pasaje, Nino sostiene que “estas dos dimensiones de la valoración dan lugar, sobre todo en el plano moral, a dos tipos de defensas frente a una valoración negativa de la acción”, a las que suele llamarse justificaciones y excusas, siendo la distinción entre ellas muy importante para definir la naturaleza del reproche personal. Mientras las justificaciones, aclara Nino, “pretenden descalificar valoraciones negativas de la acción basadas en pautas intersubjetivas de conducta”, las excusas, en cambio, “están dirigidas a descalificar valoraciones negativas fundadas en pautas o ideales personales o autorreferentes” (1987, p. 112). Pues bien, según él, tan sólo la valoración negativa de una pauta o ideal personal constituye un reproche personal, al que también denomina indistintamente reproche moral. La pregunta que naturalmente despiertan estos conceptos es la siguiente: ¿qué entiende Nino por una valoración negativa de la acción que rompe con una pauta intersubjetiva de conducta? ¿No constituye un reproche? Definitivamente no –parece decir en el segundo de los textos mencionados del que ya nos ocuparemos–, constituye lo que cabría denominar un juicio de incorrección moral objetiva (véase infra).
Lo primero que debe notarse en todo esto es cuán imprecisa resulta la clasificación conceptual propuesta. Tómese por caso la forma en la que Nino hace extensiva las dos dimensiones de la valoración al ámbito jurídico. Si las dos dimensiones de la valoración también están presentes allí, ¿cómo podría caracterizarse distintivamente el reproche jurídico? El derecho, según Nino, no debe endosar ideales de virtud personal o concepciones particulares del bien, por lo que no sería posible concebir en el ámbito jurídico una valoración negativa fundada en una pauta o ideal ético autorreferencial. Tal vez lo que tiene en mente Nino es una concepción descriptiva del derecho alternativa a la suya, bajo la cual el derecho tendría permitido propasar el ámbito externo del comportamiento humano para regular el fuero interno de la vida de las personas. Esto podría hacerse, ya sea por vía de la coacción estatal, ya sea por una vía alternativa (políticas de incentivo, propagandas, programas educativos, etc.). Concebida en tanto que mera posibilidad teórica, no habría nada de malo en reconocer su entidad. Sin embargo, una vez planteado semejante panorama, ¿quién podría precisar realmente dónde comienza el área del reproche estrictamente jurídico y dónde comienza el área del reproche estrictamente moral?
Como sea, lo cierto parece ser que el área de cobertura del reproche (moral o jurídico, lo mismo da) se extiende sobre aquellos aspectos de la estructura de la acción que están vinculados, no a los movimientos externos u objetivos del agente o a las consecuencias perjudiciales que estos pudieran provocar, sino a lo que sucede interna o subjetivamente en el individuo, pudiendo versar tanto sobre sus creencias y capacidades como sobre sus deseos. De allí que, como correctamente reflexiona Nino, las justificaciones tengan que ver con la descalificación de una valoración objetiva de una acción (esto se hará, principalmente, señalando, por sobre una impresión prima facie de su carácter inmoral, que ella “tiene efectos netos más beneficiosos que perjudiciales para el bienestar de otros”) y las excusas, por su parte, con los aspectos estructurales de la acción que están presentes en la subjetividad del agente (1987, p. 113). Nino acota:
Si tomamos en cuenta que las excusas más corrientes pretenden negar o bien una creencia relevante o la capacidad para realizar la acción, es posible advertir un punto importante: que el objeto inmediato del reproche moral parecen ser los deseos o la intención del individuo. Esto es así porque, dada una acción valorada negativamente en su aspecto objetivo, si no se pudiera negar que fue hecha con el conocimiento y capacidad relevante, la única explicación de por qué fue ejecutada sería que el agente tuvo el deseo de llevarla a cabo. Es esta inferencia lo que se quiere evitar con las excusas; al negar que se dieron la capacidad o las creencias relevantes se pretende impedir la conclusión de que el agente tuvo el deseo o intención de realizar un acto malo, y a que, al estar ausente la capacidad o las creencias pertinentes, el acto es compatible con un deseo inocente. Que el objeto de las excusas es impedir la inferencia de que hubo un deseo disvalioso se ve confirmado por el hecho de que no hay excusas morales que, análogamente, consistan en invocar que cierto deseo relevante estuvo ausente (con el fin de impedir que se infiera que el agente tuvo cierta creencia o capacidad).
Como las excusas se oponen al reproche moral, este análisis de aquellas implica que el reproche moral se dirige en forma inmediata a los deseos; reprochar moralmente a alguien un comportamiento supone sostener que él fue provocado por un deseo disvalioso (1987, p. 115).
Pero como a veces una persona no pudo evitar tener cierto deseo o intención, por ejemplo “cuando alguien alega que realizó cierta acción disvaliosa porque fue amenazado o porque, de no actuar, él sufriría cierto mal” (1987, p. 116), no siempre serán los deseos los objetos finales del reproche moral. Ante situaciones de coacción, estado de necesidad o locura, lo que hará una excusa es señalar que los deseos o intenciones individuales no obedecen a un rasgo o inclinación disvaliosa del carácter del individuo o “a cierta perversión moral, como una fobia, una obsesión o un estado de locura, o a otra inclinación (como la autopreservación o el amor paternal) que es legítima y hasta valiosa” (idem). Nino concluye:
Por lo tanto, parece que todas las excusas están dirigidas a desvincular un cierto acto sea de rasgos o inclinaciones del carácter moral del agente (en el caso de las excusas morales) o sea de rasgos de su intelecto (en el caso de las excusas intelectuales). La única diferencia es que mientras algunas intentan mostrar esa desvinculación señalando un hiato entre la acción y sus supuestos antecedentes inmediatos –deseos, creencias y habilidades–, otras la muestran indicando un hiato entre esos antecedentes inmediatos y supuestos rasgos e inclinaciones del carácter moral o intelectual del agente. Pero en uno y otro caso se intenta mostrar que la acción es compatible con cualidades inobjetables de la personalidad moral e intelectual del individuo.
Si esto es así, y dado que las excusas pretenden descalificar el reproche personal a un individuo, se sigue que el reproche es un juicio acerca del carácter moral o de las cualidades intelectuales de una persona. Cuando se reprocha a alguien por una cierta acción mala se juzga que esa acción pone de manifiesto un rasgo negativo de su personalidad (1987, pp. 116-117).
Ya en las “Palabras Iniciales” con que Nino presenta el libro en consideración, él adelanta que si bien algunas de las ideas que allí se expondrían ya habían sido desarrolladas en obras anteriores (principalmente en Los límites y en Ética y derechos humanos), el lector debería constatar “algunas variaciones significativas en la presentación de estas tesis” (1987, p. 8). Aunque luego Nino no aclara cuáles son estas variaciones específicas, al menos existe una que se habría tornado evidente. Corrobórese sino cómo se refiere en Los límites a lo que, jurídicamente hablando, debería dar lugar en un Estado de derecho situaciones como el estado de necesidad:
Será tal vez innecesario repetir que el estado de necesidad y la legítima defensa, así como la mera inocuidad de la acción, el consentimiento de la víctima y el ejercicio de un derecho, justifican la respectiva acción con independencia de los motivos, intenciones y creencias del agente. Esta conclusión está impuesta, como se dijo más de una vez, por la concepción liberal, según la cual el derecho penal no va dirigido a prevenir actitudes subjetivas indignas que puedan implicar una autodegradación moral del agente, sino situaciones socialmente indeseables. El que previene sin saberlo un mal mayor o repele sin querer una agresión, no da lugar a una situación indeseable que el derecho trate de prevenir, cualquiera que sea el efecto que su acción produzca sobre el valor de su carácter moral (Nino, 1980, pp. 484-485).
Como se constatará, Nino sigue insistiendo sobre por qué el reproche no puede tener lugar en el seno de un Estado de derecho liberal: porque, según su propia posición, la función del derecho no es la de prevenir actitudes subjetivas indignas sino situaciones socialmente indeseables, es decir, situaciones que serían objeto de juicios de valoración objetiva. Sin embargo, lo que Nino no parece advertir ni aquí ni en Introducción a la filosofía de la acción humana es que las actitudes subjetivas pueden ser tanto la condición para adecuarse a las pautas de una moral autorreferencial como la condición para adecuarse a las pautas de una moral social o intersubjetiva. En Los límites, tal cual acaba de corroborarse, Nino se empecinaría en tratar las situaciones de estado de necesidad bajo el acápite de las justificaciones precisamente por su temor a que si caen bajo el acápite de las excusas, como sucede en Introducción, su teoría penal peque de antiliberal. Pero si la mayoría de los países herederos de la tradición occidental le otorgan a las excusas la misma relevancia jurídica que le otorgan a las justificaciones (por lo menos en el terreno penal), aparentemente esto sólo se explica porque la estructura subjetiva de la acción ha de importarle al derecho de un modo que, según parece, Nino no está dispuesto a ver.4
Así como existen disposiciones, inclinaciones, rasgos del carácter o virtudes que se corresponden con las pautas o ideales de una moral personal o autorreferente, nada parece más sensato que proclamar la existencia de un mundo subjetivo de disposiciones, inclinaciones, rasgos del carácter o virtudes que se corresponden con el respeto, mantenimiento y reproducción de las pautas intersubjetivas dictadas por el derecho y la moralidad social. Y así como existen disposiciones, rasgos del carácter o vicios que no se corresponden con el respeto de las pautas de cierta moral personal o con el reconocimiento de ciertas pautas –para utilizar una palabra menos teñida de liberalismo–, igualmente sensato parece aceptar que existen disposiciones viciosas, vulneradoras del orden social externamente regulado, que no se corresponden con las pautas jurídicas y de moralidad pública propiciadoras de este orden y a las que, aun sin quererlo, el derecho y la moralidad propenderán a desterrar o suprimir por vía del aparato coactivo, o por vía de otro tipo de instituciones, tal es el caso de la representada por el sistema educativo.
Cómo algo así se logra desde un punto de vista psicológico es una cuestión muy difícil de determinar y, en cualquier caso, siempre puede suceder que en el proceso de fijar ciertas disposiciones (¿liberales?), otras disposiciones de cariz claramente perfeccionista terminen colándose en el camino. Quiera verlo o no, Nino no puede ignorar que las normas jurídicas ejercen toda clase de influencias en la personalidad de la gente. Modifican sus gustos y preferencias, aun aquellas que no se corresponden con acciones contrarias a las pautas de una moral intersubjetiva. Por ejemplo, prohibir la pornografía bajo pena de prisión puede tener como misión eliminar la trata de blancas y la prostitución de menores, dos prácticas indeseables desde el punto de vista de la moralidad social; ahora, esto también puede generar que ciertos individuos que ya no hallan vías apropiadas por donde canalizar sus impulsos se vean obligados a repartir su tiempo en otro tipo actividades, conduciéndolos a modificar sus actitudes subjetivas. En algunos sistemas penitenciarios, solía exigírseles a los presos que leyeran la Biblia o recibieran las palabras de un sacerdote. De más está decir que hoy no aceptaríamos cierto tipo de intromisiones en el seno de un Estado liberal; de cualquier manera, así como no puede negarse el efecto que surten ciertos programas liberales para modificar las actitudes subjetivas de la gente, tampoco puede negarse el efecto que surten ciertos programas no liberales para fijar pautas de conducta que son compatibles con el respeto por los principios del liberalismo o con la obediencia a las normas jurídicas que se hallan sustentadas en una justificación verdaderamente democrática y liberal como la que Nino siempre defendió en su obra.5
III. ¿Sembrando el terreno para una aproximación alternativa?
Llegados a estas alturas, justo es notar que el otro texto en el que Nino habría alcanzado a entrever la importancia que los motivos e intenciones podrían tener para el derecho penal fue compuesto en el año 1992 y lleva por título “Consecuencialismo: debate ético y jurídico”. En rigor, se trata de un texto cuyo antecedente temático directo está constituido por una discusión que hacia 1989 Nino mantuviera con J. C. Bayón en la revista Doxa, y en el que el autor aborda con una mirada ética más contemplativa la cuestión de la subjetividad humana, aportando mucha más luz sobre cómo debe entenderse el concepto de reproche, como así también sobre cuál podría ser su papel en una teoría penal. Lo que puede leerse allí no posee, desde luego, más que un carácter meramente tentativo y provisional, no obstante lo cual permite vislumbrar a un Nino distinto, confesándose en abierta disconformidad con varias de las tesis defendidas en su pasado. En este sentido, el texto vuelve a constituir otro interesante hallazgo filosófico.
Para todo aquel que esté medianamente familiarizado con el lenguaje penal y conozca a algunos de los más renombrados penalistas, seguro no le resultará extraño comprobar en este ensayo de qué modo Nino contrapone su teoría de la responsabilidad penal, “basada en una concepción objetivista de la antijuridicidad y en una justificación de la pena que combina su eficacia preventiva de acciones objetivamente incorrectas con el consentimiento del agente” –para ponerlo en sus propias palabras–, con “los intentos de subjetivización de la teoría del delito emprendida por autores como Diethart Zielinski en Alemania y Marcelo Sancinetti en la Argentina” (Nino, 2007b, p. 65). Nino acusa a estos autores de llevar “hasta sus últimas consecuencias una concepción retribucionista de la pena basada en el reproche moral” (idem). Por lo que parece, todo indicaría que en este lugar Nino volvería a confirmar su rechazo a la idea de reproche, al menos en el ámbito jurídico; o, poniéndolo de modo alternativo, todo parece indicar que confirmaría nuevamente su rechazo a la intromisión de cualquier idea de reproche moral en el ámbito jurídico.
Ahora, ¿qué hay del reproche moral en el ámbito moral? En Introducción a la filosofía de la acción, Nino había distinguido entre valoraciones negativas de la acción basadas en pautas intersubjetivas de conducta y valoraciones negativas fundadas en pautas o ideales personales o autorreferentes. Estas últimas valoraciones eran las que fijaban la base para el reproche moral. El pasaje que viene a continuación guarda una íntima vinculación con esta terminología y en él Nino afirma:
Los juicios objetivos sobre la corrección o incorrección moral de las acciones, o sea, juicios que no toman en cuenta las actitudes subjetivas del agente y sus circunstancias personales, no dan una base suficiente para el reproche moral. Pero una de sus funciones es dar una base necesaria sobre la cual elaborar ese reproche teniendo en cuenta otras valoraciones: el agente es, por ejemplo, moralmente reprochable si realizó una acción objetivamente incorrecta, con intención y a sabiendas de lo que hacía y sin pretender al mismo tiempo realizar otra acción que sea objetivamente correcta, tal vez en un grado superior. Otra función de los juicios de corrección o incorrección moral objetiva de las acciones es servir de pauta para las acciones de impedir la realización de otras acciones: si una acción es objetivamente incorrecta, aunque su agente no sea reprochable, es correcto impedir su realización y es incorrecto ayudar a que ella se complete (Nino, 2007b, p. 63).
Un juicio objetivo sobre la corrección (o incorrección) moral de una acción consiste, según reza la parte inicial de este pasaje, en un juicio que no toma en cuenta las actitudes subjetivas de un agente ni sus circunstancias personales. Aunque Nino no lo dice de esta manera, lo que aparentemente quiere dar a entender no es que un juicio de este tipo no tome en cuenta desde ningún punto de vista las actitudes subjetivas de un agente; lo que quiere transmitir es que no las toma en cuenta como base para determinar la corrección (o incorrección) moral de una acción. Antes pudo verse qué debía tomar en cuenta un juicio objetivo para determinar esta corrección (o incorrección): en pocas palabras, había de tomar en cuenta una pauta intersubjetiva de conducta, que es la que fija en última instancia, según sea el caso, el carácter beneficioso o perjudicial de una acción. Para ser más precisos, una acción será juzgada como objetivamente correcta o incorrecta a tenor de los efectos beneficiosos o perjudiciales que produzca en el bienestar o en el goce de derechos de otras personas y con independencia de los motivos o intenciones con que fue llevada a cabo (véase Nino, 1987, p. 113).
Suponiendo que este análisis conceptual sea el indicado, un juicio objetivo sobre la incorrección moral de una acción será entonces equiparable a la valoración negativa de una acción basada en una pauta intersubjetiva de conducta. Sin tejer demasiadas elucubraciones, la contracara perfecta de un juicio objetivo de incorrección moral necesariamente será un juicio subjetivo de incorrección moral. Pero, ¿en qué podría consistir un juicio semejante? Siendo lógicamente coherentes y empleando la misma estrategia antes utilizada para definir en qué consistían los juicios objetivos, un juicio subjetivo sobre la incorrección moral deberá resultar equiparable a la valoración negativa de una acción basada en una pauta personal o auto-referencial de conducta, esto es, equiparable a lo que Nino denominó previamente un juicio de reproche personal o moral. La pregunta que debe volver a formularse es si esta contraposición, así reconstruida (y ella sería fiel a las intenciones de Nino), puede resultar todo lo exhaustiva que pretende. Por varias razones, la respuesta será negativa. Las siguientes son simplemente algunas de las más importantes.
Nino, según se viera, apoyándose en autores como Strawson, sostiene que las pautas o ideales de la moral personal o autorreferente valoran una acción por los efectos que ella puede tener en el carácter moral del propio agente que la realiza, haciéndolo positivamente –agrega– cuando la acción involucra la satisfacción de un ideal de excelencia humana y haciéndolo negativamente cuando implica una autodegradación moral de quien la ejecuta (véase Nino, 1987, p. 112). Si ésta resulta una definición propuesta tan sólo por Strawson y compartida o respaldada por Nino o si, de modo más general, resulta una definición sobre la cual reina cierto consenso filosófico, aparece como una cuestión de difícil respuesta. De cualquier manera, analizadas las cosas desde un punto de vista estrictamente nominal, un componente un tanto extraño y restrictivo se detecta en ella. Más allá de autores como Strawson, por un lado se sabe que las pautas de la moral social o intersubjetiva prohíben o prescriben ciertas acciones por sus efectos respecto del bienestar o los derechos de otros individuos (véase idem). Pues bien, siguiendo al pie de la letra lo que implican las palabras “pautas o ideales de la moral personal o autorreferente” que Nino emplea en aquella definición, lo único que cabe inferir ex analogia es que estas pautas deberían prohibir o prescribir ciertas acciones por sus efectos respecto del bienestar –aquí sería ciertamente un desatino hablar de derechos– del propio individuo o agente implicado. No obstante, en lugar de afirmar esto, Nino dice que estas pautas valoran una acción por las repercusiones que tienen en el carácter moral del mismo, lo cual no es lo mismo. Evidentemente, aquí se ha producido un salto lógico que todavía requeriría de justificación.
Si esto tuviera que ser necesariamente así, es decir, si los efectos de las acciones que se apoyan en pautas de una moral autorreferencial sólo pudieran repercutir en lo que usualmente entendemos por el “carácter moral” del individuo que las realiza, nada de malo habría en aceptar la definición propuesta.6 El problema es que esto no es ni remotamente cierto. Los ejemplos sobran. Piénsese sin ir más lejos en disciplinas clásicas como la dietética, la estética o la gimnástica, un legado indiscutible de la cultura griega y, hoy en día, puestas de nuevo tan en boga entre nosotros. Para cada una de estas disciplinas es relativamente sencillo concebir una pauta moral autorreferencial. En el campo de la dietética, ella podría consistir en una sugerencia contenida en un plan dietario para bajar de peso; en el campo de la estética, en una recomendación extraída de un manual prescripto para el rejuvenecimiento de la piel; o en el campo de la gimnástica, en una técnica para lograr que la musculatura abdominal resulte acorde a la estructura lumbar. Seguir cada una de estas sugerencias, recomendaciones o técnicas –puede intuirse– repercutirá en el bienestar alimentario, estético o físico del interesado, no en cambio (por lo menos no de forma directa) en lo que usualmente se entiende por su carácter moral. Quien incumpla con algunas de estas pautas, incurrirá en una incorrección moral auto-referencial, siendo “autorreferencial” precisamente porque ella no tendrá ninguna repercusión en la vida de otras personas. Pero si esto es así, entonces los juicios morales que se apoyan en pautas autorreferenciales de conducta y le marcan a un individuo la incorrección de haber desobedecido un plan dietario o el no haber ayunado como se lo solicitaba la doctrina religiosa con la que comulga –pongamos por caso–, en vez de ser subjetivos, serán tan objetivos como los juicios morales que se apoyan en pautas de moralidad intersubjetivas o sociales.
Pero además de no ser cierto que los efectos de las acciones que se apoyan en pautas de una moral autorreferencial sólo repercuten en lo que usualmente entendemos por el carácter moral del individuo que las realiza, el problema es que tampoco parece ser cierto que los efectos de las acciones que, o bien se apoyan en pautas de una moral intersubjetiva, o bien las contravienen, sólo repercutan en lo que usualmente denominamos el bienestar o los derechos de un individuo. También pueden impactar de modo directo en la formación de su carácter, como le ocurrió a Emma Zunz, el personaje de Borges, tras enterarse de la injusticia con que su padre había sido tratado por responsabilidad directa de Aarón Loewenthal, su propio jefe. Reflexionando sobre este mismo cuento borgeano, Osvaldo Guariglia opina que la elección de Emma Zunz de no respetar el fallo que declarara culpable a su padre y lo conminara a una vida de ruina y miseria en el exilio, “nos revela, en efecto, algo esencial de su carácter, que nos permite, a su vez, comprender la fuerza del sentimiento de obligación para con su padre, el cual la impele a soportar las penurias que preceden y siguen a su acto” (Guariglia 1996, p. 100; la cursiva es mía).
El corolario de estas reflexiones es que tanto en el campo de la moral autorreferencial como en el campo de la moral intersubjetiva formulamos juicios objetivos sobre la corrección (o incorrección) de las conductas. Las conductas serán buenas o malas, mejores o peores, en cuanto incidan en el bienestar del propio individuo que emprende la acción o en el bienestar de otros individuos. Y no sólo eso. Las conductas también pueden ser buenas o malas, mejores o peores, más o menos correctas, en cuanto incidan en el carácter moral del propio individuo que emprende la acción o en el carácter moral de otros. En la medida en que estos juicios sobre la corrección (o incorrección) de una conducta versen sobre hábitos, inclinaciones o disposiciones personales, es decir, sobre aquellos aspectos que hacen a la estructura subjetiva o interna de la agencia moral, en principio no habría ningún inconveniente en denominarlos “subjetivos”. Sin embargo, lo que debe notarse es que ni estos juicios ni los anteriores nos darán una base suficiente para fundar el reproche moral.
IV. Autorreferencialidad, intersubjetividad y reproche
¿Qué debería suceder, entonces, para pasar de estos juicios objetivos (o subjetivos) sobre la incorrección moral de una acción a la formulación de verdaderos juicios de reproche? Por decir lo mínimo, aquellos juicios deberían dar paso a un diagnóstico sobre lo que sea que haya permitido en el plano interno de la agencia que un individuo viniera a vulnerar cierta pauta moral de conducta aplicable a su caso. Este diagnóstico, además, dado que se relaciona con lo que es esperable que suceda en ciertas condiciones de normalidad –Nino hablaría en este lugar de “circunstancias debidas o esperables del contexto” (Nino, 2007c, p. 57)–, comportará una censura, y esta censura, a su vez, casi siempre supone una cierta valoración caracterológica. Nino cree, tal vez no irrazonablemente, que una valoración caracterológica necesariamente comporta tintes perfeccionistas. Puesto que justificar esta creencia nos apartaría demasiado del objetivo que de momento nos ocupa, démosla aquí por válida. Lo central es que no bien llegamos a percatarnos de que la pauta moral de conducta cuya vulneración sienta la base para el reproche personal puede tratarse tanto de una pauta autorreferencial como de una pauta intersubjetiva, y se advierte al mismo tiempo que lo que hace un orden jurídico es fijar esta segunda clase de pautas –Nino hablará en el mismo sentido de “normas jurídicas de incorrección objetivas”–, pues entonces la sanción jurídica, en tanto y en cuanto sea entendida como un instituto compuesto por una dosis de diagnóstico y otra de valoración conductual, necesariamente habrá de connotar tintes perfeccionistas (véase Williams, 1995).
Durante la etapa en la que Nino desarrolló las bases sustanciales de su teoría penal liberal, cristalizada fundamentalmente en Los límites, fueron precisamente estas razones las que impidieron que el concepto de reproche encontrara en el interior de su sistema sancionatorio, idealmente concebido, cualquier espacio, por incómodo que fuera. Pero constátese qué iba a decir Nino, varios años más tarde, en ese mismo ensayo que tituló “Consecuencialismo: debate ético y jurídico”:
La alternativa de tomar en consideración las intenciones, motivos y disposiciones de carácter del agente ya no me parece tan extremadamente implausible como creía antes.
Mi resistencia estaba determinada por el temor a las implicaciones perfeccionistas que un sistema moral de esta índole tendría si fuera proyectado al campo jurídico. La relevancia para el reproche moral de las intenciones y motivos del agente depende, tal como traté de demostrar en otro lugar, de la valoración del carácter del agente. Si proyectamos al derecho un sistema moral que tome como elemento constitutivo de la corrección o incorrección de las acciones las intenciones o motivos del agente, infringiríamos el principio de autonomía de la persona que proscribe imponer coactivamente ideales de excelencia humana o virtud personal, ya que haríamos depender la coacción estatal de valoraciones del carácter del agente.
[…] Pero ahora creo que mi resistencia anterior se debía a un salto lógico injustificado. Una moral subjetivizada en que los juicios morales de corrección o incorrección moral dependan de las actitudes subjetivas del agente no tiene por qué determinar normas jurídicas simétricas, por más que exijamos que esas normas jurídicas estén moralmente justificadas. En otras palabras, lo que el principio de autonomía de la persona proscribe moralmente es el perfeccionismo jurídico o estatal, no el perfeccionamiento moral. Ese principio no veda la formulación de juicios morales de reproche fundados en la autodegradación del carácter moral del agente, lo que estipula como moralmente disvalioso es que tales juicios de reproche moral sirvan como base de la coacción estatal. Es posible contar con normas jurídicas de incorrección objetiva, que tomen en cuenta cuestiones pragmáticas como la prevención de qué daños a través de la prevención de qué acciones, sin que la subjetividad del agente incida en la determinación del daño, y luego tomar en cuenta esa subjetividad en un segundo plano y en una forma neutra al reproche moral, como por ejemplo en la determinación de si consintió o no asumir la respectiva responsabilidad moral (Nino, 2007b, pp. 64-65).
Sin dudas, comparada con su tesitura original, la posición que Nino adopta ahora en relación al reproche parece haber experimentado un giro importante. De cualquier forma, a los efectos de sentenciar que su concepto de reproche en efecto haya pasado a ocupar una posición aunque sólo sea menos incómoda que la que ocupaba con anterioridad, nada de lo que aquí sostiene podría ser suficiente: en pocas palabras, las indefiniciones que se constatan son todavía muy superiores a las certezas. Por un lado, Nino persiste en su inclinación a circunscribir la validez del concepto de reproche al ámbito de la moral auto-referencial, que es donde la bondad o maldad de ciertas acciones supuestamente se mide por los efectos autodegradantes que ellas producen en el carácter moral de los agentes. De lo que no habla en ningún lugar, en cambio, es del reproche personal que podría dirigírsele a quien vulnera una pauta de conducta intersubjetiva, siendo que este ámbito también pertenece a la moralidad. Pero la omisión que más se echa de menos en este punto de la discusión vuelve a estar vinculada al ámbito estrictamente jurídico. Si existe algo así como un reproche jurídico (y Nino se percató en Introducción a la filosofía de la acción humana que en efecto existe algo así, como asimismo existiría un reproche estético, técnico, económico, prudencial, etc.), ¿por qué no decir que el reproche que uno le dirige a un agente cuando viola una norma jurídica intersubjetivamente fundada en una pauta moral de conducta tiene que ver con aquellas actitudes subjetivas que permitieron esta violación, más allá de cualquier juicio sobre lo que ellas implican para el agente en relación a la moral autorreferencial que pueda haber adoptado o a su carácter autodegradante?
Por otro lado, suponiendo que se aceptara la pretensión liberal de Nino de que un juicio de reproche moral no puede servir como base para la coacción estatal –ni siquiera un juicio de reproche moral basado en las actitudes subjetivas que predispusieron a una persona a infringir una norma intersubjetivamente fundada– y se le diera a esta expresión el significado de “condición antecedente”, todavía quedaría pendiente analizar una posibilidad no explorada: la de hacer que este reproche por lo menos actúe como una especie de segundo viento en el arco de cuerdas de una condena ya instituida desde un punto de vista objetivo. ¿Qué impide que tracemos una línea divisoria entre aquellos elementos que son procesalmente requeridos para determinar la condena de un acusado y los elementos que son puestos en juego cada vez que una condena se implementa por vías del sistema sancionatorio? En otras palabras, ¿por qué no hacer de cuenta que el reproche (moral o jurídico, lo mismo da) sólo interviene luego de que el individuo ya ha sido condenado sobre las bases propiciadas por una teoría de la responsabilidad objetiva?
Fundar una propuesta semejante sería un tanto extraño. No obstante, si una propuesta así se alzara con algún mérito reconocible, probablemente él residiría en señalar la necesidad imperiosa de reconocer que la opción entre defender, por una parte, una concepción subjetivista de la antijuridicidad como la que postularon Zielinski y Sancinetti (según la cual la subjetividad del agente debe incidir en la determinación del daño) y defender, por otra parte, una concepción objetivista de la antijuridicidad como la que postuló Nino, dista de resultar exhaustiva. ¿Está el esquema clásico de la teoría del delito que Nino ha criticado tan duramente en Los límites de la responsabilidad penal, con su distinción entre antijuridicidad de la acción y culpabilidad, mejor provisto para responder a las demandas del liberalismo pero preservando al mismo tiempo un espacio para incluir el concepto de reproche sin que todo se venga a pique? Tal vez. O tal vez exista otra posibilidad, una que Nino, no sin cierta parquedad, habría comenzado a entrever en este mismo ensayo de 1992.
“Un agente tiene una intención o disposición disvaliosa –advertía Nino allí– cuando desea cometer una acción objetivamente incorrecta desde el punto de vista moral, lo que normalmente se debe a que la acción causa un daño o un resultado disvalioso” (2007b, p. 67). En una concepción liberal del derecho penal, el disvalor de una acción siempre está supeditado al disvalor de un resultado, incluso en las tentativas o en los denominados delitos de peligro en los que simplemente se constata la producción de una acción riesgosa –aunque, claro está, un sistema de derecho penal liberal seguramente adoptará una noción sumamente rigurosa y acotada de lo que deben ser los delitos de este tipo. Pues bien, de modo idéntico a lo que sucede con el disvalor de acción, mientras el disvalor de la intención o disposición subjetiva que subyace tras una acción dependa también del disvalor del resultado, no habrá ningún inconveniente en fundar un juicio de reproche auténticamente liberal, es decir, un juicio de reproche tendiente a censurar aquellas disposiciones subjetivas a las que se les atribuye un papel determinante en la realización de la acción que trajo como consecuencia cierto resultado lesivo de disvalor objetivamente enunciable.
Como si quisiera confirmar esta implicancia, Nino diría en “Respuesta a Bayón” (1989) que “si la acción no es incorrecta no es posible reprochársela al agente” (2007c, p. 56). Aunque enunciado de forma un tanto rudimentaria, en estas palabras quizá sea factible encontrar el ‘hilo primordial’ que necesitamos para gestar una noción liberal de reproche penal. Empero, a fin de que este hilo comience a desenvolverse satisfactoriamente, el paso adicional no puede emular ese que Nino ha dado, en especial cuando acota lo siguiente en referencia a la acción delictiva: “para reprochársela al agente es generalmente necesario que él haya querido realizarla sabiendo que es incorrecta” (idem). En “Castigo penal e imperio de la ley”, T. Scanlon ha explicado lúcidamente por qué esta forma de razonar es errónea. Así reflexiona Scanlon a propósito de las excusas que podrían haber esgrimido en su favor los miembros de la Junta Militar que fueron juzgados durante el gobierno de Alfonsín:
Un golpe de estado, podemos suponer, es un acontecimiento embriagador. ¿No podrían quienes lo realizan convencerse por la retórica de sus propios decretos y creer que el derecho anterior ha desaparecido, dándoles a ellos un pleno poder jurídico para hacer lo que crean necesario para poner a la sociedad en orden? Si de hecho creyeron esto y, por lo tanto, no sabían que sus actos tenían la consecuencia normativa de vincularlos jurídicamente a un castigo, ¿proveería esto una defensa en contra de acusaciones posteriores? (Scanlon, 2004, p. 314).
La respuesta que da Scanlon a esta pregunta es la siguiente: “Lo relevante en todos estos casos no es lo que la gente sabía acerca de las consecuencias normativas de su acción, sino lo que la gente podía haber tenido bases razonables para creer acerca de estas consecuencias, a través del ejercicio de un debido cuidado” (2004, pp. 314-315). De manera análoga, uno podría decir respecto de muchos otros casos que lo relevante para reprocharle algo a una persona no reside en determinar quién era ella o cómo estaba constituido su carácter, sino quién podía haber sido esta persona, suponiendo que ella hubiera contado con la posibilidad cierta de ser y obrar de otra manera. Por esta razón, así como por algunas otras que se verán en la siguiente sección (vinculadas al propósito comunicativo y pedagógico-moral que debería movilizar a una empresa sancionatoria verdaderamente respetuosa de la agencia moral de los ciudadanos a los que va dirigida), la condición epistémico-motivacional que establece Nino no sólo es insuficiente para fundar un juicio de reproche sino que, a veces, es más bien su propia ausencia lo que se solicita. Después de todo, si la sanción no fuera capaz de comunicarle al delincuente nada que éste no sepa de antemano, ¿de qué serviría que los jueces se molestaran en fundamentar sus sentencias condenatorias? ¿O qué razón nos movilizaría a implementar los programas de ejecución penal que muchos de los sistemas jurídicos existentes en el mundo han desarrollado con tanto éxito?
V. La idea de reproche y los supuestos límites de un sistema penal liberal
Si los juicios de reproche suelen comportar un veredicto caractereológico7 y un veredicto tal siempre (o casi siempre) está movilizado por un propósito pedagógico, todo sistema normativo que trabaje con la idea de reproche estará destinado a cumplir una función pedagógica. Para estar ligado a una función pedagógica, sin embargo, no es necesario que un sistema normativo trabaje con la idea de reproche. Sin ir más lejos, la sola puesta en vigencia de una norma jurídica prohibiendo, permitiendo o prescribiendo la realización de una conducta supone un proceso más o menos complejo de información y comunicación institucional cuyo éxito nunca alcanzará a garantizarse a menos que la ciudadanía sea expuesta a cierta clase de pedagogía moral.
Dar a conocer una norma en virtud de su publicación en el Boletín Oficial constituye tan sólo uno de los aspectos de esta pedagogía. Pero hay otros. La propia existencia de una carrera universitaria como Derecho y la presencia de cientos de especialistas sobre la materia, a quienes se les exige estar debidamente matriculados para asesorar a quienes lo requieran con pericia y confiabilidad, conforman, asimismo, facetas consustanciales del fenómeno jurídico, el cual está lejos de reducirse a una estructura estática y anquilosada de normas. El objetivo o razón de ser de una norma, el cual abarca tanto el estado de cosas que mediante su sanción pretende lograrse, como asimismo los valores que con ella buscan protegerse, aunque bien puede no figurar en el texto legal mediante el cual la norma hace su aparición y se da a conocer, también iluminará, si tiene un poco de suerte, a la conciencia pública sobre cómo debería estar conformada una ciudadanía firmemente dispuesta a su prosecución. Los legisladores y los jueces han de ser, pues, en este sentido, especialmente si se comportan con diligencia, transparencia, decoro y profesionalidad, las fuentes principales de las que se nutrirá el aprendizaje ciudadano en torno a cualquier derecho y obligación, andamiajes y sostenes de toda posible voluntad individual. Pues bien, volviendo a lo anterior, si lo que se entiende por “liberalismo” es la pretensión de evitar a como dé lugar la institucionalización de cualquier tipo de pedagogía moral en el seno de un Estado de derecho, es evidente que un enfoque penal que descanse en la idea de reproche pecará por ser antiliberal. El problema es que, vistas las cosas con semejante amplitud de criterio, se hace muy difícil determinar qué otro enfoque estaría inmunizado para no incurrir en el mismo pecado.
Cuando Nino piensa en el liberalismo, piensa en la contracara del denominado “perfeccionismo” estatal, tal como claramente se desprende de varias de sus equiparaciones propuestas: por ejemplo, la que se constata en Juicio al mal absoluto, donde dice que “tanto el retribucionismo como el perfeccionismo son antiliberales: el último por ser antiindividualista y el primero por ser perfeccionista” (Nino, 2006, p. 210). Pero recuérdese por un momento la manera en la que el propio Nino resumiría el credo perfeccionista en Ética y derechos humanos. Dice allí:
Es una misión legítima del Estado hacer que los individuos acepten y materialicen ideales válidos de virtud personal. Según este enfoque, el Estado no puede permanecer neutral frente a las concepciones de lo bueno en la vida y debe adoptar medidas educativas, punitivas, etc., que sean necesarias para que los individuos ajusten su vida a los verdaderos ideales de virtud y del bien (Nino, 2007d, p. 413).
Siendo éste el núcleo del credo perfeccionista, en principio no hay ninguna razón por la cual una postura favorable a una política estatal tendiente a inculcar virtudes cívicas como la predisposición a escuchar a los otros o la tendencia a la imparcialidad, digamos, deba ser necesariamente antiliberal. De hecho, ¿no ha sido Nino mismo quien ha enfatizado el valor de estas virtudes al considerarlas requisitos indispensables para arribar, por vía de la práctica del discurso moral, a un juicio moral verdadero? (véase Nino 1996: 99) ¿Y no se apoya esta práctica en el principio de autonomía personal, según el cual “es deseable que la gente determine su conducta sólo por la libre adopción de los principios morales que, luego de suficiente reflexión y deliberación, juzgue válidos”? (Nino, 2007d, p. 230).
Para clarificar un poco el panorama, tal vez sea útil introducir una distinción entre lo que autores como Kymlicka o Gutmann denominan, por un lado, un liberalismo “político” o “pragmático” y, por el otro, un liberalismo “integral” [comprehensive] o “ético” (véase Kymlicka, 2003, p. 365; Gutmann, 1995). Así, mientras los liberales políticos como John Rawls o Charles Larmore “argumentan que, debido a que muchos grupos en el seno de la sociedad no valoran la autonomía, los liberales deben buscar un modo de justificar las instituciones liberales que no recurra a este valor sectario”, los liberales integrales o perfeccionistas como Joseph Raz “argumentan que las instituciones liberales sólo pueden defenderse recurriendo al valor de la autonomía” (Kymlicka, 2003, p. 365). Un autor clásico claramente representativo del ideario liberal integral o perfeccionista fue, como Nino lo reconoce en La constitución de la democracia deliberativa, nada menos que John Stuart Mill, quien en Considerations on Representative Government sostuvo que la salud de un régimen liberal dependía del grado en que un gobierno lograra “promover el desarrollo mental general de la comunidad, incluyendo dentro de esa frase el desarrollo en intelecto y en virtud, así como la actividad práctica y la eficiencia” (Mill, 1975, pp. 169-170). Nino critica la posición de Mill con estas palabras:
Dejando de lado el atractivo de este punto de vista y el encanto intuitivo de la conexión entre la democracia y algunas virtudes cívicas, hay una tensión entre ella y la idea liberal de la autonomía personal que ha sido entendida para garantizar una libertad de perseguir cualquier plan de vida que no dañe a otra gente y que proscribe la interferencia estatal con respecto a tal elección. Más allá del ideal particular de excelencia personal, no constituye una misión del Estado asegurarlo. En contraposición con esta variante del liberalismo, este punto de vista perfeccionista alienta la adopción de un modelo de virtud personal definido por ideales cívicos y comunitarios (Nino, 1996, p. 99; la traducción es mía).
Nino, según puede constatarse, critica duramente la concepción política de Mill por considerarla perfeccionista. Sin embargo, no es en absoluto evidente que la posición final que él terminará por asumir no adopte en última instancia el mismo giro perfeccionista del que tanto ha procurado apartarse. En “Libertad, igualdad y causalidad”, un ensayo de 1984, por ejemplo, luego de diferenciar, por un lado, “concepciones del bien”, y por el otro, “planes de vida personales”, Nino sostiene:
Sin duda, el liberalismo no es relativista respecto de las concepciones del bien sino que respalda una concepción según la cual la autonomía de elegir y materializar planes de vida es valiosa en sí misma, más allá de cualquier preferencia subjetiva de las personas por tal autonomía (Nino, 2007e, p. 58).
De esa manera, argumenta Nino allí, sería posible poner al resguardo una concepción liberal de la sociedad de la intromisión de cualquier presupuesto perfeccionista. Ahora, bastaría con que se confronten estas palabras con la definición que el propio Nino diera del perfeccionismo estatal (véase supra) para arribar a la conclusión de que hay algo que no termina de encajar del todo. En otro trabajo más reciente, “Autonomía y necesidades básicas”, Nino se muestra todavía más decidido a exponer una concepción de su liberalismo en firme tensión con aquella definición. Allí defiende un liberalismo autonomista amparado en la vieja noción de autorrealización, “o sea, una realización –remarca– de la que es autor el propio individuo concernido” (Nino, 2007f, p. 108). Nino dice además que esta noción implica una concepción del bien más amplia que la mera idea de autonomía, en cuyo centro estaría la idea de capacidades rescatada por Amartya Sen (véase idem). ¿Cómo conciliar estas afirmaciones con la idea antiperfeccionista sugerida en Ética y derechos humanos de que el Estado debería “permanecer neutral frente a las concepciones de lo bueno en la vida” y evitar bajo todo concepto adoptar medidas educativas, punitivas, etc., para que los individuos ajusten sus vidas a ciertos ideales de virtud?
Tal vez la clave de la respuesta a esta pregunta estribe en comprender qué entiende Nino por la contracara de una realización personal de la que no sea autor el propio individuo concernido. Aparentemente, Nino vincula al perfeccionismo ético con una determinada metodología política, es decir, con aquella que opera por medio de la coacción o la imposición. Sólo por eso se entiende que diga, en más de una ocasión, que las políticas perfeccionistas son autofrustrantes: porque “buscan imponer lo que sólo puede aceptarse espontáneamente” (Nino, 2007e, p. 57), tal el caso del patriotismo o la religiosidad. Como se comprobará, lo que Nino ataca bajo el acápite de “perfeccionismo estatal” es cualquier intento de utilizar el aparato coactivo del Estado para imponerle a un individuo, por la fuerza, una preferencia, motivación o virtud. Sin embargo, todo indicaría que tan pronto como nos percatamos de que existen preferencias, motivaciones y virtudes cívicas auténticamente liberales, como asimismo de que el mensaje al que debe recurrir un sistema penal (o también, por qué no, un sistema educativo) para reprocharle a un individuo el disvalor de su acción (delictiva) puede ser transmitido por métodos persuasivos y amistosos, respetuosos de la autonomía y dignidad de los condenados y ansiosos de buscar su consentimiento y aprobación, ni el liberalismo habrá de ser por definición antiperfeccionista ni el perfeccionismo habrá de ser por definición antiliberal. En consecuencia, quizá el derecho penal liberal, después de todo, esté en condiciones de cumplir con el propósito de reprocharle a un delincuente el disvalor de su conducta delictiva y conducirlo pedagógicamente a reconocer cuáles son las virtudes que debería abrazar o cuáles son las motivaciones que deberían impulsarlo en adelante.8
Para ser justos con Nino, no puede desconsiderarse un pasaje de su obra que no sólo se habría hecho eco de la primera mitad de esta doble constatación, vale decir, del hecho de que existirían preferencias, motivaciones y virtudes cívicas auténticamente liberales –esto, como se mostrará de inmediato, sería manifiesto–, sino también de la segunda mitad, esto es, de la potencialidad de un sistema penal para abrazar una función pedagógico-moral entendida en sentido amplio.9 El capítulo vi de su libro Un país al margen de la ley lleva por título “¿Cómo salir de la trampa de la anomia argentina?”. Entre varias de las soluciones para combatir esta anomia que Nino va propugnando en cada una de las secciones que lo componen (reformas institucionales en la justicia, en el régimen de gobierno y en los canales de participación ciudadana, reorganización administrativa, control de la anomia vía responsabilidad penal y civil, etc.), una de ellas plantea la posibilidad de lo que llama una ‘educación normativa’ (véase Nino, 2005, pp. 233-240). Dice Nino:
En realidad, la anomia es profundamente antidemocrática, ya que implica imponer a los demás los efectos de acciones avaladas por normas que surgen de la reflexión individual y no de la deliberación y decisión colectiva. Si quien actúa anómicamente goza de poder suficiente, actúa dictatorialmente; de lo contrario es un mero anarquista. Por lo tanto, la defensa de la democracia requiere la adopción de procedimientos para hacer observar las normas que emergen del proceso democrático. La educación es un instrumento de primer orden en este sentido, sobre todo cuando se advierte que la democracia necesita ciudadanos con determinadas virtudes de carácter adecuadas para el proceso de deliberación pública, decisión mayoritaria y observancia de los resultados de esa decisión (2005, p. 236; la cursiva es mía).
Entre las virtudes que Nino enumera están la tolerancia a formas de vida diferentes, la confraternización con grupos sociales distintos al que pertenece cada individuo, la empatía, la capacidad para justificar públicamente las posiciones de cada uno respecto de los mejores arreglos sociales, la capacidad para combinar el ejercicio independiente de la reflexión individual con la apreciación de la presunción de validez que tiene el resultado del proceso colectivo y, finalmente, la disposición para observar lealmente las normas que resultan de la decisión colectiva. Nino aclara que lo que le interesa a los efectos de su libro es la última virtud de carácter, la cual “debe promoverse a través de procesos educativos formales e informales en una sociedad democrática. ¿Cuáles son las condiciones para que florezca la virtud de respeto por las normas democráticamente establecidas?” (2005, p. 237), pregunta; a lo que responde:
En primer lugar, es necesario que se entienda por qué las normas son necesarias para la cooperación y por qué la cooperación es necesaria para obtener resultados socialmente eficientes, en un marco de justicia. En segundo lugar, se requiere que se comprenda por qué la democracia da legitimidad a las normas que se deciden en su contexto. En tercer término, se necesita, por supuesto, el conocimiento de las normas en cuestión, al que se accede más fácilmente cuando se ha participado en el proceso de formación normativa, pero que debe suplirse por otros medios cuando tal participación no pudo darse. En cuarto lugar, es necesario conocer la finalidad de las normas de que se trate, para lo que se requiere prestar atención al proceso de deliberación previa y ser consciente del daño social que se daría si tales normas no fueran observadas. En quinto término, es necesario que se detecte cuál es el comportamiento de lealtad normativa que equilibra la observancia de la conducta prescripta con la satisfacción de los fines normativos, distinguiéndolo tanto de las actitudes finalistas como de las formalistas. Finalmente, es imprescindible que se desarrolle la convicción sobre la adecuación moral de la observancia normativa y la disposición a reprochar a quien no satisface esa observancia; a falta de la primera convicción, ella debe ser suplida por la disposición a evitar tanto el reproche como las sanciones formales que pudieran haberse establecido. Obviamente, la promoción de estas disposiciones debe hacerse en forma compatible con las otras que son inherentes al florecimiento de un proceso democrático, por lo que debe evitarse dar lugar a actitudes dogmáticas, irreflexivas y miméticas y de intolerancia, aun puestas al servicio del cumplimiento de la ley, a favor de las que surgen de un proceso de reflexión, deliberación crítica y tolerancia para la divergencia (2005, pp. 237-238).
De modo manifiesto o explícito, y a pesar de sus posicionamientos anteriores, Nino se declara abiertamente partidario de una educación caracterológica, compatible con lo que autores como Kymlicka o Gutmann definen como un liberalismo integral y con lo que Raz ha defendido bajo el acápite de un “perfeccionismo liberal”. En cualquier caso, la clave para que este perfeccionismo no se confunda con los tipos de perfeccionismo ligados a la inculcación de pautas autorreferenciales de conducta pasa por saber que mientras éstos buscan evitar la autodegradación moral del agente, aquél busca, en cambio, lograr la observancia efectiva de las normas públicas, objetivo que Nino considera implausible a menos que se desarrollen “ciertas virtudes de carácter, las que forman parte de un espíritu cívico” (2005, p. 235). Por eso agrega:
Es inevitable recurrir al proceso educativo para promover esas virtudes, no por el valor intrínseco que ellas pueden dar a la vida y al carácter de los individuos sino por su valor instrumental para lograr la observancia de normas públicas que permiten a los individuos elegir su propio ideal de virtud personal (idem).
Tal cual podrá comprobarse fácilmente, Nino adhiere a la primera mitad de aquella doble constatación. ¿De qué manera demostraría su adhesión a la segunda mitad? Aunque no lo dice explícitamente, Nino sostiene que la virtud del carácter consistente en la disposición a observar lealmente las normas que resultan de la decisión colectiva debe promoverse a través de procesos educativos tanto formales como informales. Entonces bien, si uno de los procesos educativos formales estuviera representado por el proceso que podría canalizarse a través del sistema penal concebido en tanto que empresa pedagógico-moral en sentido amplio, capaz de llevarle al delincuente su mensaje de reproche pero proponiéndose al mismo tiempo la obligación de reconocerlo –en palabras de Duff–“como un agente racional y moral, procurando su comprensión y su asentimiento”, apuntando “no meramente a llevarlo a obedecer la ley, sino a aceptar sus requerimientos como estando justificados: a reconocer la incorrección de lo que ha hecho, a hacer suya la reprobación que la condena expresa, y a guiar su futura conducta a la luz de las razones morales relevantes que la ley, su juicio y su castigo le ofrecen en conjunto para obedecer al derecho”; en fin, tratando al delincuente “no meramente como una víctima o sujeto pasivo sobre el cual debe imponerse un sufrimiento, sino como un agente moral con el cual nos comprometemos en un proceso comunicativo de argumentación y persuasión” (Duff, 1991, pp. 262-263), la postura de Nino habrá conseguido aproximarse, a pesar suyo y de forma previamente insospechada, a posturas de cariz perfeccionista (y liberal) en franca contradicción con las tesis pro liberales tal cual ellas habían sido enunciadas en la mayor parte de su obra filosófica más relevante, pero fundamentalmente en Los límites de la responsabilidad penal y en Ética y derechos humanos.
VI. A modo de conclusión: ¿Hacia una revalorización del concepto de reproche en el ámbito penal?
El presente trabajo se inició con una cita de Carlos S. Nino: “el reproche –puede leerse en el epígrafe– es un juicio acerca del carácter moral o de las cualidades intelectuales de una persona. Cuando se reprocha a alguien por una cierta acción mala se juzga que esa acción pone de manifiesto un rasgo negativo de su personalidad”. Tras el largo recorrido efectuado, tal vez ahora se pueda ver de forma más transparente de qué manera el reproche puede seguir siendo en el ámbito penal exactamente eso que captura la definición de Nino: un juicio que pone de manifiesto un rasgo negativo de la personalidad de alguien, incluso si este rasgo no fuera permanente sino tan sólo temporario o pasajero. Como quedara expuesto en la pasada sección, es el propio Nino quien considera que algunos rasgos personales –no todos, desde luego– merecen ser públicamente reprochados por el Estado, tal el caso de la anomia o falta de apego a las decisiones colectivas y normas que resultan de los procesos democráticos debidamente reglamentados.10
En el apartado introductorio con el que se abrieran estas consideraciones, luego de expresar cuán sugestiva resultaba la explicación que ofrece Malamud sobre la razón que habría impulsado a Nino a prescindir de la idea de reproche en el ámbito penal, se sostuvo que tal vez sería posible hacer jugar a favor de Nino dos grandes convicciones: por un lado, la convicción de que existe una forma distinta o menos restrictiva de concebir la doctrina liberal; y, por el otro, la convicción de que los elementos perfeccionistas que por definición comportan los juicios de reproche no necesariamente poseen implicancias antiliberales. Allí también, si se recuerda, se hizo mención de una manera de resumir la doctrina liberal que se encuentra muy difundida entre ciertos filósofos del derecho, a saber, aquella que expresa Ferrajoli con las siguientes palabras: “Y el ciudadano, si bien tiene el deber jurídico de no cometer hechos delictivos, tiene el derecho de ser interiormente malvado y de seguir siendo lo que es” (Ferrajoli, 2001, p. 223). El propio Nino, si vamos al caso, se habría hecho eco de esta modalidad expositiva en gran parte de su carrera intelectual.
Lo curioso de este posicionamiento, sin embargo, es que la oposición “interioridad-exterioridad” constituye, como Nino mismo lo habría intuido, una manera inadecuada de reflejar lo que debe ser importante para el derecho. Siguiendo a J. S. Mill y a P. Strawson, Nino reemplazaría esta oposición por aquella que se deriva del par “autorreferencialidad-intersubjetividad”, cuyos límites no se superponen en modo alguno con lo que separa a lo interno de lo externo (o a lo subjetivo de lo objetivo –si hiciéramos coincidir, algo impropiamente, esta oposición con la anterior). Haber dado este paso constituye un logro por demás destacable. Y, sin embargo, aún a pesar del mismo, el autor no habría extraído de él todas las implicancias posibles. Al objeto de poner esto en evidencia es que aquí se intentó mostrar –principalmente en los apartados 3 y 4– de qué manera todo lo interno (o subjetivo) es susceptible de generar repercusiones externas (u objetivas) tanto en el ámbito de la moral autorreferencial como en el ámbito de la moral intersubjetiva, en cuyo interior existiría un área específicamente jurídica que incorporaría a su vez un área específicamente penal. Por eso, si Nino hubiera sido consciente de estos pormenores clasificatorios, quizá se habría visto en la necesidad de revisar su postura inicial y más divulgada en torno al nulo papel que le adjudicó a la idea de reproche en el terreno penal. Después de todo, según ya se viera, el hecho de que los juicios de reproche posean implicancias perfeccionistas o ligadas a los rasgos caractereológicos de los individuos bajo ningún concepto significa que estén referidos al ámbito de la moral autorreferencial, que es el ámbito que la doctrina liberal querrá seguir protegiendo de cualquier intromisión del Estado.
De forma paralela, al redefinir la doctrina liberal en esta liza (y no en la ensayada por Ferrajoli, por ejemplo), también se evita la indeseable consecuencia de admitir que las personas puedan ser sancionadas por las actitudes internas que posean. Aquí, como en cualquier otro sitio, debería continuar haciéndose valer el principio de daño, tal cual Nino, apoyándose en Mill, una y otra vez supiera advertirlo. No obstante, de acuerdo con una doctrina liberal afincada en la distinción “autorreferencialidad-intersubjetividad” más que en el par “interioridad-exterioridad”, aquello que protegerá el principio de daño alcanzará una dimensión muy superior a la abarcada por el espacio de las actitudes internas. En este sentido, semejante principio no sólo se las ingeniará para proteger de la interferencia estatal a aquellas actitudes internas (o subjetivas) y acciones que no tengan repercusión en el ámbito de la moral intersubjetiva y, por ende, no dañen a terceros. Igualmente podría ingeniárselas para proteger de esta interferencia a aquellas actitudes internas y acciones cuya repercusión no se haga sentir en el ámbito de la moral intersubjetiva que sea de neta incumbencia jurídica. Es decir, mientras el interés o bien personal que alguien pueda creer lesionado no cuente con una protección explícita por parte de la legislación positiva de un Estado de derecho, ni las actitudes internas ni las acciones de quien supuestamente ha vulnerado este interés podrían ser motivo de un reproche penal ni de nada que se le parezca.
Pero hay más. Si la pena es, como bien remarca José M. Peralta en un reciente trabajo, lógicamente independiente de la idea de reproche, no siendo curioso ni contradictorio “afirmar que se prohíbe algo porque está mal, sin que ese mensaje deba llegar en tono de reproche a alguien” (Peralta, 2012, p. 111), también debería ser posible reprocharle a alguien una disposición o actitud interna independientemente de que ese acto vaya acompañado por la imposición de una sanción (al respecto, véase Sher, 2001, pp. 157-159). Esto podría equivaler, ya sea a formular un juicio negativo sobre aquellos rasgos del carácter de una persona que puedan haberla impulsado a contravenir una pauta de conducta autorreferencial; ya sea a formular un juicio negativo sobre aquellos rasgos que puedan haberla impulsado a contravenir una pauta de conducta intersubjetiva. En el primer caso, se entenderá, difícilmente una institución pública podría pretender ponerse al frente de semejante empresa judicativa: en determinadas cuestiones, no habrá jueces más fiables y conspicuos que los propios individuos concernidos, contando también aquí a algunos de sus allegados, preferentemente a los que mantengan con ellos –según sería de esperar– vínculos afectivos y epistémicos más estrechos. En el segundo caso, sin embargo, semejante pretensión pierde su carácter contraintuitivo, aunque cuando dichas pautas de conducta caen fuera del ámbito jurídico-penal e ingresan dentro del ámbito del derecho civil, digamos, la función estrictamente reprochadora del Estado parecería encontrar poco asidero.
Por esto mismo es que, así como siempre cabe concebir la posibilidad de reprocharle algo a alguien por un camino alternativo al de la sanción penal comúnmente entendida, también cabe concebir la posibilidad de que el derecho penal imponga sanciones con fines meramente disuasivos, vale decir: descartando que el reproche que podría llegar a dirigirles a sus destinatarios directos terminará resultando una empresa infructuosa, por descansar sobre la presunta validez de una escala valorativa que estos destinatarios nunca alcanzarán a compartir (véase Peralta, 2012, pp. 112 y ss.).
Con su teoría consensual de la pena, Nino creyó haber logrado expulsar la idea de reproche del ámbito jurídico. Cuando un individuo consiente su pena, ¿qué más da el motivo por el que lo haga? –habría llegado a intuir. Desde ya, Nino hizo girar su teoría consensual sobre una noción sumamente artificial de consentimiento, a la que equiparó al contenido de una voluntad que se expresa tácitamente en la realización de una acción cuando las consecuencias normativas de la misma son cognoscibles para el actor (véase Nino, 1980, pp. 228-229). Esta teoría ha recibido críticas por doquier (Scanlon, 2004; Zaffaroni, 2005; Malamud, 2005; 2008), no siendo menores entre ellas las que han reparado en el escaso poder justificante que posee la noción de “consentimiento tácito”, fuente de discordia (¡si las hay!) de la filosofía política lockeana (al respecto, véase Horton, 1992; Simmons, 1994).11
No obstante, más allá de estas críticas, Nino se habría alzado con la razón en un punto importante: cuando un individuo realmente consiente su pena, tal vez sea muy poco lo que el Estado (o cualquier otra instancia) pueda llegar a comunicarle en términos de reproche. De alguna forma, quien se ubica en una posición similar a la de Traps –el célebre protagonista de El desperfecto, de Dürrenmatt (2008)– y comete un delito y verdaderamente consiente su pena, se comporta como quien, en un contrato de compraventa, acepta cierto intercambio de ventajas y desventajas: en el caso que nos concierne, las ventajas personales que le reporta el delito (la restitución de cierta estima de sí, digamos) menos las desventajas tanto físicas como espirituales que le traerá aparejadas su castigo. Lo que estas circunstancias muestran, sin embargo, no es que el concepto de reproche no pueda jugar rol alguno en una teoría justificatoria de la pena y del rol del Estado. Lo que simplemente muestran es que no siempre podrá hacerlo, de la misma forma en que tampoco podrán hacerlo el concepto de consentimiento o la simple idea de protección social que fue, durante tanto tiempo, la piedra angular indisputable del utilitarismo penal.12
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Notas
1 Al respecto, véase por ejemplo, Williams, 1995; Moore, 1997; Sher, 2001; Duff, 2003; Scanlon, 2008; Fricker, 2013.
2 Desde luego, si aquí tuviésemos que optar por un enfoque comprensivo sobre el concepto de reproche, uno de los candidatos más serios quizá sería el que defiende Miranda Fricker en “What’s the Point of Blame?” (2013). Tomando elementos de Williams, Wolf y Strawson, Fricker postula un concepto “comunicativo” de reproche, al cual equipara a una suerte de reacción por parte de un agente (individual o supraindividual) a otro agente (individual o supraindividual) en virtud de la cual el primero le comunica (verbalmente o no) al segundo que éste se halla en falta a raíz de haber traicionado las intenciones y expectativas que definen una determinada relación social en la que imperan vínculos más o menos estrechos (sobre lo mismo, véase Scanlon, 2008). Para Fricker, “esta falta puede estar vinculada a una acción u omisión, pero también puede relacionarse con los motivos, actitudes, disposiciones, o incluso con las creencias del agente reprochado (reprochamos en la gente los aspectos doxásticos de su racismo casi tanto como reprochamos en ella cualquier motivación que lo sostenga), y ciertamente –termina Fricker de constatar– reprochamos a la gente más allá de si los aspectos interiores de su vida se trasladan o no a su conducta” (Fricker, 2013, p. 12; sobre lo mismo, véase Sher, 2001, pp. 156- 157, así como mi “Conclusión”). Como se apreciará, este concepto de reproche incluiría el concepto más acotado de reproche por el que se inclina Nino en su definición. Por ende, una vez que se acepta el concepto de Fricker, parecen desaparecer los problemas para aceptar el concepto menos inclusivo, que es el objetivo que perseguirá este trabajo obrando por mor de la argumentación. Sobre los fundamentos metodológicos de esta decisión, véase la nota 10 contenida en la última sección. Por ahora, baste con reparar en aquel otro elemento que Fricker considera consustancial a los juicios de reproche, a saber: el referido a la dimensión prospectiva que ellos llevarían ínsita. El “reproche comunicativo” [Communicative Blame], sostiene Fricker, persigue como “útil propósito constructivo el de alinear la comprensión moral y las razones motivacionales del malhechor con la perspectiva de la parte afectada” (p. 21), a la vez que parte del reconocimiento de que lo que sea que el agente reprochador tenga para decir es importante para el agente reprochado (y viceversa) por el basamento actitudinal de respeto que entre ellos existe (p. 17).
3 Cfr. esta suerte de veredicto interpretativo con lo que dice Nino a propósito del castigo en “Positivismo y comunitarismo: entre los derechos humanos y la democracia”, una conferencia que dictara en 1993, a tan sólo unos meses de su inesperado fallecimiento: “Creo que principios como los que he defendido –manifiesta Nino en relación a la exigencia de que el castigo debería ser un medio racional de protección social y que debería ser consentido por el individuo a quien se le impone– dejan suficiente espacio como para permitir que se adopten diferentes soluciones por medio de la práctica democrática de la gente involucrada. Primero, el requisito de protección prudencial de la sociedad depende, de diferentes maneras, de las preferencias y sentimientos de la gente. Si en una sociedad la mayoría de la gente se siente mucho más ofendida y humillada por alguna clase de privación que por otra, el daño involucrado en la primera puede ser antieconómico, en el sentido de que algunos resultados beneficiosos podrían ser alcanzados quizá con menos daño, mientras que en otra sociedad el cálculo puede ser el opuesto debido a los diferentes sentimientos de la gente. Además, si la gente en una determinada sociedad prefiere la mutilación a la cárcel, cuando en otra sociedad la preferencia general va en el otro sentido, esto también afecta el cálculo de eficacia del castigo. Segundo, hay un sentimiento no moral sobre lo aberrante que varía de sociedad en sociedad y que las leyes que imponen castigo, como cualquier otra ley, deberían respetar: si en una determinada sociedad, la gente aborrece comer perros o ratas, mientras que en otros grupos sociales esto es tomado como un placer, esto debería ser tenido en cuenta en las medidas legales que se adoptan. La idea de mutilar o golpear brutalmente en forma oficial a un ser humano puede provocar en una sociedad esta clase de sentimientos no morales sobre lo que es aberrante, el mismo que en otra sociedad podría ser provocado por la idea de que la gente sea encerrada en celdas del Estado; estos variables sentimientos sociales deberían ser respetados de acuerdo con los principios no variables para justificar el castigo. Estas preferencias y sentimientos variables que afectan la justificación de la imposición de penas específicas, aun aceptando los requisitos invariables para esa justificación, son mejor procesados en una deliberación participativa en la cual toda la gente involucrada puede expresarlos (tanto como estimar si existen situaciones típicas en las cuales el consentimientos de los individuos a la sujeción al castigo está viciada porque están sujetos a condicionamientos sociales inequitativos)” (Nino, 2007a, pp. 182-183). Ignoro si lo que Nino afirma aquí con relación a cómo el castigo penal debería tomar en cuenta las preferencias y sentimientos de la gente es conciliable con su negativa a concederle a la pena una función reprochadora. Humildemente, creo que no lo es, pero esto implicaría ingresar en especulaciones gratuitas de las que, por el momento, no podría dar cuenta (véase infra).
4 Con fundamentos más que sobrados, uno de los dictaminadores anónimos de este trabajo ha notado que la forma en la que Nino aborda la distinción entre justificaciones y excusas dista de resultar satisfactoria. En coincidencia con este dictaminador, aquí debe aclararse que no es sino el propio Nino quien en sus obras estrictamente penales ofrece un tratamiento que no coincide en rigor con el que lleva a cabo en Introducción a la filosofía de la acción humana (al respecto, véase por ejemplo, Nino, 1982, pp. 31-46). Según lo que indican los análisis que gozan de mayor aceptación, “las justificaciones están construidas típicamente para excluir o negar la ilicitud de los actos, mientras las excusas están construidas típicamente para excluir el reproche que los agentes usualmente ameritan por realizar actos ilícitos” (Husak, 2012, p. 461). O, para emplear las palabras de otro autor, mientras “una demanda de justificación [justification claim]…apunta a mostrar que el acto no fue ilícito, una excusa…trata de mostrar que el actor no es moralmente culpable de su conducta ilícita” (Dressler, 2001, pp. 202-203). Aunque Nino estaría de acuerdo con la primera mitad de estos análisis, considera en cambio que lo que niegan las excusas no es la mens rea (para él, objetable residuo de una concepción retribucionista de la pena) sino, ya sea el carácter voluntario de una acción, ya sea el hecho de que el agente no haya tenido conocimiento de las consecuencias normativas que su acción le generaría (véase infra). La excusa, en cualquier caso, no viene a negar para Nino la reprochabilidad de una acción por lo mismo por lo que el reproche y las actitudes subjetivas deben quedar al margen de todo derecho penal que se precie de liberal.
5 Pretender que los planos internos y externos deban vivir divorciados es caer bajo el conjuro de una doble ceguera: la de desconocer, por un lado, que las terapias sancionadoras jurídicas y morales ejercen todo tipo de influencias (previstas e imprevistas) en el medio social, una de las cuales ha de ser, sin lugar a dudas, su canalización bajo la forma de impulsos internos a la acción; y, por el otro, la de ignorar que la efectividad de los mandatos y las prohibiciones depende necesariamente de que ellas se canalicen en estos impulsos a la acción, lo que sólo acontece realmente cuando el miedo a la sanción que provocan las legislaciones eficaces cede el paso a otras motivaciones menos subyugantes y más sinceramente sentidas a fuero interno por cada uno de los individuos. Al respecto, véase por ejemplo, Dewey, 2008: “Todo deseo y todo interés, en tanto que distintos del impulso bruto y del apetito estrictamente orgánico, es lo que es como resultado de la transformación que sufren estos últimos debido a su interacción con el medio cultural. Cuando se examinan las teorías actuales que relacionan, muy acertadamente, la valoración con los deseos e intereses, nada llama más la atención que su olvido –tan extensivo que resulta sistemático– del papel de las condiciones e instituciones culturales en la configuración de deseos y fines y, por tanto, de valoraciones. Ese olvido tal vez constituya la evidencia más convincente que pueda obtenerse de que la manipulación dialéctica del concepto de deseo ha sustituido a la investigación de deseos y valoraciones como hechos existentes en lo concreto. Es más, la idea de que se puede construir una teoría adecuada de la conducta humana –incluidos en particular los fenómenos relativos a deseos y propósitos– tomando a los individuos separados del escenario cultural en el que viven, se mueve y desarrollan su existencia –teoría a la que cabría llamar con justicia individualismo metafísico–, se ha unido a la creencia metafísica en un reino de lo mental para mantener los fenómenos de valoración bajo el dictado de tradiciones, convenciones y costumbres institucionalizadas no sujetas a examen alguno. La separación que se dice que existe entre el ‘mundo de los hechos’ y el ‘reino de los valores’ sólo desaparecerá de las creencias humanas cuando se comprenda que los fenómenos de valoración tienen su fuente inmediata en modos biológicos de comportamiento y deben su contenido concreto al influjo de las condiciones culturales” (2008, p. 140).
6 Seguramente Nino tiene en mente una acepción amplia del “carácter moral”, configurado, al decir de Bernard Williams, por un conjunto de deseos, intereses o proyectos, más allá de que este conjunto tenga vinculación directa con los estilos de vida y los universos de acciones que suelen denominarse estrictamente “morales” (véase Williams, 1993, p. 18).
7 Sobre esta afirmación, véase Sher, 2001 y Fricker, 2013, así como la nota al pie 10.
8 “¿Puede haber un perfeccionismo liberal” se pregunta Nino en “Discurso moral y derechos liberales” (1988), reproduciendo parte del contenido incluido en uno de los capítulos de Ética y derechos humanos (véase Nino, 2007d, pp. 205-211). Su respuesta es negativa. “Por supuesto –aclara Nino–, el liberalismo descansa en una concepción de lo que es socialmente bueno, según la cual la autonomía de los individuos para elegir y materializar ideales que no son incompatibles con esta autonomía en sí misma es algo valioso. Esta adopción de una concepción de una buena sociedad no puede ser etiquetada como ‘perfeccionista’ sin quitarle a este término toda relevancia clasificatoria; usualmente está ligada a la adopción de concepciones incompatibles con la anterior y que conciben como valiosas las interferencias con la adopción libre de algunos ideales que interfieren con una correcta distribución de la autonomía personal. Por esta razón la aserción de Haksar de que Rawls introduce el perfeccionismo por la puerta de atrás, porque la idea de que una vida autónoma es una parte esencial del bienestar humano es una especie de perfeccionismo, no es correcta. Creo que hay cierta confusión cuando se supone que la autonomía es una propiedad de algunos planes de vida, en lugar de una capacidad de elegir entre la más amplia variedad posible de planes de vida. Esto hace que se deslice imperceptiblemente del presupuesto del valor de la autonomía a la conclusión de que algunos planes de vida son mejores que otros y que esto es relevante para la actuación estatal” (Nino, 2007g, pp. 37-38). Ahora, “si es admisible que el Estado aliente ciertas formas de vida, ¿por qué no hacerlo a través de la pena, una vez que ésta es concebida como una mera técnica de disuasión?”, pregunta Nino (idem). Esta reflexión, vía pregunta retórica, resulta ciertamente sintomática de los prejuicios que rodean a la concepción sumamente restrictiva de la pena que tiene Nino, incapaz de ver en ella otra propiedad que no sea su carácter coactivo y generador de sufrimiento. De cualquier modo, no es en este sitio donde debemos detenernos. Como ejemplo de un pretendido perfeccionismo liberal, Nino trae a colación la posición expuesta por Joseph Raz en The Morality of Freedom. “En el caso de Raz –dice Nino–, el uso de la coerción está limitado a desalentar las acciones que menoscaban la autonomía de la gente, aceptando el principio de daño que veda la coerción ejercida sobre acciones que no tienen ese efecto ya que reduciría la autonomía de las personas. Pero Raz también acepta que el Estado pueda adoptar medidas no coercitivas para promover o desalentar acciones que respondan a planes de vida que son repugnantes. Esto implica, en primer lugar, que hay planes de vida que son repugnantes más allá de que no repercutan en la autonomía de las personas. Posiblemente esto sea cierto, pero Raz no lo ha probado” (idem). Suponiendo que Raz no lo haya probado, ¿necesitamos esperar a que tal cosa ocurra para intuir de qué manera esto podría ser cierto? En absoluto. La avaricia, si vamos al caso, constituye un vicio execrable del carácter (o hasta risible, digamos, si seguimos el ejemplo del famoso personaje de Moliere; o risiblemente execrable, si nos detenemos a analizar la actitud de Shylock, el prestamista judío de El mercader de Venecia), más allá de que el avaro no haya hecho nada ilegal o violatorio de la autonomía de otra gente para obtener o conservar la riqueza que no está dispuesto a compartir con nadie.
9 Por “función pedagógico-moral entendida en sentido amplio” aquí debe entenderse algo completamente distinto de la función que ciertos autores, inspirados probablemente en el Gorgias de Platón –según arguye Duff (véase 2003, p. 89)–, le asignan a la pena. En rigor, este instituto mal podría verse como una modalidad reeducativa “tendiente a remediar la ignorancia moral del ofensor” (idem). Como se apreciará en la parte final de este trabajo (véase infra), está lejos de resultar obvio que lo que muchos delincuentes necesitan sea un remedio para su ignorancia moral. Esto comportaría una suerte de paternalismo ético incompatible con las premisas de una sociedad y un Estado liberal. Además, el problema principal no es que los delincuentes no se den cuenta de que lo que hacen está mal; el problema es que, incluso dándose cuenta, puede que no les importe lo suficiente, o que no estén dispuestos a atender a ese aspecto de su conducta, o que simplemente cedan ante la tentación que supone la presencia de una oportunidad delictiva (véase Duff, 2003, p. 91). A diferencia de lo que Duff piensa, sin embargo, llamar “pedagógico-moral” a la función que podría competerle a un Estado (y aquí no cabe ceñirse meramente al estricto terreno penal) no tiene por qué remitirnos a la imagen de una autoridad indisputable, infalible y final, cuya voz deba engendrar tan sólo obediencia y sumisión. Es más, vistas las cosas en perspectiva, todo indicaría que el énfasis que pone Duff en la necesidad de apelar a métodos persuasivos que lleven a los delincuentes a reconocer el mal que han hecho (y a repararlo, por supuesto) ya incorpora de por sí esta función pedagógico-moral que él rechaza. ¿Resultado paradójico o mera discrepancia terminológica? Sea una cosa o la otra, lo cierto es que el hecho de que la función pedagógica que podría cumplir la pena le resulte a Duff incompatible con la función comunicativa que él efectivamente le asigna no haría sino desconocer todo lo que en los últimos años ha dicho (y hecho) el constructivismo en materia educativa y moral (al respecto, véase, sin ir más lejos, Nino, 1989).
10 Adviértase que nunca se ha dicho que el reproche necesariamente tenga que ser en el ámbito penal eso que captura la definición de Nino; tan sólo se ha afirmado que el reproche puede seguir siendo eso. Esta distinción es importante porque permite aclarar un punto que puede prestarse a malentendidos. Aceptar la definición de Nino bajo ningún concepto implica equiparar la noción de reproche a la noción de un juicio de culpabilidad por el carácter. Como bien nota un dictaminador anónimo de este trabajo, existirían nociones de reproche que bien podrían resultar tanto o más significativas para el derecho penal que la noción capturada en las palabras de Nino (véase supra, “Introducción”; además, véase Moore, 1997; Scanlon, 2008 y Fricker, 2013). Ahora bien, reconociendo el valor de estas distintas aproximaciones teóricas, la elección de esta otra noción estrictamente ha tenido que ver con una cuestión de estrategia argumentativa. La noción de reproche entendida a la Nino es, de todas las nociones de reproche, la que mayor tensión parece guardar con respecto a las premisas distintivas de lo que cabría denominar una filosofía política liberal. Pues bien, el desafío que aquí se ha intentado asumir fue justamente el de mostrar que incluso una noción de este tipo resulta compatible con tales premisas. Si esta empresa ha sido o no exitosa es harina de otro costal. Lo único importante es que si semejante noción resultara compatible con el liberalismo, pues entonces lo que debería permitir la estrategia argumentativa asumida en este trabajo es que cualquier otra noción que parezca contener a priori menores implicancias perfeccionistas también se muestre compatible con esta doctrina.
11 Por cuestiones de espacio, lamento aquí no poder hacer más que insinuar la pertinencia de estas críticas al modelo consensual de Nino. Un análisis más exhaustivo de las mismas, así como una crítica personal con mayor respaldo argumentativo, podrán encontrarse desarrollados en mi tesis doctoral, titulada precisamente Alcances y limitaciones de la teoría consensual de la pena, y que fuera defendida el pasado 28 de agosto de 2012 en la Facultad de Filosofía y Humanidades (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina). Asimismo, véase la nota el pie 21 en Parmigiani, 2011, pp. 129-130, donde también alcanzo a insinuar una crítica alternativa al modelo consensual.
12 Por lo demás, y en respuesta a una generosa sugerencia formulada por uno de los dictaminadores anónimos de este trabajo, debe añadirse que si hasta aquí no se ha intentado extraer las consecuencias que la idea de reproche generaría a la hora de concebir un sistema penal pensado desde el par dicotómico “retribucionismo-utilitarismo”, el motivo para proceder de esta manera se debe a que no se alcanzan a detectar razones de fuerza mayor (por caso, razones definicionales) que nos impidan acomodar estas doctrinas penales a las intuiciones morales capturadas en aquella idea. Desde luego, tal vez este motivo se relacione con una incapacidad personal para entender cómo operan a nivel justificatorio cada una de estas doctrinas. De todos modos, aun si ése fuera el caso, creo que el objetivo de este trabajo seguiría siendo válido, pues con él se ha buscado, no ya alcanzar un equilibrio reflexivo entre las intuiciones capturadas en la idea de reproche y los principios contenidos en las doctrinas penales (ya sea la retribucionista, la utilitarista o cualquier otra), cuanto poner al resguardo la idea de reproche de las intuiciones morales negativas que Nino y otros pensadores liberales por lo general le han asociado. Puesto alternativamente, digamos que si en este trabajo se percibe un intento de seguir la técnica que Rawls hiciera célebre en su Teoría de la justicia, el único equilibrio reflexivo que en todo caso se le imputará haber intentado alcanzar es el que podríamos establecer entre las intuiciones contenidas en la idea de reproche (i.e., en la praxis humana regida por esta idea) y los principios que mejor definirían al liberalismo político. En consecuencia, es probable que a los efectos de determinar qué implicancias posee la idea de reproche a la hora de optar por una justificación penal de cierto cariz este trabajo haya ofrecido tan sólo una vía indirecta. Lo que resta esperar a modo de tarea pendiente, entonces, es una disquisición filosófica y conceptual sobre las implicancias liberales y anti-liberales que, bajo la acepción aquí rescatada del credo liberal, encerrarían las teorías penales en cuestión. A priori, todo parece indicar que en esta carrera el retribucionismo volvería a irle en zaga al utilitarismo, o por lo menos a cierta versión refinada del mismo. Sin embargo, como intentó demostrarse a lo largo de estas páginas, las razones que terminarían por dar cuenta de esta desventaja, suponiendo que demostraran ser tales, bajo ningún concepto coincidirían con las razones entrevistas por el propio Nino.
Notas de autor
Correspondencia: Caseros, 301, piso 1, 5000, Córdoba (Argentina). matiasparmigiani@gmail.com