SOBRE CRÍTICA DE LA MANO DURA DE PEDRO SALAZAR UGARTE
On Crítica de la mano dura by Pedro Salazar Ugarte
SOBRE CRÍTICA DE LA MANO DURA DE PEDRO SALAZAR UGARTE
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 40, 2014, pp. 237 -243
Fecha de recepción: 07/02/2014
Fecha de aprobación: 14/02/2014
Desde el testimonio personal y desgarrador sobre la inseguridad que vive nuestro país hasta la esperanza realista en una vida futura sin violencia, Pedro Salazar propone, construye y reconstruye en este libro, el andamiaje teórico-filosófico –un constitucionalismo liberal y democrático–, la historia reciente y las instituciones de derecho y justicia, necesarias, para criticar, y de esta manera prevenirnos, de las terribles consecuencias de sucumbir a la tentación autoritaria o al estado de excepcionalidad.
He dicho “tentación” porque, en cierto sentido, resulta legítimo y plenamente justificado, para el ciudadano común y corriente, vivir e instalarse en el desencanto cotidiano, en la parálisis del miedo o peor aún, del miedo al miedo, como decía Montaigne, “más importuno e insoportable que la muerte”.
Esa violencia sin razón –dice Salazar– nos ha quitado la paz, pero también nos ha despojado de la inocencia bonachona y el ingenio generoso que ostentábamos con orgullo pueblerino como carta de presentación a los turistas. México ya no es una nación hospitalaria. Nosotros ya no somos los habitantes de una colectividad generosa. Tenemos miedo y odio y muertos y rencores en los puños. Nuestra sociedad es injusta, incivil e indecente (p. 17).
En estas circunstancias, lo que sí resulta indecente es pedirle al ciudadano que despliegue virtudes heroicas, actitudes estoicas de paciencia, de generosidad amorosa, de resignación ante el sufrimiento, de valentía para enfrentar el miedo, etc. Más bien, lo que el Estado debe asegurarle es el acceso a las instituciones que permita canalizar todo ese dolor y rencor. De no hacerlo, el ciudadano se sentirá con toda la legitimidad para buscar la venganza personal, la autoridad que haga valer la fuerza a costa de los derechos, que aclame al caudillo que declare el estado de excepcionalidad. Y este es un primer punto que quiero destacar en una lectura entrelíneas del libro que comentamos: su crítica a la tentación republicana de confiar en las virtudes ciudadanas o en las virtudes del caudillo, por encima de las instituciones: “la virtud como valor que puede incluso llegar a sustituir a las instituciones constitucionales” (p. 65), y en otro pasaje: “Para los defensores del constitucionalismo liberal lo que importa son las instituciones y no –al menos no en primera instancia– los valores o virtudes ciudadanas” (p. 78).
Si aceptamos lo anterior –prevalencia de las instituciones sobre las virtudes–, entonces resulta suicida para la sociedad civil, para los organismos no gubernamentales, para las asociaciones civiles, desentenderse, menospreciar o hasta pedir la eliminación de las instituciones. La lógica de esta demanda conduce, en el extremo, a la defensa de las democracias carismáticas, participativas, voluntaristas o plebiscitarias; a las democracias por aclamación que, más temprano que tarde, terminan limitando los derechos civiles y políticos de los miembros de la sociedad civil. Y creo que ésta es una preocupación explícita a lo largo del libro. La solución no está en una suerte de apuesta a la anarquía o a la espontaneidad popular. Algunos colectivos en Europa, en América Latina, en los países árabes y en otras regiones, más allá de ideologías, piensan que es factible construir democracias sin representantes, ni partidos políticos; mercados sin instituciones financieras y reguladoras; periodismo sin agencias noticiosas o televisivas; huelgas sin sindicatos... En una palabra construir una suerte de pacto social sin instituciones intermedias, sin canales de transmisión entre sociedad civil y Estado. Esta situación es producto, sin duda, del desencanto generalizado. Pensemos, por ejemplo, en nuestras instituciones democráticas. El juicio de Salazar es categórico: el “impulso transformador” de toda una generación se “volcó en el caudal electoral”, pero “no fueron capaces de calibrar la magnitud de los problemas económicos y sociales pendientes”. Ese desencanto, que se refleja en las páginas de un libro escrito por uno de los artífices de la transición democrática en nuestro país, José Woldenberg, dice nuestro autor con razón:
Se ha traducido en un peligroso discurso antipolítico que amenaza con derribar las columnas institucionales de nuestra frágil democracia. Día a día aumentan las voces que despotrican igual contra los partidos políticos, los órganos legislativos, los jueces de todos los niveles o, si la coyuntura lo permite y los ánimos lo aconsejan, contra otras instituciones que fueron los frutos discretos y accesorios de la propia transición, como las instituciones electorales, las comisiones de derechos humanos, los institutos de transparencia, etcétera (p. 40).
Pero el desencanto no se soluciona apelando a las virtudes sino a las instituciones. Desacreditarlas es una solución falsa. No se trata de minimizar, mucho menos de eliminar, la importancia y necesidad de estas instituciones. De lo que se trata, más bien, es de transparentar y hacer eficientes esos canales entre sociedad civil y Estado; sancionar judicialmente los manejos turbios y corruptos de los recursos públicos; crear un cuerpo de comunicadores profesionales –entre el gobierno y la ciudadanía, la banca y el usuario, los medios y los lectores y escuchas, el sindicato y los trabajadores– que sepan usar el lenguaje y entiendan el comportamiento del hombre y la mujer de la calle. De lo que estamos hablando, a fin de cuentas, es de construir y consolidar no un Estado con derecho, sino un Estado de derecho; un “imperio de la ley”, un Estado constitucional y democrático de derecho, que nos permita ingresar poco a poco en ese círculo virtuoso en el cual las normas jurídicas acompañan, facilitan, hacen posible una sociedad más productiva, equitativa y pacífica.
Las democracias constitucionales y los sistemas de mercado, si no son muy cautelosos mediante limitaciones debidamente normadas por el Estado, fácilmente se suicidan. El miedo y el terror, así como un patriotismo desbordante, son malos consejeros respecto a los frenos institucionales que requiere una sociedad liberal y democrática para evitar “autoeliminarse”, como reiteradamente lo han señalado, entre otros autores, Ernesto Garzón Valdés y Ronald Dworkin; es decir, para no destruir sus instituciones basadas en principios o convicciones normativas.
En pocos meses [después del desplome de las torres gemelas] –afirma Salazar– asistimos y toleramos la excepcionalidad frente a los procedimientos del debido proceso legal, del amparo legal o habeas corpus y del castigo como última medida. Esta regresión maduró también en la sede del pensamiento. El discurso de la seguridad deglutió al paradigma de los derechos y defecó una retórica que prometió salvar a la democracia carcomiéndola (p. 31).
En esa sede del pensamiento –y de forma sorprendente– ingresaron mentes tan brillantes como Michael Ignatieff, André Gluksmann y Vaclav Havel, apoyando este último la guerra contra Irak, acompañado de personajes tan pragmáticamente siniestros como Berlusconi y Aznar. Y este es el punto que quiero destacar, y sobre el que tan lúcidamente nos previene Pedro Salazar. Hagámonos la siguiente pregunta: ¿se puede decir que los terroristas, o para nuestro caso, la delincuencia organizada, han sido exitosos? Sin duda lo han sido y, por supuesto, no sólo por lo que hace en cuanto a los efectos directos en términos de una considerable merma del Estado en recursos económicos destinados a combatirlos, y del claro posicionamiento territorial de las diferentes bandas delincuenciales, por ejemplo, sino por los efectos que, con cierto cinismo, podemos llamar “indirectos”:
–Los efectos psíquicos positivos en sus propios grupos de apoyo y de reclutamiento, especialmente entre la gente joven, socialmente desplazada, y ávida de orgullo y autoestima.
–Los efectos psíquicos en las sociedades afectadas: el impacto de los media al momento de la realización de los hechos y el terror, inseguridad e histeria generalizados perfectamente monitoreado, que no ha tenido precedente en la historia de la comunicación.
–Y quizá, lo más preocupante en términos institucionales, que el Estado atacado se deje tentar a responder con reacciones que confirman precisamente lo que los estrategas del terror y de la delincuencia organizada, para legitimar su estrategia de violencia, han aseverado desde siempre: “Es la irreflexión de las propias reacciones la que, en cierto sentido, para el autoafianzamiento de los Estados en la lucha contra el terrorismo y la delincuencia organizada, es mucho más peligrosa que el acto terrorista y sus consecuencias directas mismas”. Ésta es la “trampa” del terrorismo, en los términos de la filósofa alemana Ruth Zimmerling. 1
Cuando el adversario del terrorismo (o de la delincuencia organiza- da) es un Estado constitucional de derecho con un sistema político liberal y democrático, el poder de la delincuencia se potencia al máximo si logra que la contraparte caiga en la trampa y use su propio poder para “suicidarse” o “autoeliminarse” como sistema, es decir, para reaccionar de manera tal que destruye su propia base sistémica. Cuando ve natural apelar a la excepcionalidad, y peor aún, cuando las propias instituciones del Estado, piénsese en las judiciales –puntualmente criticadas en el libro, en un espléndido capítulo 4, y muy concretamente en el inciso VIII– avalan dicha excepcionalidad, en la mejor jerga schmitteana, del binomio amigo-enemigo.
Resulta preocupante que buena parte del poder administartivo, los legisladores y buena parte de nuestros intelectuales no sólo apoyen la continuidad de la política actual en materia de seguridad, sino que se apele a la vieja máxima weberiana del Estado como aquel que posee el monopolio legítimo de la fuerza: una especie de cheque en blanco donde, para ser sinceros, los derechos humanos sólo juegan un papel secundario. Por supuesto que hay alternativas a la violencia y a un posible pacto negociado con la delincuencia. Hay que insistir en el seguimiento de la línea financiera, en reforzar el servicio de inteligencia, en la necesidad de combatir el tráfico de armas fronteriza, pero sobre todo, y este es el punto sobre el que Pedro Salazar llama la atención, debe ponerse el acento en la causa estructural de la inseguridad, “la causa de las causas y el principal motor de los efectos: la violencia que encierra la desigualdad enraizada en la miseria”; y se pregunta asertivamente: “¿cuánta de nuestra violencia se amamanta de la injusticia, indecencia e incivilidad de nuestra sociedad?” (p. 160). Tiene razón Bobbio cuando sostiene que aquello que distingue a un pensador de izquierda –para el caso, liberal igualitario, constitucionalista democrático o socialdemócrata, como se prefiera– es su sentido de justicia y su profunda sensibilidad hacia las desigualdades injustificadas y la absoluta gratuidad de la pobreza, pero no como una pieza de retórica o como un problema más de los muchos que enfrenta la sociedad, sino con la genuina convicción de que estamos frente a la “causa de las causas”, cuya desatención genera las patologías más humillantes:
-Interrupción de la movilidad intergeneracional con pocas expectativas de mejoramiento para los niños y jóvenes en condiciones de pobreza.
-Incremento de la desconfianza recíproca y la falta de cooperación, lo que favorece núcleos comunitarios endógenos, refractarios a la convivencia plural y proclive a la generación de sociedades excluyentes con poca o nula cohesión y solidaridad.
-Ruptura de las redes de seguridad social, educativa y sanitaria, con la consiguiente corrosividad social.
-Corrupción de los sentimientos en términos de una adulación acrítica y frívola de la riqueza. A esto último se refiere el historiado inglés, Tony Judt, cuando afirma que
una cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías; otra muy distinta es regodearse en ellas. En todas partes hay una asombrosa tendencia a admirar las grandes riquezas y a concederles estatus de celebridad (“estilos de vida de los ricos y famosos”). [...] Para Smith la adulación acrítica de la riqueza por sí misma no sólo era desagradable. También era un rasgo potencialmente destructivo de una economía comercial moderna, que con el tiempo podría debilitar las mismas cualidades que el capitalismo, en su opinión, necesitaba alimentar y fomentar: “Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a des- preciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde [...] [es] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales”. 2
Estas patologías, y otras que no sería difícil señalar y modelar de acuerdo con las circunstancias específicas de cada región geográfica, invitan a una reflexión atenta sobre el futuro del Estado:
Nos hemos liberado –dice Judt– de la premisa de mediados del siglo XX –que nunca fue universal, pero desde luego sí estuvo generalizada– de que el Estado probablemente es la mejor solución para cualquier problema dado. Ahora tenemos que librarnos de la noción opuesta: que el Estado es –por definición y siempre– la peor de todas las opciones. 3
Se requiere de una segunda transición o “transformación”, en los términos de Luis Salazar Carrión, pero ahora desde la democracia y hacia una sociedad de derechos y, especialmente, de los “derechos de los más débiles”, en la afortunada expresión de Luigi Ferrajoli. Y éste me parece que es el leit motiv de todo el libro: la única forma de preservar nuestras libertades, en un contexto de violencia e inseguridad, es no claudicar de nuestros derechos, de los recursos institucionales, que en buen momento, han sido reforzados por una reciente y robusta reforma constitucional:
La respuesta –afirma Pedro Salazar– exige quitar la mirada de la coyuntura. Porque el eje de las acciones por emprender debe ser el objetivo que se persigue y no las urgencias de la crisis. Ese objetivo, en México, está constitucionalizado y, por lo mismo, vale como un imperativo frente a todos: ante el pragmatismo priista, el dogmatismo panista y el caudillismo perredista. Se trata de la consolidación de una democracia constitucional en el país (p. 167).
Notas
1 Ruth Zimmerling, “El poder (frente al) suicida. ¿Malos tiempos para la justicia internacional?”, inédito.
2 Tony Judt, Algo va mal. Madrid, Taurus, 2010, pp. 35-36. ISONOMÍA No. 40, abril 2014, pp. 237-243
3 Ibid., p. 190.