Theatrum criminológicum. Kafka, Park y los avatares del control social
Theatrum criminologicum. Kafka, Park, and the Vicissitudes of Social Control
Theatrum criminológicum. Kafka, Park y los avatares del control social
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 48, 2018, pp. 11 -35
Fecha de recepción: 22 Mayo 2017
Fecha de aprobación: 23 Octubre 2017
Resumen: Se suele plantear que a comienzos del siglo XX las investigaciones acerca del control social abandonan la prisión como tema central para pensar el problema del orden a partir de la ciudad. Sin embargo, poco se ha dicho de la conexión, a veces subterránea, que ello guarda con la obra de Franz Kafka. Consideramos posible rastrear en la literatura del autor checo el proceso por el cual la ciudad va convirtiéndose en un eje en el cual se desarrollan un sinnúmero de sucesos, justamente cuando en la Escuela de Chicago comenzaban a elaborarse las bases para una teoría ecológica de la organización social.
Palabras clave: Kafka, Park, control social, ciudad, cárcel, castigo.
Abstract: It is often suggested that, at the beginning of the 20th century, investigations about social control abandon the prison as the central theme, to start thinking about the problem of order taking the city as point of departure. Little has been said, however, about the connection, sometimes underground, that exists between these investigations and the work of Franz Kafka. We consider it possible to retrieve, in the literature of the Czech author, the process by which the city becomes an axis in which countless events unfold, at the very moment the Chicago School was putting the grounds of an ecological theory of social organization.
Keywords: Kafka, Park, social control, city, prison, punishment.
I. Introducción
En el trabajo que aquí presentamos, buscaremos señalar puntos de conexión entre Franz Kafka y determinados referentes de la Escuela de Chicago, en especial Robert Park. Esto último no lo haremos persiguiendo identidades o semejanzas, sino vinculando trabajos que tienen puntos de partida sensiblemente diferentes, además de métodos irreconciliables. De acuerdo con esto, pretendemos ensanchar el campo de percepción sobre el problema del control social bajo la siguiente premisa: cada ensamble tendrá la verdad que merece en función de las condiciones que lo han creado puesto que una conexión remite siempre a un problema sin el cual carecería de sentido. En definitiva, no anhelamos llevar a cabo un inventario sistematizado de aquello que se ha expresado respecto del control social en las últimas décadas, sino más bien articular aquello que consideramos pertinente para una apreciación más renovada de dicha problemática.
II. Chicago y sus zonas
En un esbozo sobre el paso de la prisión a la ciudad como ámbitos de referencia ligados al control social, Massimo Pavarini describe la mutación que irrumpe a comienzos del siglo pasado acerca de las exploraciones sobre las técnicas de gobierno y sus avatares:
La sociedad que se asoma […] encuentra en la metrópolis la representación de los efectos de un orden y de un sentido del orden social perdidos: ciudades caóticas, contenedores de hombres diferentes en costumbres, cultura, idioma y riqueza. Piénsese en la Detroit y en la Chicago de los años rugientes. Las grandes ciudades están en el centro del nuevo interés de las ciencias sociales y de las políticas de control social: la disciplina de la metrópolis (es decir, qué nuevo orden dar a la ciudad) es la estrategia por excelencia del nuevo control de la sociedad […]. En esta nueva perspectiva, se pierde irremediablemente la centralidad de las políticas que se fundaban en la exclusión social. En otras palabras, la cárcel pierde interés ya sea como objeto de análisis o como instrumento de disciplina social, e incluso como ‘representación’ de un orden social a imponer. La cárcel muere como metáfora de orden social (Pavarini, 1995, p. 574).
Vale la pena hacer dos comentarios al respecto. En primer lugar, lo dicho no significa inhumar a la prisión como dispositivo rígido de gobierno de la desviación puesto que, en definitiva, esta última pierde protagonismo pero no vigencia. En segundo lugar, el extracto citado sí nos permite desmarcarnos de la cárcel como escenario principal para centrarnos en la ciudad como otra imagen del control social, junto a los presupuestos que todo esto implica.
En la Escuela de Chicago la ciudad fue pensada, al menos desde el diseño de zonas concéntricas elaborado por Ernest Burgess (1967), como un escenario atravesado por constantes luchas tendientes a dominar el espacio a través de un encadenamiento en los desplazamientos de la población: invasión, dominio y sucesión. 1 La emblemática cartografía urbana situaba en el centro al Distrito Central de Negocios (CBD), el cual se hallaba rodeado por la llamada Zona de Transición, que se encontraba habitada por inmigrantes recién llegados, a lo que se sumaban pensiones, enclaves étnicos y vicios. A esta área le seguía la Zona de Casas de Trabajadores, más estable que la anterior, y que estaba frecuentemente poblada por las segundas generaciones de inmigrantes. Luego se encontraba la Zona de las Mejores Residencias, característica de la clase media, con departamentos confortables. Por último, la Zona periférica, exclusiva de la clase más alta (Soja, 2008; Taylor, Walton y Young, 2001; Bergalli, 1983; Downes y Rock, 2003; Sozzo, 2008; Anitúa, 2006). Todas estas zonas habían crecido en forma natural, es decir, de un modo no planificado ni deliberado, sea en términos culturales, económicos o demográficos. En palabras de Park,
Las formas que tiende a asumir [la ciudad] son aquellas que representan y corresponden a las funciones que es llamada a desempeñar. Lo que se ha dado en llamar áreas naturales de la ciudad son simplemente aquellas regiones cuyos emplazamientos, características y funciones han sido determinados por las mismas fuerzas que han determinado las características y las funciones de la ciudad en su totalidad (Park, 1999, p. 112).
Pero de las cinco zonas antes mencionadas, la más relevante era la definida como de transición, y esto por el siguiente motivo: allí se aglutinaban en gran número las conductas desviadas. 2 En realidad, la mayor atención estaba vinculada a que la organización —o desorganización— de esa área no podía ser explicada únicamente por los rasgos distintivos de las poblaciones que allí estaban alojadas, o habían dejado de estarlo, sino por características propias del lugar. Más específicamente, los alquileres bajos, el escaso control social comunitario, y la alta circulación de personas daban por resultado un ámbito degradado que parecía promover la delincuencia. Como consecuencia de esto, dicha zona resultaba estar habitada por individuos a los que les costaba la vida gregaria, principalmente la de tipo urbano norteamericana, lo cual redundaba en un clima disolvente:
El grado en el cual los miembros de una sociedad pierden sus entendimientos comunes, es decir, el grado en el cual el consenso se ve obstaculizado, es la medida del estado de desorganización de una sociedad (Wirth, 1940, p. 476).
Como consecuencia de esta argumentación se planteó una disyuntiva acerca de qué tipo de organización existía en la zona de transición, lo que generó en la Escuela de Chicago una postura estructuralista acerca de ésta última, y otra de tipo internalista. La primera de estas considera que existe, en concreto, cierta imposibilidad para conformar en esa área un código moral que facilite una valoración compartida de lo que está permitido y de lo que está prohibido. Barrios malogrados que generan poca implicación en sus habitantes, quienes provienen de distintas latitudes, a lo que se suma el escaso poder inhibitorio de los grupos e instituciones pilares de la comunidad, dan por resultado una esfera sensiblemente distinta a la del resto de la ciudad. En esta dirección encontramos a Clifford Shaw y Henry McKey (2008), para los cuales organización social y consenso axiológico conforman un tándem tan necesario como inseparable (Sozzo, 2008, p. 112 y Anitua, 2006, p. 262).
Pero hay otros investigadores de la Escuela de Chicago que son más escépticos a la hora de hablar de desorganización o desorden social. Basta recordar que para William Whyte (1965) apelar a la idea de desorganización en el desarrollo de una investigación en ciencias sociales denota, en realidad, no haber comprendido cabalmente aquello que se ha observado. Lo mismo sucede con Elijah Anderson, que en su indagación etnográfica sobre un bar de Chicago, concluye que
Después de haber estado [en el bar…] un tiempo y de llegar a conocer a su gente, el observador externo puede empezar a ver que existe un orden en este mundo social […], que hay más vida social dentro y en los alrededores [del bar] de lo que una inspección superficial, basada en estereotipos y prejuicios de quienes no son parte de ella podría indicar. La vida no puede ser entendida como simple desorganización social (Anderson, 1976, p. 102).
Aunque es una cuestión de espinosa resolución, la zona de transición puede ser vista como un sitio carente de todo tipo de orden, donde las instituciones dominantes no tienen modo de acceder o, por el contrario, gozando de una organización invisible para la mirada del profano, ya que no se encuentra articulada con el resto de las áreas de la ciudad. Consideremos una tesitura o la otra, de cualquier modo el punto medular sigue siendo el influjo del control social en la sociedad, más específicamente, si éste es débil o en realidad alternativo.
Para un autor como Robert Park, que parte de un criterio consensualista de la sociedad para analizar a la ciudad de Chicago, la dirección correcta es la primera: en un contexto de desconcierto, “los hábitos morales no podían implantarse adecuadamente” (Park, 2008, p. 120 y 1997, p. 13). O, en otros términos, que la mencionada zona de transición era considerada como desprovista del orden necesario.
Dicho esto, es relevante enfatizar el modo en el que los primeros investigadores de la Escuela de Chicago pensaban la ciudad, sus variables y regularidades, y cómo esto último gravitaba en el comportamiento de sus habitantes. Más allá de que no poseían ni los mismos fines ni utilizaban los mismos métodos de indagación, sí coincidían, al menos genéricamente, en su cosmovisión sobre el orden social dentro del cual la ciudad que investigaban estaba inserta.
La posibilidad de que las personas logren sentirse a gusto en su vida social tiene una vinculación estrecha con las oportunidades de adaptarse exitosamente a las formas y objetivos que posee la comunidad en la que viven. Pero esto exige una aclaración: las mutaciones han llevado a los individuos a constituirse como personas sociales 3 , esto es, a incorporar tradiciones y costumbres que difieren de sus características biológicas innatas. En otras palabras, que pasar del propio cuerpo a la familia, para luego adaptarse al barrio reclama desdoblamientos por parte de los individuos. Los dos últimos, familia y barrio, conforman las relaciones primarias, que tienen para las personas un gran peso emotivo. Ahora bien, existe además lo que se define como comunidad 4 conformada por la ciudad y, en términos más amplios, la nación, en la cual las relaciones son menos entrañables y más protocolares. 5 El control que estas últimas generan en los individuos es muy diferente al de los dos primeros, lo cual es muy bien ilustrado por Park:
Pero con el desarrollo de las grandes ciudades, con la extendida división del trabajo que se dio a partir de la industria mecanizada, con el movimiento y los cambios derivados de la multiplicación de los medios de transportes y de comunicación, las viejas formas de control social representadas por la familia, el vecindario y la comunidad local se han debilitado y su influencia ha ido disminuyendo (Park, 2008, p. 120).
Todo esto provoca, para Park, cierta laxitud en los valores tradicionales produciéndose por ello un deterioro en la organización social: los hábitos, que sólo pueden consolidarse en un contexto donde exista mínima estabilidad, son erosionados por una serie de invenciones como es el caso del automóvil, el periódico 6 o el cine. En concreto, “(l)a sociedad es claramente, poco más que un cúmulo y una constelación de átomos sociales” (Park, 2008, p. 120) advirtiéndose entonces una fuerte dependencia entre orden y consenso: no puede pensarse el uno sin el otro, más allá de que esto nunca sea planteado en términos lineales.
III. Ciudad, control y comunicación
Ofrezcamos una definición provisoria de ciudad que nos permita analizar su conformación, junto al problema del control social que subyace en ella:
[…] la ciudad y el Estado no son lo mismo, cualquiera que sea su complementariedad. La revolución urbana y la revolución estatal pueden coincidir, pero no confundirse. En los dos casos, existe poder central, pero de distinto tipo […]. La ciudad es el correlato de la ruta. Sólo existe en función de una circulación, y de circuitos; es un punto extraordinario en los circuitos que la crean o que ella crea. Se define por entradas y salidas, es necesario que algo entre y salga de ella (Deleuze y Guattari, 1988, p. 440).
Siguiendo este planteo, lo que la ciudad logra imponer —tanto en Park y Burgess como en Franz Kafka— es una frecuencia a partir de ciertos circuitos, y definir estos circuitos es definir el tipo de control social que una conformación urbana genera en sus habitantes.
En torno a esto último suele hablarse, al menos desde un enfoque convencional, de dos concepciones distintas de lo que el control social supone. Dentro de la tradición clásica de la sociología se pensaba esta cuestión desde un criterio “macrosociológico” orientado a las posibilidades que ostenta una sociedad de controlarse a sí misma, con referencia a principios y valores anhelados: “El control social, entonces, no debe ser concebido como un equivalente de la organización social; en tal perspectiva se enfoca la capacidad de la organización social de regularse a sí misma” (Janowitz, 1995, p. 7).
A partir de la década de 1930, según Morris Janowitz, el concepto de control social asume un viraje “microsociológico” que tiene el objetivo de precisar los mecanismos que logran establecer conformidad a partir de técnicas institucionales que uniformen los comportamientos, y de esa forma garanticen cierto orden:
En contraste, los intereses de Robert M. Mac Iver en la teoría política y el rol del Estado le permitió producir trabajos que introdujeron la dimensión coerción, especialmente como fuerza legítima, dentro del control social en una postura que se emparenta con las orientaciones de Max Weber. 7
Lo que puede valer de sumario a esta explicación es que, mientras para la primera postura el control social, si es efectivo, debe servir para motivar a las personas a implicarse, debatir o comportarse adecuadamente, para la segunda el uso de la represión o el control coercitivo debería ser útil para inhibir a los sujetos evitando que hagan aquello que amenaza a la organización social.
La Escuela de Chicago, y es lo que intentaremos desarrollar ahora, está ubicada en la primera de estas tesituras, ya que dentro de su contexto —una ciudad abarrotada de inmigrantes— intentaba definir aquello que consideraba imprescindible para el desarrollo de la sociedad moderna: una esfera común que, a partir de la comunicación, logre remediar las contrariedades que plantea la democracia.
Vale recordar cómo todo esto se refleja, por ejemplo, en el trabajo que llevaron adelante William Isaac Thomas y Florian Znaniecky (1927), intitulado El campesino polaco en Europa y América. El crecimiento inusitado de la población en una escasa cantidad de tiempo, con el agregado de la multiplicidad cultural que suponía este aumento demográfico, 8 significó una clara alteración en el orden social existente. Esta situación reclamaba renovadas estrategias de control que pudieran, sino asegurar, al menos facilitar la integración de los individuos. En dicha obra se reflexiona exhaustivamente a partir de narraciones sobre historias personales, además de un importante volumen de cartas, archivos de organismos americanos y europeos dedicados a la emigración, a lo que se suman informes sobre terceras personas extraídos de tribunales e instituciones asistenciales.
Esta opción metodológica se vincula con la concepción acerca de la realidad del objeto de estudio, y en estos dos autores resulta contundente: “La causa de un fenómeno social o individual nunca es solamente otro fenómeno social o individual, sino siempre una combinación de un fenómeno social y otro individual” (Thomas y Znaniecki, 1927, p. 490).
A partir de estas premisas, se busca dar con valores y actitudes que permitan comprender la organización social puesto que comprender esta organización es entender la interacción entre los valores sociales y las actitudes personales, enfatizando que las aspiraciones individuales, en tanto producto de todo esto, sólo en la comunidad pueden ser satisfechas (Anitua, 2006, p. 247). Puntualmente, lo que les preocupaba a los dos investigadores era la situación de una comunidad que había perdido la influencia que otrora tenían los grupos primarios basados en una comunidad relativamente homogénea. Esto último porque en esta nueva Babel, donde lenguas múltiples se imbrican con valores disímiles, la necesidad de generar integración no se podía lograr ni por “decreto”, en tanto acto de gobierno, ni por sentencias de jueces que “mágicamente” induzcan a los individuos a acoplarse a un entorno que le resultaba extraño. En otras palabras, ningún acto autoritario generaría un control social duradero y legítimo, como ningún orden social puede persistir únicamente por medio de la policía y las decisiones de los tribunales:
La forma más antigua y persistente de técnica social es la de ordenar y prohibir —es decir, la de enfrentar una crisis mediante un acto de voluntad arbitrario con el que se decreta la desaparición de los fenómenos indeseables o la aparición de los deseables, aunado al uso de la acción física para procurar que se cumpla con el decreto. Este método corresponde exactamente a la fase mágica de la técnica natural (Thomas y Znaniecki, 1927, p. 572).
Si bien Park tiene un núcleo compartido con el planteo de Thomas y Znaniecki acerca de la manera en que se puede alcanzar la cohesión de la sociedad, creemos que el primero empuña el problema de un modo mucho más frontal, lo que lo acerca —como ya veremos— a Kafka:
El control social es el hecho y el problema central de la sociedad. Así, la psicología puede ser considerada una explicación del modo en el que el organismo individual, como un todo, ejerce control sobre sus partes; o, más bien, del modo en el que las partes cooperan juntas para llevar adelante la existencia social del todo (unidad), y la sociología, estrictamente hablando, es un punto de vista y un método para investigar los procesos a través de los cuales los individuos son iniciados e inducidos a cooperar en una especie de existencia social permanente a la que llamamos sociedad (Park, 1997, p. 27).
Es evidente que el control social forma parte de modo manifiesto de las prioridades exploratorias de Park, lo que en concreto puede verse en dos artículos escritos en la década de 1920: La sociología y las ciencias sociales, y La organización de la comunidad y la delincuencia juvenil, publicados en 1921 y 1925 respectivamente. Allí analiza la mutación de las técnicas de control que se estaban desarrollando en la sociedad de su tiempo, de la misma manera que Kafka lo hizo respecto de la ciudad en la que vivía. Una disquisición fundamental que se observa en los argumentos de Park, y que ya hemos mencionado, es la de la existencia de un control social primario, de tipo informal e inmediato, propio de la familia o el barrio y otro que pertenece a la comunidad, el cual resulta menos cercano, más anónimo y con fines más racionales: “En la comunidad, antes que en la familia, nuestros códigos morales encuentran su primera definición explícita y formal asumiendo el carácter externo y coercitivo de la ley” (Park, 2008, p. 119).
Pero más interesante que la descripción que efectúa, es la explicación que ofrece del fenómeno: el desarrollo de las industrias, junto al crecimiento de las ciudades y la especialización del trabajo, vuelven obsoletos los dispositivos característicos de la familia y el barrio tendientes a controlar y disciplinar a los individuos, y comienzan a mostrar importancia otro tipo de instituciones como la iglesia, la escuela o los tribunales. Éstas instituciones se integran, y en ciertos casos sustituyen, a los mecanismos del control social primario. Pero donde la cultura y la autoridad se debilitan —debido a la velocidad en las invenciones y alteraciones sociales— surgen nuevas instituciones que pretenden afrontar los problemas de desorganización, y es ahí cuando Park pone como ejemplo de ello a las asociaciones de padres y maestros, a los tribunales de menores y a los Boy Scout: “Estas instituciones han asumido en alguna medida aquellas tareas que ni el hogar ni el vecindario ni las más viejas instituciones de la comunidad estaban en condiciones de desarrollar adecuadamente” (ibidem, p. 122).
De cualquier modo, la valoración que este autor hace de todas estas transformaciones no es muy auspiciosa, porque considera que a cada nueva invención le sobreviene un conato de turbación en el ámbito social, desarticulando el equilibrio necesario para que las costumbres, los hábitos y las tradiciones puedan consolidarse. En definitiva, para Park el progreso es, en buena medida, algo terrible,
[…] terrible en cuanto destruye la costumbre en la cual se apoya el orden social existente, y de esta forma destruye los valores culturales y económicos, es decir tanto el hábito parsimonioso, el cuidado, y la operatividad como las esperanzas, ambiciones y proyectos de vida personales que son el contenido de aquel orden social (Ibíd., p. 121).
Como consecuencia, la fragmentación no puede más que erosionar el único tipo de cohesión que consigue garantizar un desarrollo sustentable de la comunidad: la comunicación. Esta última es la que asegura la posibilidad de participación de todas las personas, incluidas aquellas que ni siquiera son autóctonas, socializándolas e integrándolas de un modo hospitalario. Por lo tanto, el control social del que Park habla no puede carecer del apoyo de las costumbres y la opinión pública, ya que estos lazos informales son fundamentales para la composición cultural en un régimen democrático. El público debe estar organizado en torno a un discurso y un lenguaje compartidos, auspiciando de ese modo un lazo estrecho entre las experiencias individuales y los sentimientos colectivos.
La comunicación es tomada aquí como una forma de interacción social, “un proceso por el cual transmitimos una experiencia de un individuo a otro, pero también es el proceso por el cual estos mismos individuos adquieren una experiencia común” (Park, 1997, p. 23). 9 De allí que debe ser imaginativa, puesto que no es solamente creación de una experiencia común, sino también el sustento de una existencia colectiva en la cual las personas participan y de la que forman parte. Esto contribuye a extender una estructura de hábitos (convención, ceremonia, lenguaje, opinión pública, etc.), también definida como código moral o cultura. Para comunicar una experiencia, entonces, es imperioso verla “desde afuera”, como las otras personas podrían verla, ya que sólo de esa manera lograríamos entender en qué medida esa experiencia compartida tiene sentido para el otro, y así comprender su connotación.
Es importante señalar que la imagen de la comunidad esbozada por Park, radicalmente democrática y que buscaba la pluralidad étnica, junto a un alto umbral de tolerancia era, precisamente, más un deseo que una realidad. En los años de la década de 1930, EE.UU. en general y Chicago en particular, no fueron sitios donde el consenso haya estado sólidamente apuntalado. La poca conformidad que había era producto de la propaganda y no de la participación de sus ciudadanos, entre otras cosas porque muchos de ellos no estaban ni siquiera integrados a la esfera laboral. No obstante esto, es importante enfatizar en qué modo benefició este autor a una noción tangible del control social:
Aquí radicaba la contribución decisiva de Park a la teoría del control social: la ley penal formal no era el tipo de control social que cohesionaría a los ciudadanos en una comunidad cooperativa, porque la acción cooperativa requería comunicación entre miembros de grupos mientras que los Juzgados Penales estaban tomando un mayor carácter administrativo y funcional (Sumner, 2003, p. 18).
Lo dicho hasta aquí acerca de la Escuela de Chicago, y especialmente de Park, nos permite advertir el vínculo estrecho que se promocionaba entre control social y ciudad en los inicios del siglo XX, algo que paralelamente, si bien en circunstancias muy distintas, se proponía llevar a cabo Kafka.
IV. Hacia fuera de la prisión
Pasemos ahora de los planteos de la Escuela de Chicago a lo que Kafka desplegó en sus escritos acerca del orden hacia adentro de la ciudad, hacia afuera de la prisión. La metrópoli es el espacio que deslumbra tanto a Park y Burgess como al escritor checo, y el control social se vuelve el elemento predilecto para lograr entenderla. Sin embargo, dicho control no posee las mismas características en El proceso 10 que en Introducción a la ciencia de la sociología. 11 Al respecto, resultan inolvidables los detalles con los que comienza la mencionada obra de Kafka, tan bruscos como los de la ejecución de Damiens en Vigilar y castigar (Foucault, 2003):
Seguramente se había calumniado a José K…, pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana […]. No […], usted no tiene derecho a salir; está detenido. […] —¿Y por qué?— No estamos aquí para decírselo. Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y lo sabrá usted todo en el momento oportuno (Kafka, 1984, pp. 7-9).
Al Señor K…, un alienado del derecho, 12 le aguarda el castigo como proceso, el proceso convertido en un castigo, más severo aún que cualquier condena venidera (Feeley, 2007). En dicho proceso no se buscará verdad alguna sino la consagración de los rituales universales de la sanción: “Esos libros son sin duda códigos, y los procedimientos de nuestra justicia exigen, naturalmente, que se sea condenado no solamente siendo inocente, sino también sin conocer siquiera la ley” (Kafka, 1984, p. 50).
Todo esto parece sugerir que el derecho, como la cuestión criminal y el castigo, son complejos artefactos culturales que encierran sin pleno acuerdo problemas tales como las creencias, las sensibilidades y los valores, así como razones estratégicas de control, con las que se busca administrar las sanciones y sus efectos (Garland, 2006 y Tedesco, 2004). En este sentido, la cultura puede ser vista como un marco privilegiado que define el tipo de procesos e instituciones punitivas que se van programando, del mismo modo en que —dicha cultura— va siendo ahormada por esos procesos e instituciones: “Ahí estaba precisamente el defecto de una organización judicial que estipulaba desde el comienzo el secreto de los procedimientos. Los funcionarios carecían de contacto con la sociedad” (Kafka, 1984, p. 112). No se conocen las normas jurídicas, ni a quienes las aplican, ni con precisión las consecuencias por transgredirlas. En otras palabras, lo que parece caracterizar en Kafka al derecho y al castigo como elementos culturales es la ambivalencia.
Y aún más, aquello tan relevante para el campo de la criminología que comenzó a investigarse como resultado del impacto que incitó la teoría de la reacción social, 13 parece también haber preocupado a nuestro autor. Más en concreto, uno de los personajes de El proceso afirma:
Se trata de dos cosas diferentes: por una parte, de lo que dice la ley; y por otra parte, de lo que he aprendido personalmente. Es preciso que no las confunda. En la ley, aunque no la he leído, se dice naturalmente que el inocente es absuelto, pero no se indica que se pueda influir en los jueces. Ahora bien, yo he podido comprobar todo lo contrario; nunca he sabido de una absolución real, pero en cambio he visto jugar muchas influencias (Kafka, 1984, p.143).
El tema que parece interesar a Kafka no es tanto el supuesto delito cometido por el Señor K… como sí los mecanismos por los cuales la institución penal construye dicho problema, esto es, cómo lo define y gestiona. El extrañamiento y la perplejidad del sujeto al derecho, desprovisto de los matices subjetivantes a raíz de las mismas prácticas judiciales, encuentra en la literatura kafkiana una correspondencia fiel en el protagonista de esta obra, quien unos instantes previos a ser ultimado de un cuchillazo en el corazón, se inquiría mudamente: “¿Dónde estaba el juez que no había visto nunca? ¿Dónde estaba la alta corte a la cual nunca había llegado?” (ibidem, p. 211).
En definitiva, pareciera que el destino del Señor K… estaba sellado desde el comienzo del relato, o quizá no, quizá sus esporádicas sublevaciones frente a la justicia lo habían precipitado a ese fatídico final. De cualquier modo, lo que más nos interesa enfatizar aquí tiene que ver, especialmente, con el espacio en el cual toda esta persecución se desarrolla. Kafka probablemente haya comprendido, incluso antes que la misma Escuela de Chicago, que el control, la disciplina, e incluso el castigo, habían mudado de escenario: no hay prisión, sino ciudad como metáfora de un asedio a cielo abierto, es decir, un nuevo theatrum criminológicum.
V. Penalidad a cielo abierto
El desenlace del pleito al que el Señor K… esta sujeto concluye, ya lo dijimos, del mismo modo que lo hace el del comandante de En la colonia penitenciaria: con un castigo irreversible, capital, pero a cielo abierto. Para entender mejor esto quizá sea aconsejable remontarnos a la colaboración que K… se mostró dispuesto a ofrecer a un distinguido cliente italiano del banco en el que trabajaba, ya que dicho cliente pretendía conocer con más detalle algunos sitios de la localidad, “Metió un pequeño diccionario en su bolsillo, se puso bajo el brazo un álbum de curiosidades de la ciudad que había preparado ya con la intención de mostrárselo al extranjero […]” (Kafka, 1984, p. 186).
Habían pautado encontrarse en la catedral de la ciudad, lo que jamás llegaría a ocurrir. No obstante, quien aparece dentro del templo es un clérigo, más exactamente el capellán de la prisión. 14 Luego de unos rodeos, el párroco le consulta a K… si estaba al tanto de su proceso, de que dicho proceso iba desarrollándose en términos poco favorables, a lo que K… asiente pesaroso. Un instante después, el capellán le advierte: “La sentencia no viene de un solo golpe, el procedimiento llega a ella poco a poco” (Ibíd., p. 196). Y continúa con la inolvidable parábola del hombre ante la Ley, de la que mencionaremos sus últimas palabras: “Pertenezco, pues, a la justicia —dijo el abate—. Entonces, ¿para qué puedo quererte? La justicia nada quiere de ti. Te toma cuando vienes y te deja cuando te vas” (ibidem, p. 206).
Es interesante señalar de lo anterior la cuestión de la sentencia, que es razonada no ya como un acto preciso y delimitado en el tiempo sino como un desarrollo, como el proceso mismo, idea afín a la que los sociólogos de Chicago, con Park en primera fila, tenían del control social. 15 Este último es el avance en la internalización colectiva de ciertos valores legitimados, y el compromiso por respetarlos, y no el castigo puntual como consecuencia de la trasgresión de alguna norma. Es cierto que no se trata de los mismos controles sociales en Kafka y en Park, fundamentalmente porque la comunicación tiene para ambos un papel muy distinto. Sin embargo, y esto despierta nuestro interés, se encuentran pensando, desde actividades diferentes, el mismo problema.
Asimismo, cuando el capellán sostiene que la justicia nada quiere…, te toma cuando vienes y te deja cuando te vas, lo que lleva a cabo es la descripción antagónica más evidente respecto a una medida punitiva como lo es el encierro en prisión característico del siglo XVIII en adelante. Esta última, como forma dura de sancionar, no toma a la persona sólo cuando viene sino que reclama de ella todo el tiempo, y a su vez, tampoco la deja cuando ésta se va, a raíz de las estigmatizaciones y secuelas que provoca (Messutti, 2001; García Borés Espi, 2003; Matthews, 2003; Foucault, 2003). En definitiva, el encierro, correccional o depósito (Sozzo, 2007), resulta más abarcador para quien lo padece: ni espera que el condenado venga, ni lo deja una vez que éste abandona el calabozo.
A su vez, si bien la justicia penal no es en sí misma la cárcel, hay cierta tendencia a pensarlas correlativamente, como vasos comunicantes, una —la justicia penal— recurriendo a la otra —la prisión—, y esta última encarnando simbólicamente aquella. Sin embargo, dicha correspondencia entre ambos componentes es imposible encontrarla en Kafka. De hecho, la ejecución del castigo sentenciado por la justicia no se lleva a cabo —como ya lo dijimos— en ningún lugar de encierro.
En la antevíspera de su trigésimo primer aniversario, se presentan en el hogar de K… dos personas poco amables con el objetivo de llevárselo. “Se trata de terminar conmigo a poco costo” (Kafka, 1984, p. 207), dijo el señor K…, y comienzan un periplo desde el interior de la ciudad de El proceso. Finalmente arriban a la transición entre aquella y el campo:
Fue allí donde se detuvieron […] los señores, sea que se hubiesen asignado aquella meta desde el principio, o sea que se hallasen demasiado cansados para poder seguir adelante. […] uno de ellos se aproximó a K… y le quitó su chaqueta, su chaleco y su camisa. K… tembló involuntariamente […] (ibidem, p. 210).
Comprendía lo que se avecinaba, y hasta intentó resistirse, paradójicamente con un gesto de docilidad. No obstante, su suerte estaba echada, y su fallo decidido:
Uno de los señores acababa de agarrarle por la garganta; el otro le hundió el cuchillo en el corazón y se lo volvió a hundir dos veces más […]. —¡Como un perro!— dijo; y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle (ibidem, pp. 211-212).
A cielo abierto la detención, a cielo abierto la vigilancia, a cielo abierto el castigo. Resumiendo, el planteo kafkiano nos sirve para reflexionar nuevamente acerca de un argumento caro a la criminología contemporánea:
[…] la disciplina de la metrópolis, esto es, qué nuevo orden darle a la ciudad, es la estrategia por excelencia del nuevo control de la sociedad […]. La marginalidad de la cárcel se hace siempre más manifiesta y ello no tanto en los términos de su obsolescencia cuantitativa, como en los de una residualidad cualitativa en relación con las nuevas prácticas de control social de tipo penal (Pavarini, 2006, pp. 37-38).
Esta generalización hecha por Pavarini —que como tal entraña enormes dificultades de comprobación— revela sí una tendencia que podrá observarse en mayor o menor medida según los contextos, y que sigue la línea de las imágenes que El proceso nos devuelve sobre las técnicas de gobierno hacia dentro de la ciudad.
VI. Metrópoli nueva
En sus novelas, cuentos y visiones, 16 Kafka tiene claro el diseño espacial sobre el cual se hilvanarán episodios y deambularán sus personajes: como ya vimos, el control social, incluso el más desgarrador de los castigos, será pensado por él fuera de la prisión. Y es al hecho de privilegiar la ciudad como escenario que consideramos al autor checo cerca de Chicago, y a Park como su formidable intercesor. Su cuento El rechazo corrobora estas insinuaciones:
Nuestra pequeña ciudad no está en la frontera, ni tan siquiera próxima; la frontera está todavía tan lejos que probablemente nadie de la ciudad haya llegado hasta ella; hay que cruzar planicies desérticas y también extensas regiones fértiles. Es cansador tan sólo imaginar parte de la ruta, y es completamente imposible imaginar más. Grandes ciudades se hallan en el camino mucho más grandes que la nuestra; y en el supuesto de que uno no se perdiera en el trayecto, se perdería con seguridad en ellas debido a su enorme tamaño que hace imposible bordearlas (Kafka, 1973b, p. 70).
La distancia es el elemento, distancia que hasta aquí Kafka sólo sugiere convencionalmente. Esa ciudad, aislada de las otras, parece hallarse incomunicada, y predestinada al abandono. Sin embargo nada de eso ocurre. Justamente en el avance del relato es posible leer:
Y es curioso, y esto siempre renueva en mí el asombro, cómo nos sometemos a cuanto se ordena desde la capital. Hace siglos que no se produce entre nosotros modificación política alguna emanada de los ciudadanos mismos. En la capital los jerarcas se han relevado unos a otros; dinastías enteras se han extinguido o fueron depuestas y nuevas dinastías comenzaron; en el último siglo la capital misma fue destruida, y fundada una nueva, lejos de la primera; luego la nueva fue destruida a su vez y la antigua vuelta a edificar; en nuestra ciudad nada de ello tuvo repercusión alguna. La burocracia conservó siempre su lugar, los funcionarios principales venían de la capital, los de mediano rango llegaban por lo menos de afuera, los inferiores salían de nuestro medio; así ha sido siempre, y eso nos bastaba (ibidem, pp. 70-71).
Respecto de lo formulado por Kafka, no buscamos interpretarlo, ni afirmar si quiso decir esto o aquello, sino experimentar el efecto que él provoca en el acto de pensar. El acto de pensar como una violencia que nos fuerza a imaginar lo nuevo, aquello que se está formando aún en la actualidad de nuestro pensamiento. Se trata de una ciudad sometida a un control, pero un control ajeno, ausente. Ahora bien, ¿qué disciplinamiento puede infligirse sin presencia alguna, sino aquel que ha sido internalizado? ¿Qué tipo de organización burocrática puede mantenerse impávida pese a las transformaciones en los centros de poder a los que pertenece? Quizá la que aún siendo tangible, se encuentre invisibilizada. 17 Tal como Park lo sugiere al ensayar un argumento sobre esta cuestión:
La ciudad […] es algo más que una aglomeración de individuos y de servicios colectivos: calles, edificios, alumbrado eléctrico, tranvías, teléfonos, etc.; también es algo más que una simple constelación de instituciones y de aparatos administrativos: tribunales, hospitales, escuelas, comisarías y funcionarios civiles de todo tipo. La ciudad es sobre todo un estado de ánimo, un conjunto de costumbres y tradiciones, de actitudes organizadas y de sentimientos inherentes a esas costumbres, que se transmiten mediante dicha tradición. En otras palabras, la ciudad no es simplemente un mecanismo físico y una construcción artificial: está implicada en los procesos vitales de las gentes que la forman; es un producto de la naturaleza y, en particular, de la naturaleza humana (Park, 1999, p. 49).
Por lo tanto, la ciudad es vista como un estado de ánimo, una experimentación, lo mismo que lo es la sumisión ante los controles estables que nos rodean, sean formales o informales. En otros términos, el control social se ofrece como un estado de ánimo, o más exactamente, no es posible pensar el control social sin tomar en cuenta el estado de ánimo de los ciudadanos, y la idiosincrasia de la cual aquel depende: 18
Este coronel gobierna, pues, la ciudad. Creo que no ha exhibido jamás un documento que le autorice a ello. Acaso tampoco lo tenga. Tal vez sea, en efecto, Jefe Recaudador de Impuestos, ¿pero es suficiente?, ¿le autoriza a mandar en todos los campos de la Administración? Desde luego, su cargo es importante para el Estado, pero se tiene la impresión de que la gente dice: ‘Ya nos has tomado cuanto teníamos; por favor, tómanos también a nosotros’. Porque, realmente, no se ha adueñado del poder por la violencia ni es un tirano. Desde tiempos inmemoriales la fuerza de la costumbre ha querido que el Jefe Recaudador fuera también el primer funcionario, y el Coronel y nosotros no hacemos más que seguir la tradición. Pero aunque vive entre nosotros sin excesivas distinciones en razón de su cargo, es muy distinto de un ciudadano común (Kafka, 1973b, pp. 71-72).
Y esa autoridad, que puede exhibirse a partir de un cuerpo humano o que puede carecer de él, no tiene tregua para quienes la reconocen:
Dispositivo importante, ya que automatiza y desindividualiza el poder. Éste tiene su principio menos en una persona que en cierta distribución concertada de los cuerpos, de las superficies, de las luces, de las miradas; en un equipo cuyos mecanismos internos producen la relación en la cual están insertos los individuos (Foucault, 2003, p. 205).
El control social, entonces, no afecta los grandes segmentos de nuestras vidas, al menos el control que nos amarra cotidianamente, sino que conmueve los intersticios, las pequeñas hendiduras de la subjetividad, donde se asegura una efectividad formidable. Quizá es en los detalles, en los pequeños sucesos, donde se enquiste ese mal fario propio de los prejuicios sociales que garantizan un lugar a nuestra exigencia de control, y al gusto por consentirlo:
Algunos soldados se hallaban encargados de la vigilancia; también le rodeaban a él en semicírculo. En el fondo, hubiera bastado un sólo soldado, tanto es el temor que el Coronel despierta. No sé con exactitud de dónde vienen estos soldados, en todo caso de muy lejos; todos se parecen y ni siquiera necesitarían uniforme. Son pequeños, poco robustos, pero vivaces […]. Son el terror de los niños […]. Probablemente este terror infantil no se pierde en los adultos, o al menos sigue obrando en ellos. Hay otras cosas todavía. Los soldados hablan un dialecto incomprensible, no logran habituarse a nuestro idioma, lo que les hace herméticos, inaccesibles. Ello responde también a su carácter. Son reservados, serios y rígidos, y aunque no hagan nada malo, algo parecido a una malignidad latente les hace insoportables […]. Donde aparecen los soldados, nuestro pueblo, tan animado, se cohíbe (Kafka, 1973b, pp. 72-73).
El control social es pequeño, sutil —pues no necesita uniforme— y existe desde un tiempo que nosotros no conocimos —ya que viene de muy lejos— pero su eficacia suele permanecer intacta —como un terror infantil que no se pierde en los adultos—. Sin embargo, la cuestión que expone Kafka aquí no es control o no control social, ya que este último es inevitable. Se trata, en todo caso, de la batalla por la cualificación de ese control, que se define no tanto por el dominio de las grandes identidades como por la efervescencia de los devenires pre-individuales. De allí que, para el escritor checo, la posibilidad de resistir o, por el contrario, el acatamiento a un control, se decide en el desarrollo de cada tentativa (Deleuze, 1999).
A modo de síntesis, el Kafka metropolitano que se propaga a lo largo del espacio literario, nos permite ver cómo emerge el castigo en la ciudad del mismo modo que tiende a desaparecer la cárcel. 19 No hay calabozo, tan sólo un control incesante sobre el despliegue de la vida cotidiana, asimilable en parte al que Park y sus colegas estaban comenzando a analizar en la deslumbrante Chicago de principios del siglo XX. 20 En definitiva, lo que sugerimos es que Kafka no supo menos respecto del control social que Park, y pretendemos, siguiendo con cautela a Foucault (1996), insurreccionar su saber poniéndolo en un plano donde no deba rendir pleitesías a los discursos consolidados sobre dicho control social, ni deba ser absorbido por éstos.
VII. Conclusión y conexión
Con este trabajo intentamos insinuar ciertas concurrencias entre Kafka y alguno de los referentes de la Escuela de Chicago, en especial Park. Sin embargo, no buscamos en absoluto identidades, ni siquiera abiertas semejanzas. Pretendemos sí, conectar trabajos que tienen puntos de partida sumamente distintos, además de métodos inconciliables, para ensanchar el campo de percepción sobre el problema del control social. Y está claro que cada ensamble tendrá la verdad que merece en función de las condiciones que lo han creado. Una conexión remite siempre a un problema sin el cual carecería de sentido, o mejor aún, toda conexión reclama además de un problema bajo el cual modificar o sustituir aleaciones anteriores, una encrucijada de problemas donde juntarse con otras conexiones ya existentes.
Más concretamente, no buscamos hacer un inventario sistematizado de aquello que se ha formulado acerca del control social desde un tiempo a esta parte, sino más bien articular lo que consideramos pertinente para una apreciación más renovada de dicha problemática. O lo que es lo mismo, huimos de las coyunturas para adentrarnos en los intersticios, desalentando cualquier plan unificado de organización.
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Notas
1 Según Downes y Rock (2003), el conflicto, la asimilación, la simbiosis, la cooperación y la invasión son propiedades que parecen “atravesar acontecimientos particulares”, en tanto rasgos generales de los procesos que tenían lugar en la vida urbana.
2 Los sociólogos de Chicago no pretendieron originariamente indagar acerca del crimen y la desviación, aunque hubo luego situaciones, como por ejemplo el financiamiento, que favorecieron esa dirección (Downes y Rock, 2003).
3 Según Park y Burgess (1921, p. 55), “(l)a persona es un individuo que tiene status. Llegamos al mundo como individuos. Adquirimos un estatus y nos transformamos en personas”. Digamos que al individuo, como reacción del organismo al entorno, lo estudia la psiquiatría y la psicología; a la persona, en tanto producto de la interacción social, la sociología.
4 Park (2008, pp. 118-119) afirma que “Comunidad [...] es el nombre que atribuimos a este ámbito social más vasto y comprensivo puesto fuera de nosotros, de nuestra familia y de nuestro vecindario inmediato, en el cual el individuo conduce no sólo su existencia en cuanto individuo, sino también su vida en cuanto persona”.
5 Park (1999, p. 66) alertaba sobre el cambio que los controles sociales estaban sufriendo, y el protagonismo que la familia, la escuela o la iglesia, por ejemplo, estaban dejando de tener: “Los modernos medios de comunicación y de transporte urbanos —ferrocarril, automóvil, teléfono, radio— han transformado durante estos últimos años, sutil y rápidamente, la organización social e industrial de la ciudad moderna […]. La naturaleza general de esos cambios puede apreciarse en el hecho de que, paralelamente al crecimiento de la ciudad, las relaciones indirectas, «secundarias», sustituyen a las relaciones cara a cara, «primarias», en las interacciones de los individuos en el seno de la comunidad […]. Las interacciones que tienen lugar entre los miembros de una comunidad así constituida son inmediatas e irreflexivas; se producen sobre todo en la esfera del instinto y del sentimiento. El control social surge en gran parte de modo espontáneo, como respuesta directa a las influencias personales y a la opinión pública. Es más el resultado de una adaptación personal que la expresión de un principio racional y abstracto”. Aún así, es posible ver en este autor una perspectiva optimista acerca del desempeño del control social.
6 Respecto de la influencia que el periódico comenzó a jugar en la formación de opinión y de prejuicios, es interesante el planteo de Gabriel Tarde (1986, p. 52).
7 Janowitz, 1995, p. 16; según el mismo autor, el control social “significaba ambos elementos: los mecanismos institucionales por los cuales una sociedad regulaba los comportamientos individuales y la forma en que reguló y estandarizó comportamientos en función de servir al mantenimiento de la organización social” (idem).
8 La ciudad de Chicago “tenía en 1840 —recién fundada— 2.000 habitantes; en 1860 ya eran 110.000 habitantes; en 1870, 300.000; en 1890 alcanzarían la cifra de 800.000; y en 1910 ya serían dos millones de habitantes. En 1920 todavía un tercio de sus 2.700.000 habitantes eran extranjeros” (Anitua, 2006, p. 251).
9 Para precisar su concepto de comunicación, el mismo Park cita a John Dewey: “La sociedad no sólo continúa existiendo por transmisión, por comunicación, sino que se podría claramente afirmar que existe en transmisión y en comunicación. Hay más que un vínculo verbal entre las palabras común, comunidad y comunicación” (Park, 1997, p. 23).
10 Si bien el control social sobrevuela los aportes de diferentes autores pertenecientes a la Escuela de Chicago, en el caso de Kafka se advierte un enfoque más escéptico que el de los mencionados teóricos de la ecología social. Aquel no describe la expansión de las instituciones primarias y secundarias con tanta esperanza como la hace Robert Park, posiblemente porque su ciudad haya sido Praga.
11 Introducción a la ciencia de la sociología escrito por Park y Burgess, y publicado en 1921, se transformó en referencia ineludible para los estudiantes norteamericanos de sociología por aquellos años.
12 Roberto Gargarella define como alienación legal “una situación en donde el derecho no representa una expresión más o menos fiel de nuestra voluntad como comunidad sino que se presenta como un conjunto de normas ajenas a nuestros designios y control […]”, impidiéndonos participar tanto en la creación como en la modificación del mismo (Gargarella, 2005, pp. 205-206).
13 La teoría de la reacción social profundizó, en particular, la necesidad de comprender rigurosamente la diferencia entre lo que la ley dice (first code) y lo que resulta de la interpretación que de ella llevan a cabo los actores judiciales (second code). Así plantea Baratta, entre otros, la cuestión: “[…] en el ámbito de la nueva sociología criminal inspirada en el labelling approach, ha aparecido que la criminalidad, más que un dato preexistente comprobado objetivamente por las instancias oficiales, es una realidad social de la cual la acción de las instancias es un elemento constitutivo. Éstas conforman tal realidad social mediante una percepción selectiva de los fenómenos, que se traduce en el reclutamiento de una circunscrita población criminal seleccionada dentro del más amplio círculo de aquellos que cometen acciones previstas por las leyes penales, y que, comprendiendo todos los estratos sociales, representa, no la minoría sino la mayoría de la población. Esta selección de una restringida minoría “criminal” ocurre por medio de la distribución de definiciones criminales. Tal distribución desigual y desventajosa para los individuos socialmente más débiles, es decir que tienen una relación sub-privilegiada o precaria con el mundo del trabajo y de la población, ocurre según las leyes de un código social (second code) que regula la aplicación de las normas abstractas por parte de las instancias oficiales. La hipótesis de la existencia de este second code significa el rechazo del carácter fortuito de la desigual distribución de las definiciones criminales, y suministra un nuevo principio conductor que ya ha dado óptimos frutos, para la investigación socio-jurídica. Ésta es llamada a poner en evidencia el papel desarrollado por el derecho y en particular por el derecho penal —a través de la norma y de su aplicación— en la reproducción de las relaciones sociales, especialmente en la circunscripción y marginación de una población criminal reclutada entre las capas socialmente más débiles del proletariado” (Baratta, 2004, pp. 188-189).
14 La mención circunstancial que se hace de la cárcel —el capellán de la prisión— indica algo que ya sugerimos antes, a saber, que esta última deja de tener protagonismo pero no desaparece.
15 Es sugestivo analizar cómo este autor puntualiza las categorías en las que pueden reagruparse los cambios acerca del control social: “El paso de la costumbre a la ley positiva y la extensión del control público a las actividades anteriormente dejadas a la iniciativa y a la discreción individual; la tendencia de los jueces, en los tribunales civiles y penales, a asumir una función administrativa, de tal modo que el ejercicio de la función judicial no se reduce sólo a la aplicación del ritual social sino que comienza a aplicar métodos racionales y técnicas que exigen conocimientos y asesoramiento de expertos con el fin de lograr la reinserción social del individuo y la reparación de perjuicio causado por el delito; los cambios y las disparidades en las costumbres de los grupos segregados y aislados en la ciudad ¿Cuáles son, por ejemplo, las costumbres de la dependienta?, ¿del inmigrante?, ¿del político?, ¿y del agitador obrero?” (Park, 1999, p. 72).
16 Las visiones, y más específicamente el papel del visionario, es trabajado por Deleuze (1996, 1999).
17 Al respecto, vale recordar los célebres efectos que Foucault le atribuía al panóptico: “Que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores” (Foucault, 2003, p. 204).
18 Deleuze (1996, p. 167) sostiene: “No confundamos el Carácter con un propio yo. En lo más profundo de la subjetividad, no hay propio yo, sino una composición singular, una idiosincrasia, una cifra secreta como la posibilidad única de que esas entidades hayan sido retenidas, queridas, de que esa combinación sea la que ha salido: ésa y no otra”.
19 En el litigio detallado en La colonia penitenciaria, por ejemplo, las sanciones carecían de la centralidad de la prisión, y de muchas de las características que se le atribuyen a la burocratización del sistema penal (Garland, 2006, pp. 215-223). Para decirlo mejor, había un aparato mediante el cual se desplegaba uniformemente el poder de castigar, pero nada de ello ocurría bajo encierro. Esta ausencia de la cárcel tiene otros ejemplos en Kafka a los que podemos recurrir: “Sólo está detenido, nada más. De eso es de lo que tenía que informar […]. Ahora podemos separarnos […]¿Usted quisiera, sin duda, ir ya a la oficina? ” (Kafka, 1984, p. 19). Estas son las palabras del oficial, frente a las cuales un desconcertado K… pregunta: “¿A la oficina? […] Creía que estaba detenido […] ¿Cómo puedo ir al Banco, si estoy detenido? Está bien —dijo el oficial— […]. Usted está detenido, ciertamente, pero eso no le impide que vaya a su trabajo. Nadie le impedirá que lleve su existencia ordinaria” (idem).
20 Decimos en parte porque el concepto de control social en la Escuela de Chicago, como ya lo expusimos, ofrece matices que impiden considerarlo únicamente en términos negativos. Más concretamente, la valoración sobre el mismo junto al papel que allí posee la comunicación resulta muy elogiosa.