Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 52, 2020
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Gabriel Pérez Barberá
gperezbarbera@gmail.com
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, Argentina
Recibido: 04 Octubre 2018
Aceptado: 26 Noviembre 2019
Resumen: En el presente trabajo intento demostrar que existe una relación (que bien puede ser considerada conceptual) de necesidad epistémica entre prueba y verdad. Esto quiere decir que no es posible, en el proceso, ni creer justificadamente ni aceptar que está probado que . si, por información pública pero extraprocesal, el juez sabe que . es (probablemente) falso. Con todo, ello es así bajo ciertas condiciones, a saber: en primer lugar, que se trate de prueba que fundamente una sentencia de condena en un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho; y en segundo lugar, que por verdad se entienda correspondencia entre enunciado y mundo. Esa es la tesis principal y se desarrolla en esta segunda parte de la investigación. Pero tiene apoyo en algunas tesis secundarias, ya analizadas en la primera parte del trabajo, publicada también en este volumen.
Palabras clave: prueba, verdad, creencia, aceptación, relación conceptual, necesidad epistémica, justicia retributiva, Estado de derecho.
Abstract: In this paper I try to show that there is a connection (which may well be considered conceptual) of epistemic necessity between proof and truth. It means that it is not possible, in criminal proceedings, to justifiably believe or to accept that it is proven that . if, from public but extraprocedural information, the judge knows that . is (probably) false. However, this presupposes that certain conditions are met, namely: first, that we are talking about proof that is the basis of a conviction in a criminal trial which is legitimate in terms of the rule of law; and second, that we understand truth as the correspondence between a statement and the objective world. This is the main thesis and it is developed in this second part of my investigation. But it has support in some secondary assumptions, which were already analyzed in the first part of this paper, published in this volume as well.
Keywords: proof, truth, belief, acceptance, conceptual connection, epistemic necessity, retributive justice, rule of law.
I. Introducción: el problema
En la primera parte de esta investigación tomé partido por una serie de ideas que, respecto de lo que examino en esta segunda parte, operan como tesis secundarias de apoyo. Para sostener lo que defiendo aquí, en efecto, era importante dar razones respecto de algunas afirmaciones que, cuando la discusión se centra en qué clase de relación existe entre prueba y verdad, suelen darse por sentadas, o son tenidas por correctas sin más, pese a que la formulación de cada una viene precedida de intrincadas discusiones filosóficas.
En esa primera parte expliqué, en primer lugar, por qué cabe asumir como correcto el concepto de verdad como correspondencia, y que de hecho ese es el concepto de verdad que, por razones normativas, debe asumirse en procesos penales legítimos. En segundo lugar, puse énfasis en que, aunque ello no se explicite, en este contexto la relación que interesa es la de prueba legítima y verdad, y analicé, por tanto, ciertas exigencias normativas que dan cuenta de esa legitimidad en un Estado de derecho; sostuve, asimismo, que existe una relación conceptual entre justicia retributiva y verdad como correspondencia. En tercer lugar, di razones para demostrar que es desacertado interpretar la fórmula de Tarski como una definición sofisticada de verdad como correspondencia. En cuarto lugar, argumenté acerca de por qué es correcto asumir una tesis que niegue que verdad y justificación son predicados coextensivos. En quinto lugar, sostuve que, como hay disputas genuinas de justificación, es necesario reconocer a la verdad como parámetro objetivo para, con base en razones, dirimir –siquiera provisoriamente– esas disputas, y que por eso la justificación, en tanto esté fundada sólo en razones epistémicas, colapsa frente a la verdad. Y finalmente, en sexto lugar, me opuse a ideas muy repetidas en la epistemología jurídica continental, según las cuales la verdad objetiva sería inalcanzable, o que la verdad que interesa en un proceso judicial sería irreduciblemente relativa (véase Pérez Barberá, 2020a, en este mismo volumen).
Me parece, en efecto, que sólo con todo esto aclarado es prolijo introducirse en la tesis principal de la presente investigación, que desarrollo en esta segunda parte, a saber: que puede existir una relación conceptual entre prueba y verdad. Para introducir el problema retomaré el ejemplo con el que comienza la primera parte de este trabajo. Allí me refería a un juez penal que, tras haber concluido el dabate oral, está a punto de escribir, en la sentencia, que está probado que p (donde “p” significa que A mató a B). En ese momento, sin embargo, recibe información muy fidedigna según la cual, fuera del proceso, ha aparecido alguien diciendo que no es verdad que p (es decir, que no es verdad que A mató a B), y que lo ha demostrado de modo terminante. Y me preguntaba: ¿qué puede o incluso debe hacer un juez frente a una situación así?
Afortunadamente, muchos códigos procesales penales prevén una norma que en forma expresa establece que, si fuese absolutamente necesario, es posible reabrir un debate oral ya concluido para incorporar nuevas pruebas antes de que se dicte sentencia, y prevén también que la deliberación posterior al debate oral ya finalizado puede ser suspendida frente a situaciones extraordinarias o de fuerza mayor.1 Si ese es el caso, el juez, ante una situación como la del ejemplo planteado en el párrafo anterior, amparado en dichas normas seguramente reabrirá el debate para incorporar al proceso el dato en cuestión, y sólo luego de ello dictará sentencia.
Pero incluso si, como en Alemania, no hubiese en el código de procedimiento penal normas que expresamente permitan reabrir el debate o suspender la deliberación posterior a aquel, no parece esperable que un juez, en circunstancias tan especiales como las del ejemplo, continuaría redactando su sentencia como si nada hubiera ocurrido. Es decir, es difícil imaginar que ese juez, en su sentencia, nada diga respecto a ese acontecimiento extraordinario, o que lo mencione pero afirme que, pese a lo ocurrido, está probado que ., amparándose en que en el proceso efectivamente eso está probado, y condene sin más al acusado.
Una reacción como esa no sería incuestionable incluso si dicho juez, para robustecer el fundamento de esa decisión, agregara que el dato conforme al cual no sería verdad que . no puede ser incorporado al proceso porque el debate oral ya ha concluido y que él, como juez, está obligado a dictar sentencia sólo con la información producida en ese debate, tal como lo establece, de hecho, el art. 398, 2° párrafo, del CPPN en Argentina,2 o el § 261 del Código Procesal Penal alemán.3 Lejos de ello, lo que seguramente ocurriría ante algo así es que el juez en cuestión haría lo que fuese necesario para incorporar esa nueva información al juicio, amparándose en normas más generales, como por ejemplo la del § 244.II StPO,4 que obliga al tribunal a investigar de oficio la verdad.5
Incluso si, en el marco de un Estado de derecho liberal,6 hubiese una prohibición expresa y absoluta de incorporar al proceso penal información apta para fundar una absolución y conocida de ese modo –algo que no he visto en ninguno de los muchos ordenamientos procesales que conozco–, estaríamos ante una norma que, como luego veremos, produciría consecuencias manifiestamente injustas y sería incluso ilegítima. Por eso nos parecen plausibles legislaciones procesales en las que –como en Argentina– hay normas expresas que permiten evitar esa injusticia, o en las que –como en Alemania– se recurre a normas más generales para lograr el mismo resultado. Nos sentimos cómodos, en definitiva, con regulaciones que exigen verdad como condición necesaria para dictar una sentencia de condena (véase Pérez Barberá, 2020a, sección III).
En efecto, si intuimos que no es correcto que se afirme en un proceso penal que está probado que el acusado es culpable cuando, por información todavía externa al proceso, se sabe ya que eso es falso o probablemente falso, es porque ello resulta contrario no sólo a nuestras intuiciones epistémicas, sino también a nuestras más elementales intuiciones prácticas.
La intuición epistémica tiene apoyo racional, a mi modo de ver, en que, si se trata de prueba para condenar, en un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho la conexión entre prueba y verdad es –desde esa perspectiva epistemológica– conceptual, en el sentido de que existe entre ambas una relación de necesidad epistémica. De esto se ocupará centralmente el presente trabajo (infra, II, III). La intuición práctica, por su parte, tiene su base en la conexión conceptual que, en los términos que ya especifiqué en la primera parte de este trabajo (Pérez Barberá, 2020a, sección III), existe entre justicia (retributiva) y verdad (como correspondencia), y en otras exigencias normativas –allí examinadas– propias de lo que, en nuestro ámbito cultural, consideramos procesos penales legítimos.
De acuerdo con el punto de vista que defenderé, entonces, afirmar en esta clase de procesos que está probada la culpabilidad del acusado si es conocido que eso es falso no sólo es injusto, sino también epistémicamente inviable. En esa línea, sostendré que acudir a la idea de aceptación como actitud proposicional del juez frente a lo que se tiene que probar no modifica dicha conclusión (nuevamente infra, III).
Por supuesto que si, justificadamente, se cree que está probado que . y no se sabe que . es falso, es perfectamente posible y legítimo tanto creer justificadamente como aceptar que está probado que . (es decir: puede haber condenas injustas pero legítimas).7 Lo que quiero remarcar es que resulta precipitado, de eso, inferir que entre prueba y verdad no existe, en ninguna circunstancia, ninguna clase de relación conceptual. En las secciones II y III expongo y objeto el argumento que sostiene esto, desarrollado sobre todo por Ferrer Beltrán.
La tesis principal de este trabajo, por tanto, puede ser sintetizada así: de que no sea necesario que un enunciado fáctico sea verdadero para que esté probado no se sigue que no existe, en ninguna circunstancia, ninguna clase de relación conceptual entre prueba y verdad. Sostendré que esa relación sí es conceptual –en el sentido que luego especificaré– si compromete a un enunciado que declara la culpabilidad del acusado en un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho. Algún problema de ambigüedad que puede presentarse al respecto será abordado hacia el final del trabajo (infra, IV).
La matización indicada muestra que, en rigor, no es suficientemente preciso hablar, sin más, de “relación entre prueba y verdad”, ni decir que esa relación es, sin más, contingente o conceptual, con pretensiones de generalidad. Porque cómo sea tal relación depende, en realidad, de varias cosas. Por un lado, depende de qué se entienda por verdad; de si la verdad, por razones normativas e incluso conceptuales, tiene que ser erigida como meta institucional de un proceso judicial respecto de la cuestión fáctica; de cómo está regulada la prueba; de si, en caso de tratarse de un proceso penal, la prueba es para absolver o para condenar; y, finalmente, de cómo debe estar regulada la prueba penal para que pueda ser considerada legítima.8 Por otro lado, dicha cuestión depende de qué se entiende por relación conceptual.
Respecto de lo primero, si la relación entre prueba judicial y verdad es planteada así, sin más, será trivial e inevitablemente contingente, porque, como acabo de señalar, dependerá de qué quepa entender por prueba y por verdad, es decir, de cómo sea cada regulación probatoria concreta y de si por verdad se entiende, por ejemplo, algún tipo de correspondencia entre enunciado y mundo u otra cosa. En rigor, el problema que, creo, nos preocupa a todos es determinar qué tipo de relación existe entre prueba legítima y verdad como correspondencia en un Estado de derecho contemporáneo. Lo que interesa en el marco de un trabajo analítico sobre los procesos penales que hoy tenemos, en efecto, es cómo ha de caracterizarse la relación entre prueba y verdad en un marco normativo para el cual el descubrimiento de la verdad (entendida como correspondencia) es su meta institucional más importante,9 y que regula la prueba en función no sólo de eso, sino también de una serie de derechos individuales que procuran garantizar el respeto a la dignidad de quienes participan en dichos procedimientos.10
Y respecto de lo segundo, la relación entre prueba y verdad será trivialmente no conceptual si por “relación conceptual” se entiende una relación de implicación en términos definicionales o de necesidad metafísica, en el sentido de que, por ejemplo, se sostuviera que la verdad, entendida como correspondencia, es una característica definitoria de la prueba, lo cual claramente no es el caso (al respecto infra, II, y con detalle también Pérez Barberá, 2020a, sección IV). Ahora bien, si a la relación entre prueba (legítima) y verdad como correspondencia la pensáramos no en términos de necesidad metafísica, sino de necesidad epistémica,11 la situación podría ser muy diferente, y desde esta última perspectiva, por tanto, podría ser plausible afirmar que dicha relación es conceptual, en el sentido de que entre ambos términos se da un tipo de relación de necesidad tal que es independiente de la experiencia. Como se ve, la expresión “relación conceptual” es ambigua, y para no incurrir en malentendidos es necesario especificar en qué sentido está siendo empleada.
Lo que pretendo llevar adelante aquí, en definitiva, es una suerte de discusión “intrafamiliar” con Jordi Ferrer Beltrán, con cuyas ideas centrales me siento muy identificado. Su aporte a esta problemática constituye un punto de referencia ineludible, y ha sido estupendamente argumentado (véase Ferrer Beltrán, 2001 y 2005).12 A mi juicio, sin embargo, ese enfoque requiere algunos ajustes, y acerca de éstos expondré en lo que sigue.
II. El desafío de las decisiones judiciales falsas pero legítimas
A. ¿Distintas clases de verdad?
Es sabido que, en materia penal, una sentencia condenatoria injusta por basarse en una afirmación falsa puede no obstante ser legítima si es producto de un proceso justificatorio –o probatorio– correcto (Kelsen, 1960, pp. 248 ss.; Gascón Abellán, 2010, pp. 107 ss.). En efecto, el recurso de revisión contra condenas penales firmes, por ejemplo, muestra que nuestras legislaciones reconocen legitimidad a una sentencia condenatoria si ésta ha demostrado correctamente que está probado que p, aunque, después, p se revele como falso. Esto es, en síntesis, lo que puede ser presentado como el desafío que plantean las decisiones judiciales que, pese a ser falsas (o mejor expresado: pese a ser falsa su premisa fáctica), no obstante deben ser admitidas como legítimas.
Para explicar la razón de esa legitimidad los procesalistas tradicionales han acudido a la idea de diferenciar entre distintas clases de verdad. Así, han diferenciado a la verdad objetiva o absoluta (o “verdad material”), por un lado, de una supuesta “verdad formal” (en el proceso civil) o de una “verdad forense” (en el proceso penal),13 por el otro. De acuerdo con esto, sólo importarían tales “verdades judiciales”, que tendrían como referencia no a los datos de la totalidad del mundo, como la verdad objetiva, sino únicamente a los elementos de juicio obtenidos legítimamente en el marco del proceso.
De este modo, si una decisión judicial se revelara como falsa frente a la verdad objetiva, pero hubiera sido dictada sin que fuese vulnerada ninguna regla procesal, y en particular ninguna regla probatoria, no sería falsa frente a la verdad judicial, porque ésta, como se dijo, restringe la referencia a los datos recabados, válidamente, en el proceso. Esta tesis presenta, en términos institucionales, la ventaja obvia de que permite mantener a la verdad como una meta esencial del proceso sin tener que pagar el costo de asumir estos casos como un fracaso respecto de ese objetivo, o de tener que explicarlos como un fracaso admisible.
Sin embargo, dado que es ontológica y epistemológicamente inaceptable hablar de distintas clases de verdad, autores más contemporáneos rechazan –y ciertamente con razón– esa idea de verdad forense o judicial (véase por ejemplo Taruffo, 1992, pp. 24 ss.). Y otros, como Ferrer Beltrán, reconstruyen esta peculiaridad de que pueda tenerse por probado e incluso estar probado lo que es falso a través de la tesis, más sofisticada, de que entre prueba y verdad no hay una relación conceptual, sin más. No creo, sin embargo, que esa sea una buena estrategia. Hay, sin dudas, razones contundentes para avalar la legitimidad de decisiones judiciales falsas (en tanto se ignore su falsedad). Pero no me parece que una de esas buenas razones sea negar toda posibilidad de relación conceptual entre prueba y verdad. Expondré la tesis de Ferrer Beltrán a continuación.
B. ¿Inexistencia de relación conceptual entre prueba y verdad?
Para explicar su argumento, Ferrer Beltrán parte de distinguir entre prueba como “actividad probatoria” y prueba como “resultado probatorio” (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 31 ss., 41 ss., 56 y passim ). La actividad probatoria sería el conjunto de actos que es necesario llevar a cabo en un proceso judicial para poder afirmar que algo está probado, y el resultado probatorio sería el enunciado que afirma que algo está probado (como por ejemplo “está probado que p”) o que no lo está (“no está probado que p”). En concreto, entonces, lo que Ferrer Beltrán rechaza es que exista una relación conceptual entre prueba como resultado probatorio y verdad entendida como correspondencia entre enunciado y mundo, que es la noción de verdad que él adopta (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 18, 73 ss., 78 y passim ).
A su juicio, para explicar por qué una decisión judicial falsa puede no obstante ser legítima es necesario tener en cuenta (siguiéndose la ya citada distinción de Caracciolo, 1988) que, en el problema que aquí se examina, la decisión judicial falsa no es considerada como norma individual (en cuyo caso sería necesario que fuese verdadera), sino como acto (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 98 ss.; similar Dei Vecchi, 2013, p. 245). Por tanto, por las razones que da Caracciolo, para que sea legítima es suficiente con que “p” esté probado; y “está probado que p” no depende de la verdad de “p”, sino de que en el proceso existan elementos de juicio suficientes a favor de . (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 35 ss.).14
En tanto se asuma un concepto correspondentista de verdad, esto es trivialmente cierto, como ya se vio en la primera parte de este trabajo (Pérez Barberá, 2020a, sección IV): “verdadero”, en efecto, no es condición necesaria de “probado”. Pero Ferrer Beltrán va más allá, porque de esto infiere que no hay ningún tipo de relación conceptual –o de necesidad– entre prueba y verdad, y que esa relación, en todo caso, es meramente contingente o empírica (así Ferrer Beltrán, 2005, pp. 31, 35 ss., 42 ss., 55 ss., 68 ss., 75 ss., 79 ss. y 95).
Como se ve, Ferrer Beltrán entiende que hay una relación conceptual entre dos términos cuando uno es condición necesaria del otro porque forma parte de sus características definitorias (así, expresamente, Ferrer Beltrán, 2005, pp. 55 ss., 61, 64 y 68 ss.). Esta es una forma de expresar un tipo especial de modalidad, que es la de necesidad analítica (véase Díez et al., 1999, pp. 128 ss.), entendida también como necesidad metafísica, en el sentido de definicionalmente necesaria (así Kment, 2017). Si la relación entre ambos términos no es necesaria, pero es posible, puede decirse que dicha relación es empírica, contingente o accidental (según el caso), pero no conceptual (Díez et al., 1999).
La relación de necesidad metafísica o definicional debe diferenciarse de las denominadas regularidades nómicamente necesarias o “necesidades empíricas” (leyes naturales de índole causal, por ejemplo). Éstas son empíricas pero no contingentes, al menos no en el sentido de “accidentales” (Díez et al., 1999, pp. 128 ss.), dado que indican una forma de necesidad. Pero no son relaciones conceptuales, y claramente no lo son en el sentido en que dicha expresión es utilizada por Ferrer Beltrán. ¿Cuál sería entonces –exactamente– ese sentido?
Ello es difícil de desentrañar porque, como ya vimos, este autor afirma, por un lado, que la verdad no es condición necesaria de la prueba en tanto no es una de sus características definitorias, con lo que da a entender que está pensando en algún tipo de (falta de) implicación o necesidad metafísica entre prueba y verdad, como la que existe entre “H2O” y “agua”. Pero, por otro lado, veremos enseguida que, para demostrar esa relación de no necesidad, acude a ejemplos que muestran, en rigor, una supuesta falta de necesidad epistémica entre prueba y verdad, en la medida en que se trata de casos que demuestran que ciertos enunciados son compatibles o incompatibles con determinadas creencias (al respecto véase, nuevamente, Díez et al., 1999, p. 132).15
Un ejemplo estándar de relación conceptual por mediar necesidad epistémica es la que se da entre mi conocimiento de que llueve y la necesaria exclusión de un mundo posible en el que el tiempo esté bueno (véase nuevamente Kment, 2017.) En el ámbito que aquí nos interesa, por su parte, buenos ejemplos de presencia o ausencia de esa clase de implicación epistémica serían aquellos que admiten o niegan que pueda decirse que está o que no está probado que p si, justificadamente, se cree o se acepta que no p o que p, respectivamente, que son la clase de casos y de ejemplos que le importan a Ferrer Beltrán y con los que de hecho trabaja.16
Pero, como ya se dijo, Ferrer Beltrán emplea estos casos para demostrar que debe negarse una relación conceptual entre prueba y verdad no en términos de necesidad epistémica, sino de necesidad metafísica, porque en esos términos ha definido lo que entiende por relación conceptual. ¿Cuál es, entonces, la clase de vinculación conceptual que le interesa a este autor cuando niega que existe entre prueba y verdad? ¿La fundada en necesidad metafísica o en necesidad epistémica? Aunque eso no esté claro en su exposición, creo que puede decirse que le interesan las dos.
En efecto, si bien para quien sostiene una concepción correspondentista de la verdad puede ser trivial la afirmación de que, definicionalmente, prueba no implica verdad, lo cierto es que los procesalistas, aun asumiendo ese concepto de verdad, han afirmado o insinuado lo contrario muchas veces: “la confusion entre verdad y prueba es bastante frecuente, no sólo entre los juristas” (Alchourrón et al., 1991, p. 310). Es entonces comprensible que a Ferrer Beltrán esto le preocupe y que, por tanto, se haya esmerado en dejar en claro que, en ese sentido definicional o metafísico, la verdad no es una condición necesaria de la prueba.
Esto, como dije, es correcto, pero las razones que lo explican son, a mi juicio, las que expuse en la primera parte de esta investigación (Pérez Barberá, 2020a, sección IV). Me parece, en cambio, que la fundamentación de Ferrer Beltrán, en tanto emplea argumentos de falta de necesidad epistémica para demostrar la inexistencia de una relación de necesidad metafísica, sería categorialmente inválida. Además, sería inconsistente, porque de que no exista una relación de necesidad metafísica entre prueba y verdad no se sigue que tampoco exista una relación de necesidad epistémica. Y en cuanto a su conclusión, sería falsa, porque no es cierto que no existe una relación de necesidad epistémica entre prueba y verdad. A mi juicio, la hay, y –como se verá a continuación– tanto en función de lo que se crea como de lo que se acepte respecto de p.
III. Prueba legítima y verdad
A. Creencia y aceptación: la distinción
Todo lo dicho en la primera parte de este trabajo respecto de la relación entre verdad y justificación (Pérez Barberá, 2020a, sección IV) asume que se trata de justificaciones epistémicas, es decir, de procesos de validación en los que, como razones para arribar a un enunciado justificado, cuentan únicamente datos y leyes o reglas (causales, estadísticas, de experiencia, de correspondencia, etc.) referidos al mundo. Pero hay otras clases de justificaciones, incluso en el marco de discursos que tienen al mundo como referencia. Es lo que sucede, precisamente, en los procesos judiciales. En éstos, para que algo pueda ser dicho respecto del mundo tiene que aportarse prueba. Y como la prueba está regulada jurídicamente, entre las premisas en las que se apoya la conclusión “está probado que p” pueden intervenir razones no sólo epistémicas, sino también normativas (jurídicas).
Es posible, entonces, que la actitud proposicional17 del juez frente a lo que se pretende probar sea la de creencia justificada; básicamente si, apoyado sólo en razones epistémicas, cree que es verdad lo que concluye al respecto. Pero si decide adoptar como acertado lo que concluye, crea o no en ello y apoyado en razones epistémicas o de otra índole, entonces su actitud frente a la proposición que pretende probar puede ser la de aceptación(así Cohen, 1992, pp. 117 ss.; Ferrer Beltrán, 2005, pp. 75 ss. y 79 ss.). Explicar esta distinción entre creencia y aceptación es importante porque de que la actitud proposicional del juez sea una u otra pueden derivarse consecuencias diferentes respecto de la cuestión referida a la relación entre prueba y verdad.
La creencia, como es sabido, puede ser justificada o no justificada. La creencia no justificada puede ser descripta, siguiéndose en parte a L.J. Cohen, como una mera sensación o como un sentimiento, pasivo e involuntario, de que algo es verdadero. La aceptación, en cambio, es una práctica activa y voluntaria de conformidad con la cual, racional o justificadamente –esto es, con apoyo en razones–, se decide tener a algo como verdadero si también se cree en ello (es decir, si la creencia es una razón de la aceptación: Cohen, 1992, pp. 17 ss.), o se decide tener a algo como si fuera verdadero si no se cree en lo que se acepta. En este último caso, en efecto, la aceptación se expresará, explícita o implícitamente, a través de una cláusula “como si” (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 97 ss.).
Es claro, entonces, que la aceptación no puede tener por base una mera sensación o un sentimiento; debe estar apoyada en razones y éstas tienen que haber sido ponderadas activamente por el agente en un proceso voluntario de toma de posición respecto de un contexto determinado (Cohen, 1992, pp. 4 ss. y 22 ss.). Ahora bien, si no se cree lo que se acepta, la cláusula “como si”, indispensable para expresar eso, no es empleada por el agente –necesariamente– para disimular, ocultar o mentir. El agente puede emplear esa cláusula en forma explícita para dejar en claro, con sinceridad, que, aunque no crea en algo, lo acepta por determinada razón, y que por eso actúa como si creyera en lo que acepta, es decir, como si considerase verdadero a lo que acepta (Cohen, 1992, pp. 20, y 120).
La creencia –justificada o no– tiene siempre pretensión de verdad (por todos, Redondo, 1996, p. 185): sólo es posible creer en lo que creemos que es verdad; por tanto, es independiente de cualquier contexto.18 La aceptación, en cambio, si se contrapone con lo que creemos, se contenta con una pretensión de justificar (tiene que estar justificado que aceptemos como verdadero lo que creemos o sabemos que no lo es), y depende por tanto del contexto específico de premisas presentes en un razonamiento dado (sobre la dependencia del contexto en la aceptación véase Ferrer Beltrán, 2005, pp. 91 ss., con más referencias bibliográficas).
La cuestión de la dependencia del contexto muestra, pues, una diferencia importante entre aceptación y creencia, incluso si esta última es justificada. Por su parte, si bien tanto la aceptación como la creencia justificada tienen en común el hecho de que ambas expresan una toma de posición fundada en razones, dado que sólo la creencia justificada tiene siempre pretensión de verdad, el agente arriba a ese estado mental no por decidirlo –que es lo que ocurre con la aceptación–, sino por estar convencido (es decir: por creerlo, sólo que con base en razones).
En virtud de su inevitable pretensión de verdad, si la creencia respecto de una proposición fáctica es justificada tiene que estar basada únicamente en razones epistémicas. La aceptación (que, como se vio, es intrínsecamente justificada) de una proposición fáctica, en cambio, puede, ciertamente, estar basada sólo en razones epistémicas, pero también en cualquier otra clase de razones, como por ejemplo en razones normativas o prudenciales (Cohen, 1992, pp. 12, 16, 20, 120 y passim ).
Podemos ilustrar todo esto con ayuda de algunos ejemplos clásicos. Veamos primero la diferencia entre creencia justificada y no justificada. Si voy por la calle y escucho a lo lejos el ruido de un disparo, que en realidad fue provocado por el caño de escape defectuoso de un automóvil, puedo creer que alguien activó un arma de fuego (el ejemplo es de Cohen, 1992, p. 6). No me baso en ninguna razón para creer eso; se trata de lo que –pasivamente– me parece, porque me dio la sensación de que se trató de un disparo de arma de fuego, y lo creo, sin justificación. Si, en cambio, he visto y oído al automóvil justo en el momento en que su caño de escape emitía esa explosión, entonces creeré justificadamente que el ruido en cuestión fue producto de un defecto de ese caño de escape, pero no porque lo decida, sino porque estaré convencido –por razones: lo que vi, lo que oí, etc.– de que eso es lo que sucedió.
Veamos ahora algunos ejemplos de aceptación. Pensemos en la dueña de un comercio que acepta que sus clientes tienen siempre la razón, aunque no crea en ello (el ejemplo es de Ferrer Beltrán, 2005, p. 91). Esto la conducirá a adoptar como premisa válida de toda su actividad como comerciante que el cliente tiene siempre la razón, y actuará en consecuencia como si creyera en ello. Que acepte eso aunque no lo crea será producto de que habrá tomado en cuenta una razón no epistémica para decidirse en ese sentido, en este caso una razón de tipo prudencial; es decir, una razón que le hace ver que es mejor para ella aceptar que el cliente tiene siempre la razón y, por tanto, que le conviene actuar como si eso fuera verdad o como si creyera que es verdad.
También razones normativas (morales o jurídicas) pueden llevar a alguien a aceptar algo en lo que no cree. Una profesora universitaria que cree que las personas de piel oscura son culturalmente inferiores puede, no obstante, reconocer que el racismo es inmoral y, en consecuencia, en virtud de esa razón normativa adoptar como premisa de toda su conducta universitaria la proposición de que no existen esa clase de diferencias entre etnias, aunque no crea realmente en ello. Y a esa razón moral puede incluso sumársele otra prudencial, porque advierta que no le conviene, en ese ámbito, actuar de conformidad con su creencia (véase Cohen, 1992, pp. 19 ss.).
A continuación, analizaré cómo impacta todo esto en el contexto que aquí interesa, que es el relativo a la relación entre prueba (judicial) y verdad.
B. ¿Qué es posible aceptar?
Tanto “p” como “está probado que p” pueden ser objeto de creencia y de aceptación. Esto no es destacado ni por Cohen ni por Ferrer Beltrán cuando analizan la aceptación, que siempre se refieren a “p” como su objeto. Eso es correcto, pero cabe remarcar que, al menos en un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho, si “p” se refiere a la culpabilidad del acusado, entonces aceptar que . presume haber aceptado o creído (justificadamente) que está probado que p, y aceptar que no p presume haber aceptado o creído (justificadamente) que no está probado que p, o que está probado que no p. En un proceso penal legítimo, en efecto, la aceptación de p o de no p se sigue –y debe seguirse– de la aceptación o de la creencia justificada de que está o de que no está probado que p, respectivamente. Pero eso no será así si se trata de un proceso penal ilegítimo. Porque en este último escenario un juez bien puede aceptar, en virtud de una razón normativa, que no está probado que p, y sin embargo, en virtud de una razón prudencial, aceptar que p.
Un juez, en efecto, puede acatar una norma procesal que le impone excluir del proceso la prueba que en forma decisiva demuestra la culpabilidad del acusado (es decir: puede aceptar que no está probado que p en virtud de una razón normativa), y sin embargo, si eso estuviese permitido en función del sistema normativo que lo rige, condenar al acusado aduciendo que, de lo contrario, la sociedad no soportaría el fallo (es decir: puede aceptar que p en virtud de una razón prudencial). Algo así sería sin dudas ilegítimo en nuestros procesos penales, pero podría ocurrir en el marco de un procedimiento concebido en función de otra clase de principios morales y políticos. Por eso, en este ámbito, para la cuestión epistémica relativa a qué se sigue necesariamente de una determinada actitud proposicional es determinante la cuestión normativa de la legitimidad del contexto que da fundamento a esa actitud. Volveré sobre esta particularidad enseguida.
Finalmente, vale aclarar que, como la aceptación puede tener por base una creencia, y como puede también aceptarse lo que no se cree, es posible que un juez penal acepte que p por creer justificadamente que está probado que p, aunque no crea que p. Es lo que sucedería por ejemplo si, tras el debate oral, el juez, pese a creer que la culpabilidad del acusado ha sido probada más allá de toda duda razonable, no obstante tiene la sensación de que aquel es inocente. Sin justificación, entonces, no cree que p; pero acepta que p, por creer justificadamente que está probado que p.
C. Creencia y aceptación: necesidad epistémica entre prueba y verdad
1. Los casos problemáticos
Lo que interesa aquí es determinar qué impacto tienen las nociones de creencia y de aceptación en la disputa acerca de qué tipo de relación es la que corresponde predicar que, desde una perspectiva epistemológica, existe entre prueba y verdad en un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho. Tal como lo anuncié (supra, II.2), sostendré que, más allá de que no exista una relación metafísicamente conceptual entre ambos términos, esa relación sí es epistémicamente conceptual, en el sentido de que se da una relación de necesidad epistémica. Ingreso aquí, pues, a fundamentar lo central de mi crítica al argumento de Ferrer Beltrán, que niega esto al rechazar toda posibilidad de relación conceptual entre prueba y verdad.
En este análisis dejaré de lado las creencias no justificadas, porque son irrelevantes para cualquier proceso judicial legítimo. Aquí “p” significará, salvo aclaración en contrario, “el acusado es culpable”, y las razones epistémicas para creer justificadamente e incluso saber que . serán siempre extraprocesales (como en el ejemplo de partida de este artículo). Porque sólo de esta forma puede lograrse una separación fructífera, para esta discusión, entre prueba (que por definición es relativa al contexto de un proceso) y verdad (que por definición es independiente de cualquier contexto).
Recuérdese que, para sostener que la relación entre prueba y verdad, sin más (esto es: sin ninguna especificación ulterior), no es conceptual, la tesis que aquí intento refutar se apoya en tres casos. El primero sería aquel en el que . es falso, pero eso no es sabido ni fuera ni dentro del proceso, en el que el juez cree justificadamente que está probado que p y, en consecuencia, cree justificadamente que p. El segundo sería aquel en el que el ez, por información que en virtud de una norma jurídica no puede incorporar al proceso (otra vez: por tratarse de prueba ilícita, por ejemplo), cree justificadamente que p es verdadero, pero no obstante se ve obligado a concluir que no está probado que p. Y el tercero, inverso al segundo, sería aquel en el que el juez y el público en general creen justificadamente, por información extraprocesal, que p es falso, y sin embargo el juez, en virtud de una norma que le impide incorporar esa información al proceso, se ve obligado a concluir que está probado que p.
Como ya dije, que estos sean los casos de los que se vale Ferrer Beltrán para intentar demostrar que no es conceptual la relación entre prueba y verdad deja en evidencia que, llegado a este punto, deja de pensar a esa relación como metafísicamente conceptual, y pasa a considerarla –por cierto que para negar que exista– como epistémicamente conceptual. Porque lo que esos casos plantean es qué se puede o no se puede decir respecto de “está probado que p” en función de lo que se cree (justificadamente) o se acepta respecto de “p”.
La estrategia argumental de este autor podría ser reconstruida, entonces, del siguiente modo: dado que entre prueba y verdad no hay una relación metafísicamente conceptual porque la verdad no es condición necesaria de la prueba, entonces entre prueba y verdad tampoco hay una relación epistémicamente conceptual, porque en función de esa falta de necesidad o de implicación en términos definicionales siempre podrá tenerse por probado lo que se cree falso, o por no probado lo que se cree verdadero. A continuación intentaré demostrar lo que anuncié en la sección anterior, en el sentido de que la segunda afirmación no se sigue de la primera, y que de hecho corresponde asumir que sí hay una relación epistémicamente conceptual entre prueba y verdad.
Para la tesis que intento objetar, estos tres escenarios tendrían en común el hecho de que lo que afirma el juez respecto de la prueba sería inobjetable con independencia de lo que es el caso, y ello demostraría el carácter siempre contingente, incluso en términos epistémicos, de la relación entre prueba y verdad (Ferrer Beltrán, 2005, pp. 68 ss., 93 y passim ).
Conforme veremos enseguida, la idea de aceptación juega un papel central para fundamentar esta posición. Sin embargo, antes de pasar a examinarla conviene aclarar que, en rigor, el estado mental de aceptación resulta decisivo sólo para explicar los dos últimos casos, es decir, para explicar por qué sería posible y legítimo que se diga que no está o que está probado que p, pese a que, respectivamente, se sabe que p y que no p.
Ello es así porque sólo en esos casos interviene una razón no epistémica en la decisión del juez. En el primer supuesto, en cambio, todas las razones involucradas son epistémicas, y por eso la creencia (justificada) aparece allí como una actitud posible –y, ciertamente, legítima– respecto de lo que se pretende probar.
Por eso en el acápite siguiente, dedicado a la aceptación, me ocuparé únicamente de los dos últimos casos (infra, 2). El primero (en el que se ignora la falsedad de p y se concluye justificadamente que está probado que p y por tanto que p), en tanto puede involucrar sólo creencias será objeto de análisis en un acápite ulterior (infra, 3).
2. Aceptación de lo que se pretende probar
Conforme al postulado principal de la tesis de L.J. Cohen (y que Ferrer Beltrán adopta), aunque el juez creyese justificadamente que p, podría perfectamente afirmar, apoyándose en una premisa normativa, que no está probado que p, y en virtud de ello aceptar que no p. Y aunque creyese justificadamente que no p, podría afirmar, apoyándose en una premisa normativa, que está probado que p, y en virtud de ello aceptar que p. Porque “p” y "no p” pueden, en efecto, indicar no algo que el juez cree, sino algo que acepta, en función de una premisa o razón no epistémica. Es lo que sucedería en los dos últimos casos expuestos en el acápite anterior.
¿Cómo es, entonces, que Ferrer Beltrán, apoyándose en la idea de aceptación, niega que entre prueba y verdad haya una relación conceptual? (sin explicitarlo, lo que niega con este argumento, en rigor, es que entre ambas haya una relación epistémicamente conceptual). El razonamiento es simple: si la aceptación es una actitud proposicional posible frente a lo que se pretende probar, entonces la prueba, incluso en términos epistemológicos, no dependerá necesariamente de la verdad, en la medida en que, como ya se dijo, no es necesario que lo que se acepte esté fundado sólo en razones epistémicas; la aceptación, ya lo vimos (y en esto es diferente a la creencia), puede estar fundada también en otra clase de razones, como por ejemplo en una razón normativa, que es lo que sucedería en estos casos. Creo, sin embargo, que la cuestión no es tan sencilla como parece.
2.1. ¿Qué es legítimo aceptar?
Pensemos en el siguiente ejemplo, levemente distinto a uno ya expuesto más arriba: un juez penal, en un caso especialmente aberrante y que arquetípicamente es casi imposible de probar con el estándar propio de una condena, justificadamente cree que no está probado que p, pero por una razón prudencial, o incluso por una razón moral, reconociendo abiertamente que no está probado que p acepta, con la misma sinceridad, que p, y condena al acusado, explicando en su sentencia que, de lo contrario, todo hecho de esa naturaleza quedaría impune y que ello sería socialmente desestabilizador y moralmente intolerable. Aceptar algo así es perfectamente posible. Pero ¿es legítimo? Si nuestro sistema normativo de referencia es un proceso penal propio de un Estado de derecho, claramente no lo es.
Por lo pronto, en un proceso penal de esta clase quedan excluidas, sin más, las razones prudenciales e incluso las morales como premisas admisibles de la aceptación. Y no sólo si se trata de una condena, sino también si se trata de una absolución. Porque, en este contexto, “Estado de derecho” significa, ante todo, que las sentencias judiciales deben estar fundadas en ley y sólo en ley. Fuera de las razones epistémicas (decisivas para la prueba de los hechos a los que la ley penal de que se trate es aplicable), entonces, como razones normativas sólo pueden intervenir razones jurídicas.
Desde luego que puede ocurrir que sean razones morales o prudenciales las que, íntimamente, motiven a un (mal) juez a dictar una sentencia en un sentido determinado. Pero en un Estado de derecho, para justificar públicamente por qué acepta lo que afirma en esa resolución, tendrá que explicitar, únicamente, razones jurídicas. Si abiertamente admitiera que es una cuestión de conveniencia o de convicción moral lo que lo lleva a decidir como lo hace, y fuera de eso no apoyara su conclusión en ninguna razón jurídica, su sentencia, en un proceso penal de estas características, sería ilegítima y, en consecuencia, nula.
La aceptación, ciertamente, es una actitud proposicional posible en un proceso penal propio de un Estado de derecho, pero será admisible allí siempre que, como se dijo, esté fundada en determinada clase de razones, a saber: o bien en razones epistémicas, o bien en razones normativas de índole jurídica (o en ambas). En este contexto, por tanto, la afirmación tradicional de que la aceptación, al contrario de la creencia, puede estar fundada en cualquier clase de razones, debe ser matizada en el sentido que se acaba de indicar.
A su vez, si la aceptación tiene su fundamento en razones jurídicas y se trata de un Estado de derecho, dichas razones deberán sortear exitosamente un test (jurídico) de legitimidad para poder brindar apoyo válido a esa actitud proposicional. Porque bien es sabido que, en un Estado de derecho, puede haber leyes contrarias a esa clase de organización jurídico-política. En ese sentido, si se repasan los ejemplos ofrecidos más arriba se advertirá rápidamente que, así como parece plausible que exista una norma que permita u obligue al juez a absolver a quien se sabe es culpable, no sería plausible que exista una norma que permita u obligue al juez a condenar a quien se sabe es inocente.
2.2. Aceptación: relación entre prueba legítima y verdad
Aquellos juicios de plausibilidad están motivados en que, cuando se piensa en esos supuestos, por lo general –aunque ello no se explicite– se tiene en mente un contexto procesal penal que, precisamente, se considera legítimo desde el punto de vista de un Estado de derecho. En efecto, hemos visto ya que, en esa clase de Estado, es necesario que sea verdad que el acusado es culpable para que su condena penal no resulte reprochable. También vimos que no es necesario que sea verdad que el acusado es inocente (ni que se crea justificadamente en ello) para que resulte legítima su absolución. No repetiré aquí las razones de por qué todo esto es así (véase Pérez Barberá, 2020a, sección III, en este mismo volumen).
En consecuencia, si hay razones públicamente conocidas pero extraprocesales para creer justificadamente que . es falso, y el juez penal está al corriente de esas razones y por eso cree justificadamente que no p, en un Estado de derecho sería inviable que en su sentencia escriba que está probado que p. Eso sería inviable incluso con independencia de razones vinculadas a la legitimidad del proceso si su actitud proposicional frente a lo que se pretende probar fuese la de creencia, y sobre ello volveré, con más detalle, enseguida (infra, 3). Pero lo que hay que enfatizar aquí es que, ante un caso así y en un proceso penal de esas características, un juez penal tampoco podría aceptar que está probado que p y, por tanto, que p.
En efecto, en un proceso penal que, por ser propio de un Estado de derecho, erige al merecimiento como condición indispensable del castigo penal legítimo, dada la relación conceptual que existe entre merecimiento (o justicia retributiva) y verdad (como correspondencia) no sería legítima ninguna norma jurídica que prohíba al juez incorporar al proceso una prueba que demuestre en forma terminante la inocencia del acusado, ya públicamente conocida y conocida también por el juez.
En un proceso penal legítimo, por tanto, no habría disponible ninguna razón normativa de índole jurídica en la cual apoyarse para poder aceptar que está probado que p (donde “p”, recuérdese, significa que el acusado es culpable) cuando ya públicamente se sabe (o se cree justificadamente) que no p, y ello también es sabido por el juez; y ya hemos visto que las razones morales y las prudenciales quedan excluidas allí. En consecuencia, si en un proceso penal de esta clase sucediera algo similar a lo planteado en el ejemplo con el que se inicia este trabajo, el juez que en esas condiciones supiera que . es falso (o que tuviese razones justificadas para creer que no p) no sólo no podría creer, sino tampoco aceptar que p, dado que no podría aceptar que está probado que p.
Sí sería legítimo en un Estado de derecho, en cambio, que un juez penal acepte que no está probado que p y por tanto que no p, pese a creer justificadamente que p, si una norma le prohíbe acreditar la culpabilidad del acusado con el elemento de juicio que la demuestra en forma decisiva (el caso varias veces aludido de la prueba ilícita). Porque, por las razones ya brindadas al respecto, una norma así sería legítima en ese contexto y por tanto no habría ningún impedimento normativo para invocarla como premisa que dé soporte a la decisión de aceptar que p no está probado en el proceso y, así, acabar aceptando que no p.
En suma: si se trata de un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho, y si se trata a su vez de prueba determinante para demostrar la inocencia del acusado, la relación entre prueba y verdad es epistémicamente conceptual porque se da entre ambas una relación de necesidad epistémica: una vez que se cree justificadamente que no p (incluso por información extraprocesal), no será viable decir, en el proceso, que está probado que p. Ni por vía de aceptación, como acabamos de ver, ni por vía de creencia, como veremos enseguida.
Lo dicho hasta aquí demuestra lo ya anunciado en la introducción: acudir a la idea de aceptación no permite afirmar, sin más, ni que la relación entre prueba y verdad es, en términos epistémicos, siempre contingente, ni que esa relación es siempre conceptual (en el sentido de que esa relación se dé siempre en términos de necesidad epistémica). En rigor, todo depende de los contextos fácticos y normativos en los que se enmarca la prueba (la verdad, ya lo sabemos, es independiente de cualquier contexto), es decir: de si se trata, o no, de prueba en un proceso penal; de si se trata, o no, de prueba decisiva para la demostración de la inocencia del acusado; y en definitiva de cómo esté regulada la prueba, en el sentido de si se trata, o no, de prueba legítima en términos de Estado de derecho.19
3. Creencia justificada de lo que se pretende probar
3.1. El papel de la ignorancia en la falsedad de “p”
Ha quedado dicho que el caso en el que el juez penal no sabe que . es falso y, sin embargo, apoyado sólo en razones epistémicas afirma válidamente en el proceso que está probado que p, puede ser examinado como un supuesto en el que median sólo creencias (justificadas) del juez. Es posible, en efecto, que el juez crea justificadamente que está probado que p, y que, como consecuencia de ello, crea justificadamente que p; es factible, asimismo, que esté probado que p, pero que p sea falso, y que esto último sea ignorado por el juez.
Esto es posible –y es legítimo– porque, por las razones normativas que ya analizamos, para tener por cumplida a la meta de la averiguación de la verdad en un proceso penal propio de un Estado de derecho es suficiente con que el juez crea justificadamente que está probado que p, aunque p sea falso. Y hemos visto también que hasta es factible que, aunque p sea falso, esté probado que p (es decir, con independencia de lo que el juez, incluso justificadamente, crea al respecto).
Sin embargo, aunque esto efectivamente muestre, como ya se dijo, que la verdad de “está probado que p” no depende de la verdad de “p”, y que por eso no hay una relación metafísicamente conceptual entre prueba y verdad, es necesario enfatizar de nuevo que, al contrario de lo que piensa Ferrer Beltrán, de eso no se sigue que la relación entre prueba y verdad tampoco sea epistémicamente conceptual. Porque si en tales situaciones es admisible que se tenga por probada a la proposición contenida en ese enunciado, y que de hecho esté probada pese a ser falsa, es únicamente porque se desconoce dicha falsedad, no porque la relación entre prueba y verdad sea epistémicamente contingente. Fundamentaré esto a continuación.
3.2. Creencia justificada: otra vez sobre el impacto de la verdad en la justificación
Si por información extraprocesal el juez sabe que p es falso (o al menos si cree justificadamente que no p), no es posible que desde el proceso crea que está probado que p, no al menos si su referencia es el mundo y no el proceso (sobre esta posible ambigüedad véase infra, IV). En efecto, dado que prueba equivale a justificación, creer que está probado que p implica creer justificadamente que p. No es posible, entonces, creer que está probado que p si se sabe que no p, porque, obviamente, no se puede creer justificadamente que p si justificadamente se cree que no p. Es claro entonces que, si el estado mental del juez frente a lo que se pretende probar es el de creencia justificada, la relación entre prueba y verdad es epistémicamente conceptual.
Como ya se dijo, un proceso penal, tanto por razones normativas como conceptuales e institucionales, está orientado a la obtención de enunciados fácticos no sólo justificados sino también verdaderos. Con todo, técnicamente no es posible afirmar desde el proceso que es verdad que p(salvo que el término “verdad” sea utilizado con un sentido puramente pragmático).20 Por lo ya dicho respecto de la imposibilidad de predicar verdad –con seguridad o certeza– en el marco de inferencias inductivas, todo lo que puede decirse desde el proceso respecto de la cuestión fáctica en términos de creencia justificada es que (más allá de toda duda razonable) es probable que p. Y a esto se lo fundamenta, precisamente, con “está probado que p”. Este último enunciado, en efecto, expresa que está justificado decir que p, y para ello es necesario que p sea, cuanto menos, probable.
En consecuencia, si creemos justificadamente que p es probablemente falso, no podemos tener a “está probado que p” como un enunciado verdadero, pues en tal caso ya no podremos creer que esté justificado decir que p. En suma: si incluso por información extraprocesal se sabe (y el juez sabe) que p es falso, no puede el juez decir en el proceso que está probado que p. Mediando creencias, la verdad, aunque externa a la prueba, epistémicamente impacta en ésta de modo decisivo, como ya lo vimos cuando nos referimos a la relación más general entre verdad y justificación (Pérez Barberá, 2020a, sección IV).
D. ¿Es necesario (y/o suficiente) aceptar o creer?
Ferrer Beltrán plantea que la actitud proposicional frente a lo que se pretende probar en un proceso (es decir: respecto de p) no tiene por qué ser la creencia, sino que puede ser la aceptación. Si bien él no es demasiado claro sobre lo que ahora diré, mi impresión es que del contexto de su desarrollo cabe inferir que, en torno a esto, sostiene una tesis descriptiva, no prescriptiva.21 Es decir, no afirmaría que la aceptación es la actitud proposicional que los jueces deben tener (siempre o en ciertas ocasiones) con relación a p,22 sino que esta sería la actitud que mejor describiría el estado mental que tienen los jueces, siempre, al respecto. Claro que, si esta fuese realmente su tesis, arrojaría como resultado una descripción falsa, porque, tal como lo sabemos por experiencia, en no pocas ocasiones el estado mental que tienen los jueces frente a . es el de creencia justificada, no el de aceptación; y ello, como veremos enseguida, no es objetable en términos de legitimidad.
En rigor, cuál sea la actitud proposicional que los jueces tengan, de hecho, en cada caso es un asunto contingente, a mi juicio sin mayor interés intelectual para el contexto de este trabajo. Lo que realmente importa, me parece, es la cuestión evaluativa que gira en torno a si, en función de exigencias normativas propias de un Estado de derecho, creer justificadamente o aceptar que p son estados mentales necesarios o suficientes para condenar y absolver en un proceso penal.
A mi juicio, en procesos penales legítimos tanto la creencia justificada como la aceptación –por razones sólo epistémicas– de que p son condiciones suficientes pero no necesarias para condenar (si “p” significa que el acusado es culpable) y para absolver (si “p” significa que el acusado es inocente). Por su parte, si se trata de una absolución en un proceso penal de esa naturaleza, pero “p” significa que el acusado es culpable, la aceptación, en virtud de una razón normativa, de que no p muta a condición necesaria (y suficiente) de esa decisión de no condenar.23
Veamos primero los distintos supuestos que pueden darse si el juez cree justificadamente que p. Si “p” significa “el acusado es culpable”, la creencia justificada de que p será suficiente para condenar. Porque el juez, en tal caso, habrá aportado una proposición fáctica conforme a la cual él tendrá (y podrá tenerse) a p como verdadero, que es todo lo que exige la meta institucional de averiguación de la verdad que, para condenar en un proceso penal, es propia de un Estado de derecho. No es necesario, por tanto, que el juez pase de la creencia justificada a la aceptación de p (aunque, ciertamente, puede hacerlo). Por su parte, si “p” significa “el acusado es inocente”, para absolver también es suficiente la creencia justificada de que p; por las razones antedichas, tampoco aquí es necesaria la aceptación de p.
Al afirmarse, vía creencia justificada, que p, si “p” es verdadero se obtiene conocimiento (en el sentido estricto de creencia justificada y verdadera),24 lo cual, ciertamente, es consistente con la exigencia institucional de averiguación de la verdad. Sin embargo, veremos a continuación que, contra lo que opina una buena parte de la literatura especializada,25 aun cuando la obtención de conocimiento es claramente lo más deseable que suceda en un proceso penal,26 no es necesario que ello ocurra para que dicha meta institucional sea alcanzada.
A mi juicio, en efecto, la creencia justificada de que p (cuando “p” significa “culpabilidad del acusado”) es, como dije, condición suficiente, pero de ninguna manera condición necesaria para condenar. Como ya vimos, puede ocurrir que el juez, con base sólo en razones epistémicas, crea justificadamente que está probado que p, pero que, sin embargo, no crea que . porque subsista en él una duda que reconoce es irrazonable. Es decir, reconoce que los elementos de juicio reunidos en el proceso son suficientes para demostrar la culpabilidad del acusado, pero aun así sigue sintiendo, sin justificación esgrimible, que éste es inocente. En tal caso, si no obstante lo condena, no será porque crea justificadamente que p, dado que, aun cuando injustificadamente, lo cierto es que no cree –y por tanto no sabe– que p; si condena será porque, con base en que cree justificadamente que está probado que p, acepta que ..
La aceptación de p, por tanto, es condición suficiente para condenar, y ello no es objetable en términos de legitimidad. Porque aun cuando sólo medie aceptación, en la medida en que esté fundada únicamente en razones epistémicas se aportará como conclusión de un proceso penal todo lo que es dable exigir para condenar legítimamente en un Estado de derecho, a saber: una proposición fáctica que tanto el juez como todos sus interlocutores pueden tener por verdadera, aunque ello, por no mediar creencia de parte del juez, no cuente como conocimiento para él. En efecto, decidida en esos términos, dicha proposición fáctica satisface, por un lado, la meta institucional de averiguación de la verdad, y, por el otro, la necesidad de que pueda ser tenida por verdadera para que la aplicación de la norma al caso vía decisión judicial no sea objetable en tanto norma individual, al menos mientras no se detecte error.
La aceptación de p es también condición suficiente para condenar en un caso que puede ser presentado como parcialmente inverso al anterior. Puede ocurrir, en efecto, que el juez crea sin justificación que el acusado es culpable, pero que, también sin justificación, crea que eso no está probado, porque subsista en él una duda –que reconoce es irrazonable– sobre la calidad epistémica de un elemento de juicio. Es posible, en efecto, que el juez crea que el acusado es culpable pero que, reconociendo que no tiene al respecto razones epistémicas consistentes, desconfíe del testigo clave que lo acusa. En tal caso el juez, apoyado en razones epistémicas racionalmente esgrimibles, y sólo en éstas, bien puede aceptar que está probado que p. De ello, ciertamente, no puede seguirse una creencia justificada de que p (sí, como vimos, una creencia no justificada de que p). Porque lo cierto es que, aun cuando injustificadamente, el juez no cree que está probado que p y, por tanto, no puede creer justificadamente que p. Pero de la aceptación, en estos términos, de que está probado que p sí puede seguirse la aceptación de que p, y eso, según vimos, es suficiente para que sea legítima una condena penal en términos de Estado de derecho, porque se tratará de un caso de aceptación fundada sólo en razones epistémicas.
Finalmente, si se absuelve al acusado por aceptarse que no p en virtud de una razón normativa, dicha aceptación es condición suficiente y también necesaria de la absolución. Es lo que sucede cuando el juez, por una razón normativa que lo obliga, debe absolver aun cuando está convencido de la culpabilidad del acusado. Por eso puede decirse que hay situaciones en las que se acepta porque se tiene que aceptar.27
En suma, si se tiene en mente un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho, cuando se hace referencia al estado mental de los jueces respecto de la cuestión fáctica al momento de dictar sentencia no es acertado ni decir (descriptivamente) que los jueces siempre aceptan, ni decir (prescriptivamente) que siempre tienen que aceptar.28 La primera afirmación es falsa, y la segunda es incorrecta. Por experiencia sabemos que por lo general los jueces creen justificadamente en la culpabilidad del acusado cuando condenan, y hemos visto asimismo que sólo es obligatorio que acepten cuando tienen que absolver en virtud de una razón normativa que se impone a todas las demás. Lo expuesto hasta aquí demuestra, además, que es perfectamente legítimo que los jueces penales condenen y que absuelvan con base en creencias justificadas, y que por eso no es necesario que, en tales casos, además tengan que aceptar.
E. La refutabilidad de la aceptación de que está probado que p
Queda por resolver, no obstante, un punto muy importante, planteado agudamente por Ferrer Beltrán: ¿cómo es posible decir que las afirmaciones judiciales sobre los hechos pueden ser tenidas por verdaderas o falsas y que tienen, por tanto, fuerza descriptiva y son refutables, si pueden tener por base a la aceptación y no a la creencia? Sabemos, en efecto, que sólo la creencia tiene pretensión de verdad, mientras que la aceptación, fuera de que puede estar fundada en razones no epistémicas, es producto de una decisión del agente, lo cual, incluso cuando está fundada únicamente en razones epistémicas, la conecta en última instancia con una razón práctica, no con la verdad (Ferrer Beltrán, 2005, p. 91, con más referencias).
Se ha intentado solucionar este problema indicándose que la aceptación de p tiene por base la creencia en que está probado que p (así Ferrer Beltrán, 2005, p. 95). Pero ya hemos visto que esto no ocurre siempre. He expuesto casos, en efecto, en los que el juez acepta que . previo haber aceptado (y no creído) que está probado que p. ¿Qué ocurre en tales supuestos? ¿Puede tenerse a “p” como una afirmación fáctica con fuerza descriptiva susceptible de ser tenida por verdadera o falsa pese a no tener por base una creencia?
Creo que sí, porque, con independencia del estado mental de los jueces al respecto, “p” es un hecho, y el enunciado (del juez) que afirme que . es, en consecuencia, descriptivo respecto de esa referencia objetiva, aunque, desde su punto de vista, no tenga por base una creencia. Se tratará, por tanto, de un enunciado susceptible de ser tenido por verdadero o falso y, por ello, pasible de ser refutado (por ejemplo, a través de un recurso de casación, o incluso de revisión contra sentencias firmes).
IV. Diferentes niveles de lenguaje para “está probado que p”
Sin perjuicio de todo esto, podría regresarse al ejemplo de partida de este trabajo para objetarse lo siguiente: si, justificadamente, pudiera decirse que está probado que p en un proceso penal cuyo debate oral en la etapa de juicio ya ha finalizado (y donde “p” significa “culpabilidad del acusado”); si hubiera una norma que expresamente impidiese introducir prueba nueva durante el momento de la sentencia, esto es, después de cerrado el debate oral; y si el juez en ese instante se enterase de que p es falso pero por información (pública) terminante que proviene desde afuera del proceso, de todas formas dicho juez, en ese momento, bien podría decir que, en el proceso, está probado que ., precisamente porque el dato de la falsedad de . no ha ingresado (aún) al proceso.
Esto, ciertamente, es posible. Pero ello es así porque, respecto de lo que está probado en un proceso judicial, puede hablarse desde distintos niveles de lenguaje. El enunciado “está probado que p” es, en efecto, ambiguo. El juez, al afirmar “está probado que p”, puede estar indicando desde el proceso que en el proceso está probado que p; o puede, desde el proceso, estar indicando que en el mundo es probable que p.
Si entran en consideración únicamente creencias justificadas, aunque por información extraprocesal el juez sepa (y se sepa) que p es falso, podrá no obstante decir que está probado que p sólo si desde un metalenguaje del proceso se refiere al proceso como lenguaje objeto. “Está probado que p”, en cambio, como ya vimos no será epistémicamente viable si, en esas mismas circunstancias, es proferido por el juez desde un nivel de lenguaje con el que, desde el proceso, se refiere al mundo (y esto último es algo que en un proceso penal se tiene que hacer).
Por lo demás, cabe repetir que una norma como la referida en el ejemplo con el que comienza este acápite no podría formar parte de un sistema procesal legítimo en términos de Estado de derecho, porque impediría la incorporación de prueba que en forma decisiva puede demostrar la inocencia del acusado, y en consecuencia legitimaría que se condene a una persona pese a la existencia conocida de información terminante a favor de su inocencia. Por eso vimos también que, si lo que se pretende es afirmar algo respecto del mundo, en circunstancias como la del ejemplo no será viable, tampoco, acepar que p.
En suma, si públicamente se sabe que no p, y el juez también lo sabe, pero en el proceso hay razones epistémicas suficientes para decir que está probado que ., el juez podrá válidamente decir que está probado que . si se refiere a lo sucedido en el proceso hasta ese momento; pero en tanto el juez se refiera al mundo y se trate de un proceso penal legítimo, si por información extraprocesal sabe y se sabe que . es falso, no podrá creer ni aceptar que está probado que ..
V. Conclusión
En la primera parte de esta investigación (véase Pérez Barberá, 2020a, en este mismo volumen) defendí una serie de tesis secundarias que contribuyen a sostener la tesis principal que sostengo en esta segunda parte. Aquí brindé los argumentos específicos que sustentan esa tesis principal, cuyo objetivo central fue señalar el error en el que, a mi juicio, incurren quienes sostienen, sin más y con pretensión de generalidad, que entre prueba y verdad la relación no es conceptual, sino contingente.
Para ello mostré que, al menos en procesos penales legítimos, la relación entre prueba y verdad puede ser epistémicamente conceptual (en el sentido de que puede haber entre ambos términos una relación de necesidad epistémica), sea que se acepte lo que se pretende probar, sea que, justificadamente, se crea en ello, y con independencia de que sea correcto que entre prueba y verdad no exista una relación metafísicamente conceptual.
Para demostrar que incluso mediando aceptación dicha relación puede ser epistémicamente conceptual puse énfasis en que, si se habla de prueba y verdad sin más, la relación entre ambos términos es trivial e inevitablemente contingente, porque depende de cómo esté regulada la prueba. Por eso insistí en que eso puede cambiar –y que de hecho cambia– si se hace referencia a prueba legítima, en términos de Estado de derecho liberal, para condenar en un proceso penal, y demostré que en ese escenario la relación entre prueba y verdad es, en efecto, epistémicamente conceptual. Porque en un procedimiento así no habrá ninguna premisa normativa disponible para poder aceptar que p.
Por su parte, para demostrar que, mediando sólo creencias, la relación entre prueba y verdad es epistémicamente conceptual, aclaré ante todo que eso no es así porque un enunciado tenga que ser verdadero para que pueda estar probada o justificada la proposición que contiene: justificación no equivale metafísicamente a verdad y por eso puede haber enunciados justificados (o probados) pero falsos. Pero eso –indiqué– sólo es admisible si justificadamente se cree que p, aunque p sea falso. Si, por el contrario, justificadamente se cree que no p, entonces ya no puede creerse, a la vez, que está probado que p. Porque prueba equivale a justificación y, entonces, creer que está probado que p implica creer justificadamente que p; pero eso, obviamente, no es viable si se cree justificadamente que no p: necesidad epistémica entre prueba y verdad.
El saldo es que no parece posible postular una tesis general y sin matices respecto de cómo es la relación entre prueba y verdad en el derecho.
Agradecimientos
Comencé este trabajo en Alemania en el marco de una investigación financiada por la Fundación Alexander von Humboldt. Para esa primera etapa fueron esenciales las discusiones que mantuve con Helmut Satzger, Luís Greco, Cristoph Burchard, Frank Zimmermann, Jorge Cerdio, Germán Sucar, Rodrigo Sánchez Brígido y, sobre todo, Alejandra Verde: a todos ellos les expreso mi gratitud. Luego discutí una versión un poco más elaborada de ese texto en un seminario sobre derecho probatorio, organizado por Kai Ambos y Ezequiel Malarino: agradezco a sus asistentes esa discusión. También le estoy muy agradecido a Hernán Bouvier por sus muy pertinentes sugerencias a una de las últimas versiones del trabajo, y a Juan Pablo Mañalich, que hizo observaciones fundamentales a la versión modificada tras el primer referato anónimo, las que me posibilitaron afinar aún más el argumento.
Un agradecimiento especial quiero expresar, precisamente, a una de las personas que evaluó en forma anónima este artículo, por las acertadas objeciones que efectuó a la primera versión que entregué a la revista. Gracias a esa crítica pude advertir que el problema que había abordado era bastante más complejo de lo que había pensado. Esto derivó en modificaciones muy importantes al trabajo, cuya tesis originaria, no obstante, he mantenido en lo esencial.
Por razones de espacio, la primera parte de este trabajo aparece publicada en un artículo distinto, también en este mismo volumen. Agradezco a la revista Isonomía por posibilitar que esta investigación fuese publicada así, pues ello ha permitido mantener su unidad argumentativa.
Referencias bibliográficas
Ayer, Alfred, 1956: The Problem of Knowledge. London, Macmillan.
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Notas
1 En general, los ordenamientos procesales prevén herramientas para lidiar con estos casos, y hasta hay proyectos internacionales que se ocupan de tales problemas (véase por ejemplo Innocence Project, en https://www.innocenceproject.org/). En cuanto a regulaciones positivas, y por sólo mencionar un ejemplo, en Argentina, para el momento de la deliberación posterior al debate oral, el art. 397 del Código Procesal Penal de la Nación (en adelante, CPPN) establece: “Si el tribunal estimare de absoluta necesidad la recepción de nuevas pruebas o la ampliación de las recibidas, podrá ordenar la reapertura del debate a ese fin, y la discusión quedará limitada al examen de aquéllas”. Y el art. 405 del Código Procesal Penal de Córdoba prescribe, a su vez, que el acto de la deliberación posterior al debate oral “no podrá suspenderse (...), salvo caso de fuerza mayor”.
2 Que dice: “(…) El tribunal dictará sentencia por mayoría de votos, valorando las pruebas recibidas y los actos del debate conforme a las reglas de la sana crítica (...)”.
3 En adelante, StPO. Esta norma establece: “Acerca del resultado de la recepción de la prueba decide el tribunal de conformidad con su libre convicción, basada en el conjunto de la información obtenida en el debate oral”.
4 Su texto es el siguiente: “El tribunal, para investigar la verdad, tiene que hacer referencia, de oficio, a la totalidad de los hechos y de la prueba que sean relevantes para la decisión”.
5 Hay que diferenciar entre reabrir un debate para intentar conseguir más prueba porque no se tiene evidencia suficiente para condenar y reabrirlo porque una información contundente demuestra que absolver sería injusto. Lo primero, si implica reabrir el debate ante una duda genuinamente insuperable, podría vulnerar el in dubio pro reo (así, en lo esencial, Verde, 2009, pp. 237 ss.). Lo segundo, en cambio, no afecta el in dubio pro reo, porque en ese caso se reabre el debate porque deja de dudarse. Y desde luego que no se viola el in dubio pro reo si el debate se reabre para fundar una eventual absolución que ya había sido descartada pero que, por el contenido de la prueba a incorporar, a partir de ese momento pasa a ser tenida como la solución muy probablemente más justa, tal como sucede en el caso del ejemplo.
6 Interesa que se trate de un Estado de derecho porque esa es la clase de organización jurídico-política de conformidad con la cual, desde un punto de vista formal, sólo es legítimo un acto jurídico (público o privado) si está fundado en ley, y la que, desde un punto de vista material, establece una serie de derechos que garantizan el respeto, por parte del Estado, a la dignidad humana. Sobre esta distinción entre Estado de derecho en sentido formal y material, con esa terminología, véase por ejemplo Sommermann, 2000, pp. 107 ss. y 112; véase también Waldron, 2016, que distingue entre aspectos formales, procedimentales y sustantivos del Estado de derecho. Interesa, por su parte, que se trate de un Estado liberal porque esa es la ideología política asumida por nuestras Constituciones. En tanto se caracteriza por tomar al individuo en serio, si se restringen derechos individuales es necesario que ello sea justificado no sólo frente a la sociedad por razones consecuencialistas, sino también frente al individuo por razones deontológicas (sobre esto véase Pérez Barberá, 2014, pp. 7 ss.). En adelante, me referiré a “Estado de derecho liberal” con la expresión “Estado de derecho”, al solo efecto de abreviar.
7 Ya en la primera parte de este trabajo (Pérez Barberá, 2020a, sección III) me referí a la distinción de Caracciolo entre decisión judicial como acto y decisión judicial como norma individual (véase Caracciolo, 1988, pp. 41 ss.), que contribuye a explicar esta peculiaridad. Por lo demás, distingo entre legitimidad y justicia al modo tradicional (véase al respecto Rawls, 1995, pp. 135 ss.).
8 Muchas de estas cuestiones, como ya dije, fueron abordadas con detalle en la primera parte de este trabajo (Pérez Barberá, 2020a).
9 Esto es aceptado en general, como se lo reconoce en la presentación introductoria de Vázquez, 2013, p. 13. Véase además, entre otros, Ferrajoli, 1989, pp. 36 ss.; Taruffo, 1992, pp. 21 ss. y 167 ss.; Gascón Abellán, 2010, p. 49; Ferrer Beltrán, 2007, pp. 32 ss.
10 Muy diferentes podrían ser todas estas conclusiones, en efecto, si focalizáramos nuestra atención en procesos penales de otros tiempos, como los medievales por ejemplo. Reflexiones interesantísimas sobre la relación entre prueba y verdad en esa clase de procedimientos aparecen por ejemplo en Foucault, 1978.
11 Sobre las diferentes perspectivas desde las que un enunciado modal puede hacer referencia a relaciones de necesidad o de implicación (y que en ese sentido pueden ser consideradas conceptuales), véase Kment, 2017.
12 Citaré siempre, no obstante, la versión (ampliada) de 2005.
13 Véase por ejemplo Hassemer, 1990, p. 153; Beulke, 2016, p. 5. Esa distinción entre una verdad forense o jurídica y una verdad objetiva es, sin embargo, muy antigua entre los procesalistas alemanes, penales y no penales. Véase por ejemplo, y entre muchos otros, v. Canstein, 1880, pp. 297 ss. y 306 ss.; ya en el siglo XX véase, por todos, Walter, 1979, pp. 77 ss. La distinción puede ser hallada también en otros países, como por ejemplo en la literatura italiana: véase, entre otros, Furno, 1940, pp. 18 ss. Y, sorprendentemente, ha sido adoptada incluso hoy por Ferrajoli, 1989, pp. 44 ss. En Argentina, en cambio, los procesalistas penales por lo general han rechazado que pueda haber distintas clases de “verdades” (véase, por ejemplo, Maier, 1996, pp. 848 ss.).
14 Por eso Ferrer Beltrán, siguiendo a Mendonca, se refiere allí a “está probado que .” como un enunciado “relacional”, es decir, relativo no a la totalidad del mundo sino únicamente a los datos obtenidos en el proceso judicial de que se trate (véase también Ferrer Beltrán, 2005, p. 68).
15 Es por cierto discutible que las necesidades epistémicas puedan dar lugar a relaciones genuinamente conceptuales, pero hay buenas razones para pensar que sí, en la medida en que muestran lo que de ninguna manera podemos creer o aceptar en función de lo que ya creemos o de ciertas normas que nos rigen. Y esa admisibilidad no depende de la experiencia, sino de un examen lógico acerca de la consistencia de una afirmación posible con creencias y normas ya dadas. Como sea, lo cierto es que Ferrer Beltrán ve allí una relación de tipo conceptual (para negar que exista entre prueba y verdad), y aquí por tanto me atendré a ello, para que esta discusión no sea confundida con un mero desacuerdo terminológico. Fuera de esto, lo que sí está claro es que a Ferrer Beltrán le interesan relaciones de necesidad entre prueba y verdad.
16 En tales supuestos, en efecto, lo que interesa es determinar, a partir de lo que justificadamente se cree o se acepta, si un determinado mundo es posible, concretamente un mundo en el que pueda estar probado lo que se sabe es falso.
17 Para simplificar, puede decirse que una actitud proposicional es un estado mental que un agente tiene o adopta respecto de una proposición, esto es, respecto del contenido de un enunciado. Véase al respecto, por todos, Botero, 1987, pp. 3 ss.
18 Si la creencia es justificada, el enunciado que la expresa se infiere, ciertamente, del contexto justificatorio de que se trate; pero una vez expresada, como creencia que ya es se independiza también de cualquier contexto.
19 De esto no se sigue, sin embargo, que, cuando se tiene en mente a la aceptación como actitud proposicional frente a lo que se pretende probar, lo concerniente a cómo es, epistémicamente, la relación entre prueba y verdad sea un asunto normativo. Es cierto que el hecho de que la aceptación pueda ser tenida como una actitud proposicional posible en este contexto conducirá inevitablemente a incluir el examen de cuestiones normativas cuando se analice la relación entre prueba y verdad, en tanto sean razones de esa índole las determinantes para aceptar o no aceptar. Pero una vez que se ha identificado cuál es el derecho probatorio que de hecho se tiene y que se ha zanjado la discusión acerca de su legitimidad, lo relativo a cómo se relaciona la verdad con la prueba (obtenida de conformidad con dichas normas), en función de lo que se cree o se acepta al respecto, es una cuestión enteramente fáctica.
20 Es decir, salvo que “verdad” tenga allí nada más que el uso de respaldo al que se refería Rorty, tal como de hecho es habitual en estos contextos. Conforme a este uso, empleamos el predicado “verdadero” para indicar que tenemos razones para creer que un enunciado lo es. No debe ser confundido este uso con el ya mencionado “uso precautorio” (cautionary use). Sobre todo esto véase nuevamente Rorty, 1991, pp. 127 ss.
21 Véanse diversos pasajes en Ferrer Beltrán, 2005, pp. 77, 79 ss., 83 y 92. Claramente más normativa es, en cambio, la exposición de Cohen: “Qué exige la justicia o el bien público?(…) ¿Debería la creencia de que ha sido probado que . ser suficiente para un veredicto de que .? ¿Debería [esa creencia] considerarse incluso necesaria para dicho veredicto?” (Cohen, 1992, pp. 118 ss.). En otros pasajes, sin embargo, su exposición es claramente descriptiva (véase, por ejemplo, pp. 120 ss.).
22 Eso, sin embargo, parece decir en Ferrer Beltrán, 2005, pp. 75 y 94.
23 En tal caso se estaría ante lo que González Lagier denomina “inferencias probatorias normativas”, es decir, inferencias sobre la prueba en las que la razón decisiva para la conclusión es una norma y no un dato fáctico, tal como ocurre en los casos de aceptación en los que el juez penal, por ejemplo, está obligado a absolver en virtud de una regla de exclusión probatoria (véase González Lagier, 2018, pp. 28 ss.).
24 Véase al respecto Ayer, 1956, p. 34. Adviértase que en esta definición de conocimiento hay una adhesión implícita a un concepto no epistémico de verdad, es decir, a una concepción de la verdad como independiente de la justificación. Se trata, por lo demás, de una definición suficientemente correcta como para que sea aceptable y aplicable a la mayoría de los casos. Los famosos contraejemplos de Gettier capturan, en rigor, casos más bien extravagantes y no relacionados con procesos de justificación, porque son propios de la vida cotidiana (véase Gettier, 1963, pp. 121 ss.). Dichos contraejemplos, por tanto, no impiden utilizar la noción clásica de conocimiento, en particular si se trata de conocimiento proveniente de sofisticados procesos justificatorios, como el conocimiento científico o el que provee un proceso penal.
25 Véase por ejemplo, y entre muchos otros, Ferrajoli, 1989, pp. 36 ss. y passim; Gascón Abellán, 2010, pp. 45 ss.; Guzmán, 2011, pp. 108 ss.
26 Porque, como dice Lafont, “‘conocimiento’ es el estatus deóntico que empleamos para designar el caso exitoso, esto es, el caso en el que nada ha ido mal” (Lafont, 2002, p. 202). Ese sería, a mi juicio, el caso en el que no sólo no han fallado ni la justificación ni la verdad (que es lo que dice Lafont), sino en el que, además, el agente siente que ha descubierto la verdad (o está convencido de ello).
27 No es lo mismo, desde luego, aceptar voluntariamente (que sería la regla cuando la razón determinante es prudencial) que aceptar porque se tiene que aceptar (que sería la regla cuando la razón determinante es normativa). Esto último remite a complejos problemas de filosofía práctica, en particular al conflicto entre el derecho a la autonomía y el deber de obediencia (véase al respecto Iosa, 2010, pp. 515 ss.). Esa discusión, sin embargo, excede los límites de este trabajo. Basta aquí con considerar a la aceptación como el estado mental que se impone en el agente como resultado de la exclusión de razones de primer orden por alguna razón de segundo orden (como una norma con autoridad, por ejemplo). Sobre esto último véase Raz, 1979, pp. 3 ss.
28 Insisto: las exposiciones de Cohen y Ferrer Beltrán no son suficientemente claras al respecto, pero creo que puede decirse que ambos pretenden afirmar cuanto menos una de estas dos generalizaciones. En cualquier caso, no estarían en lo cierto.