Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 56, 2022
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Francisco Javier Ansuátegui Roig
javofil@der-pu.uc3m.es
Universidad Carlos III de Madrid, España
Recibido: 10 diciembre 2021
Aceptado: 19 enero 2022
Resumen: A partir del libro Ronald Dworkin. Una biografía intelectual, me interesa defender la hipótesis de que Dworkin es un autor interesante, y en particular un filósofo del derecho que se debe tener en cuenta, no solo por el contenido de sus tesis sino también por su forma de hacer filosofía del derecho. Este trabajo no se enfoca, por tanto, en los contenidos concretos de la propuesta iusfilosófica de Dworkin sino en algunas enseñanzas e invitaciones a la reflexión en relación con el sentido y la capacidad de transformación e incidencia sociales de la filosofía del derecho. La trascendencia del pensamiento de Dworkin radica en que interviene en el corazón del debate planteando problemas conceptuales y justificatorios básicos, y atacando el pensa- miento dominante en un determinado momento.
Palabras clave: Ronald Dworkin, biografía intelectual, filosofía del derecho.
Abstract: Based on the book Ronald Dworkin. Una biografía intelectual, I will sustain the hypothesis that Dworkin is a philosopher of law that should be taken into account, not only for his ideas, as it is typically the case, but also for his way of doing legal philosophy. This article does not focus, therefore, on the specific contents of Dworkin’s legal philosophy, but rather on his views regarding legal philosophy’s transformative role. Indeed, the value of Dworkin’s thought lies in the fact that it intervenes at the core of the debate, setting out basic conceptual and justificatory problems and attacking the dominant thought at a certain moment.
Keywords: Ronald Dworkin, intellectual biography, philosophy of law.
I.
En esta ocasión no voy a hablar tanto de los contenidos concretos de la propuesta iusfilosófica de Ronald Dworkin sino de algunas enseñanzas e invitaciones a la reflexión que se pueden extraer de los escritos de y sobre Dworkin contenidos en el libro Ronald Dworkin. Una biografía intelectual, editado y traducido por Leonardo García Jaramillo (2021), en relación con una forma de hacer filosofía del derecho, con su sentido y su capacidad de transformación e incidencia sociales. Este libro nos ofrece una buena ocasión para reflexionar sobre el sentido de la filosofía del derecho, cosa que –posiblemente–no siempre hacemos concentrados en cuestiones concretas que nos alejan de una visión de totalidad y que aplazan una meditación sobre el sentido de lo que hacemos los filósofos del derecho.
Intentaré, por tanto, resistir a la tentación de entrar en cuestiones sustantivas en relación con el pensamiento de Dworkin, para centrarme en lo que pudiéramos considerar su forma de hacer filosofía del derecho y las consecuencias de dicha forma de filosofar. Quizá este enfoque pueda ser considerado una estrategia para evitar, al menos en esta ocasión, contrastar con un pensamiento poderoso como el de Dworkin, que ha condicionado y protagonizado la reflexión iusfilosófica de los últimos 60 años. Dworkin es un autor que, de ser ignorado, descalifica cualquier propuesta iusfilosófica. Se podrá o no estar de acuerdo con sus tesis pero no se puede analizar el debate contemporáneo, y no digamos ya participar en el mismo, sin tenerlo en cuenta.
El pensamiento de Dworkin es reacio a las etiquetas, se resiste a ser fácilmente encasillable en alguno de los ismos que han poblado y pueblan la filosofía del derecho. Este sería uno de sus méritos: la superación del positivismo sin incurrir en una reivindicación del derecho natural (Atienza, 2015, p. 75). Es un mordaz crítico del positivismo, pero es difícilmente encasillable dentro del iusnaturalismo. Para Stephen Guest, “Dworkin no encaja en ninguna categoría ortodoxa” (Guest, 2021, p. 157). Habermas, por su parte, habla de la soledad de Dworkin (Habermas, 2021, pp. 165 y ss.).
De la misma manera que, en un determinado momento, el discurso iusfilosófico pasaba por la reconsideración de las tesis (o de algunas tesis) positivistas – protagonizada en gran medida por Dworkin– a partir de Dworkin el posicionamiento, en el sentido que sea, respecto a sus tesis parece una estación obligada por la que el filósofo del derecho debe transitar. Eso sí, sin llegar a constituir aquel Cabo de Hornos de la filosofía del derecho del que hablaba Ihering cuando se refería a las relaciones entre el derecho y la moral. La trascendencia del pensamiento de Dworkin radica, así, en que interviene –de manera para algunos definitiva– en el corazón del debate planteando los problemas conceptuales y justificatorios básicos y atacando el que podría ser considerado pensamiento dominante en un determinado momento. Pero al mismo tiempo Dworkin es atractivo por su forma de hacer filosofía del derecho y por cómo concibe este saber.
Lo que me interesa plantear, a partir de los materiales incluidos en el libro, es por qué Dworkin es interesante. Se podría decir que por el contenido de las tesis que mantiene. Esa es una posibilidad, pero creo que en el caso de Dworkin el atractivo tiene que ver también con la forma que tiene de hacer filosofía del derecho. Es la hipótesis que planteo. Aclaro que cuando hablo de la forma de hacer filosofía del derecho no me refiero a su estilo, que no siempre es claro. Me parece que esto es algo generalmente reconocido1. Lo cual no impide reconocer lo atractivo de las metáforas que propone: Hércules, pedigree, novela en cadena, derechos como triunfos, posiciones arquimédicas…
En todo caso, no voy a participar en un posible juego a favor/en contra de Dworkin. Mi enfoque es otro. Dworkin es de esos autores que lo ponen muy difícil a la hora de emitir un pronunciamiento en relación con el valor de conjunto de su teoría. Como todo autor por el que tarde o temprano hay que transitar, hay tesis que se pueden aceptar más fácilmente que otras.
En todo caso, no creo que esté de más recomendar que, en relación con autores polémicos y complejos, es importante no renunciar al principio de caridad interpretativa, no en la versión de Quine y Davidson, según los cuales la comprensión de las posiciones ajenas implica necesariamente asumir algún elemento compartido con las nuestras, sino en lo que podríamos considerar la versión de Rawls: me refiero a sus reflexiones sobre la manera en la que desarrolló la docencia en sus cursos de Historia de la Filosofía política y de la Filosofía moral, y que creo que son de aplicación general cuando nos aproximamos a una propuesta filosófica (y a lo mejor, pero esto excede del tema que nos reúne, son de aplicación también como norma general en las relaciones humanas).
En efecto, en un escrito de 1997 (recuperado en la Introducción a las Lecciones sobre la historia de la filosofía moral) Rawls señala que cuando disertaba sobre autores como Locke, Hobbes, Rousseau, Kant, Mill, siempre trataba de hacer dos cosas: en primer lugar, plantear los problemas tal y como ellos los consideraban, en el contexto de su propio tiempo. En segundo lugar, presentar el pensamiento del autor en su mejor versión, en su forma más robusta: “No decía, al menos no intencionadamente, lo que yo mismo pensaba que un escritor debería haber dicho, sino más bien lo que el escritor de hecho decía, sobre la base de lo que yo consideraba la interpretación más razonable del texto. Era menester conocer y respetar el texto, y presentar su doctrina en su mejor forma” (Rawls, 2007, p. 21). Creo que de las palabras de Rawls es posible derivar dos enseñanzas: a) a un autor hay que interpretarle en su contexto; b) además, hay que intentar centrarse en lo que ha de considerarse la mejor versión del pensamiento del autor. A partir del convencimiento de que es un autor sobre el que vale la pena detenerse, se trata de centrarse en la interpretación de su teoría que la entienda como más razonable, dotada de un mejor sentido.
II.
Josep Joan Moreso se ha preguntado por las razones que pueden explicar el poco aprecio en relación con Dworkin, y también con Rawls, que pareciera caracterizar la filosofía jurídica latina o por lo menos ciertos ámbitos de la misma (Moreso, 2021, p. 69). Y señala dos: por una parte, el hecho de que en nuestra tradición hay una identificación entre el objetivismo ético y las doctrinas absolutistas en moral y en política2; por otra, la creencia de que el positivismo es la doctrina más adecuada para explicar y conceptualizar el derecho de la democracia en la cual aquel es creado por el poder legislativo, que representa a los ciudadanos, y el juez está sometido a la ley. Por otra parte, es cierto que Dworkin ha sido presentado como un exponente del imperialismo anglosajón que parece condicionar la filosofía del derecho en determinados ámbitos. Ha sido presentado como exponente de la “globalización de un localismo”, a la que se ha referido Manuel Atienza (tomando prestada la expresión de Boaventura de Sousa Santos) en su reivindicación de una filosofía del derecho para el mundo latino (Atienza, 2014, pp. 299-318).
El hecho de que Dworkin sea central en la discusión iusfilosófica contemporánea se manifiesta no sólo en la valoración positiva de sus tesis sino en el hecho de que haya sido objeto de duras críticas. En este punto, en las alabanzas y críticas a Dworkin, no es inusual encontrarnos con excesos. Por una parte, se ha dicho que fue “el más grande filósofo del derecho, no sólo de nuestra era, sino también de todos los tiempos” (Flores, 2016, p. 10; 2015, pp. 157-192). En relación con las críticas, nos encontramos algunas a las que posiblemente no se ha sometido a ningún filósofo del derecho en los últimos años. En efecto, se ha dicho que muchos de sus razonamientos “forman un catálogo de peticiones de principio y un alarde de quimeras verbales, amén de que casi nunca entiende o toma en serio las doctrinas que dice rebatir, sean las que sean, sino que las deforma a conciencia para ponerlas al nivel de los galimatías conceptuales que le son propios”. Y se ha hecho referencia a “los secretos del éxito de un autor tan incongruente, escasamente erudito, no particularmente laborioso, no dado a la lectura de obras ajenas y cuyos escritos de teoría del derecho son, en alta proporción, sencillamente incomprensibles” (Garcia Amado, 2015, p. 128).
Pienso, también, en la crítica que, por ejemplo, Brian Leiter le dirigió en “The End of Empire: Dworkin and Jurisprudence in the 21st Century” (Leiter, 2004, pp. 165-182). Por cierto, conviene recordar que Dworkin se mostró también implacable con sus críticos. Por poner un ejemplo pensemos en la respuesta, incluida en su artículo “Thirty Years On”, a las críticas que Jules Coleman le dirige en The Practice of Principle3. Volviendo a Leiter, para él, la única buena noticia en relación con la propuesta filosófica de Dworkin es que la mayoría de los filósofos del derecho no han seguido sus tesis. Para Leiter, los problemas en relación con los cuales las aportaciones iusfilosóficas han sido mas importantes en los últimos tiempos son los que tienen que ver con los fundamentos del derecho penal, la fundamentación moral y conceptual del derecho privado, el análisis de conceptos que anteriormente no habían sido suficientemente teorizados, como autoridad, razones, reglas y convenciones, el renacimiento de versiones filosóficamente sustanciales de las doctrinas del derecho natural alejadas de premisas teológicas convertidas en irrelevantes en un mundo post- ilustrado, o el desarrollo de la filosofía del lenguaje, la metafísica y la epistemología que sustituye a la preocupación por problemas de filosofía moral y filosofía política prevalente en los años 60 y 70 del pasado siglo. Pues bien, aquí, la aportación de Dworkin es irrelevante, según Leiter. Además, Dworkin es presentado como el perdedor sin matices en el debate con Hart. Y allí en donde sus propuestas han tenido impacto, lo cierto para Leiter es que éstas son implausibles y sin valor filosófico.
Así, la incógnita que surge entonces es: si la propuesta de Dworkin es “entirely absent” de los grandes temas en los que la filosofía del derecho ha centrado su atención, entonces, ¿cómo se explica que su figura haya estado en el centro del debate? ¿podríamos afirmar que gran parte de la comunidad iusfilosófica estaba equivocada? ¿en qué consiste su magnetismo?
En realidad, estas preguntas también se las plantea Leiter. Para el, el “éxito” de Dworkin descansaría en dos razones. Por una parte, estamos ante un muy buen escritor: la quintaesencia del sofista en la filosofía del derecho, para lo bueno y lo malo. Por otra parte, Dworkin ha centrado su discurso en muchas ocasiones en los temas sobre los que la Corte Suprema de los Estados Unidos tenía que pronunciarse, o se había pronunciado, en temas calientes con mucha repercusión académica, política y social. Ciertamente, cabe recordar que cuando nos preguntamos por las razones del éxito de Dworkin y de su influencia, en realidad nos estamos haciendo la misma pregunta que él mismo se formula en relación con la persistencia de la influencia de Hart y Kelsen, en el mundo anglosajón y en el resto del mundo respectivamente: “¿Por qué estos filósofos, que como la lechuza de Minerva vuelan en el crepúsculo de sus tradiciones, todavía ordenan reverencia y fomentan el aislamiento intelectual?” (Dworkin, 2007, p. 232).
En su opinión, proponen una filosofía del derecho precisamente contraria a la que él propone, es decir autosuficiente y con pretensión de “exclusividad gremial” (Dworkin, 2007, p. 232). Para Dworkin, el discurso encerrado en sí mismo y sin necesidad de contar con referentes teóricos y prácticos más allá de sus límites autoestablecidos, “más allá de su estrecho mundo” (Dworkin, 2007, p. 232), es algo que parece presentar alguna analogía con la teología escolástica.
III.
En la búsqueda del mérito de Dworkin a la hora de hacer filosofía del derecho, voy a tomar como referencia una distinción que el editor del libro, Leonardo García Jaramillo, propone en su estudio introductorio. Pienso en la referida a la dinámica endógena y exógena en el pensamiento de Dworkin. Y es que dicha distinción nos permite identificar algunos aspectos importantes no sólo del contenido de la filosofía del derecho de Dworkin sino también de su forma de hacer filosofía. Ambas dinámicas, la endógena y la exógena, pueden ser puestas en relación, desde el momento en que el contexto filosófico en el que un autor desarrolla su obra no tiene por qué desvincularse del contexto social y político. Esta relación parece clara en el caso de Dworkin. El que asuma en esta ocasión esta perspectiva no implica dejar de reconocer que, en el caso de Dworkin, su forma de concebir la filosofía del derecho, su forma de hacer filosofía, no está desconectada de sus tesis vinculadas a la reivindicación de la dimensión normativa (no descriptiva) no sólo de la reflexión filosófico-jurídica en su conjunto, sino de las teorías concretas sobre el derecho.
La dinámica exógena permite considerar algunas cuestiones importantes. En primer lugar, la estrecha vinculación con los problemas sociales, políticos y jurídicos, reales. El pensamiento de Dworkin no se queda encerrado en las aulas sino que el filósofo asume la responsabilidad de abordar las cuestiones que están en la arena social, a través de espacios como el New York Review of Books. Estamos frente a un elemento importante de una determinada forma de hacer filosofía del derecho, que contribuye a poner en valor su utilidad en términos sociales. Una visión no aislacionista de la filosofía del derecho que posiblemente está relacionada también con una comprensión del derecho que lo sitúa en el ámbito de la interpretación y no de la ciencia, de acuerdo con la distinción propuesta por el propio Dworkin y recordada en el discurso de recepción del Premio Holberg: situar el derecho en el ámbito de la interpretación marca las distancias con aquellos que lo consideran “una disciplina mecánica, una recopilación de reglas en libros” (Dworkin, 2021a, p. 48). En efecto, ese no aislacionismo es el que se percibe cuando observamos que el concepto de derecho está íntimamente vinculado con la filosofía, con las humanidades, con las ciencias sociales, que constituyen también ámbitos de la interpretación. Y, como veremos, ese no aislacionismo debe tener consecuencias en el trabajo de los jueces, de los juristas, y también en su formación.
Esta forma de concebir el derecho nos sitúa frente a un tema que ha sido relevante a la hora de distinguir entre los diferentes ismos. Me refiero al problema de los límites del derecho. Parece evidente que en la propuesta de Dworkin asistimos a una difuminación de los límites del derecho; límites cuya determinación el positivismo, en su alternativa a la tradición multisecular iusnaturalista, se había preocupado por fijar de manera clara y sin recurrir a instancias suprapositivas. Toda propuesta conceptual sobre el derecho implica una teoría sobre los límites del derecho, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico; tanto desde el punto de vista intensional como extensional. En Dworkin encontramos una apertura del concepto de derecho a otros ámbitos que puede ser puesta en relación con el reconocimiento del valor de la fertilización cruzada a la que se refiere en su diálogo con Dickson (2021, p. 74) y que tanta rentabilidad, en términos de progreso del conocimiento, al menos en las facultades de derecho norteamericanas, tiene. Y en relación con la cual, tengo la impresión, queda tanto por hacer en las facultades españolas. En todo caso, esta fertilización cruzada asegura, por una parte, evitar el aislamiento de la filosofía del derecho; aislamiento que debe considerarse pernicioso desde el momento en que los problemas que se plantea la filosofía del derecho son también relevantes desde otras perspectivas como la política, la sociológica o la económica, por señalar puntos de vista en donde los ámbitos compartidos son más fácilmente reconocibles.
No obstante, aquí me parece importante recalcar que reconocer la utilidad de otras aproximaciones, en donde hay otras preocupaciones teóricas y prácticas que no dejan de ser interesantes, no debe distraer al filósofo del derecho en relación con los problemas fundamentales de la disciplina, vinculados a su naturaleza filosófica, y que tienen que ver con la reflexión sobre la ontología, la fenomenología, y la axiología del derecho. Este planteamiento, fácilmente reconducible a la tripartición bobbiana de la filosofía del derecho, puede ser tachado de excesivamente clásico. No obstante, no debe olvidarse que la dimensión filosófica de la filosofía del derecho puede ser una buena alternativa frente a una cierta forma de desarrollarla, que pudiéramos considerar centrada en la periferia temática y que hoy parece no ser excepcional en muchos de nuestros departamentos. En efecto, asistimos, y posiblemente debido a la vecindad del derecho y de la filosofía del derecho con otras aproximaciones, o también al carácter más difuminado de los contornos de nuestra materia en comparación con otros del ámbito jurídico, a una proliferación de estudios y de análisis en ocasiones demasiado lejanos de los que deberían ser las preocupaciones centrales de la materia y cuya adscripción a ese ámbito parece obedecer únicamente al hecho de que su autor está encuadrado en un departamento de filosofía del derecho.
En resumen, lo que quiero decir es que no todo lo que escribe un filósofo del derecho es, por esa razón, siempre filosofía del derecho. Esta reflexión puede resultar baladí, pero puedo asegurar que es expresión de una preocupación genuina por lo que se puede considerar una cierta, o excesiva, disgregación o dispersión del discurso de la disciplina. Preocupación que no tiene que ver con la imposición de un canon obligatorio sino más bien con la necesidad de disponer de alguna teoría o criterio en relación con los límites que nos permiten identificar la filosofía del derecho y al mismo tiempo diferenciarla de otras aproximaciones.
En el caso de Dworkin la dimensión iusfilosófica del discurso está clara, con lo cual se evitan los problemas a los cuales acabo de referirme. De la misma manera que Dworkin también evita otro mal que en ocasiones aqueja la filosofía del derecho, y es precisamente el olvido, supongo que no ignorancia, de que el objeto de la reflexión, la referencia de las propuestas, debe estar constituido en última instancia por el derecho. En pocas palabras, creo que en muchas ocasiones parecería que la filosofía del derecho, o al menos un cierto tipo de la misma, ha olvidado precisamente que es eso, filosofía del derecho. Ciertamente, este mal ha podido ser muy común durante mucho tiempo en sectores importantes en nuestro gremio, por lo menos en España, lo cual ha podido justificar la extrañeza, distancia con la que nuestros colegas de facultad nos han podido observar; extrañeza y distancia que está detrás de un cierto distanciamiento y que puede explicarlo o incluso justificarlo.
Por otra parte, creo que la filosofía del derecho interesante que se hace hoy, y que en gran parte sigue de cerca los desafíos que plantean los sistemas constitucionales, es precisamente interesante por esa capacidad de identificar los problemas y retos filosóficos en la realidad jurídica. Aunque también es cierto que de aquí se pueden derivar algunas dificultades que no son ajenas a propuestas como las de Dworkin. Y es que esta cercanía con un modelo de derecho –y el modelo constitucionalista no deja de ser eso, un modelo jurídico concreto, que adquiere sentido en marcos políticos históricos culturales determinados– puede provocar la ilusión de que todo el derecho se reconduce a esa realidad, contingente y parcial. Esta ilusión descansa también, esa es mi sospecha, en la valoración positiva que estos modelos, protagonizados por el discurso moral de los derechos y de las libertades, recibe. Entiéndase bien: no estoy criticando que la filosofía del derecho esté atenta a los datos de los modelos constitucionales. Es más, pienso que la filosofía del derecho más interesante de nuestros días (y que podemos vincular a autores como Nino, Alexy, Dworkin, Ferrajoli…), es la que tiene bien presente estos datos. Lo que estoy intentando poner de relieve es el problema que se produce al identificar todo el derecho en el que tiene que pensar el filósofo del derecho con la parcialidad del derecho del constitucionalismo.
Y, como digo, este problema nos lo encontramos en Dworkin cuando reconoce explícitamente que en realidad el contexto en el que se duda de la razonabilidad del positivismo es no sólo el de los Estados Unidos, sino también el de ”todos los numerosos países que comparten la concepción de consagrar derechos constitucionales abstractos” (Dworkin, 2021b, p. 53). La duda legítima que puede surgir a partir de lo anterior es si la crítica al positivismo se circunscribe sólo a los sistemas jurídicos del constitucionalismo, ya que parecería que nos situamos en cada caso en un nivel discursivo diferente: una propuesta general sobre el concepto de derecho, de un lado, y el análisis de la relevancia iusfilosófica de una realidad jurídica concreta, de otro. Respecto a Dworkin, igual que ocurre con otros autores como Robert Alexy o Luigi Ferrajoli, surge la duda de si su filosofía descansa en una visión de totalidad, o no, del derecho.
En todo caso estamos frente a una tensión que afecta al discurso iusfilosófico, aquella entre lo general y lo particular que, si bien plantea problemas en relación con la pretensión de construir un concepto teórico de derecho, al mismo tiempo permite acercar ese discurso a la realidad jurídica concreta, permitiendo también visualizar sus efectos prácticos y por lo tanto su utilidad para el jurista en su actividad. Pero para Dworkin la utilidad de la filosofía del derecho no depende sólo de la capacidad de aplicación práctica de sus tesis, sino también de su mismo carácter filosófico. Es aquí en donde nos encontramos con su reivindicación del papel de la filosofía no sólo en el trabajo forense sino en la formación del jurista. Lo cual, por otra parte, se expresa bien a través de ese “proceso de ascensión filosófica” con el que el propio Dworkin identifica una trayectoria intelectual que culmina en Justice for Hedgehogs (Dworkin, 2021b, p. 51); pero también, podemos añadir, en Religion without God.
Sin entrar en el mérito, en este momento, de la distinción de Bobbio entre la filosofía del derecho de los filósofos y la filosofía del derecho de los juristas, lo cierto es que sigue siendo un lugar común –aunque sólo sea para criticarla– a la hora de reflexionar sobre el modelo óptimo de filosofía del derecho. Lo que me interesa plantear es a qué modelo se adscribe Dworkin. ¿Dónde le situamos? Tengo la impresión de que no es fácilmente localizable en ninguno de los dos modelos. Por otra parte es posible identificar sus referentes filosóficos: pienso en lo que Kant significa para Kelsen, Tomas de Aquino para Finnis, o Habermas para Alexy, por poner algunos ejemplos. Dworkin reconoce explícitamente la influencia de Kant, junto a Rawls, Nagel, Scanlon y Williams4.
En todo caso, creo que uno de los méritos de Dworkin es el de haber reivindicado la necesaria conexión entre el derecho y la filosofía, no sólo en términos teóricos sino en las consecuencias prácticas, que afectan al trabajo de los juristas, que de dicha conexión se derivan5. Esta conexión, que sin duda configura un determinado modelo de jurista, también determina una manera de comprender la filosofía del derecho. Recordemos que Dworkin se formula explícitamente la pregunta: ¿deben los jueces ser filósofos?
¿pueden serlo? (Dworkin, 2010, pp. 7-29). Para Dworkin, no se trata sólo de un entrecruzamiento o solapamiento de intereses: “los objetivos y métodos de los jueces incluyen los de los filósofos: ambas profesiones apuntan más exactamente a formular y entender mejor los conceptos claves en los cuales se expresa nuestra moralidad política predominante y nuestra constitución” (Dworkin, 2010, p. 10). La formación filosófica de los jueces, y de los juristas en general, ciertamente no eliminaría las controversias, pero las harían “más respetables” o “más iluminadas”: “¿Cómo no puede ayudar si cuando los jueces discrepan sobre lo que es realmente la democracia, son conscientes de las dimensiones filosóficas de su desacuerdo y tienen alguna familiaridad con las ideas de las personas que han dedicado mucho tiempo y paciencia a depurar la controversia? Como mínimo, debe ayudarles a entender sobre lo que realmente están discrepando” (Dworkin, 2010, p. 27). En todo caso, el consejo que Dworkin da a los jueces es que sean sinceros y realistas: “Sean sinceros respecto al papel que los conceptos filosóficos realmente juegan, tanto en el diseño general como en los exquisitos detalles, de nuestra estructura jurídica; sean realistas sobre el duro trabajo que afrontarán para cumplir la promesa de esos conceptos” (Dworkin, 2010, p. 29).
Y en esto Dworkin coincide con Martha Nussbaum, que también señala las ventajas de enseñar filosofía en las facultades de derecho, lo cual podría permitir una mejor comprensión de los conceptos utilizados en la argumentación jurídica, más rigor en el ámbito metodológico y epistemológico, o el análisis de problemas de ética aplicada. Pero la utilidad del estudio de la filosofía va a depender de que se eviten determinados abusos. Aquí se refiere al concepto estrecho de claridad y rigor propuesto por determinadas corrientes de la filosofía analítica, origen de un problema que está en la base de la desconfianza que Sócrates y Aristóteles tenían frente a los sofistas. Problema que, para Nussbaum, no se soluciona echando por la borda todo lo que la tradición analítica ha hecho por la claridad y el rigor del discurso: “La solución radica en enseñarle a escribir y a hablar. No hay ninguna razón por la que la filosofía rigurosa no pueda estar bien escrita, adecuada para comunicar verdades importantes a personas preocupadas por asuntos prácticos” (Nussbaum, 1993, p. 1642; traducción del editor). Otro problema tendría que ver con la indiferencia frente a los hechos empíricos y a los condicionantes institucionales que en ocasiones complican la implementación de las respuestas filosóficas.
En relación con el tipo de filosofía del derecho que se debe hacer, Dworkin al final de su artículo “Hart’s Postscript and the Character of Political Philosophy”, publicado en el Oxford Journal of Legal Studies en 2004 e incluido posteriormente en Justice in Robes, recuerda una conversación con John Gardner en la que el profesor norteamericano le señala al profesor de Oxford que la filosofía del derecho “debe ser interesante”, lo cual para éste último parece significar un problema. Este interés es el que debe suponer para otras materias y el que los operadores jurídicos, jueces y abogados, identifican al constatar la dimensión práctica de la filosofía del derecho. En efecto, frente a un modo de hacer filosofía del derecho, que la concibe como un trabajo “descriptivo y conceptual, distinguible de lo normativo” (Dworkin, 2007, p. 204), para Dworkin hacer filosofía del derecho implica asumir cargas, asumir responsabilidades y abandonar la neutralidad. Esta conexión de la filosofía del derecho con la práctica es un tema recurrente en sus escritos, como podemos observar al leer “Thirty years on”.
Creo que la reivindicación de la dimensión práctica de la filosofía del derecho es uno de los atractivos de la filosofía del derecho de Dworkin. Dimensión práctica en la que desarrolla su potencialidad crítica. Potencialidad crítica que forma parte de lo que podríamos considerar el ADN de la actitud filosófica. De esta dimensión práctica, y de la relevancia de la vinculación entre el derecho y la filosofía en la formación del jurista y en el desarrollo de su actividad, se pueden derivar consecuencias en relación con la responsabilidad social del jurista. En efecto, en una filosofía del derecho como la de Dworkin nos encontramos con un discurso, más o menos explícito, relativo a la responsabilidad social y política del jurista entendido como ingeniero social.
Cuando hablo del jurista como ingeniero social me alejo de aquellas teorías sobre las estrategias de manipulación mediante un determinado uso de la información. Me refiero, por el contrario, a la consideración del jurista como actor indispensable en el diseño y construcción de instituciones, entendidas como marcos en los que la coexistencia, la cooperación, y el desarrollo de acciones colectivas es posible. Este hecho determina la relevancia social de la intervención del jurista. Pero hay otra circunstancia que también subraya la relevancia social y política del jurista. Es el hecho de su proximidad con el poder. Es algo que la historia, y la actualidad, nos muestra de manera evidente. El poder siempre tiene la necesidad de estar rodeado de una legión de juristas que fungen como el vínculo que permite que su voluntad tenga efectos en la realidad. Por eso es muy trascendente la cuestión del modelo de jurista, conservador o crítico. Aquí, la distinción tiene que ver con la capacidad de identificar los defectos, morales y técnicos del derecho, distinguiéndolo bien de cualquier cosa que tenga que ver con lo sagrado.
La dimensión crítica de la filosofía de Dworkin, elemento básico de lo que se puede considerar su actitud filosófica (resultado de la confluencia de la dimensión práctica de la filosofía y de su responsabilidad crítica), se identifica, en definitiva, al menos a través de dos circunstancias: en primer lugar en el hecho de que –con mejores o peores argumentos (ya señalé al inicio que no iba a discutir los méritos de sus tesis)–, ha contribuido a someter a revisión un discurso filosófico dominante (al menos en determinados contextos): la discusión con Hart, y sus derivaciones, han concentrado gran parte de la atención del discurso iusfilosófico en los últimos cincuenta años. Así, frente aquellos que afirman la irrelevancia de Dworkin, se podría plantear la cuestión de si la discusión iusfilosófica actual sería igual sin él. Por eso Dworkin constituye una estación obligatoria de la filosofía del derecho contemporánea. Y en segundo lugar, en el hecho de que sus aportaciones han formado parte importante de lo que podríamos considerar el discurso crítico contra el ejercicio del poder político y el trabajo de los juristas, en particular de los jueces.
Peces-Barba recordaba que los sistemas democráticos se caracterizaban entre otras cosas por incluir ciertas válvulas de escape, estrategias que permiten canalizar la crítica, la disidencia, sin necesidad de situarse extramuros del sistema (Peces-Barba, 1993, p. 377). Pensemos en la libertad de expresión o en la objeción de conciencia. Creo en este sentido que no es casual que Dworkin se haya ocupado de estas cuestiones, entre otras, a lo largo de su obra, la cual se caracteriza por un compromiso moral y político que, se comparta o no en su contenido, debe ser reconocido.
Agradecimientos
Este texto está basado en la intervención en el seminario Cosa fare di Dworkin? celebrado en la Università degli Studi di Napoli Federico II, los días 21-22 de octubre de 2021, que giró en torno al libro Ronald Dworkin. Una biografía intelectual (Leonardo García Jaramillo, editor académico y traductor) Trotta, Madrid, 2021. Agradezco a Angelo Abignente y a Giovanni Blando la invitación a participar en el mismo y al resto de los filósofos del derecho de esa Universidad el magnífico clima intelectual y humano del que pude disfrutar en esa ocasión.
Referencias bibliográficas
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Habermas, Jürgen, 2021: “Un solitario entre los académicos del derecho”, en: García Jaramillo, Leonardo (ed.) Ronald Dworkin. Una biografía intelectual, Madrid, Trotta.
Leiter, Brian, 2004: “The End of Empire: Dworkin and Jurisprudence in the 21st Century”, en: Rutgers Law Journal 36, pp. 165-181.
Moreso, Josep J., 2021: “Rawls, el derecho y el hecho del pluralismo”, en: Anales de la Cátedra Francisco Suárez, nº 54, pp. 49-74.
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Notas
1 Si bien García Jaramillo (2021, p. 37) en el estudio introductorio al libro destaca la claridad de la redacción dworkiniana y considera su estilo como elegante, siendo esto, junto a la dimensión crítica de su pensamiento, elementos del interés académico de su pensamiento.
2 Aunque Garcia Jaramillo (2021, p. 33) señala que la reivindicación de la verdad y de la objetividad en el derecho y en la moral constituirían razones del interés que ha suscitado la obra de Dworkin en la academia latinoamericana.
3 En otros casos, se ha acusado a Dworkin de deformar los planteamientos que criticaba y de atribuir tesis a sus críticos que éstos no defendían. Es la posición de Carrió en el análisis de las críticas que Dworkin dirige a Hart, en “Dworkin y el positivismo jurídico” (Carrió, 1990, pp. 321 y ss.).
4 Guest (2021, p. 139) añade la influencia del filósofo Gareth Evans en “Esbozo teórico y biográfico de Ronald Dworkin”.
5 Colaboración que ha explicitado Alfonso Ruiz Miguel (2020, p. 298): “Juristas y filósofos del Derecho tenemos mucho en común cuando compartimos una igual preocupación por considerar teóricamente el Derecho desde sus problemas concretos, es decir, cuando los juristas se elevan de la alicorta repetición exegética de criterios acríticamente asumidos y los filósofos descienden de las nubes rarefactas de una abstracción desconectada de la realidad jurídica. Del intercambio de ideas, preguntas y dudas desde esas dos distintas perspectivas puede surgir una mejor comprensión del Derecho y, por añadidura, un mejor Derecho”.