Dos visiones de la democracia deliberativa desde el prisma del constitucionalismo democrático
Two Visions of Deliberative Democracy Through the Prism of Democratic Constitutionalism
Dos visiones de la democracia deliberativa desde el prisma del constitucionalismo democrático
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 61, 2024, pp. 83 -113
Recibido: 14 abril 2023
Aceptado: 26 junio 2023
Resumen: El objetivo de este trabajo es doble. Persigue contrastar dos visiones de la democracia deliberativa, y, simultáneamente, aspira a encontrar en cada etapa del contraste buenas razones para defender una de ellas como la mejor respuesta a las exigencias del constitucionalismo democrático. Los dos modelos son, por un lado, el deliberativo epistémico, que confía en el procedimiento democrático deliberativo como guía segura para la identificación de las decisiones políticas correctas, y, por otro, el de la razón pública constitucional, que insiste en incluir como parte integrante e insustituible del ideal democrático el control jurisdiccional sustantivo de las leyes. El estudio comparativo se realiza en tres etapas. En primer lugar, se contrastan las dos visiones sobre la cuestión de la legitimidad de la constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico y político de la comunidad. A continuación, el contraste entre ambos enfoques se refiere a la cuestión de la legitimidad constitucional de las decisiones políticas adoptadas mediante un procedimiento democrático deliberativo. Por último, el estudio concluye en el terreno del diseño institucional con las dos visiones acerca del control legítimo de las leyes por parte de jueces y tribunales constitucionales.
Palabras clave: concepción epistémica de la democracia, deliberación, razón pública.
Abstract: The purpose of this article is twofold. It pursues to contrast two visions of deliberative democracy, and, simultaneously, it aspires to find good reasons at each stage of the contrast in order to defend one of them as the one that best meets the requirements of democratic constitutionalism. The two visions are, on the one hand, the epistemic deliberative democracy, which focuses on the deliberative democratic procedure as a sure guide for the identification of the right political decisions, and, on the other hand, the constitutional public reason, which insists on including the jurisdictional control of the constitutionality of laws as an integral and indispensable part of the democratic ideal. The comparative study is developed in three stages. It starts with the two views on the question of the legitimacy of the constitution as the supreme norm of the community’s legal and political order. Later, the contrast comes to the question of the constitutional legitimacy of political decisions taken through a deliberative democratic procedure. Finally, the study concludes in the realm of institutional design with the two views on legitimate judicial review of legislation.
Keywords: epistemic conception of democracy, deliberation, public reason, constitutionalism, reasoned consensus.
I. Planteamiento
En este artículo propongo explorar algunas diferencias importantes entre dos formas de comprender el ideal normativo del constitucionalismo democrático y su traducción institucional: el modelo epistémico de la democracia deliberativa y el modelo de la razón pública constitucional. A pesar del amplio acuerdo existente entre ambos, creo que el estudio de sus desencuentros puede ayudarnos a entender mejor cómo responder adecuadamente a las exigencias del ideal democrático constitucional 1 . Aun así, el contraste que presento aquí no presupone en ningún caso una distinción exhaustiva y excluyente de teorías de la democracia deliberativa. Es evidente que hay otros modelos posibles con características distintas a los que aquí se discuten, y es igualmente cierto que las teorías más influyentes (las de Habermas, Nino y Cohen, por ejemplo) pueden leerse como el resultado de combinar los elementos centrales de los dos modelos que distingo aquí.
Para los propósitos de este trabajo, el modelo epistémico estará especialmente centrado en la teoría de José Luis Martí, en donde encontramos articuladas de manera sistemática las principales ideas de algunos de los autores más influyentes de esta corriente de pensamiento, entre los que destacan Estlund (1993), Cohen (1997) y Bohman (1998). Por su parte, el modelo de la razón pública constitucional se presentará a partir de diferentes fuentes teóricas. Aunque la teoría de la razón pública de Rawls (1999) es sin duda una fuente importante de inspiración, el posterior desarrollo constitucional de esta concepción se aparta en algunos aspectos centrales de la concepción rawlsiana. Teorías como las de Den Otter (2009), Kumm (2010, 2020), Stone Sweet y Eric Palmer (2020) y Lafont (2021) pueden ser englobadas, a mi juicio, dentro de este modelo, si bien no todos estos autores utilizan el título de “razón pública” para denominar sus concepciones.
Antes de comenzar con el análisis comparativo de los dos modelos, conviene reconocer con más de detalle el amplio acuerdo desde el que discrepan. Empezando por lo más general, ambas visiones se postulan como teorías normativas de la legitimidad de las decisiones políticas. Los dos presentan sendos ideales regulativos destinados a orientar nuestro juicio sobre el grado de legitimidad de las instituciones y leyes de una sociedad democrática. Y en ambos casos dicha legitimidad está basada en la justificación mutua entre ciudadanos libres e iguales.
Ambos presuponen, por tanto, un contexto de desacuerdo razonable sobre lo políticamente justo o correcto (o conveniente o beneficioso). Sólo en un contexto semejante se hace necesario encontrar formas de adoptar decisiones colectivas legítimas, que puedan recibir la aceptación razonable de todos los individuos afectados, incluidos los que no están de acuerdo con la corrección (o conveniencia) de tales decisiones. Dicha aceptación implica asumir el deber de respetar las decisiones colectivas legítimas y, en consecuencia, la obligación prima facie de obedecerlas, que en ciertas circunstancias puede ser derrotada por otras consideraciones morales (Martí, 2006, 136).
Es más, ambos modelos suponen enfoques deliberativos de la democracia que tratan de reconstruir racionalmente el ethos de justificación que opera en un Estado constitucional. Para ambos, el propósito fundamental de una constitución es institucionalizar una “cultura de la justificación” (Dyzenhaus, 2014, 237) en la que los ciudadanos, concebidos como personas libres e iguales, dispongan de los recursos necesarios para exigir a los poderes públicos una explicación de sus decisiones mediante razones que puedan ser aceptadas razonablemente por todos los potencialmente afectados. El derecho a requerir esta justificación pública representa un componente imprescindible de una democracia participativa y deliberativa, un instrumento que permite a los ciudadanos concebirse como copartícipes en la creación del Derecho de su comunidad. 2
Sin embargo, este amplio acuerdo no impide que podamos encontrar diferencias importantes entre los dos enfoques. Para el modelo epistémico, la legitimidad de las decisiones políticas radica en la calidad democrática del procedimiento argumentativo que se sigue para su producción, en el que todos los participantes deben poder expresar y justificar sus visiones sobre el interés general, y donde ha de buscarse un consenso basado en la fuerza de los mejores argumentos. Para el modelo de la razón pública, en cambio, la legitimidad de las leyes y decisiones públicas depende, en último término, del tipo de razones que se usan para su justificación, razones que deben poder ser aceptadas razonablemente por todos los destinatarios de tales decisiones, incluidos aquellos que quedan en la peor posición bajo sus prescripciones.
El modelo epistémico defiende una “democracia fuerte” dentro de un marco institucional que no debe ir más allá de un “constitucionalismo débil” (Martí, 2014, 552). Esto significa presentar la democracia deliberativa, si se me permite expresarlo así, como una teoría normativa-utópica que exige profundizar en los elementos democráticos de los Estados constitucionales ante su crisis de legitimidad, lo que implica rechazar y abandonar la creciente “judicialización de la política” que atenaza la expresión de la mayoría democrática en los actuales regímenes constitucionales. Este modelo defiende un “procedimentalismo débil” según el cual la deliberación democrática es una forma privilegiada de toma de decisiones que supera las limitaciones del razonamiento individual, y que tiene, por tanto, más probabilidades de alcanzar las decisiones políticas correctas. Aun así, este enfoque reconoce que la integridad del procedimiento exige asumir importantes compromisos sustantivos.
Por el contrario, la razón pública constitucional vindica un “constitucionalismo fuerte” que solo puede admitir una forma “débil” de democracia. Este modelo, a diferencia del anterior, ofrece una teoría normativa-práctica que centra su atención en la práctica discursiva mejor justificada de los tribunales y parlamentos de las democracias contemporáneas avanzadas, lo que significa asumir como parte de una democracia deliberativa la configuración del discurso político según los requerimientos y técnicas de argumentación jurídica de un sistema constitucionalizado. Este enfoque implica un “sustantivismo débil” que, a pesar de tener en cuenta la importancia del procedimiento democrático de toma de decisiones, centra su atención en el papel de los estándares de razonabilidad pública que se elaboran y aplican en la práctica discursiva de justificación de los Estados constitucionales.
En este trabajo desarrollaré el contraste entre los dos modelos a través de la siguiente estructura. En primer lugar, me centraré en sus distintas visiones acerca del origen de la legitimidad de la constitución (sección 2). A continuación, analizaré sus diferentes aproximaciones a la legitimidad constitucional de las decisiones políticas reguladas y amparadas por sus restricciones y orientaciones (sección 3). En la parte final del artículo veremos también las diferencias en el diseño institucional respecto al control de constitucionalidad de las leyes por obra de jueces y tribunales constitucionales (sección 4).
Con todo, el propósito de este artículo no es ofrecer un mero análisis comparativo entre dos posiciones teóricas. A lo largo del trabajo trataré de mostrar los límites del modelo epistémico de la democracia deliberativa. Precisamente por este motivo he querido plantear el contraste desde el punto de vista de la legitimidad constitucional, en lugar de hacerlo desde la óptica de la legitimidad democrática, que es como habitualmente se discute acerca de la democracia deliberativa. Defenderé que la razón pública constitucional proporciona un mejor asiento teórico que el deliberativismo epistémico para un procedimiento de toma de decisiones públicas basado en la argumentación racional y la participación ciudadana.
II. La legitimidad de la Constitución
Desde el modelo epistémico, la constitución recibe su legitimidad del principio de la soberanía popular. El mayor riesgo de una sociedad democrática es, según este enfoque, caer en la tiranía de una minoría con poder para imponer su voluntad y vetar las decisiones de la mayoría. La constitución sólo será legítima, y por tanto capaz de legitimar mediante reglas y restricciones los resultados del proceso democrático, si ella misma es el resultado de la autodeterminación colectiva de una comunidad política. Tanto su aprobación y reforma, como su interpretación y aplicación, han de estar “en las manos de un cuerpo mayoritario: es decir, el pueblo” (Martí, 2014, 552). Lo que legitima una constitución es el hecho de que haya sido creada, o al menos recreada posteriormente, por el sujeto constituyente. Esta idea trae consigo una visión “débil” del constitucionalismo, en el que no existe ni cabe esperar razonablemente un acuerdo sustantivo más allá de los principios y reglas que garantizan la integridad del procedimiento democrático deliberativo. Los acuerdos sustantivos que se alcancen tras la deliberación democrática serán contingentes y no podrán ser evaluados en su contenido sustantivo por mecanismos externos e independientes al procedimiento democrático deliberativo. En mi interpretación, este enfoque se sostiene sobre una concepción voluntarista de la autoridad constitucional. Bajo este modelo, el constitucionalismo viene asociado indefectiblemente a la soberanía de una comunidad política que tiene el derecho fundamental a decidir libremente su forma de organización política y el contenido de sus principios constitucionales. 3
Para la razón pública constitucional, en cambio, la legitimidad de la constitución deriva de un núcleo sustantivo irrenunciable del proyecto constitucionalista. Bajo este enfoque, una constitución es legítima en la medida en que sus normas especifican y hacen operativos los requisitos formales, procedimentales y sustantivos que garantizan la justificabilidad de las decisiones políticas en términos “razonables” o “de razón pública”. Estos requisitos no son optativos o sustituibles por otros. Al contrario, se consideran componentes necesarios de cualquier legalidad constitucional, aunque su especificación final responda al contexto político y tradición constitucional de cada comunidad. Son las condiciones procedimentales y sustantivas que invariablemente deben aparecer en la constitución con el fin de garantizar que las leyes y decisiones políticas pueden reclamar autoridad legítima. Por un lado, la constitución debe definir las instituciones y procedimientos que especifican lo que se entiende por procedimentalmente justo dentro de la comunidad. Para ello, tanto las instituciones como la delimitación de sus competencias respectivas “deben justificarse como una especificación razonable de las ideas de justicia procedimental aplicables a personas libres e iguales” (Kumm, 2020, 156). Por otro lado, la constitución debe también establecer los principios sustantivos que posibilitan la justificabilidad de las decisiones políticas en términos razonables o “de razón pública”. Estos principios sustantivos son los derechos fundamentales y sus valores inherentes, cuya función es definir “los límites de lo razonable” en una democracia liberal (ibid., 157). Esta función es la que explica la estructura con la que los derechos fundamentales aparecen definidos en las constituciones contemporáneas y en los tratados internacionales de derechos humanos. El enunciado de los derechos constitucionales no incluye únicamente la descripción de su contenido esencial (el ámbito de los bienes o intereses protegidos por cada uno de ellos), sino también una cláusula específica en la que se enumeran para cada derecho las condiciones por las que puede estar justificada la limitación de su ejercicio, o, en su defecto, una cláusula general de limitación para todos los derechos en la que tales condiciones aparecen resumidas en los requisitos de legalidad y razonabilidad. 4 Es justamente esta estructura de los derechos fundamentales la que posibilita la posterior evaluación judicial de la justificabilidad de las leyes y decisiones políticas a través de un juicio de razonabilidad o proporcionalidad. 5
Además, en contraste con los planteamientos voluntaristas del modelo epistémico, el enfoque de la razón pública permite explicar la legitimidad de algunas constituciones no creadas democráticamente. Dado que la autoridad constitucional no depende del procedimiento, constituciones democráticas y liberales como la alemana, la italiana o la japonesa, pueden considerarse legítimas a pesar de haber sido impuestas por los países aliados tras la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, esta concepción también permite explicar la continuación del proyecto constitucionalista más allá de los límites del Estado nación. Desde el enfoque de la razón pública, la Carta Constitucional de la Unión Europea, así como el Convenio Europeo de los Derechos Humanos, e incluso la Carta de las Naciones Unidas, pueden considerarse tratados con autoridad constitucional sin necesidad de presuponer ningún tipo de sujeto constituyente (Kumm, 2012).
En definitiva, desde la razón pública constitucional no se considera que la legitimidad constitucional proceda de un hecho histórico, sino de un deber moral, aquél que Immanuel Kant describió como la obligación de “salir del estado de naturaleza, en el que cada uno obra a su antojo” y “unirse con todos los demás (con quienes no puede evitar entrar en interacción) para someterse a una coacción externa legalmente pública” (Kant, 1989: §44, 312). El deber de abandonar el estado de naturaleza implica garantizar la libertad de los individuos en comunidad. Desde este punto de vista, lo que vincula el orden constitucional con la libertad no es el origen democrático de la constitución, sino su contenido, en la medida en que sus principios y restricciones representan las condiciones de posibilidad del ejercicio de una voluntad libre en un contexto de interdependencia social. El procedimiento democrático de producción legislativa sería, en este sentido, instrumental al logro de determinar del mejor modo posible “un sistema de leyes para un pueblo, o para un conjunto de pueblos que, encontrándose entre sí en una relación de influencia mutua, necesitan un estado jurídico bajo una voluntad que los unifique, bajo una constitución, para participar de aquello que es de derecho” (Kant, 1989, § 43, 311). Como señalan Alec Stone-Sweet y Eric Palmer (2020, 166-167), la mayoría de las constituciones contemporáneas responden a este enfoque kantiano. Un enfoque basado en el principio fundamental según el cual sólo se reconoce legítima la coacción estatal dirigida a que cada persona pueda ejercer su libertad de manera consistente con la libertad de los demás. Este principio prohíbe a los individuos consentir cualquier institución o decisión política que permita que se los use como meros medios para los fines de otros. En el siguiente epígrafe veremos la relevancia de este principio para nuestra discusión.
III. La legitimidad de las decisiones políticas
Cuando descendemos desde la constitución hasta las leyes y decisiones políticas creadas bajo sus normas, encontramos también importantes diferencias entre los dos modelos. Ambos coinciden en atender conjuntamente a las dimensiones procedimental y sustantiva de la legitimidad política, pero difieren en el orden de prioridades que debe establecerse entre tales dimensiones. El modelo epistémico se limita a reconocer las precondiciones procedimentales y sustantivas que garantizan la integridad de la deliberación democrática, y subraya el carácter concluyente de este procedimiento comunicativo discursivo para la legitimación de las decisiones respaldadas por el uso del poder coercitivo del Estado. Mientras tanto, el modelo de la razón pública se fija en las orientaciones y restricciones que pueden considerarse necesarias para justificar razonablemente las decisiones políticas, y considera que entre dichas restricciones deben incluirse también los derechos básicos no directamente vinculados al procedimiento de toma de decisiones. Además, para este modelo, la deliberación democrática no garantiza, ni siquiera en términos ideales, un consenso razonado sobre la corrección de las decisiones políticas, por lo que se hace necesario completar el procedimiento democrático de toma de decisiones mediante alguna institucion imparcial que permita a las minorías disidentes contestar o impugnar las decisiones mayoristas.
A. Procedimiento y sustancia
El modelo epistémico defiende un procedimentalismo “débil” que asume un doble compromiso sustantivo. Por una parte, la legitimidad del procedimiento democrático se sustenta en el respeto a unos valores sustantivos que garantizan su integridad. Según Martí (2006b, 167, 170, 205), estos valores son los de igual dignidad y autonomía personal. El procedimiento de toma de decisiones será tanto más legítimo e intrínsecamente valioso cuanto más y mejor respete estos valores. Por otra parte, los resultados de la toma de decisiones democrática deben responder también a un cierto mínimo ético para poder mantener su legitimidad. “La injusticia profunda y sistemática termina por socavar la legitimidad procedimental de un sistema institucional” (ibid., 157). Sin embargo, a pesar de esta doble carga sustantiva, el modelo epistémico mantiene una posición eminentemente procedimentalista. El desacuerdo razonable y persistente sobre la justicia, así como la falta de una vía epistémica compartida para resolver dicho desacuerdo, impiden realizar una evaluación instrumental de los procedimientos de toma de decisiones. Al contrario, es preciso desvincular la legitimidad política de los criterios de corrección sustantiva: aunque se reconozca la existencia de tales criterios, la discrepancia insuperable acerca de su contenido y alcance exige que queden desligados de la legitimidad política. La justicia de las decisiones políticas no puede condicionar su legitimidad, ni siquiera como condición necesaria (ibid., 167).
No obstante, el modelo epistémico se define por oposición a un planteamiento radical del procedimentalismo.. La desvinculación de la legitimidad respecto de la justicia no puede ser completa. Se trata de dar prioridad a los valores procedimentales, pero no a costa de abandonar totalmente las consideraciones sustantivas. Aparte de valorar el procedimiento desde un punto de vista intrínseco (como articulación del ideal de la igualdad política), también es preciso tener en cuenta la calidad de los resultados que es probable que produzca (ibid., 193-201; Bayón, 2004, 106). Es en este sentido en el que la deliberación democrática supera otras formas democráticas de toma de decisiones como la votación o la negociación. Ahora bien, este “procedimentalismo débil”, al reconocer un valor instrumental epistémico a la deliberación democrática, asume no sólo que existe “la corrección (o imparcialidad, o algo equivalente)” en el ámbito de las decisiones políticas, sino también que es posible conocer cuál es “la decisión correcta (o imparcial)” (Martí, 2006a, 29; 2006b, 182-183). Dicho con mayor precisión, los participantes en el intercambio de razones deben asumir que existen ciertos criterios intersubjetivos de validez para juzgar sus propuestas y argumentos, unos criterios cuya justificación es independiente de sus preferencias, creencias y deseos. De lo contrario, tendrían que esperar del propio procedimiento deliberativo la definición de tales criterios, lo cual haría imposible la argumentación racional. La operación de argumentar racionalmente a favor o en contra de una propuesta implica apelar a criterios intersubjetivos de corrección independientes del propio proceso real de deliberación o de las creencias y deseos de los participantes.
De este modo, la preocupación por el procedimiento obliga al modelo epistémico a situarse entre dos posiciones antitéticas. Por una parte, los ciudadanos de una democracia deliberativa no pueden confiar en los criterios sustantivos de corrección como condición de legitimidad política porque no existen vías epistémicas compartidas que les permitan alcanzar tales criterios de un modo suficientemente intersubjetivo; pero, por otra, estos mismos ciudadanos deben asumir y confiar en la deliberación pública como un procedimiento con valor epistémico para alcanzar decisiones políticas recíprocamente justificables. Es decir, deben asumir que el procedimiento tiene valor epistémico por cuanto que responde a unos criterios mínimos de conocimiento en cuestiones de moralidad pública que pueden considerarse compartidos en una sociedad democrática.
Por el contrario, para la razón pública constitucional la legitimidad de las decisiones políticas no depende exclusiva ni esencialmente de la deliberación democrática. Además de garantizar la igualdad política en el procedimiento de toma de decisiones, el resultado debe poder ser aceptado razonablemente por todos los ciudadanos. La legitimidad democrática no sólo exige asegurar la igualdad política en la toma de decisiones, sino también, y fundamentalmente, garantizar el principio del autogobierno, que requiere que todos los ciudadanos puedan aceptar razonablemente el Derecho que deben obedecer.
Frente al modelo epistémico, que asume la existencia de “la corrección” en las decisiones políticas, el modelo de la razón pública adopta lo que Silje Langvatn (2020, 6) ha denominado “la descentralización de la perspectiva”. Esta aproximación consiste en dejar en un segundo plano lo “correcto” como base de la legitimidad política, para sustituirlo por las razones y objeciones de los propios sujetos, es decir, por lo que los ciudadanos pueden aceptar como razones apropiadas para justificar decisiones políticas. Y, así, en lugar de buscar mediante la deliberación democrática la mejor determinación de lo que, desde un punto de vista imparcial, exige la justicia política o la ventaja mutua, lo que interesa desde el enfoque de la razón pública es que las decisiones políticas estén respaldadas por razones que puedan aceptar razonablemente todos los afectados, aunque permanezcan en un desacuerdo razonable sobre la decisión correcta. En palabras de John Rawls (1999, 165), la idea de la razón pública “es una concepción sobre el tipo de razones que los ciudadanos deben invocar para sostener sus propuestas políticas al elaborar sus justificaciones políticas recíprocas en apoyo de leyes y políticas respaldadas por los poderes coercitivos del Estado” (énfasis añadido).
Los autores que apelan a la razón pública como una base de legitimidad política han tratado de definir ese “tipo de razones” a los que deben recurrir los ciudadanos para justificar las decisiones políticas en una democracia constitucional. Para Rawls, el criterio fundamental para distinguir esta clase de razones es la reciprocidad. Conforme a lo que el autor llama “deber de civilidad”, los ciudadanos deben respaldar sus propuestas en el debate político (sobre las esencias constitucionales y las cuestiones de justicia básica) 7 no con razones válidas únicamente según las concepciones del bien que creemos correctas, sino con razones que “creemos razonablemente que otros ciudadanos pueden también aceptar razonablemente” (Rawls, 1999, 137). De un modo algo más específico, Ronald Den Otter ha formulado esta exigencia estableciendo que las razones públicas no son aquellas que realmente aceptan los miembros de una determinada comunidad en un momento dado, sino “aquellas que un opositor razonable ideal consideraría suficientemente buenas” (Den Otter, 2009, 10, 86). Es decir, las razones públicas son aquellas que no apelan a los ciudadanos como personas identificadas con sus respectivas concepciones del bien y de la justicia, sino a los ciudadanos autoconcebidos como personas libres e iguales. 8 El “opositor razonable ideal” que juzga una decisión política como contraria a sus ideas de lo beneficioso, lo correcto o lo justo, no puede rechazarla razonablemente cuando viene respaldada por razones consistentes con su estatus como ciudadano libre e igual. En este sentido, las razones públicas son independientes con respecto a las diferentes concepciones del bien o a las distintas ideologías políticas normativas existentes en la sociedad. Son incontrovertibles en el sentido de que cualquier persona razonable no podría rechazarlas razonablemente (Scanlon, 1984, 110).
Desde este enfoque, no hay forma de deslindar nítidamente los aspectos procedimentales y sustantivos de la legitimidad política. Centrar la atención en las razones aportadas para justificar las decisiones políticas significa concentrarse en el procedimiento de toma de decisiones (en el input de la democracia más que en sus resultados), pero, al mismo tiempo, requiere tener en cuenta los aspectos sustantivos de dicho procedimiento, por cuanto que lo que interesa garantizar es la justificabilidad de las decisiones adoptadas por las mayorías democráticas desde el punto de vista de todos los potencialmente afectados, incluyendo a aquellos que quedan en la minoría opositora. Por otra parte, las restricciones del procedimiento deliberativo tienen que ver tanto con la integridad o legitimidad de dicho procedimiento, como con el contenido de sus resultados. Para el modelo de la razón pública, tomarse en serio los derechos fundamentales implica reconocerlos como restricciones morales a la regla de la mayoría. Asumir que la conversación constitucional no puede ser completamente indiferente a los resultados implica que el diálogo sobre los derechos fundamentales no es una conversación abierta sobre moralidad política, sino la aplicación y especificación de unos compromisos ya consensuados internacionalmente. Así, del mismo modo que debe reconocerse la necesidad de limitar la regla mayoritaria con objeto de respetar a los individuos como ciudadanos iguales (igualdad política), se debe también admitir límites para proteger a los individuos como personas con una vida que vivir y con igual capacidad para formar, corregir y realizar proyectos racionales de vida. Desde el punto de vista de la razón pública, el valor epistémico del procedimiento democrático no es superior al razonamiento individual en la resolución de las cuestiones públicas morales controvertidas. Es más, desde modelo de la razón pública, el procedimiento democrático no debe ser el criterio predominante de legitimidad política. Los principios constitucionales sustantivos (los derechos fundamentales) deben reconocerse como necesarios en una democracia liberal con independencia de su vinculación con la integridad o legitimidad del procedimiento de toma de decisiones. La legitimidad constitucional, por decirlo así, es independiente de la legitimidad democrática, y es en virtud de esta independencia que las restricciones constitucionales pueden servir para examinar y juzgar la razonabilidad de las decisiones democráticas.
Sin embargo, desde el modelo epistémico puede verse con recelo este reforzamiento de las restricciones al procedimiento democrático, puesto que con ello se estaría achicando indebidamente el ámbito de decisión de las mayorías democráticas. Lo cual nos conduce al siguiente punto de nuestra reflexión.
B. La (aparente) paradoja de las precondiciones de la libertad política
Según Martí (2006b, 152), el constitucionalismo democrático se sostiene sobre una conjunción irremediablemente imperfecta de dos criterios de legitimidad en permanente conflicto: la autonomía individual —en torno a la cual se articulan los derechos fundamentales— y el gobierno democrático —que exige la igual participación de todos los miembros de la comunidad en la configuración de su marco institucional— (ibid.). Para Martí, ambos son criterios igualmente básicos e imprescindibles de una democracia liberal, pero sus reclamos son irreconciliables. A pesar de los intentos de armonización en un mismo esquema institucional, finalmente se darán supuestos de incompatibilidad donde será inevitable tener que elegir entre uno y otro. Y, dado que no podemos evaluar públicamente la justicia de los resultados debido al desacuerdo razonable en cuestiones de justicia, es preciso concluir que debemos ajustarnos al procedimiento democrático como criterio último de legitimidad política. Por otra parte, el procedimiento de decisión por mayoría garantiza la participación de todos en pie de igualdad, por lo que tiene un valor intrínseco del que carece cualquier recurso contramayoritario destinado a garantizar la justicia del resultado.
Es más, el conflicto entre democracia y derechos se produce entre dos criterios que se presuponen mutuamente: la democracia como procedimiento de toma de decisiones carece de valor intrínseco si no satisface ciertas condiciones previas que tienen que ver con el respeto a los derechos fundamentales; y, a su vez, el ejercicio de los derechos básicos implica de manera irrenunciable el ejercicio de los derechos políticos de participación y autogobierno. De ahí que el conflicto entre democracia y derechos se materialice en “la paradoja de las precondiciones de la democracia” (Bayón, 2004, 79, 106). Una vez que asumimos la dependencia mutua entre ambos criterios, parece que el espacio de la decisión democrática se reduce a medida que aumentamos el número de condiciones previas para el reconocimiento de su integridad. Como explica Juan Carlos Bayón, “cuanto más exigente sea la definición de esas condiciones, mayor es el número de cuestiones que, como prerrequisitos de la democracia, deberían sustraerse al procedimiento de decisión por mayoría” (Bayón, 2004, 79-80). En un sentido similar, Martí asume esta paradoja como insalvable, y critica la posición de aquellos autores como Jürgen Habermas, Joshua Cohen o Gutmann y Thompson que creen posible la reconciliación mediante el reconocimiento de una paridad absoluta entre los dos ideales de una democracia liberal. “Los casos de conflicto entre un ideal y otro deben ser resueltos de algún modo, y eso implica que, aunque sea provisionalmente y acotado a cada caso concreto, deberemos priorizar a uno de los dos criterios” (Martí, 2006, 152).
Sin embargo, desde la razón pública constitucional, esta paradoja es sólo aparente. Desde esta concepción, el proyecto constitucionalista consiste precisamente en distinguir una serie de principios procedimentales y sustantivos como condiciones que hacen posible la legitimidad de las decisiones democráticas y que, por ende, no pueden ser socavadas o anuladas por las mayorías democráticas. En cada contexto histórico, las mayorías pueden modular o ajustar tales principios con arreglo a sus necesidades y circunstancias, pero lo que no pueden hacer es decidir abandonarlos y cambiarlos por otros sin destruir con ello su propia autoridad para tomar decisiones coercitivas. Como señala Sandra Fredman (2015, 452), “los derechos humanos no son simplemente cuestiones morales abiertas; están basados en un consenso que se ha desarrollado con el tiempo y que es universalmente aceptado sobre lo que requieren los fundamentos del ser humano en una sociedad política”. Este consenso previo es el marco normativo en el que debe tener lugar el procedimiento democrático de toma de decisiones. Siguiendo a Gutmann y Thompson (1996, 224), cabría decir que la deliberación es, simultáneamente, un proceso “autolimitante” (en tanto que los ciudadanos y sus representantes limitan su deliberación dentro del marco de los principios constitucionales) y “autotransformador” (por cuanto que es a través de la deliberación democrática como se especifican y evolucionan los principios constitucionales).
En mi opinión, la paradoja de las precondiciones de la democracia no es más que un caso concreto de la (aparente) paradoja que acontece con la libertad civil en general. Me refiero a lo que Kant denominó “la libertad según leyes universales”: en la interdependencia de la vida social, no hay libertad individual sin coacción del poder político. El Derecho, en cuanto orden que limita coactivamente la libertad individual para hacerla concorde con la libertad de todos, es la condición que hace posible una voluntad libre, independiente de la voluntad de los demás (Kant, 1986, 26). Por eso, la coacción ejercida contra un uso de la libertad que se opone al orden jurídico no contradice la libertad, sino que “concuerda con la libertad según leyes universales” (Kant, 1989, 40). Del mismo modo, cabría argumentar que no hay democracia sin las precondiciones que la hacen posible, entendiendo por democracia el régimen basado en la igualdad política y el principio de autogobierno. Estas precondiciones no recortan el ámbito de las decisiones de las mayorías democráticas, sino que hacen posible que tales mayorías tengan autoridad para tomar decisiones políticas que vinculan a toda la comunidad.
Lo cual no significa que no surjan dificultades en la reconciliación de ambos criterios o ideales. Pero estas dificultades, a mi modo de ver, no provienen de un conflicto en abstracto entre los principios procedimentales y sustantivos de la democracia liberal. No existe un especial conflicto entre el derecho a la participación política y el resto de los derechos fundamentales. Por el contrario, lo que sucede es que en muchas ocasiones el procedimiento de toma de decisiones por mayorías, incluso cuando satisface las condiciones previas que aseguran su valor intrínseco, no resulta suficiente para legitimar las decisiones políticas. Las minorías que se oponen a las decisiones mayoritarias tras la deliberación entre iguales no deben considerarse necesariamente irrazonables. Al contrario, las minorías opositoras deben poder desafiar o impugnar las decisiones mayoritarias ante alguna instancia que examine y juzgue imparcialmente la razonabilidad de ambas posturas, la mayoritaria y la minoritaria. Este conflicto de interpretaciones de los derechos fundamentales entre mayorías y minorías es el que exige, a la postre, el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes. Al menos en un régimen que pretenda estar basado en la deliberación racional y la justificación recíproca.
C. Deliberación y consenso racional: “se le obligará a ser libre”
El modelo epistémico supone la existencia de una conexión fuerte entre el procedimiento deliberativo basado en la igualdad política y la corrección en las decisiones políticas. Aunque las decisiones políticas legítimas no tienen por qué ser necesariamente justas, el hecho de que se adopten a través de un procedimiento democrático legítimo garantiza también, hasta cierto punto, su justicia sustantiva. En esto consiste el valor epistémico de la democracia deliberativa. A pesar de no contar con ningún criterio sustantivo previo a la deliberación que nos permita evaluar la corrección del resultado, el propio proceso deliberativo permite esperar, al menos idealmente, un consenso racional sobre las decisiones correctas (Martí, 2006a, 28-29). Para ello, el procedimiento de toma de decisiones debe incluir a todos los potencialmente afectados, de tal modo que todos tengan la misma capacidad para influir en la decisión final, y ha de consistir en un proceso colectivo de argumentación donde los participantes intercambian razones en favor o en contra de las propuestas políticas, con el propósito de persuadir racionalmente a los demás.
Como vimos, el desacuerdo razonable en cuestiones de justicia es, desde el punto de vista del modelo epistémico, un argumento suficiente para desligar de manera esencial, aunque no completa, la legitimidad política de la justicia sustantiva. Es precisamente la diversidad y el pluralismo razonable en moralidad política lo que hace necesario contar con un criterio de legitimidad que permita identificar las decisiones políticas que los ciudadanos deben respetar con independencia de que estén o no de acuerdo con su contenido sustantivo. Sin embargo, llevado hasta sus últimas consecuencias, este argumento conduce a un procedimentalismo radical por el que únicamente los criterios formales de legitimidad (autoridad y procedimiento) permitirían reconocer las decisiones colectivas que debemos respetar y obedecer. Por el contrario, el modelo epistémico confía en que la incorporación de la deliberación racional en el procedimiento democrático de toma de decisiones puede hacer co-extensivas, al menos en línea de principio, la validez meramente jurídica y la validez en términos de moralidad política.
Ahora bien, dado que la deliberación democrática no garantiza necesariamente la obtención de las decisiones correctas, siempre habrá un margen para la aparición de alguna minoría que disienta razonablemente de la decisión tomada mediante deliberación democrática. Creo que ésta es una dificultad de fondo para el modelo epistémico: al presuponer la superioridad de la deliberación intersubjetiva frente a la reflexión individual en la toma de decisiones políticas correctas, el modelo carece de una respuesta adecuada frente a las minorías opositoras que rechazan decisiones adoptadas deliberativamente. 9 Recurriendo a la famosa formulación roussoniana, podríamos decir que el modelo epistémico se ve abocado a responder a la oposición recalcitrante con el mismo “se le obligará a ser libre” mediante el uso de la fuerza coactiva del Estado.
Desde el modelo epistémico, se supone que el procedimiento democrático deliberativo supera la democracia roussoniana precisamente porque no recurre a la mera agregación de votos individuales como regla de decisión final, sino que confía en poder alcanzar el consenso razonado de todos los potencialmente afectados por la decisión mediante el intercambio deliberativo (Martí, 2006b, 47-52, 193). No obstante, el modelo epistémico comparte con Rousseau la misma exigencia de adoptar por los participantes un punto de vista imparcial en la consideración del asunto en concreto de que se trate y en la elección de sus propuestas. La legitimidad del procedimiento democrático exige que los participantes apelen a algún interés común o intersubjetivo que respalde sus preferencias desde un punto de vista imparcial. En el modelo epistémico, esto significa defender las propuestas concretas mediante “razones que puedan ser aceptadas por los demás”, de manera que es el propio procedimiento deliberativo el que expulsa las preferencias basadas exclusivamente en los intereses egoístas (ibid., 63). Es el procedimiento comunicativo discursivo el que proporciona el único “test de imparcialidad” con que cuenta la comunidad para identificar las preferencias y razones intersubjetivas. Por tanto, la oposición de alguna minoría en contra de una propuesta consensuada deliberativamente sólo puede estar motivada por el deseo de hacer prevalecer los intereses egoístas de esa minoría por encima del interés general, y, por tanto, debería ser refrenada o, cuando menos, ignorada, en favor del interés general.
Supongamos, por ejemplo, el caso de una comunidad que, tras una deliberación que cumpliera con los requisitos de la legitimidad democrática, adoptase la decisión de no reconocer la libertad religiosa como un derecho fundamental de sus miembros, adoptando una determinada religión como la única reconocida por el Estado. Muy probablemente, esta decisión no obtendría la aceptación razonada de todos los potencialmente afectados, a pesar de ser, para la mayoría, la decisión correcta desde un punto de vista imparcial, es decir, tomando en cuenta por igual los intereses de todos.
¿Cómo debería responder la comunidad a estas minorías opositoras? Si, por hipótesis, la deliberación se ha realizado correctamente, la decisión final reflejará una preferencia imparcial respaldada por razones que todos pueden aceptar, de tal modo que cualquier oposición habrá de entenderse como una obcecación en los intereses particulares o autointeresados de alguna o algunas de las partes. La comunidad no podría atender a las razones de estas minorías sin dejar de proteger, por ello mismo, el interés general. Y, dado que el autogobierno requiere la aceptación razonada de las decisiones políticas por parte de todos los miembros de la comunidad, la única manera de honrar el ideal democrático es obligando a tales minorías a asumir como propia la decisión adoptada por la comunidad, a pesar de que consideren que esa decisión recorta irrazonablemente el ejercicio de una de sus libertades fundamentales.
Para el modelo de la razón pública, el desacuerdo en cuestiones de justicia persistirá irremediablemente a pesar del intercambio de los mejores argumentos. Lo importante no es garantizar un futuro consenso razonado en torno a las decisiones políticas, sino al contrario, asumir un consenso previo sustantivo acerca del tipo de razones que pueden justificar razonablemente tales decisiones. Las orientaciones y restricciones de la razón pública no tratan de asegurar un consenso sobre la corrección de las decisiones políticas. Por el contrario, la idea de la razón pública supone un consenso previo sobre los límites de lo razonable, un acuerdo sustantivo que permite evaluar imparcialmente la legitimidad de las decisiones políticas. De acuerdo con este enfoque, las democracias liberales se sustentan sobre una serie de principios y restricciones compartidas, normalmente formuladas en la constitución, que los participantes en el debate político pueden utilizar para justificar públicamente sus propuestas, y que los jueces pueden usar para fiscalizar la razonabilidad de las decisiones públicas adoptadas por la mayoría.
D. Participación y autogobierno: el derecho a la justificación en términos de razón pública
El ideal de la democracia deliberativa tiene estructura, se compone de dos elementos, el democrático y el deliberativo. El primero exige la aceptación voluntaria de las decisiones políticas por parte de todos los potencialmente afectados; el segundo requiere buscar mediante el intercambio de argumentos la solución más correcta o justa para cada caso en particular. La cuestión es que el modelo epistémico, con su preocupación por el componente deliberativo del procedimiento de toma de decisiones, no asegura suficientemente el componente democrático de autogobierno colectivo. Es más, como ha puesto de relieve Cristina Lafont (2006, 9), “en la medida en que el vínculo entre la deliberación democrática y la corrección es contingente, no puede excluirse a priori que alguna forma de deliberación no democrática pueda (putativamente) ofrecer una mejor garantía de alcanzar decisiones sustantivamente correctas, en cuyo caso la democracia sería (y debería ser) prescindible, según esta concepción”.
Elmodeloepistémicopodríahacerfrenteaestaobjeciónafirmandoqueladeliberación democrática sí permite el autogobierno en la medida en que el procedimiento deliberativo está encaminado a la justificabilidad recíproca de las decisiones políticas. Frente a la votación y la negociación, el procedimiento comunicativo deliberativo permite asegurar, hasta cierto punto, la aceptación voluntaria de todos. Sin embargo, la corrección sustantiva de la decisión, asegurada por la cualidad epistémica de la deliberación democrática, es lógicamente independiente de la aceptación voluntaria. En términos de Joshua Cohen (1997, 73), la restricción de la justificabilidad recíproca implica que no es suficiente con que los resultados del procedimiento democrático sean los correctos, sino que es necesario que así se manifieste a los ojos de los miembros de la comunidad. En definitiva, el ideal democrático exige no sólo la igual participación de todos los ciudadanos en el procedimiento de elaboración del derecho, sino también que los resultados de ese procedimiento puedan ser aceptados razonablemente por parte de todos, incluyendo aquellos que lo consideran injusto o incorrecto.
Creo que podemos llegar a una conclusión parecida desde la conexión que ya vimos entre libertad y Derecho. Desde el modelo epistémico, las normas obtenidas mediante un procedimiento deliberativo deben respetarse y obedecerse en la medida en que son la expresión de la voluntad general desde un punto de vista imparcial. No obedecer la ley democrática implica, en este sentido, imponer el punto de vista autointeresado por encima del interés público y, por ende, impedir el autogobierno colectivo. No hay margen para defender legítimamente unos intereses particulares contrarios al interés general identificado a través de la deliberación democrática. Desde el modelo de la razón pública, en cambio, la obediencia a la ley se funda en que sólo en un sistema de leyes generales obligatorias es posible el ejercicio de una voluntad autónoma dentro de la interdependencia de la vida social. Lo cual implica que los individuos y las minorías deben poder desafiar legítimamente aquellas leyes que, en su opinión, recortan o limitan desproporcionadamente la persecución de sus intereses particulares. O, dicho de otro modo, los individuos tienen derecho a impugnar las decisiones políticas que, bajo su interpretación, recortan de manera irrazonable los derechos fundamentales que amparan la persecución de sus intereses.
Para la razón pública constitucional, la igualdad de participación en el procedimiento de toma de decisiones políticas debe tener su continuación postdeliberativa en el derecho a la contestación de tales decisiones cuando (y en la medida en que) interfieren en el ejercicio de los derechos fundamentales individuales. De este modo, el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes puede defenderse por su valor intrínseco en cuanto que es una exigencia del autogobierno colectivo. Contribuye decisivamente al aseguramiento de la aceptación libre y razonada de las decisiones políticas y, por tanto, a la autopercepción de los ciudadanos como autores de las normas jurídicas que deben obedecer. Desde esta perspectiva, centrada en los ciudadanos y no en los jueces, el control de constitucionalidad aparece como una institución de control democrático que completa la rendición de cuentas por vía electoral de las autoridades políticas. Mientras que la igualdad de derecho al voto permite a los ciudadanos tener las mismas oportunidades de elegir a quienes toman las decisiones colectivas a las que estarán sometidos, el control de constitucionalidad permite a los ciudadanos impugnar los actos de las autoridades que limitan el ejercicio de sus derechos. De este modo, el atrincheramiento de los derechos en una constitución jurídica se concibe como una forma de conferir poder a las personas mediante “un segundo canal de acción política, paralelo a la política parlamentaria” (Raz, 1995, 42).
E. El control de proporcionalidad: la dimensión sustantiva de la legitimidad política
Según el modelo epistémico, el desacuerdo razonable sobre la justicia es razón suficiente para rechazar un control jurisdiccional que pretenda determinar en última instancia la compatibilidad de las leyes y decisiones políticas con los derechos fundamentales. Aunque la legitimidad no puede estar totalmente desvinculada de la justicia, no es posible asumir abiertamente esta vinculación sin abandonar una posición procedimentalista. De ahí que el control jurisdiccional de las leyes deba limitarse únicamente a asegurar las precondiciones de la deliberación democrática, puesto que cualquier intervención judicial en la evaluación sustantiva, al menos en términos concluyentes, de los resultados de dicha deliberación resultaría ilegítimo.
Sin embargo, desde la razón pública constitucional, la dimensión sustantiva de la legitimidad política no se entiende referida a la justicia o corrección de las decisiones políticas, sino a su razonabilidad o proporcionalidad. En una democracia liberal existe indefectiblemente un pluralismo razonable sobre cómo abordar las cuestiones relativas a la justicia. Los poderes políticos representativos y, en último término, la ciudadanía, son los responsables de acordar el modo de resolver estas cuestiones colectivamente a través de un procedimiento que tenga en cuenta por igual los intereses de todos los destinatarios de cada decisión en concreto. Si alguno de esos destinatarios cuestiona posteriormente el resultado de tal procedimiento invocando su falta de respeto a los derechos fundamentales, lo que discute no es la corrección o justicia de dicha decisión, si es o no la mejor solución posible a la cuestión en particular, sino el modo en que se han ponderado los principios y derechos fundamentales involucrados en dicha cuestión.
Esta desvinculación de la legitimidad respecto de la justicia aparece en el pensamiento de Rawls precisamente a raíz de sus planteamientos sobre la razón pública. La teoría de la justicia de este autor, tanto en su primera formulación “comprehensiva” como en la posterior revisión “política”, representa un ejemplo paradigmático del sustancialismo fuerte. En ambas versiones, la legitimidad política viene ligada al contenido sustantivo de una determinada concepción de la justicia: los resultados del procedimiento democrático de toma de decisiones serán legítimos en la medida en que sean consistentes con los principios de la “justicia como equidad”. Sin embargo, tanto en la “Introducción” a la edición paperback del Liberalismo político, como en su posterior “The idea of public reason revisited”, el autor hace una concesión importante a sus críticos, lo que supone una alteración radical de toda su obra anterior. En estos últimos escritos, Rawls reconoce que el desacuerdo razonable no sólo alcanza a las doctrinas comprehensivas del bien, sino también a las concepciones políticas de la justicia. En este contexto de pluralismo, la única base común de justificabilidad recíproca entre los ciudadanos es la razón pública, formada por las ideas, valores y principios de moralidad política que configuran la cultura política pública de su comunidad. El desacuerdo razonable no versa sobre tales ideas, sino sobre sus diferentes justificaciones teóricas, así como sobre las diversas formas de especificar su alcance y dar una forma legal e institucional a su contenido. Según Rawls, en un contexto de desacuerdo razonable sobre cuestiones de justicia, lo único que queda como base sustantiva de legitimidad política es el criterio de reciprocidad, que exige justificar las decisiones públicas no sólo sobre una de esas ideas comunes, sino sobre una interpretación en la que esa idea sea compatible con el resto de las que conforman la cultura política de una democracia liberal (Langvatn, 2016, 143). Ésta es, a mi modo de ver, la expresión en terminología rawlsiana de la exigencia de proporcionalidad en la justificación de las decisiones políticas.
En cada sociedad, las ideas político-morales de la razón pública se traducen en los principios constitucionales que deben satisfacer las decisiones políticas y las leyes para disfrutar de la legitimidad que reclaman tener. Desde el modelo epistémico se rechazan los principios constitucionales abstractos como “falsos consensos” que no solucionan el desacuerdo profundo de las democracias liberales (Martí, 2006b, 161). Al contrario, bajo esta concepción, las cláusulas abstractas de una constitución jurídica permiten la producción de decisiones políticas ilegítimas, por cuanto que autorizan a un poder político no representativo, la judicatura, a especificar el alcance y el contenido de los principios constitucionales.
Sin embargo, desde la razón pública constitucional cabe responder que los principios constitucionales no sirven para evaluar la justicia o corrección de las decisiones políticas. Como especificaciones de las ideas de la razón pública, estos principios representan los parámetros normativos de la justificabilidad recíproca, los límites de lo que puede justificarse razonablemente entre personas libres e iguales. Cuando un individuo o una minoría cuestiona la constitucionalidad de una decisión política (o de una ley positiva), lo que desafía no es su justicia o corrección, sino su compatibilidad con los principios constitucionales afectados. La evaluación que deben hacer entonces los jueces consiste en ponderar entre el principio (o derecho o valor) que trata de proteger (o bajo cuya cobertura se ha realizado) la decisión política en cuestión, y el principio (o derecho o valor) que perjudica (o con el que interfiere) tal decisión. Si los jueces resuelven a favor de la proporcionalidad de la medida impugnada, eso no implica que la medida en cuestión sea justa o zanje de un modo correcto el desacuerdo razonable sobre la cuestión, sino que cabe dentro de los límites de lo razonable, y que la minoría disidente debe aceptarla, aunque no esté de acuerdo en su contenido. Si, por el contrario, los jueces dan la razón a los recurrentes, eso no significa que la decisión cuestionada sea injusta, o que no acierte a identificar la mejor respuesta posible al desacuerdo razonable sobre la cuestión, sino que no respeta adecuadamente los principios constitucionales afectados, y que, por tanto, debe considerarse desproporcionada y carente de legitimidad política.
Este enfoque permite responder a la objeción según la cual el control judicial de constitucionalidad es contrario a la igualdad política en la medida en que ofrece a las minorías un plus de participación del que carece el resto de la ciudadanía (Waldron, 2006, 1395). Esto no es cierto, en primer lugar, porque el derecho a la contestación de las leyes y decisiones políticas está al alcance de todos los ciudadanos. No privilegia a unos frente a otros. Pero, lo que es más importante, este derecho no implica la posibilidad de desafiar el modo en que la mayoría ha entendido más correcto y oportuno de decidir un asunto público sobre el que existen diferentes visiones y preferencias. No se trata de cuestionar la corrección de las prioridades defendidas por la mayoría democrática. Por el contrario, lo que permite el derecho a la justificación es argumentar ante los jueces la falta de respeto o protección de todos los principios afectados por la decisión. A veces incluso poniendo de relieve un principio que fue ignorado como tal en el procedimiento de deliberación democrática. Por ejemplo, en casos como el de la prohibición absoluta del derecho al voto de los presos 10 , o en el derecho al matrimonio gay 11 , la deliberación democrática no asumió, ni entre los legisladores ni en la mayor parte de la opinión pública, la perspectiva de los derechos fundamentales implicados hasta después de someter tales casos al control judicial sustantivo. En lugar de sustraer estas cuestiones del debate político, el control judicial las constitucionalizó, obligando a los poderes electos a justificar sus decisiones en tales asuntos teniendo en cuenta los derechos básicos afectados.
Lo cual nos permite arrojar algo más de luz en torno a la diferencia entre razones públicas y razones no públicas. En la senda de Rawls, podemos decir que las razones públicas 1) son independientes de las concepciones comprehensivas del bien y las ideologías normativas; 2) son generalmente aceptables (o podrían ser razonablemente aceptadas) por todos los ciudadanos democráticos considerados idealmente como libres e iguales; y 3) tienen prioridad en la justificación pública de las decisiones políticas (Lafont, 2021, 276). Estas razones son las que, de un modo u otro, están expresadas en los principios constitucionales a los que están sujetos los ciudadanos y sus representantes en cualquier democracia liberal. Creo que la independencia de estas razones con respecto a las razones no públicas que proceden de las doctrinas comprehensivas de los ciudadanos tiene una explicación bastante plausible, si bien debemos abandonar la idea rawlsiana de usar únicamente razones públicas en los debates sobre cuestiones de justicia básica. En el modelo de la razón pública, los principios constitucionales no son criterios de justicia que sirvan para evaluar la corrección o el mérito de las decisiones políticas. Por eso, cuando los legisladores discuten en sede parlamentaria (o los ciudadanos en la esfera pública) acerca del modo más justo o correcto de zanjar una cuestión de interés general, parece legítimo que puedan invocar razones no públicas procedentes de sus doctrinas comprehensivas o de la concepción de la justicia que consideran correcta con objeto de motivar sus propuestas como las más beneficiosas o dignas de atención. En cambio, cuando los ciudadanos impugnan una decisión política ante los jueces constitucionales, ya no pueden usar este tipo de razones. Por el contrario, deben ceñir sus argumentos a los principios constitucionales por los que consideran que tal decisión no es razonable o no está justificada. Así es como creo que debería entenderse la idea rawlsiana de considerar al Tribunal Supremo (o al Tribunal Constitucional) como el paradigma de la razón pública 12 .
IV. Cuestiones de diseño institucional
Por último, queda por analizar el contraste entre los dos modelos en el terreno del diseño institucional, y más concretamente, del tipo de control judicial de las leyes que podría considerarse legítimo en una democracia constitucional. Desde una concepción epistémica de la democracia deliberativa, los jueces no pueden tener legítimamente otra función que la de asegurar la integridad del procedimiento comunicativo discursivo y el mayor cumplimiento posible de su capacidad epistémica. Son únicamente los poderes políticos y la ciudadanía quienes tienen la responsabilidad de asegurar la justificabilidad recíproca de las leyes y decisiones públicas. Por eso, los autores que defienden este modelo son muy críticos con cualquier versión del control de constitucionalidad que permita a los jueces evaluar el contenido de las decisiones políticas con carácter concluyente. En su opinión, es preferible diseñar un esquema institucional que potencie la aptitud de los órganos legislativos para la deliberación democrática, y que proporcione a los ciudadanos mecanismos para su participación directa o semidirecta en la confección de las leyes, así como fomentar una deliberación pública máximamente inclusiva a través de las asociaciones de la esfera pública o sociedad civil (Martí, 2006b, 295-312). “La república deliberativa debe tener la máxima deferencia hacia los órganos democráticos de toma de decisiones, y la máxima desconfianza, en cambio, hacia órganos elitistas no representativos, como los judiciales” (ibid., 292).
Desde este enfoque, los tribunales pueden ayudar a evitar el deterioro de la democracia asegurando “las precondiciones de la participación libre en el proceso democrático (Nino, 1997, 275). Es con este objetivo con el que algunos partidarios del modelo epistémico defienden un tipo de esquema institucional que tienda a promover un diálogo democrático sobre los derechos fundamentales entre los poderes representativos y el poder judicial, si bien con la condición irrenunciable de que la última palabra resida siempre en los poderes representativos. Esta condición final exige una constitución flexible o muy poco rígida, precisamente para permitir a la mayoría democrática responder con facilidad a las interpretaciones judiciales de los derechos 13 . Un ejemplo muy ilustrativo en este sentido es el diseño que propone Sebastián Linares (2008). En dicho esquema, los jueces ordinarios tendrían autoridad para declarar la incompatibilidad de las leyes con los principios constitucionales, aunque el monopolio para vetar las leyes declaradas inconstitucionales recaería en el Tribunal Supremo (o Tribunal Constitucional); en todo caso, se aseguraría al legislativo la última palabra en materia de derechos a través de una cláusula “override” semejante a la establecida en la sección 33 de la Constitución canadiense, pero en la que quedaría establecida «la obligación del Congreso de responder públicamente, en audiencia pública, a todos los argumentos vertidos por la Corte Suprema, incluso a los argumentos basados en derechos» (Linares, 2008, 234-235). Según Linares, este diseño estaría basado en un «procedimentalismo débil», por cuanto que sólo requeriría un acuerdo mínimo en torno a los valores que justifican un procedimiento democrático (igual dignidad y autonomía).
A decir verdad, algunos defensores del modelo epistémico también defienden el control judicial de las razones ofrecidas por los poderes representativos para justificar sus decisiones (Nino, 1997; Gargarella, 1996). Sin duda, este planteamiento se sitúa muy cerca de las teorías de la razón pública. Carlos Nino, por ejemplo, distingue entre la moralidad pública (basada en estándares intersubjetivos) y la moralidad privada (centrada en ideales de excelencia personal), y rechaza la posibilidad de invocar razones de moralidad personal como base apropiada de justificabilidad recíproca en el uso del poder coercitivo del Estado. Los jueces, según este autor, deberían poder invalidar las leyes y decisiones políticas sancionadas democráticamente cuyo fundamento sea la imposición de un ideal de excelencia humana. En plena consonancia con las teorías de la razón pública, Nino afirma que “es esencial considerar las razones genuinas de las normas jurídicas, dado que ellas determinan la razonabilidad de su aplicación y su constitucionalidad” (Nino, 1997, 279). Sin embargo, para Nino, la justificación última de esta intervención de los jueces en la toma de decisiones políticas es únicamente la de garantizar “los derechos a priori que son condición del proceso democrático” (ibid., 280) 14 . Para los teóricos de la razón pública, los derechos protegidos por los jueces no son sólo los democráticos o comunicativos, o cualesquiera otros que puedan vincularse con ellos, sino también los que tienen que ver fundamentalmente con la formación, persecución y revisión de una concepción de la vida buena. La razón sería siempre la misma: “el derecho a no ser coercionado sobre la base de un modelo de excelencia personal”, tanto en el ejercicio de los derechos políticos como en la persecución de la propia concepción del bien.
Desde la razón pública constitucional, lo esencial es asegurar que las decisiones adoptadas democráticamente reciben una justificación adecuada en términos de razón pública, para lo que es imprescindible una instancia independiente con poderes para revisar y evaluar los acuerdos mayoritarios. Bajo una constitución jurídica “principialista”, la validez de las decisiones políticas y las leyes no depende únicamente de los criterios formales de órgano y procedimiento. Además, los poderes públicos han de poder justificar sus decisiones de acuerdo con los principios constitucionales que presiden el sistema jurídico. El control independiente de la justificabilidad de las leyes sólo puede suponer un menoscabo para la soberanía popular si entendemos la democracia exclusivamente en términos de igualdad política; por el contrario, si asumimos que la democracia también significa el respeto al principio de autogobierno, el control de constitucionalidad, entendido en términos de razón pública, puede considerarse consistente con la soberanía popular. Lejos de significar la desautorización de los ciudadanos en cuestiones de derechos, el control judicial les permite introducir en el debate público ciertas cuestiones de moralidad política que de otro modo quedarían marginadas o ignoradas, exigiendo ciertos cambios legales que los legisladores no desean o son reticentes a hacer.
En el modelo de la razón pública, la ausencia de supremacía judicial se logra mediante un control judicial centrado en el procedimiento de toma de decisiones. En este tipo de control, los jueces no ejercen su función examinando la medida impugnada según sus propios criterios de corrección (es decir, según la interpretación de los derechos que ellos consideran correcta), sino a través de la evaluación de las razones o razonamientos con que los órganos legislativos pretenden justificar sus decisiones a la luz de los derechos. Como agentes “supervisores”, los jueces constitucionales están obligados a analizar el grado de deferencia que deben prestar a la solución adoptada por el agente decisor principal. Este juicio de deferencia, que ha de acompañar siempre al juicio de proporcionalidad, tiene por objeto determinar la intensidad del escrutinio judicial de las razones aportadas por el decisor principal para justificar la decisión impugnada 15 .
En definitiva, para este modelo del constitucionalismo, la importancia del diseño institucional tiene que ver con el grado en que un determinado sistema de protección de derechos facilita la colaboración de los poderes públicos en la tarea de interpretar y aplicar la constitución. La evaluación del diseño de la rigidez y del control de constitucionalidad no debería centrarse, por tanto, en limitar o restringir el poder de los jueces en la interpretación constitucional, sino en favorecer la comprensión de dicha tarea como una empresa en la que todos los poderes públicos han de participar respetando el diferente papel constitucional de cada uno de ellos. En un Estado constitucional, la legalidad o rule of law representa el dominio de una serie de valores y principios comunes. Los tribunales y las ramas políticas comparten su compromiso tanto con la democracia representativa como con ciertos derechos, libertades y valores básicos.
Este compromiso compartido permite concebir la legalidad como una “una disciplina de razonamiento práctico público que ofrece un marco y un foro para la exploración crítica, así como para la determinación autoritativa de normas públicas” (Postema, 2010, 108). Gobernar con los jueces implica, en buena medida, razonar como ellos, dado que, bajo un control sustantivo de constitucionalidad, los órganos legislativos se ven obligados a realizar un análisis de proporcionalidad sobre las medidas que adoptan, velando por la calidad de las razones utilizadas para justificar sus decisiones.
V. Conclusiones
En este trabajo he discutido algunas de las ideas centrales de una concepción epistémica de la democracia a partir de un modelo teórico emergente al que he denominado “razón pública constitucional”. Ambas posiciones teóricas defienden la justificabilidad mutua entre ciudadanos iguales como el criterio central de legitimidad política. Asimismo, coinciden en asumir como irrenunciables tanto el compromiso con el gobierno democrático basado en el principio de las mayorías como el respeto a los principios y valores de los derechos fundamentales. Sin embargo, los dos modelos conciben de manera distinta en qué consiste la legitimidad constitucional, y mientras desde el modelo epistémico sólo se reconoce como legítima una constitución creada o recreada por el pueblo en el ejercicio de su poder constituyente, desde la razón pública constitucional se vindica un núcleo esencial del proyecto constitucionalista que no depende de ninguna voluntad histórica. A mi modo de ver, esta segunda forma de fundamentar la legitimidad de la constitución es la única que resulta consistente con la exigencia de justificación pública que trae consigo un régimen constitucional.
A su vez, el contraste en la base misma de los modelos conduce a diferentes concepciones acerca de los criterios de legitimidad de las decisiones políticas, así como a distintas posiciones sobre el diseño de las relaciones institucionales entre los órganos legislativos y judiciales. El modelo de la razón pública constitucional defiende una concepción sustantiva de la legitimidad constitucional independiente de la legitimidad democrática. Aunque este modelo reconoce el carácter imprescindible del procedimiento democrático deliberativo, encuentra el fundamento de la legitimidad constitucional en unos principios y razones cuya validez es independiente de la deliberación democrática. Esta legitimidad constitucional independiente es precisamente la que dota de sentido y hace insustituible la participación de jueces independientes en la evaluación imparcial de la razonabilidad de las leyes. A mi modo de ver, esta es una concepción normativa que responde mejor que el deliberativismo epistémico a las aspiraciones de una sociedad
Agradecimientos
Una versión anterior de este trabajo fue presentada en el “I Congreso Internacional sobre Constitucionalismo, Democracia y Derechos Humanos”, celebrado en la Universidad del Valle, Cochabamba, Bolivia, los días 14 y 15 de marzo de 2023. Agradezco enormemente la invitación de Ignacio Giuffré y Sebastián Linares a participar en este evento. Estoy en deuda con Ignacio Giuffré, Roberto Gargarella, Sebastián Linares, Maricel Asar y Julián Gaviria por sus agudos comentarios que me han ayudado a mejorar considerablemente la calidad del resultado final. Cualquier error que quede es únicamente responsabilidad mía.
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Notas
1 Con la expresión “constitucionalismo democrático” o “ideal democrático constitucional” me refiero al concepto genérico que reúne en un solo ideal normativo los valores liberales de la igual autonomía privada y los valores democráticos del autogobierno o autonomía pública. No me refiero, por tanto, a ninguna concepción específica de ningún autor en concreto.
2 Para una elaboración por extenso del derecho a la justificación desde una perspectiva más amplia de la que aquí nos interesa, véase Forst, 2011.
3 Este soberanismo no implica, por supuesto, en el modelo epistémico ninguna deriva irracionalista. Con el calificativo de voluntarista o soberanista tan solo se quiere destacar la importancia que se concede en este modelo a la autoridad de la fuente u origen de las decisiones políticas.
4 Por ejemplo, el artículo 10 del Convenido Europeo de Derechos Humanos, después de reconocer a toda persona el derecho a la libertad de expresión, y de determinar el contenido de este derecho, añade en su párrafo segundo que el ejercicio de estas libertades “podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática”, para el logro de ciertos objetivos sociales de gran importancia o la protección de los derechos de otros. Dicho lo cual, conviene advertir que no todos los derechos fundamentales son susceptibles de limitación. Un pequeño número de ellos se enuncian categóricamente en forma de reglas, no de principios. Se trata de las llamadas “inmunidades” contra de la esclavitud, la tortura y las penas inhumanas o degradantes. En estos casos no hay posibilidad de ningún juicio de proporcionalidad.
5 El juicio de proporcionalidad sigue la misma estructura en dos niveles con que las constituciones y tratados internacionales definen los derechos fundamentales y humanos: los jueces primero comprueban si ha existido una interferencia en el contenido esencial del derecho fundamental en cuestión, para luego, en su caso, evaluar si dicha interferencia está justificada por alguna de las limitaciones incluidas en la norma, o por alguna otra razón que pueda considerarse aceptable en una democracia liberal.
6 Los autores más representativos de este enfoque procedimentalista radical son John H. Ely y Robert Dahl.
7 Aunque no elaboraré este punto con más detenimiento, creo que esta restricción de Rawls es insostenible. Cualquier cuestión importante o no trivial que pretenda resolverse mediante una ley o decisión política tendrá a buen seguro algún tipo de interferencia en las esencias constitucionales o la justicia básica, por lo que no cabe, a mi juicio, trazar un ámbito específico para la aplicación de la disciplina de la razón pública.
8 Como veremos más adelante, el último Rawls y las teorías de la razón publica en general reconocen que el desacuerdo razonable en una democracia liberal no afecta únicamente a las concepciones del bien o doctrinas comprehensivas de los ciudadanos, sino también a sus concepciones políticas de la justicia.
9 Éste es, a mi modo de ver, el núcleo central de la objeción que, desde un planteamiento muy distinto al que aquí se defiende, dirige Juan Carlos Bayón contra la justificación epistémica de la democracia deliberativa. Según Bayón (2009, 198), el modelo epistémico se sostiene sobre una tesis controvertida: “implica suponer que el hecho de que una decisión haya sido tomada siguiendo el procedimiento [democrático deliberativo] es una razón para creer que la decisión es correcta aunque no nos resulte accesible la justificación proposicional de esa creencia”. El modelo epistémico supone que el procedimiento deliberativo democrático es, en condiciones ideales, una guía más fiable que la reflexión individual para alcanzar decisiones políticas correctas. El problema es que, en condiciones ideales, el resultado de la deliberación democrática debe coincidir, por definición, con el juicio de la reflexión individual, puesto que de otro modo no estaríamos hablando de un acuerdo razonado o por las razones correctas. La supuesta superioridad epistémica del procedimiento democrático deliberativo sólo tendría sentido en condiciones no ideales, justo las condiciones que normalmente hacen necesario acudir a la votación. La necesidad de agregar juicios individuales surge precisamente cuando no contamos con ningún indicador fiable (más fiable que el razonamiento individual) para identificar las decisiones políticas correctas.
10 Véase Fredman 2015, 454-468.
11 Véase De Otter, 2009, 14-15.
12 En el procedimiento democrático deliberativo los ciudadanos o sus representantes pueden apelar a cualesquiera de sus razones no públicas para “motivar” la corrección, deseabilidad o justicia de las medidas que proponen; en cambio, cuando se trata de “justificar” ante un tribunal de justicia una ley o decisión política impugnada por inconstitucional, la única justificación legítima es en términos de razón pública, puesto que en sede judicial lo que se discute es la compatibilidad de las medidas con los derechos y principios constitucionales. Véase, en este sentido, Lafont, 2021, 278-280. Agradezco a Maricel Asar el haberme advertido de la necesidad de hacer esta aclaración.
13 Algunos mecanismos de rigidez no contramayoritaria serían, por ejemplo, la obligación de convocar un referéndum popular sobre la reforma constitucional, o la introducción de “cláusulas de enfriamiento” que exigen al órgano legislativo reconsiderar en un momento posterior los proyectos de reforma que aprueba por mayoría, etc.
14 Para Nino, los derechos a priori son las precondiciones de la democracia deliberativa. Al concebir la autonomía personal (y todas las condiciones que la hacen posible, incluyendo algunos de los derechos sociales y económicos) como parte de estos derechos a priori, Nino desea asumir una posición procedimentalista. Sin embargo, a mi modo de ver, lo que consigue con ello es borrar cualquier límite preciso entre las condiciones procedimentales y sustantivas del procedimiento democrático. Como consecuencia, creo que Nino termina defendiendo de facto un sustantivismo débil muy cercano a la razón pública constitucional. Su pretendido procedimentalismo quedaría en entredicho al permitir una ampliación considerable de las precondiciones de la democracia, lo que a la postre traería consigo una consideración del control judicial de las leyes como una práctica común y generalizada en una democracia constitucional, y no como una mera excepción a la regla del procedimiento democrático deliberativo.
15 Para determinar el grado de deferencia debida, los jueces deben tener en cuenta criterios tales como la naturaleza del derecho interferido, el nivel relativo de conocimiento de los jueces y los decisores principales respecto a la cuestión sustantiva sobre la que versa la decisión impugnada, la competencia institucional relativa del decisor principal para adoptar tal decisión, el grado de legitimidad democrática del decisor principal, la realización o no de un adecuado juicio de proporcionalidad por parte del decisor principal antes de adoptar la decisión, etc.