Epílogo: tiempo de repensar la relación democracia-constitucionalismo

Afterword: Time to Rethink the Democracy-Constitutionalism Relationship

Roberto Gargarella
Universitat Pompeu Fabra, España

Epílogo: tiempo de repensar la relación democracia-constitucionalismo

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 61, 2024, pp. 260 -278

Recibido: 17 septiembre 2024

Aceptado: 28 septiembre 2024

Resumen: El objetivo general del presente trabajo es repensar la relación entre la democracia y el constitucionalismo. Esta reflexión se realiza en diálogo con ciertas cuestiones planteadas por los participantes de este número especial. Tras una introducción, el trabajo se estructura en las siguientes partes. Primero, analizo algunos de los puntos más sobresalientes de la concepción de democracia que asumimos como ideal regulativo. En segundo lugar, examino el extremo opuesto: los aspectos más relevantes de la concepción del constitucionalismo que tomamos como punto de referencia. Finalmente, concluyo con unas reflexiones finales.

Palabras clave: democracia, constitucionalismo, deliberación, representación, control judicial.

Abstract: The general aim of this paper is to rethink the relationship between democracy and constitutionalism. This reflection is carried out in dialogue with certain questions raised by the participants in this special issue. Aλer an introduction, the paper is structured in the following parts. First, I analyse some key points of the conception of democracy that we assume as a regulative ideal. Second, I examine the opposite extreme: the most relevant aspects of the conception of constitutionalism that we take as a point of reference. Finally, I conclude with some final remarks.

Keywords: democracy, constitutionalism, deliberation, representation, judicial review.

I. Introducción

Agradezco a los organizadores de este número especial, “Democracia y constitucionalismo: distensión deliberativa”, por la oportunidad que me ofrecen para cerrar al mismo con algunos comentarios. En línea con lo que me han solicitado, aprovecharé esta invitación para hacer referencia a algunas de las tantas cuestiones pendientes, en relación con un tema que nos viene ocupando desde hace décadas: la relación entre democracia y constitucionalismo. Parece claro que, en estos últimos tiempos, hemos ganado en conocimiento –el que se deriva de la investigación, el que nos impone la práctica– y contamos, por ello, con datos nuevos, que nos exigen volver –a considerar muchas de las afirmaciones que hemos presentado en la materia a veces insistente, o algo dogmáticamente– en todos estos años. Gratamente ayudado por los escritos de la mayoría de los participantes en este número especial, procederé entonces a incorporar algunas de las reflexiones que considero pendientes, en diálogo con las intuiciones y aportes de los partícipes en el seminario.

II. La democracia epistémica como ideal regulativo

Comienzo con algunas referencias a lo que, para muchos (es mi caso, sin dudas) representa el “ideal regulativo” en juego, cuando hablamos de nuestras democracias constitucionales. Me refiero a una particular concepción de la democracia, que alude a la “gran familia” de la “democracia deliberativa”. En mi caso personal –que, según advierto, coincide con un enfoque democrático que está en mente de muchos de los participantes del número especial–, dicha visión deliberativa tiene un contenido de referencia específica: una concepción –al decir de Carlos Nino– epistémica de la democracia (dentro de esta concepción especial, se encuentra la que yo mismo defiendo, y he denominado la “conversación entre iguales”). Utilizo, entonces, este primer tema, para introducir ciertas precisiones vinculadas con el aspecto democrático de nuestras democracias constitucionales.

A. Democracia epistémica y respuesta correcta

Sobre la concepción “epistémica”, diré que la misma –desarrollada, como pocos otros autores de renombre internacional, por Carlos Nino– tiene un significado e implicaciones muy particulares. La idea (en Nino) es que, bajo ciertas condiciones, el debate público, entre “todos los potencialmente afectados” maximiza la toma de decisiones“imparciales”. Ello, no por la “infalibilidad” o la “genialidad” de los participantes del debate, sino por el mero hecho de que cada individuo –como decía John Stuart Mill, como insistiera Robert Dahl– tiene un punto de vista personal e intransferible, en el sentido de ser el “mejor juez” (el mejor conocedor) de sus propios intereses. Ello, en el “modesto” sentido de que cada uno sabe –mejor que sus parientes, vecinos, amigos, o expertos de alguna clase– cuánto padece o disfruta o rechaza o desea un cierto objeto o estado de cosas; lo que nos permite pensar que cada uno puede aportar “información” imprescindible para que la decisión del caso tome debidamente en cuenta el punto de vista de cada uno. Allí reside el conocimiento (el aporte “epistémico”) que trae el debate inclusivo. Doy algún ejemplo para que se entiende a qué me refiero: si con otras veinte personas decidimos hacer un seminario semanal, y necesitamos fijar la fecha y condiciones del mismo, resulta imprescindible que cada uno los potenciales participantes intervengan en la discusión respectiva. Tenemos que saber –supongamos– si X no puede participar los sábados, por razones vinculadas con su religión; o Y no puede integrarse en las noches, por obligaciones de cuidado; o \ no puede sumarse a las reuniones, si las realizamos en un restaurante, por carencia de recursos.

El ejemplo del caso tiene interés, entre otras razones, porque nos ayuda a reconocer algunos temas centrales, en relación con las discusiones que se llevaron a cabo durante el número especial. Por ejemplo, esta aproximación a la “democracia epistémica” tiene poco que ver con la que algunos defensores de la misma sostienen (tal vez, Helene Landemore; tal vez, David Estlund); y que endorsa, en nuestro número especial, Mariano Melero de la Torre, en su atractivo trabajo. Mariano nos habla del “procedimiento democrático deliberativo” como “guía segura para la identificación de las decisiones políticas correctas”. Sin embargo, en ejemplos como el que señalo (y que considero descriptivos, en buena medida, del tipo de ejemplos que utilizaba Carlos Nino, que conocí personalmente y leí) la idea de “corrección” es reemplazada, de manera no inocente o casual, por la de “imparcialidad”. Ello, porque, en la mayoría de los debates públicos que nos importan, lo que está en juego no es “corrección alguna”, sino el tratarnos respetuosa y debidamente (al decir de Ronald Dworkin, con “igual consideración y respeto”). No hay, en tal sentido, una “hora correcta” para comenzar el seminario; ni un “lugar verdadero” donde celebrarlo; ni un “día cierto” en que debemos reunirnos. Lo que hay son “horarios que se acomodan mejor a nuestras necesidades”, “lugares que nos convienen a todos”, o “días que se ajustan bien a nuestras posibilidades”.

B. Sobre las condiciones personales que requiere la democracia deliberativa

Algo similar puede decirse en torno a las (sobre) exigencias que ciertas visiones de la democracia epistémica –según parece– imponen sobre sus integrantes. Volviendo al texto de Mariano Melero: de acuerdo con la descripción que él presenta, sobre la “democracia epistémica”, ella exige –como podía hacerlo Rousseau– que cada uno de los participantes adopte “un punto de vista imparcial en la consideración del asunto concreto de que se trate, y en la elección de sus propuestas”. Desde un punto de vista diferente, otro de los autores del número especial –Nicolás Emanuel Olivares– nos habla de una concepción “reflexiva” de la democracia, que exige que cada uno de los participantes aprenda a “ponerse en el lugar del otro”; adopte “medidas cooperativas” con los demás; o que “cada sujeto político se piense a sí mismo como agente de un sistema deliberativo”. Según entiendo, tanto la particular concepción epistémica que presenta Mariano, como la postura “reflexiva” que defiende Nicolás Emanuel, son –indebidamente– sobre-exigentes, en relación con las cualidades y condiciones de los participantes en un debate inclusivo. Volviendo al ejemplo del seminario ofrecido más arriba: desde el punto de vista de la particular concepción epistémica que defiendo (y que vinculo con el trabajo de Nino) ninguno de los participantes se encuentra obligado a nada, en términos argumentativos, más allá que a presentar genuinamente, y desde una elemental buena fe, su propio punto de vista. Más específicamente: no se le pide, a quien no puede participar de los debates nocturnos, porque cuida a su bebé recién nacido, que haga un esfuerzo cooperativo, o que asuma (digámoslo así) el “punto de vista del universo”. Lo que se le pide es que nos diga qué piensa, cuáles son sus intereses, y cuáles sus razones, para pedir que no nos reunamos de noche. No se le pide, en absoluto, un esfuerzo excepcional, como si fuera un ser humano sobresaliente (o “super-humano”), o un virtuoso ciudadano ateniense.

C. La democracia deliberativa como “ideal regulativo”

Lo dicho hasta aquí me ayuda a ingresar en otra cuestión crucial, relacionada con los debates que se han dado en el número especial: me refiero al lugar que ha de ocupar la democracia deliberativa, en tanto “ideal regulativo”, y las implicaciones de ello. Pienso, en particular, en el muy crítico tratamiento que da a la cuestión Mauro Benente, en su interesante artículo. Mauro sostiene, en breve síntesis, que el ideal regulativo de (lo que define como) “el consenso razonado”, resulta “inútil para analizar críticamente las prácticas políticas, o se vuelve un argumento para defender el status quo”. La “inutilidad” del ideal tendría que ver con que el mismo “no nos permite identificar qué tan cerca o lejos se encuentran nuestras prácticas”, en relación con el ideal, ya que “no tenemos ningún criterio nítido y estable para identificar a partir de qué distancias esas prácticas resultan legítimas”. Mauro ilustra sus consideraciones a través de un ejemplo, central en su texto, cual es el de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina, del 2009. Al respecto, también, y de modo extremadamente sintético, como reconoce el autor “el ideal de la unanimidad y el consenso razonado le daba a Clarín no solo el beneficio del paso del tiempo, sino también un sólido argumento para reprochar el proceso de democratización que ponía en jaque su posición dominante”. Ello porque el ideal regulativo en cuestión –comenta Benente– “parece exigir, ingenuamente, que los grupos dominantes consientan la renuncia de su posición dominante”. Por lo tanto –concluye– “el consenso razonado se puede volver un discurso que legitime –al menos parcialmente– el mantenimiento de prácticas de dominación”.

Lo que señala Mauro –insisto, en un trabajo reflexivo y valioso– resulta, en lo que aquí interesa, más bien sorprendente: su texto se basa en una noción de “ideal regulativo” que considero extraña; e implica una crítica que estimo indebida e injusta. Para comenzar por un lugar sencillo: cualquier criterio de corrección o de guía, salvo que se transforme en un manual de instrucciones infinito y opresivo, va a ofrecernos orientaciones, en última instancia, imprecisas y borrosas. Sin embargo, seguimos conviviendo con tales criterios, y apelando a ellos, todos los días, sin ningún problema: sabemos que los necesitamos, sabemos que nos sirven, sabemos que tienen sentido, más allá de que no nos otorguen contenidos perfectamente nítidos y estables. Cuando un maestro les dice a sus alumnos que vengan a clase “limpios y prolijos”, no necesita aclararles “cuánta limpieza” requiere, o “cuánta blancura” en la ropa exige, o si el estar “despeinados” constituye una falta grave, o no. Sin embargo, dicho criterio escolar no es “inútil” en absoluto: no nos da lo mismo que si no existiera; y entendemos que pueden señalarse, como faltas, muchos “casos claros”, a pesar de que persistan muchos “casos difíciles” o “zonas de penumbra”. De modo similar, cuando le pedimos a un árbitro deportivo que sancione las “faltas graves” que se comentan en el campo de juego (pongamos, durante un torneo amistoso), no estamos dejando en claro si “falta grave” implica herir a alguien, o dejarlo ensangrentado, o con moretones, o inconsciente, o con marcas en la piel, o si nos basta con el sólo hecho de que el “atacante” haya levantado su pierna hasta colocarla a la altura del rostro del adversario. Y sin embargo, todos entendemos perfectamente cuál es el principio del caso, que nos sirve muy bien para orientarnos y –orientar al réferi– en relación con las conductas del caso. Ello, más allá de discrecionalidades que puedan ocurrir, o de los casos dudosos que puedan aparecer en el camino. En todo caso, todos entendemos perfectamente que el principio en cuestión no es “inútil”, y todos reconocemos que nos sirve, bastante bien, para lo que se propone.

También resulta extraña –y ajena a la concepción de la democracia deliberativa o, para el caso, el “consenso razonado”– el requisito de “unanimidad” que Mauro parece tomar como obvio, y necesario, a los fines de considerar que se ha alcanzado un consenso apropiado. Ningún defensor sensato de la democracia deliberativa espera la unanimidad –el acuerdo completo y total de todos los participantes– para considerar que “el ideal se ha realizado”. Todos, según entiendo, reconocen que, por razones distintas (falta de tiempo, necesidad de acuerdos, reconocimiento de la irreductibilidad de ciertas posiciones), la deliberación debe terminar en un cierto momento, y se debe recurrir a algún tipo de recurso adicional, como el de la regla mayoritaria. Notablemente, Mauro advierte este punto (que resulta una obviedad) y, retomando a Nino, reconoce que es necesario (cita) “rebajar la exigencia de la unanimidad a la regla de la mayoría”, porque (advierte, entre otras razones, y siguiendo con Nino, que) “el tiempo es limitado” y no debe favorecerse, de modo implícito, el “statu quo”. Quiero decir –como señala Nino, como parece “natural”, y como termina reconociendo Mauro Benente– ningún defensor sensato de la democracia deliberativa exige la unanimidad completa, y no lo hace, justamente, porque no quiere favorecer al status quo. Sin embargo –y esto es lo llamativo– Mauro, aun reconociendo este hecho, continúa su argumentación como si no hubiera dicho lo dicho, como si su crítica se mantuviera, finalmente, intacta. A continuación de sus afirmaciones, por tanto, prosigue con otra crítica al “ideal regulativo” agregando que “la variable temporal no es la única que torna a la unanimidad, o al consenso razonado, en garante del status quo”. Se trata de una acotación sorprendente, insisto, porque implica validar, de esa manera, una línea de argumentación que (como la cita de Nino que él mismo admitía, ya demostraba), debía considerarse inválida: “la variable temporal” no nos permite considerar al “consenso razonado” como “garante del status quo”, sino lo contrario. Aclaraciones como las que realiza Nino, y cita Benente, desmienten, en lugar de ratificar, la postura que Mauro sigue dando por buena. En su ejemplo, (el diario) Clarín no podría alegar, en su favor, que “no todos están de acuerdo –porque ellos no–, entonces el acuerdo no puede cerrarse”. No es ése el modo en que funcionan los acuerdos democráticos.

Cabe decir algo similar, finalmente, sobre las consideraciones que agrega Benente, en torno a la sugerencia (bizarra) de que, conforme al ideal de la democracia deliberativa, el veto del (llamémosle así) opresor del caso (le) permitiría invalidar un acuerdo democrático. En términos de Benente, la democracia deliberativa implicaría la “ingenua exigencia” de que los “grupos dominantes” renuncien a su posición dominante. No es extraño que Mauro no ofrezca o no pueda recoger ninguna cita valiosa, en respaldo de semejante “ingenuidad” adjudicada a la democracia deliberativa: nadie piensa en términos semejantes, como nadie entiende a los ideales regulativos como requiriendo algo semejante. Nadie puede tomar como condición de un debate en torno a la sanción o no a un docente acusado de abusos, la de que el propio docente en cuestión pida o admita ser sancionado. Nadie puede esperar, frente a una discusión sobre medidas reparadoras que se exigen a una empresa que contamina con sus químicos las aguas de un río, que los empresarios en cuestión se autocritiquen, o admitan ser gravemente sancionados. De este modo, al sostener lo que sostiene, Mauro le atribuye al ideal de la democracia deliberativa, un carácter, más que ingenuo, irracional o bobo.

III. El constitucionalismo dialógico, y la validez de las leyes

Del mismo modo en que es necesario precisar cuál es la concepción particular de la democracia en la que pensamos, al hablar de las tensiones constitucionalismo-democracia, necesitamos hacer lo propio con el otro extremo de la ecuación: el constitucionalismo. Aquí también, y como en el caso de la democracia deliberativa, es posible advertir que muchos de los participantes del número especial asumen, como punto de referencia (ya sea para defender, para criticar, o para examinar a partir de allí otras variables) una concepción común en la materia, cual es la del “constitucionalismo dialógico”. Tomar como base de análisis a esta variante del constitucionalismo tiene interés, porque evidencia, entre los participantes del número especial, un extendido reconocimiento de los límites y dificultades que vienen afectando al constitucionalismo –en particular, en relación con la esfera democrática–. La admisión acerca del valor especial que exhibe el constitucionalismo dialógico implica, por ejemplo, admitir también que, durante décadas, el constitucionalismo no le ha asignado su debido lugar a la democracia (a las razonables aspiraciones de la comunidad, en torno a la democracia), o directamente le ha denegado su lugar, o restringido inaceptablemente su alcance. Para decirlo más claramente: si la Constitución aspira a ser, y se presenta como, el producto de We the People (i.e., porque lo primero que nos dice es “We the People”), luego, hay un problema serio si, en los hechos, esa proclama queda sólo como tal, como retórica. Hay un problema, en otros términos, si la maquinaria constitucional que se pone en marcha (no solamente no ha sido elaborada, en los hechos, por “We the People”, sino que) no sirve a la ciudadanía para empoderarse y ganar en autogobierno, o –lo que es peor– si dificulta esa misma posibilidad o aspiración (i.e., restringiendo las oportunidades de la participación cívica; limitando el debate público; concentrando el poder de decisión sobre una elite; separando –en lugar de vinculando– a ciudadanos y representantes, etc.).

Frente a tal escenario, distintivo de la vida de nuestras democracias constitucionales, desde hace décadas, el constitucionalismo dialógico parte de la necesidad de reconciliar constitucionalismo y democracia, o de reparar el vínculo entre ambas partes de la ecuación. Esto último, en particular, abriendo mayores oportunidades para la intervención democrática de la ciudadanía, que las que eran propias de las “viejas estructuras constitucionales”. Aunque no tenemos, tampoco, grandes certezas sobre las específicas implicaciones o significados del constitucionalismo dialógico, sí resulta claro que el mismo exige cambios, sobre el constitucionalismo tradicional –cambios formales o informales– particularmente, en dirección de un mayor debate público (de allí la importancia, a la que me refiriera más arriba, de recuperar el valor deliberativo de la democracia).

Conforme anticipara, el común de los autores que participan del número especial muestra su sensibilidad hacia los temas propios del constitucionalismo dialógico. Sin embargo, también es cierto que las diferencias que existen entre ellos (ya sea porque suscriben, o sospechan, o rechazan algunos o muchos aspectos de lo que consideran constitucionalismo dialógico) son relevantes. Aquí me detengo en algunas de las muchas cuestiones que el número especial nos ayuda a plantear, como forma de adentrarme en temas y matices del constitucionalismo dialógico.

A. Constitucionalismo, “We the People”, y una mirada “sistémica” de la democracia

Dos de los trabajos que se presentaron en el número especial (me) resultan ejemplares, en cuanto a la capacidad que han demostrado para (re)pensar al constitucionalismo desde una perspectiva más amplia, sensible a los requerimientos de la democracia, y abierta a una intervención más directa de la ciudadanía, en los asuntos comunes. Me refiero a los trabajos de Chiara Valentini, y al que escriben, de manera conjunta, Maricel Asar y Julián Gaviria-Mira.

El texto de Chiara Valentini, en particular, acierta al adoptar un enfoque “sistémico” de la cuestión (y de la democracia deliberativa, en particular), tributario del que defendiera, en diferentes escritos, Jane Mansbridge. Chiara nota, con razón, que el viejo debate en torno a la “dificultad contramayoritaria”, y/o las tensiones entre control judicial de constitucionalidad y democracia, no puede seguir analizándose con los prismas de hace décadas. Se debe empezar a reconocer que el poder judicial no puede actuar, ni en los hechos actúa, en soledad, aislado, o fuera de un sistema integral, de (así lo define) “fertilización cruzada”. El poder judicial participa, con sus decisiones, dentro de un marco de “interacciones” que se dan entre participantes y órganos diversos, que colaboran, desde distintos roles y niveles de responsabilidad, en esa tarea de elaboración constitucional. De allí –entre muchas otras implicaciones relevantes– que no tenga sentido seguir hablando de “última palabra” judicial y, por tanto, a partir de allí, impugnar democráticamente al control judicial (como si, al decidir un caso específico, los jueces estuvieran “imponiendo” sobre la comunidad, su propio y exclusivo criterio sobre cómo se debe entender a la Constitución).

Por el momento, me permito subrayar y suscribir mucho de lo señalado por Chiara, en ese enfoque sistémico, tan innovador como necesario. Dicho ello, sin embargo, agrego algunas dudas que todavía me despierta su enfoque. Si bien, como señalara recién, creo en la riqueza y el carácter fructífero de la mirada “sistémica”, me parece que Chiara da un paso apresurado, desde allí –desde esa renovada plataforma justificatoria– hacia la defensa del control judicial de constitucionalidad. El hecho de que cada vez tenga menos sentido hablar de “última palabra” (ya sea, como señalaran Robert Dahl o Barry Friedman, porque luego la política “sigue hablando”; ya sea, como dice el “constitucionalismo popular”, porque “el pueblo” puede, y debe intervenir, y va a intervenir, sobre esas decisiones tomadas; ya sea, como agrega Chiara, porque hay una interacción persistente entre los distintos órganos de gobierno), no habilita a concluir que “por tanto, el control judicial está justificado” o “entonces, la objeción democrática queda disuelta”. Según entiendo, todo el “trabajo” justificativo en el área, queda pendiente, está por hacerse. Imaginemos, para tomar un caso visible y extremo, que, en alguna comunidad muy desarticulada institucionalmente, se termina asentando la práctica de que el control de constitucionalidad lo realizan los curas parroquiales de cada comarca –pongamos, miembros de la sociedad civil tradicionalmente encargados de la resolución de los conflictos locales, pero con débil formación legal, y nula legitimidad democrática–. Supongamos también que, con el correr del tiempo, y a partir de la consolidación de una democracia más moderna, una mayoría de personas de esa comunidad comienza a considerar inaceptable dicha intervención de los curas párrocos, en los asuntos jurídicos comunes. Entonces: el hecho de que, en esta nueva etapa más firme institucionalmente, otros organismos intervengan antes y después que los religiosos, no agrega nada relevante respecto de la legitimidad (democrática) de su intervención: la objeción democrática (entre otras) se mantiene intacta, porque intacta se encuentra la pregunta acerca de por qué el agente del caso (el cura párroco) interviene, con el peso y alcance que son propios de su decisión (que ahora sabemos acotada “por arriba” y “abajo”). Nos seguimos preguntando quiénes son ellos –cuál es su legitimidad– para arrogarse la tarea que se arrogan, más allá de cómo es que sus acciones interactúen con la de otros órganos y funcionarios. Ello, más allá de que la tarea de los curas sea “una sola”, entre muchas “interacciones” que ocurren durante el proceso de control constitucional.

Chiara Valentini procura reforzar entonces su postura con un segundo argumento importante, cual es el de que los jueces no merecen ser considerados agentes desvinculados de la comunidad, o ajenos, en un sentido relevante, a la misma. Ellos son o pueden ser considerados, también, agentes “representativos” –señala Chiara Valentini, retomando argumentos de Robert Alexy–. Se trata de agentes que no representan a la comunidad políticamente, como delegados que deben rendir cuenta, sino como “representantes deliberativos” que “actúan como actuarían los representados si estuvieran en condiciones de hacerlo”. En mi opinión, este segundo argumento se encuentra afectado por dificultades similares a las que viéramos en relación con el primer argumento, recién examinado. Como en el caso del argumento “sistémico”, el aporte que hace el argumento de la “representación deliberativa”, tiene interés, pero no sirve para satisfacer la tarea justificativa que se espera o demanda del mismo. Porque –otra vez– no se trata de que en un sentido no trivial pueda hablarse, también en el caso de los jueces, de una “representación”: esa palabra no es un fetiche con poderes mágicos, que confiere a ese supuesto representante, aquello que nos interesa que la representación transfiera –digamos, legitimidad para decidir en casos difíciles, en el marco de sociedades definidas por el desacuerdo razonable–.

Por un lado, se encuentra el (contra)argumento del vínculo –llamémoslo así– que aparece en el caso de la política (con todos los problemas y con toda la degradación que le conocemos), a partir de la forma en que los representantes políticos son nombrados. Ello hace, para el caso de la política, mucho más improbable –aunque no imposible– una decisión como la del caso Dobbs (por citar sólo una) de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Esa decisión, ultra-conservadora, extremista, radicalizada, pero a la vez no marginal, sino distintiva de una era, tiene que ver con una Corte que, sin que mediaran maniobras particularmente “tramposas”, por parte de la política, terminó siendo cooptada por una ultra-minoría, ultra-conservadora, que en nada se parece a una porción mayoritaria o minoritaria de la sociedad: se trata de jueces que no se parecen a nadie, más que a sí mismos, y que no representan –ni en un sentido político ni en otro deliberativo– más que a una secta exótica, dentro de la sociedad en su conjunto, o dentro de la comunidad jurídica, más específicamente. Quiero decir: en razón de la representación (democrática) de la que carecen, puede esperarse que las decisiones judiciales (y bastante menos de las decisiones políticas) queden –durante décadas– muy o totalmente desvinculadas de los entendimientos razonables que prevalecen en una comunidad (i.e., en torno al aborto, la igualdad de género, etc.). Ello así, si es que hablamos de sociedades –al menos– medianamente democráticas (como los Estados Unidos).

B. Representación deliberativa, desacuerdos y resguardo de los derechos fundamentales

Por lo demás, la cuestión se agrava frente a la posibilidad de que el representante del caso –aquí el juez– no pueda ser sancionado ni reprochado por la comunidad, que ha perdido no sólo la posibilidad directa de seleccionar a su (así designado) “representante”, sino también la de corregirlo, si es que ese representante de ningún modo actúa como actuaría “el representado si estuviera en condiciones de hacerlo”. Lo que le queda a los representados –digamos, frente a Dobbs– es –según Chiara– seguir confiando en un control “ex ante” (un control que, para el caso que nos interesa, fracasó por completo en su misión de seleccionar apropiadamente a los magistrados); o confiar en que las tareas de “argumentación judicial y prácticas dialógicas” cumplan con su cometido (cometido que, para el caso en cuestión, no han cumplido –ni cumplen desde hace añares).

Sólo para añadir otro ejemplo –latinoamericano esta vez– en la misma dirección crítica, menciono el de la decisión de la Corte Interamericana en Gelman, en donde la Corte invalidó un proceso de deliberación poderosamente democrático desarrollado en Uruguay, durante décadas (uno que incluyó debate público, dos consultas populares, etc.), y que terminó validando una amnistía hacia los responsables de graves violadores de derechos humanos en el país. Se trata de un ejemplo que, además, tiene una relevancia especial en el marco de este número especial, dado que otro de los participantes –Leonardo García Jaramillo– lo presenta como ejemplar de decisión judicial, en tanto se trata de un fallo que afecta la soberanía popular, pero en virtud del resguardo del “contenido esencial de los derechos humanos” –en este caso “la garantía a la honra, la intimidad, la identidad e integridad personales, la verdad, la vida, el nombre […] y la protección judicial de las víctimas demandantes”.

Como lo sostuviera demasiadas veces, entiendo que la decisión de la Corte Interamericana en Gelman resulta ejemplar, en efecto, pero ejemplar por la gravosa afrenta que implica frente al principio democrático. Mi intuición al respecto es la siguiente. Frente a un plexo normativo ambiguo (la Convención Interamericana de Derechos Humanos, también) en materia de amnistías (el art. 1.1 de la Convención requiere “justicia”, pero la “justicia”, obviamente, no necesita de “castigo” o “sanción”) y ante el desacuerdo que les generaba el derecho vigente en la materia, los legisladores uruguayos primero, y luego los propios ciudadanos a través de dos consultas populares, se inclinaron por favorecer una amnistía, que de ningún modo implicaba una denegación de justicia, ni una falta de condena a los perpetradores de violaciones (se iniciaron entonces procesos de “memoria” desde el Estado, y las máximas autoridades del mismo dejaron en claro su posición de condena y repudio sobre lo ocurrido; entre otras medidas). Lo hicieron así, según entiendo, porque entrevieron lo que estaba sucediendo en el país vecino, la Argentina, en donde los procesos de “juicio y castigo” a los militares involucrados en violaciones masivas, comenzaban a generar nuevas amenazas de “golpes de Estado” – amenazas por completo creíbles– en un país que, por lo demás, había sufrido –desde los años 30– golpes de Estado luego de cada uno de los gobiernos democráticos que había llegado al poder. Por tanto –ésta es mi hipótesis– y movidos, entre otras razones, por el miedo, los ciudadanos uruguayos y sus representantes, decidieron hacer justicia de otro modo –uno que no pusiera en riesgo la democracia apenas recién reconquistada. Si se acepta esta hipótesis, se pueden entender todavía mejor los graves problemas que afectan a la idea de “representación deliberativa” que propone Chiara. Esta forma de “representación” permite y avala lo ocurrido en Gelman, en donde una minoría de jueces, completamente desvinculados de Uruguay, su democracia y su vida cotidiana, desde la seguridad y tranquilidad de Costa Rica, sin temor alguno a sufrir la tragedia de un golpe de Estado, levantaron sus dedos índices acusadores, contra la robusta democracia uruguaya, para comunicarle a los uruguayos cuál era la “verdadera” lectura de la Convención Interamericana que correspondía defender, frente al desacuerdo existente en materia de amnistías. El “miedo personal” y el “terror frente al golpe de Estado”, que pudo mover a la ciudadanía uruguaya, aquí ni siquiera aparecía asomado.

C. Motivaciones judiciales y políticas: “olvidar a Madison”

Lo dicho hasta aquí nos coloca ante una nueva cuestión –y una nueva crítica– frente a enfoques como los que presentan Leonardo García Jaramillo, Mariano Melero, Chiara Valentini u Olivares. Me refiero al tema de las “motivaciones” de los funcionarios públicos. Más específicamente, (les) pregunto: ¿por qué es que resultaría esperable que los funcionarios públicos del caso siguieran el tipo de indicativos/orientaciones que sugieren? ¿Es que existe alguna razón –alguna, al menos– para pensar que se inclinarán a actuar del modo en que yo espero o propongo? Mi respuesta, para todos los casos, es que “no”, y esa respuesta se fundamenta en lo que denomino, hace tiempo, el “olvido hacia James Madison”. Me explico.

A fines del siglo XVIII, y con las limitadas herramientas teóricas y conceptuales de las que disponía, James Madison nos dio una serie de lecciones magistrales, sobre cómo pensar y diseñar un sistema institucional. Posiblemente, la más importante de todas ellas es la que aparece en El Federalista n. 51, en donde Madison hizo referencia a la maquinaria o mecanismo de los “frenos y contrapesos”. Allí, él sostuvo:

“la mayor seguridad contra la concentración gradual de los diversos poderes en un solo departamento reside en dotar a los que administran cada departamento de los medios constitucionales y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás. Las medidas de defensa, en este caso como en todos, deben ser proporcionadas al riesgo que se corre con el ataque. La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición. El interés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales del puesto. Quizás pueda reprochársele a la naturaleza del hombre el que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del gobierno. ¿Pero qué es el gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del gobierno”.

En ese breve párrafo, Madison nos ofrece una clase extraordinaria en la materia, comenzando por la idea de que el sistema institucional no puede ser diseñado esperando que quienes ocupen los cargos vayan a ser “ángeles”. Más bien, debe preverse que serán (algo así como) “demonios”. Entonces, la pregunta es: ¿el diseño o comportamiento (i.e., judicial) que proponen es capaz de funcionar apropiadamente, en caso de que el mismo no cuente con agentes “angelicales”, o es que el mismo sólo está preparado para funcionar en el caso de que existan funcionarios tales (es decir, cuando el sistema institucional resulta inútil)? Allí enraíza la segunda reflexión de Madison: a la hora de encarar el diseño institucional, deben saber combinarse los “medios constitucionales” que se ponen a disposición del funcionario, con los “móviles personales” esperables en el mismo.

En el punto señalado es donde radican algunas de mis objeciones a los participantes del número especial, recién mentados: todos ellos ofrecen supuestos o propuestas de acción que resultan algo inverosímiles, a la luz del análisis madisoniano. Todos ellos, de un modo u otro, pecan por la falta de “olvidar a Madison”. Por ello, asumen que los ciudadanos se comportarán virtuosamente, cuando no es esperable que ello ocurra; o estiman que los legisladores respaldarán la voluntad popular, aún si las condiciones institucionales ya no lo tornan esperable; y, sobre todo, proponen o asumen, para los jueces, comportamientos ya heroicos, ya fantásticos (jueces dialógicos, abiertos, comprometidos con los derechos humanos) cuando las evidencias sugieren que –si bien ello puede ocurrir– es altamente probable que no ocurra –y más bien, resulta previsible que suceda exactamente lo contrario a lo que esperamos.

Por lo mismo, un texto como el de Hernán Charosky y Carolina Fernández Blanco aparece dirigido en la dirección apropiada, aunque termine cayendo en el tipo de enfoque que aquí objeto. Concentrado en la labor legislativa (antes que judicial), ellos: i) muestran algunos comportamientos deseables por parte de los legisladores (su apertura al debate, su disposición argumentativa); ii) señalan la ausencia habitual de tales comportamientos, en la práctica legislativa; iii) demuestran la “relevancia epistémica y social” que pueden tener tales acciones; y iv) ofrecen “algunas propuestas” para la “incorporación de elementos de la deliberación que podrían mejorar esa calidad epistémica”, pero, aclaran, v) “sin necesidad de reformas reglamentarias en los parlamentos, y sin que se ponga en tensión la idea de representación”. Contra la idea que ellos terminan suscribiendo, y que incluye la no-necesariedad de reformas reglamentarias, creo que su texto ganaría en atractivo si se animara a traducir esas propuestas –justamente– en reformas reglamentarias posibles, asequibles. Ello, dado que –como señalaría Madison– de otro modo, tales conductas o disposiciones no van a ser esperables (todo lo contrario): no es dable esperar que contemos con funcionarios angelicales (sino, más bien, con “demonios”). En este sentido, sugeriría a Hernán y Carolina que se acerquen y dejen inspirar por las enseñanzas de Jeremy Bentham, y sus “principios de la legislación”, retomados directamente por Jeremy Waldron, en el capítulo 7 de su libro Political Political Theory.

D. Justicia, interpretación y deliberación

Lamentablemente, los déficits institucionales que afrontamos, y que tornan improbables muchos de los comportamientos políticos y judiciales que valoramos, alcanzan también –sino, de manera especial– a las prácticas deliberativas o dialógicas. Me refiero a prácticas que ocupan un lugar muy destacado en los estudios que muchos de nosotros llevamos regularmente a cabo, desde la academia, y desde hace décadas. Como me interesó señalar, más de una vez, nuestro sistema de “frenos y contrapesos” –el que retomamos, de modo todavía más imperfecto, del modelo norteamericano de los checks and balances– aparece más preparado para “evitar” o “canalizar” la “guerra civil”, que para “promover la deliberación”, como muchos quisiéramos.

De manera notable, muchos de los autores y trabajos presentados en el número especial, destacan la importancia especial de la deliberación; refieren a modalidades particulares que podría asumir el diálogo institucional; y dan cuenta de la manera en que tales prácticas dialógicas, de consolidarse, podrían aventar las críticas al control judicial de constitucionalidad sino, directamente, tornarlo atractivo y justificado. Veamos: Mariano Melero examina y contrasta dos visiones de la democracia deliberativa, desde el punto de vista teórico (como vimos, la visión de la “democracia epistémica” y, su contracara, la de la “razón pública”); Olivares analiza, también desde la teoría, una variable dentro de la familia de la democracia deliberativa, la de la “democracia reflexiva”; Hernán Charosky y Carolina Fernández Blanco exploran el “potencial epistémico” del debate legislativo; Mauro Benente busca “testear”, a través de un caso práctico (el de la Ley de Medios) el valor y sentido de la democracia deliberativa; Maricel Asar y Julián Gaviria-Mira estudian las contribuciones que puede hacer el control de constitucionalidad a la “conversación pública” y la “cultura de la justificación”; Chiara Valentini se adentra en el “campo emergente” que combina la teoría constitucional (dialógica) y la idea política de la deliberación pública, para explorar su posible contribución a la “legitimidad del control judicial” de constitucionalidad; Leonardo Jaramillo examina las contribuciones dialógicas que supo hacer, en repetidas oportunidades, la Corte Constitucional de Colombia (y lo hace desde un acercamiento “contextualizado” a la práctica del judicial review en Colombia –siendo este enfoque contextualizado– uno que resulta necesario, para poder reflexionar apropiadamente sobre el funcionamiento y las reformas que pueden requerir nuestras particulares instituciones).

Destaco, dentro del contexto anterior, y en particular, el estudio que nos presenta Lorena Ramírez-Ludueña, por al menos dos razones. Por un lado, porque ella, a diferencia de todos los demás participantes del número especial, ilumina un área del diálogo “constitucional” que los demás –por diversas razones, entendibles siempre– no exploran: la del diálogo entre tribunales (típicamente, a través de la recepción de los precedentes judiciales existentes). Por otro lado, porque ella enfoca su trabajo en un área crucial para nuestros estudios, y que –sin embargo, y a pesar de serlo– no solemos examinar con la asiduidad y profundidad que la cuestión amerita (básicamente, ninguno de los intervinientes en el número especial, más allá de Lorena, analizan con alguna profundidad el tema). Me refiero al área vinculada con la interpretación legal o constitucional. Su análisis se concentra, de manera especial, en el estudio de los precedentes, y el modo en que los jueces abordan a los mismos, los incorporan o integran en sus decisiones, los descartan, o los dejan de lado. Adentrarse en el modo en que los jueces interpretan el derecho (ya sea las normas vigentes, ya la jurisprudencia dominante, etc.) es crucial, porque en esa área (la de la interpretación legal) y en esa tarea (a veces “creativa”) los jueces tramitan, de forma habitual nuestros desacuerdos, como si “meramente” estuvieran “diciendo” o “leyendo” el derecho actualmente existente. Lamentablemente (y aquí, voy más allá de lo que sostiene Lorena, en su trabajo), carecemos de teorías interpretativas “sólidas” o “consensuadas” o “más o menos compartidas” por todos los intérpretes, como para aventar los riesgos (justificativos, políticos) vinculados con la tarea judicial. Para peor, las teorías interpretativas más conocidas y en uso (tanto las que nos invitan a “mirar hacia atrás”, vinculadas con el “originalismo”, como las que nos sugieren atender al “presente”, relacionadas con el “constitucionalismo viviente”), suelen llegar a conclusiones en tensión entre sí (sino directamente contradictorias), lo que transforma a toda la tarea en juego en una que nos genera dificultades extraordinarias. Dicho lo anterior –el valor especial del emprendimiento de Lorena–, la única observación que haría, frente a su trabajo, es una que está en línea con la crítica que podría presentar o he presentado, ante casi todos los demás escritos discutidos en el número especial. Nos encontramos ahora, en efecto, con una práctica promisoria, justificada, valiosa (en el caso de Lorena, “la deliberación como intercambio de argumentos” entre tribunales), que puede contribuir “a mejorar la calidad, la justificación y la legitimidad de las decisiones” en juego. Sin embargo, una vez más, necesitamos recordar al olvidado Madison y preguntarnos: ¿es que tenemos razones para esperar que ocurra dicho comportamiento institucional deseado, promisorio, justificado, valioso? Mi respuesta, otra vez, es negativa, y mi reflexión al respecto, la misma que la ya adelantada: si no “cuidamos” dicho aspecto (en otros términos, si “descuidamos” el hecho de que las constituciones que hoy nos rodean no favorecen tales prácticas, sino que más bien las dificultan), entonces dejamos de lado o desatendemos o no tomamos suficientemente en serio el tipo de propuestas que formulamos. Hemos lanzado al aire un deseo, hemos expresado un sueño, o manifestado nuestra voluntad más íntima, pero, al hacerlo, nos hemos contentado con demasiado poco: todas las informaciones de las que disponemos (sobre la naturaleza humana; las disposiciones de carácter y nuestra sociabilidad; la cultura en sociedades como las nuestras; el esquema de incentivos institucionales prevalecientes dentro de nuestro esquema constitucional) opera en contra de nuestros deseos y nuestros sueños, tornándolos utópicos o, simplemente, irreales.

Frente a señalamientos como los anteriores y, conforme a lo anticipado, considero que un trabajo como el que presentan Maricel Asar y Julián Gaviria-Mira, se orienta hacia el camino correcto, y lo hace a través de los medios apropiados. Ellos reconocen, con razón, que i) los jueces podrían contribuir en favor de una “conversación ciudadana entre iguales”; ii) subrayan que dicha contribución podría tornar justificable la labor judicial en democracia; iii) entienden que dicha conversación debe incluir en un lugar protagónico a la propia ciudadanía (yendo así más allá de la reducción de la democracia a las “tres ramas de gobierno”); iv) comprenden adecuadamente que, bajo las condiciones institucionales actuales, tal contribución judicial no es esperable; v) advierten que es crucial “motivar” a la justicia para que actúe del modo propuesto; y vi) proponen, para lograr los objetivos deseados, reformas institucionales posibles. Lo hacen, por lo demás, del modo debido, esto es, a través de un análisis no sólo realista, sino además apoyado en importantes estudios empíricos. En su trabajo, ellos sugieren modificaciones posibles en tres áreas, que son las del acceso a la justicia, la composición de los tribunales constitucionales, y la apertura de los procedimientos de adjudicación constitucional a las intervenciones ciudadanas (así, por ejemplo, a través de audiencias públicas reglamentadas, etc.). No puedo sino suscribir enfáticamente todo lo que sostienen en su texto, que celebro.

De manera similar, y por razones semejantes, resaltaría la rica introducción presentada por José Luis Martí e Ignacio Giuffré, para este volumen. En dicho texto, ambos autores atienden, de manera en principio apropiada, la mayoría de los temas y problemas que he ido recogiendo y aludiendo en los párrafos anteriores: desde el valor de la deliberación y el “hecho del desacuerdo”; hasta la necesidad de discutir colectivamente sobre el contenido de los derechos; el asumir un enfoque sistémico de las instituciones; o la preocupación por la cuestión motivacional de los funcionarios públicos. 1 Aún así, y reforzando el sentido crítico de estas líneas finales, insistiría –frente a José Luis e Ignacio– con unas pocas cuestiones que, según entiendo, no se encuentran debidamente acentuadas en su Introducción. Ante todo, aunque es interesante la sugerencia que hacen, al sostener que la deliberación ofrece una “distensión” frente al tradicional conflicto “democracia-constitucionalismo”, y aunque –por lo demás– ellos se muestran conscientes del valor de que el constitucionalismo recupere o reincorpore a “We the People” 2 , lo cierto es que la discusión que proponen sigue apareciendo demasiado apegada a debates y posturas que nos han quedado –diría– algo atrás. La discusión que ellos ofrecen, en efecto, gira y vuelve a girar en torno a los elementos tradicionales del constitucionalismo –la tríada Congreso, Poder Judicial, Poder Ejecutivo–, a la vez que propone una mirada del mundo que parte de problemas que son o eran propios de la tradición norteamericana –problemas como el de la “última palabra judicial” que, cabe enfatizarlo, están a enorme distancia (según mi visión) de los problemas propios de las muy dañadas democracias de nuestro tiempo. La “salida institucional” que ambos proponen, por lo demás, aparece finalmente asentada en una injustificada confianza en las virtudes y potencias del “constitucionalismo débil”. Para ellos, en efecto, en “el constitucionalismo débil… las decisiones judiciales no cierran la deliberación, pues el poder legislativo puede responder o modificar tales decisiones”. Lo cierto es que, sin embargo, párrafos como el citado (y, más allá de ciertos matices que –aquí y allí– ellos agregan) ilustran bien el tipo de problemas a los que me refiero. Allí “el enemigo” a combatir sigue siendo la “última palabra” judicial; mientras queda desatendido el principal drama de nuestro tiempo –los abusos que impone el Poder Ejecutivo, en particular sobre el Poder Judicial (como ocurre, mientras escribo estas líneas, en el caso de México)–; y “We the People” se mantiene, en los hechos, fuera de la escena. De modo aún más preocupante, conforme a la visión que ambos autores ofrecen, los “golpes sobre la mesa” que el Congreso queda autorizado a dar, frente a las decisiones judiciales (al estilo de lo que se avala en el modelo canadiense), aparecen descriptos, injustificadamente, como intercambios “deliberativos” (en qué sentido, y desde qué definición de “deliberación colectiva”, decirle “no” a los jueces, o decirles “insisto con mi decisión”, es un modo de comprometerse con la conversación pública?; en qué sentido nos encontramos allí con un “marco institucional” que favorece al diálogo?). En todo caso –repito, y más allá de las matizaciones que ofrezco ante el texto– la Introducción de José Luis e Ignacio nos presenta un panorama excelente, no sólo de los trabajos discutidos en este volumen, sino también de los temas y problemas involucrados en el fantástico debate que hasta aquí se ha desarrollado.

IV. Palabras finales

A modo de cierre, en las líneas anteriores, y en diálogo con los distintos trabajos presentados en este número especial, he tratado de re-actualizar algunas de las reflexiones que muchos de nosotros venimos haciendo en la materia, relacionada con las tensiones existentes entre democracia y constitucionalismo. Los trabajos presentados durante el seminario, como hemos visto, son ricos en información, lecturas y propuestas, y como tales han incentivado y facilitado enormemente la tarea que me habían encomendado, y que me había propuesto.

Agradecimientos

Este artículo forma parte de un proyecto que ha recibido financiación del Consejo Europeo de Investigación (ERC) en el marco del programa de investigación e innovación European Union’s Horizon Europe (acuerdo de subvención Nº 101096176 ICDD); no obstante, las opiniones expresadas son exclusivamente las del autor y no reflejan necesariamente las de la Unión Europea.

Notas

1 Ello así, más allá de no estar seguro de que el modelo constitucional vigente sea “fuerte” y con “última palabra” judicial (a la norteamericana) y con procesos de reforma “contramayoritarios” (¿no, en cambio, super-mayoritarios?).

2 Ellos reconocen que “concederle una voz privilegiada al parlamento” no redunda, necesariamente, en una “distensión deliberativa”, particularmente en el “contexto generalizado de las crisis contemporáneas de los sistemas representativos”.