Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 8, 1998
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Ernesto Garzón Valdés
Universidad de Maguncia, Alemania
Si el filósofo de la moral no puede prestar su ayuda en los problemas de la ética médica, debe cerrar el negocio. 1
Si es verdad que la «medicina ha salvado la vida de la ética» –para usar la sugestiva fórmula de Stephen Toulmin 2 – al plantearle problemas normativos concretos que han obligado a los filósofos a abandonar el no siempre muy fecundo nivel de la metaética, no hay duda que el progreso de la técnica médica se la ha puesto mucho más difícil.
En lo que sigue me propongo considerar algunos problemas de la llamada bioética. Para ello dejaré de lado la perspectiva de lo que suele llamarse la «etnomedicina», es decir, la consideración de las enfermedades exclusivamente desde el punto de vista de las personas afectadas por ellas. El haber subrayado esta perspectiva en la consideración de los problemas de ética médica ha desplazado a la ética a la esfera de la antropología y de la psicología, a la vez que contribuido a la relativización de la ética normativa. 3
Adoptaré una versión de la ética que parte de la aceptación del valor de la autonomía individual y de la universalizabilidad de las normas éticas formuladas desde una actitud de imparcialidad. El principio de la autonomía individual excluye enfoques utilitaristas, que pueden sugerir la adopción de sistemas de atención médica o de la aplicación de resultados de la investigación médica basados en criterios tales como los de un equilibrio compensatorio de la salud de los miembros de una sociedad. El requisito de la universalizabilidad requiere adoptar el enfoque de la llamada «medicina comparativa» que se ocupa, entre otras cosas, de «las necesidades que afectan a los seres humanos en toda cultura» 4 .
Creo que hay pocos campos del conocimiento científico en los que, como en el de la investigación médica, se planteen de una manera tan radical cuestiones básicas del pensamiento filosófico cuales son los de los límites deónticos del saber, es decir, la posibilidad de su control normativo y los de la relevancia práctica de este control. Llamaré a la primera de estas cuestiones «el problema del conocimiento prohibido» (I) y a la segunda «el problema de la impotencia moral» (II) .
I El problema del conocimiento prohibido
Tanto el relato bíblico de la pérdida del Paraíso como el mito griego del Prometeo encadenado nos advierten frente al peligro de ceder ante la tentación de la libido sciendi. Quizás, en el caso de Adán, a la curiosidad por el sabor de la manzana se le sumó el deseo de conocer el sabor de Eva y la curiosidad carnal fue el real motivo de sus acciones. Thomas Hobbes probablemente rechazaría esta suposición ya que, según él:
«un placer de la mente, el de la perseverancia del deleite en la generación continuada e infatigable del conocimiento, excede a la breve vehemencia del placer carnal» 5 .
Alguien podría objetar que Hobbes no es un observador cualificado para medir la intensidad de ambos placeres dada su reducida experiencia con el sexo opuesto. A quien así piense se le podría responder recurriendo al auxilio de otro inglés notable, John Milton, quien por boca del arcángel Rafael aconsejaba a Adán refrenar su deseo de conocer demasiado:
«El cielo está para tí demasiado alto
como para saber lo que allí sucede;
sé terrenalmente sabio.
Piensa sólo en lo que te concierne
a tí y a tu existencia;
no sueñes en otros mundos, en
los seres que allí viven, en su estado,
condición o grado;
confórmate con lo que se te
ha revelado,
no sólo por la Tierra sino por el
más alto Cielo.»
6
Y si no nos gustan las referencias eruditas, podemos recurrir a la crónica periodística actual. Cuando hace unos meses se produjo la clonación de la oveja escocesa y surgió el temor de que pudiera llegarse a la posibilidad de reproducir seres humanos idénticos, el senador norteamericano Christopher Bond de la Subcomisión de Salud Pública afirmó: «Los seres humanos no somos Dios y, por lo tanto, no deberíamos intentar jugar a serlo». En esta posición coincidían conservadores religiosos y liberales secularizados. Todos ellos parecían sostener que hay algunas cosas que la gente no sólo no debería hacer sino que ni siquiera debería saber cómo hacerlo.
De lo que se trata es de saber si:
«¿Podemos decidir que hay algunas formas del conocimiento, verdaderas o falsas, que por alguna razón no deberíamos saber? [...] ¿Hay algún conocimiento real o hipotético cuya mera posesión pueda ser considerado como un mal en sí mismo?».
Quienes dan una respuesta afirmativa a esta pregunta recurren conjunta o separadamente a dos tipos de argumentos:
a) Argumentos teológicos
Ellos repiten la historia bíblica y asimilan el afán de saber al pecado de soberbia.
Dejemos de lado la creencia religiosa ya que ella es, por definición, intransferible y no ofrece otra razón como no sea la propia creencia subjetiva de que algo es o debe ser.
Tanto para las ciencias de la naturaleza como para la de la moral rigen exigencias de racionalidad, no sólo en el sentido de que en la formulación de las leyes o normas ha de respetarse la consistencia lógica, sino también en el sentido de que los argumentos que se aduzcan deben ser racionalmente accesibles, tienen que ofrecer «razones puente», que permitan ser recorridas y comprendidas por todos aquéllos que deseen participar en la correspondiente empresa científica. Esto excluye la apelación a las propias creencias religiosas, metafísicas o ideológicas como base argumentativa. El avance de la ciencia es, por ello, la marcha desde el mito al logos, para usar la conocida fórmula de Werner Jäger. Tanto las ciencias naturales como las morales han tenido siempre que vencer la resistencia de la irracionalidad y del dogmatismo fanático que transforman la superstición en instancia suprema y el terror en virtud.
La exigencia de racionalidad argumentativa interpersonal podría llamarse el «postulado del puente» que permitiría satisfacer aquello que Gerald F. Gaus ha llamado condición de accesibilidad 7 .
Los argumentos teológicos no satisfacen esta condición. Otro es el caso de los
b) Argumentos racionales
1. El exceso de saber puede perjudicar:
«El conocimiento es una buena cosa. Pero, ¿puede ser una de esas cosas buenas de las cuales uno puede tener demasiado? Tal vez tal sea el caso si el conocimiento en cuestión es conocimiento anticipante (foreknowledge).» 8
Quienes sostienen la tesis del carácter perjudicial del exceso de conocimiento suelen afirmar lo siguiente:
i.) La preciencia reduce el ámbito de la deliberación y de la supuesta libertad de acción. En efecto, se dice, la posibilidad de deliberación presupone conceptualmente que podemos alterar el curso de los acontecimientos. La idea de un agente moral requiere un ámbito de libertad enmarcado por lo imposible y lo necesario. Por ello podía decir Aristóteles:
«Y todos los hombres deliberan sobre lo que ellos mismos pueden hacer. Sobre los conocimientos exactos y suficientes no hay deliberación [... ] «sobre lo que se hace por nuestra intervención (deliberamos) porque vacilamos.» 9
Siglos más tarde Thomas Hobbes expresaría una idea similar:
«Por consiguiente, con respecto a las cosas pasadas no hay deliberación; porque manifiestamente es imposible cambiarlas; ni de las cosas que sabemos que son imposibles o que creemos que lo son; porque las personas saben o piensan que tal deliberación es en vano. Pero con respecto a las cosas imposibles que creemos posibles podemos deliberar, sin saber que es en vano. Y se llama deliberación porque significa poner fin a la libertad que teníamos de hacer u omitir de acuerdo con nuestro propio apetito o aversión.» 10
Es decir, cuanto mayor es el conocimiento de las relaciones causales, tanto menor es el ámbito de la deliberación racional. Reducimos el campo de la suerte y del milagro y, al mismo tiempo, el de la esperanza y el de la libertad. Omnisapiencia y omnipotencia serían dos conceptos contradictorios. Por lo tanto, aduce esta argumentación, este mayor conocimiento perjudica y habría que prohibirlo. Somos seres que queremos tener reacciones afectivas y vivir con la ilusión de que podemos enamorarnos y preferimos no saber si la atracción que sentimos por el ser amado es tan sólo el resultado de algún condicionamiento genético o de una alteración química en nuestro cuerpo.
Más aún, si suponemos que a medida que somos menos ignorantes se reduce el ámbito de la deliberación y que la deliberación es condición necesaria de las acciones voluntarias intencionales que, a su vez, son las que confieren a la persona el carácter de agente moral susceptible de alabanza y de reproche porque actúa libremente, podríamos también concluir que la eliminación total de la ignorancia, al convertirnos en omnisapientes, nos privaría de la condición humana en su versión más digna: la de la libertad. Quien así razone podría recordar el conocido aforismo de Wittgenstein:
«[1]a libertad de la voluntad consiste en que no podemos conocer ahora las acciones futuras» 11 .
Hasta qué punto sería entonces razonable perseguir el ideal de la omnisapiencia es algo más que dudoso. Los recientes avances de la medicina se presentan ante los ojos de no pocos filósofos de la moral como una ladera resbaladiza que nos acerca a conocimientos que deberían estar prohibidos si queremos mantener nuestra identidad como personas.
Y es justamente en el ámbito de la medicina donde el mayor nivel epistémico ha contribuido también a reducir el alcance de la responsabilidad moral. Basta pensar en temas tales como los del alcoholismo o el de la homosexualidad. ¿Es el alcoholismo el resultado de conexiones causales genéticas? ¿Hay que enviar a los alcohólicos a la cárcel o al hospital? ¿No existe el peligro de medicinalizar todo lo que tiene un componente genético, algo que sería un desastre ético y jurídico? Por otra parte, justamente en el caso de la homosexualidad ha sido la ciencia la que ha contribuido decididamente a la eliminación de la barbarie moral que significaba su condena.
ii.)Un mayor conocimiento de las relaciones genéticas traería consigo una mayor transparencia por lo que respecta al carácter y la personalidad individuales.
La nueva técnica de los genomas puede ser caracterizada sumariamente como un instrumento para presentar públicamente el cuadro más amplio posible de las características somáticas de una persona.
Sobre la base de un genoma es posible no sólo conocer la situación actual de una persona por lo que respecta a su estado de salud sino también formular pronósticos más o menos seguros sobre su estado futuro. El propósito que se persigue con el genoma es, pues, asegurar una mayor transparencia o claridad. Llamaré a esta idea subyacente el «principio de transparencia».
La posibilidad de predecir comportamientos o estados de cosas ha sido siempre considerada como una condición positiva de la vida en sociedad. En la medida en que somos más transparentes podemos evitar sorpresas, muchas de ellas perjudiciales. Es decir, podemos evitar daños.
Por ello, esta idea de transparencia es la que está presente en los exámenes médicos que se requieren para asumir ciertos roles sociales. Basta pensar en los certificados prenupciales exigidos en algunos países, en los exámenes médicos a los que son sometidos los futuros funcionarios o empleados públicos o en los exámenes de capacitación física específica que tienen que realizar, por ejemplo, los automovilistas o los pilotos de aviación. Prácticamente en la sociedad moderna no existe ninguna relación de trabajo dependiente que no requiera un cierto grado de transparencia sanitaria.
Así, pues, parecería que esta transparencia está impuesta para evitar daños a terceros. Sin embargo, tal no es siempre el caso. A veces el propio interesado insiste en aumentar su transparencia para evitar daños a sí mismo. Basta pensar en los reclutas del servicio militar que exponen su estado de salud para no cumplirlo o cuando se alegan debilidades físicas para no ser sometido a una audiencia oral.
Si se acepta que a mayor transparencia menor daño (<T -> >D) podría concluirse que no hay ningún argumento moral que impida la utilización de genomas y que, por el contrario, habría que estimular su aplicación.
Sin embargo, se aduce, existe otro principio que es considerado como básico en toda sociedad que esté dispuesta a garantizar y promover el respeto a la dignidad de la persona: el principio de intimidad. Este principio cumple la función de un velo que nos libera de la mirada del otro, que tiende a ocultar ante los demás partes vitales de nuestro comportamiento. A lo que este principio aspira es a mantener una cierta opacidad. Llamaré a la idea que a él subyace el «principio de opacidad».
También en las especies animales se percibe una tendencia a la opacidad; pero ella es mucho más notoria en los seres humanos. Hay muchas cosas que todo ser humano tiende a no hacer en público; curiosamente se trata aquí de las cosas que más placer suelen causarle.
Si ello es así, privarlos de opacidad sería dañarlos. Si se considera que la opacidad es la negación de la transparencia tenemos
< T –> < D
Esto pone de manifiesto el carácter ambiguo tanto del principio de transparencia como del de opacidad; no obstante ello, está siempre latente una posible colisión de principios.
Dicho con otras palabras: estamos frente a un conflicto entre un aumento de la esfera de lo público y una disminución de la esfera de lo privado.
Pero, lo que parece incontenible es la tendencia a aumentar la transparencia. Ello es desagradable, se dice, no sólo porque entra en conflicto con el principio de respeto a la intimidad (opacidad) sino porque aumenta las posibilidades de dominación. El ideal de la dictadura es el de un hombre opaco que gobierna sobre seres transparentes. (No en vano en la literatura de los dictadores éste suele aparecer vestido de negro: Tirano Banderas de Valle Inclán.)
Si la esperanza es el apetito unido a la idea de alcanzar (Leviathan 44; habría que agregar: lo que no se sabe con certeza que se alcanzará), la transparencia reduce la esperanza al aumentar la certeza: quien sabe que está enfermo de cáncer no tiene esperanza.
Una sociedad absolutamente traslúcida o transparente sería, en este sentido, una sociedad sin esperanza. Toda esperanza se alimenta de una porción de opacidad, de una cierta tendencia a lo que podría llamarse la «ignorancia querida».
Por ello, se aduce, los genomas y la transparencia que ellos traen consigo conferirían a la sociedad futura un cierto carácter de utopía negativa; es la visión de un Brave New World.
iii.) Vinculado con el problema de la identidad personal está otro aspecto de la investigación médica cual es el de trasplante de órganos.
Un ortodoxo kantiano tendría que rechazar toda posibilidad de transplante ya que ello alteraría la identidad personal; todo donante cometería una especie de suicidio parcial y se convertiría en una mera cosa al pensar que tiene derecho de propiedad sobre partes de su cuerpo:
«Deshacerse de una parte integrante como órgano (mutilarse), por ejemplo, dar [verschenken, donar] o vender un diente para implantarlo en la mandíbula de otro, o dejarse practicar la castración para poder vivir con mayor comodidad como cantante, etc., forman parte del suicidio parcial; pero dejarse quitar, amputándolo, un órgano necrosado o que amenaza necrosis y que por ello es dañino para la vida, o dejarse quitar lo que sin duda es una parte del cuerpo, pero no es un órgano, por ejemplo, el cabello, no puede considerarse como un delito contra la propia persona; aunque el último caso no está totalmente exento de culpa cuando se pretende una ganancia externa.» 12
«No se puede disponer de uno mismo porque sobre uno mismo no se tienen (derechos de) propiedad.» 13
La posición kantiana ha sido recogida en nuestro tiempo, entre otros, por Charles Fried:
«[E]1 argumento tiene que ser que ciertos atributos –por ejemplo, los propios órganos del cuerpo [...]– están tan estrechamente vinculados con una concepción del sí mismo que hacerlos objeto de una negociación en un esquema de moralidad sería como ganar el mundo y perder la propia alma. Dicho menos metafóricamente, una persona racional en una posición inicial sentiría que adquirir beneficios a riesgo de tener que hacer una contribución de sus más íntimos atributos es adquirir beneficios a riesgo de convertirse en otra persona y así cometer una forma de suicidio.» 14
El desarrollo de conocimientos vinculados con el transplante de órganos debería, pues, estar prohibido si es que no queremos tratar a las personas como cosas o como medios.
¿Qué podría aducirse con respecto a estos argumentos racionales?
ad i.) Pienso que no hay por qué aceptar sin más que la omnisapiencia implique la pérdida de la libertad. Eugenio Bulygin, en un conocido ensayo sobre omnisapiencia y libertad, ha señalado que ello sólo valdría para el caso en que el determinismo fuera verdadero, es decir, que no hubiesen futuros contingentes. Si se admite la existencia de futuros contingentes y la temporalidad de las acciones humanas, la omnisapiencia es compatible con la libertad. El ejemplo paradigmático es el caso de la omnisapiencia de Dios:
«si la omnisciencia de Dios consiste en que Dios conoce todas las proposiciones verdaderas, no se ve de qué manera puede inferirse que Dios no es omnisciente del hecho de que no conoce las proposiciones que no son verdaderas. [Dado que] las proposiciones acerca de futuros contingentes no son ni verdaderas ni falsas, de donde se sigue que no son verdaderas, resulta evidente que no pueden ser conocidas por Dios.» 15
Y aun cuando se supusiese que el determinismo es verdadero, tal vez no valga mucho la pena afligirnos por la posible pérdida de la libertad que implicaría un conocimiento perfecto de todas las relaciones causales. Hasta alguien tan convencido de las posibilidades del progreso de la ciencia, como Condorcet, afirmaba:
«Nadie ha pensado jamás que el espíritu pueda agotar todos los hechos de la naturaleza y los últimos medios de precisión en la medida, en el análisis de estos hechos, y las relaciones de los objetos entre sí, y todas las combinaciones posibles de las ideas. Ya las relaciones entre las magnitudes, las combinaciones de esta sola idea, la cantidad o la extensión, constituyen un sistema demasiado inmenso como para que jamás el espíritu humano pueda abarcarlo en su totalidad y una parte de este sistema, siempre más vasta que aquélla en la que ya ha penetrado, le quedará siempre desconocida.» 16
Desde otra perspectiva, con argumentos más fuertes por provenir de la lógica, Georg Henrik von Wright ha sostenido:
«Cada vez que se socava una certeza epistémica, se reduce el margen de lo que consideramos que es ónticamente contingente. Pero el propio proceso de socavar requiere que ha quedado algún margen. Y esto significa que el determinismo puede llegar a valer sólo para fragmentos del mundo. Forma parte de la lógica de las cosas que la validez de la tesis determinista para la totalidad del mundo tiene que seguir siendo una cuestión abierta.» 17
Tanto en la versión de Condorcet como en la de von Wright queda un margen de incertidumbre o de contigencia humanamente insuperable. En este sentido, la libertad humana sería, en última instancia, inmune al aumento del conocimiento. Podría, pues, rechazarse la primera de las objeciones racionales.
ad ii.) ¿Qué sucede con el problema de la transparencia?
Es verdad que la intimidad está estrechamente vinculada con la idea de opacidad, pero también hay que admitir que un mejor conocimiento de los rasgos caracteriológicos de las personas contribuye a facilitar la vida en sociedad y a eliminar la posibilidad del engaño y la hipocresía. No es casual que autores como David Gauthier, preocupados por demostrar la posibilidad de la ventaja racional de ser moral, insistan en la necesidad de contar con personas traslúcidas en las relaciones sociales. Buena parte de los argumentos comunitaristas en favor de sociedades pequeñas, vinculadas por relaciones de parentesco, insisten también en el hecho de que en ellas es mayor la solidaridad justamente porque las personas se conocen mejor y no caben en ella ni gorrones ni hipócritas. El mayor conocimiento reduce los costos de información y es, por lo tanto, racional mantener este tipo de sociedades. Sólo en ellas podrían florecer personalidades morales.
Y son también precisamente quienes abogan por un mayor respeto a la autonomía individual, sobre todo de las mujeres, quienes propician la eliminación de los velos opacos que protegen la llamada intimidad de la vida familiar. Basta pensar en los argumentos utilizados por quienes propician la penalización de la violación en el matrimonio.
Es decir, que el principio de transparencia podría ser defendido, justamente en aras de un mayor respeto de la autonomía personal.
Por último, si se quiere invocar la pesadilla de Huxley, no está de más recordar que la expresión ‘Brave New World’, es tomada de La tempestad de Shakespeare y allí no se refiere a un mundo de monstruos traslúcidos sino al de los seres reales, de las personas como Ferdinand de quien se ha enamorado la hija de Próspero:
«O, wonder!
How many goodly creatures there are here!
How beauteous mankind is! O brave new world,
That has such people in’t»
(Acto V, escena i)
18
ad iii.) No voy a detenerme en la refutación de los argumentos Kant-Fried en contra del transplante de órganos por haberlo hecho ya extensamente en otro trabajo. Valga aquí sólo la reflexión de que no parece muy plausible sostener que se altera la identidad moral de una persona porque reciba un órgano de otra o haga donación de una parte de sus tejidos, renovables o no. En cuanto al argumento de que nadie es propietario de su cuerpo, cabría aquí recordar que es justamente éste el argumento predilecto de las mujeres que abogan, con razón, por la despenalización del aborto.
Pienso que no hay ningún argumento ético para prohibir la donación o hasta la venta de órganos para transplantes siempre y cuando esta donación o venta haya sido realizada voluntariamente por una persona adulta en uso de sus facultades mentales y sin la coacción de circunstancias externas que obliguen la donación o venta.
Pero quienes expresan su temor frente a un excesivo conocimiento podrían volver a la carga y sostener que el problema reside no tanto en el mayor conocimiento sino en la tendencia humana a su aplicación. Y es aquí justamente donde la medicina tropezaría con vallas éticas. Veamos algunos casos.
La primera inseminación artificial se realizó en Filadelfia en 1884 (Dr. William Pancoast) para remediar la infertilidad masculina. El hecho fue revelado veinticinco años más tarde y provocó un escándalo: fue calificado de adulterio mecánico equivalente al rapto y claramente contrario a la ley de Dios. El hijo realizó un trabajo detectivesco y descubrió a su padre y tuvo la mejor relación con él sin problema ético alguno. En los años treinta y cuarenta la práctica se volvió habitual y no hubo objeciones éticas salvo las de la Iglesia católica. Pero en 1979, en Inglaterra, surge la posibilidad de los bebés en la retorta: fertilización in vitro, y volvió a plantearse el problema de su admisibilidad ética. 19
En el plano de las investigaciones genéticas suele distinguirse entre la terapia celular y la terapia de la línea genética. La primera consiste en insertar un gene que funcione bien en las células somáticas (no reproducibles) de un ser viviente. Se trata aquí de las llamadas enfermedades mono-genéticas de las cuales hay unas cuatro mil identificadas.
La terapia de la línea genética introduce un cambio en las células genéticas (reproducibles) de un individuo con el objeto de modificar el conjunto de genes que pasan a los descendientes. Ello se puede hacer:
para evitar enfermedades.
para mejorar el carácter de las personas sanas.
ad a) hay consenso de que es éticamente aceptable.
ad b) no hay tal consenso sino más bien un rechazo basado precisamente en la actitud perfeccionista que esta técnica parece implicar.
Cinco son los argumentos más frecuentes en contra de esta técnica:
1. incertidumbre científica y riesgos clínicos.
2. ladera resbaladiza: se teme que la terapia genética para combatir enfermedades se convierta en eugenética positiva.
3. falta de consenso de la futura generación.
4. mejor utilización de los recursos.
5. importancia de mantener el patrimonio genético.
Según el argumento 1, los riesgos de la ingeniería genética son tan grandes y sus efectos a veces tan remotos pero, al mismo tiempo, irreversibles, que todo avance en este campo debería estar éticamente prohibido.
El argumento 2 sostiene que la eugenética positiva no tiene nada que ver con la medicina preventiva y, por lo tanto, debería ser prohibida. La British Medical Association ha sido bien explícita al respecto:
«Utilizar la ciencia de la modificación genética para producir una master race o para seleccionar hijos con atributos particulares es inaceptable. Aun si los padres son enteramente libres para reproducirse como quieran, podrían surgir considerables problemas sociales y éticos si eventualmente se logra la hoy remota posibilidad de elegir no sólo el sexo sino también algunos de los atributos físicos, emocionales e intelectuales de nuestros hijos. Si se vuelve algo obvio y fácil que los padres elijan, por ejemplo, que su hijo sea varón, ello podría hacer que fuera más difícil eliminar la discriminación social en nuestra sociedad.» 20
Según el argumento 3, toda acción que afecte básicamente la personalidad y el carácter de un individuo debe contar con el consentimiento del afectado. Como en el caso de las transformaciones genéticas ello es totalmente imposible, la manipulación genética debería estar moralmente prohibida.
El argumento 4 sostiene que dada la precariedad de los fondos disponibles para la investigación médica y los graves problemas que tiene que solucionar la medicina actual, es insensato y dañino destinar fondos a proyectos que sólo implicarían una mejora futura pero no la superación de un mal actual.
El argumento 5 ha sido sostenido con especial vigor y recogido en la legislación de numerosos países.
En California, a fines del siglo XIX, la proposición 187 restringía la inmigración de irlandeses, italianos, polacos, judíos, chinos, con el argumento de que contaminarían el pool genético americano. Se consideraba que la ciencia y su marcha inexorable pronosticaban que las razas genéticamente fuertes habrían de imponerse y que ningún tipo de política nacional podría detener el avance de la ciencia. 21
También en otro país supuestamente abierto a la inmigración, como la Argentina, estuvo siempre presente la preocupación por el patrimonio genético como una forma de asegurar la democracia.
Un argentino ilustre, Juan Bautista Alberdi, quien formulara la máxima «gobernar es poblar», veía en la inmigración la mejor garantía para el establecimiento de un orden liberal y democrático; en 1852, escribía:
«Es utopía, es sueño, es paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, puede realizar hoy la república representativa [...] No son las leyes lo que necesitamos cambiar: son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ellas.» 22
y
«Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos no realizaréis la república ciertamente. [...] si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada con el vapor, el comercio, la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación de esta raza de progreso y civilización.» 23
Pero la Argentina no sólo ofrece un buen ejemplo de apertura a la inmigración sino también de restricciones racistas que, con el tiempo, se harían más notorias. A pesar de que en el preámbulo de la Constitución de 1853 se proclamaba la admisión de «todos los hombres del mundo», la idea de una selección racial de la inmigración en la Argentina –presente en la citada frase de Alberdi– se mantuvo también en las primeras décadas del siglo XX, aunque ya entonces se aceptaba la idea del inmigrante italiano o español, que no había sido el predilecto de los estadistas del siglo XIX. Así, en la llamada Encuesta de 1939, organizada por el Museo Social Argentino, Alejandro Bunge expresaba su preferencia por inmigrantes procedentes de «países de raza y cultura similares a la nuestra». 24
Daniel López Imiscoz afirmaba:
«Tenemos un tipo racial latino para mantener y los inmigrantes que vengan a robustecerla deben contar con nuestra preferencia ya que ello está dentro de nuestras costumbres, de nuestra moral y de nuestra tradición [ . . . ]» 25 .
En su ensayo Una nueva Argentina (1940) Alejandro Bunge señalaba la necesidad de la «fijación de la fisonomía racial» argentina. 26 Su preocupación verdadera giraba en torno a velar por una «política migratoria de homogeneidad racial y alentar una inmigración muy selectiva y de alto grado de cultura y elevado nivel de vida». 27
Si echamos una mirada a la legislación de otros países latinoamericanos, la situación no es mucho más alentadora:
La Ley de Inmigración de Nicaragua del 5 de mayo de 1930 prohibía «la entrada al país de los individuos pertenecientes a las razas china, turca, árabe, siria, armenia, negra y gitana, cualquiera que sea la nacionalidad que los ampare [... ]». Según el Reglamento de la Ley de Inmigración del 29 de diciembre de 1930, «la prohibición que establece el artículo 5 de la ley es por razón de raza; y en consecuencia, dicha prohibición se mantendrá aunque los individuos que pertenezcan a las razas prohibidas ostenten documentos que demuestren haber adquirido cualquier nacionalidad extranjera, inclusive la de cualquier república de Centroamérica.» 28
La ley colombiana Nº 114 del 30 de diciembre de 1922 establecía: «Queda prohibida la entrada al país de elementos que, por condiciones étnicas, orgánicas o sociales, sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de la raza.» 29 Por un decreto de 1938 se impedía la entrada a Colombia a todos los «individuos que hayan perdido su nacionalidad de origen o cuyos derechos políticos y civiles hayan sufrido limitaciones de cualquier especie» (con lo que indirectamente se hacía referencia a los perseguidos por el nazismo). 30
Según un comunicado del Ministerio boliviano de Inmigración del 5 de marzo de 1938, se permitía el ingreso de extranjeros al país «con la sola excepción de chinos, judíos, gitanos y negros.» 31 Por decreto del 30 de abril de 1940 quedaba suspendida, sin excepción alguna y por un período indefinido, «la concesión de autorizaciones relacionadas con el ingreso de nuevos elementos semitas».
Una circular del Ministerio de Relaciones Exteriores del Uruguay, del 17 de diciembre de 1938, establecía la necesidad de contar con un certificado político-social a fin de «evitar que vengan al país inmigrantes calificados por gobiernos extranjeros como individuos de raza judía.» 32
En su versión más suscinta, el argumento 5 sostiene que el patrimonio genético es un derecho colectivo:
«No se puede tocar el patrimonio genético aun si esto beneficiaría a algunas personas.» 33
A estos cinco argumentos podría responderse con los siguientes contraargumentos:
ad 1: La decisión acerca de una experimentación de ingeniería genética es una decisión que se toma en una situación de incertidumbre, es decir, cuando no sabemos cuál será el resultado de los diferentes cursos de acción. En estos casos, el makeup del decisor juega un papel fundamental: sobre el trasfondo de la ignorancia, el pesimista estará en contra de todo experimento y el optimista, a favor.
Lo relevante aquí es que en ninguno de los dos casos contamos con elementos seguros que permitan concluir inequívocamente la bondad o maldad ética de estos experimentos.
El dilema con el que se enfrenta tanto el ético como el jurista es el de, o bien proteger a la sociedad de males desconocidos pero imaginables, o bien congelar el desarrollo de la ciencia y la tecnología y privar a la sociedad de bienes desconocidos pero imaginables. 34
ad 2: El término «eugenética» fue utilizado por primera vez en el siglo XIX por el matemático inglés Francis Galton.
Posiblemente el mayor reconocimiento jurídico de la eugenética se produjo en los años treinta cuando el juez Holmes sostuvo la opinión según la cual Carrie Buck, una débil mental en un establecimiento estatal, podía ser esterilizada en el estado de Virginia por razones puramente eugenéticas. Carrie, su madre y su hija estaban en el mismo establecimiento y Holmes sostuvo que «tres generaciones de imbéciles eran suficientes». Esta declaración de Holmes no fue nunca revocada y todavía en 1940 en Skinner vs. Oklahoma, la Corte resolvió que una ley que establecía la esterilización de criminales tres veces reincidentes era inconstitucional pero no por razones de ética genética o de incertidumbre de la información científica sino porque violaba la Enmienda 14 de igual protección ya que se refería sólo a los que habían cometido cierto tipo de crímenes y no otros, sin dar una base racional de esta distinción. 35 La barbarie nazi terminó por desacreditar moralmente a todo tipo de experimento eugenético.
Pero, si se deja de lado por un momento esta terrible experiencia, en donde lo éticamente reprochable (al igual que en el caso de Carrie) es la imposición coactiva de medidas eugenéticas, creo que no cuesta mucho aceptar que en todas las sociedades (aun las animales) se han aceptado siempre «genomas». Basta pensar en la selección que por el color realizan los peces hembra para elegir al progenitor de sus hijos, en la prohibición del incesto, etc.
¿Por qué habrá de prohibirse la manipulación genética si con ella se asegura un mejor estado de salud física y mental? Supongamos que la gente de color resuelva un día (si ello fuera posible) introducir en su grupo racial modificaciones que los conviertan en personas blancas. Supongamos también que adujeran que tras siglos de discriminación y no obstante todas las exhortaciones en favor de la ceguera ante el color, han llegado a la conclusión de que la única forma de obtener igualdad real de oportunidades es ser blanco. No habría verificado entonces la afirmación de Borges cuando le preguntaron si le gustaría tener un hijo negro y respondió: «¡jamás, si ni siquiera los negros lo quieren!». Dejando de lado la malévola ironía de la respuesta, ¿habría argumentos éticos de peso para prohibir una tal transformación genética? Pienso que no.
Y por lo que respecta a la fertilización in vitro, ¿no tiene acaso razón Joseph Fletcher cuando afirma:
«El hombre es un hacedor y cuanto más racional y deliberado es lo que hace, ello es tanto más humano. Por consiguiente, la reproducción en el laboratorio es radicalmente humana comparada con la concepción a través de la relación heterosexual.» 36
ad 3: El argumento de la falta de consentimiento de los hijos o de las futuras generaciones presupone que ellos también están en condiciones de prestar su consentimiento a dos hechos previos necesarios: la elección del padre o de la madre y, sobre todo, la misma procreación. Es obvio que este consentimiento es fácticamente imposible y que a lo más que podría aspirarse sería a una especie de consentimiento hipotético difícil de imaginar en sus detalles y que probablemente lo único que requeriría es que los hijos concebidos no se encuentren en una situación ambiental o individual peor que la de sus padres.
ad 4: Si de lo que se trata es de asegurar que los genes de los hijos sean «normales» surgen aquí una serie de nuevos problemas vinculados con la calificación de un gene como «bueno» o como «malo». Es probable que esta calificación dependa en buena medida de marcos sociales y ambientales cambiantes que hacen difícil la formulación de enunciados éticos de carácter general.
ad 5: La necesidad de mantener el patrimonio genético suele ser sostenida por algunos comunitaristas extremos y ha dado lugar a los más horrendos crímenes de genocidio en nuestro siglo. Hablar de un derecho colectivo es en este sentido éticamente inaceptable. Más aún, desde un punto de vista moral hablar de derechos colectivos es, en mi opinión, un disparate semántico ya que los únicos derechos morales que existen son los individuales por la simple razón de que sólo los individuos son sujetos morales.
Resumiendo esta primera parte, pienso que podría concluirse que no existe ningún argumento moral plausible para prohibir conocer. Por lo que respecta a la prohibición de aplicación del conocimiento, dado que la medicina sigue siendo una ciencia relativamente imprecisa, enmarcada por una gran ignorancia, la ética sólo puede prestarle ayuda en casos puntuales, cuales son los de transplantes de órganos en las condiciones a las que me he referido de paso. Pero hay aún algo más, que me lleva a la consideración del segundo problema al que me había referido en la introducción, es decir,
II El problema de la impotencia moral
Cuando se trata de imponer deberes o prohibiciones pienso que conviene no olvidar que la eficacia de los códigos éticos es sumamente precaria, sobre todo por lo que respecta a su vigencia social integral. Es por ello que las normas morales requieren siempre el auxilio de la fuerza coactiva del orden jurídico.
Como es sabido, existen una serie de disposiciones jurídicas en diversos países tendientes a fijar límites normativos a la ingeniería genética.
En Alemania, por ejemplo, es delito alterar artificialmente «la información genética humana en la línea genética» o usar «una línea genética humana con información genética alterada artificialmente». En los Estados Unidos está también prohibida la terapia de la línea genética. También los National Institutes of Health y la Food and Drug Administration controlan la investigación orientada a la producción de nuevas drogas o de otros productos biológicos. En la práctica puede decirse que la terapia de la línea genética no está permitida en los Estados Unidos.
En España existen disposiciones legales vinculadas con la donación y uso de embriones humanos y fetos, y para la reproducción asistida. Así se dice:
«Para propósitos terapéuticos, principalmente para la selección de sexo en el caso de enfermedades vinculadas con los cromosomas sexuales, particularmente el cromosoma X, evitando así su transmisión; o para crear mosaicos genéticos beneficiosos a través de la cirugía, transplantando células, tejidos y órganos de embriones y fetos a pacientes en los cuales aquéllos están biológica y genéticamente modificados o faltan.»
Los procedimientos de reproducción asistida permiten la intervención en un preembrión humano sólo para tratar una enfermedad que lo afecte o evitar su transmisión.
Estas disposiciones, en sí bastante amplias, están luego restringidas por otras que convierten la situación en España muy parecida a la de Alemania y Estados Unidos.
En Israel, «todo procedimiento que afecte la salud, incluyendo la estructura genética de una persona o de un feto tiene que ser aprobado como experimento en un ser humano por una comisión superior». 37
Pero si con los códigos morales el problema reside en el hecho de que para su eficacia social tienen que ser unánimemente obedecidos, con las disposiciones jurídicas el problema reside en el hecho que son simplemente reactivas en caso de ser violadas, es decir, siempre llegan tarde.
Vistas así las cosas, el único freno eficaz parece ser el de las razones prudenciales: el convencimiento generalizado de que ciertas aplicaciones de la investigación genética perjudican también al propio agente. Algo de esto es lo que sucede con el uso de las armas atómicas: lo que hasta ahora ha asegurado su proscripción no son los argumentos morales o las sanciones jurídicas a nivel internacional sino la convicción de que su uso perjudica irremediablemente al país que recurra a esta arma suicida.
* * *
De acuerdo con lo aquí expuesto, pienso que la ética puede prestar ayuda a la medicina al no imponer barreras al conocimiento. No encuentro argumentos válidos para prohibir conocer. Por lo que respecta a la aplicación del conocimiento, la complejidad del ámbito médico y la ignorancia todavía existente aconsejan, desde el punto de vista ético, analizar puntualmente caso por caso.
Por último, no conviene olvidar que la ética es impotente por lo que respecta a la vigencia plena de sus prescripciones. El filósofo de la moral no tiene, pues, por qué cerrar el negocio pero le conviene obrar con cautela ya que todas sus evaluaciones las hace sobre un trasfondo de enorme ignorancia.
Notas
* Los cuatro primeros textos que se reúnen bajo este título fueron presentados en el VII Seminaro Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Escuela Libre de Derecho, la Universidad Iberoamericana (UIA), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de las Américas (UDLA). El evento se llevó a cabo en la Ciudad de México los días 9, 10 y 11 de octubre de 1997.
1 R. M. Hare, Ethics on Bioethics, Oxford, Clarendon Press, 1993, pág. 1.
2 Cfr. Stephen Toulmin, «How medicine saved the life of ethics» en Joseph P. DeMarco/Richard M. Fox, New Directions in Ethics. The Challenge of Applied Ethics, Nueva York/Londres, Routledge & Kegan Paul, 1986, págs. 265-281.
3 Esto no significa negar de plano que en el caso de, por ejemplo, trasplantes de órganos, la etnomedicina puede aportar datos interesantes. Así, por ejemplo, parece que existe una inusitada disposición a donar órganos en algunos grupos étnicos tales como el de los gitanos, mientras que en un país como el Japón los trasplantes son casi desconocidos por influencia de la religión budista. Cfr. las declaraciones de Rafael Matesanz, responsable de la Organización Nacional de Trasplantes de España en El País, 3.6.1993, pág. 34.
4 Cfr. Stephen Toulmin, op. cit., pág. 268.
5 Citado según Andrew Delbanco, «Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography by Roger Shattuck» en The New York Review of Books, vol. XLIV, no. 14, 2 de septiembre de 1997, págs. 4-7, pág. 4.
6 Ibídem, loc. cit.
7 Cfr. Gerald F. Gaus, Justificatory Liberalism. An Essay on Epistemology and Political Theory, Nueva York/Oxford, University Press, 1996, pág. 132.
8 David P. Hunt, «Two Problems with Knowing the Future» en American Philosophical Quarterly, vol. 34, no. 2, April 1997, págs. 273-285, pág. 273.
9 Cfr. Aristóteles, Etica nicomáquea, Madrid, Gredos, 1985, Libro III, 1112b, pág. 186.
10 Thomas Hobbes, Leviathan, en Thomas Hobbes, English Works, Tomo 3, Aalen: Scientia Verlag, 1966, pág. 48.
11 Ludwig Wittgenstein, Tractatus 5.1362.
12 Cfr. Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres, traducción de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho y estudio preliminar de Adela Cortina Orts, Madrid, Tecnos, 1989, pág. 283. Subrayado de E. G. V.
13 Citado según G. V. Tadd, «The Market of Bodily Parts: a Response to Ruth Chadwick» en Journal of Applied Philosophy, vol. 8, Nº 1, 1991, págs. 95-102, pág. 99.
14 Cfr. Charles Fried, An Anatomy of Values, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970, pág. 205, citado según Eric Rakowski, op.cit., pág. 184.
15 Cfr. Eugenio Bulygin, «Omnipotencia, omnisciencia y libertad» en Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin, Análisis lógico y derecho, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, págs. 545-559, aquí pág. 556.
16 Cfr. Condorcet, Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain (1794), edición a cargo de Wilhelm Alff, Francfort del Meno, Europäische Verlagsanstalt, 1963, pág. 366.
17 Cfr. Georg Henrik von Wright, Causality and Determinism, Nueva York/Londres, Columbia University Press, 1974, pág. 135 s.
18 Citado según Albert R. Jonsen, «‘O brave new world’: Rationality in Reproduction» en David C. Thomasma y Thomasine Kushner (eds.), Birth to Death. Science and Bioethics, Cambridge University Press págs. 50-57, pág. 53.
19 Cfr. Albert R. Jonsen, «‘O brave new world’: Rationality in Reproduction», cit., pág. 51.
20 British Medical Association (ed.), Our Genetic Future. The Science and Ethics of Genetic Technology, Oxford, University Press, 1992, pág. 209.
21 Cfr. Robert Schwartz, «Genetic Knowledge: Some Legal and Ethical Questions» en David C. Thomasma y Thomasine Kushner (eds.), Birth to Death. Science and Bioethics, Cambridge University Press, págs. 21-34, pág. 22.
22 Cfr. Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Buenos Aires/Madrid, 1913, pág. 78.
23 Ibídem, pág. 180.
24 Cfr. Leonardo Senkman, Argentina, la Segunda Guerra Mundial y los refugiados indeseables. 1933-1945, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1991, pág. 109.
25 Ibídem, loc. cit.
26 Ibídem, pág. 113.
27 Ibídem, pág. 114.
28 Ibídem, pág. 123.
29 Ibídem, pág. 122.
30 Ibídem, pág. 125.
31 Ibídem, pág. 122.
32 Ibídem, pág. 126.
33 Cfr. Alex Mauron y Jean-Marie Thévoz, «Gern-line Engineering: A Few European Voices» en 16 J. Med & Phil, 1991, pág. 654; citado según Roger B. Dworkin, «Law and Ignorance: Genetic Therapy and the Legal Process» en Jahrbuch für Recht und Ethik, Bd. 4, 1996, págs. 49-65, pág. 54.
34 Cfr. Dworkin, op.cit., pág. 49.
35 Cfr. Robert Schwartz, op.cit., pág. 22.
36 Citado según Albert R. Jonsen, op.cit., pág. 51.
37 Cfr. para estos y otros datos, Roger B. Dworkin, op.cit., págs. 60 ss.