Los riesgos del suicidio con ayuda médica: Primeras lecciones desde la experiencia americana*
Los riesgos del suicidio con ayuda médica: Primeras lecciones desde la experiencia americana*
Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998, pp. 104 -127
En junio de 1997, la Suprema Corte de los Estados Unidos en decisión unánime estableció que las leyes estatales que prohiben el suicidio con ayuda médica no son violatorias de la Constitución americana. 1 Desde luego que esta regla no es la última palabra en los Estados Unidos sobre la legalidad del suicidio auxiliado por médicos. La Suprema Corte dejó abierta la posibilidad de que las legislaturas estatales puedan autorizar esta práctica. A través de un referéndum popular realizado en 1994, el Estado de Oregon se convirtió en el primero en aprobarla, y en 1996, por un margen de votos aún mayor, de aproximadamente el 60%, los votantes estatales confirmaron aquel resultado. Recientes encuestas de opinión pública han mostrado que una mayoría significativa está de acuerdo en que se legalice la eutanasia con asistencia médica; 2 en el Estado de Michigan, el Dr. Jack Kevorkian ha estado manifestando públicamente su participación, desde 1991, auxiliando en más de sesenta suicidios, y aunque en cuatro ocasiones los fiscales estatales han intentado acusarlo de violaciones a las leyes estatales vigentes, todavía tienen que conseguir un jurado dispuesto a encontrarlo culpable. 3 Parece, por tanto, que estamos en un momento de cambios extraordinarios en las actitudes de los norteamericanos hacia el papel de los médicos al anticipar la muerte.
En un sentido amplio, se han formulado dos tipos de objeciones a la propuesta de legalización del suicidio con ayuda médica. El primero sostiene que como el suicidio es en sí mismo un acto inmoral, el auxilio para que otra persona lo cometa también es un acto inmoral que el Estado está obligado a prohibir. Una subcategoría de este argumento deóntico, referido a los médicos, afirma que ellos están obligados por las normas de su profesión a luchar siempre por la conservación de la vida, mas nunca por su reducción. El razonamiento defiende la idea de que, con independencia de la conveniencia de determinar responsabilidad penal por la comisión de conductas morales en general, el Estado tiene una responsabilidad específica de reglamentar una actividad profesional como la médica, lo que justifica la prohibición de ayuda médica en el suicidio. El segundo tipo de objeción es explícitamente consecuencialista, y sostiene que de manera inevitable, o al menos muy probablemente, resultan mayores daños que beneficios si se legaliza la ayuda médica en el suicidio. Los opositores en los Estados Unidos a la asistencia médica a suicidas, admiten más fácilmente esta segunda objeción. Nuestra tradición dominante sobre el pluralismo moral y el respeto por la libertad de decisión del individuo, hace más cómoda la aceptación de este tipo de objeción frente a una actitud explícitamente moralista.
Es difícil desenmarañar los dos tipos de objeciones. Porque si una acción es en sí misma inmoral, a menos que se admita que la persona que la realiza o bien carece de toda conciencia sobre esa inmoralidad, o es absolutamente indiferente ante su propio estatus moral, se sigue que a la ejecución de esa acción le acompaña una cierta inquietud, una “sensación de culpa”. Si la persona siente tal desasosiego o al menos una confusión, porque algo de su conciencia social comparte la común calificación moral de su propio acto, parece probable (si no es que inevitable) que otras consecuencias –de alguna manera lesivas a la propia persona o a terceros– acompañarían a la original conducta ominosa.
Me parece que este enmarañado argumento está en el fondo de las objeciones a la legalización del suicidio con ayuda médica. Da sustento al razonamiento que rechaza el caso paradigmático que presentan los defensores de su legalización, quienes admiten el auxilio al suicidio sólo en personas mentalmente competentes en situación de enfermedad terminal inminente, que voluntariamente eligen morir para evitar los terribles sufrimientos que acompañan a su enfermedad. Sus opositores formulan varias objeciones prácticas por las que el suicidio asistido no se reduciría a ese caso típico, por ejemplo, tomando en cuenta que el suicidio asistido implica costos mucho más reducidos frente a los que arrojan los complejos esfuerzos médicos para disminuir el sufrimiento físico y psicológico de los moribundos, en caso de legalizar la ayuda al suicidio, la sociedad estaría menos inclinada a cubrir las alternativas más costosas, y en particular la gente pobre si bien no elegiría “voluntariamente” el suicidio, estaría implícitamente forzada hacia él, dada la ausencia de otras alternativas posibles. Estas objeciones son importantes y quizá hasta concluyentes.
Sin embargo, hay otras objeciones adicionales a éstas de claro cuño consecuencialista. Una convicción moralista está detrás del conocido argumento de que la práctica del suicidio con ayuda de médicos conduce inevitablemente a una “pendiente resbalosa”, en donde están las personas incompetentes, quienes sufren depresiones y no son enfermos terminales, o los recién nacidos deformes o no deseados. De hecho, estos argumentos pueden rechazarse sin dificultad si asumimos que la práctica puede ser controlada fácilmente por medio de un autoconsciente control social racionalizado, de manera que el resbalón no ocurriría porque se adoptarían reglas en previsión del evento. El argumento racionalizado puede rechazarse sólo si también se repudia la asunción del control voluntario. Pero el repudio no se ajusta con facilidad a nuestra tradición intelectual proveniente de la Ilustración, que reclama la existencia de controles sociales racionales y orden social. Creo que las objeciones actuales al suicidio asistido por médicos descansan básicamente en este rechazo.
Por diversas razones, muchos objetores al suicidio asistido no están satisfechos al declarar su rechazo: razones tácticas, pues reconocen el arraigo que tiene en nuestra cultura la creencia en el autocontrol y en el control social, y saben que contradecir esa creencia debilitaría la aceptación popular de su rechazo al suicidio asistido; razones morales, en tanto que ellos mismos comparten esos ideales ilustrados y son renuentes a desaprobarlos; razones prácticas, puesto que organizan la mayor parte de su vida cotidiana con base en la asunción de que un racional control social y autocontrol es una posibilidad real, y consecuentemente se niegan a creer en la necesidad de la primera premisa de sus propias objeciones al suicidio asistido por médicos. Sin embargo, no es necesario rechazar totalmente la creencia ilustrada en la posibilidad del control social racional y autocontrol, para ofrecer un argumento coherente contra el suicidio asistido por médicos. Es suficiente el identificar las formas en que la experiencia de la muerte o su evidente inminencia, debilita la comprensión de la creencia iluminista. Si se entiende implícitamente que la muerte misma está inherentemente más allá del control racional (aún cuando esta creencia no sea concientemente reconocida), entonces la muerte es percibida como inconsistente con la premisa moral fundamental de nuestra cultura de la Ilustración: la premisa de la bondad del control social y autocontrol racional. Es decir, desde esta perspectiva, la muerte es en sí misma un error moral.
A primera vista, esta propuesta puede parecer muy extraña, pues sabemos que todo el mundo muere. Pero este conocimiento no es para nada inconsistente con una creencia igualmente fuerte en la inherente inmoralidad de la muerte. Recordemos la lección que ofrece la Biblia sobre la muerte como un castigo impuesto a la humanidad por la desobediencia de Adán y Eva en el Paraíso. O reflexionemos sobre la incapacidad comúnmente experimentada de creer que tú morirás, aun cuando sabes que todo el mundo debe morir. León Tolstoi ofreció la expresión clásica de esta paradoja, de una manera que expresa su equivalencia con la creencia en la inmoralidad de la muerte. En La muerte de Iván Ilich, Tolstoi observa:
En el fondo del corazón (de Iván), él sabía que estaba muriendo, pero no sólo era que no estaba acostumbrado a la idea, simplemente no podía comprenderla.
El silogismo que había aprendido en la Lógica de Kiezewetter: “Caius es un hombre, todos los hombres son mortales, por tanto, Caius es mortal”, le había parecido siempre correcto cuando se le aplicaba a Caius, pero no cuando se le aplicaba a él. El que Caius, es decir, el hombre en abstracto, fuera mortal, era perfectamente correcto, pero él no era Caius, no era un hombre abstracto, sino una creatura totalmente separada de las demás. Él había sido el pequeño Vania, con su mamá y su papá, con Mitya y Volodya, con juguetes, un cochero y una enfermera, después con Katenka y con todas las alegrías, tristezas y deleites de la niñez, la adolescencia y la juventud…¿Acaso Caius había estado enamorado?, ¿podría Caius presidir una sesión (en los tribunales) como él lo había hecho?. “Caius realmente era mortal, y era correcto que él muriera; pero a mí, el pequeño Vania, Iván Ilych, con todos mis pensamientos y emociones, es completamente otra cosa. No puede ser que yo tenga que morir. Sería demasiado terrible.” 4
La creencia profundamente enraizada en el equívoco, en la inmoralidad de la muerte, explica de mejor manera el impulso hacia la “pendiente resbaladiza”, hacia una expansión socialmente incontrolable del suicidio asistido legitimado. Así como Iván Ilych cree que la muerte es una proposición abstracta, todos podemos llegar a la convicción de que ni la muerte, ni el suicidio, ni el suicidio asistido son un error que tenga que ver con principios morales. A pesar de esta convicción consciente, es extremadamente difícil escapar a la paradoja de la coexistente creencia en el implícito error de la muerte, del que Iván da cuenta. La convivencia de estas creencias contradictorias, convierte en algo enormemente difícil el escapar de algunas expresiones vinculadas a esta paradoja. Esta es la función de la “pendiente resbaladiza”. La forma más clara en que podemos identificar el error moral de un acto legitimado de suicidio asistido –de manera que su ilegitimidad puede ser tanto negada conscientemente como inconscientemente reconocida–, es por las acciones subsecuentes que son abiertamente justificadas, mientras se muestran las manchas morales implícitas en el acto inicial. Consecuentemente, a partir de la inicial práctica legitimada de suicidio asistido para voluntarios, otros obstáculos morales cuya concurrencia se reconoce (por ejemplo, en contra de muertes no voluntarias de personas en estado de coma), caen por fuerza del ejemplo corrupto, mientras que, al mismo tiempo, la corrupción moral experimentada por esta extensión es en sí misma negada. Y así, se continúa con el siguiente obstáculo moral (por ejemplo, personas con retrasos mentales).
Esta es la manera en que las objeciones deónticas y consecuencialistas formuladas al suicidio asistido por médicos –que toman en cuenta su estatus moral y la probabilidad de sus consecuencias sociales– se insertan de manera necesaria y apropiada en argumentos sustentados en principios. Pero la identificación de este mecanismo de psicología moral no demuestra por sí misma el que no debiera legitimarse el suicidio con auxilio médico. Sin embargo, el entender la existencia de este mecanismo y reconocer su obstinada inserción profunda, debieran servir como un aviso contra la aceptación de los términos del debate que presentan muchos defensores contemporáneos del suicidio asistido. Si se acepta la premisa de que es irrelevante para el debate el estatus moral del suicidio asistido o del mismo suicidio, sobre la base de los valores del pluralismo moral que se siguen de nuestro compromiso con la autodeterminación, implícitamente estamos admitiendo los objetivos de la Ilustración del autocontrol racional y control social, que por sí mismos tienden a socavar los argumentos consecuencialistas “puros”, en el sentido de que malas acciones siguen inevitablemente de acciones “buenas” o “moralmente neutras”. Si, por el contrario, insistimos en admitir seriamente la posibilidad de que los ideales de la Ilustración no sustentan correctamente cuestiones directamente relacionadas con la muerte, ya se trate de cuestiones morales o de consecuencias prácticas, el debate se vuelve más rico y auténtico.
¿Cómo avanzar en la exploración de la posibilidad de que la muerte es ampliamente percibida en nuestra cultura como intrínsecamente inmoral e intrínsecamente fuera de control racional, que esta percepción no puede ser reemplazada por medio de argumentos racionales, y que si se le contraviene, la terquedad de estas convicciones morales daría paso a paradójicas consecuencias sociales destructivas?. Si bien la verdad de la proposición no puede ser demostrada directamente, no se sigue necesariamente que sea falsa. Un enfoque sugerente e ilustrativo de ella nos lo da el mostrar las rupturas y desórdenes que afectan a los procesos ordinarios de deliberación en diversos contextos sociales, en donde la muerte es el asunto directo, así como la identificación de las paradójicas consecuencias destructivas de tal desorden.
En el presente ensayo, me enfocaré solamente en un contexto social: los esfuerzos de la Suprema Corte de los Estados Unidos para revisar la constitucionalidad tanto del suicidio asistido por médicos como la de la pena de muerte, para mostrar tanto el inusual carácter desordenado de los esfuerzos como los resultados paradójicamente destructivos que arroja la jurisprudencia de la Corte sobre la pena de muerte, lo que también era esperado en su mucho más reciente tratamiento del suicidio asistido por médicos. La exploración de este único contexto social no aportará una demostración definitiva de la proposición general que he formulado, sobre la imposibilidad implícita del tratamiento moral y social de la muerte; pero es un primer paso para esa demostración, que podría ir más allá en otros contextos tanto en el campo jurídico (como en el aborto), como en la cultura de la medicina (como sería el caso de la implacable lucha que libran los médicos contra la muerte, la que fácilmente se transforma en la provocación de terribles sufrimientos a personas moribundas), y en la cultura en general (con la tendencia de la guerra hacia una escalada de destrucción inmisericorde).
El suicidio asistido por médicos en la Suprema Corte de los Estados Unidos
Las unánimes decisiones recientes de la Suprema Corte de los Estados Unidos que validaron las prohibiciones estatales de actos de suicidio con asistencia médica, fueron apreciadas como predecibles ejercicios ordinarios, seriamente concebidos, de adjudicación constitucional. Pero la apariencia de sobriedad estaba solamente en la superficie del resultado, porque reinaba gran confusión bajo la aparente calma de la superficie. La primera clave para observar el carácter desordenado y quebradizo de las deliberaciones constitucionales no está en la decisión de la Suprema Corte, sino en las actuaciones previas de las dos Cortes de Apelación –el Noveno Circuito, con jurisdicción en diez estados del Oeste, que incluye a los Estados de Washington y California, y el Segundo Circuito, con jurisdicción en Nueva York, Connecticut y Vermont, cuyas decisiones fueron anuladas por la Suprema Corte. Las dos Cortes de Circuito habían considerado que las leyes estatales que prohibían el suicidio auxiliado por médicos eran violatorias de la Constitución, aunque con base en diferentes teorías constitucionales. El Noveno Circuito estableció que los individuos tienen, con sustento constitucional, un “fundamental interés en la libertad” de elegir adelantar la muerte con asistencia médica, y que los estados no podían suprimir ese derecho individual; 5 el Segundo Circuito negó la existencia de ese derecho, pero sostuvo que era constitucionalmente irracional el que un estado permita a las personas el rechazo de tratamiento médico para la prolongación de la vida, y les prohiba la elección directa de asistencia médica positiva para acelerar la muerte. 6 Desde un enfoque de lógica abstracta, cada una de estas decisiones es defendible. La norma previa de la Suprema Corte en los casos de aborto, que establece que la mujer tiene un fundamental interés en la libertad de obtener auxilio médico para llevar a cabo su elección sobre la integridad de su propio cuerpo, podría apoyar adecuadamente la decisión del Noveno Circuito sobre la asistencia en el suicidio. La decisión del Segundo Circuito es menos coherente en términos jurisprudenciales, toda vez que precedentes bien establecidos establecen claramente que las leyes estatales no pueden anularse por “irracionalidad”, a menos que exista un independiente interés constitucional sustancial que soporte la materia objeto de la ley; el “derecho de los individuos a elegir sobre la integridad de su cuerpo” podría fácilmente servir como ese interés que dé apoyo a la decisión del Segundo Circuito, pero esta corte rechazó explícitamente la existencia de tal interés constitucional.
La quebradiza consistencia de las decisiones de las Cortes de Circuito no está, con todo, en su lógica abstracta. Esa peculiaridad está más bien en el absoluto desinterés inusual de ambos tribunales por el contexto social de esas normas. En el momento en que estos tribunales establecieron que los estados estaban obligados constitucionalmente a permitir el suicidio con ayuda médica, ninguna jurisdicción en los Estados Unidos estaba aplicando esa regla. Y sorprende aún más que solamente un Estado había adoptado la norma en principio de que estaba permitido el suicidio con apoyo médico; y ese Estado, Oregon, había emitido la norma en 1994 por referéndum popular aprobado sólo por 51% de los votantes, y que esa ley no había sido todavía puesta en práctica. Si bien mucha gente en diferentes estados estaba abogando por cambios legislativos para legitimar el suicidio con ayuda de médicos, la cuestión había sido puesta a debate público solamente en los cinco años anteriores; y muchos oponentes al cambio, entre ellos la Asociación Médica Americana, alegaron que con ello se transformaría profundamente la práctica médica y conduciría a terribles consecuencias indeseadas para un gran número de pacientes vulnerables, desesperadamente enfermos. Los temores de los opositores pueden ser injustificados, pero estas son cuestiones novedosas y todavía no han sido sometidas a prueba. Tomando en cuenta los recientes cambios legislativos de Oregon, parece posible que la implementación del suicidio asistido en ese único estado podría aportar con el tiempo una base empírica para descalificar o confirmar esos temores. Pero los Tribunales de Circuito se saltaron esos debates y resolvieron por sí mismos para los estados sujetos a su jurisdicción, los que cuentan con una población de casi la mitad del total de los Estados Unidos. Por todo esto, las decisiones de estos Tribunales de Circuito aparecían extraordinariamente escabrosas, sin fundarse adecuadamente en los hechos.
Desde luego que en la historia norteamericana, los tribunales han actuado con audacia considerable para anular leyes estatales ampliamente adoptadas. Pero carecíamos totalmente de precedentes en el derecho constitucional, en toda la historia de la adjudicación de la Suprema Corte, que pudieran servir, como en este caso de las decisiones de los Tribunales de Circuito, para imponer una norma en todos los estados en donde ninguno de ellos nunca había emitido una norma así. 7 En los casos en que la Suprema Corte había invalidado leyes estatales sobre el aborto, 8 o leyes sobre la pena de muerte, 9 o leyes sobre segregación racial, 10 leyes sobre salario mínimo, 11 había un considerable número de estados que ya habían adoptado esos resultados. 12 No es el caso del suicidio asistido por médicos. Esto es lo sorprendente y hasta temerario de las decisiones de los Tribunales de Circuito, especialmente extraño, tomando en cuenta que los miembros de los Tribunales de Circuito son normalmente un grupo más bien sobrio, algunos más liberales y activistas que otros, pero ninguno con inclinaciones a extraviarse radicalmente de las convenciones sociales dominantes.
De manera que la unánime anulación de estas decisiones por la Suprema Corte no constituyó una sorpresa, y podría apreciársele como una confirmación de la acostumbrada norma judicial de sobriedad. Pero esa perspectiva convencional de las decisiones de la Suprema Corte puede sostenerse sólo si se ignoran muchas confusas cuestiones internas judiciales no convencionales. La atenta observación a estas cuestiones, y la consideración de algunos paralelismos directos en los anteriores apoyos de la Suprema Corte al revisar el estatus constitucional de la pena capital, sugieren que alguna cualidad perturbadora del objeto de la ley en ambos tipos de casos, fue la causa de la incapacidad de los ministros para apoyarse firmemente en la reglas convencionales del comportamiento judicial.
Considérense, en primer lugar, las opiniones del Presidente de la Suprema Corte, William Rehnquist, denominadas “opiniones de la Corte”. Casi en su totalidad, las dos opiniones adoptan el limitado enfoque para la adjudicación constitucional, carente de ambición, que ha sido el sello característico de la jurisprudencia Rehnquist. El argumento que sostuvo el Noveno Circuito sobre el derecho constitucional al suicidio asistido por médicos, “basado en la libertad” o implícitamente “en la privacía”, es un error, sostiene Rehnquist, porque ni textual ni históricamente existe un apoyo en la actual práctica estatal predominante para ese derecho. Por lo que hace a la decisión del Segundo Circuito, en el sentido de que la ley de Nueva York no puede racionalmente distinguir entre su autorización para que un paciente elija rechazar tratamiento médico para prolongar la vida, y su prohibición para que un paciente escoja tratamiento médico para acelerar la muerte, Rehnquist concluye esencialmente que la distinción es suficientemente racional para propósitos constitucionales porque mucha gente considera que es racional. En ambos casos, Rehnquist invocó su versión facilitadora de adjudicación constitucional: la mejor –y quizá la única necesaria– evidencia para la validez constitucional de una ley estatal es su existencia. No hay aquí novedades, sino hasta la nota a pie de página final de cada una de sus opiniones.
Al final de su opinión sobre el caso del Noveno Circuito, Rehnquist mencionó la observación del Ministro Stevens en su opinión concurrente, en el sentido de que (Stevens) “no cerraría ‘la posibilidad de que una demanda individual en busca de acortamiento de la vida, o la de un doctor a quien le fuera solicitada su asistencia, podría prevalecer en una circunstancia específica’ ”. Rehnquist continúa, “nuestra opinión no cancela absolutamente esta pretensión. Sin embargo, dado que hemos sostenido que la Cláusula del Debido Proceso Legal, de la Enmienda Catorce, no ofrece una protección reforzada al denominado interés en la libertad en la terminación de la propia vida con la asistencia de médicos, esa pretensión debiera ser muy diferente de las que aquí han formulado los quejosos.” 13 Análogamente, en la parte final de su opinión en el caso del Segundo Circuito, Rehnquist de nuevo invoca a Stevens: “El Ministro Stevens apunta que nuestra decisión de hoy ‘no clausura la posibilidad de que algunas aplicaciones de la ley de Nueva York puedan imponer una intromisión intolerable en la libertad del paciente’ “; y Rehnquist vuelve a agregar, “esto es verdad, pero … un demandante que pretenda mostrar que la prohibición al suicidio asistido en Nueva York ha sido inconstitucional en su caso particular, necesitará presentar argumentos diferentes y mucho más sólidos que los que han sido formulados por los quejosos en el presente caso”. 14
¿A qué argumentos diferentes, más sólidos puede estarse refiriendo Rehnquist en estas dos notas a pie de página?. Los demandantes en ambos casos, según todo parece indicar, presentaron toda clase de posibles argumentos de reclamación constitucional que pudieron concebir, para lograr la anulación de las leyes prohibitivas estatales. Si el presidente de la Corte realmente quiso decir que su opinión, a nombre de ese Alto Tribunal, no cancelaba subsecuentes demandas constitucionales de nulidad de esas leyes, por lo menos fue una actitud poco generosa de su parte el no proporcionar ninguna guía para futuros quejosos. Los profesores de derecho del estilo socrático con frecuencia “esconden la bola” a sus estudiantes, pero este tipo de pedagogía juguetona difícilmente es la apropiada en las opiniones judiciales. La explicación más creíble de la negativa de Rehnquist para ofrecer al menos una insinuación sobre los específicos contenidos de argumentos constitucionales “diferentes y mucho más sólidos”, a la luz del absoluto rechazo de los reclamos de los demandantes en los casos pendientes, es que él no tenía idea de cuáles podían ser esos argumentos.
¿Por qué, entonces, las opiniones de Rehnquist concluyen con estas traviesas notas, aunque aparentemente vacías?. La mejor explicación parece estar en el reino de la política judicial. Estas notas tienen la marca del precio pagado por Rehnquist para atraer un número suficiente de votos a fin de convertir sus opiniones en “opiniones de la Corte”. Si bien la Corte fue unánime al rechazar las demandas de inconstitucionalidad, sólo cinco ministros concurrieron en la opinión de Rehnquist, y uno de ellos, la Ministra Sandra O’Connor, también elaboró una opinión concurrente propia en la que sugería con firmeza que las notas finales de Rehnquist apuntaban hacia ella. En su opinión concurrente, O’Connor estableció una diferencia que Rehnquist no mencionó explícitamente, en la que distinguía entre “reclamos frontales” a las prohibiciones estatales al suicidio asistido, y la cuestión más precisa de si una persona mentalmente competente que experimenta gran sufrimiento tiene un interés constitucional identificable en controlar las circunstancias de su muerte inminente”. 15 O’Connor consideró que “no era necesario abordar” esta cuestión más puntual porque “las partes y los amici están de acuerdo en que en estos Estados que fueron demandados, un paciente con una enfermedad terminal, que experimenta terribles sufrimientos, no tiene impedimentos legales para adquirir medicamentos, de médicos autorizados, para disminuir el dolor, hasta el punto de causar inconsciencia y acelerar la muerte”. 16 Consecuentemente, O’Connor sostuvo que suscribía la opinión de Rehnquist porque ésta rechazaba un “derecho generalizado a ‘cometer suicidio’ “, pero que “no necesitaba abordar” el reclamo constitucional más específico de las personas con enfermedad terminal e irremediablemente en sufrimiento.
Esta es ciertamente una muy extraña construcción de los asuntos surgidos en los dos casos. ¿A que viene toda esta alharaca –nos preguntamos–, si es que O’Connor tenía razón de que las partes y los amiciestaban de acuerdo en la ausencia de impedimentos jurídicos para los médicos para suministrar medicamentos hasta acelerar la muerte de los pacientes terminales con sufrimiento?. De hecho no existía tal acuerdo de las partes y los amici, y no podía haberlo porque la Ministra O’Connor sencillamente se equivocaba en su afirmación acerca de la falta de impedimentos jurídicos. Los hay al menos en dos contextos. En el primero, existen restricciones rígidas para adquirir narcóticos, tanto en disposiciones jurídicas federales como en las estatales, orientadas a impedir el consumo de droga en las calles, pero que provocan, en la práctica, que se limite la capacidad de los médicos de suministrar drogas a sus pacientes con padecimientos. Estas restricciones afectan no sólo las dosis de los medicamentos que podrían acarrear el riesgo de acelerar la muerte de los pacientes, sino que de una manera más general obstaculizan la capacidad de los médicos para prescribir medicamentos seguros y efectivos para controlar el dolor. 17 En el segundo contexto, en las circunstancias en las que hay algún riesgo de muerte previsible por el suministro de narcóticos que reducen de dolor, es cierto que no hay leyes federales o estatales que directamente prohíban ese suministro, pero solamente si el único propósito del médico es aliviar el dolor. Si pudiera probarse que el “verdadero” propósito del médico era el acelerar la muerte o incluso que tenía una intención “mezclada” de aliviar el dolor y apresurar la muerte, entonces la excepción legal, formalmente, no se actualizaría. 18 Hay una especie de argumento tipo Alicia-en-el-País-de-las-Maravillas en este razonamiento legalista: cuando un paciente con sufrimiento intenso está cerca de la muerte, y su doctor se inclina a incrementar las dosis de los narcóticos con clara conciencia de que es probable que este incremento acelere la muerte, ¿cómo puede el médico o cualquier otra persona confiar en que sus motivos abrigan el exclusivo propósito de aliviar el dolor?. Y si el facultativo teme o el ser acusado o el ser objeto de propaganda negativa de cualquier tipo, aún cuando esos temores sean totalmente infundados, su propio conocimiento acerca de sus motivos mezclados, o de su acción anticipada, que en caso de ser reclamada no podría probar la “pureza” de los motivos orientados sólo a aliviar el dolor, actuarían como elementos inhibitorios. Las limitaciones a las vigentes permisiones legales para prescribir narcóticos que alivian del dolor, sí pueden ser vistas –en contra de la afirmación de la Ministra O’Connor– como “impedimentos legales para adquirir medicamentos, de médicos autorizados, para disminuir el dolor, hasta el punto de causar inconsciencia y acelerar la muerte”.
La Ministra O’Connor no reconoció el sustento falaz de su opinión concurrente con la de la Corte. Si bien otro ministro, en su propia opinión concurrente diversa, identificó casi explícitamente la falsedad de esta cuestión, también se apoyó en este sofisma para fundamentar su propósito de confirmar la constitucionalidad de las leyes estatales prohibitivas del suicidio asistido. El Ministro Stephen Breyer coincidió con O’Connor en que la Corte no estaba obligada a adjudicar la existencia de un derecho constitucional al suicidio asistido, sobre la base de que “eludir los dolores físicos severos (asociados con la muerte), tendría que incluir una parte esencial” de cualquier reclamo de derecho constitucional y que “las leyes vigentes no obligan a una persona moribunda a soportar ese tipo de dolor… (porque) no impiden a los doctores el que suministren a sus pacientes drogas en cantidades suficientes para controlar el dolor, a pesar del riesgo de que esas drogas por sí mismas son mortales”. 19 Sin embargo, a diferencia de la Ministra O’Connor, el Ministro Breyer cita escritos de amicus que asientan algunas inhibiciones a las intenciones de los médicos para prescribir adecuadas drogas para aliviar el dolor. “Se nos ha…dicho”, afirmó, “que existen muchas ocasiones en las que los pacientes no consiguen los tratamientos paliativos que, en principio, están disponibles”, pero, continuó, “esto se debe a razones institucionales o a inadecuaciones o bien a obstáculos, que parece posible superar, entre los que no está un conjunto de normas prohibitivas”. 20
Un viejo refrán entre litigantes dice que si la ley está en tu contra, argumenta sobre los hechos, si los hechos están en tu contra, argumenta sobre la ley, y si la ley y los hechos están en tu contra, golpea la mesa. El recurso del Ministro Breyer al resaltar la expresión en letra bastardilla, me parece una maniobra de golpear la mesa. Es más, al final de su opinión concurrente, Breyer se acerca a admitir la debilidad de su argumento: “Si las circunstancias legales fueran diferentes, por ejemplo, si la ley estatal impidiera el suministro de tratamientos paliativos, incluyendo la administración de las drogas necesarias para evitar dolores en el ocaso de la vida, entonces el impacto de la ley sobre los serios y de alguna manera inevitables dolores físicos (que acompañan la muerte), sería el asunto directo a tratar. Como sugiere la Ministra O’Connor, la Corte podría tener que revisar las conclusiones de estos casos”. 21
Así el Ministro Breyer presenta un mapa con las rutas para futuros reclamos litigiosos contra leyes estatales que prohiban el suicidio asistido, un mapa que el Ministro Rehnquist había rechazado en sus oscuras notas finales a pie de página y que no había admitido la Ministra O’Connor en su opinión concurrente que le dio a Rehnquist el quinto voto para constituir la opinión de la Corte. Más aún, Breyer fue virtualmente transparente al reconocer las dudosas implicaciones de su mapa. Se adhiere a la opinión concurrente de la Ministra O’Connor “excepto en cuanto se une a la mayoría”, y observa agudamente que los puntos de vista de O’Connor “puntos que yo comparto, tienen un significado jurídico más fuerte del que sugiere la opinión de la Corte”. 22
Otros tres ministros concurrieron en el resultado pero no en la opinión de la Corte. La Ministra Ruth Bader Ginsburg pareció seguir la dirección de Breyer, aunque sin esa explícita transparencia. Ella simplemente apuntó “concurro en los argumentos de la Corte en estos casos, sustancialmente por las razones asentadas por la Ministra O’Connor en su opinión concurrente”. 23 El Ministro John Paul Stevens emitió una amplia opinión concurrente que en muchos sentidos fue la más enigmática de todas las opiniones del caso. Stevens fue abiertamente explícito al concluir que el interés de los individuos para acelerar la muerte “está sujeto a protección constitucional”. 24 Stevens dedicó casi toda su opinión para refutar los argumentos en contra de la existencia de ese derecho constitucional, pero decidió construir las demandas de los quejosos sólo como “reclamos frontales” a las leyes estatales que él estaba renuente a aprobar en sus términos. En consecuencia, Stevens ignoró la existencia de demandantes identificados claramente en el caso, quienes habían proporcionado vívidos detalles de su estado moribundo, de sus terribles dolores físicos y emocionales, de sus explícitos deseos de apresurar su muerte y del impacto inhibitorio que sobre sus deseos provocaban las leyes estatales al castigar el suicidio asistido por médicos. Al anular la ley del Estado de Washington, la Corte de Apelación del Noveno Circuito había negado explícitamente que estuviera revisando la “validez frontal” de esa ley sujeta a revisión, 25 y si bien todos los quejosos originales ya habían muerto cuando el caso había llegado a la Suprema Corte, ésta –de manera similar a los reclamos constitucionales contra las leyes del aborto, en los que las demandas originales ya eran sólo cuestión teórica antes de la adjudicación en apelación– 26 no es una razón apropiada para que un Tribunal de Apelación ignore sus reclamaciones en contra de las aplicaciones específicas de una ley estatal que proscribe el suicidio asistido. Las mismas circunstancias que el Ministro Stevens señaló en su opinión concurrente como justificatorias de un derecho constitucional a apresurar la muerte, estaban de hecho presentes en los alegatos de uno u otro de los quejosos identificados específicamente en los dos casos. Si los Ministros O’Connor, Breyer y Ginsburg rechazaron el anular las leyes estatales al reconstruir erróneamente o hasta falsificar sus efectos inhibitorios presentes en la conducta de los doctores, parece que el Ministro Stevens siguió un curso similar al equivocarse en la lectura de los reclamos concretos de los quejosos acerca de los efectos inhibitorios en sus conductas. A partir de la opinión de Stevens, es virtualmente imposible entender qué más habría querido él obtener de los quejosos en los dos casos, a fin de proclamar la existencia de los derechos constitucionales que aparentemente suscribía.
También el Ministro David Souter emitió una opinión concurrente extensa y, al igual que Stevens expresó abiertamente una fuerte inclinación a encontrar un derecho constitucional al suicidio asistido por médicos, pero a pesar de ello, emitió su voto aprobatorio de las leyes estatales prohibitivas. A diferencia de Stevens, sin embargo, Souter no encubrió las razones que lo hacían dudar, invocando opacas formalidades de los alegatos. Souter fue totalmente claro al afirmar que, a pesar de la fuerza que él apreciaba en los principios constitucionales que daban sustento a la intimidad del individuo y a su autonomía, y de la violación a esos principios implicada en las prohibiciones legales al suicidio asistido por médicos, con todo, él no estaba todavía preparado para suscribir un derecho constitucional, habida cuenta de que aún había demasiadas incertidumbres sobre sus aplicaciones en la práctica, así como sobre los costos sociales y personales involucrados en la aplicación de ese derecho. La opinión de Souter fue la más directa de todas, contrasta con la de Rehnquist que mostró un claro disimulo al negarse a impedir cualquier argumento posterior a favor de un derecho constitucional, se diferencia de las de O’Connor, Breyer y Ginsburg, quienes tergiversaron las medidas paliativas permitidas por la legislación para los enfermos moribundos, y difiere de la de Stevens, quien prometió encontrar un derecho constitucional en casos futuros, que parecen no diferentes a los actuales.
Sin embargo, la honestidad de Souter supuso un costo. No quedó claro cuál es el principio jurisprudencial que podría ofrecer para justificar su posición. Es más, un singular aspecto de la posición de Souter virtualmente abandona una justificación judicial explícita. Al final de su opinión, Souter concluye que “el legislador…está en mejor posición para hacerse llegar los elementos necesarios para juzgar la presente controversia… (incluyendo) la capacidad de experimentar, de avanzar y retroceder de acuerdo con los hechos que se presenten en su propia jurisdicción”. 27 Pero Souter no sólo estaba remitiendo las cosas hacia el ámbito legislativo, como la opinión de Rehnquist lo había hecho. Souter hace acto de comparecencia para concluir que no es nada más que el legislador tenga esa oportunidad de involucrarse, más bien tiene la obligación de comprometerse en una búsqueda seria de datos fidedignos, de manera que los aspectos prácticos que implica el reconocer el derecho al suicidio asistido sean “confirmados o rechazados”. 28 En la siguiente afirmación, Souter implica la existencia de esa obligación: “No me pronuncio aquí sobre cuáles podrían ser las consecuencias de un legislador reticente a investigar los elementos que sustenten el argumento del Estado, en el sentido de que el derecho que se discute no podría limitarse como se reclama”. 29
Pero Souter no especificó con claridad el tipo de obligación para investigar que él impondría al legislador. Desde luego no estaba diciendo que todas las legislaturas estatales, o incluso un número pequeño de ellas elegidas al azar, estaban obligadas a emitir leyes que autorizaran el suicidio asistido por médicos, de manera que sus premisas justificatorias podrían ser “confirmadas o rechazadas”. Habida cuenta de su rechazo a suscribir un derecho constitucional al suicidio asistido, no podría exigir de ninguna legislatura que lo aprobara, incluso sobre una base “experimental”. Pero, ¿qué quiso decir con “legislador reticente”?. La respuesta inmediata es que Souter no fue claro, y quizá fue intencionalmente oscuro. Sin embargo, a continuación de la obligación que vagamente señaló, está dispuesto a formular una amenaza no tan vaga: “A veces un tribunal puede verse forzado a actuar sin tomar en consideración la preferencia institucional de los poderes políticos como foros para revisar reclamaciones constitucionales. Véase, por ejemplo, Bolling v. Sharpe, 347 U. S. 497 (1954).” 30
Esta es una cita intrigante. Bolling fue el caso que acompañó a Brown v. Board of Education, 31 y se refiere a la discriminación racial en las escuelas del Distrito de Columbia. La relación que establece Souter entre Bolling y el “legislador reticente” parece no aludir sólo al error de los estados del Sur para erradicar la discriminación racial en las escuelas antes de que, en 1954, se les obligara constitucionalmente a hacerlo, sino que también toma en cuenta la masiva resistencia posterior. Por lo que toca al suicidio asistido, Souter parece invocar no sólo Brown I sino también Brown II, y su consecuente prohibición judicial acerca de la “reticencia legislativa”, es decir, la exigencia de que los estados deben actuar “con toda la premura del caso”. 32 Parafraseando el argumento de Souter, parece estar diciendo “observo un fundamento constitucional para exigir al Estado la aprobación del suicidio asistido por médicos, pero me generan un conflicto las consecuencias prácticas de esa norma; quiero ceder esto al legislador, por ahora pero no para siempre, de manera que ellos tengan tiempo para aplicar sus mejores recursos en materia de investigación para “confirmar o rechazar” la problemática de estas cuestiones prácticas.” Esta posición es una reminiscencia directa de la aceptación, por la Corte Warren, del reclamo constitucional en Brown I, pero que declinó hacerlo en Brown II, por razones prácticas en su implementación, para exigir la inmediata ejecución de los derechos de estudiantes individuales en contra de la discriminación racial en las escuelas públicas.
Brown II no es una decisión popular en estos días. No sorprende entonces que Souter se muestre reacio a invocar directamente su fuerza de precedente. Es más, si Brown II fuera literalmente su guía, significaría que Souter les daría a los estados exactamente trece años pero ni un minuto más –que es el lapso entre la fórmula de “la premura del caso” de 1955 y su rechazo en 1968– 33 para investigar y experimentar los problemas que presenta la propuesta de suicidio asistido por médicos en el tratamiento de personas moribundas. Parece improbable que Souter quisiera otorgar esa licencia explícita al legislador. Más bien estaba buscando alguna solución contemporizadora, alguna fórmula judicial que imprimiera fuerza al derecho constitucional al suicidio asistido, pero sin imponerlo, por lo menos inmediatamente. Creo que es de elogiarse esta salida, no sólo como una respuesta judicial a las reclamaciones para constitucionalizar el suicidio asistido por médicos, sino en el contexto más amplio de una técnica judicial para promover un intercambio entre los tribunales y el legislador acerca de principios constitucionales y su aplicación, bien sustentado, orientado, con sustentos empíricos y en un clima de respeto. 34
Parece muy posible que la misma actitud contemporizadora esté detrás de las peculiares maniobras de los demás Ministros concurrentes en la resolución de la Corte. Stevens expresamente exhortó a litigar el asunto en el futuro, y Breyer fue casi igual de explícito, al invitar a reclamar por vía constitucional las leyes estatales que de hecho obstruyan las disposiciones que otorguen adecuados paliativos al dolor de pacientes terminales. 35 Hasta las notas a pie de página del Ministro Presidente Rehnquist ofrecen una promesa para que las reclamaciones constitucionales no queden anuladas de manera permanente (si bien estas garantías están tan en desacuerdo con el resto de su razonamiento que en el mejor de los casos parecen aparentes).
A partir de las cinco opiniones concurrentes en los dos casos, es posible compilar una actitud única, algo así como una verdadera opinión de la Corte, en el sentido de que la controversia sobre la existencia de un derecho constitucional al suicidio asistido por médicos, no está todavía madura para tener una resolución definitiva, sino que debe esperar desarrollos futuros en las legislaturas estatales así como a través de la práctica de litigios específicos. Si bien es posible refractar a través de un lente único todas estas opiniones, de manera que puedan verse como si todas reflejaran la mesurada retórica que desplegó el Ministro Souter, esta calculada lectura ocultaría las disonancias que pueden detectarse en todas las opiniones, incluyendo la de Souter. Hay extrañas notas discordantes en todas las opiniones de los Ministros: la incoherencia en la afirmación de Stevens de que los estatutos no fueron reclamados tal y como fueron aplicados, y su enigmático esfuerzo para presentar su disensión como si fuera una concurrencia; los ruidosos errores empíricos sobre las barreras jurídicas para aliviar dolores en la opinión de O’Connor, que Breyer virtualmente reconoció al coincidir con ella; el enmascarado carácter críptico de la breve opinión concurrente de Ginsburg, en donde “substancialmente” está de acuerdo con O’Connor pero no lo suficiente como para suscribir su opinión o para seguirla al unirse a la de Rehnquist; la engañosa designación de la opinión de Rehnquist al hablar a nombre de una mayoría de la Corte, sin tomar en cuenta que el quinto voto, el de O’Connor, era significativamente discordante con el de los restantes cuatro; y hasta las indescifrables directivas de Souter para acciones litigiosas futuras. En suma, había algo desordenado en cada una de las opiniones de los Ministros, y algo igualmente desordenado en el aislamiento de cada una frente a las demás, en su incapacidad o su indiferencia para encontrar un enfoque o un lenguaje comunes.
Esta incoherencia la mostró muy gráficamente el añadido de las notas finales del Ministro Presidente Rehnquist, al reivindicar la apertura de las cuestiones constitucionales, a pesar de la patente intención del texto de su opinión de cancelar cualquier reclamación constitucional posible. La contradicción fue sólo la expresión más ostensible de la dificultad central, evidente en todas las opiniones, el hecho de que los Ministros no hayan podido arribar por sí mismos a la solución de la cuestión, pero, con la señalada excepción de Souter, tampoco pudieron admitir con franqueza su falta de decisión. Esta reticencia puede muy bien haber surgido desde la propia perspectiva de los Ministros acerca de las costumbres vinculantes sobre el papel de la judicatura, en el sentido de que los jueces resuelven controversias, y de hecho lo hacen. O su reticencia puede reflejar algo más, algo acerca del carácter subyacente a esta controversia.
La pena de muerte en la Suprema Corte de los Estados Unidos
Las anomalías que evidencian las conductas de los Ministros en la controversia sobre el suicidio asistido, tienen alguna semejanza cercana con el comportamiento de anteriores Ministros, en los casos que comenzaron en los setentas sobre el estatus constitucional de la pena capital. Especialmente en los casos iniciales sobre la pena de muerte, hay una errática y casi intencional incoherencia en la conducta de los Ministros que, en mi opinión, se comprende mejor como una respuesta al impacto emocional de la materia, a la perturbadora confrontación con la muerte. En la subsecuente historia judicial de la pena de muerte, los Ministros enfrentaron esta perturbación y lograron un acuerdo sobre ella, en formas que ofrecen algunas sugerentes predicciones para los futuros desarrollos jurisprudenciales en materia de suicidio asistido.
Una semejanza entre los casos presentes de suicidio asistido y los tempranos casos de pena capital se muestra en la dramática decisión de la Corte, en 1972, que anulaba eficazmente todas las leyes estatales que todavía conservaban la pena de muerte. En Furman v. Georgia, 36 la Corte se colocó en el mismo esquema de los casos de suicidio asistido, con un bloque de cuatro sólidos opositores a la búsqueda de problemas constitucionales en las leyes estatales, y cinco Ministros integrando la mayoría, en donde cada uno encontró faltas, pero ni pudieron identificar un sustento común entre ellos, ni aportaron una clara fundamentación coherente para sus propias posturas individuales. En un sentido, Furmantenía mayor semejanza con las disposiciones de los Tribunales de Circuito que con la decisión de la Suprema Corte en los casos de suicidio asistido, es decir, en su enfoque completamente inesperado y tan ambicioso. El propio Furman está mejor descrito de la manera en que el Ministro Potter Stewart calificó a la pena de muerte, como un “relámpago”, 37 que sobresaltadamente aparece de improviso como si viniera de ningún lugar; y esto también caracterizaría las resoluciones de las Cortes de Apelación sobre el suicidio asistido –una emitida en banc por una mayoría de ocho a tres, la otra por una decisión de un panel unánime–, invocando autoridad constitucional para imponer resultados enfrentados con la práctica largamente establecida esencialmente en todos los estados. 38 Mas a pesar de la evidente sobriedad de las decisiones de la Suprema Corte anulatorias de esas resoluciones, hay una calidad inesperada y ambiciosa en las singularidades que he identificado en las opiniones de los Ministros, una análoga cualidad “de relámpago” en sus alterados manifiestos.
La semejanza significativa entre la pena de muerte y los casos de suicidio asistido está en su materia afín, que no es solamente la muerte, sino el reclamo de que la ley estatal sea responsable de la imposición de los sufrimientos terribles que acompañan a esas muertes, y el núcleo de la injusticia sea la irracionalidad e inequidad de las imposiciones estatales. La cuestión central sometida a litigio, compartida por los dos tipos de casos, era que los tribunales deberían intervenir para aliviar el sufrimiento, para racionalizar y consecuentemente someter la imposición de la muerte. Un rápido recorrido a través de la tortuosa respuesta de la Suprema Corte a este reclamo desde 1970, identificará algunos paralelismos posibles para futuras respuestas al suicidio asistido, algunos impulsos que tal vez los Ministros encuentren difícil resistir.
La dramática resolución de la Corte en Furmanera especialmente inesperada habida cuenta de que sólo un año antes la Corte había decidido, en McGautha v. California, que los estados no tenían una obligación constitucional de formular estándares racionalizadores que guiaran las deliberaciones de los jurados en los casos de pena capital, y, de hecho, que “dada la infinita variedad de casos y de las facetas de cada uno” colocaba cualquier esfuerzo de estandarización “más allá de las actuales capacidades humanas”. 39 Al tejer juntas las cinco opiniones separadas de los Ministros del caso Furman un año más tarde, la mayoría parecía concluir que la pena capital era inconstitucional porque se aplicaba impredeciblemente, y, por lo tanto, sin ningún estándar de racionalidad. Treinta y cinco estados respondieron de inmediato a esta resolución emitiendo de nuevo leyes que contemplaban la pena de muerte, en varias versiones, y sólo cuatro años más tarde la Suprema Corte revertió el curso abruptamente, en Gregg v, Georgia, 40 estableciendo que algunas de estas leyes renovadas contaban con la suficiente racionalidad para superar cualquier problema que la mayoría hubiera visto en Furman. En otras palabras, en 1976 la Corte consideró que algunos estados habían logrado lo que la misma Corte había considerado, en 1971, estar “más allá de las actuales capacidades humanas”. Podría parecer que entre 1971 y 1976 la Corte había observado un avance evolutivo de pasmosa rapidez, o, más probablemente, durante ese tiempo una mayoría de Ministros había tenido ambivalentes enfoques erráticos sobre la pena de muerte.
El Ministro Thurgood Marshall identificó una razón para esta inconsistencia en su opinión concurrente en Furman. Apenas un año antes, en la conferencia para deliberar sobre McGautha, Marshall había sostenido el punto de vista de que la pena capital no era inherentemente inconstitucional. 41 En Furman, sin embargo, dramáticamente cambió hacia la posición absolutista. Al explicar su propia conducta en Furman, Marshall sostuvo que “la sinceridad me obliga a confesar que no estoy insensible al hecho de que… (este caso) no solamente…compromete las vidas de los tres peticionarios, sino también las de los casi 600 mujeres y hombres condenados en este país que en este momento esperan la ejecución.” 42 Cuando Furman llegó a la Suprema Corte, una moratoria nacional había estado en vigor desde 1967, cuyas piezas se unían eficazmente desde las resoluciones procesales de varios tribunales inferiores obtenidas por litigantes abolicionistas, recusando cualquier aspecto de la ejecución de la pena de muerte. 43 Para 1972, todas las diferentes recusaciones habían sido rechazadas judicialmente excepto el recurso último, la demanda sin precedentes, y en apariencia con pocas probabilidades, de que la Corte analizara en Furman si la pena de muerte era en sí misma “un castigo cruel e inusual”, bajo la Octava Enmienda. 44 Consecuentemente, como observó Marshall, no sólo las vidas de los tres peticionarios en Furman, sino las de 600 más pendían de la resolución de la Corte, y Marshall no era el único Ministro que estaba conciente de ello.
La perspectiva inminente de la muerte, como Samuel Johnson observó, puede “concentrar maravillosamente” la mente, 45 pero no necesariamente promueve un pensamiento claro. Si bien los Ministros Brennan y Marshall nunca se desviaron, durante el resto de su servicio, de las conclusiones que cada uno expresó en Furman sobre la inconstitucionalidad inherente de la pena capital, dos del resto de la mayoría de Ministros en Furman, Potter Stewart y Byron White, virtualmente de inmediato se retractaron en Gregg. 46 White estaba de acuerdo en validar todas las leyes emitidas de nuevo, mientras que Stewart aprobaba solamente unas cuantas, pero era difícil percibir las distinciones entre cualquiera de estas leyes y las invalidadas en Furman. 47
Si revisamos la jurisprudencia de la Corte desde 1971 hasta la fecha en materia de pena de muerte, se evidencia una clara lógica: hoy la Corte ha recorrido el camino hacia atrás hasta la posición que había tomado en McGautha, en el sentido que la ejecución por parte de los estados de la pena de muerte, esencialmente no es un problema sujeto a revisión bajo supuestos constitucionales federales. La Corte ha hecho un recorrido circular, sin embargo, sin reconocer que ha anulado Furmana fin de regresar a McGautha. En lugar de ello, la Corte considera que los estados han logrado racionalizar exitosamente la ejecución de la pena de muerte, y al mismo tiempo, la Corte ha eliminado virtualmente, por medio de diversas maniobras procesales, la posible supervisión confirmatoria por tribunales federales de esa racionalidad en cualquier aplicación individual. 48 No ha sido directa la ruta seguida por la Corte, más bien, como el Ministro Brennan la calificó, se trata de un “camino sinuoso y elusivo”. 49
Si bien para 1990 la Corte había asentado el firme criterio de mantenerse alejada de cualquier supervisión constitucional, el aspecto más sobresaliente de la jurisprudencia emitida por el Alto Tribunal en las dos décadas anteriores fue su carácter errático. Es como si, por alguna razón desconocida, la pena de muerte hubiera irrumpido sorpresivamente ante la mirada de los jueces y del público en general alrededor de 1970, y aunque la mayoría de la Corte trató de ignorar el hecho en McGautha, no desaparecieron las irritantes dudas sobre la equidad de la pena capital. De manera que la Corte no admitió el asunto, 50 pero se encontró incapaz de deshacerse de él por un buen tiempo. Tras de su irrupción incomprensible en Furman, la Corte regresa para lograr lo que previamente, en McGautha, había anunciado estar “más allá de las actuales capacidades humanas”, esto es, racionalizar la aplicación de la pena de muerte. Y luego de más “sinuosidades y elusividades”, la Corte claramente proclamó que había logrado su objetivo, y que se mantendría en este heroico logro al rechazar cualquier otra reconsideración posterior sobre la administración de la pena capital. La pena de muerte surge a la luz y, después de una gran lucha, es ahora enterrada de nuevo.
Nos encontramos apenas en los primeros instantes de la supervisión por la Suprema Corte del suicidio asistido. Y es posible que, a pesar de las curiosas invitaciones para volver a litigar el asunto que en sus opiniones concurrentes nos extienden los cinco Ministros, la Corte se resista a cualquier compromiso futuro, y vuelva a inhumar pronto el asunto. La experiencia de la jurisprudencia sobre la pena de muerte puede incluso funcionarles como una advertencia implícita para que los Ministros no entren en esta arena movediza. Pero éstos otra vez tienen muchas razones para compartir las preocupaciones subyacentes acerca de la irracionalidad, ignominia y sufrimiento de la muerte, que se ha vuelto cada vez más una expresión en nuestro discurso público en general. De manera que, como ocurrió en los tribunales que revisaron la pena de muerte, los Ministros pueden estar tentados a calmar las preocupaciones de la población, esforzándose en mejorar los males de la muerte que son causados directamente por el sistema jurídico.
La lección sensata aportada por la jurisprudencia emitida en materia de pena de muerte es que la Corte ha abandonado este esfuerzo, al rehusarse a admitir su fracaso para alcanzar las tan proclamadas metas de mejoramiento. Esta experiencia no aporta una respuesta definitiva a la pregunta sobre si un esfuerzo judicial más firme pudo haber alcanzado esas metas, o si ellas eran intrínsecamente inconsistentes con la existencia de la pena de muerte. Me inclino a aceptar la conclusión del Ministro Harry Blackmun de que el esfuerzo racionalizador no podría tener éxito. Y creo que se trata de una declaración sólida habida cuenta de que Blackmun trabajó activamente en esta cuestión durante todo su servicio como miembro de la Suprema Corte. En un principio disintió en Furman v. Georgia, señalando que su fuerte disgusto personal por la pena de muerte no era una guía relevante para su conducta como juez. 51 En 1994, justo dos meses antes de que anunciara su retiro de la Corte, Blackmun señaló
Durante más de 20 años he intentado –es más, me he esforzado por– junto con una mayoría en esta Corte, desarrollar normas procesales y sustantivas que ofrezcan más que una apariencia de justicia en la cuestión de la pena de muerte. Pero antes de continuar consintiendo el error de la Corte de considerar que se ha alcanzado el deseado nivel de justicia y que está extirpada la necesidad de regular la materia, me siento moral e intelectualmente obligado a conceder que el experimento sobre la pena de muerte ha fallado. Para mí, es un hecho autoevidente que no existe ninguna posible combinación de reglas sustantivas y procesales que pueda en algún momento eliminar de la pena de muerte sus deficiencias constitucionales inherentes. 52
Mi propia sospecha –que es tan fuerte que llega a convicción, aunque no puedo demostrar su verdad– es que la imposición de la muerte es tan perturbadora, tan profundamente trastornante, que no puede ser sometida, y debe siempre cargar con alguna mancha de pecado. Como señaló Blackmun, “Aunque yo estuviera seguro de que estos actores (los oficiales responsables de administrar la pena de muerte) cumplirán su papel de la mejor manera en que les es humanamente posible hacerlo, nuestra conciencia colectiva permanecerá intranquila”. 53 Si esto es así, es probable entonces que esta sensación de pecado exija algunas expresiones tangibles. Los pecadores, habida cuenta que están condenados en sus propios términos, no pueden estar tranquilos en sus acciones y se ven obligados a algún tipo de confesión, aunque no sea consciente sino implícita, a través de la comisión de acciones equivocadas más evidentes. Este es el reforzamiento psicológico que empuja la conducta hacia esa “pendiente resbalosa”, como lo he sugerido al inicio de este ensayo, por el cual un acto incómodo conduce a otra mala acción de mayor gravedad.
La abolición de la pena de muerte fue una posible alternativa judicial para reivindicar los valores de la racionalidad y aliviar el sufrimiento. Pero la alternativa abolicionista no está a la mano, ni siquiera teóricamente, de los Ministros al momento de revisar la ignominia de la muerte misma. Sin embargo, el camino que de hecho ha elegido la Corte sobre la pena de muerte es posible, es decir, la construcción de una pátina de racionalidad y equidad, la conservación de un pretexto a partir de un rechazo obstinado a cuidar las verdaderas prácticas de su ejecución. Al tomar este camino en la materia de la pena capital, la Corte tranquilizó las preocupaciones de las voces populares, y la administración de la pena de muerte fue nuevamente amortajada, convertida en rutina y burocratizada en una especie de misterio reconocido pero encubierto, resueltamente dejado sin examen. ¿Acaso dentro de veinte años veremos que el mismo camino fue seguido por una práctica de suicidio asistido ya constitucionalizada o de alguna manera legalizada?.
Notas
* Traducción al castellano de Luis Raigosa.
1 Washington v. Glucksberg, 117 S. Ct. 2258 (1997), Vacco .. Quill, 117 S. Ct. 2293 (1997).
2 Véase, e. g., Jerald Bachman et al., Attitudes of Michigan Physicians and the Public toward Legalizing Physician-Assisted Suicide and Voluntary Euthanasia, 334 New Eng. J. Medicine 303 (1996).
3 Kevorkian Encountering Fewer Hurdles in Suicides, N. Y. Times, October 17, 1997, p. A26.
4 Leo Tolstoy, The Death of Ivan Ilych and Other Stories 129 (Signet Classic ed. 1960).
5 Compassion in Dying v. Washington, 79 F. 3d 790 (9th Cir. 1996), en banc, cert. granted, Washington v. Glucksberg, 65 U.S.L.W. 3254 (U.S. Oct.1, 1996).
6 Quill .. Vacco, 80 F. 3d 716 (2nd Cir. 1996), cert. granted, 65 U.S.L.W. 3254 (U.S. Oct. 1, 1996).
7 Véase Robert Burt, “Constitutionalizing Physician-Assisted Suicide: Will Lightning Strike Thrice?” 35, Duquesne L. Rev. 159 (1996).
8 Roe v. Wade, 410 U. S. 113 (1973).
9 Furman v. Georgia, 408 U. S. 238 (1972).
10 Brown v. Board of Education, 347 U. S. 483 (1954).
11 Lochner v. New York, 198 U. S. 45 (1905).
12 Véase Burt, supra n. 7, en pp. 159 a 162.
13 Washington v. Glucksberg, 117 S. Ct. 2258, 2275 n. 24 (1997).
14 Vacco v. Quill, 117 S. Ct. 2293, 2302 n. 13 (1997).
15 117 S. Ct. en 2303.
16 Id.
17 Véase Institute of Medicine, Approaching Death: Improving Care at the End of Life 19098 (1997); Sandra Johnson, “Disciplinary Acts and Pain Relief: Analysis of the Pain Relief Act”, 24 J. Law, Medicine & Ethics 319 (1996).
18 Véase Howard Brody, “Physician-Assisted Suicide in the Courts: Moral Equivalence, Double Effect, and Clinical Practice”, Minn. L. Rev. (1998) (pendiente de publicación).
19 117 S. Ct. en 2311 (énfasis en el original).
20 Id, en 2312 (énfasis en el original).
21 Id, en 2312.
22 Id, en 2310.
23 Id.
24 117 S. Ct. At. 2305.
25 Compassion in Dying v. Washington, 79 F. 3d 790, 797-98 (9th Cir. 1996).
26 Véase Roe v. Wade, 410 U. S. 113 (1973).
27 Washington v. Glucksberg, 117 S. Ct. en 2293.
28 Id.
29 Id.
30 Id.
31 347 U. S. 483 (1954).
32 Brown v. Board of Education, 349 U. S. 294, 301 (1955).
33 Green v. County School Board, 391 U. S. 430 (1968).
34 Acerca de las reclamaciones constitucionales para el suicidio asistido médicamente, formulé una solución parecida (si bien en un sentido más claramente neutral hacia un sustento último de un derecho al suicidio asistido) en un escrito amicus curie, en donde argumenté que la controversia aún no estaba madura para una solución constitucional definitiva; véase Brief of the Project on Death in America, Open Society Institute, as Amicus Curie, for Reversal of the Judgements Below, Vacco v. Quill, N° 95-1958 & Washington v. Glucksberg, N° 96-110. Con relación a la jurisprudencia general que sustenta este tipo de enfoque, véase Robert Burt, The Constitution in Conflict(1992).
35 Véase Robert Burt, “The Supreme Court Speaks: Not Assisted Suicide but a Constitutional Right to Palliative Care” 337 New Eng. J. Medicine 1234 (1997). 36 Α408 U. S. 238 (1972).
36 408 U. S. 238 (1972).
37 Id. En 309-10 (Stewart, J., en concurrencia).
38 Véase Burt, supra nota 7.
39 402 U. S. 183, 204 (1971).
40 428 U. S. 153 (1976).
41 Véase William J. Brennan, “Constitutional Adjudication and the Death Penalty: A View from the Court”, 100 Harv. L. Rev. 313, 317-18 (1986).
42 408 U. S. en 316 (Marshall, J., concurrente).
43 Véase Michael Meltsner, Cruel and unusual: the Supreme Court and Capital Punishment 10709, 126-48 (1973).
44 Para las escasas probabilidades de este argumento constitucional basado en los precedentes que estaban a la mano, véase Robert Burt, “Disorder in the Court: the Death Penalty and the Constitution”, 85 Mich. L. Rev. 1741, 1755-58 (1987).
45 Samuel Johnson, Letter to James Boswell, Sept. 19, 1777.
46 El Ministro William Douglas, el quinto miembro de la mayoría en Furman, había abandonado la Corte en 1975, el año anterior al que Gregg fuera decidido.
47 Véase Burt, supra nota 44, en 1774-79.
48 Véase, por ejemplo, Stephen B. Bright, “Is Fairness Irrelevant?: The Evisceration of Federal Habeas Corpus Review and Limits on the Ability of State Courts to Protect Fundamental Rights”, 54 Wash. & Lee L. Rev. 1 (1997); Barry Friedman, Failed Enterprise: “The Supreme Court’s Habeas Reform”, 83 Cal. L. Rev. 485 (1995).
49 Brennan, supra nota 41, en 316.
50 De la misma manera en que lo había hecho, por ejemplo, en Brown v. Board of Education en 1954, después de más de una década de vacilaciones y equívocos; véase Burt, nota 34 supra, en 271-85.
51 408 U. S. en 410-411 (opinión disidente).
52 Callins v. Collins, 510 U. S. 1141, 114 S. Ct. 1127, 1129-30 (1994) (opinión disidente).
53 114 S. Ct. en 1129.