Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 9, 1998
Instituto Tecnológico Autónomo de México
Pedro Salazar
Instituto Tecnológico Autónomo de México, México
Un primer rasgo del concepto de la legalidad radica en su doble dimensión: político-jurídica. Desde la perspectiva de la ciencia política la legalidad es un requisito y un atributo del poder que supone ciertos límites al ejercicio del mismo. Un poder es legal y actúa legalmente en la medida en la que se constituye de conformidad con un determinado conjunto de normas y se ejerce con apego a otro catálogo de reglas previamente establecidas. Bajo esta óptica el concepto de legalidad está estrechamente relacionado con el de legitimidad: el primero se refiere al ejercicio del poder y el segundo a la titularidad del mismo. Un poder es legítimo en sentido estricto, cuando la titularidad de dicho poder tiene un sustento jurídico, y es legal cuando los actos de autoridad que emanan del mismo se ajustan a las leyes vigentes. El concepto de legitimidad trata de responder a la pregunta: ¿cuál es el sustento de un poder político determinado?, mientras que el concepto de legalidad responde a la interrogante: ¿cómo se ejerce dicho poder? En esta tesitura tenemos, en principio, dos niveles de relación entre las leyes y el poder político: a) un primer nivel que se refiere al sustento jurídico de la titularidad del poder (legitimidad) y; b) un segundo nivel que atiende al ejercicio del poder desde la perspectiva de su apego a un conjunto de normas (si lo hace es un poder legal, si no es un poder arbitrario).
Más allá de la estrecha relación entre ambos conceptos, la legalidad, desde el punto de vista de la ciencia jurídica, se refiere al segundo nivel de relación entre derecho y poder político. Es decir, a la adecuación de los actos de autoridad a un conjunto de disposiciones legales. Efectivamente, desde la perspectiva jurídica, el principio de legalidad (en sentido estricto) se enuncia de la siguiente manera: “todo acto de los órganos del Estado debe encontrarse fundado y motivado en el derecho en vigor”. Es decir, que todo acto de la autoridad pública debe tener fundamento en una norma legal vigente y, más allá, dicha norma legal debe encontrar su propio sustento en una norma superior. Dicho principio tiene un origen histórico antiguo y se ha venido enriqueciendo durante el desarrollo del pensamiento político y jurídico. Desde sus orígenes detrás del principio de legalidad descansa la contraposición entre “el gobierno de los hombres” y “el gobierno de las leyes” en tanto que, en el primer caso, los gobernados se encuentran desprotegidos frente al arbitrio del gobernante y, en el segundo, los súbditos cuentan con mayores posibilidades para conocer de antemano los límites y alcances del ejercicio de la autoridad. Ciertamente detrás de esta dicotomía existe un juicio de valor: donde impera la legalidad los gobernados cuentan con un cierto grado de certeza y seguridad jurídica y disfrutan, en principio, de un estado de igualdad frente a la ley (ideal griego de isonomía); donde la legalidad es un principio ausente, los gobernantes cuentan con un margen discrecional absoluto para afectar la vida de sus súbditos. Sin embargo, en términos estrictos, el principio de legalidad como tal, poco nos dice del contenido de las normas jurídicas que rigen a una comunidad determinada. La existencia de un determinado cuerpo normativo que regule las condiciones del ejercicio del poder político (sistema jurídico vigente) no garantiza, por sí sola, la vigencia de un catálogo de garantías de seguridad jurídica para los súbditos de quién ejerce la autoridad. Por eso, el principio de legalidad en sentido amplio, debe entenderse como un ideal jurídico que no hace referencia al derecho que “es” sino al derecho que “debe ser”.
Efectivamente, el desarrollo histórico del concepto de legalidad tiene aparejado un ideal valorativo que aspira a restringir, mediante normas, el uso arbitrario del poder político, garantizando a la par una serie de seguridades para quienes están sometidos a dicho poder. En esta tesitura, el concepto de legalidad se ha venido ampliando y ha dado paso a manifestaciones de la ciencia jurídica de un alcance más amplio: tal es el caso de la noción del “imperio de la ley” o “Rule of law” en su expresión inglesa, “Rechtsstaat” en su expresión germana y de la concepción de Estado de Derecho (desde la perspectiva del pensamiento liberal moderno). Todas estas nociones tienen como sustento nociones valorativas que buscan garantizar determinados principios, tales como la igualdad, la certeza y la seguridad jurídicas. Con ello, en última instancia, se busca proteger a la idea liberal de «autonomía» de las personas. En todos los casos se trata de una concepción ética (prescriptiva) del derecho que rebasa el plano meramente descriptivo en el que sólo importa constatar la existencia o ausencia de un cuerpo normativo que regule las relaciones entre los gobernantes y sus gobernados. De esta forma, la noción del “imperio de la ley” va más allá del concepto de legalidad y exige que las normas jurídicas existentes cumplan con un catálogo de características específicas. Es un ideal del derecho que no se satisface con la existencia del mismo. En palabras de Francisco J. Laporta, el “imperio de la ley es (...)un universo ético; es decir, no es una propiedad del Derecho, algo inherente a la mera existencia empírica del orden jurídico, algo que nace ya con la mera norma jurídica, sino que es un postulado metajurídico, una exigencia ético política o un complejo principio moral que está más allá del puro derecho positivo...”
Así las cosas, el concepto de legalidad adquiere una dimensión más amplia en la medida en la que tiende a garantizar determinados principios dentro del contexto social en el que tiene vigencia. En un Estado de Derecho moderno, no basta con la existencia de normas jurídicas y con el apego a las mismas por parte de quién(es) detenta(n) el poder político sino que es necesario, para garantizar efectivamente el imperio de la legalidad, que esas normas cuenten con una serie de características en su origen y estructura (aspecto estático del derecho) y que sean aplicadas respetando determinados criterios (aspecto dinámico del derecho). En palabras de Elías Díaz:
No todo Estado es un Estado de Derecho. Por supuesto que todo Estado genera, crea, un Derecho, es decir, produce normas jurídicas; y que, en mayor o menor medida, las utiliza, las aplica y se sirve de ellas para organizar y hacer funcionar al grupo social, así como para resolver conflictos concretos surgidos dentro de él. Difícilmente cabría imaginar hoy (y quizás en todo tiempo) un Estado sin Derecho, sin leyes, sin jueces, sin algo parecido a un sistema de legalidad, aunque los márgenes de arbitrariedad hayan tenido siempre una u otra efectiva y, en todo caso, negativa presencia. Pero, a pesar de ello, de esa constante, no todo Estado merece ser reconocido con este, sin duda, prestigioso rótulo cualificativo y legitimador que es –además de descriptivo– el Estado de Derecho: un Estado con Derecho (todos o casi todos) no es, sin más, un Estado de Derecho (sólo algunos).
Ahora debemos determinar cuáles son las características que debe satisfacer el cuerpo normativo para garantizar esta dimensión “prescriptiva” del concepto moderno de “imperio de la ley” propio de todo Estado de Derecho. Dado que este es un tema sobre el que no existe un acuerdo definitivo entre los estudiosos revisaremos, siguiendo principalmente a Laporta, los aspectos básicos sobre los cuales parece existir un consenso:
En primer lugar, es necesario que exista un cuerpo normativo estable. La existencia de reglas ciertas es el primer paso para garantizar el principio de certeza jurídica. Un cuerpo normativo claramente delineado permite a los sujetos que se encuentran sometidos al imperio de ese conjunto de reglas, conocer con anterioridad a la realización de sus acciones las consecuencias jurídicas que se derivan de las mismas. Esta noción “normativista” se opone a las posturas “decisionistas” que abren la puerta para que la autoridad tome decisiones imprevisibles y arbitrarias. Cabe resaltar que la concepción de “imperio de la ley” parte de una postura ideológica de carácter liberal. En última instancia lo que se pretende salvaguardar con esta concepción del derecho es el principio ético de la autonomía de la persona. Es decir, se busca proteger una determinada noción de “persona”: aquella que, desde la perspectiva de Rawls, permite al ser humano “vivir su vida de acuerdo con un plan, proponerse una identidad propia a través de sus propios propósitos, de lo que intenta hacer y ser en la vida”. En esta tesitura, el contexto social que mejor permite el desarrollo del ser humano es aquél que se encuentra regulado por un cuerpo normativo claramente establecido, el cual le permite planear y ejecutar con certeza su propio plan de vida. Una noción de estas características es la que corresponde a la manifestación jurídica del imperativo categórico ideado por Kant: una ley que hace posible el máximo de libertad de cada uno compatible con la libertad ajena.
Sin embargo, como ya se señalaba, ese cuerpo normativo también debe satisfacer determinadas características para cumplir con el ideal ético del “imperio de la ley”: 1) En primera instancia se trata de leyes que deben ser emitidas por autoridades facultadas, legalmente, para hacerlo. Es necesaria la existencia de normas de competencia que faculten a determinados órganos del poder público para emitir leyes que regulen el comportamiento social. Asimismo, estas leyes “recién creadas” deben ser congruentes con el resto de las normas del sistema. Las leyes deben provenir de un órgano facultado para emitirlas y su contenido debe ser consistente con las normas de jerarquía superior dentro del propio sistema jurídico (un ejemplo claro de esta relación es la que debe existir entre las normas Constitucionales y las leyes secundarias). 2) Las normas jurídicas deben ser de carácter general. Su contenido debe estar dirigido a “clases abiertas” de individuos y no restringirse a grupos de personas claramente determinadas. Con este rasgo de la legalidad se da respuesta al principio de “igualdad ante la ley” o isonomía, ya que cualquier individuo dentro de una “clase abierta”, sin importar sus características individuales, tiene la misma relación frente a la legalidad que el resto de los integrantes de su “clase”. 3) Las normas deben ser prospectivas y nunca de carácter retroactivo. Su existencia debe preceder al acto al que se aplican para garantizar los principios de “certeza y seguridad jurídicas”. Asimismo deben gozar de cierto grado de estabilidad en el tiempo: su vigencia debe tener una duración razonable para que los individuos sujetos a las mismas puedan prever las consecuencias de sus actos. 4) El contenido de las leyes debe ser razonablemente claro y conocido por el mayor número de sujetos sometidos a las mismas. La publicidad y claridad de las normas (en el ámbito de parámetros razonables), son garantías necesarias para la certeza y seguridad jurídicas.
El siguiente requisito para garantizar el “imperio de la ley” guarda relación con el aspecto dinámico del Derecho: con la aplicación concreta de las leyes a casos particulares. El referente obligado para esta dimensión del sistema jurídico proviene de la tradición anglosajona y se conoce como due process of law (debido proceso legal). Tal como ha sido interpretado por la jurisprudencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos esta institución salvaguarda cuatro garantías fundamentales: 1) nadie puede ser sancionado sin mediar un proceso jurisdiccional; 2) todo juicio debe llevarse a cabo ante tribunales previamente establecidos; 3) durante todo proceso jurisdiccional deben observarse las formalidades del caso y; 4) las resoluciones judiciales deben sustentarse en normas jurídicas con una vigencia anterior a la comisión del acto materia del procedimiento. Como puede observarse, se trata de aspectos institucionales y formales que tienen por objeto salvaguardar, principalmente, el principio de “seguridad jurídica”. De hecho, para Dicey, el principal teórico del “rule of law”, el primer significado de esta concepción consiste, precisamente en “que ningún hombre ha de ser castigado o puede sufrir legalmente en su cuerpo o en sus bienes excepto por una violación específica de la ley, establecida del modo legal ordinario ante los tribunales ordinarios del país”. Esta posición fundamental se encuentra claramente enunciada en un principio general del derecho penal: “nullum crime, nulla poena, sine lege” (No hay crimen, ni pena, sin ley anterior al hecho). Adicionalmente, la salvaguarda del principio de “seguridad jurídica” requiere de otros aspectos no menos relevantes, tales como: 1) la total imparcialidad de los jueces al aplicar el derecho; 2) equidad para acceder al sistema de justicia, 3) garantías de defensa durante los procesos judiciales y; 3) reglas en la argumentación judicial a partir de razonamientos deductivos, que tengan como punto de partida un fundamento legal expreso, y cuya conclusión se infiera lógicamente de las premisas (fundamentación y motivación jurídica). Este tercer nivel de garantías para la vigencia del “imperio de la ley” es, sin duda, el corazón de todo Estado de Derecho moderno ya que en el mismo se materializa la relación cotidiana y efectiva del cuerpo normativo con los sujetos sometidos a su imperio.
Hasta aquí los elementos mínimos, generalmente aceptados, como característicos de un sistema jurídico que garantice el “imperio de la ley”, entendido éste como un ideal ético de los Estados de Derecho modernos. Sin embargo, en el contexto de la discusión jurídica actual, algunos autores como Elías Díaz y Liborio L. Hierro han introducido otros elementos (notas características) a la idea de Estado de Derecho. La incorporación de mayor importancia es la que se refiere a la inclusión del “principio democrático” dentro de la noción, dando como resultado un concepto más amplio: “Estado Democrático de Derecho”. Desde la perspectiva de quienes adoptan esta posición doctrinal, la ley (para garantizar el principio de autonomía de la persona) debe ser la expresión de la propia autonomía de los sujetos a que se aplica. En palabras de Hierro, la ley debe concebirse “... como expresión mediata o inmediata de la voluntad general. Sea directamente, sea a través de la representación, la ley aparece entonces como la expresión de la autonomía de un colectivo social que generaliza la autonomía de cada uno de sus componentes mediante el principio de mayorías”. En esta misma tesitura Elías Díaz, además de incorporar el principio democrático, argumenta la necesidad de considerar dentro del concepto de Estado Democrático de Derecho la noción de derechos fundamentales. Según este autor “El Estado de Derecho (...) es aquél en el que las regulaciones normativas se hacen desde la libre participación (manifestada en la elección democrática de los miembros del poder legislativo), incorporando mejor los derechos fundamentales y (...) obligando con todo rigor (mediante la fiscalización de la administración) a que los poderes públicos se muevan siempre dentro del más estricto respeto y sometimiento a las leyes (Constitución y demás) prohibiendo y persiguiendo toda actuación o respuesta estatal que utilice cualquier tipo de fuerza o coacción que pueda considerarse ilegal”.
Como podemos ver se trata de una conceptualización que va más allá de los requisitos formales (estructurales) del sistema normativo y de los criterios que deben observarse en la aplicación dinámica del derecho. Si bien cuando revisamos las características que, en aras de observar el “imperio de la ley”, debe contener un sistema normativo, señalamos que la emisión de normas (reglas de conducta) debía llevarse a cabo por un órgano legalmente reconocido para hacerlo; en ningún momento consideramos el origen democrático de ese órgano emisor. Ese nuevo ingrediente del Estado de Derecho se coloca, desde un punto de vista formal, en un nivel previo y extra legal que responde más una idea concreta de legitimidad que al principio de legalidad propiamente dicho. Se trata de un elemento que tiende a fortalecer el principio de autonomía y a reforzar consecuentemente, los mecanismos para garantizar los principios de “seguridad, certeza e igualdad jurídicas”. Sin embargo, se ubica desde un perspectiva más cercana a argumentos de índole político (legitimidad democrática del órgano emisor del derecho y, por ende, del derecho mismo) que a consideraciones de carácter jurídico (producción y aplicación de normas jurídicas). Ciertamente, esta relación entre legalidad y legitimidad democrática se ha venido estrechando en la concepción del Estado moderno y es el vértice de la estructuración de las democracias liberales de nuestros días: en las mismas no cabe imaginar un poder legítimo pero no legal y viceversa.
En contraste con estas concepciones que incorporan elementos morales y democráticos dentro del concepto de Estado de Derecho, cabe resaltar la existencia de posiciones que se colocan en el extremo opuesto. Tal es el caso de la postura de Joseph Raz, quien si bien reconoce la importancia del Estado de Derecho e insiste en la necesidad de que el cuerpo normativo cumpla con determinadas características (básicamente a las que hemos hecho referencia en este estudio), asegura que el Estado de Derecho se reduce a dos aspectos que se desprenden de su sentido literal: 1) las personas deben ser regidas por el derecho y deben obedecerlo y 2) el derecho debe ser de tal manera que las personas puedan ser guiadas por él. Esta concepción formal “no dice nada de cómo debe ser creado el derecho: por tiranos, mayorías democráticas o de cualquier otra forma. No dice nada sobre los derechos fundamentales, igualdad o justicia”. Se trata de un posición que ve al derecho como un instrumento sumamente útil y necesario, pero desprovisto de contenidos valorativos. En palabras de Raz y, para concluir con esta breve descripción del debate contemporáneo sobre el tema tenemos que desde esta óptica formal “el Estado de Derecho es una virtud negativa en dos sentidos: la conformidad a él no causa bien, salvo impidiendo el mal y el mal que se evita es el mal que únicamente pudo haberse producido por el propio derecho”. Se trata de una concepción que reconoce un “fin útil” al derecho positivo pero supone que esa finalidad se logra (hasta donde es posible) con la existencia de un sistema normativo que cumpla con ciertas características y no por el origen y los contenidos valorativos del orden legal.
En síntesis, el concepto de legalidad expresado en su acepción más restringida supone, únicamente, la adecuación de los actos de la autoridad a un conjunto de normas jurídicas de cualquier origen y contenido. Sin embargo, en su acepción moderna más generalizada, el concepto de legalidad se traduce en concepciones más amplias como “imperio de la ley” (Rule of Law) o “Estado de Derecho”, cuya vigencia supone, al menos lo siguiente: a) la existencia de un cuerpo normativo emitido por una autoridad jurídicamente reconocida; b) dicho cuerpo normativo debe estar integrado por normas (en sentido de reglas de conducta) estables, prospectivas, generales, claras y debidamente publicadas y; c) el aspecto dinámico del derecho (aplicación de normas a casos concretos) debe ser ejecutado por una institución imparcial (Tribunales previamente establecidos), mediante procedimientos normativos accesibles para todos (equidad en el acceso a la justicia) que garanticen que toda pena se encuentre debidamente fundada y motivada en derecho. Por su parte, una concepción más amplia del Estado de Derecho y del concepto de legalidad inherente al mismo, sostiene que no basta con que el derecho satisfaga las características antes descritas, sino que debe ser la manifestación de la voluntad popular (principio democrático), y debe contemplar expresamente los mecanismos de protección para ciertos derechos fundamentales.
El caso de México
En términos formales, el sistema jurídico mexicano recoge la mayoría de los elementos propios de un Estado Democrático de Derecho (entendido en su concepción más amplia). No sólo existe un cuerpo normativo claramente definido y con un aceptable grado de estabilidad, sino que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos contempla puntualmente los aspectos más trascendentes de todo Estado de Derecho moderno. Efectivamente, el principio de legalidad (en sentido estricto) se encuentra contemplado en los artículos 103 y 107 de la Constitución Política. En dichas disposiciones no solamente se expresa la necesidad de que los actos, de cualquier naturaleza, que sean emitidos por autoridades públicas deben sujetarse al derecho sino que, además, se consagra el mecanismo de protección por excelencia de los gobernados frente a los actos de autoridad: el juicio de amparo. Asimismo, en otra disposición de la Constitución (Art. 41) se contempla el principio de supremacía constitucional, que supone un orden jerárquico de normas en el que las reglas o actos inferiores encuentran su fundamento de validez en una norma de carácter superior. Consecuentemente en la propia Norma Suprema (Art. 105) se establecen mecanismos para garantizar que las normas generales de carácter secundario se ajusten a lo dispuesto por la Constitución Política. Si a esto le adicionamos que el artículo 73 del mismo ordenamiento define la competencia de un órgano específico (Congreso de la Unión) para emitir y modificar leyes generales de carácter secundario, y que ésto debe hacerse de conformidad con un procedimiento preciso (Art. 71 y 72), concluimos que el sistema jurídico mexicano contempla en términos generales, todos los elementos legales “estáticos” de un Estado de Derecho. Efectivamente tenemos un orden jurídico estable y jerarquizado, que se integra por normas generales que tienen una duración definida y que son emitidas por un órgano competente que, por si fuera poco, tiene la obligación de publicarlas. Así pues, las normas de competencia de los poderes públicos y las que rigen las relaciones de los gobernantes con los gobernados y de estos entre sí, cumplen con el principio de legalidad en sentido amplio.
La Constitución mexicana también contempla la mayoría de los aspectos que corresponden a la dimensión “dinámica” del derecho bajo la óptica del “imperio de la ley” y del Estado de Derecho moderno. Los artículos 14 y 16 de la Carta Magna mexicana consagran, uno a uno, los elementos fundamentales que garantizan el principio de seguridad jurídica. Para empezar, el artículo 14 contempla que “a ninguna ley se le dará efecto retroactivo en perjuicio de persona alguna” (leyes prospectivas) y, en su segundo párrafo, enuncia con toda precisión al ideal del “due process of law” o “debido proceso legal”, en los siguientes términos: “Nadie podrá ser privado de la vida, de la libertad o de sus propiedades, posesiones o derechos, sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplan las formalidades del procedimiento y conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho”. Como puede verse, el primer significado del “Rule of law” expresado por Dicey, y reproducido párrafos arriba, es consagrado en esta disposición constitucional con sorprendente exactitud. Más adelante, en el propio artículo 14 se contempla lo que podríamos llamar “derecho a la exacta aplicación de la ley” y que habíamos enunciado con el principio de “nullum crimen nulla poena sine lege”. Efectivamente en dicho artículo se establece que “en los juicios del orden criminal queda prohibido imponer (...) pena alguna que no esté decretada por una ley exactamente aplicable al delito que se trata” y más adelante este mismo principio se hace extensivo a los juicios del orden civil decretando que en éstos “la sentencia definitiva deberá ser conforme a la letra o a la interpretación jurídica de la ley, y a falta de ésta se fundará en los principios generales del derecho”.
Por su parte, el artículo 16 contempla las condiciones y requisitos que deben satisfacer todos los actos de autoridad para que sea posible aplicar las sanciones que contempla el artículo 14 antes reseñado. De esta forma, los requisitos de fundamentación y motivación que debe cumplir toda autoridad al aplicar las leyes a los casos concretos, son puntualmente establecidos. El artículo 16 en su primer párrafo señala que “Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles, posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento”. Indiscutiblemente se trata de una clara expresión del principio de legalidad referida particularmente a los actos de aplicación normativa por parte del poder público. Como puede verse, este catálogo de garantías institucionales y formales referido al ámbito de la aplicación de las normas jurídicas en México, corresponde al tercer ámbito de los elementos del Estado de Derecho moderno (aquellos referidos al aspecto dinámico del orden jurídico). De esta manera, se puede afirmar que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos consagra la gran mayoría de los elementos que deben ser característicos de todo sistema en el que tenga vigencia el “imperio de la legalidad”.
Asimismo, el ingrediente democrático que se ha venido incorporando al concepto de Estado de Derecho, también forma parte del sistema jurídico y político mexicano. En la medida en la que los miembros del poder legislativo mexicano (Congreso de la Unión) son electos por el voto secreto, universal y directo de los ciudadanos mexicanos en elecciones libres y periódicas (Art. 41 de la Constitución), se puede afirmar que las leyes emitidas por ese poder son una manifestación (indirecta) de la voluntad popular. De hecho, el fortalecimiento de la democracia mexicana, a través de múltiples reformas a las instituciones político-electorales del país, es uno de los aspectos palpables en el México de fin de siglo. Desde esta óptica, la legitimidad de los gobernantes y representantes mexicanos se funda, cada vez más, en la satisfacción del principio democrático: las autoridades son electas a través de procesos electorales efectuados con apego a procedimientos legales previamente establecidos. El ingrediente de la legitimidad que, como hemos insistido, se encuentra estrechamente con el de legalidad en los Estados de Derechos modernos es un dato duro de la realidad mexicana. Asimismo, en adición al principio democrático, la Constitución mexicana, desde su primer artículo contempla una serie de garantías a todos los individuos que se encuentran en el territorio nacional (principio de igualdad frente a la ley). Además dichas garantías (contempladas en los primeros 29 artículos de la Constitución) protegen a los valores de libertad, igualdad y seguridad social y jurídica que son propios de la tradición liberal y que, indiscutiblemente, se insertan dentro de la concepción de “derechos fundamentales” a los que hacen referencia estudiosos como Elías Díaz y que son consubstanciales al constitucionalismo moderno.
A partir de lo anterior, no es equivocado concluir que el sistema normativo mexicano está a la altura del ideal moderno de Estado de Derecho, lo que supondría la vigencia del “imperio de la ley”. Sin embargo, lo cierto es que en su aspecto dinámico el sistema legal de este país no logra ser una garantía de seguridad y certeza jurídicas. Más allá de los principios consagrados en la Constitución y en las leyes secundarias, la aplicación del derecho en México distorsiona los presupuestos del Estado de Derecho: el aparato de justicia responsable de garantizar la constitucionalidad y legalidad de los actos de autoridad es un cúmulo de rezagos e ineficiencias. Como lo señala Alberto Begné, la realidad jurídica mexicana esta caracterizada por “la inobservancia de las leyes y su deficiente y desigual aplicación”. Desde esta perspectiva es conveniente apuntar que la vigencia de cualquier Estado de Derecho no se agota en aspectos de carácter formal, sino que tiene que estar apuntalado por la eficacia del ordenamiento jurídico. Más allá del origen, las características y el contenido del derecho, la noción de eficacia está dirigida a la observancia y aplicación práctica de las normas jurídicas. Una vez resuelto el expediente de la legitimidad democrática de los gobernantes mexicanos, la consolidación del Estado de Derecho en México supone, necesariamente, de la vigencia efectiva del “imperio de la ley”. Para lograr esa amalgama de legitimidad y legalidad que caracteriza a las democracias liberales es necesario, como lo apunta Begné, “la aplicación efectiva del ordenamiento jurídico, haciendo valer la ley, sin excepciones, allí donde haya sido infringida, hasta generar un proceso gradual, pero sostenido, de transformación cultural, lo que significa poner el acento en el papel de los jueces y en las condiciones para el ejercicio de su función”. De otra forma, el principio de legalidad en México seguirá siendo una elemento consagrado en el texto constitucional pero no logrará instalarse como una garantía de igualdad, seguridad y certeza jurídicas para todos los mexicanos.
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Notas
* Una primera versión de este trabajo corresponde a la voz de “Legalidad” en la colección Léxico de la política, coordinada por Laura Baca Olamendí, Fernando Castañeda e Isidro H. Cisneros.